16. La audición
En la vida, algunas cosas son tan ridículas que no pueden ser más que verdaderas, así que cuando Jenny me llamó al trabajo para decirme que a Marley le hacían una audición para una película, supe que no podía estar inventándoselo. Pero aun así me costó creerlo.
—¿Una qué? —le pregunté.
—Una audición para un filme —me respondió.
—¿Quieres decir un filme, como…, una película?
—Sí, tonto, para una película. Y una película normal, no un corto —aclaró Jenny.
—¿Marley? ¿Un largometraje?
Y así seguimos un rato, mientras yo trataba de conciliar la imagen de nuestro cabezotas roedor de tablas de planchar con la imagen de un orgulloso sucesor de Rintintín en la pantalla, salvando niños de edificios en llamas.
—¿Nuestro Marley? —pregunté una vez más, a fin de estar completamente seguro.
Y era cierto. Una semana antes, el supervisor de Jenny en el Palm Beach Post la había llamado por teléfono y le había dicho que tenía una amiga que necesitaba que nosotros le hiciéramos un favor. La amiga era una fotógrafa local, llamada Colleen McGarr, que había sido contratada por una productora cinematográfica de Nueva York, la Shooting Gallery, para que los ayudara en una película que iban a rodar en Lake Worth, un pueblo cercano. El trabajo de Colleen consistía en encontrar una «familia típica del sur de Florida» y fotografiar a sus miembros de pies a cabeza y su casa, desde los estantes de libros hasta los armarios, pasando por los imanes de la nevera y lo que se le ocurriera, a fin de ayudar a los directores de la película a dotarla de realismo.
—Todos los del equipo son homosexuales —le dijo el supervisor a Jenny— y lo que hacen es tratar de imaginarse cómo viven por aquí los matrimonios con hijos.
—Una especie de estudio antropológico —dijo Jenny.
—Exacto.
—Bien —le dijo Jenny—. Con la condición de que no tenga que limpiar nada antes.
Colleen vino a casa y empezó a sacar fotos, y no sólo de nuestras posesiones, sino también de nosotros, a fin de registrar la forma de vestirnos, cómo nos peinábamos y cómo nos tumbábamos en el sofá. Fotografió los cepillos de dientes del cuarto de baño y los niños en sus respectivas cunas. También sacó fotos del perro eunuco del matrimonio típicamente heterosexual, o al menos lo intentó, ya que como ella misma observó, «el perro saldrá fuera de foco».
Marley estaba encantado por participar en la sesión fotográfica. Desde que los niños habían invadido su terreno, el pobre buscaba afecto donde pudiera encontrarlo. Colleen podría haberlo manejado con un cayado y a él no le habría importado, mientras fuera objeto de atención. Como a Colleen le encantaban los animales grandes y no la intimidaban las lluvias de saliva, le brindó mucha atención, al extremo de echarse al suelo para luchar con él.
Mientras Colleen sacaba fotos por todas partes, yo no podía dejar de pensar en las posibilidades. No sólo nosotros aportábamos datos puros, de carácter antropológico, a los productores de la película, sino que también ellos nos brindaban la oportunidad de mostrar nuestras dotes artísticas. Yo me había enterado de que la mayoría de los actores secundarios y todos los extras serían contratados localmente. ¿Y qué pasaría si el director descubría a un actor nato entre los imanes de la nevera y los pósters de arte? En la vida sucedían cosas mucho más extrañas…
Podía imaginarme al director, que en mi fantasía se parecía mucho a Steven Spielberg, inclinado sobre una mesa cubierta por cientos de fotografías, mirando una tras otra y diciendo: «¡Basura, pura basura! Esto no sirve para nada», para de pronto detenerse en seco ante la foto de un tosco, pero sensible, típico macho heterosexual que desempeña sus funciones de padre de familia. El director pone el dedo sobre la foto y grita a su asistente: «¡Tráeme a este hombre! ¡Lo necesito para mi película!». Cuando por fin me encuentran, al principio yo me muestro humildemente tímido, pero acabo aceptando hacer el papel protagonista. Después de todo, el espectáculo debe continuar.
