CAPÍTULO IV
1
TODO PARECÍA muy familiar... El olor a traspiración, desinfectante y a miedo, el corredor pintado de verde, el ruido de pisadas fuertes, los policías de rostro impasible que pasaban a mi lado como si yo no existiera.
Me detuve frente a la puerta del teniente detective Retnick y golpeé.
Una voz contestó algo. Moví el picaporte y entré.
Retnick se hallaba sentado frente al escritorio. El sargento detective Pulski estaba apoyado contra la pared, masticando un palillo.
Los dos se quedaron mirándome, luego Retnick se empujó el sombrero hacia atrás y golpeó el secante con una mano muy bien manicurada.
—Mire quién está aquí —dijo sin dirigirse a nadie en particular—. Bueno, ¡qué sorpresa! Si hubiera sabido que llegaba lo habría recibido con banda de música. Siéntese. ¿Qué tal son las chinas?
—No lo he llegado a saber —le contesté sentándome—. Estuve demasiado ocupado. ¿Ya resolvieron el caso de asesinato?
Retnick sacó la caja de cigarros, eligió uno, le cortó la punta y se lo metió en la boca. No me ofreció ninguno.
—Todavía no... ¿Encontró algo?
—Puede ser. ¿Ustedes no encontraron nada?
Encendió el cigarro, frunciendo el ceño.
—Seguimos tratando de dar con Hardwick. ¿Usted qué encontró?
—Que el cadáver que trajo Jo-An Jefferson no era el de Herman Jefferson.
Se impresionó. Dejó de fumar, echó una maldición, apoyó el cigarro y se sonó las narices con un pañuelo sucio. Se guardó el pañuelo, echó la silla hacia atrás y me miró de soslayo con ojos insípidos.
—Mire, compañero, Si eso no es cierto, lo va a pasar mal. ¿Me entiende?
—Herman Jefferson fue asesinado hace dos días —le dije—. Lo tiraron al mar a poca distancia de Hong Kong. La policía inglesa lo encontró. El cadáver llegará aquí por avión a fines de esta semana.
—¡Por el amor del cielo! ¿Entonces quién está en el ataúd?
—Nadie a quien usted conociera... un tipo llamado Frank Belling, un inglés, metido en el contrabando de drogas.
—¿Ya habló con el viejo Jefferson?
—Todavía no... usted es el primer puerto del viaje. Él será el segundo.
Retnick miró fijo a Pulski quien se quedó mirándolo, luego Retnick desvió su mirada y la dirigió hacia mí.
—Suéltemelo todo —dijo—. ¡Absolutamente todo! ¡Eh! Espere un minuto. Lo quiero por escrito —levantó el tubo del teléfono y gruñó pidiendo un taquígrafo. Mientras esperábamos, masticaba el cigarro, de mal talante y preocupado.
Un policía jovencito entró y se sentó lejos de nosotros. Abrió un cuaderno, miró a Retnick y luego a mí.
—Bueno —me dijo Retnick—. Hágame una de sus clásicas declaraciones, compañero. No se olvide de nada. Voy a controlar cada una de las palabras que pronuncie y si lo pesco en una mentira, se va a arrepentir de haber nacido.
—No tengo por qué tolerarle que me diga esas cosas, Retnick —le dije repentinamente enojado—. Jefferson está deseando ajustarle las cuentas a usted y con una palabra mía el ajuste va a ser espléndido.
Pulski se apartó de la pared donde estaba apoyado. El policía jovencito me miró horrorizado. Antes de que Pulski pudiera hacer un movimiento hacia mí, Retnick estaba de pie, haciéndolo retroceder.
—¡Quieto! —le gruñó a Pulski. Y a mí me dijo—: Cálmese, compañero. Está bien, lo retiro. No tiene que ser tan susceptible. Vamos, por lo que más quiera, haga la declaración.
Lo miré fijo durante unos buenos instantes, pero, él no quería encontrar mi mirada, después me tranquilicé. Encendí un cigarrillo y le hice la declaración. Le expuse todas las cosas que me ocurrieron desde el momento en que llegué a Hong Kong. Lo único que no mencioné fue el hecho de que Stella y yo volvimos juntos a Nueva York.
Allí nos separamos. Sentí separarme de ella y ella parecía sentir separarse de mí, pero una vez de vuelta a nuestros propios ambientes parecía no tener objeto el continuar juntos. Me había hecho un gran favor y yo también le hice otro. Le di doscientos dólares con los que podía empezar de nuevo.
Fue dinero mío, no de Jefferson. Me lo agradeció con una sonrisa tristona y me dijo adiós. Fue la última vez que la vi.
Retnick se fumó dos cigarros durante el tiempo que estuve hablando. Cuando terminé, le dijo al joven policía que pasara a máquina la declaración y cuando el taquígrafo se fue, le dijo a Pulski que se fuera a dar una vuelta.
Cuando nos quedamos solos, Retnick dijo:
—Pero con todo, sigue sin explicarse por qué mataron a la piel amarilla, ¿no es así?
—Sí, sigue sin explicarse.
—No quisiera estar en su pellejo cuando tenga que explicarle al hijo de perro de Jefferson que el hijo era traficante de drogas.
—Pues no estará en mi pellejo —le contesté.
—Bueno, habrá que abrir el ataúd —Retnick encendió un tercer cigarro—. Supongo que al viejo no le va a gustar nada.
—¿Y por qué no? En ese ataúd no está su hijo.
