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HECHOS INSÓLITOS

La guerra es un asunto demasiado serio como

para dejarlo en manos de los militares.

GEORGES CLEMENCEAU (1841-1929),

político francés.

La Segunda Guerra Mundial fue el caldo de cultivo ideal para que se dieran todo tipo de hechos insólitos. Desde extrañas coincidencias a propuestas inauditas, pasando por episodios paradójicos o sucesos improbables, todo parece tener lugar en el infinito mosaico de la mayor conflagración de la historia.

La mayoría de esas historias apenas son conocidas, debido al alud de acontecimientos que se dieron en esos seis años de lucha total. Eclipsados por las grandes batallas, los movimientos de los ejércitos, las decisiones de los dirigentes y, desgraciadamente, las tragedias que provocaron millones de víctimas, esos hechos anecdóticos permanecen en muchas ocasiones agazapados, esperando para poner a prueba nuestra capacidad de sorpresa. Algunos de ellos pueden parecer el producto de la imaginación de un novelista, pero lo sucedido en la contienda demuestra que la realidad supera siempre a la ficción.

YO, YO Y YO…

En 1939, un diario estadounidense encargó un curioso estudio. Se trataba de contar las veces que un destacado político pronunciaba la primera persona del singular, «yo», en sus discursos y manifestaciones públicas.

Los que menos se referían a sí mismos en sus declaraciones eran el, por entonces, primer ministro británico, Neville Chamberlain, que la pronunciaba una de cada 249 palabras, y el primer ministro francés, Édouard Daladier, en una de cada 234 ocasiones.

En cambio, el presidente norteamericano, Franklin D. Roosevelt, parece ser que tenía el ego más acentuado, puesto que una de cada 100 palabras era «yo».

En el otro lado, en el del Eje, las conclusiones del estudio no por más esperadas eran menos significativas. El dictador italiano Benito Mussolini hablaba en primera persona en una de cada 83 palabras, pero Adolf Hitler era el que más a menudo empleaba la palabra «yo»: una vez cada 53 veces.

En el momento en el que se publicó el informe, faltaba un año para que Winston Churchill alcanzara la responsabilidad de liderar el Gobierno británico, por lo que sus discursos no se sometieron a ese minucioso estudio. No obstante, si analizamos su célebre discurso en el que solo podía prometer «sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor», llegaremos a una conclusión sorprendente: podemos encontrar la primera persona del singular en una de cada 35 palabras, es decir, por encima incluso del récord de Hitler.

LAS TRES FECHAS DE MUSSOLINI

Las ínfulas de grandeza del dictador italiano Benito Mussolini le llevarían a instaurar una nueva datación, que llegaría a ser doble, y que coexistiría con la fecha de la era cristiana.

Tanto en los documentos oficiales como en la prensa, era obligatoria la datación de la «era fascista», tomando como referencia el ascenso al poder de Mussolini, el 28 de octubre de 1922. Esa fecha debía colocarse en números romanos tras la fecha de la era cristiana. Por tanto, 1935 figuraría como «Año 1935, XIII de la era fascista».

Sin embargo, para complicarlo más, el 9 de mayo de 1936 se incorporaría una datación nueva, tomando como referencia el final victorioso de la guerra en Etiopía y la proclamación del Imperio, asumiendo el rey de Italia, Victor Manuel III, el título de emperador de Abisinia. Por tanto, ese año debía figurar como «Año 1936, XIV de la era fascista, I del Imperio».

Afortunadamente, a pesar de las disposiciones legales que obligaban a utilizar esta triple datación, la mayor parte de la prensa hizo caso omiso de esta orden.

EL EJÉRCITO SECRETO DE CHURCHILL

Tras la desastrosa campaña del Ejército británico en la campaña de Francia de 1940, los restos de las fuerzas aliadas que habían podido rescatarse del continente sufrían una carencia casi total de equipos, vehículos y munición. Ante la dificultad de defender las islas británicas con esas fuerzas tan castigadas, Churchill confiaba en la aportación de los civiles, a través de la Home Guard.

Pero el primer ministro británico, consciente de lo que se jugaba, decidió poner toda la carne en el asador para resistir la que parecía inminente invasión alemana. Así, Churchill decidió la creación de un ejército secreto, formado por 3500 civiles especialmente entrenados, que tendría como misión combatir a las tropas germanas siguiendo las tácticas de guerrilla. Esta fuerza irregular, disimulada tras el inofensivo nombre de Auxiliary Units («unidades auxiliares»), sería adiestrada en el uso de explosivos, robo de material, combate sin armas y acciones de sabotaje.

Las bases de operaciones serían unos reductos subterráneos con capacidad para una docena de hombres, con víveres y suministros para resistir varias semanas. La idea era permanecer en ellos después de que el territorio fuera tomado por los alemanes; así, desde esas bases, los guerrilleros podrían atacar en la retaguardia germana y luego ocultarse. Los objetivos de esas acciones serían las líneas de comunicación del enemigo, los ferrocarriles, los aeródromos o los depósitos de combustible. También se fijó la consigna de eliminar físicamente a los oficiales germanos. La meta era que las tropas de ocupación estuvieran sometidas a un acoso continuo, lo que debía suponer una desagradable sorpresa para los alemanes, que esperaban doblegar en poco tiempo la voluntad británica de resistir.

El aspecto más controvertido de estas Auxiliary Units, según la documentación desclasificada en los años noventa, era que entre sus objetivos tenían el de atentar contra los británicos que estuvieran dispuestos a colaborar con las tropas invasoras.

Finalmente, el ejército secreto de Churchill no tuvo que llegar a ponerse en acción, pero su existencia refleja la firme voluntad del líder británico de defender su país de los planes de invasión de Hitler.

RECOMPENSA POR HITLER

En 1940, un industrial norteamericano llamado Samuel H. Church ofreció un millón de dólares a quien fuera capaz de capturar a Adolf Hitler, en lo que constituyó, hasta ese momento, la recompensa más alta ofrecida nunca por un criminal.

En este caso no era válido el tópico del «vivo o muerto», puesto que Church solo estaba dispuesto a pagar esa suma a quien lo capturase con vida; su objetivo no era eliminarlo físicamente, sino que el dictador nazi fuera juzgado por un tribunal internacional.

El industrial falleció en 1943, sin ver cumplido su deseo de entregar la recompensa prometida, aunque al menos pudo tener el consuelo de que el dictador alemán apenas le sobreviviría dos años.

LA LETRA NACIONAL ALEMANA ERA DE ORIGEN HEBREO

El 3 de enero de 1941, una circular firmada por el secretario de Hitler, Martin Bormann, ordenaba que a partir de entonces dejase de utilizarse en la prensa y las imprentas la letra gótica, la Frakturschrift, que hasta ese momento era considerada la letra nacional alemana.

Desde su ascenso al poder, los nazis habían impuesto en Alemania el uso de esa tipografía, que había sido promovida por el emperador Maximiliano II (1527-1576) y utilizada por Lutero. Para pequeños textos o escritos marginales estaba permitido usar la letra romana, o Antiquaschrift.

Sin embargo, a finales de 1940 los nazis descubrieron que la letra Frakturschrift era en realidad una transposición de la tipografía Schwabacher, de origen hebreo, lo que provocó un inmediato cambio de criterio. A partir de la circular de Bormann, los periódicos y revistas tuvieron que cambiar sus cajas de imprenta a la mayor brevedad, sustituyéndolas por la letra romana, que a partir de entonces pasaría a ser denominada «letra normal» o Normalschrift.

No obstante, ese descubrimiento resultó muy oportuno. Para entonces eran ya una decena los países ocupados por el Tercer Reich, en donde resultaba difícil para la población entender la antigua y abigarrada letra gótica que utilizaban los alemanes en su documentación o en los indicadores de las carreteras. El supuesto origen hebreo de la Frakturschrift fue la excusa perfecta para proceder a la modernización de la escritura empleada por los nazis en su imperio.

BARCOS Y AVIONES PINTADOS DE ROSA

Durante la Segunda Guerra Mundial se utilizaron muchos colores diferentes para camuflar barcos y aviones; entre ellos, aunque resulte insólito, figuraría el rosa.

