Capítulo I
ESPULGAR genealogías se reduce a descubrir, dirá el narrador socarrón del Petersburgo de Biely, la existencia final de linajes ilustres en las personas de Eva y Adán. Fuera de este hallazgo capital e incontrovertible, las arborescencias y frondosidades de los troncos materno y paterno no suelen prolongarse —con excepción quizá de unas cuantas familias de aristócratas— a ese limbo original pomposamente conocido por la noche de los tiempos. En mi caso —vástago, por ambos lados, de una común, ejemplar estirpe burguesa—, los informes tocantes a mis antecesores obtenidos durante mi infancia no exceden de la primera mitad del siglo XIX. Pese a ello, mi padre, en uno de los arrebatos de grandeza que antecedían o preludiaban sus empresas y descalabros, se había forjado un escudo familiar en cuya composición figuraban, conforme a mis recuerdos, flores de lis y campos de gules: lo había trazado él mismo en un pergamino que lucía enmarcado en la galería de la casa de Torrentbó y era, según él, la demostración irrebatible de nuestros orígenes nobiliarios. En las largas veladas veraniegas propicias a la evocación de temas íntimos y anécdotas remotas, mi tío Leopoldo acogía la exposición de los presuntos blasones con una expresión risueña y escéptica: apenas su hermano mayor había vuelto la espalda, nos confiaba sus sospechas de que el viaje sin retomo del bisabuelo de Lequeitio a Cuba, adonde fue muy joven e hizo rápidamente fortuna, obedeció tal vez a la necesidad de romper con un medio hostil a causa del estigma inicial de una procedencia bastarda. ¿Por qué si no, al enriquecerse y triunfar, se había establecido con gran fausto en Cataluña y no en el País Vasco? Aquel extrañamiento y ruptura con el resto de la familia es y será siempre un enigma. En cualquier caso, dirimía, lo del escudo y nobleza eran producto de la desbocada fantasía paterna: nuestros antepasados vizcaínos no habían pasado de hidalgos.
Sea cual fuere la verdad, el bisabuelo Agustín, cuya imponente y señorial estampa presidía en mi infancia el cónclave fantasmal de retratos de Torrentbó, se había convertido en uno de los magnates de la industria azucarera cubana gracias a su despiadada explotación de una mano de obra abundante y barata: la suministrada por los esclavos. La forma en que amasó en pocos años un capital inmenso revela un carácter duro y autoritario, poseído de la ambición y orgullo inherentes al mando y absolutamente seguro de sus derechos. Dueño del ingenio San Agustín, en el término municipal de Cruces, junto a Cienfuegos, adquirió también numerosas propiedades tanto en la isla como en la metrópoli. A los hábitos ordenados de su hijo Antonio debemos la conservación de un verdadero archivo de documentos —cartas personales, facturas, letras de cambio, correspondencia comercial, resguardos, fotografías— que permitiría exhumar a un historiador interesado en los negocios, costumbres y tren de vida de una próspera familia de indianos, la ideología, creencias, aspiraciones de la antigua sacarocracia y el impacto en ellas de las vicisitudes políticas de la colonia desde las primeras luchas independentistas y abolición de la esclavitud a los acontecimientos que culminaron en la voladura del «Maine» e intervención directa de los norteamericanos. A través del correo dirigido a o desde Cuba, se puede reconstruir la movilidad atareada del bisabuelo entre Barcelona, La Habana y Cienfuegos; su decisión de confiar el cuidado del ingenio e intereses isleños a su hijo Agustín, mientras mi futuro abuelo Antonio y la «niña Trina» se acomodaban lujosamente en sus propiedades y fincas del principado; la larga lista de achaques de la bisabuela doña Estanisláa Digat y Lizarzaburu, paliados tan sólo por sus consoladoras prácticas religiosas y sentimientos devotos. Del efecto que en mí produjo el hallazgo tardío de estos materiales el lector podrá forjarse una idea recorriendo las páginas de Señas de identidad y, sobre todo, el primer capítulo de ]uan sin tierra. El mito familiar, escrupulosamente alimentado por mi padre, se esfumó para siempre tras la cruda verdad de un universo de desmán y pillaje, desafueros revestidos de piedad, abusos y tropelías inconfesables. Una tenaz, soterrada impresión de culpa, residuo sin duda de la difunta moral católica, se sumó a mi ya aguda conciencia de la iniquidad social española e índole irremediablemente parasitaria, decadente e inane del mundo al que pertenecía. Acababa de descubrir la doctrina marxista y su descripción minuciosa de los privilegios y atropellos de la burguesía se aplicaba como anillo al dedo a la realidad evocada en aquellos fajos marchitos de cartas.
Fue así como, a los veintitrés o veinticuatro años —coincidiendo, es verdad, con uno de los desastres financieros de mi padre que anduvo a pique de llevarnos a la ruina—, pasé a ser compañero de viaje del Partido Comunista clandestino. Mi decisión se debía tanto a la lectura apresurada de los folletos y libros que empezaban a circular bajo mano en España como a la ilustración contundente de los mismos por las efemérides, historial y altibajos de mi propia familia. El proceso revolucionario cubano, iniciado unos años más tarde, sería vivido así, íntimamente, como una estricta sanción histórica a los pasados crímenes de mi linaje, una experiencia liberadora que me ayudaría a desprenderme, con la entusiasta inserción en él, del pesado fardo que llevaba encima. La misiva incluida en el último capítulo de la novela que cierra mi trilogía es auténtica si bien, por razones de adaptación novelesca, introduje algunos cambios al transcribirla. Otras, igualmente acusadoras e hirientes, permanecen todavía en mis manos. Sin ánimo exhaustivo, a fin de restituir las emociones que suscitaron, me limitaré a reproducir aquéllas cuya elocuencia me exime de cualquier comentario.
Cienfuegos, sbre 25 1873
Sr. D. Agustín Goytisolo
Querido amo, la presente es para poner en su conosimiento como hayer 24 le é entregado a el niño Agustín 300 p. oro para que me entregara la carta y dise que no me la puede dar yo hoy no le puedo ser útil a consecuensia de mi enfermedar como sumersé sabe y espero de sumersé le diga algo sobre esto yo estoy en casa de Vizente y el es quien me mantiene y me paga los gastos de la botica y espero que sumersé le diga al niño Agustín que me la dé para ver si trasladándome a otro puerto puedo aliviar mi enfermedar pues estoy bastante fatal y si sumersé se quiere desengañar puede preguntar á personas de su confiansa sin otra cosa les piden la bendisión tanto a sumersé como a la niña Trinidad y demás familia esta su criada Factora Goytisolo.
Recuerde sumersé que U. me ofresió lá carta y yo viendo que sumersé se demoraba me é tenido que empeñarme y bio que ni de ese modo no me la querendar no se que acerme pues si desea que yo baya a trabajar al campo y que tenga que dormir en el suelo me lo dirán eso será en recompensa de mis trabajos yo espero en sumersé y en la Virgen de la Carida mande a darme la carta la criandera F.G.
Cienfuegos 30 de julio 1882
Muy sr. mío penetrada del más profundo dolor participo a U. la funesta noticia de la pérdida de su negro biejo Cándido, mi amado esposo que pasó a gozar de mejor vida el día 23 del presente y así como por sus amables prendas ha causado un común sentimiento a toda la familia y amigos me persuado que también sentirá en el ánimo una igual pena suplico a U. le tenga presente en sus oraciones ofreciéndome con este motivo a la disposición de U. en los precepto que fueran de su agrado. Dios guarde a U. muchos años.
CEFERINA GOYTIZOLO
Cienfuegos. Abril 22 1884
Sr. D. Agustín Guaitisolo
Estimado amo mió, deseo que al recibo de esta se halle Vd. y toda la familia gozando de una perfecta salud como yo para mí deseo y que todo sea felicidades y a la Sra la bendición a la niña Fermina Trina Luisita Josefita Dios que la acompañe mil años y que le doy gracias a su hijo Agustín por los favores que me está haciendo aquí de una desgracia que me calló que después de Dios el me salvó y que mande a su criado que tiene muchos deseos de verlo más que escribirle y me hará favor de contestarme esta carta para vesarla en lugar de Vd. que no es mi amo sino mi padre.
VICENTE GOITISOLO
Pero estoy anticipando una lectura realizada muchos años más tarde. En las vacaciones veraniegas de mis primeros años de bachillerato, el pasado glorioso de la familia paterna se cifraba ante todo en las fotografías atabacadas, un tanto desvaídas que daban testimonio de su magnificente esplendor. Las vistas del ingenio —el tren cañero con el rótulo Goytisolo y Montalvo, sus vagones listos para la zafra, el batey con los almacenes y viviendas de la negrada, la sala de máquinas donde se llevaba a cabo la purga— y de las cuantiosas posesiones del bisabuelo —el palacete de Cienfuegos, el suntuoso chalé morisco edificado por él en el Ensanche de Barcelona, su inmueble de la plaza de Cataluña actual propiedad del Banco de Vizcaya— eran la prueba gráfica de una grandeza que aun desvanecida podía conferir —y confería a mi padre— una conciencia inmanente de superioridad. La colección encuadernada de la vieja Ilustración Española y Americana, pródiga en estampas de la época, grabados y daguerrotipos, concurría a elaborar mis fantasías ingenuas con las coordenadas espaciales e históricas en las que la epopeya familiar se inscribía. Las imágenes coloniales cubanas, fisionomía y vestimenta de los mambises, despedida popular de los voluntarios embarcados para La Habana son parte integrante de unos recuerdos caleidoscópicos estrechamente ligados a mi niñez. El mito y aventura cubanos cobrarían así en mis adentros, hasta la irrupción de la pubertad, la forma de un paraíso perdido, de un edén expuesto con nitidez ante mis ojos y esfumado después como por efecto de un espejismo.
El abuelo Antonio había contraído matrimonio en Cuba con la hija de una rica familia de indianos de origen anglo-menorquín: esta dulce, clara, lejana Catalina Taltavull y Victory, cuyo retrato adolescente presagia su melancólica resignación al destino. Tras liquidar el patrimonio antillano, los Taltavull se habían afincado también en Barcelona en donde el hermano de mi abuela llevó una vida despreocupada y ostentosa, severamente criticada por la rama colateral de la familia. En La Habana para un Infante difunto, Guillermo Cabrera Infante, al establecer la lista de moradores de la antigua casa de vecindad en que se criara con sus padres y hermano, menciona de oídas a un negro Tartavul que debió de ser en realidad un Taltavull descendiente de algún esclavo de mi otro bisabuelo paterno, inscrito en el registro, conforme a los usos de aquel tiempo, con el apellido del amo. Esos Goytisolo y Taltavull existen aún en Cuba y mi hermano José Agustín se fotografió con uno de ellos, casualmente mi homónimo. En 1962, durante una breve escapada a la villa de Trinidad, cercana a Cienfuegos, oí hablar de otro Juan Goytisolo, famoso por sus artes de brujería, que acababa de refugiarse en el monte huyendo al parecer de la furia de algún marido ultrajado.
La reconstitución de la vida barcelonesa de mi familia vascocubana no resulta difícil: a los fajos bien ordenados de documentos y cartas del abuelo Antonio se añade, en la memoria, el poso de las apacibles evocaciones veraniegas de mi padre con sus hermanos Catalina y Leopoldo en la casa de Torrentbó. Por sus interminables charlas en el jardín o la galería, sé que mi tía abuela Trina, una imponente solterona bigotuda y católica que, según Leopoldo, tenía la pinta de un granadero, vivió rodeada de una pequeña corte de vicarios y canónigos, compadres de su vida regalada y beneficiarios de sus generosas limosnas. En su decorativo papel de perritos falderos, asistían a sus reuniones mundanas, le daban el brazo al cruzar la calle, sostenían con obsequiosidad su sombrilla: así, al fallecer ella, heredaron todos sus bienes, unas piadosísimas sanguijuelas, concluía el tío con expresión burlona. Tía Catalina fingía no oír el comentario y, tumbada en su eterna chaise-longue, desgranaba, entre murmullos, las cuentas de su rosario. El tema del tío abuelo Juan Taltavull, de su vida dispendiosa e inútil era objeto también de comentarios y apostillas: en una ocasión a fin de agasajar a sus invitados en su lujosa mansión de Caldetas había reservado para ellos un tren especial en un arranque de megalomanía. Él y la tía Ángeles habían vivido ociosamente de sus rentas y, al mermar éstas, procedieron a vender poco a poco sus bienes hasta llegar a la situación inconfortable si no apurada en que les conocí: recluidos en un piso vasto y elegante de la Rambla de Cataluña, incapaces de mantener el rumbo y boato al que, para su desdicha, se habían acostumbrado.
Ambos murieron después de la guerra y de sus cuatro hijos únicamente vi o traté a dos: la tía Mercedes y un varón, Juanito, que seguía los malos pasos del padre para vergüenza y escándalo de la familia. En el comedor de Torrentbó colgaba un retrato infantil del tío abuelo Juan, ridículamente vestido con chaquetín y calzones oscuros, acomodado en una especie de banquillo o taburete rojo: su expresión ceñuda y huraña, el empaque y esfuerzo del rostro, la sospechosa crispación de su postura incitarían a creer a un malpensado que fue sorprendido por el artista en el quehacer humilde de la defecación.
La figura de la abuela —paralela y simétrica en la inalterable disposición de los cuadros que adornaban la pieza— no guarda con él ningún parecido. Catalina Taltavull ofrece en ella la imagen de una adolescente delicada y suave, condenada por el código patriarcal de la sociedad en que vivía a un borroso papel de consorte fiel y sacrificada, víctima de una implacable sucesión de maternidades que segaría prematuramente su vida. Embarazada con regularidad por el abuelo Antonio, le dejó diez herederos, hembras y varones, al fallecer de sobreparto a los treinta y siete años. Su marido, al enviudar, se había consagrado con cristiana resignación a la prudente gestión de sus bienes y estricta educación de los hijos. Mientras su hermano Agustín se hacía cargo del patrimonio cubano y liquidaba el central azucarero de Cruces, improductivo y costoso después de los grandes cambios económicos y políticos originados por la lucha independentista e invasión norteamericana, él se ocuparía en mantener, falto del ímpetu arrollador del padre y de su infalible sentido de los negocios, su elevada posición social frente a la erosión paulatina del tiempo y mudanzas de la fortuna. Las relaciones con Cuba llenan una buena parte de la correspondencia de principios de siglo. Una misiva de su abogado, recién concluida la guerra con Estados Unidos, nos informa de modo sumamente significativo acerca del estado de ánimo de un sector de las clases acomodadas de la isla tras el choque de la derrota de España y amenazas de una revolución radical protagonizada por los mambises: «aun cuando la reconstrucción del país se va haciendo lentamente, porque hay todavía mucho majadero que habla de machete y de tiros, con lo cual sólo consigue amedrantar a los niños, lo positivo es que va adelante. Grandes empresas cambian de mano todos los días y el dinero del extranjero hará renacer la vida y el bienestar en estos campos de Cuba regados con tantas lágrimas y sangre. Sea cual fuere el porvenir de este país en el terreno político, si los americanos intervienen de una u otra manera en sus destinos, la isla prosperará».
Aunque el intercambio epistolar con Cuba se espacia al consumarse la división patrimonial entre los dos hermanos, los documentos que conciernen a la vida española presentan asimismo considerable interés. Por medio de ellos, podemos rehacer la existencia diaria de un indiano acaudalado, conservador, rígido y piadoso, cuya conducta, sentimientos e ideas me inspiran e inspiraron siempre profunda antipatía. Su proverbial mezquindad —establecida por cuantos le conocieron— admitía tan sólo una excepción en materias religiosas. Cuando tío Leopoldo comentaba que prefería patearse los cuartos en fiestas y fulanas como el tío Juan Taltavull a arruinarse como «otros» por mor de la Iglesia, el dardo apuntaba claramente a sus larguezas baldías. Tan excepcional generosidad no era con todo enteramente desinteresada: como en buen hijo de negociantes, obedecía a un cálculo de rentabilidad, si no inmediata y tangible, al menos metafísica. En pago a sus fieles y asiduos servicios a la causa eclesiástica, el Pontífice León XIII se había dignado conceder una indulgencia plenaria in articulo mortis para él, sus colaterales y descendientes hasta la tercera generación en un diploma que, con su fotografía, sello y firma lucía pomposamente enmarcado en la casa de Torrentbó. Si bien cabe pensar como mi tío, de forma un tanto pedestre, que aquella absolución de los pecados cuyo manto benigno me resguardaba de las penas infernales cualesquiera que fuesen mis crímenes debió costarle los ojos de la cara, la mirífica, compensación ultraterrena resultaba para un creyente del temple del abuelo infinitamente más atractiva. Asegurar la eterna felicidad para sí y la familia revestía las apariencias de una inversión sumamente rentable: la prolongación en el más allá de un sistema social inamovible y propicio, como ese paraíso imaginado por los nobles egipcios enterrados en el Valle de los Muertos y en cuyos hipogeos figuran dibujadas hermosísimas estampas de la vida regalada, colmada de manjares, bebidas, servidores y ofrendas, que les aguarda al abandonar este mundo. Reprocharle tal previsión —un verdadero seguro de muerte contraído para él y los suyos— sería no sólo superfluo e inoportuno sino una muestra chocante de ingratitud.
El carácter severo y altivo del abuelo, su viudez triste, la porfía con que somete a sus hijas e hijos a los rigores de una adusta educación religiosa se traslucen en la correspondencia con éstos en sus años de internado con los jesuitas o monjas del Sagrado Corazón. Los manuales de piedad de la época, lectura obligada de mis tíos durante sus vacaciones de verano, reflejan una curiosa concepción maniquea de un mundo partido entre Dios y el pecado, bastante más próxima al Génesis que a los Evangelios, cuyo conocimiento nos informa, mejor que cualquier análisis, del pensamiento ultramontano de nuestras clases pudientes en el periodo de la Restauración. Un manoseado ejemplar de la Devoción a san José, procedente de la biblioteca de Torrentbó y que casualmente tengo a mano en el momento de escribir estas líneas, recoge puntualmente una serie de milagros en los que la Justicia divina fulmina indiscriminadamente a librepensadores, blasfemos, sindicalistas, republicanos, masturbadores y enemigos del Papa: «En cierto pueblo ha ocurrido un ejemplo de la venganza del cielo. A eso del mediodía, el señor Cura llevaba el santo Viático a un enfermo. Al salir de la iglesia pasó delante de un' mesón donde había tres hombres sentados a la mesa. Dos se levantaron y descubrieron al ver al santísimo Sacramento; pero el otro, lejos de imitarles, empezó a burlarse de ellos, y creyendo dar muestras de valor y talento, pronunció una infame blasfemia contra Jesucristo y la santísima Virgen Apenas el infeliz había acabado de proferir su blasfemia cayó sin conocimiento en presencia de sus compañeros aterrados. Fuese por un médico, llamóse al vicario de la parroquia, y fueron inútiles todos los cuidados: por tres veces distintas acude el sacerdote a confesar al moribundo, pero siempre en vano. Su blasfemia fue su última palabra. Después de diez horas de agitarse en horribles convulsiones, expiró, habiéndose él mismo cortado la lengua con los dientes en su delirio». «Otro sujeto, muy aficionado a leer periódicos impíos, al ver a su hija, vestida de blanco, que iba a salir para trasladarse a una población vecina en que el señor Obispo administraba el sacramento de la Confirmación, se enfureció de tal manera, que arranca a su hija el velo y la guirnalda que llevaba, y la encierra en un cuarto. Al cabo de algunos días, un caballo desbocado, después de haber atravesado toda la población sin hacer daño a nadie, entra en la casa de este inconsiderado padre, lo derriba y lo pisotea, dejándolo muerto».
Hombre de orden e inquieto por las convulsiones que sacudían a Barcelona en vísperas de la Semana Trágica, el abuelo había sostenido con entusiasmo la política represiva de Antonio Maura contra los agitadores y revoltosos que osaban perturbar la paz social. Recientemente, encontré entre sus papeles una carta con membrete del Presidente del Consejo de Ministros fechada el uno de febrero de 1904 en la que, en respuesta a otra suya de la que desdichadamente no hay copia, Maura agradece sinceramente la felicitación que le había mandado: «Por el número de aquéllas, cada día creciente, que recibo, de personas de todas las clases sociales, veo con gusto que la opinión sana del país se va exteriorizando y esto me alienta a proseguir la obra comenzada». Este poco santo intercambio de opiniones entre mi abuelo y el de mi amigo Jorge Semprún —como dije a éste al hacerle partícipe de tan divertido hallazgo— habría sido interpretado quizá por Carrillo, de haber tenido ocasión de conocerlo en el momento de la ruptura de Semprún con el Partido y mi involuntaria implicación en la misma por un artículo que publiqué en L’Express, como antecedente remoto de un contubernio nuestro destinado a minar la unidad de la organización y moral de sus miembros. La relación insospechable de los dos abuelos —vista a una distancia de casi ochenta años, desde la atalaya privilegiada de nuestra distinta experiencia política— me parece uno de esos azares sorprendentes de la historia que a menudo incitan a creer en la presencia entre bastidores de un genio burlón y matrero, diestro en el arte de la paradoja y sutil ejercicio de la ironía.
En la segunda década del siglo, la correspondencia disminuye de volumen hasta extinguirse del todo. Los últimos años del abuelo Antonio en su mansión de la calle Mallorca se pierden así en los dominios de la conjetura e información dudosa: estudios universitarios de los hijos mayores, esponsales, veraneos en Torrentbó, lenta e inexorable metamorfosis de su viejo status de procer acomodado en el de rentista avaricioso y parco, reducido por la inercia natural de las cosas a una existencia vacua y decorativa. La fecha de su muerte coincide con el noviazgo de mi padre y retrasó al parecer algunos meses la celebración de la boda. El clásico ciclo de ascensión, esplendor y caída de las familias, manifiesto ya en su vejez, debió de colmarle de ansiedad y amargura. El reparto de la aún cuantiosa fortuna entre sus diez hijas e hijos, la falta de ambición y espíritu combativo de éstos presagiaban un futuro difícil e incierto en un periodo caracterizado precisamente por su movilidad social y sobresaltos políticos. Desaparecido el vínculo que los mantenía unidos, sus herederos no tardarían en dispersarse: su cohabitación en el palacete anacrónico, empequeñecido y rodeado ya por los flamantes inmuebles de habitaciones del Ensanche, resultaría pronto dispendiosa e inútil. Mientras algunos contraían matrimonio y fundaban un hogar, otros —como Leopoldo, Luis y Montserrat— buscarían un piso agradable y moderno, mejor adaptado a sus gustos y necesidades. El chalé morisco fue vendido y desapareció poco después bajo los golpes de la piqueta demoledora, barrido por la fiebre especulativa que alteraría para siempre aquellos años la fisionomía apacible y romántica de la ciudad.
Si alguno de mis tíos desempeñó en mi niñez un papel importante, la mayoría de ellos se eclipsaron en fecha temprana o asomaron al horizonte de aquélla como simples comparsas, de forma fugaz y anodina. El recuerdo de tía Rosario, su marido y los hijos enlaza casi exclusivamente con mi primer aprendizaje de la vida, cuando su familia y la nuestra vivían refugiadas durante la guerra en el pueblo de Viladrau. De la tía María, viuda y con siete hijos, conservo una imagen insegura y borrosa: una visita con mi madre a su casa un tanto gaudiana de la calle Dominicos, en la parte alta de la Bonanova. A tía Magdalena no la llegué a conocer: enferma, neurótica, se había habituado, a causa de una larga dolencia, al consumo de drogas y falleció siendo yo niño en un sanatorio. Sus hermanos evitaban hablar de ella y cuanto sé de su vida llegó a mis oídos de manera indirecta o a media voz. En Torrentbó descubrí una vez un librillo suyo subrayado a lápiz cuyo título, Los engaños de la morfina, sugiere la idea de que le fue aconsejado por algún médico en una de sus curas de desintoxicación. El opúsculo, destinado a poner en guardia contra el abuso de estupefacientes, incluía curiosamente en la lista de adictos célebres al «divino» marqués de Sade: la primera noticia del creador de Justine y Juliette me llegó en consecuencia a través de una prosa seudomédica plagada de fabulaciones y errores con el previsible resultado de inspirarme un deseo vivísimo de conocer su persona y obra, retratadas por el horrorizado publicista con el atractivo malsano de la fascinación. El tío Joaquín, que había obtenido como Leopoldo un diploma de médico, emigró a Argentina antes de mi nacimiento tras haber contraído un matrimonio severamente condenado por la familia a causa del origen humilde de la desposada: allá, con una energía brusca e insospechada, se consagró a una vasta explotación ganadera hasta forjarse una posición económica desahogada que le situaría en lo futuro muy por encima de sus hermanos. Las vicisitudes de la guerra civil y carestía reinante en la zona republicana le procuraron la dulce ocasión de lavar la presunta mancha socorriendo regularmente a mi padre y los tíos de vituallas acogidas por éstos como el agua de mayo. Cuando, a fines de los cuarenta, llegó a la estación marítima de Barcelona con tía María y las primas, su recepción fue la de un triunfador. Toda la familia acudió a abrazar a la ex oveja negra y, olvidando su desdichado protagonismo en la partida del tío a Patagonia, papá lo erigía en paradigma de virtudes y nos incitaba a seguir su ejemplo. Mientras él y sus hermanos soportaban como podían las estrecheces generales de la posguerra española y las ocasionadas por el declive de su fortuna, Joaquín, el apestado, salía engrandecido de la prueba y era objeto de muestras de respeto y admiración. Mi padre, cuya obsesión con el peligro comunista rayaba a veces en lo patológico, nos incitaba a abrirnos paso lejos de Europa aprovechando la experiencia y consejos de aquel digno émulo del bisabuelo en sus afanes de aventura y de gloria. Tío Joaquín y su esposa paladeaban modestamente su desquite, deslumbrándonos a todos con su sencillez y afabilidad.
Los hijos menores del abuelo Antonio, Ignacio y Montserrat, incidieron también en mi niñez de manera esporádica: él, ingeniero industrial e inventor de mejoras patentadas en el dominio de los ferrocarriles, se había convertido durante la guerra en un apasionado franquista y sostenía acaloradas discusiones con Leopoldo, cuando éste pronosticaba, desde Stalingrado, la derrota inevitable de los alemanes. Montserrat pertenecía a un mundo enteramente distinto del de sus hermanos: huérfana de padre y madre, había adoptado un estilo de vida independiente y desenfadado, en los antípodas de la pudibundez y piedad en las que se criara de niña. Fumaba, bebía, había sido pionera del charlestón, falda-pantalón y baños solares antes de contraer matrimonio a los treinta y tantos años con un tal Federico Esteve, con quien se estableció en Mallorca poco antes de la guerra civil. Recuerdo la visita de ambos a la casa de Pablo Alcover para pedir la mano de ella a mi padre en su condición de hermano mayor: un matrimonio que se revelaría sumamente desgraciado y, tras años de humillaciones y desaires, la conduciría por fin a la ruina.
Sobre mis tíos Leopoldo, Catalina y Luis me extenderé luego: los tres intervinieron de un modo u otro en mi formación y experiencia. El resto de la estirpe paterna —una veintena y pico de primos entre los que se contaban o cuentan un salesiano, un dignatario del Opus Dei, un misionero en el Chad y un cura obrero marxista— aparecerá también, si la exposición de los hechos lo aconseja, en las páginas de este relato. Mientras la noción de familia ha dejado de significar algo para mí desde hace años, la rareza de nuestro apellido y un reflejo puramente atávico explican la manía de que en mis viajes consulte siempre la guía telefónica de las ciudades en que paro con la vaga esperanza de dar con un miembro remoto del clan; pero, fuera de México y Nueva York, no he descubierto nunca por este medio las huellas de una parentela lejana. Mi relación con los Goytisolo, más allá del círculo de mis hermanos, ha sido en las últimas décadas producto de la casualidad: hubo, en primer lugar, un extraño desencuentro con una Madame de mi apellido en un hotel de Marraquech a causa de un telegrama fechado en Burdeos en el que la misteriosísima dama anulaba su reserva y la de su compañera el mismo día de mi llegada, lo que ocasionaría una explicable confusión y el comentario incrédulo del director del hotel, convencido de que el mensaje era mío y le estaba tomando el pelo, vous ne me ferez pas croire tout de méme, Mortsieur, qu’un nom pareil court les rues!; igualmente inverosímil el real y tangible cartel anunciador de un coñac Goitisolo exhibido, ante mi estupor, en una vitrina del Gran Bazar de Estambul por un comerciante turco hincha del Athlétic y admirador de lo vasco: como no sufro alucinaciones ni había fumado kif, tuve que plantarme unos segundos con la nariz pegada al escaparate ornado de ikurriñas hasta persuadirme de que era verdad.
Imperceptiblemente, los signos se acumulan. De forma insidiosa y aleve, irregulares, dispersos, como espaciados adrede para dificultar su lectura. No el simple deterioro físico, verificado apenas en lo cotidiano, el esfuerzo mayor exigido por cada uno de los actos y pequeños rituales del día, ni siquiera la contrariada sorpresa, instintiva rebelión derrotada del brusco enfrentamiento a la marchita juventud de tu fotografía: la irrupción más bien, en un momento de vaga felicidad irresponsable, de ese corte inopinado, brutal, que desbarata previsiones y cálculos y te abandona inerme a la conciencia de una irremediable caducidad.