—Es cierto —rumió Retnick—. Será mejor hacerlo rápido y sin alboroto. Sería una gran cosa Si usted consiguiera que el viejo no ponga inconvenientes. Tendremos que abrir la bóveda de la familia.
—Le conseguiré el permiso.
—A los periodistas les encantaría saberlo —dijo Retnick con rostro sombrío—. Y podrán provocar mucho barullo.
—Sí.
Se quedó madurándolo algunos momentos, luego sacó la caja de cigarros y me ofreció uno.
—Para mí no —le dije—. Soy propenso al cáncer de pulmón.
—Sí… me olvidaba —Retnick lustró con la manga del saco la caja de cigarros—. No quiero problemas, Ryan. Voy a confiar en usted. Quizás debí registrar el ataúd antes de entregarlo.
—A alguien se le podría ocurrir recordarlo.
—Sí.
Hubo una larga pausa, luego me puse de pie.
—Iré a hablar con Mr. Jefferson.
—Esperaré su llamado. En cuanto tenga el consentimiento abriré el ataúd.
—Se lo conseguiré.
—Recuérdelo, Ryan, siempre podrá contar con un buen amigo en la policía... recuérdelo.
—Si me recuerdas, yo te recordaré. ¿Podríamos ponerle música, no le parece?
Lo dejé, mirando molesto hacia el espacio vacío y fui hasta donde había estacionado el coche. Me senté frente al volante, encendí un cigarrillo y me quedé madurándolo durante algunos minutos. Decidí ir primero a mi oficina nada más que por ver si todavía seguía allí. De la oficina llamaría por teléfono a Janet West para ver si el viejo podría recibirme esa misma tarde.
Fui hasta la oficina, estacioné el coche y entré al ascensor. Al abrir la cerradura de la puerta de mi escritorio escuché la voz profunda de Jay Wayde dictando. En el piso había un montón de correspondencia. La levanté y la arrojé sobre el escritorio todo cubierto de polvo. Entonces, como la habitación me pareció sofocante, crucé hasta la ventana y la abrí de par en par. La voz de barítono de Jay Wayde me llegó con toda claridad. Estaba dictando una carta referente a un envío de una mezcla adhesiva. Escuché durante unos breves instantes antes de volver hasta mi escritorio. Revisé la correspondencia que me parecía deprimentemente improductiva. Sólo tres cartas parecían de negocios, el resto eran circulares que arrojé al canasto de los papeles.
Me acerqué al teléfono y llamé a la residencia de J. Wilbur Jefferson. La voz del sombrío mayordomo preguntó quién hablaba. Se lo dije. Hubo una pausa, luego Janet West contestó la comunicación.
—Soy la secretaria de Mr. Jefferson. ¿Es Mr. Ryan quien habla?
Le dije que sí y luego:
—¿Podría ver a Mr. Jefferson?
—Sí, por supuesto. ¿Puede venir esta tarde a las tres?
—Estaré allí a esa hora.
—¿Llegó a descubrir algo? —no estaba seguro de si la voz sonaba ansiosa o no.
—Estaré allí a esa hora —repetí y colgué.
Encendí un cigarrillo y puse los pies sobre el escritorio. Eran entonces las doce y cuarenta. Me sentía con algo de apetito. Estaba ya de vuelta en Pasadena City.
Extrañaba a Hong Kong. Extrañaba la comida china. Sin ningún entusiasmo pensé en Sparrow y sus eternos sándwiches, pero al cuerpo hay que alimentarlo. Después de haber pensado qué haría y qué diría cuando llegara a la residencia de Jefferson, cerré la oficina y me fui hasta el bar automático de Sparrow. Durante veinte minutos lo tuve fascinado contándole cosas sobre las chinas. La cerveza y el hamburgués me parecieron pesados después de la comida china.
Después de almorzar volví a mi departamento. Me afeité, me di una ducha y me cambié de ropa. Ya era entonces hora de salir hacia la residencia de Jefferson.
El mayordomo, siempre sombrío, siempre silencioso, me hizo pasar. Me llevó directamente a la oficina de Janet West, donde ella estaba trabajando en su escritorio.
Parecía pálida y tenía ojeras como Si hubiera dormido muy mal. La sonrisa no le llegaba a los ojos y se puso de pie cuando entré a la habitación.
—Pase, Mr. Ryan —dijo—. Siéntese, por favor.
Entré y me senté. El mayordomo se desvaneció como una réplica del fantasma de Hamlet.
Ella también se sentó apoyando las manos sobre el secante, los ojos preocupados me estudiaban.
—¿Fue un viaje exitoso? Mr. Jefferson lo recibirá dentro de diez minutos.
—Sí, el viaje tuvo bastante éxito —le contesté. Saqué de la billetera la fotografía de Frank Belling que ella me había dado y la solté sobre el escritorio—. Usted me la dio... ¿se acuerda? Me dijo que era una fotografía de Herman Jefferson.
Miró la fotografía con rostro inexpresivo, luego me miró.
—Sí, lo sé.
—Se la voy a mostrar a Mr. Jefferson y le diré que usted me la dio diciéndome que era una fotografía de su hijo.
Bajó la vista para mirarse las manos, entonces me preguntó:
—¿Está muerto?
—¿Herman? Sí, ahora sí ha muerto.
La vi estremecerse y por un largo momento permaneció inmóvil, luego levantó la vista.
Estaba pálida y en sus ojos había una expresión vaga.
—¿Qué ocurrió? —preguntó.