El origen del uso de este color tuvo su origen en 1940, cuando el ilustre marino y aristócrata Louis Francis Mountbatten, conocido como Lord Mountbatten, que acabaría siendo gobernador de la India, se encontraba a bordo de un buque que estaba realizando tareas de escolta en un convoy. En un momento de la travesía, advirtió cómo uno de los mercantes, de color malva, parecía desaparecer de la vista antes que los demás, especialmente al amanecer y al atardecer, los momentos en que los barcos corrían mayor peligro. Lord Mountbatten tomó buena nota y ordenó después que se llevaran a cabo ensayos de camuflaje a partir de ese color, llegando a la conclusión de que el color perfecto para ese propósito era uno resultado de la mezcla de gris y rojo veneciano, dando lugar al llamado Mountbatten Pink («rosa Mountbatten»).

A principios de 1941, varias unidades de la Royal Navy fueron pintadas con este nuevo color. Uno de los barcos que estuvieron agradecidos al rosa Mountbatten fue el crucero HMS Kenya, apodado The Pink Lady («la dama rosa»); sus tripulantes estaban convencidos de que el camuflaje había impedido que una batería alemana lograse hundirlo cuando se encontraba frente a la costa noruega.

Pese a las expectativas depositadas en este camuflaje, el rosa Mountbatten se revelaba demasiado visible en las horas centrales del día, por lo que fue progresivamente abandonado en favor del gris, aunque algunos barcos menores lo conservarían hasta 1944. A pesar de que el uso de ese llamativo color pueda parecer una excentricidad, tanto norteamericanos como alemanes consideraron también la posibilidad de recurrir a distintos tonos de rosa para camuflar sus buques.

Durante la Segunda Guerra Mundial, el rosa no solo pudo verse en el mar, sino también en el aire. La RAF pintó de ese color algunos cazas Spitfire, para que resultasen menos visibles entre las nubes rojizas del amanecer y el atardecer. No obstante, el tono utilizado por la RAF, rosa pálido, difería del rosa Mountbatten, mas cercano al gris.

Se comprobó que los aviones pintados de este color, volando a baja altura, eran más difíciles de detectar por un enemigo que volara por encima de ellos, al reflejar menos la luz del sol. Varios Spitfire rosas pertenecientes al 16.o Escuadrón de la RAF llevaron a cabo misiones de reconocimiento fotográfico previas y posteriores al Día D.

ENCONTRAR BARCOS CON UN PÉNDULO

A finales de 1941, la marina de guerra alemana, la Kriegsmarine, era consciente de su papel decisivo en el conflicto: si conseguía cortar las líneas de suministro de Gran Bretaña, Londres no tardaría en pedir la paz. Pero eso no era sencillo. Aunque Alemania había llevado a cabo un costoso esfuerzo para dotarse de una potente flota de superficie, la Royal Navy seguía siendo muy superior. Por tanto, la Kriegsmarine se mostró receptiva a la hora de aceptar propuestas ingeniosas, por descabelladas que pudieran ser, que le permitieran retar el dominio británico de los mares.

La manifiesta inferioridad de la flota de superficie germana provocaba que cualquier desplazamiento de esta entrañase correr un grave riesgo. Para evitar un enfrentamiento no deseado con la armada británica era fundamental conocer la posición de sus barcos. Los alemanes necesitaban también saber la posición de los convoyes aliados para dirigir directamente hacia ellos sus flotillas de submarinos y evitar así que tuvieran que patrullar a ciegas por el océano.

Con el objetivo de encontrar un método para señalar la situación de los barcos británicos, el instituto de investigación de la Kriegsmarine en Berlín creyó encontrar la solución en la radiestesia. El origen de este método de adivinación se remonta a la antigüedad, cuando la tarea de encontrar corrientes de agua subterránea era encomendada a los zahoríes, que decían ser capaces de lograr este propósito utilizando unas varillas o una horquilla. Del mismo modo, los radiestesistas se atribuyen la capacidad de encontrar objetos, ya sea en el mismo lugar físico o sobre un plano, interpretando las oscilaciones de un péndulo.

A pesar de la carencia total de rigor científico de este método de localización, la marina vio en el péndulo el arma secreta que podía decantar la batalla del Atlántico del lado germano. Así, el instituto de investigación se dispuso a reunir un equipo de radiestesistas, que estaría dirigido por el capitán de la marina Hans A. Roeder[29].

Cuando se inició la búsqueda de especialistas, de inmediato surgió el nombre de Ludwig Straniak, un arquitecto jubilado de Salzburgo, que gozaba de un gran reconocimiento en el campo de la radiestesia. Straniak poseía supuestamente una insólita habilidad para encontrar objetos mediante el uso del péndulo. Así, varios oficiales de la armada se desplazaron a la ciudad austriaca para convencerle de que participase en el proyecto.

Straniak aceptó el reto de localizar barcos con un péndulo. Para ello, pidió ver una fotografía del barco que tenía que buscar. Así, los oficiales le mostraron una imagen del crucero pesado Prinz Eugen, que en esos momentos se encontraba en las costas noruegas, en misión secreta. Sorprendentemente, Straniak logró, gracias al péndulo, señalar su localización en un mapa, dejando impresionados a los presentes.

El arquitecto se trasladó de inmediato a Berlín, dispuesto a descubrir flotas enemigas en el Atlántico pertrechado de su péndulo. Antes de iniciar su labor, fue sometido a nuevas pruebas, en las que fueron analizadas exhaustivamente sus capacidades. Por ejemplo, se situaba un objeto metálico sobre un mapa, y Straniak, en otra sala, debía localizar su posición. Al parecer, los resultados fueron alentadores, por lo que los responsables del instituto de investigación acrecentaron sus esperanzas de ofrecer una solución mágica a los problemas de la marina.

Straniak, junto a los otros expertos en el uso del péndulo, se afanaron en la misión de localizar los barcos enemigos en el océano. La marina exigía resultados, por lo que el grupo se veía obligado a trabajar sin descanso en jornadas interminables. Debido a la extraordinaria presión que debían soportar, todos ellos padecían malestar físico y mental, volviéndose nerviosos e irritables. Straniak acabó cayendo enfermo. Como era de esperar, los resultados de los experimentos fueron decepcionantes.

Los responsables del instituto concluyeron que la pesada atmósfera de Berlín no favorecía el afloramiento de las supuestas dotes adivinatorias del grupo, por lo que decidieron proporcionarles un cambio de aires. Straniak y su equipo fueron entonces trasladados a la isla de Sylt, al norte del país. Se esperaba que la brisa marina despejase las mentes de los adivinos, permitiéndoles intuir mejor en dónde podían encontrarse los barcos ingleses. Además, se redujeron las horas de trabajo para disminuir la presión. Sin embargo, como también era de prever, los resultados fueron tan descorazonadores como los que se habían producido en Berlín.

Finalmente, se llegó a la poco sorprendente conclusión de que no era posible localizar barcos mediante un péndulo y un mapa. El grupo de trabajo fue disuelto y Straniak regresó a Salzburgo a seguir disfrutando de su jubilación.

LOS EFICIENTES CACOS AUSTRALIANOS

En el capítulo dedicado al esfuerzo de guerra, quedó acreditado que la contienda proporcionó inmejorables oportunidades a los amigos de lo ajeno. El incesante tráfico de material militar, que debía pasar por innumerables manos, suponía para muchos una tentación irresistible.

Si aproximadamente un 20 por ciento del material de guerra llegado a Europa acababa en el mercado negro, en Australia los ladrones no tendrían ningún tipo de consideración, tal como tuvieron oportunidad de comprobar los norteamericanos.

Ante la amenaza japonesa, Estados Unidos construyó bases y pistas de aterrizaje en el norte de Australia. Esta vasta zona era prácticamente salvaje, con una presencia mínima de población que, acostumbrada a llevar una vida de supervivencia y solucionar sus propios asuntos sin esperar la intervención de las lejanas autoridades, se regía por códigos de conducta propios del Far West.