Conducir, por ejemplo, a la amanecida, a través de un sereno y luminoso paisaje, por una apacible, casi desierta carretera comarcal olvidando, es verdad, según descubrirás más tarde, que se trata de un viernes, día trece y estás por contera en el departamento francés número trece, algo que cualquier supersticioso podría interpretar erróneamente como una deliberada provocación, detenerte en la señal de alto plantada en el cruce con la nacional de Saint-Rémy a Tarascón, atender a la llamada de un sujeto de edad mediana que, al otro lado de la encrucijada, con una pobre y deslucida maleta en la mano, te pregunta si puedes llevarle contigo a un pueblo vecino y, después de comprobar que te pilla de paso, ataravesar la calzada, olvidándote, en el intervalo del breve diálogo, de mirar aún a la izquierda y oír de repente el zurrido estridente de unos frenos, segundos antes del encontronazo que reducirá tu automóvil a triste chatarra. Salir titubeante del vehículo y afrontar el rostro céreo, descompuesto de miedo, del chófer del camión, involuntario mensajero de un aviso del destino, precisamente un árabe;
dirigirle, en su lengua, unas palabras para tranquilizarle y escuchar sus balbuceos —no sorprendido en absoluto por lo insólito del hecho de que el europeo presuntamente herido converse con él en su idioma—, la salmodia a media voz de los Kulchi fi yid Allah y otras fórmulas de acatamiento a lo Escrito entretejidas con exclamaciones de acción de gracias. Inverosímil diálogo en la carretera nevada de vidrio, sin experimentar todavía dolor alguno por la uña del pulgar arrancada de cuajo mientras adviertes que el causante indirecto del lance huye a toda prisa con la maleta a cuestas y la dueña de la tienda situada en el cruce, tras permitirte telefonear al amigo en cuya casa te has hospedado, encaja sin pestañear el precio de la llamada. Sólo perplejidad por tu presencia en un mundo algodonoso y fantasmal, objeto de piedad o indiscreción de los inevitables mirones, junto a la figura magra y envejecida del desamparado magrebi transportista de fruta que, pasado el apuro, se esfuerza en establecer también una simple composición de lugar —daños, responsabilidades, necesidad de prevenir al amo—, aguardando la llegada de la policía.
O, quince meses más tarde, en el curso de un viaje sentimental al espacio de tu propia escritura, después de recorrer el paisaje solitario y agreste en el que se desenvolviera la trama de una de tus novelas, volver al lugar como el culpable retorna siempre al sitio de su crimen, inmerso en la masa bulliciosa y enardecida de aficionados venidos de todos los rincones de la provincia a asistir, como tú, a la expiatoria y cruel ceremonia de los encierros, encaramado en las talanqueras de la plazuela inferior de Elche de la Sierra por donde iban a irrumpir los bichos con su cortejo de cabestros y gañanes en medio de los gritos y estampida de los petardos, varazos, huidas, envites, aupamientos motivo de arrobo y entusiasmo de la abigarrada multitud; descolgarte del racimo humano, para seguir calle arriba, con tus amigos, el tropel de los rezagados hacia la iglesia parroquial del pueblo, intentando prever por los chillidos y fugas precipitadas el regreso de los astados desde la plaza rectangular y vallada, en donde horas después debe celebrarse la lidia y ejecución de los animales, el sangriento, colectivo ritual; internarte, al cabo de larga espera, en el callejón atrancado, sordo al aviso del compañero albaceteño que conoce mejor que tú la disposición del lugar —longitud del trayecto hasta la iglesia, carencia de refugios y barreras por las que trepar en caso de necesidad—, con el propósito de llegar al palenque en el que permanecen los toros; alcanzar la embocadura de la plaza y, desde el portillo abierto en la empalizada de troncos verticales, cerciorarte de la dificultad de entrar sin atraer la atención de uno de los bichos que, excitado ya por la detonación de las tracas, golpes y bastonazos, rasca el suelo con las pezuñas y mira tenazmente a la salida, ansioso de embestir, cornear, vengarse de la esquiva cuadrilla de mozos que lo maltratan y burlan; buscar refugio a tu izquierda mientras la res humilla el testuz y arranca de súbito en dirección al postigo de la talanquera, dejar que pase en tromba tras los gañanes, oír los gritos de terror cuando arremete a uno de ellos en plena carrera, lo echa por tierra, empitona, prosigue su furia persecutoria, abandonándolo de bruces, como muerto; percibir de nuevo las voces y chillidos anunciadores de la irrupción del segundo toro, verificar que tus vecinos se escabullen y trepan a las talanqueras de la derecha de la bocacalle aupados por los de arriba, arrimarte por segunda vez, imprudentemente, a la esquinera izquierda, arrinconado entre una pared y los troncos verticales de la empalizada; percatarte de pronto de que el toro, traspuesto el umbral, en vez de seguir adelante y acometer a los fugitivos, vuelve la grupa y se encara contigo a dos metros escasos de distancia, te observa con fijeza durante unos instantes interminables, el tiempo de concretar sin temor, con puro asombro, la situación impensable en la que te encuentras: aculado al rincón, sin medio de pasar entre las tranqueras, consciente del carácter absurdo de la escena, suspenso y poseído tan sólo por una densa y frondosa incredulidad; intentar escurrirte con lentitud hacia la puerta, convencido de la imposibilidad de que aquello sea cierto, de protagonizar una especie de sueño despierto, la habitual pesadilla nocturna, opaca, laboriosa, pugnaz; y sentir no obstante el golpe de testuz que te tumba, arrastra bocabajo por el suelo, perdida toda noción de lugar y de tiempo, segundos, segundos inimaginables, ni pánico ni dolor ni zozobra, sólo, sólo, sólo abrumadora irrealidad; y escuchar un grito familiar, tu nombre aullado más que pronunciado, momentos antes de que manos anónimas te tiren de los brazos, te incorporen, rescaten y, al alzar la vista, descubras a Abdelhadi entre los cuernos del toro, izado cual carga ligera por el bicho furioso, a punto de ser volcado atrás de un cabezazo hasta que el animal, vapuleado por los mozos durante su breve y espectacular caída, se levanta, olvida a tu salvador, da media vuelta y corre encolerizado tras la cuadrilla; agitación, solicitud, ofertas de ayuda tardías e inoportunas de los asistentes al lance apiñados en torno a ti y Abdelhadi, empujados, casi en volandas al cercano puesto de socorro, deseosos ambos, con ese orgullo lastimado de quien acaba de dar el tropezón en público, de impedir que la gente os compadezca, de sustraeros lo antes posible a su curiosidad y atención; aprehender de golpe, ajeno al gentío que te rodea, el destino irrisorio y grotesco que te ha rozado exactamente el mismo día en que un infeliz espontáneo muriera empitonado ante millones de futuros televidentes en la plaza de toros de Albacete, decidido a ocultar la humillación a Monique, sobre todo a ella, antes de haberla encajado, digerido, exorcizado, días, semanas, meses o años más tarde, gracias a ese lento, paulatino proceso interior que conduce soterrado a la escritura; reconocimiento, cura, desinfección con mercromina y algodón de roces y magulladuras, y registrar como un sonámbulo el homenaje admirativo de un cabo de la guardia civil testigo del accidente que, luego de dar unas palmadas en el hombro de Abdelhadi y haber intentado en vano comunicarse con él, se vuelve a ti y formula torpemente el cumplido, su amigo, aunque moro, es noble y valiente.
Como la madre frustrada que después de un aborto involuntario busca con impaciencia, a fin de superar el trauma, la forma y ocasión apropiadas a lograr un nuevo embarazo, sentir aflorar bruscamente, en el dormitorio de la habitación en donde os reponéis del percance, la violenta pulsión de la escritura tras largos meses de esterilidad sosegada, urgencia y necesidad de escribir, expresarte, no permitir que cuanto amas, tu pasado, experiencia, emociones, lo que eres y has sido desaparezcan contigo, resolución de luchar con uñas y dientes contra el olvido, esa sima negra de fauces abiertas que acecha, lo sabes, a la vuelta de cualquier camino, don de vida precario, milagro humano, existencia y realidad avariciosamente concedidas, júbilo de confirmar con los cinco sentidos que el portento diario se prolonga, que una prórroga aleatoria te consiente aún ser tú mismo, súbita y reiterada acumulación de recuerdos, fogonazos, instantáneas, fuegos fatuos, ebriedad de ver, tocar, oír, oler, palpar, evocar lo sucedido, la Historia, las historias, el encadenamiento de hechos, imponderables, circunstancias que te han convertido en este cuerpo maltrecho tumbado bocarriba sobre la cama de la escueta habitación en que te alojas, instante revivido ahora, a vuela pluma, cuando casi dos años más tarde empiezas a ordenar tus sentimientos e impresiones, plasmarlos en la página en blanco, vueltatrás sincopado, a bandazos, sujeto a los meandros de la memoria, imperativo de dar cuenta, a los demás y a ti mismo, de lo que fuiste y no eres, de quien pudiste ser y no has sido, de precisar, corregir, completar la realidad elaborada en tus sucesivas ficciones, este único libro, el Libro que desde hace veinte años no has cesado de crear y recrear y, según adviertes invariablemente al cabo de cada uno de sus capítulos, todavía no has escrito.
Las sombras y opacidades de la línea materna son todavía más densas. El abuelo Ricardo apenas hablaba de ella y las confidencias de la abuela Marta, escuchadas de niño, se han borrado en gran parte de mi memoria. Sé de cierto que mi tatarabuela era andaluza, se llamaba doña María Mendoza y escribió una novela titulada Las barras de plata, inspirándose en los relatos de Walter Scott: en la torre de la calle de Pablo Alcover guardábamos un ejemplar del libro, encuadernado en rojo, pero nunca me tentó la curiosidad de leerlo. Había también un retrato de ella, una dama de apariencia adusta y majestuosa, tocada no obstante por la gracia o insania de la escritura. Novela y retrato desaparecieron a la muerte de mi padre o quizá antes, víctimas de la confusión de aquellos años: mudanza de muebles y enseres de la casa, dispersión general de la familia. Los vestigios del pasado interferían en mi juventud de forma molesta y sólo más tarde volví a pensar en esa posible y lejana transmisora genética de la vocación literaria que marcaría mi vida y la de mis hermanos. ¿Quién fue, cómo era, por qué había escrito? Otras tantas preguntas sin respuesta, perdidas en el limbo del olvido.
A la bisabuela, su nuera, alcancé a verla en su torre de Pedralbes a mis tres o cuatro años de edad: vestía de luto y llevaba unos rodetes amarillentos, quizá teñidos, encima de las orejas. Se apellidaba Pastor, procedía de una estirpe de militares y había enviudado de José María Vives y Mendoza, un notario con aficiones humanistas. Este bisabuelo poseyó una biblioteca histórico-castrense alguno de cuyos volúmenes —diccionarios latinos, una crónica ilustrada de los almogávares— fueron a parar a casa. La abuela Marta solía referirnos episodios de la carrera y hoja de servicios de los miembros de la familia, evocar sus emociones infantiles al toque de corneta y formación de la guardia con que se acogía su llegada al cuartel. La tradición jurídico-militar de los suyos se compadecía sin embargo muy poco con la actitud anómala, rebelde y catalanista de su hermano, el traductor y poeta Ramón Vives Pastor. Mi tío abuelo Ramón, según averigüé de manera tardía e indirecta, había llevado en su juventud una existencia bohemia, entregada a la literatura, el dandismo y la disipación. Los testigos de la época lo pintan como un personaje escéptico y apasionado: su versión catalana de las Estancias de Omar Jayyam está dedicada a su amante, la irlandesa Bertha St. George, filla tristoia i dolga d’aquella verda Erin, esclava, com ma térra, d’una llei opressora. La traducción, hecha a partir de la del orientalista y diplomático francés M. Nicolás, fue prologada por Joan Maragall y contiene algunos versos que, mediante el recurso discreto al diccionario, leía con delectación cuando a fines del bachillerato comencé a perder la fe religiosa:
Vaig enviar mon anima vers el llunya Invisible
les lletres d’altra Vida pera que m con fe gis,
i, poc a poc, a mi va retornar passible,
dient: «Jo soc mon propre Infern i Paradis».
Mulla: no vui que preguis per mi. Déu fa son do
sens que se li demani, i els veis del seu perdó,
i sa misericordia, inmensos com el mar,
cobriran, sensa veure-es, els grans pecats d’Omar.
Su anticonformismo religioso y militancia nacionalista debieron causar escándalo incluso en el medio culto y liberal en que se había educado. La abuela Marta hablaba a menudo de él: las bromas que solía gastar cuando eran niños, su viaje a Ginebra adonde fuera a cuidar la tuberculosis que años después le arrastraría con todo a la tumba. Allí habría arrojado un papel al suelo, en plena calle, y un viandante le había reprochado el descuido, indigno de un país civilizado, e invitado, amablemente, a recogerlo. Es una de las pocas anécdotas que recuerdo, acompañada siempre del comentario: los suizos son muy ordenados y limpios. En el pequeño mueble biblioteca de la entrada de Pablo Alcover se alineaban algunos libros suyos en catalán, castellano y francés: una bellísima edición de La regenta figuraba entre ellos. Había también un rimero de carpetas llenas de manuscritos suyos. Con esa indiferencia cruel de los niños, me había servido de ellos para dibujar y escribir mis chapucerías en la cara en blanco de sus obras de teatro, condenándolas así a la destrucción y la nada. Cuando pienso ahora en el gesto mío me asusta comprobar que, aun en mi inconsciencia, hubiera sido capaz de tan lamentable hazaña: asestar aquel golpe definitivo al objeto precioso de sus esfuerzos, reducir a cenizas el testimonio y justificación de una vida. Pero, increíblemente, en casa no se nos había inculcado la más mínima noción de respeto tocante a sus escritos. Fuera del anecdotario familiar de la abuela, nadie aludía a él, hecho del que deduzco una actitud de cautela un tanto reprobadora. Quienes le conocieron —mi madre, tía Consuelo— habían muerto o callaban prudentemente como el abuelo. En cuanto a mi padre, sé que le profesaba, por razones fáciles de adivinar, una franca y sañuda antipatía: a un catalanismo y bohemia que chocaban de frente con sus convicciones de hombre tradicionalista, apegado sentimentalmente a lo vasco y afecto a los valores patrióticos, se añadía un elemento irracional, la sospecha, varias veces formulada en los momentos en que buscaba un responsable universal de sus desgracias y calamidades, de que el tío abuelo Ramón había sido el causante de la meningitis tuberculosa de la que falleció a los siete años, antes de que yo naciera, mi hermano Antonio. Este hecho, y su aversión no disimulada al abuelo Ricardo por razones que aclararé luego, explican que sus relaciones con la familia de mi madre fueran cuando menos frías y distantes. La obra y memoria de Ramón Vives sufrieron un daño irreparable en aquella atmósfera familiar traumatizada por el desastre de la guerra en unos años de vertical saludo e imperial lenguaje, apego a las normas religiosas y esencias perennes, chivo expiatorio de unas circunstancias en las que su simple mención resultaba molesta y las abandonaba inermes al capricho de un niño lego e irresponsable. La desdichada contribución mía a su segunda muerte me abruma hoy de sonrojo y tristeza. Poco, muy poco subsiste del trabajo de este rebelde nacido a deshora en una sociedad proverbialmente dura con los disidentes y cuya ruda terapéutica en épocas de crisis hallaría una lamentable complicidad en el seno de la propia familia. Sus Notes poètiques subtituladas Poesía es llibertad, impresas a primeros de siglo, no han llegado nunca a mis manos y nada sé de ellas fuera de alguna referencia ocasional de su sobrino, primo carnal de mi madre, el profesor Josep Calsamiglia. A pesar de ello, los escasos elementos de que dispongo para configurar su historia y carácter lo convierten en uno de los raros antecesores que intuyo próximos y con quienes siento una afinidad moral más allá de los impuestos y aleatorios lazos de sangre, afinidad teñida, en su caso, de remordimiento y melancolía. La palabra anulada y hecha trizas por mí siendo niño me ha contaminado tal vez sin saberlo para brotar insidiosa en cuanto he escrito y escribo. Sea cierta o no, la idea de esa posible transmigración me consuela de mi acto irreparable, transmutándolo sutilmente si no en una palingenesia, en una forma discreta de sobrevida.
La misma aura de misterio envuelve la vida y personalidad de mi tía Consuelo. Hermana menor de mi madre y agraciada también con una luminosa belleza, la expresión de su rostro, captada en numerosas fotografías, revela una fragilidad e indefensión disfrazadas apenas de recato y dulzura. Aficionada al violín —del qué tomó cursos de interpretación hasta manejarlo con maestría—, compuso un delicado poema sobre Maurice Ravel, publicado en la revista «Mirador», que el abuelo guardaba celosamente entre sus papeles. Sus discos de Bach, Mozart, Schubert, Brahms, Debussy, conservados en un álbum que, después de la guerra, pasó a nuestras manos, me pusieron en contacto por primera vez con el reino sereno de la música; pero, aunque murió cuando yo había cumplido los nueve años, no llegué a verla nunca. Con anterioridad a mi nacimiento se había casado con el abogado Eusebio Borrell y enviudó sin hijos. Este matrimonio efímero y la índole de la afección que acabó con su esposo no eran evocados jamás en el círculo de mi familia. Un retrato de la pareja, sacado frente a uno de los monumentos de la primera Exposición Universal, no sé si en el Paseo de San Juan o el parque de la Ciudadela, muestra a uno de esos individuos de facciones huidizas y fofas que, por una razón que ignoro, abundan tanto en las filas de la pequeña burguesía de Barcelona. A raíz de su muerte prematura, tía Consuelo había perdido gradualmente el juicio: cuando empecé a abrir los ojos y registrar lo que ocurría a mi alrededor, no aparecía por casa y se hallaba ya, muy probablemente, internada en un sanatorio. Durante la guerra civil, fue recogida por sus padres en el piso en que se refugiaron después de ser requisada por los milicianos la torre de Pablo Alcover. Allí, los bombardeos de la aviación franquista, sirenas, terror, carestía barrieron sus últimos vestigios de lucidez. Concluido el conflicto, la encerraron de nuevo y murió poco después de una enfermedad cuya naturaleza desconozco. Recuerdo tan sólo sus funerales, a los que asistí con un brazalete negro en compañía de mis hermanos. Aunque la familia del tío Eusebio vivía en el mismo barrio de la Bonanova en que nos criamos y diariamente pasábamos ante su casa —una villa sombría y húmeda en lo alto de la calle de Anglí— camino del colegio de los jesuítas, por una razón oculta no manteníamos ningún trato con ella. Mis abuelos se referían a su consuegra con el mote de la Chapuda y el carácter despectivo del término, agregado a este extraño alejamiento, sugiere la existencia entre ambas familias de un amargo e indigesto contencioso. ¿Eran también motivos políticos, ligados a un posible sentimiento catalanista o la posibilidad, insinuada por mi padre, de que tío Eusebio hubiese transmitido a su mujer una dolencia vergonzosa e incurable? De nuevo, como en el caso de Ramón Vives, el desgaste del tiempo y muerte de los testigos impide responder con certeza. Cuando leo libros de historia, la seguridad impertérrita con que sus autores establecen lo ocurrido hace milenios me produce una invencible sensación de incredulidad. ¿Cómo es posible reconstituir un pasado remoto si incluso el más reciente aparece sembrado de tantas incertidumbres y dudas? La opacidad del destino de una buena parte de mi familia es una perfecta ilustración para mí de la impotencia en descubrir y exhumar al cabo de pocos años la realidad tangible de lo que ha sido.
La rama del abuelo Ricardo ofrece menor variedad y dramatismo: oriunda al parecer del Ampurdán, cuenta entre sus miembros al abogado y publicista Gay de Montellá, autor de numerosas obras de tema jurídico. Quiénes fueron o qué hicieron sus padres es un recuerdo que se llevó con él al sepulcro. El abuelo tenía dos hermanos, Víctor y Laureano, a quienes llegué a conocer antes de la guerra: vestían con elegancia severa y se destocaban ceremoniosamente al entrar en casa. No podría precisar en cambio en qué fechas murieron: ambos dejaron familia y tía Lola, viuda de uno de ellos, solía visitarnos con su prole en los años cuarenta. Era una dama barroca y llena de afeite, cuya estampa se asocia en mi memoria con un mundo de jarros de porcelana y pantallas de flecos. Sus hijos y sobrinos sobrellevaban con dignidad una existencia dificultosa y precaria, cuyo menoscabo social hería su orgullo y buenas maneras. El abuelo era a sus ojos el rico de la familia pero, según tengo entendido, observaban rigurosamente el precepto de no quejarse ni poner a prueba sus muy dudosos sentimientos de generosidad. Estos parientes lejanos desertaron poco a poco del ámbito familiar: la última vez que les vi en casa, a fines de mi bachillerato, habían acudido a saludarnos con motivo de la partida de uno de ellos, en busca de fortuna, al suelo más próspero y benigno de Venezuela.
El eclipse gradual y definitivo de la rama materna tuvo una importancia especial para mí y mis hermanos a causa de nuestra futura condición de escritores. A la pregunta tantas veces repetida de unos años acá de por qué no escribimos en catalán me veo obligado a sacar a luz las circunstancias en que se desenvolvió la vida de mi familia. Mientras los abuelos Marta y Ricardo hablaban entre sí en aquel idioma, se dirigían a nosotros en castellano por expresa indicación paterna. Aunque la abuela nos había enseñado algunas canciones infantiles y mezclara a menudo expresiones y frases en ambas lenguas, tanto en casa —con mi padre y Eulalia— como en el colegio —en las aulas y entre compañeros— se empleaba exclusivamente el castellano —un castellano empobrecido y adulterado según descubriría más tarde, al extender el ámbito de mis frecuentaciones y amistades más allá de la insulsa y convencional burguesía barcelonesa—. Bajo la fuerte presión de unos años en que debía cultivarse por decreto la «lengua del Imperio», el catalán subsistía a duras penas en la intimidad de las casas. Fruto de ello sería mi escaso conocimiento del mismo fuera de las fórmulas de cortesía, saludos y tacos aprendidos, en los veranos, con los payeses de Torrentbó. Papá, en el nirvana de su fobia anticatalanista, se complacía en contrastar la prosapia, distinción y eufonía de la lengua de Castilla —sonoridad rotunda de su toponimia: Madrigal de las Altas Torres, Herrera del Duque, Motilla del Palancar— con la zafiedad y plebeyez de unos Tarrasa, Mollet u Hosta-francs grotescamente pronunciados para rematar su singular cursillo de etimología y fonética comparadas con la obligada referencia a la belleza misteriosa del término «luciérnaga» frente a la grosería y miseria del «cuca de llum» local. Por una razón u otra, lo cierto es que la lengua materna —desvanecida para siempre con mi madre— me resultó con su muerte profundamente extraña: una lengua en cuyo espacio me movería con incomodidad y apenas sabría leer de corrido hasta que, instalado ya en Francia, me tomé la molestia de estudiarla a ratos libres para acceder al conocimiento de sus obras sin ayuda del diccionario. Gracias a ello puedo disfrutar hoy de la lectura de escritores como Foix, Ferrater o Rodoreda, pero, después de casi treinta años de alejamiento, las palabras del trato o conversación más comunes asoman difícilmente a mis labios.
En el periodo actual de «normalización lingüística», mi situación —como la de mis hermanos y una buena docena de escritores amigos— es periférica y marginal por partida doble. En Madrid, se nos suele considerar erróneamente catalanes, como a Alberti andaluz, Bergamín vasco o Cela gallego. Pero nuestros colegas y paisanos no nos acogen, con razón, en su gremio en la medida en que la actividad fundamental nuestra —la escritura— engarza con una lengua y cultura distintas de las que los identifican a ellos. Catalanes en Madrid y castellanos en Barcelona, nuestra ubicación es ambigua y contradictoria, amenazada de ostracismo por ambos lados y enriquecida no obstante, por el mutuo rechazo, con los dones preciosos del desarraigo y movilidad.
Como prueba mi propio ejemplo, la inclinación a una u otra lengua por parte del escritor potencialmente bífido no es producto exclusivo de una libre elección personal sino resultado más bien de una serie de coyunturas familiares y sociales posteriormente asumidas. La desaparición temprana de mi madre y el medio conservador, religioso y franquista en que me criara fueron sin duda elementos primordiales de mi inserción en una cultura que, cincuenta años atrás, el tío Ramón Vives había motejado de «opresora». Pero, más significativo que ese determinismo histórico en favor de una de las lenguas en liza es, en mi caso, la relación apasionada con ella a partir del día en que, lejos de Cataluña y España, descubrí que era mi patria auténtica y objeto simultáneo de odio y amor. Mi pasión tardía por la lengua y cultura castellanas, sufrida antes que yo por una serie de escritores cuya obra genial se afirmó a contracorriente de ellas a costa de un desvivirse amargo, fue a la vez baño de identidad lustral y reacción de defensa contra el vacío de un largo destierro. Decir que no elegí la lengua sino que fui elegido por ella sería el modo más simple y correcto de ajustarme a la verdad. La oscilación entre dos culturas e idiomas se asemeja bastante a la indecisión afectiva y sensual del niño o adolescente: unas fuerzas oscuras, subyacentes, encauzarán un día, sin su consentimiento, su futura orientación erótica. El impulso ciego a una forma corporal masculina será así tan misterioso como el que le conducirá a enamorarse para siempre de una lengua a la escucha de Quevedo o de Góngora. Elección tanto más significativa y valiosa cuanto ventilada en un foro o palenque de culturas cuyo choque implica ideas de mestizaje, bastardeo y precariedad. Castellano en Cataluña, afrancesado en España, español en Francia, latino en Norteamérica, nesrani en Marruecos y moro en todas partes, no tardaría en volverme a consecuencia de mi nomadeo y viajes en ese raro espécimen de escritor no reivindicado por nadie, ajeno y reacio a agrupaciones y categorías. El conflicto familiar entre dos culturas fue el primer indicativo, pienso ahora, de un proceso futuro de rupturas y tensiones dinámicas que me pondría extramuros de ideologías, sistemas o entidades abstractas caracterizados siempre por su autosuficiencia y circularidad. La fecundidad de cuanto permanece fuera de las murallas y campos atrincherados, el vasto dominio de las aspiraciones latentes y preguntas mudas, los pensamientos nuevos e inacabados, el intercambio y ósmosis de culturas crearían poco a poco el ámbito en el que se desenvolverían mi vida y escritura, al margen de los valores e ideas, menos estériles que castradores, ligados a las nociones de credo, patria, Estado, doctrina o civilización. Hoy día, cuando la fanfarria hispana reproduce a diario las celebraciones de las patrias chicas medianas o grandes a nuestras glorias literarias y artísticas, el silencio, extrañeza y vacío que envuelven a mí y a unos cuantos, lejos de entristecerme, me convence de que el binomio fidelidad/desarraigo tocante a la lengua y país de origen es el mejor indicativo de un valor estético y moral en cuya hondura no cala por fortuna el dador de homenajes. La libertad y aislamiento serán la recompensa del creador inmerso hasta las cejas en una cultura múltiple y sin frontera, capaz de trashumar a su aire al pasto que le convenga y sin aquerenciarse a ninguno. La guerra civil íntima de mi sexo y lengua, preludio quizá de mi futura oralidad fálica y literaria, se dirimió de forma subterránea a través del conflicto cultural protagonizado por mi familia. Muerta mi madre, el terreno iba a quedar despejado, pero la victoria de un castellano vuelto bumerán de sí mismo fue bastantes años posterior a mi entrega juvenil a la escritura: obra, no de una supuesta partenogénesis del catalán, sino de una temporal, pero necesaria defensa frente a la solapada invasión galicista. Mi conquista tenaz de un idioma propio y orgulloso de su diferencia se hizo pues en oposición dialéctica al estímulo generador de otras lenguas: sin esta correlación dinámica con el francés, el inglés o el árabe en la encrucijada feraz de varias culturas opuestas, no habría podido tributar mi modesto y respetuoso homenaje al Arcipreste de Hita en el ágora de Xemáa el Fna.
Conciencia de la total inanidad de la empresa: amalgama de sus motivaciones e incapacidad de determinar con claridad su objetivo y presunto destinatario: ¿sustituto laico del sacramento de la confesión?: ¿necesidad inconsciente de autojustificarse?: ¿de dar un testimonio que nadie te solicita?: ¿testimonio de quién, para quién?: ¿para ti, los demás, tus amigos, los enemigos?: ¿deseos de hacerse comprender mejor?: ¿despertar sentimientos de afecto o piedad?: ¿sentirse acompañado del futuro lector?: ¿luchar contra el olvido del tiempo?: ¿puro y simple afán de exhibicionismo?: imposibilidad de responder a estas preguntas y acometer sin embargo la tarea, el cotidiano martirio de enfrentarse a la página, de poner toda la vida en el tablero, la innombrable realidad material de tu cuerpo, no el oculto con máscaras y disfraces en la farsa ritual cotidiana, proyección de una imagen errónea destinada a la galería, huésped importuno que usurpa tu voz y la contrae a intermitentes borborigmos de ventrílocuo, sino el otro, el que dentro de horas, días, semanas, despatarrado, combado, de hinojos, inerme como un feto, repetirá los gestos y ademanes de succión, la alimentación visceral, polimorfa del remoto claustro materno, verdad silenciosa, proscrita, privada del poder de la palabra, ese yo-otro escamoteado al prójimo y a sí mismos por quienes aspiran al oropel de la fama, portavoces del poder futuro razón dogma o ideología, sin arrestos para sacar a luz en público las pequeñas o grandes codicias, miserias, deslealtades que siembran de guijarros el trayecto sinuoso de sus vidas, apostantes a una Historia que excluye y anula las historias, embaucadores de profesión o paquidermos enmedallados, falsarios, en todo caso, de un pasado sujeto a consideraciones de alta estrategia o intereses mezquinos, cuando no sometido, si toman la pluma y revisten la pose oficial y hierática de sus gloriosos retratos, a una despiadada operación de lobotomía distinguirse de ellos, sus olvidos, semiverdades, dos pesos r dos medidas, memorias desmemoriadas, hagiografías grotescas, censuras íntimas para centrarte en lo más duro y difícil de expresar, lo que no has dicho todavía a nadie, recuerdo odiosamente vil o humillante, el trago más amargo de tu vida: hallar en la resistencia interior a desnudarlo el canon moral de tu escritura, ese cuerno de toro no simplemente metafórico sino real, tan real como el que te arrastrara por los suelos durante la celebración de los encierros, metáfora, como las de don Quijote, vivida desde dentro, no molinos-gigantes ni bacías-yelmos, fusión integral de ambos planos en la materia del texto, riesgo deliberadamente asumido de revolcón o cornada, sin sanción exterior en caso de incumplimiento, sólo conciencia hiriente de haber infringido las reglas del juego personal, de no estar a la altura del esfuerzo exigido, haber arrojado la toalla a mitad del camino, lamentablemente infiel a ti mismo y a los demás.