—¿Usted sabía que estaba metido en una organización de tráfico de drogas?
—Si… lo sabía.
—Bueno, ellos lo liquidaron. Quiso traicionarlos y no le resultó. ¿Usted cómo lo sabía?
Durante varios segundos no contestó nada.
—Oh, Herman me lo dijo —contestó con cansancio—. Ya ve, fui tan estúpida como para enamorarme de él. Se aprovechó. Sin ninguna esperanza me enloquecí por él, si, algunas mujeres se enloquecen por hombres que valen menos que ellas.
—Por qué me dio esa fotografía y me dijo que era de Herman?
—Quise proteger a Mr. Jefferson. Es la única persona decente y generosa que he conocido en mi vida. No podía soportar que descubriera que el hijo era traficante de drogas.
—¿Dónde consiguió esta fotografía?
—Herman me la mandó. Aunque a su padre sólo le escribía una vez al año, a mí me escribía más a menudo —vaciló, luego continuó—: Usted tiene que saber la verdad.
Hace años tuvimos un asunto amoroso. Tuve un hijo suyo. Aunque sabía que no valía nada lo quería mucho. Lo sabía y jugaba con mis sentimientos. Muchas veces me mandó instantáneas de gente que había conocido. Fotografías de chinas. Sabía que eso me trastornaba... y se divertía. Sorpresivamente me mandó esa fotografía de Belling.
Dijo que tenían negocios juntos. Supuse que mandaba la fotografía para mostrar que no mentía. No sé, pero la mandó. Me pidió que le enviara mil dólares, así podía hacer una nueva tentativa. No se los mandé. Entonces recibí una carta frenética en donde me decía que estaba en serios apuros. Estaba aterrorizado. Se notaba por la forma de escribir. Decía que estaba metido en una organización de traficantes de drogas y que lo matarían. Decía que se iba a esconder. Me contó que Belling había muerto, pero que la gente creía que el muerto era él. Dijo que su mujer traería de vuelta el cadáver de Belling. Era la única forma de convencer a esa gente de que estaba muerto, y entonces una vez convencidas dejarían de buscarlo —levantó las manos con desesperanza—.
Me impresionó saber que había caído tan bajo. No quise que Mr. Jefferson lo descubriera. Sé que no debí hacerlo... pero lo hice.
Como yo no contestaba nada, continuó:
—Me dio la dirección de un chino. Se llamaba Wong Hop Ho. Me dijo que si algo andaba mal le escribiera a ese hombre. Cuando asesinaron a su mujer y cuando Mr. Jefferson resolvió mandarlo a usted a Hong Kong, le escribí a ese Wong para advertírselo. Le dije que le había dado a usted la fotografía de Belling. Tenía una desesperación ansiosa porque Mr. Jefferson no llegara a saber la verdad.
—Pero ahora la sabrá —dije—. No puedo ocultársela.
—¿Por qué no? —se echó hacia adelante—. ¿Por qué no puede dejarlo morir creyendo que su hijo era decente?
—Es algo demasiado complicado para ocultarlo. Hay que revisar el ataúd. La policía quiere hacerlo. Y es algo que no se puede disimular —la estudié—. Trataré de mantenerla ajena a todo, es lo único que puedo hacer.
Se oyó un golpe en la puerta y el mayordomo entró.
Mr. Jefferson lo está esperando —dijo—. ¿Quiere venir por acá, por favor?
Salí con él, dejando a Janet West mirando fijo a través de la ventana.
J. Wilbur Jefferson estaba recostado en el sillón-cama con ruedas como si no se hubiera movido desde la última vez que lo vi. Me observaba acercarme y con la mano me indicó que me sentara en una silla muy cercana a él.
—Bueno, joven, así que está de vuelta. Supongo que tendrá alguna información para mí.
Me senté.
—Sí…, pero no la clase de información que le gustaría escuchar —le contesté—. Usted me envió a Hong Kong a buscar antecedentes de todo este asunto y los he conseguido.
Me estudió, luego se encogió de hombros.
—Siga no más y cuénteme. ¿Qué descubrió?
Le di una versión resumida de lo ocurrido en Hong Kong y de lo que supe de su hijo.
No le conté cómo lo mataron. Le dije sólo que la policía encontró el cadáver en el mar.
Escuchó todo, mirando fijo hacia una hilera de rosales, con rostro impasible. Hasta que no terminé no dijo nada.
—¿Y ahora? —preguntó sin mirarme.
—La policía quiere abrir el ataúd —le dije—. Necesitan su autorización para abrir la bóveda.
—Está bien. Pueden pedirle la llave a Miss West.
—He arreglado las cosas para traer el cadáver de su hijo —continué—. Llegará a fines de esta semana.
—Gracias —contestó con indiferencia.
Hubo una larga pausa, mientras yo me miraba los pies, esperando, y él seguía mirando fijo frente a él.
—Nunca creí que Herman pudiera haber caído tan bajo —dijo por último—. Un traficante de drogas... el animal más bajo de la escala.
No contesté nada.
—Bueno, supongo que es mejor que haya muerto— continuó—. Y en cuanto a su mujer... ¿no descubrió quién la mató?
—Todavía no. ¿Quiere que siga intentándolo?
—¿Por qué no? —me daba cuenta de que seguía pensando en el hijo—. Si necesita alguna cosa, o más dinero, Miss West se encargará. De todas maneras hay que ponerle un fin a este sórdido asunto. Descubra quién la mató.