Aunque al principio los temores de los militares norteamericanos se centraban en la posibilidad de ser atacados desde el aire por los japoneses o sufrir algún sabotaje, muy pronto comprobaron que la principal amenaza a la que tendrían que hacer frente era la de los ladrones de la región. Desde el primer momento se produjo el hurto indiscriminado de cualquier objeto, fuera o no de utilidad.

Por ejemplo, en mayo de 1942, desapareció ni más ni menos que una base militar completa, recién construida en una zona desértica, cuando estaba a punto de entrar en servicio. Los cacos tuvieron bastante con un fin de semana, cuando no había vigilancia, para desmontar todas las instalaciones y llevársela. Ni tan siquiera dejaron las letrinas. Las indagaciones posteriores no sirvieron de nada, al toparse con la ley del silencio que reinaba en la región.

Pero las víctimas de estos robos no eran solamente los militares norteamericanos. Un oficial australiano que estaba sirviendo fuera del país regresó a su casa en Darwin durante un permiso, en agosto de 1942, para llevarse la monumental sorpresa de que la casa entera había desaparecido; en su ausencia habían desmontado la casa por completo y se la habían llevado. Como era de prever, al oficial le fue imposible encontrar ningún testigo que le pudiera proporcionar alguna pista sobre los ladrones.

UN TÚNEL BAJO EL CANAL DE LA MANCHA

En el verano de 1942, la posibilidad de invadir la fortaleza europea de Hitler aparecía lejana. Stalin presionaba insistentemente para que se abriese un segundo frente, con el fin de aliviar la presión alemana, pero los aliados occidentales no disponían todavía de los medios suficientes para lanzar una invasión a través del canal de la Mancha con alguna garantía de éxito.

Así pues, el Departamento de Guerra de Estados Unidos estudió un plan alternativo al del desembarco, planteándose la idea de abrir un túnel por debajo del canal de la Mancha. Un memorándum del 21 de agosto de 1942 calificaría el proyecto de «factible», siempre y cuando «se dispusiese de un año de tiempo y de quince mil hombres para excavar la galería y extraer cincuenta y cinco mil toneladas de tierra».

Aunque técnicamente parecía posible, algunos expertos cuestionaron «sus complejidades estratégicas y funcionales», como, por ejemplo, la probabilidad de que todo el VII Ejército alemán estuviera allí esperando a que asomara la cabeza el primer excavador. El estudio fue finalmente archivado.

UNA INSIGNIA POCO AFORTUNADA

La llegada de los nazis al poder en 1933 tuvo enormes consecuencias. Aunque la mayor parte fueron trágicas, una de ellas fue ciertamente tan insólita como impredecible: el obligado cambio de la ancestral simbología de los indios norteamericanos.

El origen de esta inesperada alteración sería la contradictoria existencia de una insignia militar en el Ejército norteamericano, en la que se mostraba una esvástica. La 45.a División de Infantería, constituida en 1920 por la Guardia Nacional de varios estados del suroeste del país —Oklahoma, Colorado, Arizona y Nuevo México— tenía como insignia oficial un cuadrado apoyado sobre uno de sus vértices, mostrando una cruz gamada en el centro.

Para los indios norteamericanos, al igual que en muchas otras culturas, la esvástica era un símbolo solar que atraía la buena suerte, tal como también ha quedado referido en el caso de la aviación finlandesa. Por ello, desde tiempo inmemorial, la cruz de la que más tarde se apropiarían los nazis aparecía dibujada en telas y objetos de los nativos. Al haber un buen número de ellos alistados en esa División, se escogió ese signo para identificarla.

Los colores de la insignia tampoco habían sido elegidos al azar. La esvástica aparecía en color dorado, mientras que el cuadrado era de color rojo. Con ello se quería recordar la histórica presencia española en estos estados, con los colores de su bandera.

En los años treinta, la coincidencia entre la esvástica de la 45.a División y la del régimen nazi se observó simplemente como un hecho curioso. No obstante, la expansión del Tercer Reich y su enfrentamiento diplomático con las potencias occidentales llevó a pensar que, más pronto que tarde, el régimen de Hitler podía representar una amenaza para Estados Unidos.

Este hecho llevó en 1939 a que Washington cursase una petición a la 45.a División de Infantería para que modificase su insignia. Esta solicitud no fue bien acogida; artesanos indios de todo el país firmaron peticiones para que se mantuviera el polémico símbolo, argumentando que este ya existía mucho antes de que los nazis irrumpieran con estrépito en la historia.

Aun así, las autoridades militares norteamericanas no dieron su brazo a torcer y decidieron modificar la insignia. A partir de entonces, la esvástica sería sustituida por el dibujo de un ave emplumada —un animal sagrado para los nativos—, respetándose los colores amarillo y rojo. Debido al nuevo símbolo identificativo, a partir de entonces a sus integrantes se les llamaría Thunderbirds.

El hecho de que una división estadounidense luciese la esvástica durante el período de entreguerras no deja de ser una anécdota. Sin embargo, para los coleccionistas de insignias, la de la 45.a División de Infantería se ha convertido en un objeto de deseo. Por una de ella se pagan grandes sumas de dinero, siendo así la insignia más valorada de todo el Ejército norteamericano.

Si en un primer momento los indios soportaron con desagrado la sustitución de su símbolo ancestral, el desarrollo de los acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial vino a demostrar que la decisión de eliminar la esvástica había sido una medida acertada.

La trayectoria de la 45.a División de Infantería en la contienda comenzó con el desembarco en las playas de Sicilia del 10 de julio de 1943 y acabó en Alemania, después de haber pasado por la península italiana y Francia. En total, sus hombres sirvieron en batalla 511 días y participaron en ocho campañas.

Una vez finalizado el conflicto, representantes de varias tribus norteamericanas, como los navajos o los apaches, hicieron público un manifiesto por el que se renunciaba definitivamente a la representación de la esvástica. La razón era que ese signo de buena suerte se había convertido en un símbolo del mal.

En su declaración, los nativos afirmaban: «Pese a que este signo ha simbolizado la amistad desde los tiempos de nuestros antepasados, recientemente ha sido denigrado por otra nación. Por lo tanto, resolvemos desde hoy y para siempre que nuestras tribus renuncien al uso de este emblema conocido como esvástica en la elaboración de mantas, cestos, vestidos y objetos artísticos[30]».

CINCO BRITÁNICOS TOMAN VATOMANDRY

Una de las operaciones bélicas de la Segunda Guerra Mundial que hizo necesario emplear un menor número de soldados fue la toma de Vatomandry, en Madagascar, en septiembre de 1942.

La isla de Madagascar se encontraba entonces en manos de la Francia de Vichy, colaboradora del Eje. Para evitar una posible ocupación por parte de los japoneses, tal como había sucedido con las colonias francesas en Indochina, Churchill decidió tomar la isla mediante una operación anfibia llamada Ironclad («acorazado»). Para ello se emplearían dos portaaviones, el Illustrious y el Indomitable, además de un acorazado, dos cruceros, nueve destructores, seis corbetas y seis dragaminas.

Pese a los medios empleados, la operación no podía ser más improvisada; antes de partir de los puertos ingleses, la mayor parte de las tropas no sabía que el objetivo final era llevar a cabo un desembarco. Ya en alta mar, los oficiales tuvieron que desempolvar los manuales que explicaban cómo llevar a cabo una acción anfibia para explicárselo a sus sorprendidos hombres. Las prácticas tuvieron que realizarse a lo largo del viaje, en la cubierta de los buques.

Tras doblar el cabo de Buena Esperanza, la fuerza británica atacó la base naval de Diego Suárez, en el norte de la isla, el 5 de mayo de 1942, rindiéndose la guarnición francesa dos días después, tras intensos combates. Los británicos perdieron un centenar de soldados mientras que los franceses tuvieron el doble de bajas. El resto de la isla no caería hasta septiembre, cuando fue finalmente ocupada la capital, Antananarivo.