ESCENARIO: una torre vetusta del barrio de la Bonanova, situada en el número trece de la calle de Raset. Casa actualmente demolida, cuyo largo y estrecho jardín descendía en gradas a la Vía Augusta, en el tramo descubierto del tren de Sarriá, partido por una enorme zanja, entre las estaciones de Muntaner y Ganduxer. Recuerdas su aspecto por haber discurrido a menudo por el lugar camino del domicilio de uno de tus compañeros de colegio: un edificio feo y destartalado, reproducido igualmente en algunas fotos de familia anteriores a tu nacimiento. No conservas en cambio memoria alguna de tu estancia en él: según deduces, debió ser breve pues a tus tres o cuatro años os habíais mudado ya a las Tres Torres, al cuarenta y uno de una calle rebautizada en la posguerra con el nombre de Pablo Alcover.
TIEMPO: la fecha del parto fue el cinco de enero de 1931. Aunque en la partida de bautismo figura la hora exacta en la que aquél se produjo la has olvidado y no te importa saberla. Probablemente acaeció al atardecer o entrada ya la noche: en la niñez, tus padres solían decir que habías sido un regalo de los Magos de Oriente y tú creías ser nativo del día de Reyes hasta que algún documento público te sacó años después del error. Como no crees demasiado en los astros ni en su posible influjo en nuestro destino, esta imprecisión sobre el momento de la venida al mundo no es para ti motivo de preocupación. Tu naturaleza de Capricornio está fuera de duda, y en algunos librillos de divagación en el tema has reconocido sin dificultad varios rasgos y elementos de tu carácter. Pero, en vez de investigar los influjos planetarios o remitirte a la ciencia electrónica de algún Astroflash, prefieres inventar, como el Arcipreste de Hita, un fantástico ascendiente venusino con ayuda de Al Biruni o Alí Abenragel. Curado de la obsesión de tu padre por los insignes linajes, resulta infinitamente más agradable manipular a tu antojo las elucubraciones joviales de los antiguos tratados de astrología. La Venus-Zuhara cuyo patrocinio libidinoso y alegre marcaría con su sello a los nacidos en tierras del Islam, sería el mejor antídoto contra la porfía, ensimismamiento y dureza de tu signo oficial y una plausible explicación del irreductible rigor de tu dicotomía.
PREHISTORIA: eventual reconstitución mediante fotografías contempladas en la infancia y, a veces, ulteriormente perdidas de vista. En primer lugar, la de la boda: retrato insólito de la pareja que doce años después te procrearía. Él de pie, vestido de chaqué, delgado, con bigote, increíblemente joven: ningún parecido con el viejo consumido y enfermo que luego conocerías. Ella, sentada en un sofá, con toca y traje perfectamente blancos, inmovilizada en el fervor de su belleza inmarchita. La mano del hombre apoyada con ademán protector en el hombro de ella. Expresión grave y absorta de la mujer, tal vez distante o ajena al rito ancestral que cumplía.
El armario de luna situado tras ambos les refleja asimismo de tangente: perfil aguileño del novio, investido de un cierto aire intelectual por la leve armazón metálica de los anteojos; silueta dulce y suave de la desposada, captada en una pose cuya audaz concertación espacial podríamos denominar velazqueña si no fuera por la ausencia en el cuadro del anónimo autor de la fotografía.
SORPRESA: materialidad del amor entre aquellos dos seres, visible en el esmero y afán escrutador con que el retratista, tu padre, fija la belleza y expresión serenas de la mujer perennemente misteriosa y joven, como si, presintiendo la brusca desaparición, acumulara inconscientemente las pruebas de su futura existencia barrida.
Estampas borrosas de la terraza de Torrentbó, sus eucaliptos, balaustrada, estanque con surtidores por boca de rana, banco de piedra, estrafalario cenador rústico. Ella, siempre ella, todavía ella, con botines, falda larga y holgada, corpiño y camisa veraniegos, cabellos color miel cuidadosamente recogidos.
A veces Pedralbes, en compañía de tía Consuelo, en el vasto jardín de naranjos o la cancha de tenis, radiante, confiada, espontánea, con una raqueta de jugar en la mano, feliz y despeinada por el viento.
MÁS TARDE: la efímera trinidad familiar.
Antonio, el primogénito, bautizado así en honor del abuelo, solo o con ella, a los seis o siete años de edad, en su trajecito blanquiazul de marinero, con aires de haber recibido la comunión, un tantico presumido y ufano y, a distancia, frágil, premioso, irreal, retrospectivamente patético.
Ampliaciones difuminadas por la monotonía del tiempo, enmarcadas en cartulina violeta o gris: imágenes de la década de los veinte, aros, bicicletas, juguetes, cariños mutuos, sonrisas, testimonio irrisorio del trío súbitamente incompleto.
Primera experiencia del dolor, a la que se remonta sin duda el desafecto y abandono paternos del ejercicio amoroso de la fotografía.
Opacidad del limbo infantil: negrura de túnel momentáneamente interrumpida por claros, horados, imágenes fugaces: fijadas de modo aleatorio en una mente tierna y versátil ¿o mero producto de olvidada elaboración posterior?: espaciada, irregular sucesión de diapositivas en gris o color, penosamente rescatadas de la niebla del sueño y proyectadas después en una linterna mágica: dificultad de engarzarlas en sucesión ordenada, insertarlas en el lugar en que se produjeron, atribuirles una posible significación: núcleo seminal de la memoria futura ¿o fugitiva impresión oscuramente captada?: evitar, sobre todo, ardides y trampas, anacronismos acechantes, lectura tentadora en palimpsesto: cerner, simplemente, los chispazos de luz, el arco voltaico creado por la interrupción del circuito eléctrico y entresacarlos de la noche esponjosa e informe capsulados en la burbuja de su modesto esplendor.
Paralelo entre la inopia de las primeras imágenes que conservas y tu experiencia de la noche en que, disuelta en un vaso de té con menta, absorbiste una dosis endiablada de maaxún: sentado en un cafetín de la alcazaba de Tánger, arropado en tu largo viaje con la tranquilizadora vecindad de los jugadores de naipes y aroma sedativo del kif mientras un absurdo televisor difundía en sordina las disquisiciones taurino-políticas de un rotundo presentador de tu fauna. Nada al principio sino ondas, corrientes, aceleraciones que, de forma intermitente o sincopada, recorrían la superficie dúctil de tu cerebro, adunándolo suavemente, como bajo el soplo enardecedor del simún. Conciencia de la importancia del momento, palpable materialidad del lunar, tu presencia central en la trama. Luego, de improviso, una veloz, casi atropellada sucesión de imágenes literarias: símiles, tropos, versos audaces, metáforas deslumbrantes y aéreas, levitación ligera, planeos lentos, vértigo, furiosas caladas. Júbilo conceptual, barroquismo sinuoso, frases implicantes, ovilladas culebras: paroxismo creador de quien, encaramado en las cimas del arte poética, advierte no obstante la avariciosa precariedad de sus dones. Pues las metáforas se imbrican, encabalgan, solapan con rapidez enloquecedora, escurren líquidas entre los dedos, emulan la sabia ingravidez de Góngora, aparecen, fulguran, estallan, burlan tus esfuerzos por retenerlas, te arrastran con ellas asido a su cola. Los intentos de balizar, sembrar piedrecillas en aquel flujo febril, paulatinamente frenético, provocan tan sólo colisiones verbales, fracturas semánticas, bruscos descarrilamientos. Impotente, comprobarás que el fastuoso despliegue del verbo se extingue como un fuego de artificio. Nada, absolutamente nada permanece de él: destellos, versos, invenciones geniales se precipitan al olvido. Tu cerebro asiste a la cabalgata y sustitución en su superficie borrosa de docenas de obras maestras milagrosamente forjadas y, como en esos sueños alambicados de los que, al despertar, subsiste apenas una urdimbre en andrajos, así tu dominio fugaz del mecanismo creador como la remota aprehensión infantil del mundo adulto se reducen a unas palabras e imágenes desprovistas de significación, puramente indicativas de un encadenamiento anterior y perdido. Los nombres flotantes de Góngora y Borges, surgiendo como islotes después de una noche inacabable, entretejida de angustia y exaltación; los retazos e instantáneas pueriles, horros asimismo de sutura y contexto, serán, en ambos casos, el triste vestigio de unas impresiones y hechos cuya extrema indigencia descarta sin remedio cualquier tentativa de interpretación.
Imágenes coladas como a través de un tragaluz: estás sentado a oscuras en el suelo de una habitación, posiblemente bajo la mesa del comedor y, desde el escondite, contemplas a los adultos que se mueven y hablan en la cocina, claramente visibles, ignorantes de la futura evocación de la escena y la presencia minúscula del escrutador. El recuerdo podría corresponder a tu primer domicilio de la calle de Raset o, de modo más probable, a alguna visita familiar a la bisabuela en su villa de Pedralbes.
Veraneos en Llansá: mientras él nada hacia el islote o farallón de enfrente, ella lee algún libro o periódico sentada en la playa. Tú juegas con tus hermanos mayores, haces flanes y castillos de arena, concurres a las tentativas frustradas de un vecino de poner en marcha una especie de flotador de su invención que hace agua por todas partes y termina volcándose. Conversaciones de los vecinos alrededor de tu madre: señor y señora Isern, los padres de Pascualín Maisterra y, según descubrirás luego, en México, la familia del escritor Ramón Xirau.
Trayectos en tartana con el Ciscu hasta la Font de Gat en Pedralbes. Visitas a los abuelos Marta y Ricardo en su casa de la cercana calle del Doctor Roux. Distribución exacta de las habitaciones en tu memoria, forma irregular del jardín. A veces duermes allí y, cuando te llevan a ver a tu madre, enferma últimamente de hidropesía, te anuncian la llegada de un hermanito. Entras en la habitación donde duerme el niño y le pellizcas, no sabes si por curiosidad o envidia, para asegurarte, dirás, de que «es de carne».
Has aprendido a tocarte y, a solas, sueles deslizar los dedos a lo largo de la ingle y acariciarte el sexo. Tu madre te sorprende una vez, retira suavemente tu mano y dice que no hay que hacerlo. El ama de cría alimenta a Luis y, a menudo, si la molestáis, se aprieta el pecho riendo y os rocía con su leche. Un día, José Agustín y Marta te visten con una gran falda y entras, disfrazado, en el comedor de Pablo Alcover; la reacción de tu padre es imprevista y enérgica: te arrebata la falda y propina unas bofetadas a los culpables. Alguien ha dicho que puedes morir por falta de aire. La idea te aterra y durante unos minutos inspiras y expiras con fuerza para no correr la misma suerte desdichada de Antonio. Al acostarte, jadeas y rezas una oración al Santo Ángel de la Guarda pidiéndole que te proteja.
Tu padre ha adquirido una DKW gris y aprende a conducir por el barrio de las Tres Torres. Su acompañante dice embrague, desembrague y Marta y José Agustín ríen en el asiento trasero: quitarse y ponerse las bragas. Vas al convento de las monjas teresianas de la calle de Ganduxer edificado por Gaudí: la madre Delfina te da caramelos y, en el trayecto a casa, criadas y acompañantes de los párvulos hablan de Paquita Marín: una muchacha bellísima, inscrita en los cursos superiores del colegio, que canta «Rocío», flirtea con los chicos, usa colorete y pintura de labios. Opiniones admirativas o escandalizadas. Alguien pregunta si te gustaría ser novio de ella y respondes orgulloso que sí.
Asiduos de la casa: el Giscu y su tartana; la costurera Paquita; la señorita María Boi. Conversaciones familiares sobre la semana inglesa, guerra de Abisinia, tangos de Gardel.
Como hacéis dengues con la comida, tu padre os impone una dieta de fruta: pasado el primer momento de euforia, reclamaréis, llorando, el régimen alimenticio anterior. Un día vais a Torrentbó en la DKW, sentado tú en el asiento delantero sobre las rodillas de tu madre. Al torcer por la cuesta de San Vicente de Montalt, tu padre se distrae, pierde momentáneamente el control del volante y se estrella contra un plátano. Al dar de cabeza en el parabrisas, sufrirás cortes profundos en el cráneo, la frente, el caballete de la nariz: unas cicatrices que te marcarán para siempre. Vago recuerdo de los gritos, dolor, llanto de tu madre, farmacia cuyo dueño se desmayó al contemplarte. Retorno a Barcelona, vendado, rodeado de mimos y juguetes: sentado en el suelo, entre tus regalos, tienes la dulce impresión de ser el rey del mundo.
El chalé de madera del barrio del Golf de Puigcerdá: los prados, riachuelos, vacas, inconfundible olor de boñiga y de hierba que recuperarás mucho después, en la Alta Saboya, durante el rodaje de un filme escrito por Monique. Paseos por el pueblo, el lago, la plaza Cabrineti, una excursión a la localidad fronteriza de Bourg Madame. Una misa dominical cuyo sermón será objeto de misteriosos comentarios. El tío Ignacio ha venido a veros y oirás por primera vez de sus labios el nombre siniestro de los rabassaires y las siglas fatídicas de la FAI.
Pese al trasiego y agitación reinantes, los recuerdos, confusos hasta entonces, parecen decantarse y dejar poso a comienzos del año treinta y seis. Mi familia vivía en la torre de Pablo Alcover y, mientras mi madre se ocupaba «en sus labores», mi padre salía muy de mañana en dirección al despacho de la ABDECA —la Anónima Barcelonesa de Colas y Abonos—, de la que era el principal accionista y cuya fábrica se hallaba en Hospitalet. Pasado el trauma de la muerte de Antonio, creo que la vida de ambos discurría de forma agradable y serena. Marta, José Agustín y yo íbamos al colegio de las teresas y el ama gallega asumía el cuidado y responsabilidad de Luis. Para un observador ajeno, ofrecíamos la estampa típicamente burguesa de la época: automóvil de modelo económico, participación en una pequeña empresa industrial, villa alquilada en el barrio de las Tres Torres, flamante chalé en una urbanización distinguida de Puigcerdá. Si aquella existencia encauzada —cómoda, pero sin pretensiones— convenía a los gustos y aspiraciones de mis padres es algo a lo que no puedo responder con certeza. Él, después de obtener una licenciatura en Ciencias Químicas, había buscado el expediente de combinar su indudable talento e inventiva en aquel terreno con una mucho más dudosa habilidad en el manejo de los negocios: a diferencia de sus hermanos Leopoldo y Luis —este último, impedido por su sordera—, aspiraba a ser un hombre de acción, digno retoño de la estirpe cubana fundada por el mozo aguerrido y tenaz de Lequeitio. Aunque carezco de datos fidedignos presumo que, por entonces, las cosas no le iban mal: nuestra manera de vivir, sin ser rumbosa como la de los ya tronados manirrotos de la familia, correspondía probablemente a su carácter y necesidades. Aquél oscilaba en verdad entre dos polos opuestos: el amor un tanto prusiano a un régimen de vida ordenado y severo; y un quisquilloso afán de vanagloria, de emular las proezas del bisabuelo, que arramblaba con todos los diques y cautelas de su ordinaria cicatería y le inducía a invertir temerariamente su dinero en empresas aventuradas o absurdas. Sus primeras iniciativas industriales se habían desenvuelto con éxito, pero la crisis económica mundial y violenta agitación de los años de la República no tardarían en plantearle problemas. De momento, en esta fecha gozne del año treinta y seis que abre las puertas a mi relato, mi padre era, dentro de un marco estrictamente social, un honesto patrón de arraigadas convicciones derechistas, presto a capear con prudencia el temporal que, para desdicha de él y de todos, terminaría por desatarse sobre el país con violencia inaudita.
El caso de mi madre me parece más problemático. Hija de una familia en la que abundaban las profesiones liberales, con una mayor preocupación por el mundo de la cultura, se había adaptado sin dificultades aparentes a vivir con un hombre cuyos intereses intelectuales y ambiciones divergían notablemente de los suyos. Ama de casa, esposa modelo, madre de cuatro hijos, estos títulos, absolutamente conformes a cuanto esperaba de ella la sociedad tradicional representada por el marido, no se compaginaban no obstante del todo con su sensibilidad inquieta e insaciable avidez de lecturas. La imagen plácida de la mujer aún joven, tocada con elegancia y adornada con un boa de pieles que posa en algún retrato en la acera de la torre de Pablo Alcover no expresa en su convencionalidad huera la realidad más profunda y compleja que descubre en cambio la lista de sus libros favoritos. Mientras mi padre desconocía la existencia de la literatura hasta que la publicación de Juegos de manos le sacudió como una ducha fría, ella, con la ayuda tal vez de su tío el poeta, se había forjado una cultura en la materia vasta y fuera de lo común. Cuando a mis diecinueve o veinte años empecé a recorrer, diccionario en mano, el lote de libros franceses que integraban su biblioteca, el contenido de aquéllos —obras de teatro, novelas, memorias, algún volumen de poesía— y la nómina de autores —Proust, Gide, Ibsen, Anouilh— me revelaron el alcance de una pasión que, a su vez, influiría decisivamente en mi vida. Una nueva imagen de ella, la de la lectora solitaria, secreta, en una típica casa burguesa llena de gritos infantiles e incesante ajetreo se superpuso a la compuesta hasta entonces de deshilvanados recuerdos y evocaciones someras. La mujer joven que me parió, dio el pecho, cuidó de mí y mis hermanos ceñida exteriormente a su papel de madre de familia, ¿era la misma que, según descubriría mucho más tarde a través de las confidencias de una de sus primas, había escrito a escondidas un texto titulado El muro y la locura cuya morbidez le impresionó[1]? ¿Qué relación hubo entre las dos? ¿Cómo la segunda, la ignorada, había podido soportar la existencia mediocre y pedestre de la primera? El compromiso entre ambas debió ser real, pues nada me indica que sobrellevara la vida matrimonial y casera como una carga enojosa. Probablemente se había creado un ámbito interior, recoleto, en el que podía refugiarse a través de la escritura y los libros. Mi padre y nosotros constituíamos sin duda el pilar de su vida; pero ésta tenía también sus escondrijos, puntos de reposo y meditación, protectoras y gratas zonas de sombra.
El cúmulo de circunstancias políticas, sociales y económicas que polarizó de extremo a extremo la campaña electoral de febrero y dio un triunfo sonado a las candidaturas del Frente Popular, debió sacudir en sus cimientos la rutina apacible de mi familia. Católico, monárquico, visceralmente opuesto al catalanismo no ya de Maciá y Companys sino también de Prat de la Riba y Cambó, mi padre había votado, como un mal menor, por el bloque de derechas de la CEDA. Recuerdo el día en que, a la salida de una misa en el convento de las Josefinas, acompañé a mis progenitores al colegio electoral del barrio, situado en un chaflán Je Ganduxer, a poca distancia de la Vía Augusta. A la entrada, alguien distribuía propaganda de los partidos de izquierda y mi madre la había rechazado con dignidad. «Vaya chasco llevó», decían después en la DKW. Desdichadamente, mi memoria no registra hecho alguno de los meses agitados y tensos que precedieron al levantamiento militar y estallido de la revolución.
Habíamos ido en junio al chalé de Puigcerdá y la inquietud reinante entre los adultos impresionaba incluso a un niño de mi edad. Según supe luego, mi padre había proyectado enviarnos a Francia a fin de poder defender sus intereses en la fábrica sabiéndonos a buen recaudo pero, por una razón que ignoro, el plan no se realizó. Más tarde, el hombre enfermo y hundido que inexorablemente se asocia en mis recuerdos a la etapa de Viladrau, no cesaría de lamentar este error de consecuencias tan desastrosas para la familia. La proximidad de la frontera, decía, podría haber preservado a su mujer del destino que le acechaba. La creencia infundada de que aquello no podía durar y las cosas acabarían por arreglarse, les decidió a volver a la boca del lobo: esa Barcelona de pólvora y sangre, entregada a los ideales y excesos de la lucha revolucionaria. En el trayecto de regreso, una barrera de milicianos detuvo el auto para controlar sus papeles y, concluido el breve interrogatorio, mis padres comentaron irónicamente que el responsable del grupo, al recibir los documentos identificatorios, los había cogido y escudriñado al revés.
Días después, estábamos en Torrentbó con mi madre y la señorita de compañía. Tío Ignacio seguía desde allí con la mujer y los hijos el curso de los acontecimientos, pero se eclipsó una mañana con su familia tras esconder precipitadamente en un seto de hiedra los objetos sagrados de la capilla. En apariencia, las cosas no habían cambiado: jugábamos en el jardín, leíamos «Mickey», rezábamos nuestras oraciones; sólo los cuchicheos de la señorita María sobre el Anticristo y conciliábulos de mis padres sugerían la anormalidad de la situación. Mossén Joaquim, el capellán de la iglesia de Santa Cecilia de Torrentbó, acudía a veces a visitarnos. Era un hombre llano y afable, que conversaba con mi madre en la galería y, al despedirse, nos daba a besar la mano. Una vez, con gran sorpresa nuestra, apareció por casa grotescamente vestido de paisano, con una boina destinada a ocultar su tonsura: salía de viaje, contó, y venía a decirnos adiós. Mi madre le pasó algún dinero y un paquete de comida para el trayecto y, cuando le deseaba buena suerte y él, a su vez, nos bendecía, descubrí que la señorita María estaba llorando. Mossén Joaquim se perdió en la espesura del bosque y ninguno de sus feligreses le volvió a ver. Aunque nos había pedido que rogáramos por él y sin duda lo hicimos, fue interceptado en seguida en su huida y pereció poco después víctima de unos incontrolados.
Las predicciones apocalípticas de la señorita se cumplían: el último número de «Mickey», nuestra revista favorita, había salido pintarrajeado de los colores rojo y negro de la FAI; las iglesias ardían unas tras otras como en la época del Imperio Romano. Desde el cenador del jardín, contemplábamos el camión de «los rojos» estacionado junto a Santa Cecilia, la densa columna de humo que se extendía sobre el minúsculo edificio blanco. ¿Hubo información malintencionada respecto al oratorio familiar de casa? Si bien la hipótesis, formulada después por mi padre, tiene visos de verdad, lo cierto es que la capilla, perfectamente visible desde el lugar en el que se hallaban los incendiarios, podía ser tentadora sin necesidad de ninguna denuncia. Fruto del azar u objetivo programado, la irrupción de los hombres del camión en la era minutos más tarde nos llenó en cualquier caso de terror. La señorita María sollozaba: ella, cuya lectura predilecta era un manual de piedad compuesto por biografías de niños santos, acariciaba quizá en sus adentros la exaltadora posibilidad de un martirio cercano. Mi madre, que se había asomado a una ventana cuando los intrusos se hicieron abrir por los masoveros la puerta de la capilla, fue conminada a retirarse a sus habitaciones a punta de revólver. Refugiados en la galería escuchábamos voces, golpeteos, gritos. Mi madre nos imponía silencio y la señorita rezaba el rosario en voz baja.
A pesar de que el desarrollo de este lance presenta en mi memoria opacidades y huecos, recuerdo bien el momento en que, desaparecidos los autores de la incursión, nos aventuramos a la era a ver los destrozos. La estatua de mármol de la Virgen, obra de Mariano Benlliure, había sido derribada del altar y yacía fuera con la cabeza partida a golpes de maza. En una fogata, ardían todavía, amontonados, diferentes objetos litúrgicos. Contrastando con nuestro desconsuelo, el masovero y su familia examinaban aquel estrago con silenciosa impasibilidad.
El episodio que acabo de referir había sucedido en ausencia de mi padre. Cuando reapareció al fin, tras una espera cargada de ansiedad y nerviosismo, lo hizo escoltado por dos guardaespaldas: el Clariana y el Jaume. Según supe más tarde, ambos tenían carné de la FAI y, a cambio de una retribución que supongo elevada, aseguraban su integridad física y libertad contra las amenazas de que era objeto. Le acompañaban diariamente a la fábrica y, en Torrentbó, dormían en casa y velaban por el sosiego de la familia. El Jaume era un hombre joven, agraciado, moreno, cuya simpatía natural y carácter abierto ganaron inmediatamente mi corazón. Andaba siempre armado de un revólver y en sus paseos conmigo a las fuentes de Lurdes y Santa Catalina me lo mostraba y permitía que lo tocase. A su bondad y paciencia con los niños agregaba un curioso y loable respeto a las creencias ajenas: un día descubrió la caja negra en la que el tío Ignacio, en el atolondramiento de su partida, había ocultado el cáliz y la patena a una posible razzia de los milicianos. Informó a mi madre de su hallazgo y le aconsejó que buscara un escondrijo más apto. Este gesto de confianza había realzado su figura ante todos nosotros. En lo que a mí respecta, creo que por primera vez en la vida experimenté una pasión que no sería exagerado calificar de amorosa hacia alguien ajeno del todo a mi familia. La presencia de Jaume, su sencillez cálida, nuestros vagabundeos por el bosque, el inmenso prestigio de que le investía a mis ojos su revólver embellecen mis imágenes de aquel verano jalonado de cambios y sobresaltos hasta el día en que, por razones que ignoro, nos vimos obligados a abandonar Torrentbó e instalarnos en una vivienda más modesta de la vecina población de Caldetas.
¿Fue la configuración del lugar —cuyo aislamiento y vulnerabilidad en aquellas horas de peligro resultaban patentes— el factor decisivo de la mudanza? ¿O hubo, como oí decir después, una orden de requisa a fin de acomodar en el caserón a los refugiados del País Vasco[2]? Sea lo que fuere, el otoño transcurrió ya en la casa de la Sentema, frente al pequeño establecimiento termal de agua caliente situado al borde de la riera. Nuestro nuevo hogar disponía, en la parte trasera, de un jardín formado por terrazas que trepaban la pendiente de la montaña hacia el ruinoso torreón deis Encantats. La señorita María Boi seguía con nosotros, pero su inoportuna exaltación religiosa en unos tiempos de furioso anticlericalismo preocupaba seriamente a mi madre. ¿Había intentado ganarnos a la idea del martirio, como posteriormente me contaron, o hubo otra razón de peso para justificar su abrupto despido? Aunque no puedo responder con certeza, el hecho es que de la noche a la mañana se desvaneció de nuestra vista. Mi madre había aireado su habitación vacía y, por todo comentario, dijo que olía mal.
Era nuestro primer año sin colegio y pasábamos la mayor parte del tiempo en el jardín o la calle. Los efectos de la guerra no se manifestaban aún en casa: comíamos regularmente y dos asistentas se encargaban del servicio. Una, la María, cantaba siempre «Rocío»; otra, la Conchita, prefería «María de la O». Mi madre me enseñaba a leer y yo recorría ávidamente los libros de geografía. Un día, miraba con ella el mapa de Europa y me preguntó qué país me gustaba más. Apunté con el dedo a la Unión Soviética, enorme, pintada de rosa y me dijo secamente, «no, éste no». Otra vez, mi padre había recibido la visita del comité de gestión de la fábrica: un grupo de cinco o seis hombres que besaron torpemente la mano a «la señora» y, después de un rato de charla ruidosa, se dedicaron a beber. Al salir, uno daba traspiés y el retrete apareció lleno de vomitonas. Mientras mi padre se excusaba con su mujer del incidente, ella se mostraba indignada y les oí discutir de lejos a viva voz.
Pasado el lapso de unos meses volvimos a Barcelona. Estábamos de nuevo en la torre de Pablo Alcover, en cuyo piso superior se alojaban ahora unos militares extranjeros, miembros, probablemente, de las Brigadas Internacionales. Allí, escuché entre susurros la noticia de la detención de mi padre (¿por qué? ¿por quién?) y su liberación posterior gracias a la oportuna intervención de los responsables sindicales de la fábrica. Habían venido a buscarle de noche, según me contaría luego, pero, previendo el peligro de los «paseos», solía dormir en casa de los abuelos y prefirió entregarse él mismo a las autoridades legales. Su estancia en la cárcel fue breve, pero al salir cayó enfermo. Los médicos diagnosticaron pleuresía y fue internado en la clínica del doctor Corachán.
