Capítulo 11

Hice girar el camión hacia la izquierda y, al subir por la ligera pendiente que llevaba desde el parque hasta la entrada trasera del Savoy, vi a Cissie sentada sobre el bordillo de la acera delante del hotel. Al ver quién estaba a su lado, sonreí lleno de asombro.

Los dos levantaron la mirada al oír el ruido del motor diesel del camión, y el gesto de preocupación de la chica se transformó en una sonrisa de alivio al ver que era yo quien lo conducía. Cagney se levantó y ladró alegremente antes de empezar a correr detrás del camión. Fui hasta el final de la estrecha calle, donde había suficiente espacio para dar la vuelta, y volví a situar el camión en el sentido apropiado para huir en caso de que fuera necesario hacerlo. Más allá del hotel, la calle estaba cortada por una serie de vehículos que impedían el paso, aunque quedaba el espacio necesario para hacer la maniobra de cambio de sentido. Unos cuatrocientos metros más allá, uno de los edificios de los juzgados de Londres seguía ardiendo tras sufrir el impacto de una de las bombas la noche anterior, pero no se apreciaban más daños en los alrededores del hotel. El piloto del bombardero alemán era imprevisible, aunque yo tenía la esperanza de que en esta ocasión estuviera satisfecho con los destrozos que había causado; a veces aparecía varias noches seguidas, aunque en otras ocasiones no se volvía a saber nada de él en meses. Supongo que, en última instancia, todo dependería de su estado de ánimo. Con un poco de suerte, algún día le explotaría una bomba antes de soltarla y los mandaría, a él y a su Dornier, al infierno. Una vez completada la complicada maniobra de aparcamiento, me bajé del camión y me puse a jugar con Cagney.

Le froté las orejas, algo que no le gustaba, que nunca le había gustado, y él ladró furioso, así que seguí haciéndolo. Antes de que se pusiera demasiado rabioso, lo abracé y él me correspondió llenándome la cara de lametazos. No pareció molestarle el polvo que me cubría la cara, pues me habría matado a lametazos si yo no lo hubiera empujado cuando se levantó sobre las patas traseras. Al segundo empujón se dio por enterado y se alejó trotando hacia Cissie, que nos observaba sentada en la acera.

Al acercarme a ella, Cissie apartó la mirada. Tenía el cuello y los hombros tensos. Me senté a su lado y dejé la cazadora de cuero, con el peso añadido del Colt, entre nosotros dos.

—Hola —me aventuré a decir.

—Hola —respondió ella sin mostrar demasiado interés.

Cagney se tumbó en medio de la calle y se quedó mirándonos, con la cabeza apoyada sobre las patas.

—Otro día caluroso —dije intentando empezar una conversación.

Cissie asintió. Llevaba un vestido marrón oscuro, con hombreras y ajustado a la cintura, que hacía juego con su cabello. No se había puesto medias. Cuando por fin se dignó mirarme, vi que tampoco llevaba maquillaje. Ella observó el polvo que me cubría el pelo, las manos y la cara, pero no dijo nada al respecto.

—¿Ese perro es tuyo?

—No, no es de nadie.

—Me lo he encontrado aquí fuera al salir a respirar un poco de aire fresco. Pensaba que era un perro callejero.

—¿No se ha asustado al verte?

—Un poco, al principio, pero al cabo de un rato se ha acercado y se ha tumbado a mi lado. Eso sí, no me ha dejado acariciarlo; se aparta cada vez que lo intento.

—A Cagney no le gustan demasiado las personas. Creo que piensa que somos los culpables de lo que le ha pasado al mundo.

¿Cagney? ¿Se llama Cagney? —Por primera vez, sonrió—. ¿Como James Cagney?

—Bueno, me imagino que su verdadero nombre será Rex o Red, o algo así, pero no se presentó cuando nos conocimos, así que yo decidí llamarlo Cagney; a él no parece molestarle.

—¿Lleva mucho tiempo contigo?

—Un par de años.

El sol caía con fuerza sobre la calle polvorienta. Cagney no tardó en cerrar los ojos. Al cabo de un rato, yo me saqué un trapo arrugado del bolsillo del pantalón y me sequé el sudor del cuello y de la barbilla.

—¿Sabes qué hora es? —preguntó Cissie, todavía con tono distante.

Yo levanté la cabeza y entorné los ojos para mirar el sol.

—Deben de ser las cuatro, más o menos. Hace tiempo que no tengo reloj, aunque la verdad es que no me servía para nada. Últimamente no he tenido demasiadas citas.