—Iré a pedir la llave de la bóveda —dije y me puse de pie—. Hay algo más, Mr. Jefferson. Ahora que su hijo ha muerto, ¿quién será su heredero?
Se sorprendió. Se quedó mirándome.
—¿Qué le puede interesar saber quién me heredará?
—¿Es tan secreto? Si es así, le pido disculpas.
Frunció el ceño, moviendo molesto las manos venosas a lo largo de los brazos de la silla.
—No, no es un secreto, ¿pero por qué me lo pregunta?
—¿Si la mujer de Herman hubiera vivido, la habría mencionado en el testamento?
—Por supuesto. La mujer de mi hijo tenía todo el derecho de recibir lo que a él le hubiera dejado.
—¿Era una cantidad importante?
—La mitad de mi fortuna.
—Eso significa una cantidad importante. ¿Quién recibiría la otra mitad?
—Miss West.
—¿Así que ahora recibirá todo?
Se quedó mirándome pensativo.
—Sí. ¿Por qué tiene tanta curiosidad por mis asuntos personales, Mr. Ryan?
—Es mi profesión ser curioso —le contesté y me fui.
Encontré a Janet West en el escritorio. Cuando me paré en la puerta levantó la vista.
—Pase, Mr. Ryan —dijo, su voz era fría y chata.
Entré.
—Necesito la llave de la bóveda —le manifesté—. La policía quiere abrir el ataúd.
Le prometí al teniente Retnick conseguirle la llave. Mr. Jefferson no pone inconvenientes.
Buscó en un cajón del escritorio y luego me dio la llave.
—Le conté la historia —agregué, dejando caer la llave en un bolsillo. Lo tomó bastante bien.
Levantó los hombros en un encogimiento resignado.
—¿Y ahora?
—Me pidió que descubra al asesino de Jo-An. Será mi próxima tarea.
—¿Cómo hará para descubrirlo?
—La mayoría de los asesinatos ocurren por algún motivo —le dije—. Estoy casi seguro de que en éste hay también un motivo. Hasta se me ocurre cuál podría ser. Bueno, no quiero hacerle perder tiempo. Le devolveré la llave cuando la hayan usado.
Me alejé, dejándola pensativa mirando fijo el escritorio. El mayordomo me acompañó hasta la puerta. No dijo ni una palabra. Yo tampoco tenía nada que decirle.
Cuando iba caminando hacia el coche vi un movimiento detrás de las cortinas de la ventana de Janet West.
Ella me observaba irme.
2
EL TENIENTE Retnick y el sargento Pulski bajaron del coche de la policía y se reunieron conmigo en los portones del cementerio.
—Si hay algún lugar al que odio visitar —dijo Retnick a través del cigarro que seguía manteniendo entre los dientes—, es el cementerio.
—Todos vendremos aquí tarde o temprano —le contesté—. Es el hogar futuro y permanente.
—Lo sé. No tiene para qué decírmelo —gruñó Retnick—. Además no me gustan las ubicaciones permanentes.
Cruzamos los portones abiertos y recorrimos una calle ancha flanqueada a ambos lados por bóvedas de aspecto costoso.
—Es por aquí —dijo Pulski señalando un callejón a la derecha—. Es la cuarta bóveda.
Caminamos por el callejón hasta llegar a una bóveda de mármol macizo, rodeada de baldosas y de un cordón también de mármol.
—Es esta —dijo Pulski y tomó la llave que yo le tendía.
—¿Cómo reaccionó el viejo Jefferson? —preguntó Retnick mientras observaba a
Pulski aproximarse a la puerta de la bóveda—. Apuesto a que le dijo unas cuantas cosas, compañero.
—¡Eh! —había una nota de asombro en la voz de Pulski cuando volvió su rostro hacia nosotros—. ¡Alguien ya estuvo aquí!
Retnick se adelantó. Me apuré para ponerme a la par. Vimos que Pulski empujaba la puerta para abrirla. La cerradura estaba saltada. Pudimos ver que entre la puerta y la cerradura habían insertado alguna especie de palanca. El mármol estaba rajado y le faltaban unas astillas. Parecía que hubiesen tenido mucho apuro al hacer saltar la cerradura.
—No toque nada —le advirtió Retnick a Pulski—. Déjeme echar un vistazo.
Encendió una linterna y dirigió la luz dentro de la bóveda. Frente a nosotros había cuatro ataúdes en sus correspondientes catres. Al que estaba en el catre más bajo le faltaba la tapa. La habían apoyado contra la pared de la bóveda. Nos adelantamos más y miramos dentro del ataúd. En el fondo había una barra larga de plomo, pero nada más.
Retnick dijo:
—¡Bueno, por el amor de Dios! ¡Parece como si alguien se hubiera robado el cadáver!
—A lo mejor nunca hubo un cadáver —le contesté.
—¿Cómo dice? ¿Qué otras cosas sabe que no me ha contado?
—Le conté todo cuanto sabía —le dije cortante—, pero eso no impide que siga usando mi cerebro, ¿no?
Como un salvaje se volvió hacia Pulski.
—Lleve ese cajón a la policía y que lo revisen bien. Debe tener impresiones digitales. Este inteligente compañero y yo vamos a caminar un poco —me tomó con fuerza de un brazo y me sacó de la bóveda mientras Pulski caminaba por el callejón hacia el coche policial desde donde habló por teléfono a las oficinas de la policía.
