ALPE D’HUEZ

«La tercera muralla cae por sí misma cuando han caído las dos primeras.»

LUTERO

«Pero no volvió la cabeza.»

La montaña mágica,

THOMAS MANN

Un estrecho pasillo humano bloquea lo que debe de ser la carretera. El rugido ensordecedor de miles de gargantas profiriendo gritos hace que subamos las ventanillas del coche, asustados. Manos y brazos tocan las puertas, gesticulan delante nuestro. Oímos golpes en el capó. De nuevo el suelo del coche parece moverse bajo nuestros pies. La montaña es la que envía esa vibración.

Llevo muy abiertos los ojos, intentando distinguir a Jabato en medio de ese apelmazamiento de rostros, manos, cuerpos, gritos. Aparece parcialmente cada varios metros. Veo sus hombros balanceándose a izquierda y derecha con una torpe amortiguación de la cabeza. El caos es absoluto. Sirenas y cláxones, luces de los autos, reflectores, banderazos, megafonía, todo inútil. Es posible que en estas condiciones puedan tirarlo. Una avanzadilla del cordón humano va junto a él, corre a su lado. Le tocan, le hablan, le chillan. Le mojan con chorros de agua. Él se somete a esa ducha, lo que no es nada tranquilizador. Su bicicleta ha vuelto a trazar un inquietante quiebro, quizá por intentar apartarse de la gente. La masa se convierte lentamente en un pulpo de tentáculos viscosos. Llevada de su entusiasmo, pretende acercársele, palmear su espalda, rozarle aunque sea un poco.

Dudo que lo que pedalea cansinamente unos metros por delante nuestro sea Jabato, dudo incluso que sea un hombre en el sentido íntegro de la palabra. También él, como la montaña, se ha transformado en otra cosa. La lasitud de su pedalada se vuelve perceptible. Vemos tomas aéreas, filmadas desde el helicóptero, y principalmente desde la moto de Antenne-2 que va circulando tras él con gran dificultad. Sé que sus ojos deben carecer casi de expresión. Sé que lleva los músculos atenazados, que pedalea como un autómata. A su manera, ha entrado ya en una fase de pedaleo semicomatoso, de una languidez enervante. Es, en cierto modo, un fantasma petrificado que sin embargo pedalea incesantemente. Sé que siente una gran angustia en la zona cardíaca, la percibe en forma de opresión, como si le comprimieran el pecho desde dentro. Como si se lo estrujasen. Sé perfectamente que él sabe con no menos certeza que esa sensación, si la máquina del cuerpo no cesa parcial o totalmente en su esfuerzo, es el simple anticipo de algo mucho peor, un claro aviso de aquello que inexorablemente vendrá poco después. Palidez progresiva y algo así como una especie de pérdida del conocimiento, lo que no significa que sea imposible seguir pedaleando aun en ese estado. Pero eso pertenece ya a la zona oscura. Ahí nadie puede garantizar nada.

Me pregunto qué es exactamente lo que estoy presenciando. Esa figura humana habrá dado hoy unas veinticinco mil pedaladas, muchas de ellas cuesta arriba. Demasiadas. Esa figura humana perderá hoy cerca de siete litros de sudor. El grueso del pelotón pierde en un Tour más o menos treinta toneladas de sudor. Esa figura vacilante es ahora un resumen perfecto y patético de lo que se conoce como el deporte agonístico por excelencia. Esa figura encorvada está registrando en su interior un sangriento, incesante y a la vez misteriosamente controlado golpe de Estado incruento pero devastador, una especie de incesante explosión termonuclear en su organismo. Así se vería si pudiésemos observarlo al microscopio. Sólo la naturaleza permite que Jabato siga sobre la bicicleta y prolongando su esfuerzo. Noventa mil veces al día las fibras musculares del corazón impulsan la sangre hacia el resto del cuerpo en una operación de bombeo que ninguna máquina artificial podría superar en eficacia. Hoy en él se estará resquebrajando dicha cifra. Podría pedalear cómodamente con un consumo de entre ocho y diez litros de aire por minuto, pero ahora necesitará trabajar con cifras superiores a los ciento treinta. En situaciones así, de poco sirven las estadísticas respecto a unas características concretas. Los 6,8 litros de oxígeno de capacidad pulmonar que en situaciones normales le permiten sobrellevar bien la fatiga, sosteniendo una cadencia de pedaleo de cincuenta a sesenta revoluciones por minuto en montaña, no significan ya nada, como tampoco sus ochenta litros de V02MX, o «consumo máximo de oxígeno». Ahora, dentro suyo, seis millones de alvéolos, esos microscópicos sacos llenos de aire que están en sus pulmones, claman con salvaje insistencia creándole una sensación de constante ahogo. ¿Sirve, me sirve de algo saber que su nivel de acidez en el plasma se sitúa normalmente entre 7,30 y 7,10, que su tensión arterial oscila entre 120 y 140 mm de mercurio, como máxima, y 70 o 90 de mínima? Creo que no. También inútil recordar que lo que le genera energía, el gasto cardíaco, habrá entrado ya en una fase de total descontrol. En lugar de los cuatro litros o cinco de sangre que el corazón bombea por minuto, ahora Jabato estará trabajando con treinta o cuarenta. De ahí que la cifra de 525 vatios de fuerza que se le suponen como deportista de élite, en este preciso instante no sea sino una lamentable quimera. Sus 45 pulsaciones por minuto en estado de reposo son un dato vacío, otra macabra burla. Habrá hecho la ascensión a la Croix de Fer a unas 150-160. Habrá ascendido el Galibier a 170-185. Y ha empezado a luchar contra la maldita verticalidad de esta pared a partir de 185. Le conozco, no sólo a él y sus gestos, sino su organismo y su forma específica de pedalear, y sé que es así. Ni a él le sirve conocer sus cualidades físicas, ni a mí evaluar estos datos. Ambos estamos vendidos. Yo, porque no dejo de ser testigo pasivo de un esfuerzo ajeno. Él, porque está rebasando demasiado su propio límite, algo que hasta hoy, y que yo recuerde, nunca había hecho de este modo. Se dispone a superar, o al menos a intentarlo, su Gólgota particular.

Ha apoyado de nuevo las manos en el manillar por la parte frontal. Intenta buscar una sincronización elemental en la pedalada, regular la presión que en cada giro completo ejerce sobre las bielas. Los brazos, con un ostensible punto de crispación a medida que se ven obligados a realizar más esfuerzo, buscan comodidad y un ángulo adecuado a la altura del codo. Se debate por hallar una posición del tronco que en relación al plano del suelo le permita avanzar lo más distendido posible. Lo que sucede es que ese plano del suelo, deseablemente horizontal, es ahora completamente inclinado. Pedalea así unos metros, pero no, otra vez los hombros van de un lado a otro, como arrastrándose, como queriendo impulsar las piernas y no al revés, que sería lo correcto. Ese hombre es tozudo como pocos. De nuevo a la carga. Vuelve a adoptar la posición ideal de los escaladores, la postura en bailón, intentando imprimir a cada nuevo golpe de pedal la fuerza que emana del propio peso de su cuerpo. No existe coordinación en ese precario balanceo. Ahora los dedos van aferrados a las manetas de goma de los frenos, envolviéndolas con el índice y el pulgar como si de pinzas se tratase. Procura flexionar musicalmente el tronco a cada nueva rotación completa de pedal en los trescientos sesenta grados de recorrido circular por el aire, pero ahora, para él, cada pedalada es un pequeño desierto. Intenta que los brazos no se conviertan en elementos sobrantes o incómodos, sino que estabilicen un poco esa imponente basílica en proceso de venirse abajo que es el cuerpo de un atleta cuando falla.

No encuentra posición. Se deja caer como un fardo en el sillín, vuelve a hacer palanca con piernas y hombros. Su ritmo de pedaleo sigue decreciendo. No va en línea recta, sino dando ligeros bandazos a los lados, desconozco si por agotamiento o por temor a que el pasillo humano se le eche encima. Otra vez de pie retorciendo la cabeza más allá del manillar, y otra vez cayendo a plomo sobre el sillín. Es terco. Sorprende su obstinación casi animal. Todo el mundo lo está viendo. Esta parte inicial es una de las más duras de la ascensión. También lo es hacia la mitad y al final. Porque apenas hemos avanzado unas decenas de metros. El problema va a ser, precisamente, que aquí no hay descansos. No habrá tiempo de recuperación, no para él. Aquí no tiene un tramo como el de la Rivier d’Allemont, o como el de Valloire.

Hasta el director-técnico se atreve a decirlo: está atravesando un momento crítico. Me refugio en un pensamiento que, no obstante, me asusta: su corazón ahora debe latir a una cifra cercana a las doscientas pulsaciones por minuto. Por encima de ciento ochenta pulsaciones, el tiempo de que dispone el corazón para efectuar nuevamente la operación de bombeo es tan escaso que todo empieza a fallar en cadena. Su ventilación pulmonar será un huracán circulando frenéticamente a través de ese páramo destrozado que lleva debajo del maillot.

Pienso en su corazón y una profunda congoja se revuelve en mi interior, algo me zarandea desde el paladar a los intestinos. ¿Y su corazón? Completamente aislado en mis pensamientos, sigo debatiéndome por razonar el sinsentido que es la contemplación impotente de su lenta caída. Creo que también mi corazón se ha parado, que su pedaleo prácticamente se ha parado de tan lento como va siendo. Creo que aunque alrededor de nosotros y más allá de las ventanillas del auto todo bulla en una orgía perpetua, delirante, de humanidad y color, en realidad eso no es más que un truco de la imaginación, quizá como cuando Jabato vio, leyó e intentó comprender el significado de ese cartel que indicaba el último kilómetro del Galibier. También a mí me acosa la sensación de que esto no sucede verdaderamente. Y me digo: hay que reaccionar. Las cosas están mal, pero aún no perdidas. Sigue llevando bastante ventaja. Los de atrás vendrán zumbando pero, por esa misma causa, tocados. Y esta pared también a ellos les pasará factura. La montaña, en ciclismo, es lo más equitativo del mundo. Cols como éste son la democracia pura, implacable.

¿Y su corazón? Me obsesiona esa idea. Cuanto más se esfuerza el corazón, cuanto más intensamente y con menos tregua se obliga a trabajar a las aurículas y ventrículos, más se agranda su volumen, más sangre puede bombear a cada pulsación. Pienso en ese dato: sólo con la batalla de hoy en las últimas horas, su cavidad cardíaca estará sufriendo una hipertrofia considerable en las paredes. El corazón de Jabato es muy grande, sí. El esfuerzo de su corazón puede romperlo de un momento a otro, y nadie sabe cuál podría ser la intensidad ni el carácter de la rotura, pero simultáneamente el mismo esfuerzo sigue llevándolo hacia adelante como si tuviese alas. Maltrecho y renqueante Ícaro. Pero ser volador, a fin de cuentas. Cuanto más se agrandan las paredes del corazón de un ciclista, más se alivia, aunque sea mínimamente, esa sensación de fatiga que lo va minando poco a poco. Al menos sucede así hasta determinado momento. Luego, la caída suele ser en picado. Como la de Ícaro. Cuanto más le exige a su corazón, mayor capacidad de ácido láctico es capaz de metabolizar, incluso en unas circunstancias tan adversas como las de esta subida. Y, al margen de su batalla invisible e íntima, la masa le ve pedalear y le anima. Se ha convertido sin duda en el favorito de absolutamente toda la gente que presencia su lucha encarnizada y solitaria, aunque esa masa no tenga ni idea de que ahora mismo su frecuencia cardíaca se ha multiplicado por cinco. Tampoco imagina la gente que el corazón de ese hombre puede haber aumentado de volumen dentro de su pecho, posiblemente el doble. Quizá, si lo pensasen con detenimiento, dejarían de aplaudir de súbito y, callando respetuosamente, se limitarían a verlo pasar con su pedaleo lento pero todavía vagamente acompasado. Es posible que algunos de entre los más sensibles e hipocondríacos, si visualizaran que el corazón de Jabato se ha duplicado, y que todo su cuerpo bajo el maillot, el culotte y la piel es un ir y venir frenético de litros y más litros de sangre, llegarían a desmayarse ante dicha representación mental. Siento que me mareo hasta yo, que nunca fui especialmente aprensivo para ciertas cosas, y que he aprendido a dominar los impulsos sensibles cuando interfieren en lo que es mi trabajo. Será acaso este narcotizante calor, no sé. Lo que veo, lo que pienso y lo que siento son cosas que están reñidas. Pienso que debo aferrarme a pensamientos técnicos. Por ejemplo, analizar quinestésicamente sus movimientos, sobre todo su pedalada. La quinestesia, como conjunto de sensaciones de origen muscular o articular que manifiesta la posición de los diferentes segmentos del cuerpo humano en el espacio, es poco más que una ciencia de nuevo cuño aplicada con buenos resultados al deporte, pero que en situaciones como ésta se desvanece por completo. Veo a un hombre que ya subió con la boca parcialmente abierta el tramo final del Galibier, que descendió igualmente boquiabierto ese mismo puerto, tragando insectos, escupiéndolos, tosiendo, y que ahora vuelve a abrir desmesuradamente la boca buscando una salvación momentánea, un efímero alivio que le permita pedalear sólo un poco más, pues se siente próximo a la capitulación interior, irreversible. Pero no hay análisis quinestésicos de la pedalada que valgan. Ya no. Siento únicamente ansiedad.