Al acabar su trabajo, Colleen nos agradeció que hubiéramos puesto nuestra casa a su disposición y se marchó, sin darnos razón alguna para que creyéramos que alguien relacionado con la película volviera a ponerse en contacto con nosotros. Habíamos cumplido con nuestro deber. Sin embargo, unos días después Jenny me llamó al trabajo y me dijo: «Acabo de hablar con Colleen McGarr, y NO te lo vas a creer…». No cabía duda alguna de que habían descubierto mi veta artística, por lo cual sentí que el corazón me palpitaba con fuerza.
—Dime —le dije.
—Me ha dicho que el director quiere hacerle una prueba a Marley.
—¿A Marley? —pregunté, seguro de haber entendido mal.
Al parecer, Jenny no percibió el desencanto que había en mi voz.
—Por lo visto busca un perro grande, tonto y turulato para el papel de mascota familiar, y Marley le llamó la atención.
—¿Turulato? —pregunté.
—Eso es lo que dijo Colleen. Grande, tonto y turulato.
No cabía duda de que, si eso era lo que necesitaba, había caído en el lugar señalado.
—¿Mencionó Colleen si el hombre dijo algo de mí?
—No —dijo Jenny—. ¿Y por qué habría de decir algo sobre ti?
Al día siguiente, Colleen vino a buscar a Marley. Sabiendo la importancia que tiene una buena presentación, Marley atravesó el salón a la carrera, cogiendo al vuelo, de paso, el cojín más próximo que encontró, porque nunca se sabe cuándo un atareado director cinematográfico puede querer echar una siesta y, si éste lo deseaba, Marley quería estar listo para la ocasión.
Cuando Marley llegó al suelo de madera, resbaló y fue a dar contra la mesa camilla, saltó por el aire hasta caer de espaldas sobre un sillón, se enderezó y siguió viaje hasta chocar con las piernas de Colleen. Al menos no saltó sobre la fotógrafa, pensé yo.
—¿Estás segura de que no quieres que lo sedemos? —preguntó Jenny.
Colleen hizo hincapié en que el director querría verlo al natural, sin medicamentos de por medio, y se marchó con nuestro Marley, que estaba hecho unas pascuas, sentado a su lado en la camioneta roja.
Dos horas después, Colleen regresó con Marley y anunció que Marley había pasado la prueba. «¡Oh, no me digas! ¡No puede ser…!», gritó Jenny. Nuestra dicha no disminuyó cuando nos enteramos de que Marley había sido el único perro que habían sometido a la prueba, y tampoco cuando se anunció que el papel de Marley era el único que no era de pago.
Pregunté a Colleen cómo había ido todo.
—Puse a Marley en el coche y fue como conducir en un jacuzzi —dijo—. Lo babeó todo. Cuando llegamos, estaba empapada.
Al llegar al hotel GulfStream, un deslucido hito turístico de la era anterior emplazado junto al Intracoastal Waterway donde se alojaba el equipo de filmación, Marley impresionó de inmediato a todos porque se largó de la camioneta y se puso a correr por todas partes como si tratase de evitar que le cayesen encima los proyectiles de un inminente bombardeo.
—Se puso como loco —dijo Colleen—. Totalmente chalado.
—Sí. Suele excitarse un poquito —dije.
Después contó Colleen que, en un momento dado, Marley cogió la chequera que uno de los miembros del equipo tenía en la mano y salió disparado con ella en la boca, haciendo una serie de ochos a toda carrera, al parecer decidido a que así garantizaría su paga.
—Lo hemos apodado nuestro labrador evasor —contó Colleen con una sonrisa apologética que sólo una madre orgullosa es capaz de expresar.