Cuando se alejó lo suficiente como para no podernos oír, Retnick se sentó en una de las tumbas, y se metió un cigarro en la boca.
—Vamos, compañero, lárguelo. ¿Qué diablos está pensando?
—En este momento, nada —le contesté—. ¿No le preocupa saber que está sentado sobre alguna esposa, o marido o madre difunta?
—Me importa un comino sobre quién estoy sentado —gruñó Retnick—. Esta mañana me habló por teléfono el alcalde... mi influyente cuñado... quería saber cuándo voy a resolver este caso —masticaba el cigarro como un salvaje—. ¿Qué le parece? Hasta mi cuñado me está presionando.
—Caramba —dije.
—¿Qué le hace pensar que no había un cadáver en el ataúd?
—Se me ocurrió no más. El cadáver de Belling se quemó hasta convertirse en cenizas. ¿Por qué robarlo? De cualquier modo no podía ser identificado. Entonces, ¿por qué correr el riesgo y el inconveniente de forzar la bóveda y robarse los restos? Pensé que en el ataúd debían estar los restos de Belling sólo porque no estaba el cadáver de Herman.
Ahora pienso que no había ningún cadáver. El ataúd lo mandaron cargado con plomo. Allí no hubo ningún cadáver.
Retnick se quedó madurándolo.
—¿Y entonces por qué vino algún gracioso a echar un vistazo?
—De veras —de repente vi por qué. Me golpeé la palma de la mano con el puño cerrado—. ¡Tengo que ser mucho más idiota de lo que creía! ¡Por supuesto! ¡Claro! ¡Es una de esas cosas tan simples que debería haberla visto desde el primer momento!
Retnick me miraba enojado.
—¿Qué está desvariando? —me gruñó.
—¡La heroína estaba en el ataúd! —le dije—. ¡Dos mil onzas de heroína! Era el lugar perfecto para esconderla... ¡El modo perfecto de introducirla desde Hong Kong!
Retnick se quedó mirándome, entonces se levantó de un salto.
—Sí… ¡Así tiene sentido! ¡Me parece que ahora sí hemos tenido una idea!
—Después que Jefferson se escamoteó la mercadería —dije—, se encontró con que estaba atrapado con ella. No podía salir de Hong Kong y la organización lo buscaba.
Esa cantidad de heroína debe valer un montón de dinero. Jefferson tenía que convencer a la organización de que estaba muerto. Entonces mató dos pájaros de un tiro. Hizo que Jo-An le escribiera a su padre pidiéndole dinero para llevar de vuelta el cadáver a su patria. Recuerde, no tenía dinero. La única forma de sacar la heroína era en el ataúd y por intermedio del cónsul americano solucionaron los trámites para embarcarlo. En algún punto, sacaron el cadáver y probablemente lo arrojaron al mar. En el ataúd colocaron la droga y el plomo. Aunque Jefferson estaba atrapado en Hong Kong, tenía seguridad de que su mujer y la heroína estaban a salvo.
—¿Y ahora quién se la robó? —preguntó Retnick esperanzado.
—¿Cómo puedo saberlo? MacCarthy me contó que cuando encontraron el cadáver de Jefferson lo habían maltratado mucho. Quizás la organización consiguió arrancarle la verdad y mandó un hombre aquí para forzar la bóveda y apoderarse de la droga. No sé.
La cara de Retnick se iluminó.
—Tiene sentido. Bueno, entonces este pájaro no me corresponde. La sección narcóticos tendrá que hacerse cargo de este dolor de cabeza —me hizo una reverencia—. Cuídese mucho la cabeza. Tiene cerebro, aunque a veces no lo demuestre.
—Pero, sin embargo, nada eso explica por qué la muchacha china fue a mi escritorio y la mataron —dije.
La sonrisa se le evaporó.
—Sí.
—Estoy dándole vueltas a la idea de que el asesinato no tuvo nada que ver con la heroína —agregué—. Jo-An iba a ser la heredera de la mitad de la fortuna del viejo Jefferson. El me lo dijo esta tarde. También supe que ahora que Jo-An ha muerto, su secretaria, Janet West, heredará todo.
Retnick me miró de reojo.
—¿Cree que ella la mató?
—No, no lo creo, pero tenía un motivo de diez millones de dólares. Ya se lo dije antes: puede tener algún amiguito ambicioso. Pero todavía sigue sin explicarse cómo mataron a la muchacha en mi oficina.
Retnick se rascó la cabeza.
—Quizás sea mejor que averigüe si tiene algún amiguito —dijo de mala gana.
Pulski lo llamó.
—Manténgame al tanto, compañero —dijo Retnick—. Tengo que hacer —y se apuró por el callejón hacia donde estaba Pulski, quien sostenía el receptor del teléfono en la mano y le hacía señas de que se acercara.
Volví al edificio de mi oficina. Eran entonces las diecisiete y media. No sabía por qué había vuelto a la oficina. Evidentemente no tenía nada que hacer pero parecía no tener objeto volver a mi departamento. Abrí la puerta, entré a la salita de espera abrí la puerta de la oficina, me llegué hasta la ventana y la abrí. Entonces me senté, encendí un cigarrillo y me quedé mirando la figura de mujer del calendario que estaba en la pared frente a mí.
Pensé en Janet West. Pensé en el misterioso John Hardwick. ¿Sería el amigo de Janet West ese hombre que dijo llamarse Hardwick? ¿Habría asesinado él a la mujer de Herman Jefferson? Si fue él, ¿por qué demonios elegiría mi oficina para ese trabajo y por qué trataba de complicarme en el asesinato?