Encorvado sobre la bicicleta, encogido en sí mismo, exhausto, se dispone a afrontar la primera de las 21 curvas numeradas en orden decreciente que han hecho célebre y temida esta ascensión. La montaña mágica. La montaña de los holandeses, lo que no deja de ser un curioso fenómeno, pues no siendo tradicionalmente buenos escaladores, algunos de ellos lograron el triunfo en la meta del Alpe. Es una especie de tradición, en efecto. Siempre me he preguntado por qué es ésta la montaña mágica en el mundo del ciclismo. Sin duda por su belleza y por su grandeza. Por su belleza en comparación a otros cols cuyo tránsito causa un cierto aburrimiento. El propio Galibier, sin ir más lejos. Carreteras en relativo buen estado, pero no muy anchas, pocas curvas, paisajes neutros. Y desolación, espacios inacabables, apenas vegetación, tonos tristes y lánguidos a lo largo de la ruta. Esas montañas estuvieron ahí desde siempre, y un buen día a alguien se le ocurrió que hombres en bicicleta, desafiando las más elementales leyes de la cordura, podrían superarlas pedaleando y sin apearse de sus máquinas, lloviese, hiciera sol, nevase o soplaran vientos ciclónicos. Esta montaña, en cambio, es agradecida a simple vista. Abunda el verde y todos y cada uno de los paisajes que la rodean podrían ser de postal. Permanentemente estamos viendo los macizos rocosos de Pregéntil, Le Rocheil y Pied Moutet como secuela de la nevada Meije, y más allá, hacia el este, camino de Serre-Chevalier, la Barre des Écrins, montañas estas últimas que podían divisarse desde otra panorámica, más ladeada y alejada, al ascender la Croix de Fer. La carretera es amplia y se encuentra perfectamente asfaltada. Todo está bajo control, estudiado. Es una montaña para el ocio, para los turistas, y ahí reside la enorme paradoja que se nos hace especialmente dura en estos momentos. Es, como todas las estaciones invernales, un lugar donde la gente disfruta. Su sola mención supone placer, diversión. En ella no falta ni un servicio imprescindible, ni una indicación justa donde debe estar. Como Morzine-Avoriaz, otra estación invernal para la práctica de los deportes de nieve incluso en épocas del año muy próximas al verano, el Alpe tiene, además, otro tipo de resonancia. Morzine fue testigo de grandes triunfos españoles, como los de Arroyo o Chozas. Como la propia Serre-Chevalier o Isola-2.000, con sus dieciséis kilómetros de ascensión al 7 % de desnivel de media, y sus 29 curvas numeradas con los nombres de los vencedores de pasados Tours. Montañas que presenciaron grandes gestas de Bahamontes, Julio Jiménez, López Carril, Galera y otros. Como Val Louron, con sus 13 célebres curvas y sus escasos seis kilómetros de subida a un desnivel medio de 8,4 %, cifra muy alta pero que sólo se sufre para superar un desnivel total de cuatrocientos ochenta metros. En Isola se salvan mil metros y sus pendientes, como la de esos otros puertos, nunca sobrepasan el 9 %. El propio dueño y señor de los soberbios Alpes saboyanos, el Col de Joux-Plaine, con sus «10 al 10», o sea, diez kilómetros de ascensión al 9,9 % de pendiente media, debe superar un desnivel total de más de mil metros. Todos esos gigantes por una u otra razón se muestran más asequibles que el Alpe d’Huez, cuyo desnivel alcanza los mil ciento tres metros, a superar exactamente en 13,5 kilómetros que se empiezan a subir desde el propio Bourg-d’Oisans. Aunque esta etapa del Tour finaliza aún más arriba, en lo que debe de ser el extremo noroeste de la localidad, con lo que se asciende todavía casi un kilómetro largo de más. ¿Dónde reside, pues, el carisma de esta montaña en comparación a otras? Sin duda en que, pese a todo, sigue siendo considerablemente más dura que el resto. Isola tiene un par de kilómetros más, pero menos altitud que vencer y porcentajes mucho menores. Val Louron, menos extensión y menos porcentajes. Morzine, lo mismo. La que más podría parecérsele es el Col de Joux-Plaine por su difícil cara sur, desde Samoens. Pero, aunque parezca contradictorio, los diez kilómetros al 9,9 % de desnivel medio, por mucho que antes se haya superado el Col d’Aravis y la Colombière, por mucho que aún reste subir a Morzine después, siguen siendo diez kilómetros casi al 10 % pero a superar en un trazado regular, sin alteración alguna. Ahí sí se hace posible buscar un desarrollo adecuado que facilite la frecuencia idónea de pedalada. 10 al 10. Ambos factores aunados contribuirán a que los corredores entren en una fase de estabilización de lo que se llama proceso de resistencia aeróbica máxima. O sea, pedaleo muy forzado, pero aún sin acercarse al límite. ¿Dónde, pues, la belleza secreta, la diferencia ignota del Alpe d’Huez? En su propia crudeza. No sólo dureza, pese a que suele calificarse de extremadamente dura esta ascensión. Lo es. También es eso otro: cruda y cruel. Algunas montañas son duras porque, sencillamente, cuesta mucho subirlas. Ésta es cruda porque trata con crueldad las piernas de los ciclistas, que hasta ese instante, y a pesar de su experiencia en cols alpinos o pirenaicos, no tenían ni idea que en estos escasos catorce o quince kilómetros pudiera uno hundirse de la forma en la que a veces sucede cuando suben tras una etapa infernal o cuando se hace a un tren fortísimo. Son los números los que hablan, aunque también éstos pueden engañar.

Ahí está ya la curva 21, hermosa, perfectamente trazada y con un público que impide la visión de la salida del viraje. Preparados para el fulminante descenso al Cielo. Muy hondo va a tener que arrastrarse Jabato aún si quiere tocar el cielo deseado con las yemas de los dedos. Preparados para el ascenso al Infierno porque, lo quiera o no, va a tener que seguir pedaleando hasta que definitivamente se quede sin fuerzas. Y temo que aún después. Curva 21. Siempre vivió solo, y únicamente en la pura soledad supo realizarse, a veces a costa de amargos fracasos. Ahora tiene ante él un nuevo reto, el definitivo. La soledad le espera en esta ascensión. La soledad aniquila, pero la soledad en algunas ocasiones y sin que se sepa bien la razón, puede impulsar. La soledad, que no significa sino pedalear cuesta arriba siendo perseguido, es ahora refugiarse en sí mismo. Se me ha hecho un nudo en la garganta, un lazo en el estómago. En el coche siguen mudos de la impresión. Los mecánicos van encogidos en el asiento posterior, casi de la manita y sin atreverse a mirar por las ventanillas. No esperaban medio millón de personas vociferando. Como a mí, como al director-técnico, les habrá entrado una repentina flojera desde la ingle a los tobillos. Carteles de «Alpe d’Huez. 1.450.-1.860.-3.350 m Alt. 806 m». Y abajo, otra indicación para aclararnos que hay un teléfono a setecientos metros. Curva a la derecha. La visión de la multitud es algo inaudito, va estallando en aplausos al paso de Jabato, que casi tropieza con la moto de la organización que le precede pese al esfuerzo de sus ocupantes por irle abriendo camino. Ahí va, indeciso pero siempre tenaz, quién sabe si hacia el cielo o el infierno, por un estrecho pasillo de apenas un par de metros de ancho, única arteria transitable de lo que era una carretera amplia y sinuosa. Allá vamos. Curva 21. Suerte.

Mi estómago cede, algo se reblandece en la conciencia. Debo agarrarme al apoyamanos de la puerta.

Acabo de entenderlo al entrar en la curva inicial del Alpe, o quizá ese entendimiento pleno haya tenido lugar no en la entrada, sino a la salida de la curva. He entendido el porqué de muchos enigmas. Lo sabía de otros Tours y por haber leído sobre ello, por habérselo oído contar a corredores de varios países. O más bien lo intuía. Pero ha sido justo ahora mismo cuando todas las teorías se han hecho realidad, cuando todas las horas de charla, de reflexión y de planificación se han materializado en una sensación irrepetible. Ha sido de nuevo el estómago. Nada más salir de la curva, afrontando una nueva perspectiva de la subida. Otra vez nos ha impresionado esa visión que momentos antes la muchedumbre impedía ver: la pared que se yergue ante nosotros. Hemos visto que Jabato se sentaba unos breves instantes en lo que podría entenderse como el trazado natural de la curva, una especie de gran herradura por cuyo surco van avanzando las ruedas de su bicicleta. Pero nada más dejar atrás el espacio ocupado por ese ángulo de aire otra vez le hemos visto sufrir, apretar los dientes, verse obligado a alzar el cuerpo. Mover éste incluso más que el cuadro de su bicicleta. También hemos visto cómo de pronto disminuía su velocidad, ya escasa. Un par de veces ha buscado el cambio de marcha con la mano. Quizá fuesen simples tanteos. Se habrá arrepentido de sentirse débil tan pronto, pretendiendo poner un desarrollo más cómodo y por lo tanto de menor avance. No sé cómo irán los otros, pero he visto saltar líquido de sus brazos, salpicar sus piernas. Nadie le ha tirado agua para refrescarlo en este último tramo, al menos juraría que no ha sido así. Eso es sudor, tan sólo. Algo inconcebible. Y todo ello ha ocurrido exclusivamente en el territorio fatídico e interminable, en los dominios de la curva 21. La sensación, aunque efímera, hace que haya empezado a entender el misterio de la montaña mágica. He empezado a conocer su alma, y también la gran mentira que ésta encierra. No me ha dado siquiera tiempo de exclamar para que los demás me oyeran: «¡Ya lo sé, ahora lo sé!» El golpe en pleno estómago, una contracción aguda pero no especialmente dolorosa, consigue hacerme callar como quien enmudece al asomarse a una alta barandilla dejando que el viento y una tibia punzada de vértigo le crucen el rostro. En estos centenares de metros que llevamos superados del Alpe se le ve tantear el cambio. Habrá querido empezar con el 21, pero la despiadada e implacable rampa inicial lo disuadiría. Pero ciertos datos no acababan de ser coherentes. De ahí el error en el que muchos incurren menospreciando al Alpe por atenerse a lo que han oído acerca de este col. No es tan largo como el Galibier o como la Croix de Fer, como el Iseran o el Izoard y otros. Ni tan abrupto y aparentemente hostil como el Tourmalet, el Aubisque y sus hermanos menores pirenaicos. Ahí empieza a perdérsele el miedo. «Son apenas trece kilómetros y medio», se oye comentar confiados a algunos ciclistas. Luego leen que su pendiente media es del 8,485 %. Que la altitud que debe superarse es de esos aparentemente asequibles 1.103 metros, y que sus máximos desniveles son del 12 %, verdaderas rampas, sí, pero tampoco tanto si se está preparado como suelen estarlo estos hombres. Y ahí, en lo ambiguo que rodea a ese tipo de montañas y lo que se escribe acerca de ellas están las bases de posteriores hundimientos. Porque si uno investiga, acaba viendo que en otras informaciones, donde antes se leía: «pendientes máximas del 12 %», ahora pone: «en torno al 12 %». ¿Qué significa «en torno al 12 %»? Más tarde, cuando se intenta dar con la explicación más rigurosa posible a ese respecto, la realidad sigue modificándose, siempre muy lentamente. Esta montaña tiene una cosa innegable. Muchas informaciones sobre ella son infundadas. Por ejemplo, entre la curva 18 y la curva 15, en La Garde, existen varios tramos al 14 %. Luego de la curva 13, al paso por Le Ribot, hay tramos del 13 %, desnivel que también se alcanza tras la curva 6 al paso por el pueblecito de Huez. Después de la curva 3 vuelve a haber tramos del 14 % y así sucesivamente en una especie de diabólico sarpullido que es casi imperceptible si se tiene en cuenta la regularidad del total de la pendiente, pero que no cesa de minar las fuerzas y la voluntad.

