En pleno apogeo de las enfermedades venéreas, era creencia común que la sífilis o la gonorrea podían contraerse a través de los poros, sentándose en un váter «contaminado», tocando barandillas, utilizando toallas ajenas, besando a personas infectadas, en baños públicos y piscinas, teniendo relaciones sexuales con mujeres que menstruaban o acariciando a perros infectados. «Causas de contagio» que la vox populi recuperó del olvido y adaptó inmediatamente al sida, proveyendo a esta enfermedad de un cortejo de rumores que sembraban angustia y recelos a su paso.

Al mismo tiempo, y a falta de teorías convincentes, el folklore tomó el relevo y se ocupó de improvisar unas cuantas para llenar este vacío. Fue así como empezaron a divulgarse explicaciones peregrinas que atribuían la aparición del sida a turbios experimentos llevados a cabo por organizaciones no menos turbias. Paul Smith enumera algunas de las «hipótesis» más cacareadas: se trataría de un virus creado como arma bacteriológica que terminó descontrolándose y escapando a la atmósfera. Lo mezclaron con el flúor del agua potable. Lo creó la CIA. Lo crearon los rusos. Lo crearon en los laboratorios de Hitler. Lo propagó la población de determinados países: Haití, África, etc.

Este empeño por cargar las culpas de nuestros males a los vecinos tiene también antecedentes venerables. Como apunta Susan Sontag en El sida y sus metáforas (1988), la sífilis, en el último decenio del siglo XV, se convirtió en French pox para los ingleses y en «mal francés» para italianos y paisanos nuestros; los franceses, por su parte lo llamaban morbus germanicus, «mal napolitano» los florentinos y «mal chino» los japoneses.

Entretanto, mientras la epidemia seguía su trágico curso, se iban dando aquí y allá casos de agresiones a homosexuales, expulsiones de alumnos seropositivos, injusticias laborales de todos los calibres, segregación de enfermos en los hospitales y un inexorable rechazo eclesiástico al uso del preservativo.

Este clima de agresividad y prejuicio debía reflejarse necesariamente en el espejo del folklore, vehículo idóneo para poner en imágenes el malestar social. Se renovaban así antiguas leyendas urbanas, entre ellas las referentes a contaminaciones alimentarias, de las que nos ocupamos en los capítulos La cocina caníbal y Los peligros del yantar apresurado.

El periódico Daily Star, en su edición del 3 de septiembre de 1986, recogía por ejemplo una noticia apócrifa según la cual un joven empleado de un Burger King, al enterarse de que tenía el sida, había eyaculado en la mayonesa para contagiar a los parroquianos. En una variante que recopiló en 1989 la folklorista norteamericana Janet Langlois, se empleaba la sangre como fluido infeccioso, pero en ambos relatos el motivo no era otro que la venganza. De este modo, el enfermo de sida pasaba de la fase de homicida en potencia a la de asesino que actuaba hostigado por el resentimiento, como parecía sospechar la facción «sana» de la sociedad que vivía obsesionada por el fantasma del contagio.

Otras leyendas iban dando forma a ese temor hipocondríaco, que se nutría de la desinformación y la escasa confianza en el prójimo. A veces partían éstas de algún suceso verídico, como el del atracador heroinómano que reemplazaba la navaja por la jeringuilla, pero pronto lo incorporaban a una serie de relatos anteriores más bien abstractos, — las trampas en objetos cotidianos—, dotándolos de una aparente actualidad. Núria, una informadora de Barcelona, nos ofrece un ejemplo extraído de Internet:

Me llegó vía e-mail. Era uno de esos mensajes que se mandan de 30 en 30, a todos los conocidos que tienes. (...) El texto decía que fuéramos con cuidado con los teléfonos públicos y los cines. Decía que había historias que contaban que en el cine un chico se sentó cuando todo ya estaba a oscuras y en la butaca había una aguja infectada de sida y se la clavó. Lo mismo con las cabinas telefónicas: al ir a recoger el cambio (al levantar la «solapa»), había una aguja también infectada y se la clavó en la mano. A mí me envió la historia un amigo mío y sé que a él se la envió otro amigo suyo.

De agresiones más directas eran objeto los protagonistas de otros relatos que coexistían con el anterior en la fantasía colectiva. En algunos de ellos, la víctima recibía el mordisco de un borracho que luego declaraba tener el sida, o bien terminaba hecha un acerico a manos de una pandilla de desalmados provistos de jeringuillas repletas de sangre contaminada. La inseguridad ciudadana, pesadilla de todo buen contribuyente, se veía empeorada por el peligro de toparse con un nuevo tipo de vampiro, cuya «mordedura», como la del personaje tradicional, era capaz de transmitirle a uno su condición.

A la circulación de estos rumores contribuían gustosos los periódicos sensacionalistas, y con ello, en palabras de Paul Smith «sembraban la semilla para nuevos relatos y creencias». Una de las leyendas contemporáneas más persistentes nacidas a la sombra del sida pudiera haberse formado en torno a una serie de noticias con un fondo de verdad. Periódicos de todo el mundo han informado repetidas veces de que ciertas personas portadoras del virus se habían acostado con incautos/as para contagiarles la enfermedad. En su ensayo Sex Death and Punishment (1990) el historiador inglés Richard Davenport-Hines menciona el caso de unos «chicos de alquiler» londinenses a quienes «alguien» habría inducido a contar a unos reporteros que intentaban transmitir el VIH a sus clientes como «venganza» por haber contraído la enfermedad. A su vez, un artículo del New York Times del 21 de febrero de 1987 daba cuenta de la detención en Nuremberg (Alemania Occidental) de un ex sargento bisexual del ejército norteamericano, sospechoso de haber contagiado deliberadamente a sus parejas. El mismo periódico, en su edición del 4 de marzo, se refería al inminente proceso de un individuo que asesinó a su amante cuando éste le reveló, después de tener relaciones sexuales, que padecía el sida. Rematadamente absurdo, en cambio, era el artículo de George Glidden publicado en The Examiner el 24 de marzo de 1987, donde se alertaba sobre una supuesta red de «terroristas del sida» formada por «gigolós» árabes que habrían penetrado clandestinamente en Estados Unidos con la consigna de transmitir la enfermedad a los clientes de «bares de solteros» y clubes gays, así como a toxicómanos y prostitutas.

De esta clase de noticias parece derivar el melancólico ejemplo que nos remite Encarnación Rodríguez desde Málaga:

Una joven había contraído la enfermedad por descuido e intentaba vengarse. Se trataba de una prostituta que propagaba el sida en una pequeña población para, por lo menos, hallar consuelo.

Las primeras versiones de la leyenda que mencionábamos más arriba empiezan a circular en Estados Unidos a finales de 1986 y de ahí emigran velozmente a Europa. En su obra La casa encantada: estudio sobre cuentos, mitos y leyendas de España y Portugal, Eloy Martos y Víctor M. de Sousa resumen así el argumento, tras indicar que se trata de una leyenda urbana difundida en Madrid:

La chica que hace el amor con un chico al que encuentra en una discoteca, van al hotel, y al día siguiente desaparece dejando este mensaje en el espejo: «Bienvenido al club del sida».

El mensaje en cuestión suele estar escrito con lápiz de labios rojo en el espejo del lavabo, detalle que refuerza el efectismo del trágico desenlace y, al mismo tiempo, se halla revestido de un potente substrato simbólico. Lo señala elocuentemente Laura Bonato en Trapianti sesso angosce:

En la simbología popular —escribe la antropóloga italiana— el rojo es el color del amor, pero también se considera como un color agresivo, cargado de energía y asociado estrechamente al principio de la vida, que el hombre de la historia, seducido y contagiado, está a punto de perder.

Corresponde además, añadimos nosotros, al color del fluido vital que utiliza el virus para invadir el organismo: la sangre.

Inaferrables como el mercurio, las leyendas modernas se modifican sin cesar. David Fernández, de Barcelona, da fe de ello explícitamente en una variante en la que la víctima es una prostituta y el mensaje cambia de ubicación, despojando así al clímax de su dramatismo. La presencia de una prostituta da pie a un curioso efecto de espejos enfrentados, pues implica que el cliente tal vez pretenda vengarse de otra prostituta que tal vez le contagió el sida también como venganza:

Lo leí hace un par o tres de años en un diario, concretamente en El Periódico de Catalunya. Pero la historia no era exactamente así. Se trataba de un reportaje sobre turismo sexual en Cuba. Entre otras cosas, el artículo explicaba que una «jinetera», una de esas chicas que se ofrecen a los turistas, contactó con un canadiense. Fueron al hotel del turista y al día siguiente, cuando ella se despertó, él ya no estaba. En la mesita de noche, sin embargo, había un sobre en el que, al abrirlo, pudo leer «Bienvenida al club del sida».

La modernidad de esta leyenda, como de muchas otras, es también aparente. Cualquier estudiante de inglés que haya consultado la British Encyclopaedia para averiguar el significado de la expresión «Typhoid Mary», conocerá la etimología de un nombre propio que pasó a utilizarse como adjetivo para describir a cualquier persona causante de la propagación de algo indeseable. La dama que se ganó el apodo de «tifoidea» era una tal Mary Mallon, cocinera norteamericana de origen irlandés, quien al parecer contagió el tifus intencionadamente a más de cincuenta personas mientras trabajaba en la ciudad de Nueva York, a principios de 1900. Fue detenida en 1915 tras burlar a la policía durante ocho años, y falleció en 1938. En homenaje a tan funesta cocinera, algunos folkloristas han dado el nombre de «AIDS Mary» y «AIDS Harry» a la mujer o al hombre anónimos que figuran en estos relatos como siniestros transmisores del sida.

Otro antecedente lo encontramos en un cuento de Guy de Maupassant titulado La cama n

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(1884). La acción se sitúa en la guerra franco-prusiana, y la protagonista, la bella dama, esposa de un militar francés, es una joven sifilítica que saca provecho de su enfermedad acostándose sistemáticamente con soldados enemigos para causar tantas bajas como pueda entre sus filas.

Más antiguo todavía es un ejemplo que hemos localizado en el Barzaz Breiz, recopilación pionera de cuentos tradicionales de la cultura bretona y celta en general, que publicó en 1867 el Vizconde de Villemarqué. Se trata de una canción anterior al siglo XV, de los tiempos en que la lepra hacía estragos en Bretaña. Cuenta la balada la trágica historia de María, una joven leprosa que suspira por un apuesto campesino. Rendido ante sus encantos, éste no tarda en corresponderla. Pero cuando María se presenta en casa del padre de su enamorado para anunciarle que su hijo le ha prometido tomarla por esposa, el anciano le responde con tono burlón: «No tendrás a mi hijo, ¡ni tú ni ninguna hija de leproso como tú!» «María sale llorando y jura vengarse» —continúa la canción—. «En efecto, se hace un corte en el dedo, y con la sangre que emana de la herida contagia la lepra a catorce personas de la familia que la ha rechazado, y su propio enamorado muere de la enfermedad».