Pasado un rato, Marley se calmó lo bastante para convencer a todos de que podía desempeñar su papel, que básicamente era el de hacer de sí mismo. La película se llamaba The Last Home Run, una fantasía en torno al béisbol en la que un hombre de setenta y nueve años, que se aloja en una residencia de ancianos, se convierte en un crío de doce años durante cinco días para vivir el sueño de su vida: jugar en la liga juvenil de béisbol. Marley debía hacer el papel del hiperactivo perro de la familia del entrenador, que protagonizaba un receptor de la liga de béisbol de primera división, Gary Carter.
—¿De veras quieren que Marley tome parte en esta película? —pregunté, todavía incrédulo.
—Se ganó a todo el mundo. Estuvo perfecto —dijo Colleen.
En los días previos al comienzo del rodaje notamos un sutil cambio en el comportamiento de Marley. Era como si una cierta calma se hubiese apoderado de él, como si pasar la prueba le hubiera dado más confianza en sí mismo. Se movía con aires de realeza.
—Tal vez lo que necesitaba era que alguien creyese en él —le dije a Jenny.
Y si había alguien que creía en él, ésa era precisamente Jenny, la Extraordinaria Madre Escénica. Cuando ya estaba próximo el primer día de rodaje, Jenny lo bañó, lo cepilló, le cortó las uñas y le limpió las orejas.
La mañana que debía iniciarse la filmación, me encontré con Jenny y Marley que, enzarzados en lo que parecía una lucha romana, iban de un lado a otro de la habitación. De pronto, ella lo sujetó entre sus piernas y se aferró con una mano a las costillas de Marley y, con la otra, al collar estrangulador, mientras él se retorcía y comenzaba a rendirse. Era como presenciar un rodeo en medio del salón.
—¡Por Dios! ¿Qué haces? —le pregunté.
—¿Qué crees que hago? ¡Pues cepillarle los dientes…! —espetó Jenny.
Y así era. Jenny hacía lo indecible por pasarle el cepillo que tenía en la mano entre los dientes de Marley que, a su vez, echando una cantidad prodigiosa de espuma por la boca, intentaba comerse el cepillo. Marley tenía un aspecto realmente rabioso.
—¿Le has puesto pasta dentífrica? —pregunté, lo que dio pie a una segunda pregunta—: ¿Y quieres decirme cómo piensas lograr que la escupa toda?
—Es bicarbonato —dijo.
—Entonces no es la rabia, ¿no? ¡Gracias a Dios…!
Una hora después partimos hacia el hotel GulfStream, cada uno de los niños en su sillita infantil con Marley sentado entre ambos, jadeando con un aliento inusualmente fresco. Nos habían dicho que debíamos presentarnos a las nueve, pero cuando estábamos a una manzana de nuestro destino, el tráfico se detuvo. Más adelante había una barricada, levantada por la policía, y un agente desviaba el tráfico, alejándolo de la entrada del hotel. Los diarios habían hablado mucho sobre la película —el mayor acontecimiento que ocurría en la tranquila localidad de Lake Worth desde que trece años antes se filmase allí Fuego en el cuerpo— y un montón de gente había acudido al lugar, aunque la policía la mantenía a raya para que no pudiese llegar al hotel. Avanzamos poquito a poco y, cuando llegamos junto al oficial de policía que desviaba el tráfico me asomé por la ventanilla y le dije:
—Tenemos que pasar.
—Aquí no pasa nadie, así que andando —dijo el hombre.
—Pero es que somos del elenco —comenté yo.
Nos miró con escepticismo, y lo que vio fue una pareja en una camioneta, con dos críos pequeños y un perro.
—¡He dicho que andando…! —ladró el agente.
—Nuestro perro participa en la película —dije.
De pronto, el hombre me miró con respeto.
—¿Tienen el perro? —preguntó.
El perro estaba en la lista de los que podía dejar pasar.