Quien conoce bien los secretos del Alpe da por hecho que aquí hay bastantes tramos de carretera en los que ésta se eleva hasta un 15 % de desnivel, y que el 14% es frecuente a lo largo de la ascensión, aunque nunca durante excesivo rato, lo que es bueno porque permite recuperarse, pero malo porque se sufre a cada nueva elevación. Sin embargo eso no se dice. Los carteles tampoco lo especifican. El libro de ruta del Tour no lo menciona. Ocurre en todos lados, y Jabato me ha hablado con frecuencia del tema. En España sucede en los omnipresentes Pajares, Cobertoria, nuestro Escudo o los propios Lagos de Covadonga. En Italia sucede con las Tres Cimas del Lavaredo, con la Marmolada, con el Mortirolo y algún otro. El Alpe tiene un 8,485 % de pendiente media, es cierto. «Sólo» un 8,485 %. En efecto, la trampa mental empieza a cernirse sobre ellos.

Cuando se pedalea justo en el lugar en el que está haciéndolo Jabato, a punto de entrar en la curva número 20, ya ha quedado atrás, al menos, una parte de lo peor. Una veinteava parte de lo peor, sí. El largo tramo inicial en línea recta hacia arriba demuestra lo que va a ser el resto de la ascensión. Esa primera rampa es la que, como él dice, te rompe en pedazos. Pero también te avisa, te recuerda cuál va a ser el esfuerzo necesario para superarla. A la izquierda queda Le Pré des Roches y un poco más alto, cuando se divise el cartel indicando la nueva dificultad a superar en la cuenta atrás de los famosos virajes, una especie de urbanización, Les Essoulieux. Psicológicamente es fundamental que nada más empezar a subir se tenga un conocimiento pleno de lo que te aguarda, percepción que por otra parte puede desanimar a cualquiera. La trampa es doble, y los corredores comprenden: «Esto no es lo que nos habían dicho, es mucho peor.» Es difícil que conserven la suficiente lucidez para indagar en la naturaleza de ese doble error de juicio. Éste se basa en las zonas de vacío y los puntos ciegos. No se me ocurre otro modo de calificarlo. Pero yo tengo todo el tiempo del mundo para pensar, y Jabato no, aunque su flujo de pensamiento sea constante y denso como el magma volcánico que amenaza con estallar en todas direcciones aunque nunca acaba de hacerlo.

Vocifera la masa, se agita como una tempestad embravecida. Aquí, pedalear apenas unos metros es una tarea fatigosa. Vamos muy lentos y tengo el sonido del claxon clavado en el cerebro. La gente bate palmas, patalea, grita: «¡Hey, hey, hey!», creando una especie de coro obsesivo que parece un grito de guerra que anima a Jabato. Golpea con los pies en el suelo, y éste retumba. «¡Hey, hey, hey!» Adelante, adelante, adelante. Está con él. Nunca había visto una afición tan volcada con un solo hombre. Ni en España.

Me dan ganas de bajar del coche y empezar a correr en sentido inverso. Huir, al menos yo, de la trampa. Pero no puedo. Mi sitio es éste. Ya no se trata de una cuestión de ser profesionales o no, se trata de ser solidarios. La amistad es lo único que debe contar. No sé si podrá necesitarme durante la ascensión, lo que dudo porque nos limitamos a seguirle a una cierta distancia y desde aquí es muy difícil comunicarse, o de qué forma lo hará una vez haya concluido todo. Temo que si van mal las cosas quizá entonces sí sea necesaria mi presencia. Es difícil sobreponerse a la marea de impotencia: verle desde aquí, cada vez más apocado, y no poder bajar y empujarlo, pedalear por él, aunque fuesen diez, veinte metros. Sé lo suficiente de fisiología, de medicina deportiva y de psicología como para creer que eso podría bastar. Sería un respiro efímero. Revulsivo y acaso algo terapéutico, pero no salvador. Esta montaña no admite tales apaños. Viéndole así, una fría desesperación se hace fuerte en la mente. Y volver siempre al punto de partida, como refugio a la ansiedad. Si pedaleó con fuerza y seguridad hasta aquí, ¿por qué aquí, precisamente aquí, desde donde casi puede verse la meta, se niega a seguir pedaleando igual? Lo sé, es incapaz de hacerlo. Ahí empieza la auténtica pesadilla que está tragándose a un hombre que subía como un meteorito desbocado por las últimas rampas de la Croix de Fer, y al que aparentemente dicho puerto no desgastó los pulmones. Ese hombre de ahí no es el que, aun pasando evidentes y lógicos apuros, mantuvo a raya a un grupo de perseguidores escogidos de entre lo más selecto del pelotón internacional, que en el Galibier dieron formidables tirones para lograr enlazar con él. Ese hombre al que, es cierto, se le atragantó un tanto la parte final del emperador alpino, sobre todo desde dos kilómetros antes de Plan Lachat y casi me atrevo a pensar que más abajo, desde el final del Télégraphe, pero que aún pugnaba con todas sus fuerzas intentando bajar coronas en su piñón. Esa danza de la cadena saltando del 21 al 19 dientes, y luego del 23 al 21 dientes para quedarse finalmente en el 23, ha sido el testigo de su lento declinar sobre la bicicleta. En varias ocasiones hizo ese gesto y otras tantas, a tenor de lo que pudimos ver desde el auto y también de la irregular cadencia de su pedaleo, volvía a la corona de 23 dientes, sumiso aunque al poco nuevamente picado en su amor propio. Imagino lo que habrá pasado por su aturdida cabeza en esa última parte del Galibier. ¿Cómo era posible que él no pudiese subir con cierta comodidad con un 21 por tramos del 8%, del 9% y del 10%, qué le estaba sucediendo? Él, que una vez coronado el Galibier, y apenas en unos segundos parecía haberse recuperado en buena medida, y ya al paso por el monumento a Henri Desgrange se lanzaba como un dardo envuelto en llamas en busca del enemigo, que en su mente sólo debía tener un nombre: Bourg-d’Oisans. A ese hombre el Galibier le abofeteó con saña, pero en ningún momento, viéndole bajar luego como un tiro hacia el Lautaret y la zona de Barrage de Chambon, podría asegurarse que le había minado la moral. El Galibier desgasta psíquicamente a quienes carecen de auténtica voluntad de vencerlo, que en ciclismo de competición a menudo acaban siendo los excesivamente racionales. Y Jabato quería doblegar ese col. Y Jabato estaba más fuerte que nunca. Sin embargo, incluso en los organismos mejor dotados el esfuerzo sin pausa para la recuperación es como un poso que va solidificándose sin remedio, como la humedad que penetra en los huesos y los desgasta. Aunque dejemos de estar en contacto directo con ella, la humedad late ya dentro nuestro, y allí sigue con su proceso degenerativo e inexorable. Aparece después, como un hongo venenoso en el campo, como un tumor en el propio campo del organismo. Puede retrasarse más o menos, aparecer de manera más o menos traumática, silente o dolorosa, pero aparece. Así siento yo hoy el Alpe d’Huez en la piel, en las entrañas: como una enfermedad degenerativa. Y así, estoy seguro, la vive Jabato. El problema es: ¿cuánto resistirá?, ¿dónde se dará por vencido? Curva 20.

Pero es él quien pedalea y quien sufre de verdad. Va a entrar en esa nueva curva. Ya la aborda. En bailón, buena señal. Da la sensación de que sigue huyendo de sí mismo. Para él la cuenta atrás es ya irreversible. Ha llegado la hora de ponerse mentalmente metas provisionales: cada cien metros, cada objeto o persona que vaya viendo sobre la marcha, algún árbol. Quizá cada viraje, aunque lo dudo. Aquí, entre curva y curva, hay todo un mundo. Tiene tiempo incluso de envejecer. Ya está haciéndolo. Ojalá haya podido mirar un instante lo que se ve allá lejos, tras las cabezas de la gente. Otra vez la Meije y la Barre des Écrins con sus cumbres nevadas son un espectáculo tan hermoso de admirar que, pienso, si lograra levantar los ojos y mirar le animaría un poco. Cuando sufre, se funde con aquello que le rodea, con el paisaje, con la naturaleza. Podría ver ese paisaje cada vez que las curvas son pronunciadas y hacia la derecha, hacia el este. Pero no lo hará. Su único y desolador paisaje es el asfalto. Su única y amorfa compañía el tubular delantero. Su único nexo de unión a la realidad, esa multitud que lo vitorea sin cesar.

Debo pensar en aquello que le planta cara a él. He de decírselo en silencio, aunque no le llegue nada del mensaje. Jabato, no lo olvides precisamente ahora: zonas de vacío y puntos ciegos. Ésas son las trampas principales del Alpe d’Huez.

Lo meditaste hasta la saciedad, dándole vueltas y más vueltas al asunto. Conoces la lección: tú, mejor que nadie, sabes que el perfil orográfico de esta ascensión engaña doblemente al mencionar la cifra de 8,485 % como pendiente media de desnivel porque, de un lado, ese dato es rigurosamente cierto, pero por otro es falso. Sé que no se explica cómo y por qué dicha cifra es la correcta. Cuando se estudia detalladamente la ascensión y sus correspondientes desniveles, uno observa que la subida como tal empieza a contar desde Bourg-d’Oisans, pero lo hace desde la entrada oficial a lo que debe ser ámbito municipal de la localidad. Puede haber un kilómetro de llano o más hasta que se afronta la tremenda rampa inicial, capaz de romperle el ritmo a cualquiera. Otro tanto sucede en la parte definitiva de la ascensión. En los datos que nos son suministrados, no suele contarse el desnivel hasta que se produce la entrada en el pueblo de Alpe d’Huez, donde precisamente se accede después de otro empinadísimo tramo, sino hasta la propia meta, como parece lógico. El recorrido usual, cuando el Tour llega aquí, ha sido atravesar algunas zonas de la localidad y acabar en la avenida de Rif-Nel, en una ligera pendiente del 2 % o del 3 % de desnivel. Esta vez el recorrido se ha modificado parcialmente, y serán otras las calles por las que pasarán los corredores, aunque el final sigue estando en Rif-Nel. En el trazado habitual de la ascensión hasta la línea de meta nos encontramos, pues, que hay casi otro kilómetro y medio de falso llano, de hecho una ligera subida. Este tramo los corredores lo suelen hacer ya con plato grande. Son, por tanto, casi tres kilómetros de un total de aproximadamente catorce o quince, según esas fuentes de información, que no pueden considerarse ascensión pura y dura. Esa franja de casi tres kilómetros es la que conforma la gran zona de vacío. Para que el desnivel final tenga la cifra que se da por válida, o sea 8,485 %, hay que restarle esa serie de tramos que no son subida. Lo cual significa que en otras partes la ascensión es especialmente feroz, o de lo contrario no tendría un promedio tan alto. Las piernas de los ciclistas notan esos cambios bruscos, pero al estar incluidos en el cálculo global del desnivel de la ascensión, parecen quedar diluidos en ella. Posiblemente, si la subida se contabilizase a partir del inicio de esa rampa recién superada, que tras un ligero requiebro va a desembocar en la curva 21, concluyendo en la entrada al pueblo, serían únicamente once o doce kilómetros de ascensión. Entonces, pienso, la pendiente media podría quedar establecida en torno al 11 % de desnivel, o más. Sería otro demoledor «10 al 10», similar o peor al de Joux-Plaine. La ventaja en este último col es la regularidad de su trazado. El Alpe, en cambio, se muestra discontinuo, y por tanto traidor. No es lo mismo subir diez kilómetros dando pedaladas con un desarrollo de 40 X 23 a un desnivel regular del 10 %, que hacerlo con idéntico desarrollo, en igual kilometraje, pero si ese desnivel, pese a tener un 10 % de media, es así porque sufre constantemente variaciones, pasando del 8 % o 9 % al 13 % o 14 %. En este caso será más problemático encontrar una pedalada uniforme y adecuada. Ahí reside el carácter de enfermedad degenerativa del Alpe. En la energía que se emplea para superar sus tramos más difíciles y en la conciencia de los ciclistas de que algo está fallando dentro suyo, pese a que casi nunca lleguen a saber qué es. El auténtico problema de esta ascensión se halla en sus puntos ciegos, que parecen estar ahí precisamente para cegar la voluntad de los corredores. Jabato y yo tenemos perfectamente pormenorizado, a modo de radiografía mental, esa especie de mapa del Alpe. Si se analizan sus once kilómetros y pico de ascensión pura se ve que los porcentajes son, en efecto, bastante regulares y difíciles, pero asequibles. Primer kilómetro: 9 %. Segundo kilómetro: 8,6 %. Tercer kilómetro: 8,8 %. Cuarto kilómetro: 8 %. Quinto kilómetro: 9,2 %. Sexto kilómetro: 10 %. Séptimo kilómetro: 7,6 %. Octavo kilómetro: 8,5 %. Noveno kilómetro: 8,3 %. Décimo kilómetro: 9,6 %. Undécimo kilómetro: 6,5 %, aunque más de la mitad de ese último kilómetro es al 12 %. A partir de ahí rebaja a un 5 % y un 4 %, hasta la meta. Pero la «ceguera» empieza a acosar las piernas ya en esa rampa inicial que Jabato dejó atrás, y que debe estar entre 12 % y el 14 %. Antes de llegar a la curva número 15 ya habrán aparecido cuatro puntos al 12 %, puntos que poco después reaparecerán entre las curvas 11 y 4, alcanzando desniveles del 12 %. Otro tanto puede decirse del repechón final, entre la curva número 1 y la entrada al pueblo. El tramo más suave corresponde a unos centenares de metros entre el kilómetro octavo y noveno de la ascensión real, siendo entonces el desnivel de 7,6 %, pero rápidamente vuelve a ponerse al 12 % durante otro medio kilómetro. Aparte están los puntos ciegos al 13%, exactamente tras la curva 13 y la 6, y algunos al 14 %, situados en varios sitios entre la curva 18 y la 15. Como dificultades finales hay otro tramo al 14 % inmediatamente después de la curva 3, y aquí o allá, a veces durante escasos metros, aparecen puntos ciegos al 15 %.