El «corte» y la «sangre», dos símbolos de fuerte contenido sexual, parecen sugerir que la muchacha se sirvió de un método de contagio que, como hace la balada, dejaremos para la imaginación del lector. El tema no sólo recuerda la leyenda de «AIDS Mary» sino también la del camarero que infecta los alimentos para transmitir el sida a sus clientes.

El último antecedente que damos fue publicado en la antología Anécdota Americana (1927), de J.

Mortimer Hall. Con él recuperamos de nuevo el tema de las enfermedades venéreas.

Un hombre entró corriendo en una casa de mala nota.

—Tráiganme a una chica que tenga gonorrea —exigió.

La patrona le miró indignada y le espetó que en su establecimiento no contrataban a esa clase de chicas.

—Pues tendré que ir a otro sitio —repuso el hombre.

Una de las muchachas, al oír la conversación, llamó aparte a la patrona.

—Digale que tengo gonorrea —le pidió—. No seré yo la que deje escapar a un cliente—. Así pues, la patrona llamó al hombre, que ya se marchaba, le señaló a la chica, y los dos se fueron al piso de arriba. Cuando hubieron terminado, la chica le miró y le dijo con una sonrisita:

—Le he tomado el pelo, señor. Resulta que no tengo gonorrea.

—Ahora sí —repuso él.

El motivo del hombre infectado por una prostituta que se venga contagiando a otra parece quedar implícito en este relato, como en el de la «jinetera» que comentábamos antes.

En la versión más temprana de la leyenda siempre es una mujer la que seduce a un hombre y luego deja el funesto mensaje anunciándole que acaba de ingresar en el club del sida.

Diríase que en esta constante del relato se perciben reminiscencias de un tema clásico de la literatura tradicional, registrado con la referencia T332 en el Índice de Stith Thompson: Un hombre es tentado por un demonio en forma de mujer.

En la Edad Media, a estos seres diabólicos con apariencia de hermosas jóvenes se les denominaba «súcubos». Su misión consistía en tener relaciones sexuales con los hombres mientras dormían.

Subrayamos estas dos palabras porque nos parece muy significativo que la víctima masculina siempre descubra el mensaje «al despertar». Ello parece sugerir que, hasta aquel preciso instante, el hombre vivía en un sueño tejido arteramente por su seductora, durante el cual «ignoraba» la verdadera personalidad de ésta. Si el súcubo encubría su monstruosidad bajo una belleza ilusoria, la enferma de la leyenda disimula su «corrupción interior» tras una capa de engañosa lozanía.

En la jornada décima del Manuscrito encontrado en Zaragoza, de Jan Potocki, clásico indiscutible de la literatura fantástica, encontramos un ejemplo magistral de nuestra hipótesis. El joven Thibaud se prenda de una hermosa muchacha, Orlandina, quien finalmente le invita a pasar la noche con ella en una cabaña lujosamente amueblada. Cuando se dispone a llevarla al lecho, Thibaud «siente como si unas garras se hincaran fuertemente en su espalda». En aquel momento advierte que Orlandina ya no está en la cama. «En su lugar había un ser horrible de formas repugnantes y desconocidas.» Con una voz terrible, el monstruo dice: «Yo no soy Orlandina. Soy Belcebú, y ya verás mañana el cuerpo que he animado para seducirte». Thibaud, condenado para siempre, ni siquiera puede invocar el nombre de Jesús, puesto que Satán se lo impide cogiéndole la garganta con los dientes. Al día siguiente, unos campesinos oyen gemidos en una cabaña abandonada que había junto al camino (el súcubo había creado un decorado suntuoso para reforzar la ilusión). Al entrar, encuentran a Thibaud «tendido sobre una carroña medio podrida». El desgraciado joven consigue finalmente confesarse ante un ermitaño y muere «con un crucifijo entre las manos».

Más adelante, un confesor vuelve a referirse a los súcubos con las siguientes palabras: «Cuando un hombre lleva mucho tiempo sin recibir los sacramentos, los demonios adquieren un cierto poder sobre él, tomando la apariencia de mujeres e induciéndole a tentación». Esta prédica, oportunamente adaptada a los tiempos del sida, podría ser un aviso contra los peligros a que se exponen quienes porfían en el libertinaje y se resisten a practicar la castidad y el «sexo seguro».

De fecha más reciente y de origen europeo parece ser una variante de la leyenda en la que se invierten los papeles y la víctima es, invariablemente, una mujer. Rocío, una informadora de Málaga, nos envía una versión típica de la misma:

Un amigo me contó que le habían contado amigos suyos una historía que había sucedido en Palma de Mallorca. Por lo visto, una chica de Málaga se había ido de vacaciones a Mallorca, donde conoció a un chico extranjero. Se enamoraron y pasaron todo el verano juntos. Cuando terminaron las vacaciones, la chica estaba muy apenada porque el chico se marchaba a su país. ÉI le dijo que no se preocupara, que la quería mucho, y le dio una caja y le pidió que no la abriera hasta que hubiera subido al avión. Ella se despidió de él muy triste, pero a la vez intrigada por ver qué contenía la caja.

Esperando encontrarse un anillo de compromiso, abrió la caja y se encontró una rata muerta y una nota que decía que lo sentía mucho pero que tenía el sida y que se lo pegaba como venganza porque una novia a la que él había querido mucho se lo había contagiado a él.

La venganza vuelve a ser el móvil de la tragedia, pero el relato se enriquece con dos innovaciones de honda raigambre tradicional: la caja cerrada y la rata muerta. Consultando de nuevo el Índice de Stith Thompson localizamos tres referencias que lo atestiguan: Al 337.0.1.1. El hombre recibe la peste en una caja traída por un mensajero del creador. C321. Tabú: mirar en el interior de una caja.

C321.2. Abrir prematuramente una caja que contiene un regalo. Los tres temas aluden, en definitiva, al riesgo que se corre abriendo una caja cuyo contenido se ignora. Lo que encuentra la víctima en su interior no es exactamente la peste bubónica, pero sí un animal que, siguiendo a Cirlot, fue la deidad maléfica de esta plaga en Egipto y China. «La rata —sigue diciendo el autor del Diccionario de Símbolos— se «halla en estrecha relación con la enfermedad y la muerte». En efecto, fue este animal el propagador de la pestilencia en la Edad Media, triste papel que le valió para los siglos venideros el estigma de alimaña infecciosa. Una rata, pues, parece ser un emblema muy apto para una enfermedad que ha dado en llamarse popularmente, con fatalismo medieval, la «peste de los ochenta». Teniendo en cuenta que la rata siempre aparece muerta, el símbolo adquiere un significado aún más irrevocable, tanto para la víctima como para el vengador: la suerte de los dos está echada, del mismo modo en que la rata terminaba sucumbiendo a la epidemia que le había tocado transmitir.

Cirlot percibe un significado aún más oscuro en la rata, cerrando con él su análisis: «se le superpone significado fálico, pero en su aspecto peligroso y repugnante». Muy apropiada parece esta interpretación, si recordamos que el contagio del sida se produjo a través del falo.

En otras variantes de que disponemos, como la que nos remite María Pilar Arnás desde Monóvar (Alicante), la caja no contiene una rata, sino un pájaro muerto, una rosa negra y una nota que dice:

«Bienvenida al club del sida». Carlos Cabrera, de Málaga, pone en el paquete una jaula con un canario muerto. En algunos casos se trata de un objeto, como un ataúd en miniatura, y en un ejemplo único procedente de Reus y firmado por Silvia Bartolomé, la rata muerta lleva nada menos que «el lazo del sida rojo». El sentido sigue siendo el mismo: la flor simboliza la fugacidad de la vida y el pájaro representa el alma en casi todas los tradiciones. La rosa negra y el ave muerta evocan la calavera y el reloj de arena de los pintores clásicos: ejemplos elocuentes de memento mori: «recuerda que has de morir».

Si en las versiones más recientes de la leyenda predominan las víctimas del sexo femenino, debe de ser porque, como dice Gary Alan Fine «todos vivimos en el mundo del sida».

Estadísticas aparte, lo que está claro es que las leyendas que envuelven el sida reflejan los mismos pánicos que las que circulaban en siglos pasados a propósito de otras epidemias, como la lepra o la peste.

En las leyendas acerca del sida (son palabras de Paul Smith) predomina el miedo, la violencia, la venganza, el recelo y los prejuicios. Por el mundo que describen no sólo merodean súcubos, sino también íncubos, su equivalente masculino, demonio que reviste la forma de hermoso joven y hace creer durante el sueño a sus víctimas femeninas que han conocido al hombre de su vida..., hasta que al día siguiente, al «despertar», encuentran una rata muerta en una caja. El universo que pintan estos relatos es un lugar donde los sueños románticos han sido desterrados, porque apenas cerremos los ojos a la cruda realidad, vendrá el ángel de la muerte para seducirnos. Así pues, desconfiemos profundamente los unos de los otros, no sea que algún demonio disfrazado pretenda convertirnos en socios forzosos del siniestro club del sida. ]ÚSEP SAMPERE Aditivos que restan He adquirido en supermercados y tiendas de comestibles, leche, bebidas, zumos de fruta, margarinas, precocinados, etc. El envase de cada uno de ellos detalla sus ingredientes, además de una indicación en clave de sus conservantes o mejorantes. También he averiguado que las sustancias añadidas a estos productos se clasifican en inofensivas, a evitar, peligrosas y cancerígenas. Son cancerígenas, según investigaciones realizadas en el Hospital del Villejuif, el mayor centro para el estudio del cáncer en Francia, las que se citan a continuación: E-102, E-120, E-123, E-124, E-127, E-150, E-220, E-226, E-230, E-250, E-251, E-252, E-311, E-330, E-339, E-407 y E-450.

SEBASTIÁN PALOU

Barcelona Esta carta publicada en La Vanguardia el ocho de marzo de 1986, sería contestada días después por Agustín Contijoch, a la sazón presidente de la Asociación de Fabricantes y Comercializadores de Aditivos y Complementos Alimentarios, más tarde por Roberto Mercader −13 de marzo de 1986-y finalmente, dado que la polémica iba en aumento, por Pere Mercader, director general de Salut Pública de la Generalitat de Catalunya −4 de abril de 1986.