En cierto modo no me podía imaginar a Jane West complicada en un asesinato. No tenía el tipo. Y sin embargo ahí estaba el motivo de diez millones de dólares. Quizás su amiguito lo hubiera hecho sin haberle dicho nada... quizás...
Oí la voz de Jay Wayde. Irrumpió en mi concentración. Decía: —Ahora me voy. Será hasta mañana —la voz llegaba con toda claridad a través de las ventanas abiertas. Le oí irse y casi esperé que entrara a mi oficina, pero no lo hizo. Con pisadas fuertes caminó hasta el ascensor. Un momento después oí descender el ascensor.
Volví otra vez a mis pensamientos: no me llevaron a ninguna parte.
Me quedé allí sentado, meditando, tratando de encontrar una idea que pudiera ser desarrollada, cuando de pronto oí el sonido distante de un motor de avión. Se hizo más fuerte y luego se apagó y me encontré a mí mismo sentado de golpe muy derecho en el sillón. Siguió el sonido de un avión a chorro que decolaba. Recordé haber oído esos sonidos llegando a través del teléfono cuando John Hardwick me telefoneó, pidiéndome que fuera a vigilar el bungalow vacío de Connaught Boulevard. Me puse de pie y escuché. Los ruidos de un aeropuerto en movimiento me llegaron a través de la ventana abierta. No tenía ninguna duda de desde dónde llegaban. Salí al corredor consciente de que el corazón me latía con fuerza, y me dirigí sin hacer ruido hacia la puerta de la oficina de Jay Wayde. Moví el pestillo y abrí la puerta.
La secretaria de Wayde, la insignificante, y con anteojos, estaba inclinada sobre el grabador que yo había visto antes sobre el escritorio de Wayde. El rollo corría por la cabeza del grabador, y desde el altoparlante llegaban los sonidos de aviones que aterrizaban y decolaban.
—Por un instante creí que esto se había convertido en un aeropuerto —dije.
Casi se le puso la carne de gallina. Con precipitación detuvo el grabador y se dio vuelta, los azules ojos desleídos enormes por la impresión.
Le sonreí para tranquilizarla.
—No quería asustarla —le dije—. Oí el ruido y tuve curiosidad.
—Oh... —se tranquilizó un poco—. Yo... yo no debí hacerlo. Me... me preguntaba qué habría en el grabador. Mr. Wayde ya se fue a su casa.
Póngalo de nuevo… parece una buena grabación
—No… Creo... creo que no hice bien. A Mr. Wayde no le gustaría.
—No le importaría —me acerqué hacia el escritorio. Retrocedió alejándose de mí—. Buen grabador —apreté el botón para hacer retroceder la cinta. Cuando estuvo otra vez en el principio apreté el botón para que anduviera. Los ruidos de un aeropuerto en actividad llegaron con toda claridad a través del altoparlante. Me quedé parado escuchando durante un par de minutos, luego cerré el aparato y sonreí a la secretaría.
Me sentía muy excitado, pues ahora estaba seguro por fin de haber encontrado al misterioso John Hardwick. Lo había encontrado por un fantástico golpe de suerte y por la curiosidad de esa muchacha con aspecto de asustada.
—¿Mr. Wayde no volverá hasta mañana? —le pregunté.
—No.
—Bueno, muy bien. Entonces lo veré mañana. Buenas noches. Me fui y entré a mi oficina donde me senté frente al escritorio y encendí un cigarrillo con manos que temblaban un poco por la excitación.
Estuve allí sentado durante una media hora. Luego unos pocos minutos antes de las dieciocho oí cuando la muchacha salía de la oficina, cerraba con llave y se alejaba por el corredor. Esperé el ruido del ascensor que descendía mientras la llevaba hasta la planta baja. Esperé hasta que oí a los otros empleados salir de las oficinas y pasar por el corredor. Esperé hasta que no hubo ningún ruido que me dijera que alguien había quedado por allí. Entonces me levanté y fui hasta la puerta, la abrí y miré por el corredor. No se veía ninguna luz detrás de las puertas con paneles de vidrio. Tenía el piso para mí solo.
Volví a mi escritorio y abrí un cajón, saqué un manojo de llaves ganzúas. Me tomó menos de un minuto abrir la puerta de la oficina de Jay Wayde. Entré y volví a cerrar la puerta con llave. Me quedé parado mirando alrededor. Contra una de las paredes había un armario grande de acero verde y a prueba de fuego. Examiné la cerradura. Ninguna de mis llaves la podía abrir. Volví a mi oficina, busqué algunas herramientas y una vez más volví a la oficina de Wayde.
Estuve unos quince minutos tratando de abrir el armario, pero la cerradura me venció.
Vacilé, preguntándome si la hacía saltar, pero decidí no hacerlo. Le eché una mirada al otro cuarto. Había un escritorio, una máquina de escribir, una silla y un archivo. Miré dentro del archivo pero sólo contenía papeles.
Si lo que buscaba estaba en alguna parte de la oficina, estaría con llave en el armario.
Saqué del grabador la cinta del aeropuerto y puse otro rollo que encontré en uno de los cajones del escritorio. Apagué la luz, dejé la puerta abierta de par en par y volví a mi oficina.
Guardé con llave la cinta grabada, después busqué en la guía el número de teléfono de Wayde. Su departamento quedaba en Laurence Avenue, a diez minutos de la oficina. Marqué el número, pero no obtuve respuesta.