—Tengo el perro —dije—. Marley, el perro.
—Que se interpreta a sí mismo —añadió Jenny.
El hombre se giró y, con gran aspaviento, hizo sonar el silbato.
—¡Tienen el perro! —gritó a otro agente que estaba apostado a mitad de la manzana—. ¡Marley, el perro!
Y el otro agente chilló a su vez, para que se enterase un tercero:
—¡El hombre tiene el perro! ¡Marley, el perro, está aquí!
—¡Dejadlos pasar! —gritó el tercer agente desde lejos.
—¡Dejadlos pasar! —gritó el segundo, haciéndole eco.
El agente que estaba cerca de nosotros movió una valla y nos hizo señas de que pasásemos.
—Es por allí —nos indicó amablemente.
Me sentí como un miembro de la realeza. Arrancamos y, cuando pasamos junto a él, repitió como si no pudiese creerlo:
—Tiene el perro.
El equipo, reunido en el aparcamiento del hotel, estaba listo para empezar a rodar. Por todas partes había cables que cruzaban el pavimento, trípodes para cámaras y micrófonos, y de unos andamios colgaban focos. También había caravanas con perchas portátiles llenas de ropa en su interior, y sobre dos largas mesas, alimentos y bebidas para los miembros del elenco y del equipo de filmación. Merodeaban por los alrededores personas de aspecto importante, con gafas de sol. El director, Bob Gosse, nos dio la bienvenida y nos explicó a grandes rasgos la escena que iban a filmar, que era bastante simple. Se acerca al bordillo una camioneta que conduce la supuesta propietaria de Marley, papel que interpreta la actriz Liza Harris. La hija de ésta, cuyo papel desempeña una bonita adolescente llamada Danielle, alumna de la escuela de arte dramático del lugar, y el hijo, otro actor incipiente que no tiene más de nueve años, están sentados atrás con el perro de la familia, interpretado por Marley. La hija abre la puerta corredera y salta al exterior, y tras ella sale su hermano llevando a Marley de la correa. Se ponen a andar y desaparecen del campo de visión que abarca la cámara. Fin de la escena.
—Es muy fácil —dije al director—. Marley podrá hacerla sin problema.
Me hice a un lado con Marley para esperar la señal de que subiera a la camioneta.
—¡Escuchad todos! —gritó Gosse al equipo—. El perro es medio loco, ¿vale? Pero a menos que robe la escena, seguiremos rodando.
Y pasó a explicar lo que pensaba. Marley era el objetivo —un típico perro familiar— y lo que había que hacer era captarlo mientras se comportaba como cualquier perro familiar cuando sale con la familia. No habría ni actuación ni dirección, sería puro cine de verdad.
—Dejad que el perro haga lo que quiera y seguidlo con la cámara —ordenó.
Cuando todo el mundo estaba listo para empezar a rodar, subí a Marley a la camioneta y di la correa de plástico al niño, que lo miraba aterrorizado.
—Es muy cariñoso. Lo único que hará será lamerte. ¿Ves? —le dije, poniendo mi muñeca en la boca de Marley a modo de demostración.
PRIMERA TOMA: la camioneta se aproxima al bordillo. En el instante mismo en que la niña abre la puerta del vehículo, una enorme bola cubierta de pelo amarillo sale disparada como si la hubiera proyectado un cañón y pasa corriendo frente a las cámaras con la correa roja colgando tras de sí.
—¡Corten!
Perseguí a Marley por el aparcamiento y lo llevé de vuelta al lugar de la escena.
—Vale, muchachos, vamos a intentarlo de nuevo —dijo Gosse. Y dirigiéndose al niño, le dijo con dulzura—: El perro es bastante salvaje. Trata de agarrarlo con más fuerza esta vez.
SEGUNDA TOMA: La camioneta se aproxima al bordillo. Se abre la puerta. La niña comienza a bajarse, pero le gana de mano Marley, que se lanza a toda carrera, arrastrando al niño pálido y con los nudillos blancos por el esfuerzo que hacía.