Las curvas alivian puntualmente el esfuerzo, eso se dice. No es cierto del todo, aunque sí es un hecho que en la parte central del ángulo que forman esas curvas disminuye la pendiente de la carretera. Son curvas en herradura, no lo suficientemente largas como para efectuar un cambio de desarrollo en ellas, pero sí lo bastante como para relajar las piernas momentáneamente, para darse un breve respiro que relaje los músculos. Es válida parcialmente la teoría de que las curvas sirven para hacer más cómoda la ascensión. Ateniéndonos a circunstancias como fuerza centrífuga, fuerza de gravedad y estrictas leyes físicas, se sabe que en toda curva disminuye ligeramente el esfuerzo del pedaleo. Pero en este col se dan una serie de curiosas contradicciones, una de las cuales sigue siendo el hecho de que se acepte como verdad que las curvas son siempre una ayuda para los corredores. Eso quizá pueden decirlo los grandes campeones en los libros que publican sobre su experiencia como ciclistas, por lo general cuando ya se han retirado. Para esa casta de superhombres que lo ganaron todo, no parece haber montaña lo bastante dura, ni el Alpe, ni ninguna otra. Son ellos los que a veces fallaron. Ellos sí supieron encontrar un alivio momentáneo en las curvas de esta montaña. Pero sólo ellos, el resto no. Cuando se llega realmente agotado y sin excesivos reflejos, lo único que consiguen las curvas es quebrar el ya de por sí precario pedaleo de los ciclistas. Son auténticos trallazos para sus piernas. Curvas en herradura que suponen simbólicas coces. No me cabe duda de que Jabato lleva inscrita, aun inconscientemente, la radiografía de esas coces: se entra en las curvas pedaleando a un desnivel del 11 %. De pronto notas que las piernas se relajan, dicen «gracias», pues la carretera se ha puesto al 7 %. Pero cuando el músculo estaba acostumbrándose a su nueva situación, llega el golpe brutal: la carretera sube de nuevo hasta un 12 %, un 13 % o un 14 %. Así treinta o cincuenta metros, para luego bajar otra vez. Y vuelta a la tortura. ¿De qué sirve que uno se acelere un poco en la curva? Después vas a notar plomo en las piernas. Cola en el asfalto. Mantequilla en el corazón. Y acidez. Y temblores. Y flojera. Y dolor, dolor, dolor.

Venga, campeón, una curva menos. Sigue escapando del miedo, de ese tiempo que pasa con insólita parsimonia y que pone fuego en tus muslos. Sí, estás envejeciendo, se ve, lo noto. Eres de esos atletas que eligen un deporte en el que en apenas unas horas pueden envejecer años, al igual que los alpinistas parece que envejezcan decenios luego de una de sus odiseas por encima de los ocho mil metros. Éste de hoy era tu ocho mil soñado. Envejece, pero véncelo.

Circulamos por la zona «cerrada» de la montaña, aquella en la que uno va entre árboles y muros laterales de roca cortada como de un tajo. Desde aproximadamente la mitad hasta el final la ascensión se hará abierta y despejada de todo elemento que dificulte la visión. Será otro momento importante. Pero el pasillo humano se estrecha. Nada que ver con cualquier otra ascensión en bicicleta. Nos movemos en un manicomio de color, en una especie de bazar deportivo, publicitario. Si no fuese precisamente Jabato quien ahora sube delante nuestro, si nos limitásemos a seguir la carrera contemplando el espectáculo, este circo humano bajo el sol nos parecería una visión bella y tremenda a un tiempo.

Curva 19. A cada metro entiendo mejor por qué la ascensión a este col es incomparable. En casi ninguna parte de los Alpes se encuentran estos desniveles, descontando quizá algún otro «punto ciego» desperdigado aquí o allá. Tal vez, en algún rincón de la Joux-Plaine o del Col du Granon, o en el Col de la Bastille. Nada que ver con los Pirineos, pues ni el Aubisque ni el Tourmalet alcanzan nunca tales desniveles en distancias tan prolongadas. Esos cols discurren a un promedio inferior al 10 % y sólo el Tourmalet en sus metros finales tiene un tramo del 12 %, o el tramo final del Col de Marie Blanque cuando se sube desde Escot. Lo mismo en la temida ascensión a la estación invernal de Hautacam, que está en los Pirineos, sigue siendo lo más parecido al Alpe d’Huez junto a Luz Ardiden. Ahí, justamente, se ve la diferencia entre estas montañas y el resto de las elegidas para que pase el Tour. Hautacan y sobre todo Luz Ardiden, también cumbres sin retorno que sólo admiten la vuelta por la misma carretera que antes se subió, tienen aproximadamente el mismo kilometraje que ésta, suben un idéntico desnivel total, poco más de mil metros. Pienso en Luz Ardiden, donde Jabato ya lograse un histórico triunfo de etapa en otro Tour. Y comparo mentalmente: su pendiente media se cifra en 7,518 %, apenas un grado menos que el Alpe. Observando el perfil de Luz Ardiden surge de nuevo la tentación de pensar que, si se puede subir ese col pirenaico a buen ritmo, ¿por qué no habría de hacerse lo propio aquí? La pendiente de Luz Ardiden es casi una línea recta y monocorde hacia la cumbre. Desde Luz hasta el pueblo de Sazos, posteriormente Grust, y así hasta el final. Sólo en un momento, hacia mitad de ascensión, alcanza el 9,3 %, pero sin brusquedades, sin curvas traicioneras, sin puntos ciegos. Ese 9,3 % hace de puente entre un kilómetro al 9 % y otro al 8,5 %. Con frecuencia pienso que Jabato, y también otros muchos corredores, tienen razón cuando insisten obsesivamente que sólo la del terrorífico Mortirolo, en las Dolomitas, resulta una ascensión tan equívoca, tan difícil y tan traumática como ésta e incluso más, si no se afronta en buenas condiciones. Son otros trece kilómetros con una pendiente media del 10,540 % y con rampas que llegan a alcanzar el 18 % de desnivel. Un puerto del Escudo pero a lo bestia, a lo grande. Es decir, el doble. Una verdadera tortura para los corredores. Con puntos ciegos a lo largo del mismo, aunque quizá más concentrados en determinadas zonas. Sólo en esa montaña italiana, junto a los Lagos y al propio Alpe d’Huez, he podido ver a ciclistas profesionales haciendo eses por la carretera. Pero lo del Mortirolo es peor. Ojos en blanco y labios temblorosos. En pocas montañas he visto a hombres empujar con todas sus fuerzas, hasta el extremo de gritar incluso, perdiendo casi el equilibrio para conseguir que la punta de sus bielas trazase un círculo completo en torno al eje del pedalier. Como decimos en el mundillo ciclista: va tan lento que las moscas podrían pasearse alegremente entre los radios de sus ruedas. En el Mortirolo he visto a hombres jóvenes y fuertes a punto de extraviar el sentido y caerse redondos de sus bicicletas. Y aquí, en el Alpe, he visto escenas similares. Imágenes patéticas de corredores no especialmente dotados para la alta montaña, que iban perdiendo velocidad hasta parar por completo, apoyándose a algún auto, retirándose, entre avergonzados y abatidos psicológicamente, abandonando definitivamente la prueba cuando tan sólo les restaban unos pocos kilómetros para concluir la etapa, sin poder animarse y consolarse pensando que en la jornada siguiente se iniciaría una fase del Tour más tranquila, ya hasta París en llano. He visto derrumbarse incluso a compañeros de Jabato, chavales cuyo único objetivo era finalizar un Tour y, aproximadamente por donde va él ahora mismo, y también más arriba, acabaron bajándose de la bici entre lágrimas. Otros lo hicieron pidiendo con gestos explícitos la mascarilla de oxígeno. Otros medio sollozando mientras pedaleaban muy lentos pese a saber que en la meta les aguardaba una segura descalificación, pues en esos momentos ya estaban fuera de control. No son comunes tales casos, pero fui testigo de varios de ellos, y los tengo grabados más en la retina que en la memoria. Esos chicos, a veces enfermos, se rindieron cuando si hubieran levantado la vista habrían visto la cima. Pero no les fue posible levantar la vista del asfalto. Ni un milímetro, ni un segundo. Eso es el Alpe d’Huez.

Curva 18. A la izquierda. La cabeza de Jabato se agacha aún más, como si quisiera dar una especie de beso con su frente en el centro del manillar. Va demasiado lento. En el coche alguien resopla de nervios. Pero él sigue ascendiendo por esa masa rocosa homogénea que en su mente se habrá vuelto vertical. Pedalea como en trance, y lo percibo por la rigidez delatora de sus brazos. A veces va tambaleándose ligeramente, aunque parece que esté evitando toparse con algún aficionado. Pronto consigue corregir posición. Busca su equilibrio interior. Dudo si ahora mismo persigue o huye. Desde luego, le persiguen. Pero también creo, y ya no me importa traicionar la lógica del lenguaje, que precisamente ahora es huido. El pensamiento no posee gramática, y si lo hace todo es posible en ella. Jabato es huido de sí mismo. Otro yo se ha escindido de él, y entre los dos mantienen una despiadada persecución. El pasillo humano se ensancha un poco en esta zona, por suerte, pero su pedaleo sigue igual. Más que defectuoso, pues ha perdido ya aquel brío que lo caracterizó en las dos anteriores ascensiones, por momentos tiene visos de lamentable. Desde hacía varios minutos nos estaban ofreciendo imágenes suyas por televisión, pero ahora hemos podido ver al grupo perseguidor. Hemos comparado. Nuevamente un sudor frío en las sienes, en las manos, de nuevo un sistemático escozor en la nuez del cuello, en la nuca y en las rodillas, ése es el resumen de lo que hemos sentido al ver cómo vienen los de atrás. Ha sido una respuesta hormonal, una queja fulminante del metabolismo. Sobre todo, hemos visto cómo vienen en relación a la cadencia que lleva él. Queremos engañarnos, pero ya no podemos. Somos un poco ingenuos, pero no estúpidos. Dentro del auto nos hemos quedado como muñecos de trapo. Van más fuertes. Ahora es el holandés el que tira, aunque el líder aguanta bien ese potente ritmo y no deja de observar de reojo por si alguno de sus otros dos acompañantes sufre el menor bajón. En el fondo es lo que temía. Prefiero no pensarlo. Mejor centrarse en la idea de que definitivamente, cada metro que pasa, estamos algo más cerca del final del desenlace, sea cual sea. Se agudiza el sentimiento que de algún modo ya empezó a acosarme cuando nos dirigíamos a la cima del Galibier: lo único que en realidad me importa es que esto termine pronto. Quizá deseo otra cosa como aficionado e incluso como amigo suyo, pero como médico deportivo y como psicólogo, creo que prefiero que este martirio se acabe pronto, independientemente del resultado. Lo prefiero a que acabe bien a costa de no quiero pensar qué.