Tanto ellos, como millones de españoles, habían tenido en sus manos una lista fotocopiada que detallaba los efectos secundarios de una serie de aditivos. En la referida relación, hasta un total de 34 conservantes eran considerados «perjudiciales para la salud», desde el E-220 «que destruye la vitamina B-12 y produce trastornos en la piel», hasta el E-223 «que provoca trastornos intestinales y se encuentra en las galletas María Fontaneda», pasando por el E-330 «el más peligroso de todos.

Perturba la digestión. Se encuentra en la Schwepps de limón, aperitivos y quesitos La vaca que ríe».

La leyenda sobre estos abominables productos químicos se había gestado en 1976 en Francia, cuando comenzó a circular una octavilla —más detallada que su homónima española— donde se sugería que un buen número de marcas eran potenciales asesinas.

Según algunos estudios efectuados en Francia, la lista cancerígena llegó a siete millones de franceses, muchos de los cuales quedaron «envenenados» por el infundio.

Desde 1976, cuando se tiene por primera vez constancia del suceso, hasta 1986 cuando la polémica irrumpe en España, lo que al principio era un rumor se había convertido en una leyenda urbana de la que estaban al corriente en Amsterdam, Berlín, París y Praga.

Curiosamente, la mayoría de los aditivos prohibidos en Francia y, por tanto, no utilizados en la producción alimentaria, aparecían descritos como inofensivos. Por el contrario, algunas sustancias completamente anodinas eran considerados cancerígenas, caso del E-330, «el más peligroso», el inocente ácido cítrico de limones y naranjas.

Por tal motivo, nos pusimos en contacto con diversos químicos —entre ellos Joaquim Font— que nos apuntaron una buena razón: la despiadada competencia entre laboratorios farmaceúticos en la década de los setenta, causante de la proliferación de rumores como que la aspirina infantil era dañina —noticia que coincidió con la invención del paracetamol. Según esta hipótesis, algunas empresas químicas de escaso tamaño podían haber maquinado esta estrategia para desafiar al statu quo existente, sembrando dudas sobre una serie de aditivos cuyas patentes no controlaban.

La segunda opción apuntaba directamente a los ecologistas a quienes muchos químicos identifican con seres paranoicos, ignorantes de sus fórmulas y, por extensión, de lo que hablan, y que ya por entonces comenzaban a ganarse a la opinión pública —en la actualidad se plantea un debate similar con la biotecnología y los alimentos transgénicos.

Tal vez por ello, la octavilla inicial comenzó a citar como fuente al prestigioso hospital de Villejuif, por más que su presidente, Maurice Tubiana, manifestara muy pronto: «Todos los científicos que han leído la lista no han podido reprimir la risa ante tal sarta de tonterías».

En realidad, los desmentidos que efectuó el Instituto Gustave-Roussy de Villejuif no sirvieron de nada, hasta el extremo de que fueron varios los periódicos que publicaron la lista sin verificarla.

Incluso se llegó al punto de que un médico que escribió en 1984 una obra divulgativa sobre el cáncer, la incluyó íntegra, tejiendo una larga sombra sobre productos inofensivos como los quesitos de La vaca que ríe o la mostaza Amora.

En España ocurrió otro tanto y lectores como Santiago Alaez siguieron publicando cartas durante 1986 donde se imploraba a las autoridades para que «el organismo competente y responsable, haga una declaración oficial, en castellano corriente, sobre el peligro o inocuidad de los aditivos».

Lo del «castellano corriente» no tenía que ver con ningún nacionalismo exacerbado, sino con una jerga que remitía a cónclaves de brujos —«el comité de expertos mixto FAO-OMS que sirve de base al comité de Codex Alimentarius Mundi» (sic)—, cuya naturaleza y composición no estaban del todo claros.

Por dicha razón, al apagarse esta polémica, surgieron otras nuevas, como que el teflón o material antiadherente que incorporaban las nuevas sartenes era igualmente cancerígeno. Hacia 1955 se había publicado en Estados Unidos que un maquinista había muerto después de fumar un cigarrillo contaminado por una pequeña cantidad de resma de teflón. «Sus pulmones —decía la noticia— se llenaron de gas y falleció a los cinco minutos». Otro tanto sucedió con otros productos nuevos, como los microondas, los rayos UVA o las lentes de contacto.

Como indicaba J. B. R. en relación al teflón, «en la mentalidad colectiva pareció nacer un sentimiento de culpabilidad tras el abandono de los métodos de limpieza tradicionales que nos habían legado nuestros antepasados». En Francia y Canadá, donde más estragos causó el teflón, se oyeron variantes de esta leyenda que hacían portador al nuevo elemento del mal de Alzheimer, una consecuencia lógica de haber olvidado nuestro pasado.

Algo parecido sucedió con los caramelos Space Dust, una especie de compuesto granulado que al contactar con la saliva crepitaba como si se tratara de una traca valenciana.

No pocos padres —decía Jean Noël Kapferer— deseosos de inculcar a sus hijos valores como la discreción, moderación y utilitarismo se enfrentaban con campañas publicitarias que proponían la frivolidad, el escándalo y la dispersión siempre latente en los niños. Space Dust era una provocación más que venía a sumarse a la larga serie de agresiones de la publicidad, el comercio y sus productos de confitería con colorantes, edulcorantes, aditivos, etc.

Tanto es así que pronto prendió la leyenda de que a un niño que se había tragado dos paquetes de Space Dust le había explotado el estómago. Otro tanto se decía de los caramelos Pop Rocks, fabricados por General Foods, y del chicle Bubble Yum, producido por Life Savers. En el caso de los caramelos efervescentes se contaba que un niño se había zampado un paquete entero y había entrado en ebullición interna, antes de morir. Por lo que se refiere a los chicles, o bien contenían huevos de araña o bien provocaban cáncer, o ambas cosas a la vez.

De hecho, este tipo de noticias siempre encontrará un público nuevo, ya no sólo porque los caramelos no son los de antes, sino porque la fruta no tiene el sabor que antaño y qué decir de las vacas y los pollos. En medio de tanta locura y de tanto avance precipitado, quedamos nosotros, cada vez más recelosos de que, efectivamente, le estén poniendo puertas al campo.

ANTONIO ORTÍ

Máquinas infernales A finales del siglo XIX, una serie de pensadores creyeron ver en las máquinas un remedio eficaz para erradicar la esclavitud o, mejor dicho, para canalizarla hacia artefactos sin alma. No en vano, el término «robot» fue tomado de la palabra checa «robota» que designaba y designa a aquel que está sometido a una servidumbre involuntaria. Pero resultó ser que las máquinas crecieron y se multiplicaron hasta tal extremo que fue imposible conocerlas a todas, cada cual con sus habilidades, con sus teclas, por no decir alegrías y enfados.

En palabras de Isaac Asimov, «desde el inicio, la máquina ofreció dos caras a la humanidad: mientras estuvo completamente bajo el control del hombre, fue útil y buena al hacer posible una vida mejor. Pero conforme se fueron sofisticando y apartándose de nuestro control, se volvieron terribles y peligrosas».

La palabra «terrible», derivada de terror y sinónima de sombrío, tétrico y torvo, nos viene como anillo al dedo para referirnos a una serie de accidentes domésticos, plausibles pero raros, que gentes de bien cuentan con fervor para alertamos de la esencia maligna que ocultan determinados aparatos.

El relato más chocante de una larga serie de desgracias y malentendidos tiene por protagonista a una mujer a la que accidentalmente se le moja su gatito —a menudo se trata de un caniche y muy esporádicamente de un bebé— y tiene la luminosa idea de meterlo «cinco minutos» en el microondas para que se seque más rápido. Ni que decir tiene, que el minino ya no maullará más y que la mujer demandará al fabricante por no detallar en el manual de instrucciones la inconveniencia de semejante proceder.

Curiosamente el enviado del diario «El País» en Washington, Javier del Pino, recogía, sin saberlo, esta leyenda urbana en un artículo publicado el 1 de marzo de 1999 que llevaba por título «Abogados de sí mismos en el paraíso de los litigios»: (...) Y es el mismo miedo el que ha provocado que la mayoría de los productos que se venden en EE.UU lleven incorporadas etiquetas en las que el fabricante se declara exento de responsabilidad por cualquier mal uso del producto. Tiene su explicación: una señora bañó a su gato y decidió secar al animal metiéndolo en el microondas, donde perdió inmediatamente sus siete vidas. La señora demandó al fabricante porque «en ningún sitio ponía que el microondas no sirve para secar animales».

Y ganó. Por eso una compañía que vende disfraces de Batman ha cosido una etiqueta en la capa en la que se aclara: «Esta capa no sirve para volar».

A falta de tiempo para emprender una investigación que dilucide si, realmente, un fabricante ha cosido semejante etiqueta en la capa de Batman, lo que podemos afirmar es que ninguna mujer ha ganado juicio alguno relacionado con un gato achicharrado.

Si bien se trata de un suceso que entra dentro de lo posible, la infinidad de países que ha visitado esta leyenda desde que en 1970 se inventan los microondas —curiosamente, antes de estos, corría la historia de un niño que había querido lavar a su gato o perrito en la lavadora, con el resultado previsible— y la abundancia de variantes recogidas, nos invitan a pensar que no hay más verdad que la ciencia es un pozo sin fondo.

Tal vez convenga recordar que, tras sustituir al tradicional horno, que es como decir a la forma de cocinar de toda la vida, los microondas han estado marcados por una serie de leyendas negras, la más conocida de todas que provocan cáncer, pero también que —tal y como recoge Jan Brunvand— algunos fabricantes han reducido la puerta de los aparatos tras constatar que ciertos particulares ensayaron secar el cabello en su interior o lo poco conveniente que es calentar allí la leche para los bebés.

Como ocurre con la leyenda que cuenta que a algunas mujeres les explotan sus senos de silicona, que tratamos en otra parte del libro, también existen versiones, caso de la recogida por Paul Smith en «The Book of Nasty Legends», que retoman la hipotesis del zambombazo:

Hace tiempo oí hablar de una anciana que criaba a gatos de raza para exposiciones. Se dedicaba sobre todo a los persas, y a causa de su largo pelo siempre le costaba mucho lavarlos y cepillarlos para que tuvieran el mejor aspecto posible. A fin de ahorrarse esfuerzos, aquella señora había adquirido la costumbre de lavar primero al gato, secarlo con una toalla y dejarlo calentar unos momentos en el horno eléctrico. Un día, en vísperas de Navidad, se le estropeó el horno, por lo que su hijo decidió regalarle un microondas. Cuando llegó su próxima exposición, la anciana, que no comprendía la diferencia básica entre un horno normal y un microondas, lavó aplicadamente su gato persa ganador de varios premios y lo metió en el microondas durante unos segundos. El pobre gato no tuvo tiempo ni de maullar, ya que explotó en el acto tan pronto su dueña encendió el aparato.