A partir de entonces, acompañábamos diariamente a mi madre cuando iba a visitarlo, cruzando a pie el barrio de las Tres Torres. La clínica tenía un vasto y frondoso jardín en el que jugábamos por espacio de horas, esperando su regreso de la sala en donde le atendían. Mis hermanos y yo ignorábamos aún la gravedad de la dolencia y, sobre todo, el método empleado para curarla: la neumonía inicial, al infectarse, había obligado a los médicos a drenar el pus de la pleura introduciendo un tubo de goma entre ésta y un orificio abierto al costado. Durante años, mi padre permaneció en cama o semiinmovilizado, sujeto por aquella horrible cánula incrustada en su pecho al tarro de vidrio en el que se vertían sus humores. Esta nueva imagen paterna no se imprimió en mi memoria sino en Viladrau; pero, de modo imperceptible, se extendió entonces sobre la forjada en mis primeros años —la de un hombre si bien maduro, activo, y cuya diferencia de edad con mi madre no resultaba chocante— hasta anularla del todo. La admiración y respeto que probablemente sentía por él sufrieron así un daño irreparable. La figura abatida, yacente, unida hipostáticamente a la cánula y el tarro de pus, comenzó a inspirarme una injusta, pero real repugnancia. Aquel hombre mísero, recluido entre algodones, medicinas, vendas, deyecciones, drenajes en una habitación que olía a hospital no se conformaba en absoluto a mi expectativa del papel que correspondía a un padre ni a su supuesto valor de refugio. Sin incurrir en ninguna hipérbole ni manipulación retrospectiva de los hechos, he llegado desde hace tiempo a la conclusión de que, meses antes del mutis de mi madre, la cúpula familiar protectora había empezado a derrumbarse sobre mí.
La causa de nuestro traslado a Viladrau permanece también en la sombra. El aire de montaña, aconsejado sin duda a mi padre por los médicos, podría suministrar una clave. Las crecientes dificultades de abastecimiento en Barcelona, las luchas callejeras entre facciones rivales, los primeros bombardeos de la aviación de Franco y, finalmente, la presencia allí de mis tíos Ramón y Rosario, serían otros tantos motivos plausibles que aclaran a posteriori la elección de aquel pueblo de veraneo enclavado en la falda del Montseny. Según mis cálculos, debimos mudarnos en otoño del treinta y siete: primero a una villa sombría y húmeda, con un parque cubierto de hojas amarillas; luego, a una casa de dimensiones más reducidas, en la que ocupábamos solamente la planta alta. El edificio formaba parte de un grupo de cuatro viviendas con un jardín común: su dueño, un payés octogenario que cultivaba los huertos aledaños, sería más tarde blanco de nuestras bromas y travesuras. Nos habíamos separado de la Conchita, y María Cortizo, la sirvienta gallega, guisaba y cumplía las tareas domésticas mientras mi madre hacía de enfermera y cuidaba como podía de nosotros. En el piso de abajo vivía una señora llamada Ángeles en compañía de su hija: aquélla tenía la costumbre de quejarse de todo ante nosotros, en especial de la persecución de que era objeto por parte de su hermana Encarnación, una mujer gruesa y fuerte, casada con un taxista madrileño y cuyo hijo único, el Saturnino, ofrecía un aspecto anormal a causa de una ligera hidrocefalia agravada por la bizquera. Encarnación y su marido vivían en la casa contigua y una noche escuchamos gritos y llamadas de socorro tras los cuales vimos aparecer a la señora Ángeles rota y desgreñada, acusando a su hermana de aquel atropello. Las demás fincas vecinas eran grandes villas con muros de piedra: en una de ellas, deshabitada, no tardaríamos en penetrar a hurtadillas; la otra, que ocupaba una manzana entera, servía provisionalmente de refugio al Archivo de la Corona de Aragón.
Nuestra vida en Viladrau aquel invierno prolongaba el periodo de vacaciones abierto año y medio antes. La escasez empezaba a mostrar sus efectos y me acuerdo de que mi madre recorría las masías cercanas al pueblo en busca de comida. Desde la enfermedad de mi padre, el comité de gestión de la fábrica mantenía regularmente su sueldo; pero el dinero perdía paulatinamente su valor y, conforme avanzaba la guerra y se degradaba la situación en el campo republicano, reaparecía de manera espontánea la antigua economía de trueque. Con mi madre y hermanos íbamos a visitar a la familia de tía Rosario a su piso de la plaza mayor del pueblo o alargábamos el paseo por los alrededores de éste, tomando la carretera de Espinelves, el camino de la Noguera o alguno de los atajos que serpenteaban cuesta abajo hacia las recónditas fuentes vecinas. A menudo, nos reuníamos a jugar al escondite con otros niños en el espacioso jardín de la villa de los Biosca o asistíamos en su casa a una proyección de películas de Charlot con una máquina de Pathé Baby. Recuerdo una velada de cine y poesía, en la que un rapsoda declamó con acento patético poemas de Gustavo Adolfo Bécquer. En casa, leía los cuentos ilustrados que me pasaba mi madre y comencé a dibujar y escribir «poesías» en un cuaderno. Mi futura carrera de escritor se inauguró así a los seis años: los versos me salían de una tirada y, una vez ilustrados con garabatos de mi autoría, me apresuraba a enseñarlos a las visitas con un precoz cosquilleo de envanecimiento.
Intento fijar, mientras redacto estas líneas, las escasas reminiscencias fidedignas de mi madre: la vez en que discutió con papá por una razón que ignoro y se enjugó la nariz con el pañuelo; el día en que, sintiéndome desatendido por ella, absorta como estaba en los incesantes cuidados que requería su esposo, dije que yo también desearía caer enfermo y, sin poder contenerse, me dio una merecida bofetada; la tarde en que, en casa de los tíos, me enteré del accidente en el que el primo Paco, hijo de la tía María, había perdido una pierna, cortada por un tranvía cuando rodaba en patinete: tía Rosario me pidió que la informara simplemente de una «mala noticia», sin especificar de qué se trataba y, mientras mi madre se vestía y corría conmigo a su casa, yo disfrutaba egoístamente de mi momentáneo poder sobre ella insinuando poco a poco, a mi antojo, cuanto sabía del drama.
La guerra civil y sus desastres habían repercutido hasta entonces en mi conciencia de forma indirecta y lejana. La pequeña colonia de burgueses de Barcelona acomodada en Viladrau vivía provisionalmente al margen del conflicto y mantenía de puertas afuera una actitud de prudente neutralidad. Sólo algunos comentarios irónicos —la obligada referencia al hecho de que Bono, un célebre peluquero de señoras refugiado también en el pueblo, fuera recogido semanalmente por un automóvil oficial para peinar y embellecer a las esposas de los ministros del Gobierno y Generalitat— permitían leer al trasluz sus verdaderos sentimientos. Pero, a salvo de cualquier escucha indiscreta, las lenguas se desataban. Por la noche, solíamos recibir la visita de Lolita Soler, una mujer de una cuarentena de años, soltera, chupada, de una familia de militares monárquicos, que había vivido el cerco de Madrid antes de ser evacuada a Cataluña y varar, como nosotros, en aquel apartado rincón de montaña. Sus relatos espeluznantes de asesinatos, paseos, deportaciones, martirios heroicos referidos a media voz para que los niños no la escucháramos se mezclaban con noticias alentadoras de los progresos del otro bando, captadas al parecer por ella mediante una radio de galena que sintonizaba con Burgos. Sus tribulaciones y aventuras —probablemente exageradas en opinión de mi familia— suscitaban discusiones interminables en el comedor, prolongadas aún después de su partida. La situación precaria en que vivían los abuelos, el desamparo de tía Consuelo, recluida con ellos en un piso de la Diagonal, los bombardeos cada vez más frecuentes de la ciudad, agravaban el estado de inquietud de mi madre, abrumada ya con la carga de cuatro hijos y un marido enfermo y sin esperanzas de curación cercana. En una carta, hallada años después por mi hermana, expresaba a sus padres su nerviosismo y preocupación por la falta de noticias después de un ataque aéreo. Cada dos o tres semanas, subía al autocar que la llevaba a la estación de ferrocarril de Balenyá y, luego de pasar el día con ellos y realizar algunas compras, volvía de noche a Viladrau. Estas visitas, aun breves, calmaban no obstante su desasosiego y se habían convertido al cabo de unos meses en una especie de ritual.
La mañana del diecisiete de marzo de 1938, mi madre emprendió el viaje como de costumbre. Salió de casa al romper el alba y, aunque conozco las trampas de la memoria y sus reconstrucciones ficticias, conservo el vivo recuerdo de haberme asomado a la ventana de mi cuarto mientras ella, la mujer en adelante desconocida, caminaba con su abrigo, sombrero, bolso, hacia la ausencia definitiva de nosotros y de ella misma: la abolición, el vacío, la nada. Resulta sin duda sospechoso que me hubiera despertado precisamente aquel día y prevenido de la partida de mi madre por sus pasos o el ruido de la puerta, me hubiese levantado de la cama para seguirla con la vista. Sin embargo, la imagen es real y me llenó por algún tiempo de un amargo remordimiento: no haberla llamado a gritos, exigido que renunciara al viaje. Probablemente fue fruto de un posterior mecanismo de culpa: una manera indirecta de reprocharme mi inercia, no haberle advertido del inminente peligro, no haber esbozado el gesto que, en mi imaginación, habría podido salvarla.
La evocación de la espera frustrada de su regreso, la creciente ansiedad de mi padre, nuestras idas y venidas, en busca de noticias, a casa de los tíos o la parada de autocar del pueblo es mucho más fiable. Dos días de tensión, angustia premonitoria, insoportable silencio, visitas de los tíos, sollozos de Lolita Soler, sucesivas versiones musitadas en la habitación de mi padre hasta aquella triste festividad de San José en la que, reunidos los cuatro hermanos en la escalera exterior que descargaba en el jardín, tía Rosario, interrumpida a veces, débilmente, por Lolita Soler, nos habló del bombardeo, sus víctimas, ella, sorprendida también, heridas seguramente graves, conduciéndonos poco a poco, como a ese toro recién estoqueado por el diestro al que la cuadrilla empuja hábilmente a arrodillarse para que aquél culmine su faena con un limpio y eficaz remate, al momento en que, con voz ahogada por las lágrimas, sin hacer caso de las protestas piadosas de la otra, soltó la inconcebible palabra, dejándonos aturdidos menos a causa de un dolor exteriorizado inmediatamente en llanto y pucheros que por la incapacidad de asumir brutalmente la verdad, ajenos aún al significado escueto del hecho y, sobre todo, su carácter definitivo e irrevocable.
Cómo ocurrió su muerte, en qué lugar exacto cayó, adonde fue trasladada, en qué momento y circunstancias la reconocieron sus padres es algo que no he sabido nunca ni sabré jamás. La desconocida que desaparecía de golpe de mi vida, lo hizo de forma discreta, lejos de nosotros, como para amortiguar con delicadeza el efecto que inevitablemente ocasionaría su marcha, pero adensando al mismo tiempo la oscuridad que en lo futuro la envolvería y haría de ella una extraña: objeto de cábalas y conjeturas, explicaciones incompletas, hipótesis dudosas, indemostrables. Había ido de compras al centro de la ciudad y allí le pilló la llegada de los aviones, cerca del cruce de la Gran Vía con el Paseo de Gracia. Una extraña también para quienes, pasada la alerta, recogieron del suelo a aquella mujer ya eternamente joven en la memoria de cuantos la conocieron, la señora que, con abrigo, sombrero, zapatos de tacón se aferraba al bolso en el que guardaba los regalos destinados a sus hijos y que días después, éstos con trajes teñidos de negro como imponía entonces la costumbre, recibirían en silencio de manos de tía Rosario: una novela rosa para Marta; obras de Doc Savage y la Sombra para José Agustín; un libro de cuentos ilustrado para mí; unos muñecos de madera para Luis, que permanecerían tirados en la buhardilla, sin que mi hermano los tocara.
El bolso negro vacío: todo lo que quedaba de ella. Su papel en la vida, en nuestra vida, había concluido de forma abrupta antes del desenlace del primer acto.
Sólo veinte años después —durante los preparativos del montaje de la película de Rossif, Mourir á Madrid, el día que visionabas con unos amigos franceses una serie de actualidades y documentos cinematográficos españoles y extranjeros sobre la guerra civil—, el horror que presidió sus últimos instantes se impuso a tu conciencia con abrumadora nitidez. Un noticiario semanal del Gobierno republicano, en su denuncia de los bombardeos aéreos del enemigo sobre poblaciones civiles indefensas, muestra las consecuencias del sufrido por Barcelona aquel inolvidable diecisiete de marzo: sirenas de alarma, fragor de explosiones, escenas de pánico, ruinas, destrozos, desolación, carretadas de muertos, lechos de hospital, heridos reconfortados por miembros del Gobierno, una hilera inacabable de cuerpos alineados en el depósito de cadáveres. La cámara recorre con lentitud, en primer plano, el rostro de las víctimas y, empapado de un sudor frío, adviertes de pronto la cruda posibilidad de que la figura temida aparezca de pronto. Por fortuna, la ausente veló de algún modo en evitarte, con pudor y elegancia, el reencuentro traumático, intempestivo. Pero te viste obligado a escurrirte del asiento, ir al bar, tomar una copa de algo, el tiempo necesario para ocultar tu emoción a los demás y discutir con ellos del filme como si nada hubiera ocurrido.
El vínculo existente entre aquella muerte y el significado de la guerra civil no se te plantearía hasta el día en que, interesado ya por la política, comenzaste a embeberte en la lectura de testimonios y libros sobre la historia reciente de España. La educación religiosa y doméstica de los años cuarenta había logrado romper la conexión entre los dos acontecimientos. Por un lado, después del rosario en común que seguía a la cena, rezabais aprisa, de forma rutinaria y mecánica, los tres Padrenuestros destinados al eterno descanso del alma de la ausente; por otro, aceptabais sin ninguna clase de reservas la versión oficial de la contienda expuesta por la radio, periódicos, profesores, familia y cuantas personas os rodeaban: una Cruzada emprendida por unos hombres patriotas y sanos contra una República manchada con toda clase de abominaciones y crímenes. La realidad innegable, concisa, de que tu madre había sido víctima de una estrategia de terror de vuestro bando, producto de un cálculo frío y odioso, era escamoteada por tu padre y el resto de la familia. Los descalabros que aquél sufrió, cárcel, enfermedad, viudez obedecían, según él, a una caterva de enemigos genéricamente tildados de rojos. Privada de su contexto, limpia, desinfectada, la muerte de tu madre se transformaba así en una especie de abstracción que, si bien eximía de su responsabilidad a los verdaderos culpables, acentuaba en cambio para vosotros su índole irreal y confusa. Aunque la facilidad con la que se llevó a cabo esta operación de blanqueo pueda parecer sospechosa, el núcleo cerrado y conservador en el que vivíais, el silencio cómplice de tu medio, la dificultad de procurarse una información objetiva aclaran una vez más la aceptación acrítica de los hechos. Sólo en la universidad, al relacionarte con un compañero de ideas hostiles al Régimen y conocer gracias a él los libros que exponían la guerra civil desde un punto de vista opuesto, la venda cayó de tus ojos. Imbuido de toscos, pero vivificantes principios marxistas —hostil a los valores reaccionarios de tu clase— empezaste a enfocar los sucesos que viviste marginalmente de niño desde una perspectiva muy diferente: las bombas de Franco —no la maldad ingénita de los republicanos— eran las responsables directas de la quiebra de tu familia.
A decir verdad —fuera de esa tardía indignación histórica—, la fecha temprana del mutis de tu madre privó a su partida de una auténtica dimensión de dolor. Lo que te fue arrebatado entonces iba a pesar con fuerza en tu destino, pero las consecuencias de tu orfandad no se manifestarían sino más tarde: extrañamiento de la figura paterna, tibieza religiosa, indiferencia patriótica, rechazo instintivo de cualquier forma de autoridad, cuantos elementos y rasgos plasmarían luego tu carácter guardan sin duda una estrecha relación con aquélla. No obstante, en la medida en que la querencia relativa a tu madre se había eclipsado con ella, puedes decir que, en estricto rigor, más que hijo suyo, de la desconocida que es y será para ti, lo eres de la guerra civil, su mesianismo, crueldad, su saña: del cúmulo desdichado de circunstancias que sacaron a luz la verdadera entraña del país y te infundieron el deseo juvenil de alejarte de él para siempre.
Rememorar ahora, a la luz de lo escrito en estas páginas el episodio del hacha: la furia destructora que te acometió una mañana en Barcelona, unos meses después de la guerra, mientras vagabas por casa en compañía de Luis.
Al fondo del jardín, en el espacio situado entre el garaje y una habitación utilizada de trastero, había, bajo el hueco de la escalera que llevaba al terrado del primero, dos tabucos minúsculos en los que almacenabais leña y carbón. El trastero estaba atestado de muebles pertenecientes a la familia, amontonados allí después de las vicisitudes y mudanzas de la guerra, esperando, supones, el probable traslado a Torrentbó. Recuerdas una serie de sofás, butacas, consolas, rinconeras cubiertas de polvo y telarañas en las que os ocultabais para jugar a fantasmas, felices en medio de aquel revoltillo de objetos valiosos y menguado o inútil bric-á-brac. Este desván se había transformado en tu refugio favorito cuando regresabas del colegio hasta la fecha en que, por arrebato o capricho, cogiste el hacha de la leñera y, con ayuda de tu hermano, procediste a destrozar su contenido con entusiasmo feroz.
Mueble a mueble, sin perdonar nada, empezaste a cortar patas, brazos, respaldos, descabalar mesas, destripar asientos, romper guarniciones, estirar muelles, machacar sillas, poseído de una inspiración alegre, absorbente que no volverías a conocer, piensas hoy, sino en el acto fundacional, el jubiloso vandalismo de la escritura adulta: placer de conjurar los signos de un mundo, convenciones de un código repentinamente captados como un estorbo; deseo abismal de venganza contra un universo mal hecho; impulso liminar, efusivo ligado al binomio creación-descreación. ¿Qué sentido atribuir al gesto brusco, exaltado, gozoso de dos niños comedidos de ordinario y entregados de súbito a un plan demoledor cuya razón última se les escapaba? ¿Protesta, rabia acumulada, afán de desquite? ¿O aburrimiento, pura inconsciencia, intento de imitar a los mayores? La raíz originaria de la escena, la prontitud y audacia con que fue ejecutada serán siempre un enigma de imposible resolución. Centrarás pues el recuerdo en la imagen de estos chiquillos que, a golpes de hacha, liberan, de algún modo, una misteriosa energía interna, tal vez el ansia informulada, secreta de hacer escuchar su voz.
Marcados con el signo sagrado del luto, éramos objeto de llanto y de compasión. Las visitas diarias de consuelo se convirtieron pronto en un rito: tía Rosario, su marido y los primos, Lolita Soler, amigos o simples conocidos de la colonia se sucedían en la habitación de mi padre, preocupados por la situación de desamparo del enfermo, viudo y con cuatro hijos. ¿Quién iba a ocuparse en adelante de nosotros? La pregunta, aunque no formulada directamente se adivinaba no obstante en la expresión, entre consternada e inquieta, de los asiduos. La dolencia de mi padre requería por otra parte incesantes cuidados y era preciso recurrir a los servicios de una enfermera. Alguien habló de una comadrona «de derechas» refugiada también en el pueblo y pocos días después la Josefina, una mujerona maciza, gruesa, de facciones bastas se acomodó con sus maletas y enseres en una espaciosa habitación de la fachada delantera de la casa.
Curiosamente, no retengo ninguna imagen de mi padre durante los días que siguieron a la catástrofe. Permaneció recluido en su cuarto mientras las visitas se turnaban a la cabecera del lecho predicando cristiana resignación o bisbiseando el rosario. Mis hermanos y yo, pasados el estupor y anonadamiento de la noticia, nos apañábamos como podíamos y comenzábamos a saborear las ventajas de nuestra absoluta libertad. Las ropas teñidas de negro interponían al principio una distancia entre nosotros y los demás compañeros de juego. Algunos chicuelos del pueblo nos señalaban con el dedo y hacían burla de nuestro disfraz. Mi posible tentativa de presentarme bajo el aspecto de víctima y despertar la conmiseración ajena fracasó así de modo lamentable. La vida —con sus crecientes dificultades—, la guerra —con su cortejo de horrores—, seguían su curso habitual, indiferentes y ajenas al drama de mi familia. Huyendo instintivamente de la atmósfera que reinaba en casa, íbamos a jugar lejos, con los niños del pueblo u organizábamos expediciones al monte en busca de castañas.
La penuria general de alimentos se había agravado: colmados y tiendas carecían de lo más indispensable y exhibían unos escaparates y mostradores vacíos con excepción de algunas chucherías y golosinas, estropajos, escobas y otros objetos sobrantes e innecesarios. Sin llegar al punto de que pasáramos hambre, la dieta casera empeoraba de día en día. María, la sirvienta, volvía a menudo con la bolsa llena de nabos o acelgas: los únicos artículos vendidos en el mercado. Los paquetes que llegaban de vez en cuando de Argentina o de Francia —enviados por tío Joaquín y nuestros parientes de la familia Gil Moreno de Mora— eran una auténtica fiesta. Los abríamos en casa o el piso de tía Rosario y distribuíamos su contenido —azúcar, café, chocolate, carne en conserva, leche condensada— con la misma ansiedad contenida con que los autores de un audaz y peligroso atraco se reparten luego el botín. Pero la irregularidad del correo y frecuente extravío de paquetes imponían la busca de otros canales de abastecimiento: compra directa a los payeses, cría de animales domésticos, correrías alegres, fecundas por huertos y castañares.
Un cazador de la cercana barriada del Puigtorrat, aparecía a menudo por casa con los despojos de sus batidas: liebres, perdices, ardillas. Un día trajo incluso un extraño animal despellejado que, pese a sus negativas y protestas de buena fe, resultó ser una zorra. En los periodos de mayor escasez, Marta, José Agustín y yo hurtábamos berros o tallos de calabaza silvestre en la linde de los huertos o nos desplegábamos en abanico por los castañares vecinos hasta que los gritos y amenazas del dueño o aparcero nos ponían en fuga. En la buhardilla, criábamos conejos y una docena de gallinas: sus huevos, mezclados con acelgas u hojas de calabaza, componían el plato habitual de nuestros almuerzos y cenas con excepción de los días felices en que recibíamos víveres de Francia o Argentina. Las castañas —crudas, hervidas, asadas— eran la segunda fuente diaria de alimentación. A causa de ello —y tal vez de los sustos que pasé al procurármelas—, las tengo aborrecidas por siempre y no he vuelto a probarlas desde que terminó la guerra y nos fuimos de Viladrau.
Al poco tiempo de instalarse en casa, Josefina, la enfermera, había elaborado una estrategia de dominio fundada en la simulación de afectos maternos, astucia e intimidación. Su primera víctima fue Lolita Soler: sus reiteradas visitas a la habitación del viudo la señalaban a sus ojos como una inmediata rival y Josefina la despachó con prontitud después de un violento altercado con ella. Desembarazada de su presencia, empezó a adoptar con nosotros un interesado papel de madre: en el comedor, ante mi padre, solía sentarme en su regazo y me mantenía abrazado a ella, con besuqueos y ademanes de ternura y solicitud. La indiferencia de Luis a sus arrumacos la irritaba y, a solas, no se privaba de reprochárselo. Había tomado también a su cargo los asuntos de la cocina y disponía de los escasos víveres en beneficio propio: pese a su robustez y buenos colores, pretendía sufrir de continua «debilidad» y no paraba de comer a lo largo del día. Creyéndose indispensable a mi padre, acentuaba poco a poco su presión sobre él. Durante el rosario de la cena y las oraciones por mi madre, mostraba una piedad extrema que no tardó en sernos antipática. Su intento de suplantar a la desaparecida, manifiesto en multitud de detalles, acabó sin duda por abrir los ojos a mi padre, no obstante su estado de abatimiento y postración. ¿Esbozó tal vez, torpemente, un acercamiento sexual que sólo podía repugnarle, obsesionado como estaba por la memoria de su mujer? ¿O le insinuó de algún modo la conveniencia de rehacer su vida, de buscar una madre adoptiva para aquellos pobres huérfanos? La rudeza de sus modales, conducta hipócrita, físico burdo y grosero no favorecían con todo sus planes de conquista. Pero algo debió de suceder entre ambos pues mi padre, sacando fuerzas de su flaqueza, la arrojó súbitamente de casa. Recuerdo los sollozos de Josefina al ver deshecho su sueño. Confiando todavía en una hipotética intervención nuestra, había tratado vanamente de ganarnos a su causa: alejada ya de nosotros, me había atraído a su pensión con el señuelo de unos dulces y trató de sonsacarme noticias de la salud y humor de mi padre. Pero éste nos prohibió a partir de entonces todo contacto con ella. Un día que la avistamos de lejos, camino del mercado, José Agustín y yo le cantamos una letrilla ofensiva y ella nos insultó hecha una furia é intentó perseguirnos a cantazos.
Con su partida, las visitas de Lolita Soler y los tíos se reanudaron. Mi hermana Marta cumplía ahora las penosas funciones de enfermera y atendía a mi padre con paciencia y aplicación. El olor acre de la pieza, la cánula y algodones manchados, la escupidera, el orinal, el tarro de pus creaban en cambio para mí alrededor del enfermo un círculo difícil de franquear. Al acostarme, rozaba furtivamente con los labios la mano flaca que me tendía y, en la medida de lo posible, procuraba evitar sus efusiones y abrazos. Los rosarios y Padrenuestros que rezábamos en común en su cuarto constituían el momento más fastidioso de la jornada. Una noche en que nos leía un pasaje del evangelio en donde se hacía referencia a un asno acompañado de su pollino, esta última palabra provocó inexplicablemente entre nosotros un pujo incontenible de risa. Mi padre se vio obligado a interrumpir la lectura y, lleno de enojo, nos hizo salir de la habitación. Recuerdo que a raíz de este incidente formulé por primera vez mi desafecto hacia él, no sé si a solas o en conversación con alguno de mis hermanos. La idea de ser prohijado por el tío Joaquín e irme con él a la Argentina me sedujo durante un tiempo. Nuestro acomodo con cualquier miembro de la familia me parecía más deseable que vivir con aquel hombre triste y amargado, cuyo dolor y frustración no compartía. Otro día, entré bruscamente en mi cuarto y lo encontré sentado en la cama, llorando, con una fotografía de mi madre en la mano. Avergonzado de descubrir algo que no quería ver, me escurrí del lugar de puntillas, sin decir una sola palabra. Hoy, esta falta de piedad y comprensión filiales me parece desde luego chocante. Las pruebas a que había sido sometido mi padre sobrepasaban el límite de sus fuerzas y no merecían una actitud de rechazo como la mía. Para explicar mi conducta de entonces, habría que apuntar quizá, sin ánimo exculpatorio alguno, a la enorme decepción sufrida por mí al comprobar que el personaje omnipotente y magnífico levantado en mi conciencia infantil hasta los cuernos de la luna no era sólo un ser de carne y hueso como los demás sino por colmo un hombre senil, desvalido. El rencor subsiguiente al desengaño, aclararía de algún modo las manifestaciones precoces e injustas de desapego y frialdad.
Por estas fechas —verano u otoño de 1938— experimenté mis primeras emociones sexuales. Hasta entonces, mi ignorancia del tema era completa; ni siquiera el contacto con animales domésticos me había ilustrado como a otros niños. La vez en que, en una de las masías cercanas al pueblo vi parir a una cabra, di por buena la explicación materna de que había engullido una alpargata y la expulsaba, al punto que, muchos años después, referí la anécdota a mis hermanos sin caer en la cuenta de mis tragaderas ni de la candidez de la engañifa. En la buhardilla, vigilaba asimismo las bruscas acometidas del gallo a las gallinas y, armado de una vara justiciera, perseguía al supuesto culpable de tales afrentas. Esta ingenuidad mía no impedía no obstante que, con José Agustín y una banda de niños, jugáramos a enseñarnos las partes y, con el sexo fuera, bailáramos una especie de conga al grito, para mí incomprensible, de nenas, voleu cardar? Mi hermano aseguraba haberse dejado acariciar por la María y un día nos mostró una micción descomunal en la fachada delantera de la casa, obra, según él, del miliciano con quien salía a pasear la sirvienta. La imagen mental del individuo meando me causó un indeleble impacto: cuando días después me enteré de que uno de los chicos de la pandilla sujetó al niño anormal e hidrocéfalo de nuestros vecinos y orinó en su cabeza, la noticia me provocó una excitación incontenible. Bajé al jardín, ansioso de repetir la hazaña y, al no dar con el crío, escupí y me meé en la puerta de su casa, presa de un frenesí cuyas motivaciones oscuras aflorarían en mi escritura mucho más tarde. En lo que concierne a la imaginaria víctima, no volví a saber de ella: Encarnación y su familia se mudaron del pueblo y su domicilio permaneció cerrado hasta nuestra partida de Viladrau.
No me propongo interpretar esta pulsión violenta a la luz de mi experiencia actual —esto es, como un posible antecedente de mi sensualidad futura—, sino situarla en el contexto de inmediatez y simpleza en el que se produjo. Mi afán de humillar corporalmente al niño retrasado y bizco fue un acto espontáneo y aislado, que no suscitó en mi ánimo ningún sentimiento de culpa y pronto cayó en un semiolvido. Cuando un tiempo después, en una de esas veladas organizadas por Lolita Soler y mis tíos, vino un sacerdote vestido de civil y, antes de celebrar la misa y repartir la comunión a los mayores, me llamó a su lado y dijo que quería confesarme, aunque seguí al pie de la letra sus instrucciones y busqué, aturdido y confuso, cuanto pudiera ser motivo de reproche, no se me ocurrió la idea de establecer una conexión entre ese hecho y la nebulosa noción de pecado. Evoqué o inventé algún hurto o mentirijilla y recibí la absolución de aquel hombre sin particular emoción. El recogimiento o compunción de los comulgantes, los latines del cura, los movimientos de ponerse de pie y arrodillarse, los golpes de pecho olvidados por mí desde el comienzo de la guerra me parecían una mera coreografía carente de significado y sustancia. Al concluir, los mayores nos habían impuesto silencio. Sobre todo, decía mi padre, ni una palabra a la criada.