El silencio que se respira dentro del coche contrasta con los gritos de Daniel Mangeas a través de las ondas de Radio-Tour. Parece que vaya a atragantarse. Diríase que esa voz conocida y exultante está ahí para perforarnos los tímpanos. Nuestro mutismo glacial contrasta también con el barullo mareante de la masa. Ese medio millón de gargantas rugiendo de forma escalonada nos aturde por momentos, aunque cada vez estoy más seguro de que Jabato no es consciente de lo que sucede a su alrededor. Con el tiempo se ha inmunizado, al menos en parte, contra la presión de este tipo de situaciones. O quizá no. Nunca lo sabré, como tampoco sabré qué piensa un ciclista en momentos como ahora. Su pedaleo no es el de los perseguidores, recalca ahora la voz oficial del Tour. Como si terminara de darse cuenta. Le echa teatro al asunto para lograr su objetivo: enardecer a millones de aficionados que están pendientes de quien les habla, la conciencia de la Grande Boucle. Pienso que hoy no hace falta que le ponga unas notas de dramatismo a su relato radiofónico. O tal vez sí, pues los oyentes de Radio-Tour no ven el rostro ni el pedaleo de Jabato. En el fondo Mangeas casi siempre tiene razón. Es innecesario describir verbalmente el martirio por el que atraviesa el corredor que va en cabeza de la carrera, así como la tenaz persecución de quienes le siguen. Con mirar las imágenes de Antenne-2 TV bastaría, por desgracia. A Mangeas se le nota emocionado, es innegable. Como un aficionado más, ni siquiera como un aficionado que tenga especial interés en que Jabato no sea cazado por los de atrás. Eso estarán pensando en España. Gente en sus casas, en los bares, alternando exclamaciones de ánimo con silencios delatores, mordiéndose los labios para calmar la inquietud. Ojos clavados en los televisores y con expresión de corderos degollados. Quizá ya no de corderos a punto de ser degollados, sino degollados del todo. Ojos inexpresivos de pura tensión. Lo cierto es que la voz oficial del Tour ha empezado a adoptar un tono inusual, y hace muchos años que venimos oyéndola. Desayunando, comiendo, merendando y a veces hasta cenando con ella. Algunos incluso sueñan con la voz de ese locutor. Más que lo que dice es cómo lo dice. Ahora se le nota acongojado. Su trabajo consiste en informar objetivamente y sin excesivo apasionamiento. Sin que pueda percibirse en él la menor predilección por ninguno de los ciclistas, lo que no significa que cuando es un corredor francés el que se juega la victoria, algo cambia en su timbre de voz. Algo casi imperceptible y por lo tanto prácticamente indemostrable. Hemos oído esa voz durante muchos Tours, yo personalmente no conozco otra, y hoy algo ha trastocado interiormente esa voz, algo que no es necesario que comentemos entre nosotros. Sabemos lo que es, y se nos hace un nudo en el pecho al pensarlo.

Curva 17. A la derecha. La carretera ha vuelto a empinarse. ¿Cómo es posible? Él agacha el rostro. Debe de estar viendo una deslumbrante claridad en el entorno, aunque no puede mirarla fijamente, por eso se refugia en la cinta de su manillar, cuya tonalidad de nieve también empieza a causarle dolor en los ojos, en el fondo de los ojos. Casi en el centro del cráneo. Su avance acompasado y poco ágil va tiñéndose de miedo al fracaso. Reducirá después de la siguiente curva, se dirá a sí mismo: un poco más. Sabe que sólo debe seguir su camino. Constante, recto, hacia arriba. Sólo así hallará aquello que busca. Ése de ahí no es el hombre que subía por este mismo sitio en pasados Tours. Entonces venía relativamente corto de fuerzas, como siempre se llega hasta aquí, pero en una cómoda posición, entre el quinto y el decimoquinto puesto en la clasificación de la etapa. En algunas ocasiones, si no recuerdo mal, incluso más arriba, aunque sin posibilidades de victoria. Nunca hizo solo y por delante esta ascensión. Siempre fue junto a otros corredores, a veces desperdigados en unas decenas de metros. En tales casos, al menos se ven, se hacen compañía. Frecuentemente se animan entre ellos. En esos Tours, al pasar él ya eran varios los vehículos que habían abierto camino en la ruta. El pasillo humano también había cedido un poco. La expectación y la curiosidad seguían siendo enormes, pero el entusiasmo desbordado se reserva para los primeros. Entonces, o no lo veíamos directamente, o podíamos verlo en televisión si es que había alguna moto con cámara por esa zona. La de hoy es una sensación táctil, inmensa, sobrecogedora. Jabato abre la carrera. El infierno está por delante y viene por detrás, pero él sigue siendo el centro de interés. Hoy compite de verdad, hoy lucha a muerte, dando todo lo que lleva y pasándolo peor, por lo que vemos, que en toda su larga y difícil carrera. No la de hoy, sino la de su vida. Él, que fue considerado siempre un hombre-Tour, que hizo vibrar a todos en el Aubisque, en Guzet Neige, en Luz Ardiden, en la Marie Blanque, en Morzine, en el Glandon, en La Plagne, en Villard-de-Lans y otros lugares próximos, él, que incluso logró dar saltos de gigante en la clasificación general en esta etapa con final en el Alpe d’Huez, él está siendo hoy la víctima propiciatoria. Porque es hoy cuando se ha encarado con la montaña y le ha dicho: o tú o yo. Interiormente viene diciéndoselo desde hace años. Quizá una década larga, pues a esa época se remonta el momento en que en una noche como la de ayer se atrevió a soñar con que podría ganar esta etapa del Tour. La etapa.

Otro susto, otro mal trago. Era de esperar. «Tête de la course - Poursuivants»: 2 minutos y 29 segundos. Y aún estamos pasando la zona siguiente a la curva 17. Esto se complica, y mucho. El goteo se ha convertido en una imparable cuenta atrás. Viéndole pedalear entre la gente parece que ruede por una carretera que acabasen de alquitranar hace apenas unos instantes. La impresión óptica es que sus ruedas se hunden sin remedio en esa materia pastosa y caliente que se pega a los tubulares. Me pregunto por qué razón no sucede igual con los que vienen detrás. ¿Por qué para ellos no hay alquitrán blando y humeante, por qué no arenas movedizas? Esa referencia de 2 minutos y 29 segundos la hemos visto en la pantalla y, casi simultáneamente, escrita sobre la pizarra de la moto que a duras penas ha conseguido abrirse paso entre la multitud para situarse delante. Habrá que tener en cuenta que a partir de ahora esa operación de la moto quizá no pueda repetirse con la rapidez, exactitud y eficacia que hasta el momento ha venido realizando. En cuanto la moto tenga verdaderos problemas de movilidad, Jabato puede quedarse bastante rato sin saber cuál es la diferencia de tiempo. En una situación así resulta de vital importancia ese dato. Para hundirse, para sacar fuerzas de flaqueza como sea y de donde sea. Si no controla el tiempo que les lleva, y lo mismo vale para cualquiera de los otros si estuviesen en su lugar, pedalearía en el más absoluto vacío. Su armadura psicológica no es ahora la idónea para trabajar en el vacío y contra el vacío, sobre todo cuando ya se ha dado cuenta de que va a menos y sus perseguidores todo lo contrario. A no ser que también ellos paguen el esfuerzo en estos últimos y duros kilómetros. Más de una vez se ha visto. La gente le jalea con renovados bríos agitando los brazos delante suyo, como para motivarle aunque sea un poco. Sabe perfectamente lo mal que va. Quiere transmitirle algo de su energía, de sus nervios.

Pero el pedaleo se vuelve a cada instante más lento. Lo hace de un modo tan imperceptible que si uno mantiene la mirada en sus piernas rotando cansinamente, cree que va igual todo el rato, pero no. Tratándose de Jabato, sospecho que esa pérdida paulatina de fuerzas, vatio a vatio, gramo a gramo, o como se quiera calcular la potencia de una pedalada, es sinónimo de que debe de estar atravesando el oscuro e invisible túnel que, en condiciones normales, puede llevar a cualquier corredor al desfallecimiento. Hoy nada es normal. Ni lo que ha venido haciendo él hasta este momento, ni tampoco el sobreesfuerzo al que, de rebote, está obligando a los otros. Debe de estar pasando por alguno de esos puntos ciegos al 14 % o el 15 % de desnivel. El suelo reclama, exige, traga y absorbe toda su fuerza, lo que aún parece quedarle de ella. Despojos, tal vez. Cada varios metros aún se levanta y pedalea en bailón durante un rato. Ofrece entonces una imagen engañosa de su actual estado. Viéndole en bailón podría pensarse que conserva energías no sólo para mantener, sino incluso para acelerar un poco. A lo mejor hasta es verdad y lo consigue. Pero no, cada vez le cuesta más dar pedaladas sentado en el sillín, que es su manera habitual de superar las cuestas. Hasta este momento eran sólo los supuestos puntos ciegos de la ascensión los que le obligaban a alzarse, pero ya no es así. El tronco se eleva durante unos metros y vuelve a caer sobre la bicicleta en una combinación ilógica, y por esa misma razón preocupante. Hasta ahora se alzaba con brusquedad, casi con enfado. Luego se posaba en el sillín. Ahora ya se yergue a duras penas. Luego, literalmente, se desploma.

Una iglesia ahí al lado. Un campanario. Cielo azul. Y olas de color, cabezas y gorras. Y gritos. Manos, bocas, gente. Un aquelarre gestual en el que todas las miradas confluyen en un mismo punto: él. Hemos pasado La Garde y las fieras deben rodar a la altura de la curva 20. No lo sé, prefiero, necesito no saberlo. Si la moto con la pizarra no puede circular libremente con la información de los tiempos siempre que le sea posible, esa información se la hará llegar el director de la carrera, el hombre del banderín rojo. Quizá con el megáfono. Imposible saber si Jabato logrará entenderle. En esta parte de la etapa el auto del Crédit Lyonnais procura no despegarse ni un metro de su rueda trasera. Si lo hace estamos perdidos. La gente puede formar un embudo en cualquier momento dejándonos aislados a los que vamos detrás. Perderíamos la referencia visual que aún tenemos.

Hace tiempo leí que en la mitología griega desde tiempos inmemoriales la idea de la muerte va unida a la de varios ríos que conducen a ella. El Estigia, sobre el que los dioses formulaban juramentos de fidelidad o de venganza, de amor o de guerra, es tal vez ese invisible río de la vida que hasta esta misma mañana estuvo atravesando Jabato. Entró en su tumultuoso cauce el día en el que decidió ser ciclista, o incluso mucho antes, y llegó a su orilla última, imagino, a lo largo de la pasada madrugada. Tocó orilla al verbalizar lo que debía de llevar mucho tiempo pensando: «Voy a armarla.» Puestos a especular, se me antoja que quizá la Croix de Fer fuese para él una especie de río Cocito, el de los lamentos. Ahí se esforzó para no permitir que pereciese ahogado su ritmo, su esperanza. El Galibier habrá sido para Jabato el río Leteo, por el que transcurren las aguas del olvido. Como Gaul en el monte Bondone, posiblemente en ese puerto que pasó hace un rato llegase a olvidar muchas cosas que le habían pertenecido desde siempre, con las que siempre convivió. Y esta pared por la que ahora sube es como el Aqueronte, ya no sólo de la etapa de hoy sino de su carrera deportiva y de su vida. Por el Aqueronte no se puede circular dos veces. Sólo permite un viaje, el de ida. Así es el Alpe. Tres ríos, tres puertos, tres desafíos. Cada metro, cada palmo que avanza entiendo más su teoría. Ahora se percibe hasta qué punto la Croix de Fer le rompió las piernas y cómo el Galibier anegó sus pulmones de turbulencias sin nombre. Esta pared le estará afectando a la cabeza, sin duda. Los alpinistas de élite sufren lo que se conoce como el «mal de montaña», que no es otra cosa que la pérdida del sentido de las cosas y alucinaciones. Edema pulmonar, edema cerebral. Locura y muerte. Tengo la certeza que Jabato hace ya algún rato que pedalea en esa fase crítica. Se ha ido afirmando a sí mismo como hombre que sufre. Durante esos dos primeros cols ha rodado como si careciese de identidad. Irracionalmente. No era nada más que un ente pedaleando. Ahora, de alguna manera, esas pedaladas han llegado a transformarse en algo tangible: un hombre que sufre pese a que, debido al propio sufrimiento, ni siquiera tiene plena conciencia de ello. Y en esa lucha en la que está metido de lleno intuye que, en cierto modo, cuando eres, dejas de ser. Le ocurre exactamente eso: está dejando de ser, se diluye por momentos entre las narcotizantes gasas de una uniforme lasitud que le hace pedalear, ya no sonámbulo o autómata, sino únicamente fuera de sí.