—¡Corten!
TERCERA TOMA: Se detiene la camioneta. Se abre la puerta. Sale la chica. Sale el niño, sosteniendo la correa. Cuando éste empieza a andar, la correa se tensa, pero no sale ningún perro de la camioneta. El niño comienza a tirar de la correa, haciendo toda la fuerza posible, pero nada. La toma se convierte en una escena larga y vacía. El niño hace muecas y mira hacia la cámara.
—¡Corten!
Meto la cabeza en la camioneta y veo a Marley inclinado sobre sí mismo, lamiéndose donde ningún hombre está destinado a imitarlo en su propio cuerpo. Marley levantó la cabeza y me miró como diciendo: ¿No ves que estoy ocupado?
CUARTA TOMA: Pongo a Marley otra vez en la camioneta, junto al niño, y cierro la puerta. Antes de gritar «¡Acción!», Gosse consulta con su asistente durante unos minutos. Por último, empieza el rodaje. La camioneta se acerca al bordillo. Se abre la puerta. Sale la chica, sale el niño, con una extraña expresión. Mira directamente a la cámara y levanta una mano. De ella cuelga media correa, con un extremo mordisqueado y mojado de saliva.
—¡Corten! ¡Corten! ¡Corten!
El niño explicó que mientras esperaban en la camioneta, Marley empezó a roer la correa y no había podido pararlo. Los miembros del equipo y del elenco miraban la correa sin creer lo que veían, con una expresión entre asombro y terror en sus caras, como si acabasen de presenciar una muestra grandiosa y misteriosa de la fuerza de la naturaleza. Por mi parte, no me sorprendí ni un ápice. Marley había liquidado más correas y sogas de las que podía contar. Incluso había logrado partir con los dientes un cable de acero recubierto de goma que se anunciaba como «los que se utilizan en la industria aeronáutica». Poco después de nacer Conor, Jenny trajo a casa un producto nuevo, un arnés para perros que permitía que lo atáramos a uno de los cinturones de seguridad, para impedirle que estuviera yendo y viniendo con el vehículo en marcha. En los primeros noventa segundos del nuevo artilugio, Marley se las ingenió para morderlo hasta romperlo, y no sólo el duro arnés, sino también el cinturón de seguridad de nuestra flamante camioneta.
—¡Vale, chicos, descansemos un rato! —gritó Gosse. Luego, dirigiéndose a mí, me preguntó con una voz increíblemente serena—: ¿Cuánto puede tardar en comprar una correa nueva?
No hacía falta que me dijera lo que le costaba cada minuto que su equipo y el elenco estuviesen de brazos cruzados.
—Hay una tienda de perros a unos setecientos metros de aquí. Puedo estar de vuelta en quince minutos —dije.
—Y esta vez cómprele algo que no pueda romper mordiéndolo —dijo Gosse.
Regresé con una pesada correa de metal que parecía apta para un domador de leones, y el rodaje continuó, fiasco tras fiasco. Cada nueva escena era peor que la anterior. En un momento dado, Danielle, la joven actriz, dejó escapar un chillido de desesperación en medio de la escena y gritó con la voz teñida de terror:
—¡Dios mío, tiene la cosa afuera!
—¡Corten!
En otra escena, Marley estaba a los pies de Danielle y jadeaba con tanta fuerza que, mientras ella hablaba por teléfono con su amorcito, el encargado del sonido se quitó los audífonos y, disgustado, se quejó diciendo:
—No puedo oír ni una palabra de lo que ella dice. Lo único que oigo es una respiración fuerte. Parece una película porno.
—¡Corten!