Pese a que la María se había comportado siempre de manera discreta, Lolita Soler y mi familia desconfiaban de ella por roja. Los sábados y domingos salía a bailar con los milicianos, había ganado una insignia no sé si de la UGT o el PSUC en una tómbola y me acuerdo muy bien de que, comentando con nosotros las nuevas del frente, dijo: «Muerto Durruti, guerra perdida». Durante las Navidades, su pesimismo se había acentuado. Mientras mi padre, Lolita Soler y los tíos disfrazaban apenas su júbilo, ella, la mujer analfabeta y pobre, que había creído en la causa de la República y ofrecía generosamente su cuerpo a los soldados, barruntaba, con razón, la llegada de tiempos difíciles para ella y repetía, obsesionada, las leyendas relativas a los moros. Sus historias de violaciones, orejas cortadas, cabezas guardadas en mochila a causa de sus dientes de oro, desenterraban de hecho, con un barniz de propaganda antifacciosa, la vieja fantasmagoría hispana forjada en los siglos de la mal llamada Reconquista. Como en muchos españoles de mi generación, el término «moro» se asoció en mí, desde fecha temprana, a unas vagas e inquietantes imágenes de violencia y terror. Sería preciso el lapso de veinte años para que, sobreponiéndome a estas estampas impresas entonces, alcanzara a establecer una fecunda relación personal con el mundo árabe en su triple dimensión de espacio, cuerpo y cultura, relación que pronto se trocaría en un eje fundamental de mi vida. A veces, en mis nomadeos por el ámbito islámico, he pensado con remordimiento y cariño en esa humilde mujer de Carballino cuyas fantasías ancestrales se anclarían en mi subconsciente y, exorcizadas doblemente en la escritura y la vida, serían el venero que alimentaría más tarde la inspiración mudéjar de mis obras. Los caminos que llevan a lo que somos son guadianescos e imprevisibles: por mi parte, no abrigo hoy la menor duda de que en mi acercamiento y simpatía al Dar Al Islam, las elucubraciones fascinadas de la sirvienta que escuchara de niño desempeñaron a través de imprevisibles meandros y vericuetos ese papel iniciático, bautismal que misteriosamente les había conferido el destino.
El frente se aproximaba a nosotros: la carretera había empezado a llenarse de militares a pie y a caballo, vehículos oficiales, sidecares, camiones de Intendencia. Luego, en largas, interminables hileras, veíamos pasar desde nuestras ventanas a los prisioneros de guerra; sus guardianes los habían apriscado, como ganado, junto a la parroquia del pueblo y distribuían entre ellos unos calderos de rancho aguanoso. El cansancio, enfermedad, abatimiento, se pintaban en todos los rostros: su paso dejaba una estela de defecaciones, papeles sucios, latas vacías. Lolita Soler y los tíos les veían pasar con lágrimas en los ojos e intentaban darles a escondidas algún mendrugo de pan u otro socorro. José Agustín y yo nos aventuramos a charlar con ellos y regalamos a uno un cigarrillo liado con hojas secas de maíz. Una mañana, apareció un pequeño avión de reconocimiento de los nacionales y un capitán desenfundó su pistola y disparó contra él unos tiros sazonados con maldiciones y tacos. Según oímos decir a mi padre, Barcelona había sido liberada por los requetés.
El lugar ofrecía diariamente escenas de pánico y desbandada. Automóviles atestados de fugitivos, camiones repletos de soldados atravesaban el pueblo hacia el norte seguidos de centenares de peatones sucios y astrosos, combatientes, civiles, mujeres, chiquillos, viejos, cargados todos de maletas y bultos, trastos absurdos, cacerolas, muebles, una estrafalaria y absurda máquina de coser, diáspora insectil consecutiva a la muerte de la reina o cierre inesperado del hormiguero. Había heridos transportados en parihuelas, cojos con muletas, brazos en cabestrillo. Los nacionales acababan de cortar la línea del ferrocarril y José Agustín afirmaba haber visto a un muerto. Una tarde, recibimos la visita de unos oficiales. Tras acomodarse a descansar en el comedor, el capitán advirtió la existencia de un gallinero en la buhardilla y, con amable desenvoltura, se autoinvitó a cenar. María sacrificó un par de gallinas y, mientras mi padre se esforzaba en mantener una conversación insustancial con sus huéspedes, uno de éstos había inspeccionado curiosamente la casa y mostró súbito interés por el estuche de violín de tía Consuelo. Quiso examinar el instrumento, pulsó las cuerdas, dijo que su asistente era aficionado a la música. Al concluir la comida, se despidieron cortésmente de nosotros y, desmintiendo nuestros temores, no se llevaron nada. El día siguiente, con todo, escuchamos un timbrazo y vimos aparecer al ordenanza. El capitán le había pedido que requisara el violín, nos dijo; pero él pensaba desertar y nos rogó que le ayudáramos. En lugar de cumplir con el encargo, quería permanecer oculto en casa esperando la llegada de los nacionales. Mi padre accedió a su petición. Los últimos soldados republicanos estaban evacuando el pueblo y no había ya ningún riesgo de que el oficial volviera pies atrás a averiguar el paradero de su subordinado. El desertor se llamaba Veremundo Salazar y era natural de La Rioja: durante toda la mañana aguardó escondido en la buhardilla la irrupción de las avanzadillas del ejército enemigo. Se oía en sordina, de modo intermitente, el eco de los disparos. Las avionetas de reconocimiento seguían su vuelo hacia el norte. Al cabo de unas horas, Veremundo bajó de su escondrijo, nos obsequió con un cuchillo de campaña de mango amarillo y se despidió de nosotros. Mi padre nos había prohibido salir de casa pero, poco después, sin solicitar su permiso, José Agustín y yo nos deslizamos al jardín. Una de nuestras vecinas se había asomado asimismo a mirar y dijo que el pueblo era ya de «los nuestros».
Oímos repicar las campanas y corrimos a la plaza. Toda la colonia de refugiados de Barcelona parecía haberse dado cita allá: hombres y mujeres se abrazaban y besaban llorando, agitaban banderas, vitoreaban a Franco, entonaban el «Oriamendi», daban rienda suelta a su emoción. Los tíos estaban también, con mis primos, exultantes, arrebatados. Alguien lucía una boina roja y era rodeado con admiración y simpatía. Habían abierto de par en par las puertas de la iglesia, convertida en almacén por los republicanos. La gente discutía si llegarían primero los requetés o los falangistas.
Fueron días agitados, llenos de novedad: moneda nueva, suministro de víveres, discursos e himnos difundidos por altavoces. Con una camisa azul y una boina roja, José Agustín y yo habíamos hecho cola durante horas frente a los locales de Auxilio Social en donde distribuían gratuitamente gaseosa y bocadillos de pan con tortilla. Los militares acampaban en la mansión que había servido de refugio al Archivo de la Corona de Aragón: había allí sacos de alubias y azúcar y, aprovechando el descuido o vista gorda de los soldados de Intendencia, una vecina y yo llenamos dos cacerolas con su precioso contenido. Mi padre se aventuraba a dar breves paseos cerca de casa y entabló amistad con dos suboficiales: un italiano, el señor Lupiani, y el que denominábamos «sargento gordito». Mientras nosotros jugábamos con casquillos de bala, él les hablaba de su viudez, las desgracias acaecidas bajo la dominación roja, sus sentimientos católicos y tradicionalistas. Un día les invitó a comer y, al término del almuerzo, reconfortado tal vez por su bizarra y aguerrida presencia, despidió a la María. La sirvienta roja, barragana de comunistas y milicianos, acató la sentencia del tribunal sin decir palabra. Cabizbaja, sonrojada, fue a la habitación a recoger sus pobres enseres y cargarlos en un saco sin que ninguno de nosotros, sentados aún alrededor de los platos que un rato antes había guisado y servido, se levantara a despedirse de ella o darle alguna muestra de compasión. Con el saco a la espalda, resignada a su suerte, desapareció para siempre de nuestra vista.
¿Qué fue de ella en aquellos tiempos de control y represión inflexibles, en los que las detenciones arbitrarias y denuncias estaban a la orden del día? ¿Intentó buscar un difícil empleo en Barcelona, careciendo, como carecía, del aval o recomendación de una familia «intachable»? ¿Regresó a padecer miseria y hambre a su pueblo? ¿Fue represaliada como tantas otras y hubo de soportar la humillación de los tribunales depuradores, la cucharada de aceite de ricino y el siniestro corte de pelo? Un sentimiento de bochorno retrospectivo me abruma al escribir estas líneas. Me parece increíble que yo, aun a mis ochos años, no hubiera experimentado remordimiento y vergüenza por aquel mezquino ajuste de cuentas. La María había servido de chivo expiatorio a los sufrimientos reales de mi padre; pero su responsabilidad en ellos había sido nula. De todos los episodios desagradables y tristes de la guerra, éste es sin duda uno de los más duros de digerir.
El señor Lupiani había creado una centuria infantil de Falange y, con aires de barítono, abombando gloriosamente el pecho, nos enseñaba a cuadrarnos, saludar, marcar el paso. Cantábamos estrofas del «Cara al sol», el himno del Frente de Juventudes: «prietas las filas, recias, marciales, nuestras escuadras van / cara al mañana que nos promete patria, justicia y pan». Un muchacho del pueblo había recibido los galones de cabo y se pavoneaba delante de nosotros con su uniforme y boina. Los sacerdotes habían reaparecido también en traje talar: se celebraba misa en la parroquia del pueblo y yo recibía clases de catecismo de mossén Rovira a fin de apercibirme para la comunión.
Fuera de estas actividades religioso-castrenses, disfrutábamos de completa libertad. Las escuelas no habían abierto aún: paseábamos por la carretera de Espinelves, jalonada todavía de vehículos chamuscados o reducidos a chatarra; cazábamos pájaros con tiradores de goma; nos apandillábamos con los niños del pueblo. Nuestro aspecto era de verdaderos salvajes. Me acuerdo del día en que un automóvil familiar se detuvo junto a nosotros y una señora nos ofreció a Luis y a mí unas naranjas casi podridas. No quisimos cogerlas y los ocupantes del vehículo reanudaron el trayecto con muestras de sorpresa y contrariedad. El descuido y suciedad de nuestro atavío les había inducido quizá, erróneamente, a tomarnos por dos mendigos.
Nuestra ocupación favorita consistía en visitar las villas abandonadas y colarnos adentro. La extrema delgadez nos permitía pasar entre las rejas y, al cabo de varias razzias fructuosas, reunimos un importante botín: juguetes, libros y, sobre todo, una colección de sellos de todos los países del mundo, cuyo origen intentaba descifrar en casa cotejándolos con las láminas en color del libro de geografía. José Agustín se había vuelto un experto en el arte del escalo y fractura hasta el día en que, descubiertos por un vecino o curioso, hubo una denuncia y fuimos severamente reprendidos por mi padre.
No guardo memoria alguna de mi comunión, administrada por el viejo mossén Rovira. Los domingos íbamos con los tíos a la iglesia parroquial y un día hubo gran repique de campanas y homilía de acción de gracias: ¡la guerra había terminado! El escueto comunicado triunfal del Cuartel General de Burgos corría de boca en boca. Lolita Soler se mostraba entusiasmada con Franco: ¡hombres así necesitaba España! El señor Lupiani nos hacía aprender la letra del «Carrasclás»:
Con los bigotes de Azaña
fabricaremos escobas
para barrer los cuarteles
de la Falange Española.
Un domingo, en la parroquia, el corazón me dio un vuelco: mi madre estaba arrodillada en el reclinatorio de una de las primeras filas de bancos. Su cabello, silueta, cabeza inclinada en actitud de meditación. La emoción me mantenía suspenso: ¿debía avanzar y presentarme ante ella? ¿Me reconocería al cabo de tanto tiempo? ¿Cuál sería nuestro diálogo? Cuando se incorporó a recibir la comunión, el hechizo se desvaneció: era otra. Yo me sentía casi aliviado de mis temores a este encuentro imprevisto y creo que desde entonces no volví a soñar con ella jamás.
Los socios de la ABDECA acudieron en automóvil desde Barcelona a visitar a mi padre: traían regalos para nosotros, lucían insignias del Requeté y la Falange. Países simpáticos: Italia, Alemania. Antipáticos: Francia, nuestra eterna enemiga. ¿E Inglaterra?: sí, también Inglaterra. ¿Y Rusia?: ¡uy, la peor! ¡Ni se te ocurra siquiera hablar de Rusia!
Desde el despido de la María, mi padre buscaba una asistenta. Fuimos a ver a una candidata, la Julia, que había servido antes de la guerra en casa de tía María y era de confianza. Desde hacía dos años vivía en una masía de las afueras de Viladrau lindante con una finca del escritor Mariá Manent. La Julia ajustó en seguida un trato con mi padre. En adelante, hasta su muerte, iba a vivir con nosotros como en familia, con una sola condición: mudar su nombre por el de Eulalia, dado que la mención del suyo resultaba dolorosa al viudo. Poco después, esta mujer aragonesa, de pelo rojizo, piel lisa y blanca, edad indefinida se establecería en casa por un periodo de prueba que, en razón de los vínculos que poco a poco se tejerían entre nosotros, duraría en realidad un cuarto de siglo.
No voy a detenerme ahora a hablar de ella: el importantísimo papel desempeñado por Eulalia en mi vida y la de mis hermanos, su personalidad contradictoria y compleja, su inmensa bondad y afecto por nosotros, sus querencias, caprichos, fobias, coqueterías requieren tratamiento aparte. La familia a cuyo servicio entraba, aunque conocida por ella desde antes de la guerra, mostraba en aquella primavera o verano del 39 las heridas y cicatrices del conflicto: un viudo enfermo, suspicaz, aprensivo, cuya salud, aún en vías de recuperación, imponía penosos cuidados; una muchacha de catorce años y tres niños criados de forma un tanto agreste, sin rigor educativo alguno. Su generosidad, abnegación, natural intuitivo la ayudaron a capear la situación y sobreponerse a los obstáculos. Su presencia en Viladrau, durante los últimos meses de estancia en el pueblo, fue discreta y prudente. Si va a decir verdad, apenas tengo recuerdo de ella.
La abuela Marta reapareció aquel verano. Vestía de luto, como nosotros, pero evitaba cuidadosamente hablar de mi madre y las circunstancias de su muerte. Nos acompañaba a pasear por las afueras del pueblo y en los castañares y fuentes encontrábamos a otras familias de la colonia, vestidas de punta en blanco, como si no hubieran conocido la guerra. Un señor con un panamá se destocaba al cruzarse con nosotros y, bromeando, decíamos a la abuela que estaba prendado de ella y pretendía ser su novio. José Agustín había ido a Barcelona a preparar sus exámenes de ingreso al bachillerato y mi padre se disponía a regresar también, a fin de hacerse cargo de la ABDECA. Luis y yo seguimos unas semanas en Viladrau con la abuela y un día tomamos el autocar y el tren de Balenyá: los vagones estaban atestados de gente, soldados, falangistas, mujeres con bultos; yo andaba excitado por la novedad del viaje y coreaba con un grupo de Flechas las estrofas del «Carrasclás».
Concluía tu exaltación lezamiana: ese deseo de soplar y atizar el fuego de las palabras para que su copulación fuera más frenética: el brillo acendrado de las brasas se había extinguido poco a poco y los últimos rescoldos lucían apenas en la ceniza yerma: con todo, la agitación proseguía, inventaba nuevas especies de orgasmo, llenaba tu cabeza de chiribitas: inducciones y corrientes, dúctiles, maleables, cifradas en imágenes puramente visuales: estructuras vistosas, fugaces desplegadas como arácnidas luces de Bengala o inquietantes orquídeas congoleñas: el maaxún te proyectaba fuera de ti, del minúsculo cafetín de la alcazaba en donde acababas de componer y borrar tus Soledades rodeado de pacíficos fumadores de kif, nebulosos adictos al dominó, somnolientos jugadores de naipes: a la pantalla del absurdo televisor hispaneando en sordina, perfectamente encuadrado de pronto a la vista de todos: tú, tu doble, el creador de quita y pon, acompañado de un jayán desconocido, moreno, bien puesto de mostachos, abrazados los dos, sarmentosos, reptantes, en espléndida conjunción copulativa: sorpresa, asombro, incredulidad al verte en tan apurado trance, seguir siendo tú y no obstante ser otro, desdoblamiento, dualidad, agonía interior, vergüenza paulatina: vigilando de soslayo a tus vecinos por ver si te reconocen, increpan tu actitud, censuran el gozoso descaro: deseos de cubrir pantalla con mano como ingenuo censor en cine de colegio, provocar apagón de corriente, huir confundido a la calle: escabullirte, bajar alcazaba a trancos, detener taxi libre plazuela restorán Hammadi, dar señas rué Moliere al chófer, contemplar inútil agitación gentío a lo largo de la carrera, abonar precio de ésta, apearte, sacar llave de portería, abrirla, subir ascensor, tu piso, las luces, pasillo, dormitorio, tumbarte de bruces en la cama: al rauda o macabro que será el escenario de la noche más larga de tu vida: a la cita puntual con los muertos que dejaste atrás, al cónclave de fantasmas: sucesión de decorados familiares en donde ellos, los ausentes, vacan a sus ocupaciones vestidos como vestían antes, aguardando pacientemente su turno, la explicación sin cesar diferida: tu padre, Alfredo, el abuelo, Eulalia: el jardín de Pablo Alcover, el limonero bajo el que papá tomaba el fresco, la cocina, el pasillo adusto y sombrío, el castaño de Indias: o bien Torrentbó, la galena, eucaliptos, terraza, papá leyendo, el traje arrugado del abuelo, Alfredo con la azada al hombro, la voz débil, inconfundible de Eulalia: encuentro, anagnórisis, comparecencia presentidos desde hacia tiempo, aclarada tu relación con Monique, mientras medineabas y te extraviabas en busca de maaxún o hachich, camino de ese elusivo tribunal de muertos a cuya decrepitud no habías asistido y, agazapados en la sombra, no tardarían en recordártelo: careos, recriminaciones mutuas, insidiosa culpabilidad: personajes reales, topografía onírica, presente alternado con bruscos saltos atrás.
Unicas, significativas excepciones evacuadas antes de tu subconsciente: la mujer muerta en el bombardeo y el pueblo aborrecido de Viladrau.
Evocar la ocasión en que, a comienzos de los sesenta, entrevistaras en L’Express a uno de los presos políticos liberados por Franco gracias a la campaña internacional pro-amnistía. Veinte y pico de años en el penal de Burgos, sin más perspectiva que el remoto cuadrado celeste y los cercanos, demasiado cercanos muros de la celda. Problemas de inadaptación visual, al salir, a espacios intermedios: inestabilidad, mareos, molestias oculares. Inadaptación aún más grave a la nueva realidad no asimilada en su subconsciente. Durante los primeros tiempos en prisión, había soñado regularmente en ámbitos despejados: su casa, el pueblo, lugares y personas que conoció en calidad de hombre libre.
Luego, subrepticiamente, este ozono discreto se había enrarecido hasta agotarse: dejó de recordar, cuando dormía, el exterior de la cárcel. Si soñaba con su madre, su madre estaba presa. Si evocaba su pueblo, era un pueblo entre rejas. La prisión se había infiltrado en su fuero interno sin autorizarle escapatoria alguna. Las muchachas que había conocido en su juventud, heroínas de su libido nocturna, actuaban siempre en una escena penitenciaria. El castigo impuesto por el tribunal militar conseguía así, al cabo de los años, la victoria absoluta: encierro no sólo físico, sino asimismo quimérico, imaginario, mental.
Este poder avasallador de lo real en los sueños le acosaba todavía de modo retroactivo a los dieciséis meses de circular suelto. Las nuevas amigas con quienes iba a la cama eran invariablemente presidiarías en la borrosa, elusiva trama de sus pesadillas. Las prisiones en donde se había pudrido —rejas, muros, patios, guardianes— mantenían una vigencia cruel. Campo hermético, inexpugnable, sin posibilidades de evasión, su mundo interior permanecía anclado en la cárcel.
Sólo dejando de soñar en ésta, al cabo de semanas, meses o años, nuestro hombre llegaría al final de sus penas: abertura del espacio opresivo, desleimiento de imágenes tenaces, incorporación de experiencias nuevas. Al término —espejismo brumoso—, la promesa mirífica de la libertad.
Estrategias comunes al sueño, la memoria, el olvido. Decisiva importancia del tiempo en la elaboración de las mismas. Actividad de desgaste, erosión insidiosa transmutadas al cabo en devastadora rutina.
Como la imagen intrusiva y obscena que, a fuerza de masturbarnos sobre ella, pierde poco a poco su poder de provocación, la impronta del hecho penoso, del recuerdo amargo se esfuma sin que lo advirtamos en una atmósfera vacua de tedio e insensibilidad. Las últimas punzadas de desazón, el breve dolor sordo serán el consabido recordatorio de nuestra inmensa capacidad fagocitiva: parcelas de historia circunscritas al dominio del sueño o pesadilla y sustituidas progresivamente en éste con nuevas zonas de realidad.
Misteriosa distribución no obstante de los claros y sombras: el foco de luz que baña, arbitrario, determinadas escenas de tu vida y deja a otras en una discreta penumbra de la que no las podrás rescatar.
Viladrau, al que no has vuelto ni volverás jamás, expulsado por siempre de tus fantasías oníricas y, a pesar de ello, diáfano en el recuerdo, reconstruido imaginariamente, mientras escribes, cuadrícula a cuadrícula, casa por casa. Fuera del sueño, la memoria, el olvido: simple página de este libro en la que —una vez impreso, arrancado de ti— no volverás a pensar.
A mi regreso a Pablo Alcover, la casa parecía más pequeña y estaba llena de gente. Volvíamos a ocupar la parte izquierda de los bajos y, desaparecidos los voluntarios rusos, la señorita Esther, dueña de la finca, se había instalado con su sirvienta mestiza en el piso alto. Los rojos habían suprimido los setos de tuyas que dividían el jardín y edificado en cambio un pabellón de dos piezas en la parte trasera que en adelante nos serviría de trastera, guardamuebles, cuarto de jugar. Los abuelos y Eulalia vivían con nosotros y la torre era además punto de cita de una serie de personas más o menos vinculadas a la familia, a quienes habíamos perdido de vista al empezar la guerra: la modista Paquita, Ciscu el tartanero, el ama gallega de Luis con su marido e hija, la madre de Matías el chófer de la abdeca. Desde la apertura de las clases en octubre, José Agustín y yo íbamos al colegio de jesuitas de Sarriá y Marta al de las monjas del Sagrado Corazón. Pero mi vida real, con sus trajines, lecturas, escondrijos, querencias, seguiría siendo la casa.
Alguna vez, con ayuda de las escasísimas fotos de la época, he tratado de reconstituir nuestra agitada existencia diaria en aquellos primeros y escuálidos tiempos de posguerra. Mis hermanos y yo aparecemos en ellas indefectiblemente mal dispuestos —yo, con prendas casi siempre heredadas—, cabello cortado casi al cero, rodillas sucias, zapatos rotos, una mezcla curiosa de huérfanos y chavas. Nuestro status social confundía por su carácter impreciso y ambiguo: frecuentábamos un alumnado procedente de familias burguesas, pero la experiencia, modales e indumentaria de los demás eran claramente distintos de los nuestros. La etapa de Viladrau —libertad un tanto salvaje a que nos habíamos acostumbrado, afición precoz a leer, propensión al aislamiento, hábitos autodidactas— me separaba y separaría en lo futuro del resto de mis compañeros. Aunque el mundo escolar en el que entrábamos tendía a uniformar y disciplinar, la atracción centrífuga de nuestra existencia tribal se imponía a la postre con mayor fuerza.
Mi padre se defendía sin duda con el sueldo que cobraba de la fábrica pero, ya fuera por la carestía general del momento, ya por el vacío dejado por mi madre en la gestión de la casa, ya por una mezcla de ambas cosas, vivíamos inconfortablemente. La comida distribuida a través de las cartillas oficiales de racionamiento era mediocre y escasa. Matías, el chófer, nos llevaba a veces a Torrentbó y regresábamos cargados con sacos de patatas o boniatos. Los días de colegio, Eulalia nos llenaba los termos de pan empapado en leche o harina lacteada. Recuerdo que la acompañábamos a la vaquería y si el dueño había agotado sus reservas, debíamos contentarnos con un líquido desaborido, engañosamente blanco. Desapareció el azúcar y fue preciso reemplazarlo con sacarina. A lo largo de aquel curso, el pan empeoró: el que repartían en las panaderías era pequeño, amazacotado, duro como la piedra. Para poder hincarle el diente había que remojarlo. El chocolate sabía a algarroba y resultaba imposible procurarse café.
A falta de gallinas y conejos, decomisados por los controles a la entrada de la ciudad, mi padre había decidido criar cobayas. En el jardín, entre el garaje y la trastera, extendió una valla de tela metálica tras la que los roedores comenzaron a propagarse. Diariamente corríamos tras ellos para capturarlos y los entregábamos a Eulalia. Guisados con harina de maíz, fueron durante algún tiempo nuestra dieta diaria: Matías, su madre, el ama, la costurera participaban gozosos de aquel festín.
La pobrez inhumana que agobiaba al país afectaba incluso a sus clases altas. En el colegio nos habían prevenido contra una epidemia de tifus exantemático y, por unos días, las clases fueron suspendidas. Como Luis y yo permanecíamos gran parte del día jugando con los conejillos de Indias, no tardamos en vernos infestados de parásitos. Eulalia y la madre de Matías nos peinaron con aceite y limpiaron cuidadosamente de piojos y liendres. El día siguiente, mi padre nos llevó al peluquero y, entre chanzas y burlas recíprocas, nos esquilaron a los tres como borregos.
Esta época de plagas, represión y miseria se revestía sin embargo, de puertas afuera, con oropeles de fariseísmo y exaltación: el final de la contienda, el triunfo de «los buenos», eran descritos en casa como en el colegio en términos casi místicos.
Tío Ignacio había traído un disco con la voz del Caudillo: tras dar cuerda a la vieja gramola, la escuchábamos al atardecer, vagamente emocionados. Ha estallado la guerra mundial y las visitas discuten interminablemente de ella. En general, las victorias de los alemanes son acogidas con entusiasmo; sólo tío Luis y tío Leopoldo se expresan con cierta cautela. Me había acostumbrado a leer los periódicos y sigo excitado las incidencias del conflicto: el Corredor de Dantzig, Polonia, la Línea Maginot, la Línea Sigfrido. En mis mapas, marco el despliegue de tropas, localizo las zonas de combate, pongo señales en los puertos que abrigan las armadas rivales. A mi interés inicial por la geografía se sumará poco a poco una gran pasión por la historia. En adelante, serán mis asignaturas favoritas hasta el descubrimiento, muy posterior, de la literatura.
Franco, José Antonio, los Mártires, compases viriles, aguardentosos de «El novio de la muerte». En el colegio de San Ignacio, antes de romper filas en el patio, entonamos una canción de la que sólo recuerdo una estrofa y su tonadilla estridente:
Guerra a la hoz fatal
y al destructor martillo
¡viva nuestro Caudillo
y la España Imperial!
Un día, vestidos con camisas azules y tocados con boinas rojas, bajamos a pie de lo alto de Sarriá al centro de Barcelona: ¡ha llegado el Conde Ciano! Bajo la batuta enérgica de los padres, gritamos hasta enronquecer aguardando su aparición en coche descubierto: millares de brazos alzados, bocas infantiles abiertas, banderas, música, emblemas, apoteosis teatral. El destinatario de tanto fervor pasa lentamente ante nosotros, marcial, aguerrido, erecto, indiferente en apariencia a los vítores y aclamaciones: abanderado ejemplar, cónsul y gladiador romano, heraldo del nuevo Sacro Imperio. Inmerso en la multitud, el niño de la testa rapada ignora su brillantísima hoja de servicios, la destreza punitiva de sus céleres aeronautas. También él saluda, mimético, su pose de Gran Hombre, de titánico Forjador del Mañana mientras los altavoces difunden el «Cara al sol» y los presentes aplauden, siguen aplaudiendo el carro procesional de los héroes, minúsculo, empequeñecido por la distancia.