Pero poco antes de que cayese esa ciudad, los británicos fueron capaces de tomar una pequeña pero importante población de la costa oriental, de gran importancia estratégica: Vatomandry. La conquista de este pueblo no tendría mayor singularidad si no fuera porque para ello tan solo fueron necesarios cinco soldados y unos cuantos porteadores locales.

La ruta seguida para llegar hasta llegar allí no fue nada fácil, puesto que tuvieron que atravesar una selva infestada de mosquitos y navegar por riachuelos bajo la amenaza constante de los cocodrilos. Cuando llegaron finalmente a las puertas de Vatomandry fueron recibidos por el jefe del distrito administrativo, que ya había sido avisado de que los soldados británicos se acercaban al pueblo; se trataba de un tal monsieur Feline, vestido con sus mejores galas para la inminente batalla.

Feline se acercó con bandera blanca al sorprendido grupo, advirtiendo de inmediato la escasa capacidad combativa de aquella unidad. Aunque los franceses poseían una guarnición completa, integrada por un centenar de soldados, el francés hizo ver que calculaba las posibilidades de sus hombres ante los cinco soldados británicos:

—Veo que todos sus hombres están armados —dijo Feline.

—En efecto, con armas automáticas —respondió un tanto perplejo el jefe del grupo.

—Como veo que tenemos pocas posibilidades de resistir, creo que lo más adecuado es que iniciemos conversaciones para fijar los términos una rendición honorable.

El británico no salía de su asombro, pero aceptó al momento la inesperada rendición de los franceses. La toma de Vatomandry no había podido ser menos incruenta.

Por su parte, Feline pidió permiso para enviar un último cable al Gobierno francés, en el que se podía leer: «Vatomandry está siendo ocupada por fuerzas británicas pertrechadas con armas automáticas. Creo que no podremos volver a comunicarnos. Feline».

LA MISTERIOSA DESAPARICIÓN DE LAS MEDIAS DE NAILON

En octubre de 1942, las mujeres de la costa este norteamericana no conseguían encontrar medias de nailon en ninguna tienda. De esa repentina e inexplicable desaparición llegó a hacerse eco la prensa: «No hay más medias de nailon por más que se quiera comprarlas o se pague lo que sea», decía el New York Times en su edición del 21 de octubre.

Los responsables de que no hubiera medias en las tiendas eran, al parecer, unos misteriosos compradores que, súbitamente, habían adquirido todas las existencias. Además, habían comprado también cantidades desmesuradas de lencería. Pero esa extraña acción no había sido llevada a cabo, como se podría pensar, por fetichistas compulsivos, sino por compradores clandestinos militares. Aquellos hombres, adquiriendo todas las existencias de medias y ropa interior de encaje, habían estado cumpliendo una misión secreta.

En esos momentos, el ejército norteamericano estaba preparando en el más estricto de los secretos la referida Operación Torch, el desembarco en el norte de África que tendría lugar el 8 de noviembre de 1942 en las costas de Marruecos y Argelia. Para garantizar el éxito de los desembarcos, era muy importante contar con el apoyo de los nativos, o al menos no ser recibidos con hostilidad. Los norteamericanos supieron que, curiosamente, las tribus bereberes concedían un valor inaudito a la lencería y las medias de nailon, por lo que se decidió transportar seis toneladas para comerciar con ellos, lo que obligó a poner en marcha ese insólito plan: vaciar todas las tiendas de lencería de la costa este.

De todos modos, por si había algún nativo que no estaba dispuesto a vender su voluntad tan solo por un par de medias, la expedición norteamericana decidió también llevar consigo cien mil dólares en monedas de oro, que quedaron a cargo del general George Patton.

PAGAR ANTES DE INVADIR

La invasión del norte de África por las tropas anglonorteamericanas, llevada a cabo el 8 de noviembre de 1942, dio lugar a episodios inauditos. La naturaleza de la operación anfibia ya se prestaba a ello, puesto que las tropas aliadas desconocían el recibimiento que iban a tener.

El Protectorado Francés de Marruecos y Argelia estaban en manos del gobierno colaboracionista de Vichy, que tenía cerca de cien mil hombres destacados allí. Aunque las averiguaciones que se habían llevado a cabo en las semanas precedentes no habían arrojado resultados concluyentes, los Aliados esperaban que esas tropas no ofreciesen resistencia, pero en algunos sectores las fuerzas francesas se mostrarían dispuestas a defender tenazmente su territorio.

Uno de los lugares en donde la resistencia francesa resultó más dura fue en el puerto de Orán. Los Aliados idearon un arriesgado plan para hacerse con el control del puerto, que recibiría el escasamente motivador nombre de Operación Reservist («reservista»). Consistía en penetrar en el puerto con dos patrulleros norteamericanos que habían servido para perseguir a los traficantes de alcohol en los Grandes Lagos durante la ley seca. Estos buques, tan poco indicados para la guerra naval, fueron blindados con planchas de acero y cedidos a la Royal Navy, siendo rebautizados como HMS Wainey y HMS Hartland. Los Aliados esperaban que los franceses entendiesen que acudían a liberarles de su gobierno colaboracionista y no levantasen sus armas contra ellos, aunque se alzó alguna voz, como la del contralmirante norteamericano Andrew Bennett, que aseguró que Reservist era un plan «suicida y absolutamente erróneo».

Los acontecimientos darían amargamente la razón a Bennet. Los defensores del puerto de Orán no actuaron como cándidamente esperaban los Aliados y abrieron fuego contra los buques, empleando cuatro baterías costeras. Esa reacción era previsible, ya que las fragatas eran de la Royal Navy y los franceses albergaban un fuerte resentimiento contra los británicos después de que estos hubieran hundido en 1940 la flota gala fondeada en el puerto de Mers el-Kebir para que no acabase en manos germanas.

El efecto del fuego de las baterías costeras sobre los patrulleros fue devastador, causando un 90 por ciento de bajas entre las fuerzas invasoras. La desastrosa operación costó la vida de 194 estadounidenses y 113 británicos, mientras que los supervivientes fueron todos capturados.

Pero la humillación máxima llegaría unos días más tarde. Los franceses tuvieron el increíble descaro de enviar una factura a los Aliados por la entrada de los dos buques en el puerto, remitiéndose a una ley local que requería que todo navío que entrase en Orán debía pagar una tasa. Al parecer, el hecho de que el propósito de los barcos fuera invadir el puerto no les eximía de tener que pagarla.

UN PÉSAME INTERMINABLE

La presencia de las tropas aliadas en el norte de África dio lugar a más situaciones desconcertantes, sobre todo debido al choque cultural con la población autóctona.

El 16 de noviembre de 1942, medio millar de soldados británicos pertenecientes a la 1.a Brigada Paracaidista se lanzaron sobre el pueblo tunecino de Souk el Arba para despejar el avance de las columnas aliadas hacia la capital. La operación fue un éxito, salvo porque cinco hombres resultaron heridos cuando se disparó accidentalmente un subfusil, así como por la muerte de otro soldado al estrangularse con las cuerdas de su propio paracaídas.

Todos los habitantes de Souk el Arba asistieron al funeral del desafortunado paracaidista y, siguiendo una costumbre local, las tres mil personas insistieron en estrechar la mano del oficial designado para presidir la ceremonia. El funeral no pudo darse por finalizado hasta que el último habitante le dio su pésame al oficial.

TABLA DE INDEMNIZACIONES

Como se puede apreciar, la campaña del norte de África es una fuente inagotable de episodios insólitos. Uno de ellos, representativo del referido choque cultural, es la tabla de indemnizaciones que elaboraron los mandos aliados ante los frecuentes atropellos que se producían al paso de los vehículos militares por las carreteras argelinas: 25 000 francos (500 dólares) por un camello muerto, 15 000 por un niño muerto, 10 000 por un burro muerto y 500 por una niña muerta.

QUE NO PARE LA MÚSICA

Una de las principales orquestas alemanas de música, dirigida por Henry Zeisel, estaba de gira por el norte de África para entretener a las tropas del Afrika Korps del general Erwin Rommel cuando fue capturada por el Octavo Ejército británico. Los integrantes de la orquesta fueron conducidos a Gran Bretaña, pero durante su cautiverio se les ofrecería la posibilidad de seguir con su carrera profesional.