—¿Dónde has estado todo el día? —Esta vez me miró fijamente, y a mí me pareció percibir cierta desconfianza en sus ojos—. Te has marchado antes de que se despertara nadie. Por lo visto, incluso antes de que se despertara Muriel —añadió significativamente.

Yo desvié la mirada hacia las ventanas del hotel. La idea de que hubiera tantas personas muertas detrás de esas ventanas resultaba deprimente.

—Tenía cosas que hacer —contesté finalmente.

Cissie debió de entender que eso era todo lo que quería decir sobre el tema, porque no insistió más. Yo agradecí su discreción.

—¿Cómo has sobrevivido todo este tiempo solo, Hoke? ¿Cómo has podido vivir así durante tres años? —Su frialdad empezaba a ceder ante la curiosidad que sentía.

—No es difícil sobrevivir cuando sólo hay que cuidar de uno mismo. Uno toma sus propias decisiones y se mueve más rápido. Así las cosas son mucho más fáciles.

—Lo dices con amargura.

Yo me reí sin ganas.

—¿De verdad? Vaya por Dios.

—¿El avión de anoche…?

—Un Dornier Do 217. Un bombardero alemán de capacidad media. Solían llamarlos «lápices voladores». Quienquiera que sea el piloto no se ha enterado de que la guerra ha terminado o no le importa. Y no hay forma de comunicarse con él. —Volví a meterme el trapo en el bolsillo del pantalón—. Una de estas noches voy a tener que subirme en un Spitfire para acabar con él de una vez por todas.

—¿No crees que ya ha habido suficientes muertes, Hoke?

—Díselo a ese chiflado —dije apuntando hacia el cielo con el pulgar. Por mi gesto, podría estar refiriéndome al piloto alemán o al mismísimo Dios; aunque tampoco es que eso tuviera demasiada importancia.

—¿Qué sentido tiene prolongar eternamente el odio? Mira adonde nos ha llevado. —Cissie inclinó la cabeza, y pude ver las lágrimas que empezaban a asomarse a sus ojos.

Había aprendido a vivir sintiendo lástima de mí mismo, pero no podía soportar que otra persona se compadeciera de mí. Me levanté y cogí mi vieja cazadora del suelo.

—Voy a lavarme y a comer algo —dije.

Ella me acompañó, sacudiéndose el polvo del vestido. Y entonces fui yo quien sintió curiosidad.

—¿Cómo has salido del hotel? Lo que quiero decir es que has tenido que pasar por habitaciones llenas de muertos. ¿No te ha dado miedo?

—¿Miedo? ¿De qué? ¿De esas viejas momias? ¿Es que crees que yo también tengo miedo a los fantasmas? —El brillo de sus ojos me hizo pensar que Muriel le había dado algún tipo de explicación, puede que una excusa, sobre lo que había ocurrido la noche anterior—. No, lo que me da miedo son los maniáticos que siguen tirando bombas y los lunáticos que intentan robarme la sangre.

—Puedo ayudarte con lo de las bombas. Déjame que te enseñe el sitio más seguro del hotel, por si vuelve a aparecer el bombardero loco.

Cruzamos la calle y atravesamos la barricada de ladrillo en zigzag que protegía la entrada posterior del Savoy. Cagney se desperezó y nos siguió. Entramos en el oscuro vestíbulo y yo cogí la linterna que siempre dejaba, por si acaso, junto a la escalera. Bajamos al sótano y la conduje hasta una larga habitación que había a la izquierda del pasillo; enfoqué la linterna hacia las literas con cortinas rosas, todas ellas numeradas.

—El refugio antiaéreo de los ricos y los poderosos —le expliqué—. En cuanto sonaba la primera sirena de alarma, el personal del Savoy trasladaba aquí a sus huéspedes.

Levanté la luz de la linterna para que Cissie pudiera ver mejor las discretas alcobas con cortinas a modo de puertas que convertían los interiores en pequeños compartimientos privados.

—Aquí se han refugiado muchos de vuestros famosos y de vuestros aristócratas, incluso algún príncipe. Ya que tenían que resguardarse de las bombas, mejor hacerlo a lo grande.

Iluminé el busto que había sobre un pedestal al otro lado de la habitación.