A decir verdad, la leyenda negra de los microondas ha circulado generosamente por España, dando pábulo a un sinfín de variantes, como que sus radiaciones provocan cáncer o males todavía peores, como «cocernos el cerebro», en palabras de Lola Ortí, una informadora de Valencia.

Por las investigaciones que se han llevado a cabo hasta la fecha, se conoce que los microondas pueden provocar ocasionalmente fatiga, vértigo y dolor de cabeza, pero, no en cambio cocernos la materia gris. En realidad, esta historia entronca con otras leyendas que afirman más de lo mismo: que las lineas de alta tensión emanan vibraciones negativas, que los rayos X provocan cáncer, que los rayos UVA fagocitan las entrañas y que los despertadores eléctricos producen insomnio.

En el caso de los rayos UVA han circulado profusamente por España una serie de leyendas que, en ocasiones, detallan el nombre de la víctima y la casuística del suceso. Valga la versión recopilada por Jan Brunvand en 1989 y que utilizan como ejemplo Véronique Campion-Vincent y Jean-Bruno Renard para familiarizarnos con el relato más extendido:

Una jovencita que deseaba un bronceado rápido decidió acudir a un salón de belleza para someterse a varias sesiones de rayos UVA. Muy pronto comenzó a sentirse mal. Decidió entonces poner su caso en manos de un médico que le anunció que sus entrañas estaban cocidas por una exposición demasiado prolongada a las lámparas de bronceado.

Normalmente esta chica muere, pero aunque no sea así, queda marcada para siempre por su vanidad desmedida —como le ocurría a la mujer a la que le explotaban los pechos de silicona—, por pretender beneficiarse de un magnetismo —«electromagnetismo», sería más correcto— casi brujeril o por ir en contra de la madre naturaleza y ansiar estar morena cuando no luce el sol.

Tal vez, como sugiere Jean Bruno-Renard, la idea de que los rayos UVA pueden producir una podredumbre interior, por más que en la fachada se observe a una mujer bonita y bronceada, remita en su árbol genealógico a la leyenda del microondas, que sí incorpora en su manual de instrucciones la función de cocer —no confundir con dorar—.

Solamente así puede entenderse que la historia de que alguna vez una mujer fue literalmente cocinada con rayos UVA tenga tantos amigos en la geografia española. Curiosamente, en Estados Unidos y Francia la víctima es invariablemente una mujer, también en España, por más que hayamos recogido alguna versión que debería servir de advertencia a los hombres sobre los peligros de las falsas apariencias. Nos la manda desde Valencia Sonia Francés, poniendo el dedo en la llaga donde más duele, en la virilidad masculina:

Parafraseando a Paul Newman —se refiere a la película El efecto de los rayos gamma sobre las margaritas—, el efecto de los rayos UVA sobre el aparato reproductor masculino es devastador. Este problema, que hasta hace poco tiempo era inapreciable, pronto pasará a marcar el destino de la humanidad, por cuanto tiene de importancia la creciente impotencia del género masculino, provocada por las radiaciones de los rayos UVA sobre tan delicada zona. Antiguamente, poca gente realizaba esta práctica, pero en la actualidad se unen dos factores: los cada día más denostados rayos solares y que cada sesión de rayos UVA sólo cuesta 500 pesetas, cuando hace dos años valía 2.000.

Los que desconfien del folklore, tal vez crean ver en nuestra informadora una persona que desvaría, juicio extensible a cuantas personas nos han confiado generosamente los relatos que recoge este libro y; por supuesto, a sus autores. No somos de la misma opinión. A nuestro entender, las nuevas tecnologías, cuando incorporan cambios sustanciales en el modus vivendi, crean recelos en amplias capas sociales y sirven de sustento narrativo, como sucedió en el pasado y ocurrirá en el futuro, a una serie de historias de corte tradicional.

En la Ilíada se cuenta que Hefaistos, el dios griego de la forja, tenía unas mujeres mecánicas de oro que tenían tanta movilidad e inteligencia como las mujeres de carne y hueso, y que lo ayudaban en su palacio. Pero nunca las consideró igual de «buenas» que a las otras.

También Talos, el guerrero de bronce concebido por el Steven Spielberg de los mitos griegos, Dédalo, vigilaba las costas de Creta y mantenía alejados a los intrusos. Cada día daba una vuelta a la isla para evitar que así fuera. Un tapón en su talón evitaba que saliera de su cuerpo el líquido que lo mantenía en vida. Cuando los argonautas desembarcaron en Creta, Medea usó su magia para arrancarle el tapón y Talos perdió toda su fuerza al desvanecerse el armazón.

Algo parecido puede afirmarse de la leyenda de los rayos UVA y de los implantes de silicona en los pechos: cuando recurrimos al engaño contranatura, puede suceder que el «fraude» o artificio salte a la vista en cualquier momento, y eso en el mejor de los casos, pues existe la posibilidad de que seamos castigados con la ira de Zeus.

En ocasiones, los propios gobiernos se ven desbordados por el galopar del progreso y solicitan a sus científicos que comprueben qué hay de cierto en historias muy parecidas a las recogidas en este capítulo. Sucedió, por ejemplo, en abril de 1999 —ver la contraportada del diario El País del día 25 de abril de 1999, «Los móviles al banquillo»— cuando Tessa Jowell, secretaria de Estado laborista de Sanidad, se autoproclamó «campeona de la salud nacional» y encargó que el Consejo Nacional de Protección Radiológica investigara qué había de cierto en la leyenda que sostenía que los teléfonos móviles provocaban pérdidas de memoria, aumento de la temperatura del cuerpo y fallos en la capacidad cognitiva.

Esta investigación recibió un generoso tratamiento informativo en España, ya no sólo porque los teléfonos celulares habían pasado de ser un millón escasos en 1995 a más de doce millones en 1999, sino porque en nuestro país se sabía perfectamente de este posible riesgo. Sirva como botón de muestra la historia que nos hacía llegar Teresa Ruíz Mateos, natural de Valencia y de 28 años de edad:

Dícese que se dice que ese aparatito, avance tecnológico de nuestros días está totalmente integrado en nuestra cultura y, para algunos, resulta imprescindible. Otras personas tienen un miedo terrible a poseerlo. ¿Por qué? Porque dícese que se dice que los teléfonos móviles emiten cierta radiación, ondas que afectan al cerebro. Según otras fuentes orales, se puede hacer un experimento que consiste en poner un huevo cerca de un teléfono móvil en funcionamiento y al cabo de un tiempo se obtiene un huevo duro. Las radiaciones del teléfono hacen que se cueza.

Retomando la investigación que lleva a cabo el gobierno laborista británico, Michael Clark, portavoz científico del organismo antes citado, que en su día desconsejó retirar los bolígrafos láser del mercado, similares a los punteros utilizados en las conferencias para señalar imágenes proyectadas en una pantalla, al demostrarse que eran dañinos si se dirigían a los ojos, declaró lo que sigue:

Las dudas son legítimas, pero la información que llega ahora al consumidor no está contrastada.

Por ejemplo, es evidente que producen calor y estudiaremos sus consecuencias en el organismo. Sin embargo, sin saber aún a que atenernos, circulan ya teorías acerca de supuestos tumores cerebrales, pérdidas de memoria y alteraciones del pensamiento.

Lo que el científico Michael Clark llama «teorías», en este libro lo denominamos leyendas contemporáneas. En Gran Bretaña, como en España, gozan de magnífica salud y, lo que más sorprende, han empezado a ser tomadas en consideración por el poder.

Desde aquí nos congratulamos de que así sea. Sin embargo, en el ánimo de la gente siempre quedará la duda de si la «ciencia es neutra» o responde a oscuros galimatías.

Por eso, aventuramos, aunque la investigación del gobierno británico concluya con que no hay peligro alguno, no les quepa la menor duda que seguiremos oyendo que los móviles aplatanan el cerebro y que «un amigo de un amigo» sabe del caso de una mujer cuyo ojo derecho resultó chamuscado tras manipular una cámara digital.

ANTONIO ORTÍ

PASAJEROS CLANDESTINOS

Las víboras caídas del cielo En el verano de 1998 se comentaba en Ferrol —A Coruña— que algún tipo de organismo oficial estaba arrojando, valiéndose de avionetas, reptiles sobre las playas. Con estas culebras y víboras se pretendía acabar con una supuesta plaga de insectos. El revuelo fue tal que los teléfonos de las emisoras locales se colapsaban a diario con llamadas de ciudadanos que aseguraban haber visto serpientes e incluso haber tenido que escapar de ellas ante un inminente ataque.

MARTINA FERNÁNDEZ BAÑOBRE

Ferrol Aunque se desconozca en España, las víboras voladoras tienen un accidentado pasado aéreo. En la década de los años setenta corrió el rumor en Francia de que grupos ecologistas habían lanzado víboras desde el aire con el fin de repoblar las regiones donde escaseaban y así, de paso, alimentar a las aves rapaces. La emisora Sud-Radio recogía testimonios como éste: «El avión volvió al cabo de veinte minutos. En su panza albergaba una especie de caja con una trampilla que se abría a escasos metros del suelo». Meses después, la región del Perigord, el Lot y la Vauclase —según recoge Jean-Noël Kapferer— estaban inundadas de culebras, dando lugar a un encendido debate entre agricultores hartos de conspiraciones maquiavélicas, periodistas en bermudas a la caza de «serpientes de verano» y autoridades pseudocientíficas ávidas de Expedientes X.

Pronto llegaron los detalles. A raíz de un testimonio recogido por el etnólogo Bruno Soulier, se desprendía que los reptiles eran soltados desde helicópteros que volaban muy bajo en bolsas de plástico de color blanco, hábiles para albergar hasta veinte ejemplares.

Al tiempo, Verónique Campion-Vincent y Jean-Bruno Renard recogían el alegato de particulares anónimos que afirmaban haber descubierto cajas con el matasellos del Ministerio del Medio Ambiente. Por aquel entonces la lista de sospechosos incluía a los ecologistas —que habían promovido, años atras, la introducción de linces en la región de los Vosgos—, la Administración y ciertos laboratorios famacéuticos interesados en producir sueros antiveneno a partir de estos animales zigzagueantes que por aquel entonces se importaban de la URSS.