Los británicos disponían de una potente emisora, llamada Atlantik, que emitía en alemán, y que tenía como destinatarios a los soldados germanos, con las tripulaciones de los submarinos como objetivo principal. Atlantik funcionaba desde las seis y media de la tarde a las ocho de la mañana y, a semejanza de las emisoras militares alemanas, ofrecía noticias en directo —obviamente, las que convenían a los Aliados— y música ligera. Para retener a los oyentes, los responsables de la emisora recurrieron a la música más apreciada entonces por los jóvenes germanos, el jazz americano con letras en alemán. Aunque los soldados sabían que Atlantik era una falsa emisora militar alemana, la preferían a las auténticas, debido a que ofrecía una música de primera categoría.

Para interpretar en directo esas piezas, se le hizo la propuesta a Henry Zeisel y su banda, que aceptaron gustosamente. De ese modo, la orquesta de Zeisel pudo volver a tocar para su audiencia de siempre, la Wehrmacht, aunque fuera a través de una emisora enemiga.

SINFONÍA INACABADA

En 1943, la Orquesta Sinfónica de la Luftwaffe estaba interpretando un concierto en el auditorio de la ciudad de Kharkov, en el sur de Rusia. En plena actuación, los soviéticos lanzaron un ataque contra la ciudad. La orquesta finalizó abruptamente el concierto, los músicos salieron del auditorio, cargaron sus instrumentos en un autobús y se marcharon a toda velocidad.

Casualmente, la pieza que estaban interpretando en ese momento era la Sinfonía inacabada, de Schubert.

UN ALMIRANTE EN LUNA DE MIEL

Durante la Segunda Guerra Mundial, los soldados italianos no destacaron por su valentía, lo que es comprensible viendo el ejemplo de sus oficiales. Uno de ellos, el almirante Gino Pavesi, protagonizaría un chusco episodio el 11 de junio de 1943, cuando las tropas aliadas se aprestaban a tomar la isla de Pantelaria, que constituía por su importancia estratégica, según Mussolini, el «rompeolas de Sicilia».

Pavesi contaba con una sólida fortificación constituida por sólidos muros y túneles subterráneos, defendida por una guarnición de más de once mil hombres, pertrechados de comida, armas y munición para resistir durante semanas los embates aliados. Además, disponía de un centenar de baterías costeras.

Sin embargo, ese día, cuando las lanchas de desembarco se dirigían ya hacia la costa, Pavesi presentó la rendición de la isla, sin llegar a disparar ni un solo tiro. El motivo aducido fue que la guarnición no disponía de agua, a pesar de que los británicos encontrarían cisternas repletas del líquido elemento.

El hecho de que el almirante, de setenta años, se acabase de casar con una joven de veinticinco, llevó a pensar que el veterano militar no estaba dispuesto a estropear su luna de miel, poniéndose al frente de una defensa enconada de la isla, de incierto resultado. La radio británica aseguró que «la ocupación de Pantelaria había sido una opereta». La emisora no se equivocó en su apreciación: el único contratiempo que padecieron los aliados en la toma de la isla fue el que sufrió en la playa un soldado inglés al ser mordido en la mano por un burro.

UNA OPERACIÓN MUY POCO SECRETA

A principios de julio de 1943, las tropas aliadas se aprestaban a conquistar Sicilia, una acción que sería denominada Operación Husky. Una vez que Túnez había sido tomada, y habiendo sido expulsadas las tropas del Eje del norte de África, el objetivo siguiente más lógico era Sicilia, pero los Aliados pusieron en marcha varios planes de distracción para que los alemanes creyesen que en realidad el próximo paso podía ser un desembarco en Cerdeña o Grecia. Incluso desde Escocia se llevaron a cabo maniobras que apuntaban a una posible invasión de Noruega.

Para que el asalto anfibio a Sicilia tuviera éxito era fundamental contar con el factor sorpresa para que las defensas costeras no fueran reforzadas, lo que implicaba que el objetivo debía mantenerse en total secreto. Por ejemplo, en los barcos que iban a participar en la invasión, los mapas de Sicilia y demás documentos secretos debían permanecer guardados con llave hasta que la nave zarpase. Igualmente, los soldados no debían saber a dónde se dirigían hasta que ya se encontrasen en alta mar, rumbo a las playas sicilianas.

Pero, como suele suceder en estos casos, se produjeron indiscreciones clamorosas, que si no llegaron a oídos de los espías alemanes fue porque estos nunca demostraron ser demasiado eficientes. Así, por ejemplo, mientras que los soldados aún se encontraban en los puertos, alguien comenzó a distribuir los ejemplares de la Guía de Sicilia para soldados que no podían ser entregados hasta una vez iniciado el viaje; por si había alguna duda, en la portada aparecía un gran mapa de la isla. La consecuencia fue que, a pesar del esfuerzo por mantener el objetivo en secreto, en los puertos norteafricanos todo el mundo sabía a dónde se dirigía la flota que se estaba preparando para partir.

No obstante, el fallo más esperpéntico fue el que se produjo en El Cairo. Allí, un oficial envió a la tintorería su uniforme, en el que imprudentemente se había olvidado un cuaderno que contenía los planes del desembarco de Sicilia. Cuando el oficial reparó en el fatal olvido, unos agentes de seguridad acudieron rápidamente a la tintorería, para descubrir que las páginas del cuaderno ultrasecreto habían sido arrancadas y se estaban utilizando por el personal de la tintorería para entregar la cuenta a los clientes.

UNA BOTELLA DE COCA-COLA DE CUATRO MIL DÓLARES

El famoso reportero de guerra estadounidense Ernie Pyle, que cubrió la campaña de Italia, gustaba de mezclarse con los soldados y conocer de primera mano sus historias. Así, en una de sus crónicas, relató una anécdota protagonizada por los hombres de la 13.a Brigada de Artillería del ejército norteamericano, destinada en los alrededores de Nápoles[31].

Los integrantes de un regimiento de esta unidad decidieron organizar una lotería, cuyo primer premio sería una botella de Coca-Cola. Todo empezó cuando un soldado que había pertenecido al regimiento, y que ya había regresado a Estados Unidos, Frederick Williams, de Florida, envió dos botellas de ese popular refresco a dos de sus antiguos compañeros. El obsequio les hizo una especial ilusión, ya que nadie allí había visto una botella de Coca-Cola desde hacía un año. Los destinatarios se bebieron a medias una de las botellas y después empezaron a tener ideas sobre la otra. Finalmente, decidieron rifarla y utilizar las ganancias para el cuidado de los niños cuyos padres habían muerto sirviendo en el regimiento. Además, tenían la esperanza de que la empresa Coca-Cola igualaría la cantidad que consiguieran.

La lotería se anunció en el pequeño periódico ciclostilado de la unidad y las participaciones se pusieron a la venta a veinticinco centavos cada una. No había transcurrido la primera semana y en la caja ya había más de mil dólares. El dinero llegaba en cuartos de dólar, dólares, chelines, libras, francos y liras. Ante el vuelo que estaba adquiriendo la rifa, hubo que designar un comité que hiciera de administrador. Al final de la tercera semana, los fondos recaudados sobrepasaban los tres mil dólares. Para añadir alicientes al sorteo, el soldado Lamyl Yancey, de Kentucky, consiguió una botella en miniatura de Coca-Cola y la ofreció como segundo premio.

Justo antes del gran sorteo, los fondos llegaban a los cuatro mil dólares. El día señalado, se metieron todas las papeletas en una caja de proyectiles alemanes y el comandante de la brigada extrajo dos números. El vencedor fue el sargento William Schneider, de Nueva Jersey. La botella en miniatura del segundo premio fue a parar al sargento Lawrence Presnell, de Carolina del Norte.

El sargento Schneider, en lugar de alegrarse por ser el afortunado ganador, estaba horrorizado por lo que le había ocurrido. Aquel refresco valía lo mismo que ocho mil botellas en Estados Unidos. «No creo que me interese beberme una botella de cuatro mil dólares», dijo. «Creo que la enviaré a casa y la guardaré unos cuantos años».