—Abraham Lincoln —le dije—. Este sitio está dedicado a él. Para nosotros, los yanquis, este refugio era como una especie de minúsculo estado de la Unión en pleno corazón de Londres. Aquí abajo se establecieron muchos lazos de cooperación entre tu país y el mío. —Iluminé el techo y las paredes con la linterna—. El hormigón está reforzado con varas de aluminio y vigas de madera. Es un auténtico refugio a prueba de bombas. Así que, la próxima vez que a ese loco le dé por bombardearnos, si te asustas, sólo tienes que bajar aquí. Es el refugio más seguro de toda la ciudad.

Noté cómo Cissie se estremecía.

—Gracias por la visita turística —dijo—. ¿Nos podemos ir ya? Este sitio me da escalofríos.

Al iluminar a Cissie con la linterna, vi que tenía los ojos muy abiertos. No dejaba de moverlos, como si temiera que algo fuera a saltar sobre nosotros en cualquier momento.

—¿No habías dicho que no creías en los fantasmas?

Cissie ya se dirigía hacia la puerta.

—Y no creo, pero esto me recuerda a la estación de metro. Es como estar en un mausoleo. ¿Hoke, has mirado detrás de esas cortinas?

La chica tenía razón. Una cosa era estar rodeado de muertos, pero estar encerrado con ellos, especialmente en la oscuridad, era otra cosa muy distinta. Hasta yo me empezaba a sentir incómodo.

Salimos del refugio dedicado a Abraham Lincoln y volvimos a subir al vestíbulo. Cissie buscó el calor de la luz junto a las puertas de entrada; seguía nerviosa. Puede que me hubiera equivocado al llevarla ahí abajo. Después de todo, sólo había conseguido resaltar el hecho de que estábamos viviendo en una enorme tumba y, aunque Cissie no creyera en fantasmas, la idea no resultaba precisamente tranquilizadora. Que yo me hubiera acostumbrado a vivir rodeado de muertos no quería decir que a los demás no les resultara, cuando menos, inquietante.

—¿Cuánto tiempo vamos a tener que quedarnos aquí? —preguntó Cissie.

Yo sólo estaba intentando ayudar, así que supongo que su tono cortante me molestó.

—Tú puedes irte cuando quieras.

—Pero… —empezó a decir—. Yo pensaba que…

La miré sin decir nada.

—Pensaba que íbamos a seguir juntos. —Extendió las manos hacia mí, con las palmas hacia arriba, en un gesto más de exasperación que de súplica—. Nos necesitamos. ¿Es que no lo entiendes, Hoke? ¿De verdad quieres seguir viviendo solo el resto de tu vida con… con un perro como único amigo?

Cagney, que se había quedado en un rincón soleado al lado de la entrada, levantó la cabeza y nos miró, como si no quisiera perderse mi respuesta.

—Hasta ahora no me ha ido tan mal, y Cagney tampoco parece quejarse. Sí, creo que seguiré con este chucho.

Cissie se dio la vuelta y empezó a subir la escalinata pisando con fuerza, con la cabeza y los hombros erguidos por el… ¿resentimiento? Yo tuve que contenerme para no llamarla. Cagney hizo un sonido ronco que parecía salir desde el fondo de su garganta, una especie de gruñido distante, y me miró fijamente.

—Basta ya. —Le devolví el gruñido y volví a salir a la luz del sol.

Muriel me estaba esperando en mi suite. Al entrar, la encontré de pie junto a la ventana, abriendo los visillos con una mano para ver mejor las débiles columnas de humo que se elevaban desde distintos sitios de la ciudad. En cuanto abrí la puerta, ella soltó los visillos y corrió hacia mí.

—Estaba preocupada —dijo y se detuvo de golpe al ver el polvo que me cubría el pelo y la ropa—. ¡Dios mío! ¿Qué te ha pasado? Estás… sucísimo.

Cagney se había quedado vigilando el pasillo. Era una labor a la que estaba acostumbrado y, además, así no tendría que oír sus gruñidos de desaprobación cuando se enterara de que había una extraña en la habitación. Realmente, la rapidez con la que había aceptado a Cissie resultaba sorprendente, sobre todo teniendo en cuenta que ni siquiera los había presentado. Pero yo seguía enfadado con ella, así que no estaba dispuesto a concederle ningún mérito en ese momento. Haciendo caso omiso de la pregunta de Muriel, tiré la cazadora sobre la cama y fui directamente al cuarto de baño. Ella entró conmigo.