En 1989 el rumor había corrido ya por amplias zonas rurales de Francia y había llegado, aunque debilitado, a Sion —Suiza— y al norte de Italia —el 13 de octubre de 1989 La Stampa publicaba la fotografía de un carabinero con una caja que, presumiblemente, contenía serpientes. Unos años más tarde, el rumor aterrizaba en Galicia y en algunas zonas del País Vasco.

A decir de los que más se han destacado en el estudio de esta leyenda, — Veronique Campion y Jean-Baptiste Harang— la historia tiene algunos ingredientes de interés. Por una parte, la serpiente, símbolo del mal y la traición, por otra, potentes helicópteros, viva imagen de la ciencia menos accesible, y, por último, nuevas leyes para amparar a las especies protegidas. Este cóctel, bien batido, daba lugar a una noticia inquietante: ¿No será, acaso, que, en estos tiempos que corren, las autoridades se decantan antes por los animales que por los propios hombres y mujeres...?

ANTONIO ORTÍ

El perro extranjero Una pareja se fue con su perro a Alemania. Allí encontraron a otro perro abandonado, muy débil.

Decidieron traerlo a España. Poco a poco se fue recuperando. Un día volvieron a casa y vieron que su perro estaba destrozado: se lo había comido el perro que recogieron. Lo llevaron al veterinario y resultó que no era tal, sino la mutación de una rata. Me lo contó una amiga; le había pasado a unos amigos de una conocida.

ELENA PRADAS

Barcelona En otoño de 1983, Jan Brunvand empieza a recibir versiones de esta leyenda procedentes de varios estados. Casi todas describen a una turista que viaja a Méjico, adopta a un supuesto chihuahua callejero y lo introduce clandestinamente en los Estados Unidos. En una de ellas, el animal amanece «con los ojos rodeados de mucosidad y arrojando espuma por la boca», es decir, con síntomas evidentes de rabia. El veterinario será el encargado de revelar la naturaleza del animal con estas contundentes palabras: «En primer lugar no es un perro, sino una rata de alcantarilla mejicana. Y en segundo lugar, se está muriendo». En algunas variantes la rata mejicana actúa como en la versión de nuestra informadora: atacando a los perros o gatos de la familia. En dos ocasiones el veterinario será incluso más expeditivo: se limitará a romper el cuello al falso chihuahua.

Los ejemplos europeos del relato siguen el mismo esquema, con la salvedad de que la rata suele proceder de países tropicales o africanos. En las versiones italianas recopiladas por Cesare Bermani se la describe a veces como una rata gigante «típica» de Filipinas, Tailandia, Kenia, o Paquistán. Su naturaleza agresiva la impulsa a devorar sin piedad perros, gatos e incluso bebés. Ennio Rota, cuenta cómo una familia milanesa se fue de vacaciones a Filipinas, compró un perrito por unas cuarenta o cincuenta mil liras, se lo llevaron consigo a Milán y el animalito fue creciendo. Un día volvieron a casa y encontraron muerto a su hijo pequeño, mutilado y devorado por el perro. Cuando intervino el veterinario descubrieron que era una rata de un género particular que se cría en las Filipinas, voraz, agresiva y muy peligrosa.

En ciertas ocasiones el veterinario dictamina que la rata exótica es portadora de «todas las enfermedades del mundo», por lo cual la familia es puesta inmediatamente en cuarentena.

Las versiones alemanas y suecas reiteran el origen africano, asiático o tropical de la bestia, pero amplían el catálogo geográfico con la inclusión de España, concretamente Mallorca, como país productor de voraces roedores.

En esta versión anónima, de un estudiante de Barcelona, ni siquiera se menciona a la omnipresente rata. El animal se reduce a un lovecraftiano «aquello», confirmando así su naturaleza estrictamente «demoníaca», es decir, metafórica:

Una familia se va de vacaciones a un país tropical. Se encariñan con un animal desconocido, pero que es muy afectuoso con los niños (...) Se lo traen, le dan de comer, le preparan un rincón para él, todo muy bien, se adapta perfectamente. A los pocos días se presenta un amigo. Es entendido en animales. Al ver al bicho se asombra de que tengan allí aquello. Que es un cruce muy raro (...) que además son crueles carnívoros, que si les faltase comida atacarían a los dueños sin pensarlo dos veces, hasta devorarlos para asegurarse así la comida. Que se sorprende que les hayan permitido traerlo con lo peligrosísimo que es. A pesar del cariño de los niños hacia el animal y de lo bueno que parecía ser, se deshacen de él.

En las páginas de Opio, diario de una desintoxicación, escrito en 1928-30, Jean Cocteau incluye un genuino precedente de esta leyenda:

Le habían vendido, en los bulevares, un perro minúsculo a Mme A. D... Vuelve a casa, coloca el perro en el suelo para buscar agua. Vuelve y encuentra al perro encaramado en el marco de un cuadro.

Era una rata con una piel de perro. De ira había conseguido roer sus falsas patas.

Sería difícil describir con mayor elocuencia el rechazo a la personalidad postiza que intenta imponer la «civilización» a lo irremediablemente salvaje.

Gary Alan Fine lleva a cabo un penetrante análisis de esta parábola, que con amargo sarcasmo hemos titulado «El perro extranjero». No es por azar, según él, que el relato cobre tanta difusión a partir de 1983, ya que es la fecha en que Norteamérica y otros países empiezan a maquinar las primeras leyes de extranjería, espoleados por el incipiente problema de la inmigración clandestina. Si aceptamos su tesis, el «perro mejicano» viene a ser un extranjero indocumentado. En algunas ocasiones, el animal en cuestión es recogido del océano, con lo que se nos ofrece un amplio catálogo de «mojados» a quienes poner el collar: inmigrantes mejicanos, cubanos, haitianos, polizones asiáticos..., una nutrida selección de perritos extranjeros «con los que no debemos encariñarnos, por muy inocentes que parezcan, pues en el fondo no son más que ratas carroñeras, agresivas y peligrosas, que no pintan nada en Estados Unidos» (ni en Europa).

En el espejo deformante del folklore moderno, el así llamado Tercer Mundo encarna lo primitivo en estado puro: es un lugar amenazador donde las ratas, animales nocturnos y subterráneos, han emergido a la luz del día y conviven igualitariamente con los nativos, transmitiéndoles toda clase de infecciones que los hacen tan peligrosos (y escasamente exportables) como ellas. Resulta sintomático que en el relato de nuestra informadora la pareja protagonista no traiga un simple roedor autóctono de un país como Alemania (modelo de progreso), sino la «mutación de una rata». Lo mismo ocurre en una variante recopilada por Cesare Bermani: la rata, que procede de Japón o China, sufre «modificaciones genéticas».

El sentido que podría extraerse de esta distinción es que los paises del Tercer Mundo poseen, por decirlo así, la fauna natural que corresponde a su grado de subdesarrollo, mientras que los más adelantados, como Alemania o Japón, han de padecer una fauna accidental que es un efecto secundario (terrible o justificable, según como se mire) de su prodigiosa técnica: la misma que les permite hacer malabarismos con el código genético.

JOSEP SAMPERE

Tarántulas en el tronco del Brasil A mediados de 1996, un brote de aracnofobia perturbaba la balsámica paz de las floristerías españolas. La draconea fragans o «tronco del Brasil» perdía su decorativa inocencia y se transformaba en un ejemplar más peligroso si cabe que la planta carnívora de «La tienda de los horrores». He aquí lo que podía suceder a los incautos que se atrevían a importarla por su cuenta y riesgo, en palabras de un informador anónimo:

Una chica vuelve de un país tropical con una planta de tronco grueso (una dragonera). Al cabo de unos días se oyen unos ruidos extraños en el interior, como si alguien lo raspase. Al día siguiente el tronco está hinchado, se rompe y sale una enorme tarántula. Ella asustada va corriendo a la casa de la vecina para que llame a la policía, los bomberos, etc., para que le quiten de allí a tan horripilante animal.

Una florista de Barcelona, M.ª del Mar Serra, nos confirma que por esas fechas algunas clientas (la mayoría de extracción humilde) solían inquietar a los empleados de su gremio con relatos similares. ¿Era posible que el tronco del Brasil (o la yuca) pudiera estar infestado de huevos de tarántula?

Nuestra florista no tiene noticia de que algo así haya ocurrido jamás, a menos que las tarántulas en cuestión sean las «arañas rojas», unos bichitos inocuos que genera el tronco del Brasil al pudrirse, debidamente agigantados por un acceso de delirium tremens.

Sugiere Mª del Mar Serra que la noticia podría haberla difundido algún saboteador dispuesto a reducir las ventas de esta planta —una de las de mayor longevidad, si se sabe cuidar bien. Sea como sea, lo cierto es que otras versiones internacionales de la leyenda llevan etiquetas que se aferran tenazmente a su forma narrativa. El año 1985, por ejemplo, se convirtió en una especie de annus horribilis para la cadena de supermercados británicos Marks Spencer. Por todo Londres cundió una variante aumentada y corregida de la leyenda, que acusaba a dichos establecimientos de vender yucas que «siseaban, gemían, temblaban, se estremecían e incluso aullaban cuando uno las regaba». Se decía incluso que un equipo de especialistas de Marks Spencer, vestidos con trajes protectores, habría tenido que llevarse las plantas infectadas mediante brazos metálicos extensibles.

Jan Brunvand ofrece algunos ejemplos en que los cactus reemplazan a la yuca como refugio de mortíferos artrópodos (tarántulas o escorpiones). En tales variantes, fechadas en los años noventa, la «víctima» suele adquirir las plantas en sucursales norteamericanas de los almacenes Ikea.

Resueltos a poner las arañas en su sitio de una vez para siempre, los directivos de Ikea y Marks Spencer terminaron recordando al consumidor que sus plantas no eran ni mucho menos silvestres; antes bien, se cultivaban en invernaderos, se regaban como Dios manda y no se enviaban a la tienda sin cambiarlas previamente de tiesto.

A pesar de las ampollas que levanta, la referencia a establecimientos concretos no es una constante del relato; más bien parece un añadido (malintencionado o no) que se incorpora a la trama según las circunstancias en que resurge la leyenda.