Me preguntaba si debía llamar a Retnick, pero quería resolver el caso yo solo. Todavía podía estar equivocado, pero creía que no. Decidí que habría tiempo de llamar a Retnick después de hablar con Wayde.
Seguí marcando el número de Wayde. Al fin, un poco antes de las veintiuna, contestó.
—Soy Nelson Ryan —dije.
—¡Pero, hola! —sonaba sorprendido—. ¿Puedo servirle en algo? ¿Tuvo un buen viaje?
—Espléndido… estoy en la oficina. Vine a buscar algo que me había olvidado.
Encontré su oficina con la puerta abierta y las luces apagadas. La muchacha no estaba. Parece como si se hubiera olvidado de cerrar con llave. ¿Quiere que le avise al portero para que cierre?
Le oí contener de golpe la respiración.
—Es muy extraño —dijo después de una larga pausa—. Quizás sea mejor que vaya.
—No parece que hubieran entrado ladrones.
—No hay nada que pueda robarse excepto el grabador y la máquina de escribir. De todas maneras me parece mejor ir a ver.
—Como le parezca. Pero si quiere le puedo pedir al portero que cierre con llave.
—No, gracias. Mejor es que vaya. No comprendo cómo mi secretaria se pudo olvidar de cerrar con llave. Nunca hizo eso.
—Quizás esté enamorada —me reí—. Bueno, ya me voy. ¿Seguro no quiere que haga algo?
—No, gracias, y gracias por llamarme.
—No tiene importancia... hasta pronto.
Colgué y apagué la luz. Cerré mi oficina con llave y entré en la de Wayde. Fui hasta la habitación de la secretaria y me senté allí. Saqué el revólver y le quité el seguro. Puse el arma sobre el escritorio a mi lado.
Tuve que esperar unos diez minutos antes de escuchar el ruido del ascensor que subía.
Me salí del escritorio y me paré detrás de la puerta, revólver en mano. Escuché unos pasos rápidos y luego algunos movimientos en la oficina de Wayde. Se encendió la luz, se cerró la puerta. Fue hasta la habitación donde yo estaba, empujó la puerta de manera que quedé oculto detrás de ella y miró, después volvió a su oficina. Oí ruido de llaves, luego una cerradura que se abrió. Supuse que había abierto el armario de acero.
Salí de detrás de la puerta. Wayde se había arrodillado frente al armario, Las dos hojas estaban abiertas por completo. El armario estaba lleno de botellas, cajas, frascos y muestras químicas.
—¿La heroína todavía está allí? —pregunté con tranquilidad.
Tuvo un estremecimiento, luego desvió la cabeza por sobre el hombro para mirarme.
Levanté el revólver para que pudiera verlo. Su rostro se puso blanco como el papel y se levantó con mucha pausa.
—¿Qué está haciendo usted aquí? —preguntó con voz ronca.
—Traté de abrir el armario, pero la cerradura no cedió —le dije, observándolo—. Entonces pensé que sería una idea hacerlo venir para que me lo abriera. Apártese y no haga ningún movimiento.
—¿Pero por qué? —dijo y caminó vacilante hasta el escritorio y se tiró en la silla.
Escondió la cara entre las manos. Eché una mirada al fondo del armario. En el piso había unos cincuenta paquetitos muy bien envueltos.
—¿Esa es la droga que Jefferson se robó? —pregunté acercándome al escritorio y sentándome en el borde.
Se echó hacia atrás, frotándose la cara pálida, traspirada.
—Sí. ¿Cómo supo que yo la tenía?
—Se le olvidó sacar del grabador la cinta del aeropuerto. Su secretaria la volvió a tocar. La oí. Entonces todas las piezas del rompecabezas encajaron en su lugar —le dije.
—Siempre he sido olvidadizo. Si hay que cometer un error, lo cometo. Cuando me enteré que usted iba a Hong Kong supe que estaba perdido —me miró con cansancio—. Supe que en algún lugar de la línea encontraría algún cabo perdido que lo conduciría hasta mí. Cuando me dijo que se iba, fui tan loco como para pagar a un tipo para que lo matara. ¡Así estaba de desesperado! Cuando no resultó, supe que sólo sería cuestión de tiempo, pero estaba tan desesperadamente complicado que no me quedaba más remedio que mantenerme y esperar.
—Si le produce alguna satisfacción le diré que casi lo consiguió —dije—. Creí que la culpable era la secretaria de Jefferson. Tenía un motivo y a mí los motivos me fascinan.
—Tuve la esperanza de que así lo creyera —me contestó—. Por eso le conté lo del asunto con Herman, pero sabía que si usted iba a Hong Kong y hablaba con Herman, con toda seguridad daría conmigo.
—¿Cómo supo que Jo-An venía trayendo la heroína?
—Estaba todo arreglado. Todo lo que le conté de Herman era cierto, pero le mentí cuando le dije que no me gustaba. Siempre seguimos siendo amigos. Siempre nos mantuvimos en contacto. Durante los dos últimos años he luchado mucho para poder seguir con mis negocios. Pero no tengo habilidad para los negocios. No tengo habilidad para lograr que nada resulte. Supongo que por eso sería que Herman y yo éramos amigos. Él tampoco tenía habilidad para nada. Aquí las cosas andaban muy mal, yo estaba desesperado por dinero. Entonces Herman me escribió. Me decía que tenía en sus manos una cantidad importante de heroína, pero por supuesto, no tenía el dinero.