La anécdota llegó de algún modo a oídos del enemigo. La emisora de radio que emitía desde Roma, bajo control alemán, se hizo entonces eco de la historia, pero distorsionándola completamente y utilizándola en contra de las tropas norteamericanas. Tal como lo divulgaron los alemanes, los soldados iban tan cortos de suministros que estaban pagando hasta diez mil dólares por una sola botella de Coca-Cola, añadiendo de ese modo seis mil dólares más a la recaudación.

Pero la historia de aquella botella de Coca-Cola no puede darse todavía por concluida. En 1979, un periodista del Washington Post, Joseph Mastrangelo, leyó la anécdota relatada por Pyle y decidió lanzarse a la búsqueda del afortunado soldado al que le correspondió el primer premio, intrigado por saber cuál había sido el destino final de la preciadísima botella. No obstante, a pesar de sus esfuerzos, implicando en su pesquisa a las asociaciones de veteranos, no consiguió localizar al sargento Schneider. Al menos, y también como premio de consolación, fue capaz de encontrar al soldado al que le correspondió el segundo premio, la botella en miniatura.

Cuando Mastrangelo publicó el resultado de sus investigaciones, la compañía Coca-Cola lanzó una campaña por todo el país para tratar de encontrar al escurridizo sargento Schneider, con idéntico resultado. Así pues, el capítulo final de esta historia todavía está pendiente de ser escrito.

AL FRENTE CON UNA GUÍA TURÍSTICA

En la planificación de una campaña militar, los generales centran su atención en las tropas, el armamento o la munición, pero pueden dejar de lado un aspecto tan fundamental como el de los mapas con el que sus hombres van a tener que orientarse a través del territorio por el que se deben desplazar.

Eso ocurriría, por ejemplo, en mayo de 1940, durante la retirada en dirección a las playas de Dunkerque del Cuerpo Expedicionario británico que había acudido al continente a socorrer a los franceses. Los soldados ingleses no disponían de mapas de carreteras de la región, por lo que se veían obligados a preguntar a los civiles, sufriendo los correspondientes retrasos. Los soldados pedían a sus superiores que les proporcionasen mapas, pero las peticiones quedaban siempre atascadas en la anquilosada burocracia militar.

Esta dificultad fue subsanada drásticamente por el mayor Cyril Barclay, que compró en una librería todas las guías de carreteras Michelin que tenían a la venta, pagándolas de su propio bolsillo, para que las tropas británicas pudieran encontrar así el mejor camino para llegar a Dunkerque. Curiosamente, cuando Barclay pidió posteriormente que le fuera reembolsado este gasto tan perentorio, el Ejército británico le comunicó que no era posible, puesto que no existía ninguna partida destinada a la compra privada de mapas de carreteras, al corresponder al Ejército la misión de proveer de ellos a las tropas.

Algo parecido sucedió en el otro bando; la guerra relámpago en el oeste se hizo también con la ayuda de los mapas Michelin, puesto que los oficiales germanos confiaban en ellos para orientarse por las carreteras francesas. En este caso, la casa francesa Michelin se impuso a las guías alemanas Baedeker que, a falta de buenos mapas militares, eran las que solía utilizar la Wehrmacht. Por ejemplo, en marzo de 1938, al no disponer el Ejército alemán de mapas de carreteras actualizados de Austria, la entrada de las unidades blindadas germanas en este país se hizo siguiendo las indicaciones de los mapas Baedeker.

Estas veteranas guías, que incluían numerosas anotaciones de tipo turístico, venían siendo editadas sin interrupción desde 1829. Habían sido creadas por Karl Baedeker (1801-1859) y eran los mapas de referencia en Alemania, del mismo modo que los mapas Michelin lo eran en Francia.

Tras el fracaso de la Luftwaffe en la Batalla de Inglaterra, Göring intentó vengarse de aquella humillación castigando el orgullo inglés, destruyendo los edificios más emblemáticos de sus ciudades. Fruto de este plan serían los conocidos como Baedeker Raids, al fijar como objetivos principales los edificios y monumentos que la guía turística calificaba con tres estrellas. La acción de castigo se inició el 24 de junio de 1942 con una operación contra Exeter y se prolongaría hasta junio, pero sus pobres resultados decepcionarían de nuevo a Hitler.

Por su parte, la Wehrmacht contaba ya con sus correspondientes mapas militares, pero acabó confiando en esas guías turísticas, que cubrían ampliamente las zonas que aparecían incompletas, especialmente en Europa Oriental. Para avanzar por las carreteras rusas, las columnas motorizadas germanas dejarían a un lado sus mapas y seguirían las indicaciones que aparecían reflejadas en las guías Baedeker.

El gobernador general de Polonia, Hans Franck, hizo preparar la guía Baedeker de la Polonia conquistada. Franck, que tenía rango de ministro, quería acoger al personal que acababa de llegar al este y familiarizarlo con los placeres y curiosidades del nuevo territorio. Y el propio editor de las guías, Hans Baedeker, nieto del primer Baedeker, se felicitaba por esta iniciativa, ya que, según afirmó, «las ciudades polacas han cambiado y se han embellecido, y la naturaleza del país es rica en sorpresas». Editada en 1943 con el nombre de Baedekers Generalgouvernement, la obra señalaba los balnearios, las estaciones de deportes de invierno, los restaurantes y los hoteles donde podían pasar la noche. No figuraban en la guía los campos de exterminio, instalados cerca de pequeños pueblos, como por ejemplo Treblinka, cuya existencia debía permanecer oculta. En cambio, se incluía una breve nota sobre la pequeña ciudad germanizada de Auschwitz y otra, aún más breve, sobre Belzec. Por el contrario, sobre las grandes ciudades, como Katowice o Cracovia, a las que el personal de los campos de concentración podían dirigirse en coche, autocar e incluso en tren, se hablaba en textos largos y atractivos.

La importancia de las informaciones aportadas por las guías Baedeker no pasó desapercibida para los británicos. En la madrugada del 4 de diciembre de 1943, los aviones de la RAF bombardearon la sede central de la editorial, en Leipzig, destruyendo por completo la maquinaria de impresión. Lo más lamentable fue la pérdida de la práctica totalidad de sus valiosísimos archivos, que contenían información cartográfica detallada de toda Europa de más de un siglo de antigüedad.

Por su parte, los Aliados occidentales escarmentaron con la falta de previsión demostrada en 1940 y procuraron que eso no volviera a ocurrir, aunque también acabarían acudiendo, de todos modos, a las guías turísticas y otras fuentes de información incompletas y poco fiables. Para preparar el desembarco en el norte de África de noviembre de 1942, los norteamericanos recurrieron a una guía comercial Michelin de Marruecos, que una imprenta oficial en la afueras de Washington se encargó de reproducir en toneladas de mapas. Pero como la información que contenía la guía no era suficiente, se recopilaron guías turísticas Baedeker, viejos números de la revista National Geographic, guías francesas de turismo e incluso, sorprendentemente, el volumen «M» de varias enciclopedias.

Ese esfuerzo también se daría un año y medio después, en la preparación del desembarco de Normandía, aunque en este caso sería más fácil obtener buenos mapas de la geografía francesa. Solo para preparar el Día D, desde Estados Unidos se enviarían 3000 toneladas de mapas. En total, 210 millones de mapas serían distribuidos en Europa, la mayoría impresos a cinco colores.

Sin embargo, a pesar de contar con ese ingente material cartográfico, las tropas aliadas se verían nuevamente obligadas a recurrir a las incombustibles guías Baedeker. Durante los rápidos avances por Alemania de abril de 1945 tras haber cruzado el Rin, las unidades de vanguardia se encontraban en ocasiones con que su posición se encontraba ya fuera de los mapas que les habían proporcionado. En estos casos, cualquier plano de carreteras Baedeker, localizado en alguna librería que aún se mantuviera en pie, servía para seguir avanzando por territorio alemán.