La experiencia de los tres años de guerra creaba entre mí y mis compañeros de curso una distancia difícil de franquear. Mis intereses, preocupaciones, gustos, no hallaban un territorio común donde enlazar con los suyos. Mientras la mayoría de ellos habían vivido la contienda desde el otro bando y lucían orgullosamente su apariencia y modales educados, yo había entrado ya en contacto con la crudeza real de la vida: su infantilismo, espíritu gregario, maneras distinguidas no se compadecían en absoluto con los hábitos de soledad y lectura contraídos en Viladrau. Con excepción de las asignaturas de geografía e historia, en las que destaqué en seguida al punto de corregir a menudo in mente a los profesores encargados de las mismas, mis notas eran ordinariamente medianas. En el recreo, me refugiaba en algún rincón o lugar oculto acompañado de una novela o un libro ilustrado de geografía. Los esfuerzos por hacerme jugar al fútbol fracasaron siempre de modo lamentable. En los informes sicopedagógicos redactados anualmente para las familias, los Padres subrayaban, inquietos, mi aislamiento, falta de afición a los juegos, desinterés por mis camaradas, lecturas furtivas. El descuido en el vestir, mi carácter reservado y arisco no facilitaban tampoco la integración en el aula. Aludiendo a las mangas excesivamente largas de una chaqueta ya vieja, uno de los niños elegantes y finos había observado con un deje de burla: «Tan joven ¿y ya heredas?» La frase me llenó de humillación e impotencia y acentuó mi misantropía. Los entretenimientos pueriles de mis compañeros, su código social, que no compartía, me retraían a mi mundo personal: casa de Pablo Alcover, juegos con Luis, charlas con Eulalia, lectura de diarios, recorrido voraz de manuales informativos con fotografías y estampas. Por esa época, había oído contar a un amigo de mi padre a quien me referiré luego, un dramático episodio familiar acaecido en Canadá unos años antes: sus tres hijas vivían durante la guerra en un internado de lujo —una especie de castillo gótico con torreones y almenas— y la hermana menor y más bella pereció allí en un incendio. Al salir del colegio, calle de Anglí abajo, repetía a los alumnos vecinos las exóticas peripecias del drama, atribuyéndolas a mi propia familia. Una mitomanía precoz, sin duda compensatoria, se convertiría así durante algún tiempo en uno de los rasgos primordiales de mi carácter. El afán de sorprender, engrandecerme ante el prójimo, ser admirado me impulsarían luego a escribir mis propios relatos, aprovechando los ocios veraniegos de Torrentbó. Entre tanto, víctima de mi timidez y asociabilidad, buscaba ingenuamente la ocasión de maravillar a los demás con bruscas exhibiciones de largueza o atrevimiento. La abuela solía dejar el bolso en su habitación mientras comíamos y, con cualquier pretexto, me levantaba de la mesa y le birlaba tranquilamente los cuartos: primero, billetes de duro; luego, de veinticinco pesetas —una suma elevada en aquel entonces—. Con el fruto de mis hurtos, subía por la calle Mayor de Sarriá y me detenía en la confitería que aún pertenece, según creo, al poeta catalán que hoy más admiro: el surrealista J. V. Foix. Allí, los billetes de mi abuela eran canjeados por grandes bolsas de caramelos que, una vez en el colegio, distribuía con aire condescendiente entre mis condiscípulos. Esta liberalidad y munificencia —destacadas por el hecho de que mi escaso agrado por los dulces me mantenía desdeñosamente al margen de la subsiguiente arrebatiña— me granjearon amistades interesadas y halagaban mis sentimientos de despique y vanidad. Recuerdo el día en que uno de los padres, al ver el suelo cubierto de papeles de caramelo, preguntó de quién provenían: me incorporé del asiento e inventé una fiesta de cumpleaños de un miembro de la familia. El sacerdote dio por buena la explicación y, en una actitud señoritil, típica de aquellos tiempos, ordenó al fámulo —un alumno de origen humilde, que no pagaba la matrícula y asumía la limpieza de las clases— que los barriera delante de todos antes de comenzar la lección. El muchacho le obedeció sin sonrojarse y mucho me temo que nadie en el aula se sonrojó por él.
Este mismo anhelo de hacerme valer de cara a los demás a pesar de mi genio huraño y ensimismado, me envolvió más adelante en un episodio penoso que me llevaría a aborrecer para siempre el colegio. El profesor de matemáticas, llamado Mercader, se había ausentado unos minutos de la clase y, al volver, advertido por un chivato de una grave infracción al silencio, quiso saber quiénes habían armado bulla. Algunos, en las filas delanteras, alzaron el brazo y, ansioso de darme tono ante los otros, levanté también el mío sin percatarme de que en la zona en que estaba era el único que lo hacía. El señor Mercader me preguntó con quién había hablado: como mi gesto era pura fanfarronada y no había cruzado palabra con nadie, permanecí con los labios sellados. Mi rebeldía causó estupor y fui castigado cara a la pared, a la derecha de la pizarra, durante la hora de recreo. El incidente parecía olvidado cuando alguien —tal vez el mismo profesor— observó escrita en la pared la palabra Mercado seguida de un término despectivo. Molesto, con un semblante serio, trató de averiguar quién era el culpable y, en vista de que no aparecía, suspendió el recreo hasta nueva orden. Había un sospechoso —un tal Masnou— a quien el señor Mercader había reprendido unos días antes; pero el muchacho negaba la autoría del escrito. Como yo me había compadecido de él cuando salíamos del aula, dedujo, erróneamente, que lo hacía por remordimiento y, para sacarse el muerto de encima, me acusó a mí. El día siguiente, el padre director de Estudios me convocó a su despacho y pidió que escribiera la palabra Mercado en una hoja de papel. Aunque desmentí toda intervención en el hecho, sacó a relucir mi increíble negativa a revelar el nombre del compañero con quien charlé en clase, mi castigo de cara a la pared justamente en el lugar del grafito incriminatorio, lo fea y odiosa que resultaba a ojos de Dios la obstinación en la mentira. Atrapado estúpidamente en mi propio juego, me encastillé en un lamentable silencio. No hubo forma de probarme nada y, por ello, no sufrí castigo alguno. Pero desde entonces sentía la ojeriza de algunos profesores y, en reacción a ella, dejé de interesarme en los estudios. Mis notas de conducta y el resultado de los exámenes se resintieron en seguida. Cuando, un año después, mi hermano José Agustín tuvo un incidente personal con el responsable de su clase, mi padre, con muy buen criterio, decidió que el lugar no nos convenía y nos inscribió a los dos en el colegio de los Hermanos de la Doctrina Cristiana del barrio de la Bonanova.
La injusticia de que había sido víctima, provocada por un encadenamiento de hechos del que era responsable en parte —la hombrada de alzar el brazo para la galería aunque no había participado en la bulla; mi silencio de apariencia culpable; la solicitud inoportuna con el muchacho acusado del grafito—, me mostró por primera vez la estrecha relación existente entre nuestros actos y unas consecuencias que, puestas en marcha por ellos, nos transforman en aprendices de brujo. Herido por las sospechas de que era objeto y mortificado por mi propia tontería, determiné mostrarme en lo futuro más riguroso y cauto: aunque escaldado con el lance, la angustia suscitada por éste no desapareció. Verme en la posición de acusado de algo que no he hecho —un robo, una mentira, un crimen—, se convertiría en adelante en un motivo reiterado, obsesivo de mis pesadillas. Aun hoy, la escenografía persecutoria me acosa de vez en cuando: estoy en manos de la policía de Franco o bien de la KGB. Ignoro si el origen de este guión mental adulto se remonta asimismo al inconsiderado ademán infantil de levantar mi mano o es producto de una insidiosa culpabilidad posterior. Sea como fuere, el multiepisódico y monótono folletín del tribunal nocturno empezó para mí en fecha temprana y cuarenta años después, como esos sempiternos seriales televisivos consagrados por el éxito público, no tiene trazas de terminarse.
A primeros de julio, pasados los exámenes, nos trasladábamos a Torrentbó. Inmediatamente después de la guerra, mi padre había comprado las partes indivisas de la finca correspondientes a sus hermanos y era desde entonces el propietario único del caserón y sus tierras. Los cambios sufridos en el periodo en que sirvió de refugio al presidente Aguirre a la caída del País Vasco no habían sido graves: aunque dispersos, polvorientos, llenos de telarañas, la mayor parte de muebles y enseres fueron recuperados. La extrema penuria de la época y abundancia de una mano de obra barata y sumisa, habían inspirado a mi padre la idea de establecer una modesta explotación agrícola y ganadera. Después de concretar con los viñadores los nuevos contratos de aparcería y asegurar la recolección y venta del corcho de los bosques de alcornoques, centró su atención en torno a dos objetivos: la cría de vacas, cerdos, conejos, gallinas y el cultivo de cuantos productos agrícolas escaseaban en Barcelona y eran vendidos de estraperlo a precios muy altos. La alternancia de zonas de regadío y secano; culturas adecuadas a cada una de ellas; limpieza de montes, minas y manantiales; plantación de árboles frutales; operaciones de abono, siembra, cosecha; compra, cuidado y selección de animales exigían la presencia de un factótum experto en tales materias. En nuestro primer veraneo en Torrentbó de la posguerra, este hombre trabajador, sagaz, responsable, polifacético, dispuesto a cargar sobre sus hombros la ingente tarea de levantar una empresa agropecuaria modelo se llamaba don Ángel y nos fue presentado al llegar como un dechado de virtudes. Veterinario, tradicionalista, católico, el nuevo apoderado reunía las bazas necesarias para seducir a mi padre. También él había sufrido dramas y persecuciones en el periodo rojo y su mujer, gravemente enferma a causa de los mismos, se reponía de su dolencia cerca de Badalona. En su pequeña biblioteca portátil —que, a su partida, permanecería misteriosamente en casa— los libros de devoción religiosa o consagrados a la lucha carlista se, barajaban con sobados manuales de sus años de estudio en la Facultad y obras acerca de la alimentación e higiene del ganado vacuno, porcino o caballar. Por iniciativa de mi padre, había adquirido también docenas de conejos y aves de corral para el abastecimiento diario de la familia y, no contento con instalarlos en gallineros y pajares, lo hizo igualmente en algunas habitaciones del piso en donde debíamos aposentarnos. Con nuestra irrupción, don Ángel mudó los penates a la planta inferior en donde dormían los jornaleros y hubo que limpiar y blanquear la galería y habitaciones contiguas a la capilla. Pero ni su energía ni la de mi padre sufrieron por ello: sentados los dos en el jardín, planeaban nuevas mejoras y ampliaciones antes de enfrascarse en la revisión del voluminoso libro de cuentas.
Recuerdo a don Ángel en su papel de hombre perpetuamente atareado, cruzando la terraza con un útil cualquiera, dando órdenes a los peones, corrigiendo un trabajo mal hecho. El campo de sus responsabilidades era extenso y le exigía incesantes cuidados: desatascar una tubería, cambiar la paja de las vacas, verter agua en las cochiqueras, regar los bancales de patatas, disponer la tartana, enjaezar el mulo, dar hierba a los conejos. Para satisfacer a mi padre, había plantado en el bosque, junto a la casa, numerosas chumberas y utilizaba los abonos sugeridos por él para tierras de secano y de regadío. No obstante este empeño, los planes elaborados con esmero tropezaban en la práctica con una acumulación inquietante de obstáculos e imponderables. Hubo una epidemia de mixomatosis que acabó de súbito con los conejos; algunas vacas dejaron de producir leche; las verduras y hortalizas no respondían debidamente al empleo de nuevos productos químicos. Estos contratiempos —y las cavilaciones que provocaban— me parecen ahora, vistos a distancia, de un orden muy semejante al de los que abrumaron a Bouvard y Pécuchet y dieron al traste con sus ambiciosos proyectos. El margen existente entre las teorías de don Ángel y el magro resultado de las mismas empezó a ser motivo de charla dentro de mi familia. Eulalia, con su desconfianza innata y sólido instinto de campesina, había formulado como al desgaire una serie de observaciones sobre él que afectaron poco a poco su prestigio. ¿Trabajador? ¡Un cantamañanas! La solicitud y aplicación de que daba muestras en presencia de mi padre desaparecían de modo instantáneo en cuanto éste le volvía la espalda. Prevenidos por ella, los días en que aquél iba a Barcelona, mis hermanos y yo sorprendíamos a don Ángel tumbado a la bartola, durmiendo apaciblemente la siesta bajo algún árbol. En el campo, su incapacidad era notoria y los jornaleros no parecían apreciar demasiado su machacona exaltación de los ideales carlistas. Tanta nulidad y haraganería acabaron por desengañar a mi padre y como, para colmo, las cuentas no cuadraban y los presuntos beneficios se transformaban inexplicablemente en nuevas fuentes de gasto, el reinado fantasioso de don Ángel concluyó de forma abrupta. Mi padre se resolvió a prescindir de él y confiar los asuntos de la finca a una auténtica familia de payeses.
El masovero de una de las propiedades contiguas deseaba venir a casa y mi padre llegó a un acuerdo con él. Aunque manchado de modo indeleble por un discreto pasado rojo, había velado sin embargo durante la guerra por los bienes de su amo y este respeto suyo a la propiedad ajena agregado al hecho de que su hija única estaba prometida en casamiento con un muchacho trabajador, católico y de derechas, le confería un aura de respetabilidad. El Rata —tal era el apodo por el que se le conocía en el pueblo, pese a su tez rojiza de bebedor y apreciable corpulencia— demostró en seguida su laboriosidad y competencia: el aspecto general de la finca mejoró; los cultivos prosperaron. Las cosas podrían haber seguido un buen camino con él y su yerno, pero el desasosiego y prurito de experiencias que cosquilleaban siempre a mi padre le predisponían fatalmente a nuevas aventuras.
Habiendo resuelto el problema inmediato de la escasez de grasas y proteínas con la cría casera de conejos de Indias, su espíritu inquieto buscaba otras esferas en donde explayarse a sus anchas. Hubo una primera etapa en la que descubrió un tinte a partir del jugo extraído de las cáscaras de nuez; con intención de comercializarlo, lo bautizó «pintura nogalina» y embadurnó con él las paredes de varias habitaciones hasta que el feo aspecto de éstas le convenció de su inutilidad. Más tarde, su gran afición a las chumberas y sus frutos, que nos había enseñado a coger frescos, al despuntar el día, con ayuda de unas tenazas, le condujo a fabricar un fijapelo con la sustancia vegetal de las palas. Pasado el periodo de tifus y la plaga de piojos, volvíamos a gastar el corte de pelo propio de aquellos años y, como los demás muchachos, nos lo engominábamos diariamente con dedadas de Lucky Strike. Después de unas mixturas y cocciones de aspecto sospechoso, mi padre, determinado a no escarmentar en cabeza ajena, resolvió ensayar primero el producto consigo mismo: sus cabellos, ya grises, adquirieron al punto una coloración suavemente verdosa. Pero no era hombre que se desalentara por nimiedad semejante: su mezcla, aseguraba, fortalecía las raíces del cabello, evitaba su caída, le daba un aspecto natural. Enriquecido con su propia experiencia, quiso extenderla al ámbito de la familia: una mañana, pese a mis lágrimas y protestas, decidió untarme la cabeza con el producto de su creación. Tuve que someterme acongojado y, al llegar al colegio, el extraño colorido de mi pelo despertó en seguida la curiosidad. Blanco de las burlas de mis compañeros, me encerré furioso en el lavabo, en donde me froté enérgicamente con agua y jabón hasta no dejar rastro de aquel invento maldito.
Pero las iniciativas de mi padre —paulatinamente arrinconado por sus socios en la gestión de la ABDECA y deseoso de probar a sí mismo y a los demás su aptitud para los negocios— no eran por desgracia tan simples y poco costosas como las que acabo de referir. Su afán oculto de emular al bisabuelo en sus espectaculares logros económicos, sólo necesitaba para manifestarse la existencia de un catalizador. Dos o tres años después de concluir la guerra, empezó a aparecer por casa un científico de aficiones e ideas comunes a mi padre, a quien llamaré doctor Roset. Calvo, con gafas, vestido con desaliño, aquejado también de problemas digestivos, pertenecía a una familia conocida y había vivido unos años en Canadá: allá, se había separado de su mujer y vivía con dos hijas de una veintena de años, rubias y excepcionalmente bellas, cuyas visitas con nosotros a la playa de Caldetas ocasionarían más tarde entre los bañistas el efecto de un maremoto. El doctor Roset, un anticomunista fanático, había previsto ya por aquellas fechas la fabricación de unas armas mortíferas capaces de aniquilar de una vez y por siempre el sistema bolchevique de Rusia. Su ideario político y firmes creencias religiosas inclinaban muy naturalmente a mi padre a su favor: por ello, sus ambiciosos proyectos en el campo de la bacteriología radicícola —un nuevo método de inoculación de las plantas, destinado a estimular su crecimiento y multiplicar prodigiosamente sus frutos— fueron acogidos de inmediato con gran entusiasmo. Con dinero de mi padre, alquiló una casona destartalada en el Paseo de Santa Eulalia de Sarriá y estableció allí el laboratorio de bacteriología en el que realizaba sus experiencias. Su hija menor, mi hermana y dos primas nuestras trabajaban en él vestidas con batas blancas e inoculaban plantas de soja con el contenido de sus frascos. Lego como soy en achaques de química y ciencias naturales, no puedo responder de los fundamentos racionales de la empresa. En opinión de algunos testigos cercanos y mejor informados que yo, ni mi padre ni el doctor Roset andaban descaminados en cuanto a la aplicación práctica de sus observaciones; pero, de ahí a la comercialización de las mismas, mediaba un trecho sembrado de incertidumbres y muy difícil de cubrir en las condiciones de estrechez y precariedad del mercado. Careciendo de los capitales necesarios para una promoción en gran escala, el laboratorio de mi padre no podía ser otra cosa que un entretenido, pero costoso juguete familiar. Tras las primeras pruebas en el jardín de Sarria, el doctor Roset y mi padre extendieron el campo de sus experimentos a los bancales y hazas de Torrentbó. Sin hacer caso del recelo y escepticismo del masovero, sembraron vastas extensiones de soja en tierras de secano: unas inoculadas y otras sin inocular. Marta, mis primas y la hija del doctor se habían fotografiado con sus batas sosteniendo una maceta en cada mano: como en esos anuncios de propaganda de una fulminante loción capilar en los que a la primera imagen de un odioso y decrépito calvo sucede otra del mismo sujeto sonriente, híspido, milagrosamente embellecido, así la planta raquítica de la derecha era desfavorablemente cotejada con la alta y frondosa de la izquierda, agraciada, cómo no, con las virtudes miríficas de la inoculación. Pero los resultados inconcusos de Sarria resultaban en Torrentbó menos contundentes. Las diferencias de altura, espesor, número de vainas portadoras de semilla entre unas y otras plantas eran a menudo inapreciables. En algunos casos, para consternación y escándalo del doctor Roset y mi padre, el medro de las inoculadas parecía a todas luces inferior. Este desconcertante misterio, acogido con una impasibilidad levemente socarrona por el masovero, me fue aclarado por Alfredo, su yerno, bastante años más tarde: picado por las ínfulas y supuesta omniscencia del doctor Roset —naturalmente despectivo con los métodos y usos tradicionales de cultivo de los payeses—, el Rata se había divertido en cambiar con malicia algunos rótulos y etiquetas, poniendo la señal de inoculado a las plantas sin inocular y viceversa. Ignoro si esta sangrienta burla precipitó o no el final de la empresa. Ante la imposibilidad de expandir su mercado fuera de los límites de Torrentbó, el laboratorio de bacteriología se había convertido en una rémora y, al cabo de varios años de vida lánguida y pérdida considerable de dinero, mi padre adoptó la prudente decisión de cerrarlo.
Al exponer de forma inevitablemente irónica la obsesión de mi progenitor por empresas excéntricas y aun descabelladas, advierto que no he hecho justicia a sus intuiciones creadoras, al interés que siempre mostró por un desarrollo armonioso de los recursos del hábitat natural, a su contribución modesta pero real en el campo del conocimiento y defensa del mismo: mi padre escribía a menudo en la revista científica de los padres jesuítas de Barcelona y, según oí después de labios de algún entendido en la materia, sus artículos, influidos al parecer por Teilhard de Chardin, resultaban estimulantes e innovadores en el contexto mediocre de la época. Desde niños, se había esforzado en educarnos en el respeto de un cierto equilibrio ecológico, amenazado, decía, por la mecanización y el progreso. Su odio a los ingredientes artificiales, conservas, manipulaciones de la industria alimenticia le ponían en la avanzada de los actuales movimientos dietéticos y naturistas. Lo que en mi adolescencia juzgué manías suyas —vínculo entre tabaco y cáncer, enemiga a los baños prolongados de sol, efecto pernicioso de aditivos y colorantes— fueron a la postre hechos irrefutables. También mi padre, a su manera, tuvo la desdicha de vivir en un clima familiar adverso: sus gustos y aficiones, no compartidos con ninguno de sus hijos, le condenaban a su vez a un penoso aislamiento. Mi mundo personal, entrega apasionada a los libros, la precoz y un tanto petulante decisión quinceañera de llegar a novelista debían serle tan peregrinos y ajenos como lo eran a mí sus empresas fracasadas y disquisiciones científicas. Estas diferencias de vocación e intereses, combinadas con unos rasgos de carácter en los antípodas de los míos, no favorecerían desde luego nuestro entendimiento. A su incomprensión y ceguera tocante a sus hijos correspondía, por nuestra parte, una ceguera e incomprensión paralelas. Mi padre creía sinceramente que al renunciar a un nuevo matrimonio e intentar labrarnos un futuro brillante, se estaba sacrificando por nosotros. Dicho futuro —proyectado al terreno de la ciencia o de los negocios— respondía, claro está, a sus aspiraciones, no a las nuestras. Aunque con el paso del tiempo su actitud se modificó gradualmente —en él brete de admitir mi condición de escritor, soñaba en verme realizar al menos una brillante, provechosa carrera—, la imposibilidad de hacerle aceptar la verdad de mi vida ahogó en cierne cualquier pretensión de diálogo. Nuestros breves y espaciados encuentros de los últimos años desmedraron así bajo el manto piadoso de la mentira. No pudiendo decirle lo esencial, la conversación se reducía a una acumulación de tópicos. Toda revelación sobre mi agnosticismo religioso, ideas marxistas, conducta sexual habría sido para él un golpe insoportable. Llevar la conversación a alguno de estos temas era sencillamente una maldad gratuita. Condenado a disimular, permanecí afectivamente alejado de él, sin preocuparme demasiado de su vida triste y frustrada, apercibido mentalmente para la ocasión en que desaparecería de forma definitiva. Sólo después de muerto, de mi encuentro inesperado con él, vivo, real, casi de carne y hueso la noche en que deliré por la excesiva absorción de maaxún, pude juzgarlo con mayor objetividad y experimentar incluso por él un ramalazo de insospechada ternura.
Antes de nuestro regreso de Viladrau, los abuelos confiaron a tía Consuelo al sanatorio en donde había sido previamente atendida y se instalaron con nosotros en la planta baja de Pablo Alcover. En aquella casa mediana y mal dispuesta, habitada ya por seis personas, entre adultos y niños, su presencia era no obstante leve y discreta. La abuela Marta no había manifestado aún los primeros síntomas de enajenación y cumplía las funciones habituales de la tradicional yaya catalana: acompañaba a Luis a la escuela de párvulos situada en lo alto de la calle de Anglí y, en casa, le leía de corrido, con inagotable paciencia, los librillos de la colección Marujita, de los que tanto él como yo éramos consumidores voraces. El abuelo Ricardo solía matar el tedio con ayuda de los diarios y, cuando la bondad de la estación lo permitía, se sentaba a descansar en la parte trasera del jardín. Los dos se alojaban en la habitación de la fachada delantera contigua al despacho: una pieza ocupada por el enorme armario de luna frente al que se habían retratado mis padres al casarse, un lecho matrimonial que hacía juego con aquél y una cómoda en cuyo cajón superior ella depositaba el monedero. No podría decir con exactitud si mis primeras incursiones al mismo comenzaron en esta época o se iniciaron a la vuelta de nuestro segundo veraneo en Torrentbó. Probablemente, metí mano en él algunas veces de forma esporádica y mi substracción regular —una o dos veces por semana— se estrenó en una fecha posterior.
Yo dormía a solas en la biblioteca-despacho, en una cama turca arrinconada entre un mueble y la pared: al acostarme, veía escurrirse a los abuelos a su cuarto y escuchaba sus murmullos y oraciones hasta que apagaban la luz. Una noche, cuando la casa entera estaba a oscuras, recibí una visita. El abuelo, con su largo camisón blanco, se acercó a la cabecera de la cama y se acomodó al borde del lecho. Con una voz que era casi un susurro, dijo que iba a contarme un cuento, pero empezó en seguida a besuquearme y hacerme cosquillas. Yo estaba sorprendido con esta aparición insólita y, sobre todo, del carácter furtivo de la misma. Vamos a jugar, decía el abuelo y, tras apagar la lamparilla con la que a veces leía antes de dormirme, alumbrada por mí al percibir sus pasos, se tendió a mi lado en el catre y deslizó suavemente la mano bajo mi pijama hasta tocarme el sexo. Su contacto me resultaba desagradable, pero el temor y confusión me paralizaban. Sentía al abuelo inclinado en mi regazo, sus dedos primero y luego sus labios, el roce viscoso de su saliva. Cuando al cabo de unos minutos interminables pareció calmarse y se volvió a sentar al borde del lecho, el corazón me latía apresuradamente. ¿Qué significaba todo aquel juego? ¿Por qué, después de toquetearme, había emitido una especie de gemido? Las preguntas quedaron sin respuesta y, mientras el inoportuno visitante volvía de puntillas a la habitación contigua en donde dormía la abuela, permanecí un rato despierto, sumido en un estado de inquieta perplejidad.
El abuelo Ricardo me había pedido que guardara el secreto y, durante el día, nada en su comportamiento permitía adivinar que aquel viejo apacible acomodado con su periódico a la sombra del castaño era el mismo que la víspera, con cosquillas y risitas, se había introducido en mi cama. Por la noche, volvió a cruzar mi habitación en compañía de la abuela. Pero, media hora después —el tiempo de juzgarla dormida y de que se apagaran las luces de la casa— repitió la visita de la víspera. Incapaz de reaccionar a la novedad que me imponía, fingí caer en una especie d coma profundo mientras él me masturbaba con la mano y los labios: había encendido esta vez la perilla de la luz y la idea de ver su figura arrodillada junto a la cama me pareció superior a mis fuerzas. No sé cuántas veces, en las cálidas noches de junio que precedieron al verano y nuestro viaje a Torrentbó, el abuelo reincidió en sus manoseos. ¿Cinco, diez veces? Yo había adoptado la ingenua estrategia del sueño y me evité así el espectáculo de su enojosa y reiterada manipulación.
Semanas después, en un bosquecillo de algarrobos contiguo a los huertos de Torrentbó, revelé lo acaecido a José Agustín. Habíamos estado discutiendo del carácter del abuelo en términos generales —sus meticulosos hábitos de higiene, retraimiento, cicatería— cuando el deseo de referirle mi reciente y turbadora experiencia venció mi reserva instintiva. Al concluir la historia, temiendo las previsibles complicaciones a que su divulgación daría lugar, rogué a mi hermano que no repitiera palabra de lo dicho. Si al volver a Barcelona, el abuelo insistía en sus juegos, añadí, ya me las apañaría yo solo para chasquearle.
Recuerdo que con esa intención amontoné un rimero de libros junto a mi cama la noche de nuestro regreso. Los abuelos atravesaron como de costumbre mi cuarto y, cuando apagaron las luces, permanecí despierto, agazapado, con varios volúmenes de una enciclopedia al alcance de la mano, presto a arrojarlos al intruso en cuanto manifestase su presencia. Pero el abuelo no dio signos de vida y, lleno de alivio, terminé por dormirme con mi pequeña y ya inútil biblioteca lanzable. El día siguiente, al salir del colegio, José Agustín dijo que papá quería hablarme. Subí al pequeño terrado de encima del garaje en donde Eulalia solía tender la colada: mi padre estaba sentado en un sillón de paja con un aspecto adusto y grave y me preguntó de entrada si el episodio con el abuelo era cierto. Dije que sí y las facciones de su rostro seco, aguileño, chupado se afinaron y aguzaron aún con perfiles de ave de presa. Sin intentar ocultar el odio que abrigaba contra el suegro, explicó que este infame vicio suyo era un pecado contra natura y había sido ya el causante de la ruina de su prometedora carrera. Según me enteré entonces, el abuelo desempeñó antes de la guerra un cargo muy importante en la Diputación provincial hasta el día en que fue sorprendido tocando a un muchacho de la familia en una caseta de los baños de San Sebastián. El público quiso lincharle, decía mi padre aprobadoramente. Lo llevaron esposado a la cárcel, como a un criminal y, cuando fuimos a verle con la abuela y tu pobre madre, ellas lloraban de vergüenza mientras que él callaba y no intentaba siquiera excusarse. Cada vez más excitado, me contó con detalle las desgracias y estigmas que el culpable había atraído sobre sí y los suyos: jubilación anticipada de la Diputación; deshonor público; mancha perenne al buen nombre de la familia. Por respeto a mi madre, él había tenido que tragarse su repugnancia a aquella conducta afeminada y falta de hombría; pero su última hazaña colmaba los límites de su paciencia, exigía un castigo ejemplar.
Ignoro el contenido de la entrevista entre los dos hombres, celebrada sin duda el mismo día en que hablé con mi padre. Aquella tarde, los abuelos empaquetaron sus enseres y objetos personales y, bajo la mirada justiciera y reprobadora del yerno, pasaron a alojarse, realquilados, en una pequeña villa situada a tres manzanas de casa. Su partida, humillante para ambos, coincidió, creo yo, con la súbita agravación de la salud de la abuela. Desde entonces, los dos venían a comer y cenar con nosotros, pero se recogían a su nuevo domicilio inmediatamente después del rosario y oraciones de la noche. Sin tener en cuenta el efecto que podía ocasionar en su suegra, mi padre no disimulaba ya su aversión al culpable, la mayor cruz que debía sobrellevar en la vida, decía entre suspiros. Una persecución tenaz, mezquina, sistemática, se prolongaría así por espacio de veinte años hasta el fallecimiento casi simultáneo de ambos. Consciente de reunir los triunfos en su mano, mi progenitor no se privaría en adelante de humillarle de mil maneras. Obligado a convivir con él por razones materiales —desde su abandono involuntario de la gerencia de la abdeca y experiencia fallida del laboratorio de bacteriología, la fuente mayor de ingresos familiares procedía de la pensión y ahorros de su suegro—, se lo hacía pagar con una saña que indignaba justamente a Eulalia y era a menudo contraproducente. Cuando en 1951 se lanzó a su última y más desastrosa aventura con el mirífico naci de turno, lo hizo coaccionando al abuelo, casi chantajeándole para obtener la venta de un inmueble de habitaciones suyo, pero cuyo producto, en vez de alzarnos a las cimas de la opulencia y la gloria, como confiadamente creía, desapareció, en un pase de prestidigitación, en el insaciable bolsillo de un tal Calvet, perseguido por la justicia belga en razón de sus oscuros negocios con los alemanes.