Las versiones más «fieles», como las que circularon por Finlandia, Suecia y Alemania a partir de 1970, coinciden a grandes rasgos con la de nuestro informador. Una de ellas, sin embargo, constituye una rareza que no podemos pasar por alto. La recoge en 1985 el folklorista sueco Bengt af Klintberg y se puede condensar en una frase desgarradora: «¡Mamá, el plátano me ha mordido!». La víctima que la profiere, antes de morir, es un chiquillo que se disponía a comerse un plátano «en el que una serpiente venenosa había puesto huevos».

Como argumenta Gary Alan Fine, el tema central de estos relatos es el conflicto entre la peligrosa «jungla» y el ambiente urbano domesticado. Los troncos del Brasil, yucas, plátanos y cactus provienen de América Central, África y Méjico, es decir, del inhóspito Tercer Mundo. Al igual que en la leyenda de El perro extranjero, su objetivo primordial no es otro que advertirnos de la amenaza que supone para nuestra aséptica cultura la importación de ciertos productos escasamente homologados.

JOSEP SAMPERE

EL OTRO LADO

Aparecidos itinerantes En 1986, la agencia Europa Press difundió la noticia de que entre Bilbao y San Sebastián los fantasmas de jóvenes fallecidas en accidentes de tráfico aterrorizaban con sus apariciones a los automovilistas que circulaban por aquella zona.

Unos diez años antes, un hombre llamaba a la redacción del diario Tele Exprés para contar una experiencia escalofriante: mientras circulaba de noche por una carretera desierta, había recogido a una joven que hacía autoestop bajo la lluvia. Al cabo de pocos kilómetros, la muchacha desapareció del vehículo en plena marcha y haciendo caso omiso de las puertas cerradas. Aurora Segura, periodista de dicho rotativo, se citó con él para entrevistarle. «Tuve la impresión de que decía la verdad», recuerda.

«Sin embargo, no sé por qué motivo, se echó atrás y prefirió no darme más detalles.»

Xavier Fábregas, en su libro Les arrels llegendàries de Catalunya describe otro caso parecido, situado en las inmediaciones de Manresa (Barcelona). Un conductor invita a subir a una joven que hace autoestop. Cuando se acercan a una curva, la muchacha murmura con voz angustiada: «Vaya con cuidado. Este tramo es muy peligroso. Hay muchos accidentes». Acto seguido se esfuma silenciosamente. El hombre, muy alterado, acude a un puesto de la Guardia Civil. Allí le muestran una foto de la autoestopista, le dicen que se mató en aquella misma curva cosa de un año atrás, y que tienen archivadas casi una docena de denuncias. «Hará siete u ocho años, esta historia gozó de mucho crédito», termina diciendo Fábregas. «Algún periodista se propuso investigaría a fondo. Luego lo dejó correr.»

A pesar de la frecuencia con que la prensa española y extranjera se ha hecho eco de tales apariciones, nadie ha publicado todavía un atestado auténtico, con fotos incluidas, procedente de los archivos de la benemérita. Para encontrar una ficha completa de esos pálidos espectros que embrujan la red viaria, debemos remitirnos a los índices de motivos tradicionales. En ellos figuran desde hace unos cincuenta años bajo la clave E332.3.3.1 y el nombre genérico de The Vanishing Hitchhiker: la autoestopista que desaparece.

Ejemplo clásico de «cuento de fantasmas» tradicional adaptado a un marco contemporáneo, la autoestopista del más allá ha visto renacer su fama planetaria al ser utilizada nada menos que de fantasma-anuncio en spots de coches y pantalones tejanos.

Como sucede con los santos locales y sus ermitas, cada municipio dispone de una autoestopista particular, cuyas apariciones se vinculan a una «curva de la muerte» de las cercanías. Enumeremos al azar algunos de estos tramos malditos: El puerto del Ragudo (Castellón), las curvas de l'Arrabassada (Barcelona), la «Curva de la Viuda» (Ceuta), la carretera de Ojén (Málaga), la curva de Majadahonda (Madrid), La Laguna (Tenerife), las Siete Revueltas de Navacerrada (Madrid), el puerto de El Bruc (Barcelona), la curva de La Palanca (Álava).

A diferencia de los espectros de la literatura gótica, truculentas sombras ensangrentadas, las autoestopistas del otro mundo poseen una corporeidad capaz de engañar al conductor más pintado. Es más, incluso pueden dejar vestigios de su presencia, como un tenue perfume o un charco de agua si han perecido ahogadas. Aunque suelen ser de pocas palabras, el comportamiento que muestran nunca delata su origen «sobrenatural». Matías Morey, socio de la Fundación Anomalía, nos envía amablemente un retrato hiperrealista de una de ellas, extraído del libro Mallorca Mágica (1987) de Carlos Garrido. En esta ocasión, la joven se aparece en la carretera vieja de Sineu (Mallorca): (...) Era una muchacha con un abrigo de corte militar, muy ancho y desgarbado, que aparentemente le hacía señas para que la recogiera (...) Al arrancar, nuestro hombre la miró de reojo, sólo contando con las leves luces del tablero de mando. Tenía los cabellos en gran desorden. Una de las mangas estaba rota por dos sitios, y la expresión de sus ojos, aunque no tenía nada extraordinariamente anormal, era como de miedo sordo. (...) Tenía unas manos muy delgadas y blancas que dejaba caer sobre el asiento delantero como si estuviese en alerta constante. Entonces, el conductor se percató —y ese detalle no lo olvidaría nunca— de que entre la mata de pelo desgreñado que a ella le caía a ambos lados del rostro, había una hoja seca de pinaza confundida entre sus cabellos (...) La personalidad y conducta de los aparecidos itinerantes está sujeta a variaciones. La catalogación más temprana de todas ellas la debemos a los folkloristas norteamericanos Richard K. Beardsley y Rosalie Hankey. En un estudio imprescindible que data de 1942/43, publicado en la revista California Folklore Quarterly, ambos estudiosos analizaron a fondo un total de 79 relatos procedentes de diversos puntos de los Estados Unidos. Finalmente llegaron a la conclusión de que las leyendas de autoestopistas fantasmales se presentaban en cuatro formas básicas. A su entender, habría una versión «originaria», de procedencia ignota, de la cual descenderían las demás variantes. Ellos la denominan Versión A y la describen en los siguentes términos: «La autoestopista da una dirección, mediante la cual el conductor descubre que ha recogido a un fantasma».

Este enunciado podría ampliarse ligeramente para dar cabida a las numerosas versiones españolas y europeas que difieren algo de él. Como en el relato de Xavier Fábregas citado más arriba, la mayoría de las veces el conductor toma la iniciativa y descubre la identidad fantasmal de la autoestopista gracias a una foto de los archivos policiales. Otra divergencia respecto a los relatos norteamericanos, es que las autoestopistas del viejo continente suelen avisar, antes de esfumarse, de que se aproxima una curva peligrosa o bien revelar directamente que encontraron allí la muerte. Lo volvemos a ver, en el ejemplo que nos manda la malagueña Rocio Vázquez, situando el encuentro en un fatídico punto negro de la carretera de Ceuta:

Una misteriosa chica con el rostro pálido y los vestidos raídos es recogida por un conductor. Tras una breve conversación, la chica le avisa de que tenga mucho cuidado, momentos antes de llegar a la famosa «Curva de la Viuda», porque ella se habla matado allí mismo. En ese mismo instante, la joven desaparece ante la mirada perpleja del conductor.

Con la reglamentaria visita al cuartelillo culmina también el relato que nos manda Mónica Gracia, de Rentería (Gipuzkoa), basándose en el «testimonio» de un hombre que se dirigía de Zarauz a Orio, por una carretera de la costa guipuzcoana, donde se habían producido numerosos accidentes mortales: (...) De repente, a dos metros de su coche y bajo la lluvia, apareció una chica joven, con el cabello largo hasta la cintura, empapada de arriba abajo. El hombre paró bruscamente y salió del coche.

Extrañado se acercó hasta la chica; ella tenía la mirada perdida y el conductor supuso que estaba en estado de shock. ¿Te puedo ayudar? — le dijo— ¿Puedo acercarte a algún sitio? Ella, sin mediar palabra, hizo un gesto afirmativo con la cabeza y accedió a montarse en el coche. (...) En una de las rectas de la carretera, un coche se aproximó de frente a gran velocidad (...) y deslumbró fuertemente al conductor. Éste dio un volantazo y frenó justo en el instante antes de caer en un barranco. Cuando se recuperó del susto, miró hacia la derecha para preguntar a la chica cómo se encontraba, pero ella había desaparecido. En su lugar había un pequeño bolso, que ella llevaba en la mano. Al día siguiente se acercó a la comisaria para devolver el bolso y todo lo que contenía. Dentro había un pasaporte a nombre de una chica. Tras buscar su nombre le dijeron que había fallecido años atrás en un accidente de circulación. Posiblemente en la carretera entre Orio y Zarauz (...) Actualmente, el conductor lleva internado desde hace dos años en la clínica mental Santa Águeda, de Mondragón.

Este ejemplo es particularmente minucioso, ya que contiene el detalle del «objeto olvidado en el coche» (referencia 3.3.1 en el Índice de tipos y motivos de cuentos tradicionales de Inglaterra y Norteamérica, de Ernest Baughman), e insinúa el carácter ambivalente del personaje de la autoestopista.

En algunas ocasiones, como en la adaptación literaria de la leyenda que incluye el folklorista y escritor Bienve Moya en su libro Llegendes i contes catalans per ser explicats, el objetivo primordial del fantasma parece ser el de evitar un accidente. En otras, como en el relato de nuestra informadora, se deja entrever su condición maléfica, puesto que el conductor enloquece a raíz del encuentro. Hay casos en que la malignidad del fantasma se halla en estado latente, como en este ejemplo anónimo de Badajoz:

En una de las curvas más peligrosas que existen en la M-30 madrileña dicen que se aparece el fantasma de una joven vestida de blanco que hace autoestop. Si el conductor no la recoge, será víctima de un accidente mortal a los pocos metros.

Y hay otros casos en que se trata claramente de una dama diabólica. Nos lo confirma el escritor Alfredo Bryce Echenique, en su novela Reo de nocturnidad, ubicando el encuentro en el puente de Palavas, de Montpellier (Francia): (...) me repetía con voz amenazadora la leyenda de aquella mujer de larga túnica blanca, que paraba a los autos en aquel puente y pedía ser transportada a algún determinado lugar. Todos los hombres que la invitaban a subir, seducidos por sus encantos, se estrellaban antes de llegar a Montpellier y morían. De la famosa dama, en cambio, no se volvía a saber hasta su próxima aparición.