Sigue hundiéndose, pero sigue pedaleando, y eso es lo único que importa. Tenía razón: el Alpe d’Huez te rompe en pedazos. La organización del Tour, con todo su prestigio y su experiencia, parece que cíclicamente haga lo posible porque sea así. Aúna su proverbial interés por buscar trazados agónicos entre cols y desfiladeros sin nombre, entre acantilados y peñascos con el diseño de una carrera realizado en base a la tecnología punta. Algo de lo que se carecía años atrás. Hubiese sido preferible estar atravesando un momento así en un Tour del pasado, donde las cosas se sabían según eran vistas, y punto. Porque gracias a esa tecnología punta acabamos de recibir una nueva y desagradable sorpresa, un dato sobre el que habría que reflexionar y hacer cálculos matemáticos si tuviésemos tiempo y cuerpo para ello, aunque tampoco resolvería nada. Un maldito regalo de esos bicharracos con inteligencia artificial de la Swiss-Timming y de Hewlett-Packard: al paso por alguno de los tramos más duros de las rampas iniciales del Alpe, posiblemente al dejar a la izquierda Les Essoulieux, los ordenadores han ofrecido un dato clarificador: Jabato rodaba a 17,946 kilómetros por hora y el grupo de detrás, al paso por ese mismo lugar, lo hacía a 21,725 kilómetros por hora. Manotazo del director-técnico al volante. Taco de un mecánico. Descarga de adrenalina general. Es demasiada diferencia, pese a que en una ascensión de estas características el ritmo de los corredores no sea ni mucho menos regular. Cada uno aprieta si no donde debe, sí donde puede. El dato es significativo e inquietante, pero tampoco ha de ser descorazonador. Se trata de la velocidad tomada en ese punto concreto, lo que no significa que sea la velocidad media de la subida una vez se alcance la meta. Pero parece que han rebajado la intensidad de su pedaleo. El grupo perseguidor se estira un poco. El pasillo humano les obliga a ello. Pasar por ahí les creará miedo psicológico y quizá les reste algo de tiempo. Menos mal. Ven a la gente tan próxima que, para evitar una caída, por simple instinto de protección prefieren ponerse en fila de a uno. Ahora van como dándose cobijo los cuatro. Si uno de ellos se sintiera capacitado para hacerlo, seguro que se iría hacia adelante abriendo hueco como fuese. Van también al límite, a su límite, que no es el de Jabato.

Curva 16. Las palabras y gritos de ánimo que oye se desvanecen casi en el acto. Cree que sus fuerzas están extinguidas, y de modo confuso se extraña de seguir pedaleando. Pero si la gente le encorajina es que aún pedalea. ¿Cómo es posible? Ya no puede retroceder, pese a que siente los músculos agarrotados. La única forma de escapar de esas arenas movedizas es no detenerse. Una sola vacilación y se hundirá. Lo sabe. Quiere detenerse. De nuevo la sensación de que la carretera endurece su trazado. Es una desagradable certeza. Conforme subimos, algo está cambiando en la expresión de la gente apiñada a ambos lados de la ruta. Aquí y allá se oye Radio-Tour y no hay nadie que no se haga una idea exacta de lo que sucede. Por encima de sus predilecciones, de sus intereses relacionados con los países a los que pertenece cada corredor, una similar mueca colectiva de admiración y pena, de respeto y angustia, va configurándose en sus rostros. No quiero pensar en lo que significa esa sonrisa, no quiero. Sólo deseo que pasen metros y más metros, que como un mal sueño una a una vayan quedando atrás estas malditas curvas, tras cada una de las cuales vamos dejando un poco nuestras esperanzas.

El director-técnico ha intentado animarle sacando la cabeza por la ventanilla. Le grita sin megáfono, ayudándose con la cuenca de la mano izquierda. Toda pretensión de hacerse oír me parece vana, pues la prolongada ovación y el vocerío son demasiado intensos como para que se oiga nada más. Escucho varias cosas de las que le grita el director-técnico, pero una ha repiqueteado en mi cabeza: «¡Venga, demuéstrales que eres el más grande!» Y luego le vociferó durante un rato secos y repetidos monosílabos de ánimo. Se nos come vivos la impotencia.

Creo que ha sido un error haberle dicho eso, aunque probablemente no tiene ya la menor importancia, entre otras cosas porque no lo habrá oído. Quizá yo le hubiera dicho lo mismo, pero de otra forma. Esas palabras del director-técnico indican lo alterado que está, pues le pide a gritos que les demuestre que es el más grande. Según esas palabras, todavía debe demostrarlo. Eso podría ser malo para Jabato, quien después de lo que lleva encima puede darse cuenta de que, en efecto, aún debe demostrar que hoy es su día, y que tal vez se venga abajo todo lo hecho hasta aquí. Así es en realidad, no sirve absolutamente para nada si no culmina con éxito su fuga. Así de crudo es. Pero yo le hubiera dicho: «Les estás demostrando que aún eres el más grande.» Darle a entender que lo está haciendo ya en estos mismos momentos, por mucho que suspiremos para que continúe igual durante los pocos kilómetros que restan. Sobre todo, habría puesto especial énfasis en el «aún». Recordarle que para mucha gente aún puede ser el más grande. Se trataría de abocarlo a esa situación mental cuando él creía que las circunstancias no eran en absoluto favorables. Convencerle de que está demostrando, y lo hace ya que no está acabado, que se sigue contando con él, y que agradecemos el supremo esfuerzo que realiza por probarlo. A nosotros y a sí mismo. Va auténticamente vendido, pero va. Inútil todo intento de controlar pensamientos negativos, dudas acuciantes que pueden variar enormemente el comportamiento de un deportista en apenas unos minutos. De un obsesivo: ¿lograré llegar arriba?, se puede pasar perfectamente a un: ¿lograré llegar a esa curva de ahí enfrente?

Curva 15. Imágenes patéticas de su rostro. Debe de asustarse al oír silencio allá donde están los pulmones y el corazón. No escucha el frenético latido de antes, ni sus aparatosos jadeos de apenas unos minutos atrás. Sólo silencio. Ve y nota el silencio, pero sobre todo lo oye. Le inunda el silencio. Ahí se inicia un nuevo conato de pánico que debe sofocar.

¡Ataque del holandés! Durísimo y seco, por lo que se ve en televisión. «Ahora sí se pone mal el asunto», murmura el director-técnico en un hilillo de voz. Abro la boca para respirar, digo que no. Eso digo: «Por favor, no», en una súplica al cristal del auto. Jan Luders ha aprovechado uno de los tramos más empinados que están antes de La Garde para lanzar su demarraje. Los de Radio-Tour parece que van a atragantarse. Quizá vio flaquear al italiano. Pero no, el holandés mira hacia atrás y afloja el ritmo. Sólo ha conseguido unos metros de ventaja. Se ha acercado mucho a las dos motos que preceden a ese grupo. Las motos siguen con problemas para abrirse paso. Menos mal que el holandés ha frenado un poco. Quizá haya sido un movimiento de tanteo, pero parecía que intentaba irse. Un mecánico comenta lo que todos hemos podido ver, lo que todos hemos pensado: menos mal que el muro que forman motos y público le ha disuadido de prolongar su demarraje. Pero el acelerón ya está dado. La fila india de los perseguidores se ha estirado. Atención porque ese holandés está muy fuerte y con ganas. Sus compatriotas lo aclaman.

Imposible no sentir una enorme tristeza ante la imagen de Jabato zigzagueante y resoplando lastimosamente, sudando como nunca vi sudar a nadie. Ahora no puede animársele con las frases-consigna que por lo general se acostumbra a oír en los puertos de montaña. Ahora no puede decírsele: «Van escocidos, duro», o «Aprovecha, que no llevan el nervio fresco», o «Pon salsilla que la cosa está ya a punto», o «Dale, que ésos están ya rejoneados», o «Mételes traca», o «Aún hay que aliñarles un poco, pero la cosa va bien», o el «¡Mátalos!», que tanto le sorprendió siempre. Hoy es él quien está rejoneado, él quien no tiene el nervio fresco, él quien va aliñado, él quien rueda escocido, a él a quien están atiborrando de salsa venenosa. A él a quien están matando.

Queda atrás la zona de La Garde y nos dirigimos hacia otra especie de barrio, Le Ribaut. Parece que la carretera suaviza un poco su trazado, quizá esto se note en la fluidez de su pedaleo, que por suerte se ha vuelto más ágil. No obstante, la imagen de los de detrás es en verdad inquietante. No cabe duda de que van mejor. Sólo se ve renquear al belga, que cierra el cuarteto y cuyo pedaleo se parece bastante al de Jabato. Como el líder se aperciba de ello, estamos listos.

Pienso en la infinita dureza de este deporte, pienso una vez más que el ciclismo es la actividad que con mayor aparatosidad puede ponerte en evidencia en cuanto falles. Es imposible ocultar las carencias, cosa que sí puede hacerse con relativa facilidad en otras disciplinas deportivas, ya sean de varios contra varios o de uno contra uno. En este caso concreto se trata de todos contra uno, porque lo mejor y más fuerte del pelotón ciclista internacional está representado en esos cuatro cazadores que, con cuatro rostros distintos pero unidos por el rictus del esfuerzo, con cuatro idiomas diferentes pero con el lenguaje común del sufrimiento, son la quintaesencia de lo que ha hecho glorioso y salvaje el ciclismo.

El problema es que Jabato hace ya bastantes minutos que está trabajando por encima de su techo aeróbico, las ciento ochenta pulsaciones por minuto. Los otros, en cambio, puede que aún no hayan alcanzado ese techo. Su pedaleo será intenso y eficaz exactamente en la proporción en que sus corazones latan menos deprisa. Jabato se mueve en las antípodas de esa situación. Si fuese como ellos, si se hubiese reunido con ellos, agazapado ahí atrás como ahora van el belga o el chico francés, es posible que de un solo demarraje pudiese dejarles plantados y en nada lo tuviésemos en la meta. Pero no es así. Su espalda parece especialmente curvada por una joroba que de hecho no tiene. Es como si arrastrase una gran saca o fardo. Una voz lo ha dicho dentro del auto, de modo crudo y sin apelativos:

—¡Menudo pajarraco lleva encima!

A nadie le ha cogido por sorpresa la frase del director-técnico. Nadie, aunque no me ha hecho falta mirar sus caras para corroborarlo, ha puesto expresión de sorpresa. Comió cuando debía y lo que debía. Eso no es una simple pájara. Si tuviese que definirlo, diría que lo que lleva encima es un pterodáctilo. O para ser más sincero, un buitre, un hermoso y espectacular buitre. Todos lo llevamos pensando desde que pasamos Bourg-d’Oisans y de repente, tras cruzar el puente, la carretera se elevó en dirección al cielo. Para mí esa agonía, que constato visual y sensitivamente a cada nuevo metro, empezó en Valloire y ya no ha cesado en ningún momento, ni siquiera cuando Jabato y su bicicleta, hechos un raro ovillo de carne y acero, de huesos y aluminio, volaban como una jabalina a 80 kilómetros por hora, allí, por el Col du Lautaret. Ni siquiera cuando, ya en terreno llano, a la altura de Le Clapier, pareció que su pedaleo adquiría una inusitada fuerza volviéndose armonioso, acompasado, dominador. Ahora me doy cuenta que eso no era fuerza, sino violencia. Era su ataque a la contra, a la desesperada, como siempre actuó para triunfar, para ser. Eran sus últimos momentos de relativo alivio en terreno llano antes de esta barbaridad. Interiormente había escombros en el ánimo de ese hombre que en varias horas sólo ha pronunciado una palabra, «no», simbólica de su ira y de contenida rebeldía. Porque incluso ese «¿cuánto llevo?» que le preguntó al mecánico en el avituallamiento de Saint-Jean-de-Maurienne, en el fondo más parecía una respuesta que una interrogación. Si terminaban de mostrárselo en la pizarra, ¿por qué entonces preguntaba? Eso significaba «no», otra vez. O un «diles que no», dirigido a nosotros. Que no esperásemos de él nada que él no hubiese decidido intentar ya de antemano. Que nos abstuviésemos de dar órdenes o consejos. «No.» Pero ahí se resume tal vez mucho de la filosofía del ciclismo y de las bicicletas: no.