Muriel puso la ducha mientras yo me quitaba la camiseta. Se quedó boquiabierta al ver los monumentales hematomas que tenía en el pecho y la piel inflamada junto al rasguño de bala del hombro. Después empezó a mover la cabeza de un lado a otro mientras observaba el resto de los cortes y las contusiones que me cubrían el cuerpo.

—¿Te duele mucho? —Era una pregunta estúpida y ella lo sabía—. ¿Tienes algún tipo de analgésico? —se apresuró a añadir.

Yo negué con la cabeza y la cogí del codo.

—Quiero ducharme solo —dije.

—Deja que te ayude. Tiene que dolerte todo el cuerpo.

Desde luego que me dolía y, además, tenía agujetas por todas partes después del duro trabajo que me había ocupado todo el día. Pero no necesitaba que nadie me ayudara a ducharme.

—Me gustaría estar solo, Muriel.

¿Decepción? ¿Dolor? Supongo que vi las dos cosas en sus bellos ojos azules.

—¿No puedo quedarme a hablar contigo? Anoche…

Yo la interrumpí bruscamente.

—Anoche era anoche. Tú me necesitabas y yo te deseaba. Pero eso fue anoche, nena. —Seguro que Bogart no lo habría dicho mejor.

Ella parecía perpleja.

—No te entiendo. —Es lo único que se le ocurrió decir.

—Mira, anoche conseguiste lo que querías. —Nunca le había hablado así a una mujer y creo que yo estaba tan sorprendido como ella, aunque mi enojo lo encubriera. Pero, a fin de cuentas, el mundo había cambiado y yo también había cambiado. Seguí hablando, marchitando esa frágil rosa inglesa con la dureza de mis palabras—. ¿Es que te crees que me engañaste con el camelo ese de los fantasmas? Me di cuenta de lo que querías en cuanto abrí la puerta. Tú y tu amiga sólo queréis un hombre que os cuide, que os proteja del peligro, que os dé de comer todos los días. ¿Pues sabes lo que te digo? Que te has equivocado de hombre. A lo mejor deberías arrimarte a tu amigo Wilhelm. Seguro que él puede darte todo lo que estás buscando. ¿O es que se te ha olvidado que es un miembro de la raza elegida? —¿Por qué estás tan enfadado conmigo? —me imploró—. ¿Qué te he hecho yo para que me trates así?

¿Qué por qué estaba enfadado con ella? Lo peor del caso es que ni yo mismo lo sabía. Quizá fuera porque tenía miedo de compartir mi vida después de pasar tanto tiempo solo. ¿Realmente estaba enfadado porque se habían entrometido en mi vida, por la responsabilidad que suponía cargar con toda esa gente, o simplemente me avergonzaba de mí mismo por haberme acostado con Muriel en la misma cama en la que Sally y yo habíamos hecho el amor por primera vez? Sentí cómo la sangre me hervía en las venas y no era por el enfado. Era por Sally. Puede que fuera una tontería, pero me sentía como si hubiese traicionado a la única mujer a la que había amado en mi vida, a la mujer a la que había jurado amor eterno, pasara lo que pasase. ¿Tonterías sentimentales? No, realmente no lo eran. Aunque estábamos en guerra, aunque sabíamos que podríamos morir al día siguiente, o esa misma noche, nos habíamos hecho esos juramentos para cumplirlos. Y yo no sólo había roto mi juramento, sino que lo había roto en el mismo dormitorio en el que Sally y yo habíamos pasado nuestra luna de miel. Y, si bien en el momento de hacerlo me había sentido culpable, no fui consciente de las verdaderas implicaciones de mis actos hasta que abrí la puerta de la suite 318 y vi a Muriel dentro. Claro que estaba enfadado. Estaba furioso, pero no con Muriel, ni con Cissie, ni con los demás; bueno, excepto Stern. Estaba furioso conmigo mismo. Y, además, me sentía avergonzado de mí mismo. Desde luego, ésa no era una buena combinación.

Pero no podía explicarle todo eso a Muriel. No, no podía hacerlo. Me di la vuelta y golpeé el espejo que había encima del lavabo con el lado del puño. El cristal se rompió, fragmentando mi imagen. Muriel dio un pequeño grito y yo me quedé mirándola fijamente a través del espejo roto, mientras la sangre empezaba a gotear sobre el lavabo. Me sentía estúpido, pero, a sus ojos, lo que debía de parecer era un demente.

Estaba a punto de decir algo, aunque no sabía si disculparme o si empezar a maldecir, cuando oí los primeros ladridos de Cagney en el pasillo. Después oí gritos, más ladridos y el ruido seco de algo al chocar contra la puerta de la suite.