Acaso no sea ninguna coincidencia que los espectros más diabólicos de la familia vistan de blanco.

Este detalle parece sugerir que ciertas autoestopistas de la leyenda podrían haber sufrido la aciaga influencia de la «Dama de Blanco», figura del folklore universal que merodea por puentes, acantilados y otras elevaciones e invita a los viajeros a bailar con ella. Si se niegan a concederle el favor, el siniestro personaje los arroja al vacío sin contemplaciones.

Sea como sea, lo cierto es que las leyendas de aparecidos itinerantes recogen y modernizan diversos temas y personajes del mundo imaginario tradicional. «Los fantasmas de las autoestopistas», nos indica Victoria Cirlot «son el equivalente contemporáneo de las hadas». En efecto, al igual que las hadas, estas visiones de la carretera se hallan revestidas de facultades mágicas: pueden aparecer y desaparecer a voluntad, evitar accidentes o provocarlos. Ello las convierte en personajes ambiguos, en deidades benéficas o maléficas, según el humor de que se encuentren. Asimismo, desempeñan el papel de intermediarias entre el mundo de los vivos y el de los muertos, poseyendo así el temible poder de anunciar la existencia del «más allá», noticia que puede afectar gravemente la cordura de muchos «testigos». En lugar de aparecerse en bosques lúgubres, como las hadas de cuento, se dejan ver en noches lluviosas, por carreteras oscuras y serpenteantes: espacio de sombras entre luces, paisaje igualmente idóneo para la manifestación de lo fantástico.

La antropóloga italiana Laura Bonato establece una ingeniosa correspondencia entre la lluvia y la mítica «agua de la vida», sugiriendo que el baño en este elemento alquímico parece indispensable para devolver el soplo vital a la difunta. De guiarnos por su razonamiento, advertiremos que las vanishing hitchhikers recuerdan también a los espíritus de los cuentos de fantasmas tradicionales: ánimas en pena condenadas a vagar por los parajes donde encontraron la muerte; jóvenes fallecidas el mismo día de su cumpleaños o de su boda, que conmemoran la fecha con un fugaz regreso a este mundo; madres espectrales que piden ayuda para salvar a sus hijos atrapados en el coche donde ellas acaban de morir. O hermosos y becquerianos espectros femeninos que se esfuman tras hacer el amor con el automovilista, dejando una nostalgia incurable en su pobre corazón. Variantes todas ellas clasificadas minuciosamente en el Índice de Ernest Baughman.

Volvamos al estudio de Beardsley y Hankey. La Versión B de la leyenda engloba una serie de espectros algo más circunstanciales: ancianas, monjas o santas que se aparecían para vaticinar catástrofes o anunciar el fin de la Segunda Guerra Mundial.

En un articulo de la revista Communications, Frédéric Dumerchat cita numerosos ejemplos de esta índole y los compara con sus variantes modernas, donde abundan los profetas viajeros que predicen el fin del mundo. Por su parte, Lydia M. Fish analiza el peregrinaje de un fantasma visionario que recorría Norteamérica a principios de los años setenta: se trataba de un joven vestido de blanco, con indumentaria hippy, que pronosticaba la inminente segunda venida del mismísimo Jesús.

La Versión D comprende casos aún más limitados: la aparición de autoestopistas que resultan ser divinidades locales, como la diosa Pele de la mitología de las Islas Hawai, a la que nadie debe dejar en la cuneta bajo pena de terribles desgracias.

La Versión C, en cambio, coincide punto por punto con una serie de leyendas que han circulado ampliamente por Europa y el mundo entero. Vale la pena reproducir el resumen que hacen de ellas Beardsley y Hankey, puesto que las múltiples versiones que nos han llegado lo siguen al pie de la letra: «Un joven conoce a una chica durante una fiesta, en una discoteca, etc., en lugar de encontrarla en la carretera; ella deja alguna prenda (a menudo la chaqueta que le prestó el joven) sobre la tumba donde está enterrada, para corroborar la experiencia y probar su identidad».

Durante uno de los múltiples guateques que se celebraban en casa de una familia acomodada (que habitaba por aquel entonces en la zona de Carranquer), el hijo menor de la familia se fijó en una joven que iba completamente vestida de blanco...

Así empieza una Versión C que nos manda Sonsoles García, de Málaga. La pareja estuvo bailando sin parar, pero ella no dijo ni una palabra en toda la velada. Cuando llegó la hora de la despedida, el joven llevó a la chica hasta su casa en la moto, y como tenía frío, le dejó la chaqueta. Al día siguiente el joven acudió a la casa donde la noche anterior dejara a la chica, con la intención de recuperar su chaqueta, pero la madre de la chica le informó de que ésta había fallecido hacía ya diez años. El joven no podía creerlo, así que fue al cementerio de San Miguel para convencerse. Allí encontró su chaqueta, correctamente doblada sobre la tumba de la chica.

En su libro 99 leggende urbane Maria Teresa Carbone recoge una variante digna de Edgar Allan Poe: el protagonista conoce a la joven en un bar y le salpica de café la ropa. Más adelante, cuando abran su ataúd, descubrirán que el cadáver tiene una mancha en el vestido.

Dos autores españoles harto dispares nos ofrecen aún más pruebas del arraigo de esta versión en nuestro acervo folklórico. El primero es el escritor Max Aub, que la convierte en un relato cuyo título ya suelta prenda del desenlace: La gabardina. Lo encabeza una dedicatoria que también habla por sí misma: «A mi novia, que me lo contó».

El segundo es el padre José María Pilón, infatigable parapsicólogo ya citado en otros lugares de esta obra. En su libro Lo paranormal, ¿existe? (1996), nuestro detective de lo sobrenatural asegura haber oído el relato, como si fuera verídico, de boca de un «íntimo amigo del protagonista».

Finalmente, el misterio se resolverá de un modo prosaico: «Mientras esperaba en la antesala de un dentista», cuenta el padre Pilón, «encontré sobre la mesita de revistas un número atrasado de El Caso —aquel periódico que, por entonces, se publicaba con historias truculentas y hechos espeluznantes— y en la página segunda, en un recuadro, aparecía esta misma historia, inventada por un lector que la presentaba al concurso que dicho periódico había convocado, y que en aquella ocasión había resultado premiada (...)».

Sin ánimo de pecar de impertinentes, querido padre Pilón, nos parece como mínimo disparatado atribuir la autoría de una Versión C a un lector de El Caso...

Tras este repaso de las andanzas españolas de los aparecidos itinerantes, es nuestro deber constatar la abrumadora universalidad de la leyenda. En la lista de países visitados por las autoestopistas evanescentes figuran Estados Unidos, Canadá, Cuba, Méjico, Guatemala, Argentina, Italia, Suiza, Suecia, Finlandia, Francia, Alemania, Austria, Inglaterra, Yugoslavia, Rumania, Argelia, Egipto, Israel, Sudáfrica, Guam, Hawai, India, Malasia, Paquistán, Japón, Corea y Taiwán.

Si la difusión de estos relatos es abrumadora, aún lo es más su antigüedad. En un importante estudio titulado The Phantom Hitchhiker: Neither Modern, Urban, Nor Legend? Gillian Bennet aporta datos decisivos que ponen en tela de juicio el carácter «urbano», «moderno» y «legendario» de las historias de fantasmas autoestopistas:

Un repaso a la literatura «de fantasmas» pone en evidencia que el relato del «espectro que hace autoestop» ha venido transmitiéndose sin descanso, — argumenta Bennet— pero despierta la duda de que sea esencialmente urbano, y demuestra que no se cuenta invariablemente como si de una leyenda se tratase. Algunos indicios sugieren asimismo que tampoco es una historia particularmente moderna. La encontramos, por ejemplo, en Lord Halifax's Ghost Book antología que contiene otros cuentos (y por razones intrínsecas nos inclinamos a pensar que el que nos ocupa no es otra cosa) que ya se narraban unos cien o ciento cincuenta años antes de la publicación del volumen. Un episodio muy parecido figura en una larga narración incluida en las Miscellanies de Aubrey (1969) y en el Pandemonium: Or the Devil's Cloister de Bovet (1684).

En otro estudio fundamental, titulado precisamente The Vanishing Hitchhiher, el profesor Jan Brunvand redunda en las conclusiones de Bennet, al afirmar que las historias de autoestopistas espectrales son de las pocas leyendas de género sobrenatural que derivan claramente de antiguos cuentos de fantasmas errantes. Según su tesis, la incorporación del automóvil parece haber sido decisiva para convertir dichos cuentos del pasado en relatos contemporáneos de una movilidad y un atractivo enormes. Tras consignar numerosos ejemplos modernos, Jan Brunvand localiza una leyenda que constituye otro claro antecedente de los relatos de autoestopistas que desaparecen. La recogió Catherine S. Martin en 1943, al oírla contar a su madre, quien de niña vivía en las inmediaciones de Nueva York. El relato, sin embargo, ya circulaba allá por 1890. Los protagonistas no eran conductores, sino jóvenes jinetes que se dirigían a una fiesta. Cuando pasaban por cierto bosque de las proximidades de Delmar (Nueva York), el fantasma de una muchacha se montaba de un salto en la grupa de su caballo y desaparecía al terminar el viaje. La muchacha, en vida, tenía fama de celosa, pero nunca causaba ningún daño, salvo agarrarse fuerte a los jinetes y echarles al cuello su aliento glacial.

En la obra The Evidence for Phantom Hitch-hikers, un intento curioso —y convincente— de demostrar que algunos casos contados de autoestopistas fantasmales pudieran ser experiencias auténticas, el escritor británico Michael Goss menciona un precedente aún más antiguo de la leyenda.

Se trata de un texto de 1602, que figura en un manuscrito de Joan Petri Klint conservado en la biblioteca de Linköping (Suecia). Los viajeros, en este caso, son un vicario y dos granjeros que se desplazan en trineo y recogen a una joven «encantadora» que viste como una sirvienta. Cuando se detienen a comer en un albergue, la chica pide tan sólo una cerveza. A partir de entonces empiezan los portentos: las bebidas del trío se transforman respectivamente en malta, bellotas y sangre. Acto seguido, la muchacha vaticina un año de prosperidad, pero al mismo tiempo «de guerras y peste».

Dicho esto, desaparece.