La tensión provocada por este hecho y, en general, el acoso incesante que le precedió ha sido descrita por Luis en Antagonía y no me detendré en ella. Como muchos matrimonios viejos, el abuelo y mi padre habían creado entre ambos un pequeño infierno privado cuya rutina les permitía sobrevivir. El rencor activo de uno y resignación derrotada del otro fueron el pan cotidiano de mi vida barcelonesa: un elemento penoso, cuya reiteración insoportable contribuyó de forma decisiva a hacerme aborrecer el lugar. Largarme de casa, del barrio, de la ciudad: todos mis planes de bachiller flamante convergían en la huida. El día en que solté al fin las amarras, mentalmente vivía fuera. Cuando uno se va es porque ya se ha ido.
El episodio del abuelo y la reacción que suscitó en la familia tuvo de seguro para mí un efecto traumático. La fobia visceral de mi padre a los homosexuales —cuyo símbolo execrable encarnaba su suegro— alcanzaba a veces extremos morbosos: había referido con gran satisfacción a José Agustín —y éste se había apresurado a repetírmelo— que Mussolini mandaba fusilar sin contemplaciones «a todos los maricones». Aunque por aquellas fechas yo no tenía la más remota sospecha de mi sexualidad futura, la noticia, en vez de exaltarme, me llenó de malestar. La conducta del abuelo conmigo me parecía, desde luego, censurable; pero el castigo, campaneado jubilosamente en casa, despertaba en mí sentimientos de injusticia y reprobación. La ruda terapéutica mussoliniana debió de ser mencionada por mi padre, a título presuntamente informativo, delante del abuelo sin que él, como de costumbre, dijera palabra. Esta conformidad suya al juicio ajeno, aceptación sumisa de su condición natural de paria, incapacidad de reaccionar a los ataques que continuamente sufría provocarían mucho más tarde en mí una inmensa piedad por él. Su pederastía compulsiva, ruborosamente oculta por décadas, la había vivido como una tragedia íntima: un vicio condenado por la religión en la que creía y la sociedad que le rodeaba. Careciendo del temple moral necesario para asumirla, no tenía más recurso que ofrendar la cabeza al hacha del verdugo cada vez que, por su mala fortuna, cedía a ella y era expuesto después a la picota pública. El recuerdo de este automenosprecio consecutivo al desdén de los demás, de este oprobio asumido y transmutado en culpabilidad interna pesó muy fuerte en la decisión de afirmar mi destino contra viento y marea, de poner las cosas en claro frente al prójimo y a mí mismo. Cuando Monique publicó su primera novela titulada Les poissons-chats —una obra que describe el amor de la protagonista por un homosexual—, su lectura, según me dijo Luis, promovió un choque terrible en el abuelo Ricardo dos o tres años antes de que falleciera: llorando, le explicó que las pasiones expuestas en el libro eran un odioso pecado; que él las había sufrido a lo largo de su vida y siempre que sucumbió a ellas había ofendido gravísimamente a Dios. La idea de seguir sus huellas, de resignarme también a una existencia miserable y deshecha fue el mejor antídoto de mis dudas y vacilaciones el día en que, de forma no enteramente imprevista, me hallé en la situación antinómica de vivir una intensa relación afectiva con Monique y descubrir una felicidad física ignorada hasta entonces con un albañil marroquí inmigrado temporalmente en Francia. Con sabia oportunidad la muerte salvó a mi padre de este último y cruel remate: comprobar que sus temores secretos, quizá sus sombríos presentimientos, se habían realizado finalmente conmigo.
En la época en que me habitué a hurtar del monedero de la abuela, ésta comenzó a perder la memoria. Continuamente olvidaba dónde había dejado las cosas, las buscaba una y otra vez incluso en los sitios más inverosímiles y si, después de poner la casa entera patas arriba, el objeto extraviado no aparecía, recorría atribulada el pasillo de un extremo a otro, con andares de loca, diciendo que se le había ido el oremus y bisbiseando, como un conjuro, la oración a San Antonio:
Si buscas milagros, mira:
muerte y horror desterrados,
miseria y demonio huidos,
leprosos y enfermos sanos…
Su conturbación y desmejora se habían acentuado a nuestro regreso de Torrentbó, el segundo verano, y yo me sentía en parte responsable de ellas. Los billetes de veinticinco pesetas de su monedero, misteriosamente esfumados, se habían convertido en un motivo habitual de tormento. Pero si estaba aquí; si lo había dejado con el llavero aquella misma mañana… El abuelo la escuchaba pacientemente y, con gran alivio mío, desviaba las presunciones de hurto a un posible extravío callejero, cuando acompañaba a Luis al colegio o volvía de recogerse en la iglesia. Tales escenas, reproducidas al ritmo de mis escamoteos, no me causaban un remordimiento excesivo. Desde el principio, había captado la preciosa inmunidad que me procuraban sus olvidos y me servía de ella con el mayor descaro. Mientras la abuela escudriñaba la casa con el bolso de hule negro bajo el brazo, intentando recordar el lugar donde había puesto el dichoso billete, yo acariciaba tranquilamente éste en el bolsillo, pensando en el paquete de caramelos con el que asombraría a mis condiscípulos después de la pausa casi diaria en la portentosa confitería Foix. La abuela sospechaba sin duda de mí como probable autor de las substracciones; pero, en vez de acusarme y ponerme al descubierto, prefería cargar las culpas sobre sí y atribuir la pérdida del dinero a su desorden y desmemoria. Alguna vez, me había pedido que recitara con ella la presunta oración milagrosa y yo lo había hecho sin rémora alguna, orgulloso de mi invulnerabilidad. Esta carencia chocante de sentido ético, fruto casi seguro de nuestra experiencia precoz de la guerra, nos iba a afectar de manera genérica a los cuatro hermanos: cada uno de nosotros, en un momento u otro de su vida, tendría que luchar duramente contra ella para imponer una norma de rectitud personal, en una larga y agotadora contienda de resultado dudoso. En lo que a mí respecta, el código de rigor e integridad propio no lo forjé, a trompicones, sino mucho más tarde: lejos de casa y en contraposición a los valores de nuestro medio, a partir del día en que empecé a interesarme por la política y descubrí también en ella sus mentiras y trampas. Pero, más aún que el temprano amoralismo de que adolecíamos me sorprende, en mi caso, la ausencia inesperada de compasión. La infinita bondad de la abuela, abnegación por nosotros, paciencia sin límites, sucesión de tragedias que marcaban su vida no entraban en consideración alguna desde el momento en que había tomado la decisión de meter mano a su monedero. Recuerdo con vergüenza retrospectiva el día en que, temiendo sin duda una de mis incursiones, llevadas a cabo de preferencia durante el almuerzo cuando me levantaba de la mesa con el pretexto de ir al lavabo, se acomodó con el bolso de hule en su asiento y yo, furioso de ver burlados mis planes, insistí en que se desprendiera de él por una cuestión de buenas maneras y respeto a los demás comensales. La abuela me obedeció casi llorando y, al ir a dejar el monedero en el lugar de costumbre, me había dicho con expresión descompuesta, Como tú quieras, hijo, como tú quieras.
La muerte de tía Consuelo en el sanatorio, el problema entre mi padre y su esposo, la mudanza precipitada al nuevo aposento, lejos del resto de la familia, fueron por cierto las causas determinantes de su trastorno mental. Pero su conocimiento de los hechos, de las razones que ocasionaron su expulsión de nuestra casa, es y será un misterio para mí. ¿La informaron mi padre o el abuelo de lo ocurrido? ¿O bien, como pienso a veces, lo había advertido ella misma las noches en que, desertando del lecho que compartían, el abuelo se escurría a la habitación contigua con unos propósitos que, desde su detención y encarcelamiento anteriores, no constituían para ella ningún secreto? ¿Había tenido que resignarse a esta última y dolorosa locura del marido, aguantar quizás en silencio sus besuqueos y risitas en la cama del nieto? La conciencia más o menos clara de todo ello, ¿había desencadenado a su vez los mecanismos defensivos de su propia demencia? Lo cierto es que a sus olvidos y extravíos reales o supuestos, su desmemoria y pérdida creciente del sentido de la orientación, se sumaría pronto una manía cuyo descubrimiento me dejó perplejo: revolver y colectar basuras. Había empezado en casa, con gran consternación de Eulalia, a recoger mondas de fruta y desperdicios diversos y atesorarlos en el bolso con sumo cuidado; cargada de ellos, iba y venía por el jardín sin rumbo aparente hasta que el abuelo o mi padre la convencían de que se sentara. Mis hermanos y yo la espiábamos mientras removía el cubo y una vez, al verse sorprendida en el momento de ocultar unas sobras, se llevó una cáscara de naranja a la cara y explicó, como si me gastara una broma: mira, ¡una máscara! Pero la ambigua excitación inicial que sentíamos en acecharla se transformó rápidamente en desconsuelo cuando la abuela, extendiendo el radio de acción de sus incursiones, comenzó a hurgar de manera furtiva todos los cubos del vecindario. Ella, tan aseada y pulcra en su traje y sombrero negros y obsesionada con la idea de lavarse los pies antes de salir de casa, temerosa, decía, de que la muerte la pillara en la calle, como a una mujer que conoció, con los tobillos mugrientos, se exhibía ahora con lamentable desidia: desgreñada, astrosa, las medias caídas, con unas zapatillas llenas de agujeros. Al divisarla un día de lejos, agachada junto a un cubo de basura, el corazón me dio un vuelco: su traza era la de una mendiga. Inútilmente el abuelo y Eulalia la regañaban cariñosamente: debía arreglarse mejor y dejar en paz las basuras. ¿Qué iban a pensar de ella nuestros vecinos? La abuela callaba o se sonreía: lentamente, zozobraba en el otro lado. Cuando en verano fuimos a Torrentbó, permaneció en Barcelona con el marido. Un día tomó el tren de Caldetas, para ir a vernos; pero, aunque conocía bien el trayecto, se extravió al salir de la estación en el camino de la riera y llegó a casa turbada, balbuciente, sin bolso ni dinero, acompañada de unos desconocidos que, al verla perdida y sola, se habían apiadado de ella. Hubo que escoltarla a Barcelona, como a una niña traviesa que hubiese hecho una escapada: se expresaba de manera incoherente y manifestaba un absurdo temor a que el abuelo Ricardo la regañara.
A nuestra vuelta a Pablo Alcover al empezar el colegio, descubrimos bruscamente su ausencia. Sin que nosotros lo supiéramos, mi padre y el abuelo habían tomado la difícil pero inevitable decisión de internarla en el sanatorio donde antes se alojara tía Consuelo. La muerte de sus dos hijas, la tensión familiar creada por la conducta del marido habían arramblado con los últimos vestigios de su lucidez, llevándose de golpe, a barrisco, la totalidad de sus recuerdos. Sacrificada eternamente al bien de los otros, incapaz de pensar en sí misma, los dramas sucesivos que le golpearon la habían dejado a la intemperie, sin ninguna clase de asideros. Si bien no descarto la natural propensión a la locura presente en la rama materna de mi familia, la suya fue más bien producto de un destino excepcionalmente amargo y de su débil o nula posibilidad de respuesta: abandonar la escena de puntillas y con un signo de chitón en los labios, a fin de que, sin ella, tuviéramos la fiesta en paz.
La desgracia común a casi todas las mujeres de mi familia y su aceptación paciente del destino confirman en verdad, con claridad meridiana, los argumentos y razones de la revolución feminista. ¿Por qué ellas, siempre ellas en el papel de víctimas? ¿Pasividad inherente a una supuesta «condición femenina» o más bien, como dirán las propias interesadas al acceder al uso de la palabra, consecuencia obligada de las presiones de la sociedad? Los abuelos Marta y Ricardo habían vivido de forma paralela una situación mutuamente opresiva sin poderse prestar la menor ayuda: la moral tradicional, española y católica, los aplastaría finalmente a los dos.
No volví a ver a la abuela sino una vez, meses más tarde, el día que fui a visitarla con Eulalia al sanatorio de las afueras en donde la cuidaban. La evocación de este melancólico encuentro en Señas de identidad me exime del penoso deber de rememorarlo ahora en detalle. Para los que no conocen la obra, me limitaré a precisar que la abuela no me reconoció y, tras cambiar con Eulalia y conmigo unas frases de cortesía, regresó al mundo opaco que la amparaba de sus desdichas y en el que, dueña del vasto olvido, vivía indudablemente mejor.
Desde la desaparición de don Ángel, nuestro veraneo en Torrentbó se transformó en una suerte de escenario fijo: los mismos telones, los mismos diálogos, los mismos actores, el mismo ritual. Tía Catalina, hermana mayor de mi padre, se acomodaba con sus dos hijas en los dormitorios cercanos a la capilla y con ayuda de una vieja sirvienta navarra, la Genara, su familia guisaba y comía, aparte de la nuestra, en las habitaciones abuhardilladas del piso alto. Viuda desde hacía muchos años de un marido a quien no aludía nunca, como envolviéndolo en una nube de desaprobación implícita y tenaz, consagraba la totalidad de su tiempo y energías a dos preocupaciones mayores: los rezos y el minucioso cuidado de su delicada salud. Obligada a repartir el día entre sus devociones y medicamentos, seguía un horario tan preciso, absorbente y exacto como el que suele imponerse en cuarteles e internados escolares para forjar el temple de los reclutas o alumnos. La variedad e índole antitética de sus dolencias, exigía el consumo regular de numerosos remedios, destinados, en la mayor parte de los casos, a anular los perniciosos efectos de una medicina anterior: la poción que tomaba para el hígado afectaba al parecer negativamente al estómago y requería en compensación un mejunje que por desdicha dañaba los riñones con lo cual se hacía indispensable la administración de una pastilla especial para aquéllos que, a su vez… Entre pócimas y brebajes, potingues y drogas, tía Catalina intercalaba un cuadro muy apretado de oraciones y actos piadosos, ya de carácter cotidiano y metódico, ya ligados a las efemérides del santoral: rosarios, trisagios, novenas, preces expresamente indulgenciadas y una letanía de plegarias menores para beatos y santos de su particular devoción. Las colaboraciones periodísticas de Fermín de Urmeneta en el Diario de Barcelona la llenaban asimismo de arrobo: hombre de imaginación poderosa, don Fermín se había especializado, por así decirlo, en el tema del Espíritu Santo y, con facundia envidiable, acumulaba nuevos datos, precisiones y elementos sobre el objeto de su etérea pasión. ¡Qué hombre tan sabio!, decía admirada. ¿Habéis leído su último artículo sobre el Paracleto? Aunque auxiliada por la sirvienta y su hija mayor —del dormitorio a la terraza, del comedor a la galería—, la tía concluía sus jornadas exhausta, privada por sus múltiples deberes y achaques de un grato y bien merecido solaz. Tumbada en la chaise-longue, con el eterno rosario de cuentas negras en la mano, permanecía absorta en el cómputo de sus oraciones y píldoras mientras la Genara y Eulalia discutían en voz baja de sus cosas, desenvainando habas o guisantes en un cesto a la sombra de los eucaliptos del jardín.
Las visitas de tío Leopoldo, igualmente regulares, eran mucho más breves: se hacía recoger por el Rata o Alfredo en la estación de Caldetas y subía la riera en tartana, con el maletín en el que guardaba sus libros así como el tabaco, salchichón y aceite reservados a su consumo personal. La iniciativa de mi padre de ofrecer la casa a sus hermanos habría sido realmente meritoria y diáfana si no la hubiera estropeado, como era frecuente en su caso, con restricciones cicateras y recordatorios mezquinos de su presunta largueza y bondad. Para evitar que le tildaran de gorrista, el tío se presentaba en Torrentbó con un muestrario de embutidos ligeramente pasados y rancios, que aliñaba por su cuenta en la cocina, bajo la mirada severa y desaprobadora de Eulalia. Su independencia algo cínica de solterón, carácter original y estrafalario, falta de respeto a las convenciones e ignorancia de los buenos modales hacían de él un personaje atractivo y simpático. Estrella fija de nuestros veranos, la afición que mostraba por las evocaciones de su infancia, cultura geográfica y astronómica, facilidad con que soltaba la lengua para referir chismes y anécdotas que, sin él, habrían quedado en la sombra le otorgaron pronto un destacado papel en la escenografía mental familiar. Con diferentes nombres y máscaras, aparecería en una de mis novelas y en la tetralogía de mi hermano Luis, integrado ya por siempre en los lares de una empresa literaria cuya existencia desconocería.
Su pasión, compartida conmigo, por la geografía cuajó en seguida en largas y provechosas conversaciones sobre lugares y territorios que ninguno de los dos habíamos visitado nunca: egoísta, comodón, sedentario, aunque aborrecía cordialmente cualquier novedad en la medida en que implicara un esfuerzo y apenas había puesto los pies fuera de Cataluña, tío Leopoldo hablaba animadamente, con una deslumbrante precisión de detalles, del Altiplano de Perú y la Pampa argentina, el clima de Zanzíbar y el subsuelo de Angola. Siguiendo su consejo, adquirí una voluminosa Geografía pintoresca ilustrada con láminas y fotografías que fue por espacio de dos o tres años mi lectura favorita. Gradas a ella, sabía de memoria la extensión, población, capital, ciudades principales, status jurídico y riquezas naturales de todos los países del mundo. Nuestras charlas versaban lo mismo sobre la configuración orográfica del Cáucaso que los establecimientos coloniales franceses en la India u Oceanía. El tío hablaba de Numea o Pondichery como de lugares conocidos en los que acostumbrara a pasar los fines de semana. Persuadido de que Europa acabaría arruinada, fuera cual fuere el resultado de la guerra, trataba de encauzar mi destino alentándome a vivir lejos de ella. Cada uno de los territorios o estados descritos en el libro merecía por su parte una atención particular: Nigeria y el Congo ofrecían al colonizador europeo una vistosa panoplia de riquezas naturales, pero el calor y humedad allí reinantes desaconsejaban mi instalación en sus tierras; las ventajas de Brasil eran claras: grandes extensiones incultas, mano de obra laboriosa y barata, lengua de aprendizaje fácil, carácter abierto y acogedor de sus habitantes; en Argentina y Cuba, en donde teníamos familia, ésta podría, al llegar yo, orientar mis primeros pasos. Pero un recorrido a lo largo del río Níger, con sus vastas plantaciones de algodón, cacahuetes, sorgo y manioca sobrepasaba en encanto a todo lo considerado de antemano; los hipopótamos, piraguas, palmas oleaginosas, imágenes de la recolección de la nuez de coco por las mujeres indígenas suscitaban el entusiasmo del tío: ¿has visto qué pechos tienen?, sonreía con picardía. ¡Parecen verdaderos melones! Los viajes imaginarios con que compensaba su inercia y cachaza le acarrearon con todo, antes de que yo naciera, algunos percances y descalabros: tío Leopoldo había heredado una mediana suma de dinero a la muerte del abuelo Antonio y, dejándose arrastrar por sus fantasías nómadas, invirtió parte de él en acciones de compañías exóticas de las que nunca recuperó un céntimo. Pero el infortunio, lejos de templarle, había aumentado su interés teórico y afán de conocimiento respecto a países y escenarios remotos. No pudiendo embarcarse ya en aventuras a causa de la edad, decía, quería transmitir a sus sobrinos su frustrada vocación migratoria: ¿has leído el reportaje sobre los volcanes del Ecuador? Pichincha, Chimborazo, Cotopaxi. ¡Ah, quién tuviera tus años!
Sus conocimientos astronómicos eran igualmente notables: en las noches agosteñas, cuando las estrellas brillaban como ascuas, suavemente atizadas por el soplo vivificador de la brisa, el tío examinaba el firmamento con aires de propietario y nos enseñaba con paciencia a descifrar las constelaciones. Arturo, las dos Osas, Casiopea, Vega de la Lira, se fueron destacando poco a poco a mis ojos, de forma precisa y nítida, en medio del parpadeo confuso de las galaxias: merced al tío, descubrí la infinitud del cosmos y nuestra presencia diminuta en él. Cuando pocos años después me asaltaron las primeras dudas religiosas esta conciencia de la pequeñez irrisoria de la Tierra desempeñó en ellas un papel esencial: los habitantes de un astro secundario e ínfimo, ¿merecían en verdad tal cúmulo de atenciones por parte de su Hacedor? ¿Qué idea extravagante había acometido a Éste de sacrificarse por ellos de modo tan gratuito? Su elección absurda en aquel enjambre denso y centelleante, ¿había sido azar o un capricho? ¿Por qué precisamente nosotros y no los demás?
Junto a esta seductora inclinación a la geografía y astronomía, tío Leopoldo ofrecía también unos rasgos y opiniones que le distinguían del resto de sus hermanos: era anglófilo, no creía en la victoria de los alemanes y, cuando defendía sus ideas frente a mi padre y tío Ignacio, los tres terminaban acalorados, abrumándose con reproches mutuos. En las conversaciones de sobremesa o veladas en la galería, sacaba a relucir, con gran irritación de mi padre, los trapillos sucios de la familia. Calándose las gafas sobre la enorme nariz vasca, evocaba la inutilidad y dispendio de los Taltavull, el genio estirado del abuelo Antonio, la columbina simpleza de alguno de nuestros primos. La piedad de su hermana Catalina era blanco a menudo de sus dardos y aguijones. ¿Creía realmente que una avemaría, musitada de manera rutinaria y somnolienta, redimía penas de millones de años a las benditas ánimas del purgatorio? El retintín con que pronunciaba la frase y su expresión socarrona tenían la virtud de sulfurar a la tía: su rostro, ordinariamente exangüe y pálido, enrojecía de súbito con violencia.
Los domingos y días festivos nos trasladábamos en tartana a la iglesia de Torrentbó: tía Catalina y mi padre se acomodaban siempre en los primeros bancos, junto a los cuatro o cinco señores de la colonia mientras mis hermanos y yo, mezclados con los payeses en los asientos traseros, escuchábamos los consabidos sermones sobre la modestia del traje femenino y el espectáculo inmoral de las playas. Mossén Lluís hablaba con los ojos medio cerrados, pero avizoraba de soslayo el porte de sus feligreses y una vez llamó la atención a la hija de nuestros vecinos, culpable del delito de mostrar parcialmente el codo y exigió que abandonara de inmediato la Casa de Dios. Al concluir la ceremonia, los jóvenes acostumbrábamos a regresar a pie en tanto que mi padre y la tía alternaban unos minutos, obsequiosamente, con la acaudalada viuda de la familia Garí y su escolta de nobles damas. Los viernes, el sacerdote venía a casa y celebraba misa en la capilla: la seguía un desayuno compartido también con los monaguillos, en el que el mossén bendecía la mesa y nosotros aguardábamos con la cabeza gacha el instante de abalanzarnos a las tostadas.
Con las primas María y Carmen, hacíamos excursiones a las playas de Caldetas o Arenys de Mar o bien, igualmente a pie y cargados con los cestos del almuerzo, subíamos a la cima de las montañas vecinas o, a bosque traviesa, llegábamos incluso a la fuente y ermita del Corredó. En el trayecto, cogíamos fruta de los campos lindantes y, a veces, escuchábamos los insultos de los payeses. Fuera de estas salidas semanales, permanecíamos en los límites de la finca, buscando, según la temporada, las almendras, cerezas, higos o uvas con que amenizar la monotonía de la dieta casera. Perdida la gerencia de la ABDECA, mi padre no disponía ya del auto y nuestros traslados con él o los tíos, los realizábamos en tartana. El conductor de ésta solía ser el Rata pero, desde que su hija se casó con Alfredo, empezó a sustituirle su yerno, un hombre joven, fuerte y apuesto con quien entablaría más tarde una buena amistad.
En casa, leíamos, jugábamos al mah-jong o croquet, nos bañábamos en el estanque, correteábamos con los perros. José Agustín y yo reñíamos con frecuencia y, por la diferencia de edad a su favor, yo tendía a buscar amparo en los mayores y adoptar un antipático papel de acusica. Su ingrata condición de primogénito —comparado siempre por mi padre, en términos desfavorables, con el hermano anterior prematuramente desaparecido— ilumina bastante las dificultades sicológicas con que luego tropezaría en la vida. En aquella época, sus travesuras eran las propias de sus años y nuestras peleas concluían de forma repentina, sin ningún resabio ni enemistad. Luis jugaba de preferencia con los hijos de los payeses vecinos y Marta y las primas discutían de galanes de cine y habían escrito una carta admirativa a uno de ellos pidiéndole una foto dedicada.
Los veraneos se sucedían a un ritmo inalterable cuyas únicas novedades serían, al cabo de los años, mi entrega exaltada al emborronamiento de cuadernos en la creencia ingenua de escribir novelas y una práctica masturbatoria no menos asidua y frenética a la irrupción de la pubertad.
En el transcurso de los años de colegio el contenido de mis lecturas se había ido modificando: a la afición a los librillos de la colección Marujita siguió el descubrimiento de los personajes de Elena Fortuny —tío Rodrigo, Celia, Cuchifritín— para pasar de corrido al de Emilia y los detectives y, sobre todo, de la serie ilustrada de Aventuras de Guillermo, probablemente una de las mejores del género. Mi interés por Julio Verne y Salgari fue algo posterior: consecuencia directa de mi frecuentación de los cines del barrio en donde proyectaban filmes de aventuras y, a fin de cuentas, de escasa duración. A los catorce años, por consejo de mi tío Luis, había empezado a embeberme en el estudio de los libros de historia: biografías de la reina Victoria y María Antonieta, los enormes volúmenes encuadernados de la Historia de España de Lafuente, manuales sobre la Primera Guerra Mundial, una Historia de los girondinos traducida del francés, La decadencia de Occidente de Spengler. En verano, recorría con morosidad las páginas maravillosamente grabadas de la vieja Ilustración Española y Americana y alternaba estas calas en un mundo para mí fascinante de emperadores y zares, magnicidios, empresas coloniales y bodas principescas con un repaso atento a los libros y crónicas referentes a la última contienda, obra, por lo general, de los corresponsales españoles testigos de la misma. Mi tío Luis —privado de toda comunicación a causa de su sordera: para hablarle, había que enrollar una revista como un tubo y gritar a través de éste al pabellón de su oreja— era un lector ávido de autobiografías y memorias, cuyos ejemplares se alineaban, bien ordenados, en el salón del piso de soltero que compartía con Leopoldo. Poco a poco, conforme perdía mi inclinación a la geografía y el cariño a las migraciones exóticas, me lancé a buscar los libros y publicaciones que correspondían a mi nueva e impulsiva curiosidad. Gracias a tío Luis, adquirí en el plazo de dos o tres años una vasta, heterogénea y deshilvanada cultura en materias de historia europea: a las listas interminables de capitales, ríos, montañas, ciudades y productos naturales del mundo entero con que pasmaba a mis profesores de geografía sucedieron las de dinastías, conflictos sucesorios, guerras, batallas, derrotas recitadas por mí, a la primera ocasión, con la puntualidad y aplomo de un papagayo. Mis facultades mnemotécnicas y un irrisorio cosquilleo de vanidad, me convirtieron, por algún tiempo, en ese tipo insoportable de juansabidillo, justamente execrado por maestros y compañeros. Cuando por un azar de la memoria retrocedo a él, la confusión aun temporal y efímera de nuestras identidades me deja absolutamente perplejo. El inicio de esa etapa de pose e inautenticidad, que se extendería más allá de la adolescencia, se sitúa alrededor de mis catorce o quince años. Mi propensión a la mitomanía como elemento compensador de los traumas familiares iba a hallar un terreno inmediato en el que extenderse: verter los sueños y fantasías, más o menos miméticos, en papel; redactar, aprovechando la pausa escolar de los veranos, una cáfila de patrañas históricas y de aventuras.
Mi fecundidad en el tema era extraordinaria. Sentado a la mesa escritorio de la galería superior de Torrentbó, componía mis obras sin tachadura alguna, con un entusiasmo desbordante. En una de ellas, recuperada años después y archivada, según creo, en la colección particular de mis manuscritos de la Boston University, la doble influencia de las películas y mis conocimientos geográficos se manifiesta con claridad: mi hermana solía comprar las revistas de cine de la época y, para evitarme la monótona y enojosísima descripción de los personajes, había tenido la idea de recortar algunas fotografías de aquéllas y pegarlas a las páginas de mi cuaderno con un simple pie indicativo de su identidad. Dicho truco —cuyo descubrimiento y uso habría modificado sin duda el arte novelesco de autores tan concienzudos y detallistas como Balzac y Galdós—, me permitía avanzar directamente en las peripecias de la exploración amazónica que describía sin embarazarme con retratos inútiles ni pormenores cargantes. Precocísimo autor de foto-novelas, inauguraba también una pequeña trocha en el ámbito, pronto de moda, del relato behaviorista: ¡nada de comentarios ni digresiones, directamente al grano! Con la misma facilidad y arrebato, redacté una novela sentimental sobre Juana de Arco e introduje en ella, no sé si a sabiendas, algunos anacronismos que serían saludados hoy por los críticos más conspicuos como muestras de una audaz y libérrima voluntad de renovación: en vez de perecer en la hoguera del obispo Cauchon, moría guillotinada por Robespierre después de una dramática confrontación entre ambos. De mis restantes creaciones quinceañeras conservo un recuerdo mucho más vago: alguna de ellas trataba, me parece, de la Resistencia francesa a los nacis; otra, escenificaba nuevas hazañas de Kid Carson, en algún episodio de mi propia cosecha. Los filmes proyectados en las dos salas de cine de Sarriá, visitadas regularmente con Luis los jueves y domingos, suministraban de baratillo temas, personajes y encuadres a la proliferación de argumentos. Las nociones de originalidad y plagio no formaban parte todavía, por fortuna, de mi acervo literario personal.