Empujé a Muriel hacia un lado, saqué el Colt de su funda, corrí hasta la puerta, la abrí y salí al pasillo apuntando con la pistola.

Cagney parecía furioso. Estaba agachado, enseñando las fauces amarillentas con el hocico arrugado, listo para abalanzarse sobre quienquiera que estuviera al otro lado de la puerta que yo acababa de abrir.

—Me va a atacar. —¡Mierda! De nuevo ese acento.

Di un paso hacia adelante para poder verlo. El alemán tenía la espalda apoyada contra la pared y miraba a Cagney con terror en los ojos. Igual que yo, sujetaba una pequeña pistola automática con el brazo extendido. Estaba apuntando a Cagney.

Reaccioné de forma instintiva. Sin que mi cabeza tuviera tiempo para pensarlo, golpeé la muñeca de Stern con el cañón del Colt. La pequeña pistola cayó al suelo. El alemán se inclinó hacia adelante, agarrándose la mano. Yo levanté la pistola y lo golpeé en la frente con tal fuerza que su cabeza chocó contra la pared que tenía detrás y, cuando Stern cayó al suelo, lo cogí de la camisa y le apreté el cañón de la pistola contra el cuello.

—Por favor, para.

Debía de tener la mandíbula entumecida, porque apenas podía vocalizar.

—El perro… me iba a atacar… cuando intenté entrar en tu habitación. —Eso es lo quiso decir, aunque apenas se le entendía. A mí me daba exactamente igual; estaba listo para volarle los sesos.

—¡Hoke! —gritó una voz de mujer.

Yo no le presté ninguna atención. Había llegado el momento de saldar cuentas con el alemán y, desde luego, yo estaba suficientemente furioso para hacerlo allí mismo. La sangre del corte que me había hecho con el espejo hacía que la pistola se me resbalara en la mano, pero, aun así, la apreté con más fuerza contra el cuello de Stern. Oí un grito y, al darme la vuelta, vi a Muriel en el umbral de la puerta. Pero fue Cissie quien se abalanzó sobre mí.

Primero me dio un rodillazo en la sien y, agarrándome del pelo, tiró hacia atrás hasta hacerme caer de espaldas. Después apoyó la rodilla contra mi pecho e intentó quitarme la pistola de la mano mientras Cagney daba saltos a nuestro alrededor, ladrando sin parar. Me quité a Cissie de encima con un brazo y me incorporé lo suficiente para volver a apuntar el Colt hacia el alemán.

—¡No lo mates!

Ahora era Muriel la que se estaba entrometiendo en mis asuntos. Se puso delante del alemán, que todavía no podía dar crédito a lo que estaba ocurriendo, y me gritó:

—¡Basta ya! ¡Basta ya! ¡No podemos seguir matándonos toda la vida! ¿Es que todavía no lo has entendido?

Para completar la fiesta, Albert Potter se estaba acercando lentamente por el pasillo. Por alguna razón incomprensible, tenía la sirena en la mano y, por un momento, pensé que iba a volver a dejarnos sordos con ese horrible aparato. Pero en vez de eso, gritó:

—¿Qué diablos está pasando aquí? ¿Es que nunca voy a poder dormir tranquilo, o qué? —Gracias a Dios, guardó la sirena en uno de los grandes bolsillos de su mono de trabajo.

Cissie, que todavía tenía una pierna sobre mi pecho, me cogió la muñeca con las dos manos y consiguió apartar el Colt de su objetivo.

—Por favor, Hoke, déjalo —me rogó entre sollozos.

Supongo que lo que me convenció fue la lágrima que empezaba a resbalar por su mejilla. Yo seguía furioso, pero de repente me sentí cansado. Apoyé la cabeza contra la moqueta y bajé el Colt. Aun así, Cissie no me soltó la muñeca.

—Vale. Está bien. Pero apartadlo de mi vista. —Estaba claro que me refería a Stern. Ahora que la conmoción había pasado, Cagney se acercó a mí para lamerme la cara.

Al oír cómo alguien ayudaba al alemán a ponerse de pie, levanté la mirada. Los ojos de Stern no reflejaban ni miedo ni preocupación, tan sólo cólera.

—Estás loco —me dijo—. No tenías ninguna razón para hacer eso. Yo no soy tu enemigo.