Y así pasó el primer día de filmación. Marley era un desastre rematado y sin salvación posible. Yo, por una parte, me puse a la defensiva —Bueno, ¿y qué esperan si es gratis?—, y, por otra, me sentí mortificado. Miraba de soslayo a los miembros del equipo y del elenco de la película y podía ver con claridad lo que expresaban sus rostros: ¿De dónde habrá salido este animal, y cómo podemos deshacernos de él? A final del día, uno de los asistentes se nos acercó, carpeta en mano, y nos dijo que todavía no se había decidido qué escenas se filmarían al día siguiente. «No vengáis mañana —dijo—. Os llamaremos si necesitamos a Marley». Y para asegurarse de que no pudiera haber ninguna confusión, repitió: «A menos que os llamemos, no hace falta que vengáis. ¿Vale?». Sí, vale, lo he entendido a la perfección. Gosse había enviado a su subalterno a hacer el trabajo sucio. La fulgurante carrera artística de Marley se había acabado. Y no podía culparlos. Con la posible excepción de esa escena en Los diez mandamientos, en la que Charlton Heston parte en dos el mar Rojo, Marley había provocado la mayor pesadilla logística en la historia del cine, había causado un gasto de quién sabe cuántos miles de dólares en demoras innecesarias y en rollos de película desperdiciados, había baboseado incontables disfraces, devorado las tapas que había sobre la mesa y casi tumbado una cámara de treinta mil dólares. Prescindiendo de nosotros, reducían costes. Era la vieja historia del descartado: «No me llames, yo te llamaré». «Marley —le dije cuando llegamos a casa—, tuviste tu gran oportunidad, y la echaste a perder».
Al día siguiente por la mañana, cuando yo aún lamentaba que los sueños del estrellato se hubieran hecho añicos, sonó el teléfono. Era el asistente de Gosse para pedirnos que llevásemos a Marley al hotel lo antes posible.
—¿Quieres decir que contáis con él otra vez? —pregunté con incredulidad.
—Y ya mismo. Bob lo quiere para la próxima escena —me respondió el hombre.
Llegué media hora tarde, sin creer aún del todo que habían vuelto a invitarnos. Gosse estaba que no cabía en sí. Había visto lo que había rodado el día anterior, y no podía estar más contento.
—¡El perro estaba histérico! —dijo hablando con rapidez—. Pero hilarante. ¡Es un loco genial!
Yo sentí que me crecía, que sacaba pecho de pura satisfacción.
—Siempre supimos que era un actor nato —dijo Jenny.
La filmación se prolongó durante unos cuantos días más en Lake Worth, y Marley siguió estando a la altura de las circunstancias. Jenny y yo íbamos y veníamos por el entorno de lugar de filmación junto con otros padres de actores y curiosos, charlando, cambiando impresiones y callando precipitadamente cuando oíamos gritar: «¡Preparado el plató!», y retomando la charla cuando se oía el acostumbrado «¡Corten!». Jenny incluso se las ingenió para que Gary Carter y Dave Winfield, las estrellas de béisbol que hacían una corta aparición en la película, firmaran una pelota de béisbol para cada uno de nuestros hijos.
Marley ya daba lengüetadas al estrellato. Los miembros del equipo, en especial las mujeres, se derretían con él. Hacía un calor de los demonios, y a uno de los asistentes le asignaron la tarea exclusiva de seguir a Marley con un bol y una botella de agua fresca para hacerle beber cuanta quisiera. Al parecer, todos le daban comida de la que había en la mesa. En una ocasión, lo dejé con la gente del equipo por un par de horas, mientras iba hasta mi oficina, y cuando regresé lo encontré tirado boca arriba, con las cuatro patas en el aire, dejando que una maquilladora rabiosamente bonita le acariciase la barriga. «¡Es tan amoroso…!», dijo la chica en tono de arrullo.