SOBREVIVIR A UN SALTO SIN PARACAÍDAS

Saltar de un avión a gran altura sin paracaídas, o si este no se abre durante el descenso, es garantía de una muerte cierta. Pero en la Segunda Guerra Mundial hubo varios casos en los que no fue así.

En la noche del 24 de marzo de 1944, el aviador británico Nicholas Alkemade, perteneciente 115.o Escuadrón Aéreo de la RAF, se dirigía a Berlín para llevar a cabo una misión de bombardeo. Cerca de la capital germana, su avión, un bombardero Lancaster, resultó alcanzado por el fuego de un Junkers Ju 88.

Con el aparato ya en llamas, la tripulación británica comenzó a saltar en paracaídas. Pero el paracaídas de Alkemade se había visto afectado por el fuego, por lo que no podía saltar. Aun así, como estaba a punto de quemarse vivo, instintivamente saltó al vacío. Casi al instante, perdió el conocimiento debido al cambio brusco de presión.

Cuando el aviador volvió a abrir los ojos, se encontraba en un lecho de nieve blanda. Poco después comprendió que había caído sobre las copas de los altos y frondosos árboles que le rodeaban, y que la gruesa capa de nieve había acabado de amortiguar su caída. Tan solo había sufrido una fuerte torcedura en su rodilla derecha que le impedía ponerse de pie, además de quemaduras por el incendio del avión y algunas rozaduras por el fuerte impacto con las ramas de los árboles.

Alkemade, sin poder caminar, hizo sonar su silbato para atraer la atención de los alemanes y fue capturado. El británico les dijo que había saltado de un avión pero, al no encontrar el paracaídas, no le creyeron y pensaron que era un espía. Una vez recuperado en un hospital, Alkemade fue trasladado a un campo de prisioneros cercano a Frankfurt. Sometido a interrogatorios, el británico insistió en su increíble versión. Acusado de espía, la amenaza de la pena de muerte pendía sobre él. Pero, para su suerte, fue hallado el fuselaje del Lancaster, y en la cabina de cola se encontraban los restos medio quemados de un paracaídas, demostrándose así que les había dicho la verdad. Cuando regresó a casa, en mayo de 1945, Alkemade pudo disfrutar del éxito que le proporcionó el reconocimiento de su insólita experiencia.

Tras la guerra, la muerte seguiría rondando a Alkemade, aunque sin lograr atraparle. Así, en una ocasión, una viga de acero de más de cien kilos de peso cayó sobre él, pero tan solo sufrió una pequeña herida en la cabeza. Años después, sufrió quemaduras con ácido sulfúrico, de las que pudo restablecerse; en otra ocasión recibió una descarga eléctrica que le hizo caer en un depósito de cloro, en donde respiró sus gases tóxicos durante media hora, pero fue rescatado a tiempo. Finalmente, su hora no llegaría hasta 1987, cuando falleció a los 64 años por causas naturales.

Otro increíble caso de supervivencia fue el del aviador soviético Ivan Chisov. En enero de 1942, Chisov se lanzó desde su aparato, un bombardero Ilyushin Il-4, tras ser alcanzado por un caza alemán, cuando volaba a una altitud aproximada de 7000 metros. Aunque llevaba paracaídas, perdió el conocimiento y no pudo abrirlo. Chisov cayó sobre una pendiente con nieve que amortiguó su caída. Al contrario que Alkemade, sufrió heridas graves que le tuvieron durante un mes en estado crítico, pero en tan solo tres meses estaba ya en condiciones de volar; aun así, se decidió que no se reincorporase a las misiones de combate, siendo adscrito al adiestramiento de navegadores aéreos. Chisov murió también de causas naturales en 1986, cuando contaba 75 años.

Otro aviador que se sumaría a este exclusivo club de supervivientes sería el norteamericano Alan Magee. Cuando el 3 de enero de 1943 llevaba a cabo una misión de bombardeo en su fortaleza volante B-17 sobre la base de submarinos alemana del puerto francés de Saint Nazaire, su aparato fue alcanzado por un caza germano y entró en barrena a 6700 metros de altura. Magee advirtió que su paracaídas había resultado dañado en el ataque y se arrojó al vacío, quedando enseguida inconsciente. El aviador cayó sobre el techo de cristal de la estación central de Saint Nazaire, lo que mitigó su posterior impacto en el suelo.

Tras su estrepitosa irrupción en la estación, Magee fue hecho prisionero de guerra y trasladado a un hospital, en donde se advirtió que tenía varios huesos rotos, además de 28 heridas de metralla, presentando heridas graves en la cara, un brazo, un pulmón y un riñón. Aun así, consiguió sobrevivir.

Cuando regresó a Estados Unidos, en mayo de 1945, Magee fue condecorado. Su mala experiencia en el aire no le arredró y obtuvo la licencia de piloto privado. Falleció en 2003, a los 84 años.

OPERACIÓN BOLA DE NAFTALINA

El desembarco de Normandía recibió el nombre en clave de Operación Overlord («jefe supremo»), pero estuvo a punto de recibir un nombre mucho más prosaico.

En 1943 se estaban realizando los primeros preparativos para la invasión, en el cuartel general que se estableció en Londres a tal propósito, con el general británico Frederick Morgan al frente. Tras varias semanas de intenso trabajo, se diseñó el borrador del plan y se preparó su presentación ante Churchill. Pero antes había que encontrar un nombre en clave para la operación. En esos momentos, la organización responsable de asignar nombres a las diversas operaciones, el Inter Services Security Bureau (ISSB), tan solo tenía disponible uno: Mothball («bola de naftalina»).

Morgan, horrorizado, se vio incapaz de presentar un nombre como ese a Churchill, pero como era el único disponible no tuvo otro remedio que asignárselo a la operación. Cuando Morgan le comunicó el nombre, el primer ministro británico se subió por las paredes: «¿Quiere usted decir que ese atajo de ineptos pretenden que dentro de cincuenta años nuestros nietos llamen Mothball a la operación que liberó Europa?», dijo Churchill a voz en grito.

No era la primera vez que el premier británico se quedaba perplejo ante las estrafalarias propuestas del ISSB. Por ejemplo, Churchill había prohibido que se utilizasen nombres tan grotescos como Calamity («calamidad»), Icterus («ictericia»), Aperitif («aperitivo») o el más ridículo de todos, Bunnyhug («abrazo de conejito»). Pero no siempre se saldría con la suya. El 26 de mayo de 1943, Churchill debía emprender el viaje de regreso a Gran Bretaña tras pasar dos semanas en Estados Unidos con Roosevelt; el nombre cifrado del vuelo en hidroavión se llamó inicialmente Watson, después Red Car («coche rojo») y finalmente Student («estudiante»). A Churchill no le gustó ninguno de esos nombres e insistió en que fuera cambiado por Neptune («Neptuno»), que él consideraba más belicoso, pero no lo consiguió.

Sin embargo, con la operación de desembarco en Europa sí que estaba dispuesto a que recibiera un nombre apropiado: «Si no se les ocurre otro nombre para el desembarco mejor que ese, ¡yo mismo lo escogeré!», sentenció el premier británico.

Según relataría el general Morgan, Churchill frunció el entrecejo, apuntó su puro hacia el techo, se balanceó ligeramente hacia atrás y aseveró en voz alta: «Overlord, la llamaremos Operación Overlord».

PRISIONEROS, AL ZOO

Cuando las tropas británicas tomaron la ciudad belga de Amberes, hasta ese momento en poder de los alemanes, se encontraron con que no disponían de un lugar adecuado para mantener encerrados a los prisioneros. Tras buscar infructuosamente un cine o teatro que pudiera servir de cárcel, los británicos repararon en que el zoológico estaba vacío, ya que, según se decía, la población hambrienta había dado buena cuenta de la mayoría de animales.

Así, el zoo no tardó en llenarse con nuevos ocupantes. Los seis mil prisioneros que debían ser allí acomodados fueron distribuidos por categorías; al recinto de los leones fueron a parar los oficiales, los fascistas belgas y los ciudadanos que habían colaborado con los alemanes. A los prisioneros de otro tipo se les asignaron el foso de los osos, la jaula de los tigres o la casa de los monos. Según describiría un testigo, «los prisioneros permanecían sentado en montones de paja, mirando a través de los barrotes».