Como desapareció también el apóstol Felipe unos dos mil años atrás, convirtiéndose posiblemente en el primer aparecido itinerante de la historia. El episodio —lo señala Lydia M. Fish—, se encuentra en Hechos de los Apóstoles, 8 26-39:

El ángel del Señor habló a Felipe diciendo: «Levántate y marcha hacia el mediodía por el camino que baja de Jerusalén a Gaza. Es desierto». Se levantó y partió. Y he aquí que un etíope eunuco, alto funcionario de Candace (...) regresaba sentado en su carro, leyendo al profeta Isaías. El espíritu dijo a Felipe: «Acércate y ponte junto a ese carro». Felipe entonces (...) se puso a anunciarle la buena nueva de Jesús.

Siguiendo el camino llegaron a un sitio donde había agua. El eunuco (...) mandó detener el carro.

Bajaron ambos al agua, Felipe y el eunuco; y lo bautizó, y en saliendo del agua, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe y ya no le vio más el eunuco, que siguió gozoso su camino.

JOSEP SAMPERE

Teletransportados adonde Vidal El 3 de junio de 1968, el diario La Razón informaba que un matnmonio de apellido Vidal-Raffo, que viajaba en automóvil desde Chascomús hasta Maipú —en la provincia de Buenos Aires (Argentina)— había perdido la conciencia al entrar en un banco de niebla. Cuando volvió en sí, la pareja se encontraba en Ciudad de México.

Según información facilitada por Matías Morey, miembro de la Fundación Anomalía, pese a que nadie logró entrevistar al matrimonio, La Razón comenzó a publicar noticias cada vez más detalladas sobre el suceso. Así, el caso se relacionó con Martín Rapallini, supuesto familiar de los Vidal, quien declaró desconocer el asunto. Pero el diario tomó la negativa de Rapallini como una confirmación de sus fundadas sospechas, pues «existe una estricta prohibición de difundir lo sucedido».

Al parecer, el único «testigo» indirecto de lo acontecido era un joven —presunto pariente de los Vidal— que fue entrevistado en el talk show Sábados circulares de Mancera, uno de los programas de televisión más populares de Argentina.

Durante años, el matrimonio Vidal alcanzó tal notoriedad que su viaje fantástico se hizo célebre, ya no sólo en Buenos Aires, Mendoza o Córdoba, sino también en San Miguel de Tucumán, Puerto San Julián o Santa Rosa. De aquí y de allá surgían personas que decían haber conocido en vida a los Vidal y que culpaban a los ovnis de su viaje relámpago. Estaban en lo cierto.

En 1996 el cineasta Aníbal Uset reconocía haber fabricado la noticia con la ayuda de un periodista y de dos amigos vinculados al mundo del espectáculo con el propósito de promocionar la película Che, ovni, una comedia que se estrenaría ese mismo año −1968.

En el filme dirigido por Uset, un cantante de tangos era secuestrado por un platillo volante que lo teletransportaba —con coche y todo— hasta Madrid. El protagonista, papel que recayó en el actor Jorge Sobral, iba acompañado por una deslumbrante autoestopista a la que había recogido con su Peugeot 404 blanco —como en el «caso Vidal»—, mientras que el «testigo» que había dado la cara en el programa Sábados circulares de Mancera era en realidad un actor secundario.

Por lo demás, la trama no tenía desperdicio. El interés extraterrrestre por el cantante argentino y su bella acompañante no era banal: los alienígenas, programados para trabajar sin descanso, necesitaban de cierta cuota de haraganería para equilibrar su temperamento.

La película fue un fracaso y sólo años después fue encumbrada por algunos cinéfilos por su desmedido surrealismo y su «humor involuntario». Su director, Aníbal Uset, tras ser requerido por Alejandro Agostinelli —el argentino que llevó a cabo la investigación que aquí se relata— para que explicara por qué había ocultado la invención de esta leyenda durante treinta años, manifestó: «Vino tanta gente a contarme que había conocido a los Vidal que empecé a dudar. Es más, la confusión fue tan grande que llegué a pensar que nuestra historia coincidió con algo que realmente había pasado».

Desde entonces, las variantes de esta leyenda urbana se han multiplicado por doquier —sobre todo, en España y Sudamérica—, con lo que modestos utilitarios han superado con creces las expectativas de sus fabricantes y recorrido enormes distancias economizando combustible al máximo.

El alucinante padre José María Pilón, una especie de jesuita que combate con ardor a los replicantes que a veces nos manda el cielo, recogía el siguiente testimonio en su libro Lo paranormal, ¿existe?:

Un matrimonio de recién casados decidió hacer su viaje de novios a Granada. Al llegar a Bailén, decidieron repostar gasolina. Al intentar pagar, el empleado de la estación de servicio les rechazó el dinero aduciendo que tenían que hacerlo con la moneda del país. Asombrados por estas palabras, preguntaron en qué lugar se encontraban. «En Santiago de Chile», les respondió el señor. ¡Asombro total! Recordaban cómo, al superar Despeñaperros, se vieron envueltos en una extraña niebla, por otra parte bastante frecuente a esas alturas de Derroñadas (...) A consecuencia tuvieron que ser internados durante una temporada en una clínica aquejados de un fuerte shock nervioso.

Es más —continuaba el infatigable padre Pilón—, en cierta ocasión, en una cena con unos amigos, me aseguraron que en la embajada de España en Santiago de Chile se encontraba, precintado, el automóvil en cuestión. ¡Hubiera sido una prueba absolutamente fehaciente de la autenticidad del hecho! Como, por entonces, un antiguo alumno mío del colegio de Areneros de Madrid se encontraba de secretario en la embajada de dicha capital, le escribí pidiéndole que me confirmara el «hecho». ¡Absolutamente falso! No había ni noticias del tal automóvil ni de la realidad del suceso en cuestión.

Todo pura fabulación... Es decir, un caso más de contagio psíquico.

Pues bien, la lista de «contagiados» es mucho más extensa de lo que podría pensar el padre Pilón.

Según hemos constatado a lo largo de la realización de este libro, la historia del automóvil fantástico se conoce en Madrid, Barcelona, Bilbao, Castellón y Málaga. Desde la capital vizcaína, por ejemplo, Joana Artega nos hace llegar el siguiente relato:

Un matrimonio de recién casados comienza su luna de miel. Van en coche en dirección norte desde un pueblo del sur de León. Al llegar a La Bañeza les sorprende una densa niebla que les impide ver más allá de dos metros. Apenas pasan cinco minutos dentro de esta niebla pero, al salir, sorprendentemente, se hallan en la región portuguesa de El Algarve.

Otra versión parecida nos la ofrece José Manuel Vigo Sánchez desde Benamocarra (Málaga):

Un joven matrimonio circula con su coche por una carretera de una zona rural de Sevilla en dirección a la capital hispalense. El coche comienza a tener problemas hasta que se avería. Como es de noche, deciden continuar andando hasta algún lugar donde solicitar ayuda. A los pocos minutos, empieza a soplar un fuerte viento y se ve un gran resplandor en el cielo. La pareja se asusta, pero, al poco tiempo, desaparece tanto el fuerte viento como el resplandor y reanudan la marcha. Poco después ven a lo lejos las luces de una ciudad y una indicación que dice: Santiago de Chile 5 km. La pareja, al carecer de dinero para volver a España y presa de una fuerte conmoción, decide acudir a la embajada española en Chile en busca de ayuda.

Otras versiones, igual de precisas, sitúan al automóvil en la carretera que une Madrid con Toledo o en la que enlaza Onda y Castellón, mientras que el destino oscila entre México y Santiago de Chile.

Normalmente los vehículos atraviesan un túnel o son envueltos por una densa niebla. En ocasiones, para tranquilizarse, deciden parar en una gasolinera y descubren que hay que pagar con cruceiros, esto es, que acaban de aterrizar en Brasil.

El hecho de que esta leyenda se muestre muy resistente al paso del tiempo, tal vez pueda relacionarse con el folklore popular y el auge de la ciencia ficción. Joan Guillamet en Bruixeria a Catalunya cuenta en Un viaje rápido cómo una bruja llamada Savanna se introdujo en una barca de pescadores que iba de Cadaqués a Rosas a vender fruta, para al poco tiempo desaparecer. Al volver, se encontraron con que Savanna ya había estado en Rosas y había vendido sus peras.

Para averiguar si, brujas al margen, este tipo de viajes tenían precedentes históricos fuimos a hablar con Victoria Cirlot, profesora de Literatura Medieval en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona e hija de Juan Eduardo Cirlot, autor del imprescindible Diccionario de símbolos. Victoria, efectivamente, había oído la leyenda del automóvil prodigioso en Perú y su narración coincidía con el resto de relatos recopilados, sólo que en este caso el «aterrizaje» se había producido en Brasil, razón por la que se exhortaba a los ocupantes del vehículo a pagar la gasolina con cruceiros.

Para Victoria Cirlot, esta leyenda informa sobre la necesidad de transgredir las fronteras de lo real.

Bajo ese punto de vista y, sin pretender emular a Freud, el insólito destino de la luna de miel, no dejaba de ser el viaje soñado —El Algarve, Brasil, Santiago de Chile, México—, un lugar a la altura de la felicidad que embargaba a los cónyuges y que abría de par en par las puertas de un «nuevo mundo».

Por otra parte, Stith Thompson recoge en su índice de los motivos más recurrentes de la literatura tradicional que «la niebla mágica que provoca invisibilidad», «la niebla mágica que lleva a una persona a perderse» o «el ascenso al cielo en una nube» tienen precedentes en el folklore irlandés e indio.

De hecho, su periódica puesta al día, guarda relación con el auge de un género, la ciencia ficción, que ha sabido sacar partido como nadie de puertas dimensionales, extrañas tormentas, nieblas que envían barcos al pasado y túneles que conectan con el cielo.

Valga recordar al respecto a Star Trek y a su famosa campana de vidrio o a una película más reciente como Julia y Julia (1987) en la que una mujer ignorada por su marido es transportada a otra dimensión en la que conocerá a un hombre muy fogoso con el que mantendrá un apasionado idilio.

También en El experimento Filadelfia (1984) se recoge la historia de un barco que, tras una aparatosa tormenta, es transferido al pasado, mismo caso que El final de la cuenta atrás (1980) cuando un moderno portaviones norteamericano es atrapado por una distorsión temporal y aparece en 1941 en vísperas del ataque japonés a Pearl Harbour.

En resumidas cuentas, la idea de proyectarnos mentalmente hacia el pasado o hacia el futuro, de hacer volar nuestros sueños más allá del presente, es casi una necesidad vital a la que sólo muy recientemente se le ha puesto un pero: no tener dinero con que pagar la gasolina.

ANTONIO ORTÍ

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11/03/2010

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