No me digné contestarle. De repente, me acordé de la pistola con la que Stern había apuntado a Cagney. Me incorporé, y Cissie volvió a agarrarme la muñeca con fuerza, pero observé con alivio que Potter había cogido del suelo la pistola del alemán.

—¿Y esto qué es? —preguntó el viejo vigilante como si nunca hubiera visto una pistola.

—Es un Colt 380 del ejército norteamericano —le informé yo, y él movió la cabeza de un lado a otro, como si siempre lo hubiera sabido—. No se lo devuelva a Stern —le advertí.

—¿De verdad crees que te iba a disparar? —Stern casi sonaba apesadumbrado—. ¿Después de todo lo que nos ha ocurrido? —Agitó las manos como si quisiera señalar hacia afuera—. Me encontré esa pistola en mi habitación y la guardé por si necesitaba protegerme. Tú habrías hecho lo mismo. ¿De verdad crees que todavía me quedan ganas de matar? Porque, si lo crees, es que realmente estás loco, Hoke.

Y, sin más, se marchó, con una mano sobre la frente herida, entró en su habitación y cerró la puerta.

Como era de esperar, la cena no fue muy agradable. Nadie tenía muchas ganas de hablar, y Stern ni siquiera se unió a nosotros. Por mí, como si no volvía a salir nunca de su habitación. Potter intentó animar el ambiente contando anécdotas de la guerra, algunas bastante graciosas y otras menos. Nos contó que una noche, mientras hacía su ronda, se había encontrado a Ed Murrow, el famoso corresponsal de guerra norteamericano, tendido sobre una alcantarilla enfrente del Savoy. Por lo visto, en vez de estar borracho como una cuba, como habría sido de esperar, estaba grabando los sonidos de las sirenas aullando en el cielo y las bombas enemigas cayendo sobre la ciudad, el auténtico sonido de la guerra, para que sus compatriotas pudieran oírlo al otro lado del Atlántico. Nos contó la brillante idea que habían tenido las autoridades al convertir algunas máscaras de gas en caretas de Mickey Mouse para que los niños no tuvieran miedo de ponérselas y que en una ocasión, mientras perseguía a dos ladrones por Covent Garden, saltaron volando por los aires al pisar una mina; por lo visto, mientras él miraba la escena boquiabierto, le cayó una pierna encima. Nos contó que una gélida madrugada en la que todo estaba cubierto de escarcha se había encontrado a una anciana de pelo blanco sentada en la cama en medio de una habitación sin techo ni paredes y que, en otra ocasión, había visto cómo el fuego de un almacén chupaba a un bombero al tirar la puerta abajo y lo abrasaba hasta calcinarle los huesos. Nos contó que una vez se había tragado el silbato que siempre llevaba encima cuando una explosión cercana lo hizo aspirar en vez de soplar, y que salvó la vida gracias al manotazo que le pegó en la espalda un inmenso voluntario de Salvamento que no entendía por qué Potter tenía la cara morada. Nos contó que había visto un monigote con la cara de Adolf Hitler y pantalones bombachos de color gris colgando de una soga en una farola en Whitewall, y que conocía a un repartidor de leche que le había pintado unas franjas blancas a su caballo para evitar que lo atropellaran durante las oscuras madrugadas de invierno.

No paró de contar historias mientras Muriel me observaba con una mirada cuyo significado yo no acertaba a comprender. Cissie, que se había encargado de cocinar, también me miraba de vez en cuando con ira, aunque yo intentaba evitar sus ojos. Cuando Potter por fin dejó de hablar, nos acabamos la cena en silencio, y las dos chicas se marcharon de mi suite en cuanto acabaron de lavar los platos. La despedida de Muriel fue bastante seca, y Cissie ni siquiera se molestó en decir adiós. Así que el viejo vigilante y yo abrimos una botella de Jack Daniel’s y nos la bebimos mano a mano.

Justo antes de marcharse, Potter hizo una cosa que me sorprendió. Se tambaleó hasta la puerta, se apoyó en el marco, se llevó un dedo a la punta de la nariz, me guiñó un ojo y dijo:

—Sé lo que está haciendo, hijo, y me parece bien. Un hombre tiene que hacer lo que cree que debe hacer, aunque no sirva para nada. No se preocupe, no se lo diré a nadie.

Después movió la cabeza de un lado a otro. Tenía los ojos vidriosos.

—Pero lo que pretende es imposible, hijo. Es absolutamente imposible. Son…

Volvió a mover la cabeza y se marchó.

—Son demasiados —le oí decir mientras se alejaba haciendo eses por el pasillo.