PREMIOS A LOS FRANCOTIRADORES

Un mensaje del XV Grupo de Ejércitos al Cuartel General Supremo de las Fuerzas Aliadas del 11 de febrero de 1945 aseguraba que los francotiradores alemanes eran recompensados siguiendo una escala ascendente de premios:

– 10 muertos = 10 cigarrillos.

– 20 muertos = 20 días de permiso.

– 50 muertos = Cruz de Hierro de Primera Clase y un reloj de pulsera, obsequio del jefe de las SS, Heinrich Himmler.

RÉCORD DE EVASIONES

Si evadirse en tiempo de guerra fuera objeto de una competición, es probable que el candidato a alzarse con el primer puesto fuera el piloto norteamericano Grover P. Parker.

El teniente Parker pertenecía al 27.o Escuadrón de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, 7.o Grupo de Reconocimiento Aéreo. Su récord es difícil de creer: fue derribado tres veces en suelo europeo y las tres veces logró escapar… y todo ello en tan solo seis meses.

La primera vez ocurrió a primeros de septiembre de 1944, cuando su avión fue alcanzado por un caza de la Luftwaffe en el sur de Francia. Una vez en tierra, logró evitar todas las patrullas alemanas, caminando de noche por bosques y montañas, hasta que alcanzó a las tropas aliadas que habían desembarcado tres meses antes en Normandía y que se dirigían a buen ritmo hacia las fronteras del Reich. A los pocos días, Parker cruzaba de nuevo el canal de la Mancha y volvía a ocupar su puesto en la carlinga de un avión.

La segunda ocasión en que su avión cayó sobre suelo europeo no se hizo esperar. El 19 de ese mismo mes de septiembre, la artillería antiaérea germana disparó al P-38 Lightning de Parker cuando sobrevolaba Holanda, durante la Operación Market Garden. Las balas inutilizaron el tren de aterrizaje, lo que le obligó a tomar tierra arrastrando el fuselaje; afortunadamente, se trataba de una playa arenosa y Parker pudo sobrevivir a este aterrizaje de emergencia. Pero no tuvo tanta suerte como en Francia y unos soldados alemanes le apresaron de inmediato.

Trasladado a un campo de prisioneros, el piloto no estaba dispuesto a esperar allí la previsible victoria de los aliados. Observó que cada noche llegaban nuevos prisioneros al recinto, lo que provocaba unos minutos de confusión; Parker aprovechó uno de esos momentos para escalar unas alambradas y escapar a campo abierto.

Sin saber a dónde dirigirse, Parker pidió ayuda en una casa en la que habitaba una pareja de ancianos, que le escondieron durante diez días. Estos le pusieron en contacto con resistentes holandeses, que le trasladaron finalmente a las líneas aliadas.

De regreso a Gran Bretaña, se encontró con una disposición que le impedía volar hasta que hubiera pasado un tiempo prudencial desde su evasión, para poder descansar y recuperarse. Aun así, Parker consiguió eludir esta prohibición y poco después ya estaba de nuevo a los mandos de un avión de reconocimiento aéreo.

En febrero de 1945 se encontraba realizando una misión sobre Peenemünde, la base desde la que se lanzaban las bombas volantes V-2 sobre Londres. En este caso fue un velocísimo avión a reacción Me-262 el que le derribó.

Una vez en tierra, la huida no fue demasiado complicada; no tuvo más que dirigirse hacia territorio polaco, en donde tomó contacto con las fuerzas rusas y desde allí pudo regresar a Gran Bretaña. De este modo, Parker se aseguraba pasar a la historia como el piloto más obstinado en sus intentos de fuga desde territorio europeo.

TRÁGICA CELEBRACIÓN

La caída de Berlín en manos del Ejército Rojo, el 2 de mayo de 1945, daría lugar a una trágica celebración en la ciudad polaca de Lodz. El gobernador militar soviético se emborrachó y mandó hacer sonar todas las sirenas de la ciudad para celebrar la toma de la capital germana.

La ocurrencia sembró el pánico entre civiles y militares. Los soldados adscritos a las unidades de artillería antiaérea, suponiendo que la ciudad estaba siendo bombardeada por la aviación alemana, comenzaron a disparar sus cañones y esto, a su vez, provocó la precipitada huida de los habitantes de la ciudad.

Por su parte, los soldados que servían en los controles de carreteras situados alrededor de Lodz vieron correr hacia ellos numerosos coches y ciudadanos, y dando por hecho que se trataba de un levantamiento, no dudaron en ponerse a disparar, con lo que mataron e hirieron a docenas de personas.

El gobernador causante de semejante pandemónium fue arrestado por la policía política del régimen, la temible NKVD.

COCA-COLA TRANSPARENTE PARA ZHÚKOV

Tras la toma de Berlín y el final de la Segunda Guerra Mundial en Europa, en mayo de 1945, se estableció una corriente de simpatía entre el general Eisenhower y el mariscal soviético Gueorgui Zhúkov. Fruto de ello, Zhúkov le reconoció su gusto por la Coca-Cola, que acababa de probar por primera vez. No obstante, lamentaba no poder tomarla habitualmente, debido a las reticencias que sentía Stalin por todo aquello que recordaba la ayuda que los norteamericanos habían brindado a la Unión Soviética a lo largo de la contienda.

Así, Zhúkov preguntó a Eisenhower si era posible obtener Coca-Cola transparente, con el mismo aspecto de una botella de Vodka. Eisenhower llamó al entonces presidente norteamericano Harry S. Truman y este dio permiso para satisfacer la insólita petición. Así, los químicos de Coca-Cola se pusieron a trabajar, obteniendo una bebida transparente con el mismo sabor que el refresco original. Además, se cambió la típica botella con curvas por una recta, y se añadió una chapa con una estrella roja en el centro.

Una vez fabricada esta partida especial, cincuenta cajas fueron enviadas al cuartel general de Zhúkov en Berlín a través de Austria.

EL EXTRAORDINARIO CASO DE LOS HERMANOS WINDSOR

La Segunda Guerra Mundial afectó a millones de familias, en su mayor parte causando terribles desgracias. Muchos padres vieron marchar a sus hijos a combatir, para no verlos regresar nunca más.

Sin embargo, se dio el extraordinario caso de que la familia que tuvo más hijos luchando en la guerra, nueve, vio cómo todos ellos regresaban a casa sanos y salvos. Los nueve hermanos Windsor vistieron el uniforme británico, sobreviviendo a la contienda: Albert, Jim, Harry, Bill, Arthur, Tom, Dick, Sid y Wally. Cuatro de ellos sirvieron en el Ejército, cuatro en la RAF y uno en la Royal Navy.

El prolífico matrimonio Windsor, formado por George y Martha, había tenido cuatro hijos varones más, y tres hijas. Curiosamente, el hermano mayor, Charles, que había participado en la Primera Guerra Mundial, no sobrevivió al conflicto, muriendo el 17 de mayo de 1917 en Arras, en donde fue enterrado. Otros dos hermanos, George y Alfred, no pudieron alistarse para combatir en la Segunda Guerra Mundial, pero también contribuyeron a la victoria aliada trabajando en la industria de armamento, fabricando munición. Por su parte, dos de las hermanas, Violet y May, participaron en el conflicto como enfermeras. Edward, el último hermano varón, fue el único que no intervino en ninguno de los conflictos, al fallecer en 1922 con siete años.

Si los Windsor fueron muy afortunados, lo contrario se puede decir de los Sullivan, de Waterloo, Iowa. Los cinco hijos del matrimonio murieron a bordo del barco de guerra USS Juneau, el 14 de noviembre de 1942, cuando el buque resultó hundido en la batalla de Guadalcanal, alcanzado por el torpedo de un submarino japonés. Otro caso similar sería el de los Borgstrom, de Thatcher, Utah. Cuatro de los siete hijos varones de esta familia murieron en combate en menos de seis meses, entre marzo y agosto de 1944.