Curva 14, a la derecha de nuevo. Muy cercana a la anterior, o es que las dimensiones también empiezan a engañarme. Peor lo pasa él. Yo simplemente estoy muy asustado y aturdido, pero Jabato debe de sentir que el miedo oprime su estómago, y que la sangre le golpea en las sienes como pequeñas fluctuaciones que le dificultan la visión. Quizá incluso oye voces extrañas. Vive una suene de ausencia psíquica, de extravío mental que, eso es lo anómalo, no logra detener sus funciones motoras elementales. Mal de montaña.

Le Ribaut queda cerca y ahí a la izquierda asoma el angosto ángulo de un prado lleno de gente y coches aparcados. «No», me repito monótonamente. Biela arriba, biela abajo. Aquí no hay filosofía que valga, ni moral. Ni suerte. Aquí sólo hay sudor y pedaleo. El ciclismo a veces carece de moral. Es profundamente inmoral. Ni siquiera se trata de la ley del más fuerte, sino de la ley de quien se impone a los más fuertes de entre los fuertes. Los ciclistas buscan afanosa, maquinalmente el sentido último de la vida, de su existencia concreta y acaso también de lo que significa existir, y lo buscan en el silencio de cada pedalada. Buscan la solución a ese enigma que parece ir pegado a la rueda delantera de sus bicicletas. Creen verlo por una fracción de segundo pero, como el ligerísimo desperfecto en el tubular delantero que puede verse a cada rotación completa si la marcha es lenta, así ese enigma gira y gira sin dejarse atrapar nunca, sin dejarse ver jamás con nitidez. Quizá porque ése es su sino. De los ciclistas no puede decirse que pedalean y que por lo tanto existen. Aunque muchos manifiesten lo mismo que Jabato confiesa a menudo entre bromas: que a veces casi no se acuerda de cómo se camina, que se siente extraño e indeciso al tener que hacerlo. Ésa es su vida. Los ciclistas se pasan quince o veinte años montados sobre las bicicletas, y es allí donde se forman como jóvenes, luego como adultos y finalmente como hombres. Allí sienten, allí sufren, allí sueñan. Pedalean, luego subsisten. Para ellos subsistir es más que limitarse a vivir o hacerlo por simple necesidad económica. Subsistir es existir resistiendo. Existir sobreviviendo. Y sobrevivir con dignidad, a pesar de las circunstancias adversas. Cuanto más adversas tales circunstancias, más crecerá su conciencia de dignidad. No es masoquismo ni heroísmo. Es, sencillamente, ser de otro modo, de una manera que sólo así podía realizarse.

Violencia ejercida sobre uno mismo para demostrar a los demás hasta dónde puede llegar la capacidad de decisión y sufrimiento de un hombre. Eso es el ciclismo. Pienso en la mayoría de ciclistas como hombres no-públicos. De un lado, sobre todo si alcanzan la celebridad, son conocidos y seguidos con atención a lo largo de su trayectoria. De otro lado, pasan y se van. La atención de las cámaras, por ejemplo, va de un corredor a otro y difícilmente se le dedica demasiado rato a uno en particular, a no ser que se trate de los que ruedan por delante. En cuanto a los aficionados situados en la ruta, ocurre otro tanto. Los ven y ya han desaparecido. En cierto modo, los ciclistas son seres evanescentes. Uno está en la carretera, esperándolos, y de pronto la gente empieza a murmurar, luego eso se convierte en una exclamación. Dicen que vienen. Dicen que ya están ahí. Color, ruido, color y más color. El torbellino de maillots y sirenas. Parece ser que ya han pasado. ¿Has visto a tal o a cuál corredor? ¿Cómo es posible, si no ha dado tiempo aún de mirar? ¿En qué otro deporte el público se toma tantas molestias para ver pasar a sus ídolos tan sólo unos breves instantes? Sólo en éste, cuya bendita insensatez a veces parece afectar tanto a quienes lo practican como a aquellos que lo siguen con fervor.

Aquí la realidad es otra. El tiempo queda anclado en su propia y letal desidia. Sin embargo, no deja de fluir. En su contra. Antes el director-técnico se quedó corto. Jabato no muestra los síntomas de una simple pájara. La imagen del pterodáctilo es demasiado irreal por lo antediluviana. La del buitre, en exceso pesimista. Debo rechazarla. Donde debiera llevar su gorra de visera, lleva ahora un cóndor.

Curva 13, a la izquierda. Aparecen unas casas al final de un nuevo y largo muro de piedra perfectamente delimitado a modo de contrafuerte de la montaña, sobre las cabezas de la multitud, alineadas no sé si escalonada o anárquicamente. Sólo adivino lo que siente. La soledad de la que le es imposible huir lo mastica por momentos. En su cerebro esa soledad se expande ahora como una mancha de aceite sobre el agua. Nota el cerebro como una gran nuez, aplastada y reseca por el sol. Y arena en los ojos, pero es una sensación confusa. No se atreve a apartar la mano del manillar. Sacude pesadamente la cabeza y la arena sigue ahí. Picor en el cuello. Las voces extrañas del fondo de su nuez seca le chillan hasta provocarle un sobresalto. Son voces de ultratumba. Antepasados que le conminan a que siga. Amigos idos de esta vida antes de tiempo, Raúl Ruiz, Jaime Mojer, Sabino Aguirre, Chusé Izuel. Idos a causa del azar, unos, otros de la desgracia. Aun otros voluntariamente, incapaces de soportar la presión de vivir. Pedalea por ellos, lo sé. Se aúpa y pedalea con ganas para no perder la estela de esa compañía. O tal vez sean las voces de todos aquellos que, como él, fracasaron, rindiéndose cuando ya quedaba poco para el final. Los abatidos en el Alpe o en la vida. Le Ribaut. No avanzamos apenas y la carretera muerde. Me aferró a la idea, por peregrina y equivocada que sea, de que este deporte es noble en esencia, que en ciclismo es primero la lucha y luego la victoria del hombre contra la Razón, en el mejor de los sentidos. Hoy debo realizar ímprobos esfuerzos por no creer que el ciclismo es precisamente un insulto a la más elemental cordura. Un escupitajo a la Razón. Ese hombre que pedalea ahí enfrente, que tiene rostro y sentimientos, nombre y pasado, cuyos problemas conozco y cuyas ilusiones también son las nuestras, mías en una buena parte, se está destruyendo sin remedio y quizá para nada. ¿Qué hace ahí, aún en plena juventud pero ya prácticamente descartado para mantener un alto nivel dentro de la competición? ¿Qué hace ahí, pedaleando a veces cinco o seis horas seguidas, a dos mil metros de altitud o más, con cerca de cuarenta años y casi cuarenta grados de calor, llenando de sudor el asfalto, tragándose insectos por ir con la boca totalmente abierta? Fatigado hasta la sandez, pues no deja de ser cosa de tontos, si se piensa fríamente, fatigarse tanto que uno llegue a ser incapaz de cerrar la boca incluso cuando por ahí, y él lo sabe, te van a entrar hasta avispones. Ya le ocurrió en un descenso del Saja, hace años. ¿Qué hace convirtiéndose en un montón de ruinas de contornos sin embargo aún humanos, delante de miles, de millones de espectadores? Perdiendo su dignidad ya no como hombre o ciclista, sino como hombre y ciclista que compite para ganar y a quien la propia realidad pone atrozmente en evidencia, porque en el fondo la realidad que nunca suele ser atroz pero tampoco lo contrario, es lo único que nos acaba poniendo en evidencia. Nosotros pasamos y ella permanece. Quizá Jabato no haga otra cosa que sobrevivir de la única manera que sabe, que le es posible, que la vida le ha permitido conocer. Mirando hacia adelante, aguantando el dolor, apretando los dientes como está haciendo ya todo el rato desde el infernal tramo de La Garde. Demostrando al resto del mundo que es alguien ya no con especial voluntad o talento, débil de espíritu con el ánimo férreo, sino tan sólo alguien distinto aun en su propia insignificancia, y por lo tanto digno de ser tenido en cuenta. Demostrándose a sí mismo que no es ni mejor ni peor, ni siquiera distinto, sino únicamente alguien.

Le veo apagarse lenta, fatalmente, como un fósforo que no es necesario que meza la brisa para que se extinga, que se acaba en sí mismo. Y se me vuelve a encoger el corazón. Pero seguro que el suyo se ensancha, se agranda, se agiganta como si fuese a estallar. Más que encogerse, noto que mi corazón se contrae como un caracol que efectúa el movimiento instintivo de ocultarse en el caparazón. Tiende a convertirse en algo reducido e insustancial. Va apocándose, diluyéndose como una persona tímida en una reunión concurrida. Cuanto más se le insista a que participe, peor se sentirá. Primero cohibido, luego forzado y finalmente es posible que hasta agredido. Así mi corazón, aunque ahora no pueda compartir con absolutamente nadie un sentimiento tan íntimo. En el coche todos sentimos algo parecido, cada uno de nosotros en un registro sentimental distinto pero cuya sonoridad, traducida en simples emociones, adivino de similares acordes. Otro tanto ocurrirá con esos miles de espectadores que le animan en la carretera, o con los millones que presencian por televisión lo que hoy se está viendo, o los que sigan a través de la radio la crónica de esta cacería.

Lleva unos metros tanteando incesantemente la palanca del cambio. Va con el 23 desde hace rato. Aquí es imposible que consiga rodar con un 21 dientes, así que ese tanteo indica lo peor: que por momentos se siente incapaz de seguir avanzando con el desarrollo que lleva y cree necesario poner su última corona, pero parece arrepentirse sobre la marcha y pospone esa decisión. Irá diciéndose: «Un tramo más con lo que llevo, luego cambiaré», y así una vez, y otra, y otra. Pero ha reducido aún más el ritmo. Le Ribaut queda atrás. Zonas del 13 % de desnivel. Esto es excesivo. Nuevos puntos ciegos que deben de ser puñaladas en todo su cuerpo. Sería en lo alto de la Croix de Fer cuando quizá notase por primera vez el aviso de lo que le sucede ahora, el fugaz anticipo. Trabajar en el límite aeróbico debió ponerle las piernas duras. Sería en el Galibier, a la altura de Plan Lachat, cuando ese agarrotamiento muscular, esa especie de fría y aún indolora sensación, se transformaría dentro suyo en punzadas de dolor. Quizá, cerca del Télégraphe, en tibios aguijonazos, primero soportables pero cada vez más frecuentes y molestos. Luego en secos pinchazos. Después en puro desgarro. Siguió trabajando en un grado de fuerte intensidad aeróbica, y sin embargo pudo resistirlo sin que apenas se le notase. No en vano son los ciclistas los atletas que más se acostumbran a trabajar en ese plano aeróbico que en escasos minutos acabaría con la resistencia física de cualquier otro deportista. Cada metro que avanza ahora es una puñalada. Se ve reflejado en su rostro.