El estrellato también se me estaba subiendo a la cabeza. Empecé a presentarme como el «entrenador de Marley, el perro» y a dejar caer comentarios por el estilo de: «Para su próxima película, esperamos que le asignen un papel en el que ladre». Durante un descanso del rodaje, fui al vestíbulo del hotel para hablar por teléfono. Marley no llevaba la correa puesta y andaba por ahí cerca, oliendo los muebles. Un conserje, que al parecer confundió a mi estrella con un perro de la calle, lo interceptó y trató de sacarlo por la puerta principal.
—¡Vete a casa! —le decía regañándolo—. Venga, vete…
—¿Se puede saber qué hace? —le pregunté, tapando el auricular con una mano y mirando al conserje con la mayor dureza posible—. ¿Acaso no sabe con quién habla?
Pasamos cuatro días seguidos en el plató y cuando llegó el momento en que nos dijeron que ya habían rodado todas las escenas en las que debía aparecer Marley y ya no necesitaban sus servicios, Jenny y yo nos sentíamos miembros de la familia de la Shooting Gallery. Sí, ya lo sé: éramos los únicos que trabajaban gratis, pero de todas maneras éramos miembros de ella.
—¡Os queremos, chicos! —gritó Jenny a todo el que quisiera oírlo, mientras subíamos a Marley a la camioneta—. Nos costará esperar a que acabéis de filmarlo todo.
¡Y vaya si esperamos! Uno de los productores nos dijo que dejásemos pasar unos ocho meses y que entonces los llamásemos para que nos enviasen una copia de la película. Pero ocho meses después, cuando llamé, me atendió una recepcionista que me pidió que esperase y cuando volvió al teléfono, varios minutos más tarde, me sugirió que llamase dentro de dos meses. Dejé pasar el tiempo sugerido y volví a llamar, pero tuve que volver a hacerlo más adelante —y así varias veces—, porque siempre posponían el asunto. Empecé a sentirme como un acosador y pude imaginarme que la recepcionista, cada vez que yo llamaba, cubría el auricular con una mano y decía a Gosse: «Es otra vez el dueño del perro loco. ¿Qué quieres que le diga esta vez?».
Pasado un tiempo, dejé de llamar. Me resigné a que nunca veríamos la película, convencido de que tampoco la vería nadie más, de que habían abandonado el proyecto en la sala de edición debido al enorme desafío que constituía desmontar o modificar las escena donde aparecía ese maldito perro. Pasaron dos años antes de tener la oportunidad de ver las habilidades interpretativas de Marley.
Me encontraba en una de las tiendas de Blockbuster cuando por pura casualidad le pregunté a un empleado si sabía algo de una película titulada The Last Home Run, y descubrí que no sólo sabía algo, sino que la tenía. De hecho, como por arte del destino, nadie se había llevado nunca ni una sola copia.
Mucho tiempo después me enteré de la triste historia. Como la Shooting Gallery fue incapaz de conseguir un distribuidor nacional para la película, el filme tuvo el más innoble de los destinos cinematográficos: estrenarse directamente en vídeo. Pero a mí eso me importó un rábano. Corrí a casa y llamé a Jenny y a los chicos para que se pusieran frente a la pantalla del televisor. En suma, Marley aparecía durante menos de dos minutos, pero debo decir que esos dos minutos fueron los más animados de toda la película. ¡Cómo nos reímos! ¡Cómo gritamos! ¡Cómo lo aclamamos!
—¡Waddy! ¡Ése tú! —chillaba Conor.
—¡Somos famosos! —gritaba Patrick.
Marley, que nunca fue dado a alardear, se mostró imperturbable. Bostezó varias veces y se deslizó por el suelo hasta quedar debajo de la mesa camilla. Al final, cuando pasaron la ficha técnica de la película, Marley dormía como un ceporro.
Conteniendo el aliento, veíamos pasar los nombres de todos los actores bípedos y, por un momento, pensamos que nuestro perro no sería merecedor de figurar en la lista, pero no fue así. Allí estaba su nombre, escrito en letras grandes para que lo viera todo el mundo: «Marley, el perro… interpretándose a sí mismo».