Una vez concluida la obra con rapidez digna de Corín Tellado, sometía implacablemente a mis primas a la prueba de su lectura. Del tormento que así les infligía no cobré conciencia sino el día en que, al término de una comida especial, a cuenta de la casa, para los residentes del Colegio Mayor universitario madrileño de Nuestra Señora de Guadalupe, fui conducido con ellos al salón en la ilusoria creencia de una breve charla, el tiempo del café, con el escritor-estrella del imprevisto banquete pero que, una vez cerradas discretamente las puertas a una señal aviesa del director, se transformó en la declamación interminable de un drama cuyo final podría haber sido el del admirable cuento de Chéjov: el lanzamiento de un pisapapeles u otro objeto contundente que, al estrellarse con puntualidad exquisita en la cabeza de urraca del dramaturgo-novelista, interrumpe para siempre el desarrollo prodigiosamente somnífero del tercer acto. Escaldado con mi propia experiencia, no volvería a incurrir ya en lo futuro, en este abominable abuso, tan frecuente entre literatos, de la encerrona alevosamente perpetrada. La aplicación práctica del «si me lees te leo» me parece un progreso capital de la República de las Letras y debería figurar, con carácter preceptivo, en el artículo primero de su Constitución.
En la evolución de los gustos literarios que acabo de mencionar, ninguno de mis profesores ni maestros desempeñó papel alguno. Mis lecturas se desenvolvían de forma exclusiva en el ámbito familiar, sin el menor engarce con cuanto se nos enseñaba o pretendía enseñar en el colegio. La idea de darnos a leer textos de nuestros clásicos en vez de encajarnos en la cabeza sus fechas de nacimiento y muerte y títulos de las principales obras no había penetrado siquiera en el cerebro de los curas de misa y olla que se ocupaban de las clases de literatura. El único libro que mereció los honores de una lectura en el aula a lo largo de mi bachillerato fue un volumen de relatos del Padre Coloma, el último año de mi estancia entre los jesuítas. En el colegio de la Bonanova, ni siquiera esto: los buenos Hermanos de la Doctrina Cristiana se remitían en cuerpo y alma a los doctos juicios críticos y probada sabiduría en la materia de Guillermo Díaz Plaja. Teniendo en cuenta el sistema educativo que soportábamos no es sorprendente que mi amor e interés por la literatura procedieran de otras fuentes: primero, los consejos de tío Luis; luego, la biblioteca de mi madre. Autodidacta como casi todos los hombres y mujeres de mi generación, mi cultura, forjada a tientas y aun a contracorriente, guardaría mucho tiempo la marca de los prejuicios, lagunas e insuficiencias de una España asolada y yerma, sometida a la censura y rigores de un régimen sofocante. Muy significativamente, los libros sobre los que pronto me arrojaría serían, casi sin excepción, de autores extranjeros: leídas en francés o en las mediocres traducciones que llegaban bajo mano de Buenos Aires, las novelas que devoré entre mis dieciocho y veinticinco años no incluían a un solo autor en castellano. La instrucción dispensada en el colegio no solamente me hizo aborrecer nuestra literatura —convertida en un muestrario de glosas pedantes y exégesis huecas— sino que me persuadió también de que no había cosa en ella cuyo conocimiento mereciera la pena. Mientras consumía obras de Proust, Gide, Malraux, Dos Passos o Faulkner, ignoraba olímpicamente nuestro Renacimiento y Siglo de Oro. Incluso la fama universal de Cervantes me parecía hipotética: incensado y puesto en las nubes por los libros de texto del colegio, el Quijote no podía ser sino un libro aburrido y cargante. Embebido ya de Voltaire o Lacios no me sentía atraído por la locura del viejo hidalgo manchego. Fue a los veintiséis años, domiciliado ya en Francia, cuando me resolví a coger el libro y fui descabalgado, como Saulo, camino de Damasco: los detestables manuales escolares tenían razón. Con rabia y ardor entremezclados —ansioso de recuperar el tiempo vanamente perdido a causa de mis educadores postizos—, me abalancé entonces a la obra de nuestros clásicos. La relación amorosa con algunos de ellos se estableció de manera inmediata pero, como advertí en seguida con despecho se producía a deshora: como un joven largo tiempo virgen al catar la inefable dulzura del coito, comprobaba que me había privado por mi culpa de mis más enjundiosos gozos. Mi exagerada prevención juvenil a lo español me jugó así, en ese como en otros terrenos, una mala pasada: entre los errores a que fui inducido por mi angosta formación de colegial, es éste sin duda el que me resulta más difícil de perdonar.
Desde que en otoño del 43 mi padre nos cambió de colegio, permanecí en el de la Bonanova hasta el fin del bachillerato. Cinco años cuya monotonía e insignificancia se expresan tanto en la parvedad del recuerdo como en la levísima huella que dejaron en mí. A diferencia del periodo que va de la muerte de mi madre a la enajenación e internamiento de la abuela —un lapso de alrededor de cuatro años, del que conservo reminiscencias muy precisas y sobre el que mi memoria vuelve a menudo—, lo acaecido en la siguiente etapa me parece a la vez superficial y remoto, simple muda de piel abandonada por otro al borde del camino. Nada de cuanto ocurrió o se dijo en las aulas influyó directa o indirectamente en mi vida. Ésta siguió desenvolviéndose por su cuenta, anclada en el círculo familiar, esencialmente autodidacta. Cuando al inicio de la pubertad empecé a masturbarme, el nuevo e increíble placer casualmente descubierto un día de verano se transformó en uno de los centros reales, por no decir el más real, de mi vida. El potencial de goce ínsito a mi cuerpo se impuso en seguida, brusco y convincente, a los discursos religiosos o morales que lo estigmatizaban. En la cama, el baño, las buhardillas de Torrentbó, me entregaba con asiduidad al acatamiento de una ley material que, por espacio de unos minutos, me confirmaba en mi existencia aislada y particular, mi irreductible separación del resto del mundo. Con ello no quiero decir ni mucho menos que la doctrina tradicional católica tocante al sexo —expuesta machaconamente en aulas, confesonarios, púlpitos, manuales de piedad juvenil— no hiciera mella en mí. La idea del pecado —del pecado mortal, con sus espeluznantes consecuencias— me torturó por espacio de algunos años. Docenas de veces, arrodillado frente a alguno de los sacerdotes de las parroquias o iglesias cercanas, había confesado mi culpa y pretendido enmendarme sabiendo con certeza que unas horas o días más tarde, esa fuente vital de energía que brotaba de mí impondría su fuero y anularía, imperiosa, el tenue armazón de preceptos que inútilmente la condenaban. Consciente de ello, a fin de sustraerme a los reproches de un confesor fijo o director espiritual, cambiaba regularmente de templo y confesonario, en una especie de juego de escondite cuya inanidad saltaba a la vista. Aunque mis expresiones de piedad eran forzadas y las creencias religiosas frágiles y tibias, el temor a las penas y tormentos infernales me acosó durante algún tiempo. Las imprecaciones contra el sexto, lanzadas por los predicadores e impresas en librillos como los de Monseñor Tihamer Toth, tenían un efecto potencialmente traumático para los adolescentes que, en el ardor de la pubertad, escuchaban o leían, aterrados, los supuestos estragos físicos y morales del acto impuro, simple preámbulo de los suplicios eternos, sutiles, refinadísimos que les aguardaban en el Más Allá. Como todos los muchachos católicos de mi edad y numerosas generaciones anteriores, fui sujeto a la ruda prueba de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, en alguna de las célebres casas de retiro de la orden, en mi caso, en las de Manresa y Sarriá. La descripción gráfica, exacta y pormenorizada de los mismos por James Joyce —y, antes de él, por Blanco White, de los llevados a cabo en la cueva sevillana del padre Vega, claramente imbuidos a su vez de la técnica manipulatoria de los discípulos del de Loyola, cuya compañía, entonces, había sido temporalmente abolida— me dispensa de la tarea de exponerlos ahora a los lectores. Éstos hallarán en el Retrato del artista adolescente y la Autobiografía de Blanco que en parte traduje a su lengua materna, punto por punto, ardid por ardid, ejemplo por ejemplo, la progresión teatral y escenificación dramática repetidas décadas y décadas después, para mí y mis colegas con la misma inercia rutinaria con que las compañías faltas de nuevo repertorio acuden cada año, al acercarse el día de Difuntos, a la sempiterna y rentable reposición del Tenorio. Los excesos ridículos de alguno de los oradores tuvieron conmigo un efecto contraproducente. Pese a las amenazas terrenas y ultraterrenas, proferidas a veces con voz histérica, las secretas, gozosas, absorbentes masturbaciones prosiguieron a ritmo casi diario su ejecución acendrada.
De la índole absurda de aquella preceptiva de observación imposible —destinada, como en el caso del celibato eclesiástico, a la formación de una conciencia culpable, fácilmente sumisa y dúctil a los intereses superiores o mundanos de la Iglesia de Roma— tuve pronto una prueba la noche o amanecer en que, habiéndome abstenido de masturbarme por varios días consecutivos después de una confesión penosa, experimenté mi primera polución nocturna. Mi despertar, con el sexo endurecido y una mancha viscosa en el pantalón del pijama, me llenó de pavor. ¿Qué había ocurrido? ¿Me había tocado sin advertirlo mientras dormía? ¿O alguien se había colado en mi cuarto y había repetido la fea maniobra del abuelo? Confuso y sin saber a qué atenerme, resolví dormir el día siguiente con la puerta cerrada con llave y un traje de baño ceñido, que excluía todo roce directo de mi mano. Pero el calor de la noche, aunado al rijo insatisfecho del cuerpo y la presión del tejido, provocaron de nuevo, ante mi estupor, el previsible derrame. La convicción de que se trataba de un hecho natural y ajeno por tanto al escrutinio morboso de mis confesores, se abrió lentamente camino. Ello, unido al pánico que suscitó entre los guardianes de la moral católica el descubrimiento de la penicilina —sentimiento traducido en boca de uno de los Hermanos de la Doctrina Cristiana por la afirmación desesperada, casi implorante, de variedades de microbios de origen venusino penicilino-resistentes— acabó por desculpabilizarme del todo y conferir a sus prédicas sobre la castidad juvenil un aura forzosamente ridícula.
Decía antes que mi vida real seguía centrada en casa: en mis lecturas, fábulas novelescas, ensueños, masturbaciones. El colegio —cursos, estudios, recreo, condiscípulos, profesores— era un simple paréntesis abierto en aquélla que concluía al cruzar el frondoso jardín presidido por la estatua del fundador de la orden y salir al Paseo de la Bonanova. Mi relación con los hermanos y maestros encargados de la enseñanza de las distintas disciplinas fue siempre impersonal y distante. Mientras escribo, reaparecen ante mí, esfuminados por el olvido y distancia, el rostro un tanto patibulario del hermano Vicente, cuya mímica y gesticulaciones atroces al evocar la inevitabilidad de la muerte, me inducen a creer que padecía, como corría el rumor, de crisis epilépticas o alguna enfermedad nerviosa; del «Clémens», menudo, enérgico, sonriente, con su pequeño rizo o tupé hitlerianos, bellísima persona bien que devoto adorador de los nacis, cuyo saludo imponía a la clase al grito de Heil Hitler y que había llorado como un niño en la fecha para él infausta del suicidio de su héroe en el búnker, en medio de las ruinas de Alemania; del hermano Pedro, mimoso y maternal como una gallina clueca, a quien incumbía la ardua tarea de rebatir en unos cuadernillos impresos en ciclostil la casi totalidad de la filosofía universal, a veces con curiosos argumentos ad hominem —afeminamiento de Rousseau, locura de Nietzsche— en nombre de los principios, tan sólidos como perennes, de la doctrina elaborada por Aristóteles y Santo Tomás.
El recuerdo de la masa gris y desdibujada de mis compañeros de curso es aún más amorfo. Salvo una o dos excepciones, no los volví a ver desde mi salida del colegio y, a decir verdad, nunca me interesé demasiado por ellos. Hacia mis quince o dieciséis años, la conciencia cada vez más aguda del declive económico de la familia a causa de los desdichados negocios paternos y el desnivel existente entre las estrecheces domésticas y nuestras pretensiones sociales —decadencia simbolizada no sólo en un tren de vida paulatinamente reducido sino también en el aire de desgaste, decaimiento y vejez que se adueñaba de personas y cosas en la torre de Pablo Alcover— me condujo por primera y única vez en la vida a intentar un acercamiento amistoso a dos muchachos de posición social muy por encima de la mía, en la esperanza ilusoria de integrarme en un mundo que imaginaba seductor y brillante, aun a sabiendas de que no tenía gran cosa en común con ellos. Durante uno o dos años, un falaz y lamentable muchacho con mi nombre y apellidos procuró imitar su elegancia vestimentaria, adaptar sus maneras distinguidas, seguir sus ademanes y entonación remilgados, característicos de esa fauna típicamente barcelonesa de los «señoritos de la Diagonal». En calidad de miembro mentido de ella, asistió a una o dos reuniones mundanas en las que su timidez, torpeza y falta de modales mostraron cruelmente la hilaza: no sabía bailar ni cortejar a las niñas de buena familia ni besar la mano a las damas ni hablar de automóviles de lujo ni mover tan siquiera el cuerpo con desparpajo juvenil o indolencia afectada. La sensación de fracaso e incapacidad de adaptación a esos ambientes le dejó corrido y mustio. Pero su amargura no duró mucho: la vaciedad y petulancia de los dos condiscípulos que, con afán advenedizo, había tomado por modelos le convenció en seguida de su error. La vida de este doble cursi y mimético fue afortunadamente corta y su reproducción en alguna fotografía tomada en una puesta de largo —serio, envarado, penoso— provoca hoy en mí, al contemplarla, sentimientos mezclados de burla y conmiseración.
Descabalgado de mis cascos ligeros, volví al ámbito familiar y sus secretos, angustias, querencias. Seguí siendo un alumno irregular, bien dotado, según los profesores, para los cursos de historia, gramática y lenguas, y mediocre en cambio, por no decir nulo, tocante a ciencias y matemáticas. Mi ineptitud y desinterés por estas últimas era total y absoluto, lo que me convence de la verdad del viejo aforismo de que la inteligencia es a fin de cuentas una cuestión de gusto. Por suerte para mí, un compañero de promoción con quien conversaba a menudo en el patio de recreo y trayecto hacia casa, se enfrentaba al mismo problema que yo en términos inversos. Sumamente inteligente y despierto en el campo de la física y las matemáticas, experimentaba un mayor despego tocante a las materias que suscitaban mi curiosidad. A partir de la mutua revelación de nuestras respectivas cualidades y carencias, se desenvolvió una amistad muy provechosa para ambos. Mientras yo componía las redacciones de mi amigo José Vilarasau, éste me echaba generosamente un capote en las asignaturas que yo aborrecía. Apoyándonos uno en el otro, llegamos a concluir nuestro bachillerato paticojo sin demasiados tropiezos.
Vilarasau fue también la primera persona a quien osé plantear mis dudas religiosas. Poco a poco, habíamos intercambiado algunas reflexiones sobre la materia y las supuestas exposiciones filosóficas del hermano Pedro eran blanco, fuera del aula, de nuestros chistes y bromas. La bondad y omnipotencia del Creador nos parecían a los dos contradictorias y problemáticas. En un correo anónimo de preguntas establecido por el hermano para evacuar consultas morales, formulamos alguno de nuestros reparos y, sospechando la autoría de los mismos, aquél nos empezó a traer sobre ojo. Pero la etapa del colegio se estaba acabando, y el mundillo artificial y mediocre en el que mis mezquinos tutores habían querido apresarme, no tardaría en esfumarse sin dejar huella alguna. El tiempo que pasó, desvaneciéndolos / como burbujas sobre la haz del agua / rompió la pobre tiranía que levantaron, escribió Luis Cernuda. Y como él, me acuerdo hoy de ellos, al escribir, sonriendo apenado.
Instantáneas finales de Pablo Alcover: setos de tuyas, rosales silvestres, buganvilias en flor, langor de madreselva, castaño de Indias, un viejo leyendo o dormitando a la sombra del limonero. Territorios pacientemente adquiridos por usucapión: el de mi padre, el de Eulalia, el del abuelo. Cauto proceso de deterioro: garaje sin auto, sistema de calefacción inservible, nuevos, irreparables desperfectos. Interior cada vez más sombrío: bombillas anémicas, círculos de luz tacaña, sombras furtivas, errantes a lo largo del fantasmal corredor. Mi padre, en pantuflas y bata, preparando sus extraños mejunjes, revolviendo el yogur con la cuchara. El abuelo, en su rincón, con un diario entre las manos, atento siempre a pasar inadvertido, a ocupar en lo posible el menor espacio. Eulalia, sentada a oscuras en la cocina a fin de ahorrar electricidad, a la escucha de los latidos cada vez más débiles de la casa, auscultando su decaimiento, lasitud, astenia, los síntomas ominosos de su vetustez: incesante guerrilla de mi padre contra el abuelo, rencores, manías, rosarios bisbiseados, palenque cerril de menudas pasiones, senilidad, consunción paulatina. Cambios igualmente en los jóvenes que la arrumbaban y envejecían: Marta, una mujer, dispuesta ya a casarse; José Agustín, universitario y a punto de dejarnos, de seguir los estudios fuera; yo y Luis, amarrados aún al colegio, pero prestos, como presentía tristemente, a levantar también el vuelo, huir de aquella casa que se nos caía encima, tabique a tabique, pared por pared, techo por techo. Ella, la pobre sirvienta aragonesa, embarazada por el amo de la casa en que servía, madre soltera de un niño presentado siempre por sobrino, obligada a emigrar a Cataluña, a conocer mudanzas y despidos, acomodarse a los apuros y estrecheces de la guerra, Julia transformada para siempre en Eulalia, custodia celosa de tres muchachos a quienes llegaría a querer como hijos, ignorante, sabia, patética, bondadosa, vuelta en razón de las circunstancias, del puesto central que, a fuerza de voluntad y carácter, ocuparía entre nosotros, en testigo lúcido, fatalista de la decrepitud de personas y cosas: angustia de vernos desaparecer a uno tras otro, quedar a solas, con dos ancianos, en una vivienda descompuesta y ruinosa, al acecho del mal que sordamente la corroía, anuncio de esa Esfinge a la que eufemísticamente aludía cuando en el núcleo de nuestra familia acaecía alguna desgracia. Goteras, desconchados, bulimia ratonil, devoración de polilla, toses, carraspeos, decadencia, ocaso: imágenes, sonidos, impresiones de mis últimos años en Pablo Alcover, Barcelona y España, listo para irme adonde fuera, con el pie en el estribo de un caballo todavía imaginario. Espera interrumpida por bruscas evasiones hasta la gracia o bendición de mi marcha definitiva. La memoria de lo que abandoné dejó de pertenecerme ya antes, bien antes del día en que realmente me fui: el final de la historia, de las tres muertes, sería hermosamente integrado por Luis, con el paso del tiempo, en el espacio literario de Antagonía.
Todo ocurrió como habíais previsto: castillo de naipes lábil y efímero, el fallecimiento de uno arrastraría el de los demás.
Hubo llamada telefónica de Luis con el temido anuncio de una mala nueva: agonizaba el abuelo, simple cuestión de horas según el médico, debías tomar el primer avión si querías asistir al entierro. Cuarenta y ocho horas[3] intensas, movidas, en un país en donde tu nombre figuraba ya en la lista negra, miradas de soslayo de la policía de fronteras, huésped malquisto e importuno, agredido en letra impresa por la jauría, sujeto a vigilancia discreta, una sombra pertinaz a tu espalda cuyos movimientos desacordes, a destiempo indicaban a las claras que no te pertenecía. La tuya había quedado atrás, en el momento de embarcarte a España y regresar a ésta como un fantasma, mero individuo con profesión, estado civil, domicilio, lugar y fecha de nacimiento establecidos en el pasaporte, pero privado por decreto de su verdadera identidad: posibilidad de escribir, publicar, expresarse en público, reunirse con los amigos sin temor a comprometerlos. Personaje de Hoffman sin sombra, menguado, espectral.
Llegar con todo a tiempo de presenciar la muerte católica del abuelo, reconfortado, según rezaría la esquela, con los auxilios espirituales y bendición apostólica: su confesión con un cura joven, cuyo diálogo con el moribundo, perceptible en las habitaciones vecinas a causa de la sordera del último, parecía el de un entremés o sainete. Bueno, don Ricardo, es usted muy mayor y hay que irse preparando. ¿Preparando? ¿Para qué? ¿Qué edad tiene usted, ochenta años? ¡Uy, muchísimos más! Y luego la satisfacción del abuelo al recibir los santos óleos, convencido como estaba de que le aplicaban un nuevo y eficaz remedio contra el eczema que le atormentaba. ¡Ah, la pomada! Los hermanos reunidos en la pieza vecina mientras Eulalia y tu padre, escondidos, silenciosos, amedrentados, conscientes de que la Esfinge evocada por ella había llegado al fin, aguardaban el desenlace en sus respectivos rincones con un conmovedor desamparo.
Cinco meses después, el ocho de agosto, papá esta vez, el lecho de muerte, mirándote ya sin reconocerte, consumido, chupado hasta los huesos por el avance inexorable de la enfermedad. Eulalia, en su habitación, cubierta de los regalos que le había mandado Monique, encastillada en su angustia, respondiendo con monosílabos a tus digresiones y preguntas. Leyendo no obstante su interrogación muda, la pregunta que le acosa y no alcanza a formular: ¿en qué se ocuparía ahora si los viejos la abandonaban?; y sobre todo, ¿qué iba a ser de ella en aquella vivienda condenada y vacía? La Esfinge conocía ya las señas de la casa: el día menos pensado, cuando se le antojara, podía merodear por el barrio, repetir la visita.
A medianoche, la enfermera os había convocado a susurros en la habitación: tu padre yacía con los ojos abiertos, estertores y jadeos se sucedían a ritmo cada vez más lento, sus labios apenas boqueaban. Esponjosa irrealidad de unos instantes sin emoción alguna, sensación de desdoblamiento. Concurrir al ritual del lavado y disposición del cadáver para su entrega a los mercaderes de la funeraria: acto de bajar los párpados sobre la mirada fija y como obnubilada del muerto; ademán presto, conciso de Marta de retirar el anillo de oro antes de que la mano quedase rígida. Ceremonia absurda en la iglesia parroquial de Sarria, solemne despedida del duelo, comitiva de automóviles negros hacia el cementerio, parada ante el lujoso panteón en donde se pudren los restos de tu familia. Sentimientos de horror por aquel mausoleo, tu puesto reservado en él: firme decisión de no permitir tu sepultura en el mismo. Visitas de pésame, conversación inquieta sobre el estado de Eulalia, insoportable opresión del cuadro ruinoso de tu infancia, deseos de huir, tomar avión, aeropuerto del Prat, salida estampillada por policía suspicaz, verificación del aserto de los malsines de Pueblo de un apellido más popular en las comisarías que en las librerías.
Noticias regulares, por medio de Luis, del cáncer de Eulalia, primero en París, luego en Saint-Tropez, finalmente en Marruecos. Determinación egoísta y cobarde de seguir tu vagabundeo, aun a sabiendas del final cercano y resuelto: idea intolerable de enfrentarte a la mujer aterrorizada e indefensa, verte obligado a esconder la naturaleza de la dolencia, reír para animarla, poner buena cara, inventarle un futuro sonrosado y alegre, mentir para arrancarle la mueca que no llega a sonrisa y queda en rictus inmóvil, yerto, desesperado. Tetuán, Xauen, Al Hoceima, Meknés, escudriñando las listas de correos en espera de carta hasta el escueto telegrama, abierto con dedos temblorosos, que te aguarda en Fez. Brusca interrupción del periplo de oscuro fugitivo de ti mismo: volver de inmediato a Tánger, hallar momentáneo refugio en casa, digerir la abrumadora nueva, ahogar la pugnaz culpabilidad, subir en busca de hachich o maaxún a la sombra propicia de la alcazaba.
Desde el momento en que te dejas caer en el lecho hasta la ardua, varias veces postergada decisión de incorporarte penosamente de él, de su revoltijo de sábanas revueltas y húmedas, perderás la noción del tiempo. La persiana semicerrada no filtra luz alguna y cuando miras el reloj son casi las ocho. ¿De la mañana? Las luces del puerto, de los cercanos edificios te sacan de dudas: anochece y tus vecinos se recogen poco a poco a sus aposentos. ¿Qué has hecho durante el día? Necesidad de beber agua, mucha agua, orinar, tomar un par de aspirinas. La resolución del enigma la dejarás para luego.
Veinte horas tumbado en la cama reconstruidas poco a poco, en la calle, absorbiendo a pulmón lleno el soplo vivificador de la brisa. Con la cabeza todavía dolorida y maciza, pero capaz de reflexionar. Operación de desenterrar, sentado en una terraza de la avenida de España, los lances, encuentros, visiones, raptos, apoderamientos de la noche más larga de tu vida: rescatarlos con cuidado, como un arqueólogo, de la hondura en que kan vuelto a sumirse, estratos densos de olvido, masas informes, brumas, opacidad. Garabatear en la cajetilla de Gitanes vacía las palabras clave: guijarros, hitos, señales que te conducirán, vuelta atrás, a la memoria hiriente de lo sucedido.
Agilidad, ligereza, suspensión grácil, quizá momentánea del imperativo universal de gravedad. Planeas levemente, sin vértigo alguno, a escasa distancia del suelo, raudo, sutil, ingrávido, en mecimiento o levitación serenos, errátiles: un sueño desde entonces insistente, curiosamente integrado en lo futuro en tu modesto repertorio habitual. Estás en Torrentbó: papá sentado en un sillón, vestido probablemente de blanco, con esa elegancia natural, un tanto pintoresca de que le invistió la vejez en el curso de sus últimos años. Ha muerto y los dos lo sabéis. Sin embargo os saludáis, cambiáis unas cuantas palabras. Ningún dolor de tu parte, ningún remordimiento. Su presencia es grata, suave: irradia una balsámica impresión de sosiego, dulzura, apacibilidad. Os despedís con muestras de mutuo afecto y levitas de nuevo, jardín, terraza, surtidor de las ranas, alguien con una azada al hombro (¿Alfredo?), sonríe, saluda de lejos con el brazo. Nuevo decorado, castaño de Indias, plantas silvestres, limonero y, a su sombra, el abuelo, real, en carne y hueso, con el periódico en las manos, te mira unos segundos, viejo, muy viejo, sin interrumpir la lectura, no hay nada que deciros, absorto en las noticias, la guerra mundial probablemente ha estallado.
Recaída en el olvido, irrealidad esponjosa, angustia paulatina, aprensión del encuentro que sordamente se fragua, posibles tentativas de levantarte del lecho, mear, apurar el resto de la botella de Sidi Harazm, paz irremediablemente desvanecida, ansiedad, tormento, vueltas y más vueltas en la cama, negro, todo negro, pecho sobrecargado, cabeza ardiente, punzadas de dolor, presentimiento agorero, deseos frustrados de huida, síntomas de pánico, humedad involuntaria, tenaz aleteo del corazón, miembros paralizados, inminencia del rostro que temes, figura de Eulalia convocada por la desmesura de tu propio espanto, perceptible ya en la penumbra, cada vez más precisa y nítida, cabello, piel, ojos, labios, mejillas perfectamente exactos, esquiva, distante, muda, un gesto de reproche amargo, imagen, presencia, corporeidad que te fulminan, se adueñan de ti, rompen los diques del pudor, desbordan la culpabilidad acumulada en tu seno, minutos u horas de dolor, gemidos, lágrimas, extemporáneo e inútil arrepentimiento, recuerdo confuso de súplicas no oídas, protestas tardías de amor, jornada interminable en la cama sucia y manchada, como si hubieras echado raíces en ella, vaciando anchurosamente, sin trabas, cuanto guardabas dentro, fantasmas, errores, deslealtades, cobardías, miedos, un curso completo de terapia freudiana por el precio de un vaso de maaxún.
Consideración feraz, germinativa de la transmigración a la luz de la poesía: vuelo ligero del alma de un cuerpo a otro cuerpo, parecido o idéntico al que sustentara en vida: mudanza de los malos tragos de ésta a otra de apariencia más correosa y huérfana, pero arropada con el respeto de una creencia que la sacraliza y eleva a las alturas de un trono ideal: cobijado a la sombra cálida del Islam, el viejo acuclillado te interpela en silencio: su mano es flaca, rígida, macilenta: el capuchón de la chilaba le cubre la cabeza a medias pero permite ver el rostro magro, apurado al límite de los huesos, la nariz corva, los labios exangües: mirándote como si fueras transparente, repite en voz baja, tal vez para sí mismo, fi sabili Allah u otra invocación tradicional al creyente, con esa serenidad resignada del otro moribundo, Alonso Quijano al borde del sepulcro, cuando recién llegado del aeropuerto entraste de puntillas en su habitación: tu padre, las sucesivas encarnaciones de tu padre en zocos y callejas de Fez o Marraquech, acurrucado, digno, implorante, cruces casuales o metódicamente planeados generadores del chispazo, el arco voltaico que nunca brotó en vida: itinerante ritual, medineo evocador de la tristeza de un desencuentro que lo trae no obstante a tu memoria y cariñosamente lo resucita.