Fue lo bastante estúpido como para decirme que estaba atrapado en Hong Kong y a menos que Jo-An pudiera obtener dinero para conseguirse un pasaporte falso y el pasaje de vuelta, moriría en pocas semanas. Dijo que la organización a la que le había jugado sucio lo estaba buscando, y que si lo encontraban, lo matarían. Vi que era la oportunidad de tener en mis manos una buena suma de dinero. Si podía conseguir la heroína, podría venderla con una espléndida ganancia. Entonces le escribí diciéndole que le compraba la mercadería. Arreglamos para que Jo-An viniera a verme directamente desde el aeropuerto trayendo la mercadería y yo le daría el dinero, pero Herman no me comunicó en qué vuelo vendría Jo-An. No me animé a averiguarlo por si acaso el preguntar pudiera después llevarlos hasta mí. Sabía que tendría que matarla — se quedó mirándose las manos grandes temblorosas— En ese momento no parecía algo tan malo planear el asesinato de una muchacha china, pero no se me ocurría cómo iba a hacer para desembarazarme del cadáver. Fue entonces cuando finalmente decidí plantar el cadáver en su oficina. Como se trataba de la puerta inmediata a la mía, me resultaría fácil. Además usted es un investigador privado. Podrían tomarla por una cliente suya. Pensé que cuando la policía investigara el asesinato, con usted complicado, el rastro resultaría tan confuso que no pensarían en mí. Pero debía tener la seguridad de que usted no estaría en su oficina cuando ella llegara. Tenía esa grabación del aeropuerto que tomé cuando compré el grabador. Tenía miedo de ir al aeropuerto por si pudieran ubicarme, así que utilicé el grabador para convencerlo de que llamaba desde el aeropuerto, dándole así una excusa razonable para no ir a verlo en persona. Cuando usted se fue, esperé y esperé. Creí que ella nunca llegaría. Por fin, llegó. Me gané su confianza. Me dijo que la heroína estaba en el ataúd. Y estuve a punto de no matarla —cerró los ojos durante unos instantes—. Era una cosita tan bonita. Yo había ido a su oficina para sacar el revólver. Mientras ella hablaba, saqué el arma del cajón del escritorio, manteniéndola fuera de su vista. Entonces me pidió el dinero. Eso me decidió. Levanté el revólver y le disparé —se estremeció y volvió a limpiarse la cara traspirada—. La llevé a su oficina... la dejé allí. Bueno, es un alivio que todo haya terminado. Ya no podía ni dormir. Ni siquiera pude vender la heroína. Está toda ahí. He estado esperando y esperando que usted volviera. Cuando supe que había vuelto, no tuve coraje para enfrentarlo —me miró implorante—. ¿Y ahora qué va a hacer?
No sentía lástima de él. Había tratado de complicarme en un asesinato. Había alquilado a un matón para que me asesinara. Había disparado brutalmente contra la mujer de Herman, pero para mí lo que era imperdonable es que sin saberlo fue el responsable de la muerte de Leila. Había tramado y planeado todo con codicia fría y feroz y había traicionado a un amigo, aunque ese amigo valiera tan poco como él mismo.
—¿Qué se imagina? —le dije—. Tendré que contarle a la policía toda esta sórdida historia.
Levanté el tubo del teléfono. Cuando empecé a marcar, se levantó de la silla y se dirigió vacilante hacia la puerta. Supongo que pude haberlo detenido disparándole a las piernas, pero no tenía por qué hacerlo. No podría ir muy lejos. Mi tarea era quedarme allí para vigilar la heroína hasta que Retnick llegara.
Cuando le estaba diciendo al sargento escribiente de las oficinas de la policía que alertara a Retnick y enviaran rápido un coche patrullero, oí que Wayde tomaba el ascensor hasta la planta baja. El patrullero llegó cuando se había ido, pero lo encontraron media hora después. Estaba en su coche en la punta más alejada de Beach Drive. Había tomado una cápsula de cianuro: una de las ventajas de ser químico industrial. Eligió la salida más rápida, más segura.
Retnick escuchó mi relato con una expresión de enojo en la cara.
—Yo estaba fuera de onda por completo —concluí—. Habría apostado un dólar a que la culpable era la secretaria de Jefferson. Fue por pura casualidad que di con Wayde.
Si no hubiera cometido el error de conservar en el grabador la cinta con la grabación del aeropuerto y si su secretaria no hubiese sido curiosa, creo que nunca lo habría descubierto.
Retnick me ofreció un cigarro.
—Mire, Ryan —dijo—. Yo necesito tener el crédito de haber resuelto el caso. Debo cuidar mi reputación, usted no. Si para el futuro quiere mi cooperación, manténgase en la sombra. Yo manejaré la publicidad.
—Si me recuerdas... yo te recordaré —dije—. Tenemos que pensar en ponerle música, pero cuide sus pasos, teniente. El viejo Jefferson querrá mantener todo en silencio. Si es que puede impedirlo no permitirá que se sepa que su hijo era traficante de drogas. Si quiere que él tenga de usted un lindo recuerdo, se cuidará muy bien de toda publicidad. Tiene la suerte de que Wayde esté muerto.
Lo dejé mirando pensativo el piso. La única persona de toda esta triste historia por quién sentí verdadera tristeza fue por la pobre chinita Leila.
Seguía pensando en ella cuando iba caminando hasta el bar de Sparrow para otra comida solitaria.