Con cierta congoja compruebo que algunos seguidores holandeses le hacen gestos con el dedo índice hacia abajo, como diciéndole: «Vas a hundirte, te estás hundiendo.» Son pocos, pero están ahí. Los más fanáticos. Algo más atrás les había visto gesticular lanzando una especie de grito de guerra. De hecho estamos viéndoles desde el mismo inicio del Alpe, aunque no sabía si mi apreciación era real. Gritan «¡Hup, hup, hup!», que es su forma de expresar alborozo. Pero el sentido de ese gesto con los dedos es inconfundible. Se me había olvidado que ésta es la montaña de los holandeses. He ahí un nuevo y desfavorable elemento a tener en cuenta: el holandés. Habrán sido una docena los que le hicieron ese gesto con el dedo índice sin dejar de corear la consigna guerrera mientras él pasaba por su lado. Otros, en cambio, también holandeses a tenor de sus banderas, camisetas y pancartas, vocean el «¡Hup, hup, hup!», pero cuando Jabato llega a su altura algo se transforma en sus semblantes. Entonces se ponen serios y dejan de gritar. Primero aplauden poco, como con temor, y luego con energía, fija la vista en ese hombre que ya se debe acompañar con el movimiento de todo su cuerpo si quiere mover los pedales.

No puedo verlo, no puedo. Aparto los ojos. Me dejo engañar por los gritos de apoyo que desde hace unos momentos salen del coche, por esos otros gritos en castellano que frecuentemente escucho provenientes de la masa. Y pienso: si siguen animándole es que aún hay esperanza. Porque la gente, ahora ya no me cabe duda alguna, se ha dado cuenta del drama que se está gestando aquí.

Sube la tensión y Radio-Tour lo refleja en toda su intensidad: el francés ha intentado descolgar a los otros. Ya lo hizo en la última parte del Galibier, y ahora vuelve a las andadas. Mala cosa. Tiene la sangre caliente y busca sorprender a los otros. El entusiasmo se propaga como una llamarada. Sin parpadear, clavo la mirada en la pantalla. Trago saliva. Sigue sin preocuparme Arnould, aunque sí lo que ese chico puede desencadenar. En principio, su intento significará un nuevo recorte de segundos respecto a jabato, pues sin duda el grupo perseguidor va a acelerar su marcha. Sí, rueda un poco adelantado. No se ha visto el momento de su ataque, pero ahora entre él y los otros hay una moto y al menos diez o quince metros, que en el Alpe pueden ser una inmensidad. Pedalea en bailón y mira a su espalda. La gente va a comérselo. Son capaces de tirarlo, que lleve cuidado. Muchos quieren correr a su lado mientras le hablan. Radio-Tour sigue chirriando, ese dial se ve sacudido por un formidable pitido. La tensión es inenarrable. Con esto no contábamos. He ahí, tal vez, el auténtico desencadenante del desastre. La mecha que puede prender, dejándonos bien chamuscados al final. Ese chaval es demasiado fogoso como para estarse quietecito. En el fondo es como siempre fue el propio Jabato: buscando noquear a sus rivales. Parece que ese chico no ande fino y que, luego de subir casi a rachas, vaya a quedarse en algún momento, pero, también como siempre ocurrió con Jabato, debe de tener un gran poder de recuperación, repartido a partes iguales entre lo que hay en sus pulmones y en su mente. En las últimas imágenes servidas por Antenne-2, no sé si porque pasa una curva, da la sensación de que ha aumentado su distancia respecto a los otros. Hoy puede ser fiesta nacional en este país, aunque esos tres minutos y catorce segundos que le separan del italiano en la general parecen demasiado a simple vista. Pero el Alpe es una ratonera donde se han producido sorpresas inimaginables poco antes. Se están dando las circunstancias objetivas para que, si alguien se rompe o flojea ostensiblemente, la cosa sea sonada. A cualquiera le pueden caer del orden de tres a cinco minutos. Una auténtica escabechina hors catégorie.

Parece que por detrás llega una moto. El ocupante del asiento trasero casi va repartiendo puñetazos a ambos lados en un intento por abrirse paso. Le siguen dos corredores. ¡Vemos el maillot del líder! En bailón y echando el resto. Se ha desprendido de la gorra y de su bidón de líquido. Un último trago y lo lanza en dirección al público. Esto es la guerra, ahora sí. Pegado a él, buscando su estela como puede, el holandés. En efecto, no viene el belga. «¡No viene el belga!» Nuestro grito ha sido simultáneo, descorazonado. Cualquier pieza que ahora se mueva, en un sentido u otro, puede perjudicar nuestros intereses. Hasta el coche parece haberse lamentado. El motor emitió un curioso ruido, como de ahogo. Las imágenes vuelven a mostramos a Jabato que va como un zombie, resoplando, encogido a causa del permanente esfuerzo. No es a él a quien ahora debieran enfocar. Ahí están de nuevo. Era cierto, Eric van der Laer va ligeramente rezagado. «¡Ahora sí que la hemos hecho!», se queja el director-técnico. Y se lleva una mano a los cabellos. Estaba escrito que debía ser así. Perdemos la noción de la carrera, de la situación concreta de los corredores. El nerviosismo va a desbordarse, Por fin una cámara, la de la moto del Officiel-3, filma detenidamente al belga, que atraviesa un mal momento. Ha hincado la frente entre los hombros, no puede más. Su pedaleo se ha vuelto suave, mínimo. Hasta ahora ha dado todo lo que llevaba dentro para no perder terreno. Ése lo paga por fin. Se ha roto. Se rinde. Ahora lucha por no perder del todo el ritmo. La precaria elasticidad de sus piernas hace evidente que cada vez le responden menos las fuerzas. Luego, si puede, intentará recuperar, pero lo va a tener muy difícil. Pese a que a veces el tiempo parece estar detenido, los acontecimientos suceden a más velocidad que el pensamiento. Todo se nos viene abajo. El italiano mira hacia atrás y tira con todas sus fuerzas, también abierta la boca y los ojos entornados a causa del esfuerzo. Es tan poderoso el acelerón de Santini que por un momento el rostro del holandés se desencaja en su intento de mantener rueda. No parece que vaya a aguantarle. Dentro del auto alguien dice que si el belga no se recupera pronto y consigue enlazar, todo estará perdido, pues entonces el italiano va a tirar de verdad, sentenciando a su favor el Tour hoy mismo. Entonces todo estará perdido por delante. «Por delante» es Jabato. O se tranquilizan las cosas en ese grupo perseguidor, aceptando la situación tal como está y decidiendo reservar fuerzas para las jornadas siguientes, sobre todo para la próxima contrarreloj, o esto no hay quien lo salve.

El belga no enlaza. Decide seguir con su frágil y exhausto pedaleo, ni mejor ni peor que el de Jabato, pero más suelto, menos tenso. También el francés ha aflojado al ver que todo lo que logró sacarles en un derroche de fuerza, lo perdía en apenas un kilómetro. Vienen pisándole los talones, los tiene ahí mismo. El líder ha vuelto a girar la cabeza. Pedalea con más decisión de la que hasta ahora estaba imprimiendo a sus piernas. En esta parte de la ascensión las curvas están más cercanas unas de otras, con lo que pueden confundirnos las imágenes de la televisión. Lo cierto es que Eric vari der Laer ha perdido el resuello, lo que está aprovechando el italiano para meterle el mayor tiempo posible. Jan Luders sigue resistiendo como puede. Para él sólo existe el estímulo de la etapa y de esa afición que suele contar a modo de chiste: «Países Bajos, capital: Alpe d’Huez.» El francés sigue siendo un misterio. Haga lo que haga nos sorprenderá. Ya ha sorprendido a todos, pues al iniciarse el Tour no contaba para nada en los pronósticos. En menos de cien metros va a ser absorbido por el italiano y el holandés. Thierry Arnould se juega, además de la gloria si sale vencedor hoy, ponerse en segundo lugar de la clasificación general. Siendo de aquí, no es lo mismo ser segundo que tercero en el podio de París. Lo peor es que en cuanto ese chico vea que el belga se ha quedado y que no llega con los otros, va a seguir tirando como loco para abrir hueco. Codo a codo con el líder, puede hacerlo. Ése era el problema que me temía: todos van a tirar como locos.

Nuevo palo. Le han robado otro medio minuto largo. Ya los tiene a 1 minuto y 57 segundos. Cada referencia aumenta el goteo, la hemorragia de segundos. Treinta y uno hasta Le Garde y treinta y cuatro hasta Le Ribaut. Una de las fieras ha sido eliminada, pero precisamente eso está contribuyendo a que las otras tres restantes tiren con renovadas energías. Una fiera menos a alimentar, un enemigo menos a abatir.

Curva 12, a la derecha. Miro a jabato. Un nuevo latigazo de sangre a las sienes, que ahora percibirá en el cuello. Abre la boca para respirar, pero no nota entrar aire. La tierra, el asfalto, la carretera, todo es un imán. Él mismo se concibe y hasta se ve como un inmenso, jadeante pulmón resquebrajado. Se dice mentalmente que sólo en situaciones extremas como ésta conoce o establece uno sus límites, sus temores, sus sueños. Únicamente cuando debes jugarte todo a una carta acabas descubriendo quién eres y, tal vez, quién no podrás ser nunca. Él se reconoce como una especie de fósil humano que se repite: «Cinco pedaladas más», aunque sólo logra dar dos. Su voluntad va disipándose metro a metro. Como hombre se siente un ser a la deriva. Como ciclista cree que no llega a la altura de un vulgar sprinter. No sabe qué le pasa. O sí lo sabe: necesita una bocanada de oxígeno, una sola. Cada vez más gente apiñada impidiendo prácticamente el tránsito de los coches. Eso aumenta su sensación de ahogo. Cartel de: Altitud 1.161 metros, y otro de «Tel-au-hameau». Más abajo, tras un espeso arbolado, la desviación a Chapeau des Baumes. De nuevo parece atravesar por un alarmante bajón en su ritmo, dentro de la lenta cadencia de pedaleo que muestra. Ha caído ya en la primera fase de esa otra trampa ante la que no hay escapatoria posible. Lo mismo que en su pedaleo pueden detectarse desde hace rato varios movimientos parásitos que le van frenando. Su mente está entrando en una dimensión peligrosa, incluso físicamente peligrosa. Movimientos parásitos. Mal de montaña. Sé que un verdadero flujo de pensamientos automáticos están parasitándose lentamente en su cerebro. «Voy a hacerlo», vendrá repitiéndose desde que se inició la ascensión, o quizá ya se lo decía en el tramo final del Galibier. Pero allí no pudo tirar todo el rato a bloque con el 21 y tuvo que poner el 23, lo que en circunstancias normales él no hubiese necesitado. Ese flujo de pensamiento llegaría gastado e inservible al pie del Alpe. Los pensamientos influyen en los sentimientos, y éstos en la actitud que toma un corredor, incluso más allá de sus fuerzas reales. Intenta darse autoconfianza y motivos para seguir, con la firme convicción de que puede hacerlo. En sus oídos suenan como un martilleo constante las frases de aliento que se le lanzan desde el coche. «Relájate.» «Dosifica el esfuerzo.» Eso pudo haberle servido hasta el Col du Télégraphe. A partir de ahí, estoy seguro de que habrá pensado lo mismo que yo: a pesar de los minutos de ventaja, para él estaba a punto de iniciarse la inevitable cuenta atrás. Nada de festival o exhibición, como sospecho que habrán estado repitiendo en España algunos medios de comunicación. Sé, y él lo habrá sabido todo el tiempo, que en el fondo estaba engañando a los hombres fuertes de la carrera. Como si con su fuga alocada y prematura pretendiese ya no ganar hoy, sino únicamente dejarse ver un rato. Ese corredor veterano y bravo, en apariencia muy lejos de irse como lo hizo en sus años dorados, galopando como poseso con el único objetivo de sumar minutos y más minutos, de dejar claro que aún existe. Entrañable. En cierta manera cayeron en la trampa. Mordieron el anzuelo, sobre todo, en el descenso de la Croix de Fer. Sin referencias de tiempo fue más fácil engañarles. No se han puesto nerviosos de verdad hasta ya bien entrados en esa especie de desierto sahariano-alpino que es el Galibier. Allí se produjo el fin del engaño. Cuando han visto que en Plan Lachat, y en medio de la incesante agonía de tantos y tantos kilómetros a 8 % de desnivel medio, aún les llevaba casi cinco minutos de ventaja, entonces sí apretaron. Ha sido una jugada calculada, un riesgo asumido por todas las partes implicadas. Jabato se ha desfondado entonces, no ahora, ésa es la gran verdad. Ahora atraviesa la fase definitivamente crítica de una situación de presión extrema que lo estrangula mentalmente. Es víctima del amargo desequilibrio que le produce tener conciencia de su capacidad real de reacción, de su firme creencia de que puede hacerlo, llegar solo y victorioso a la meta, y la feroz evidencia que viene por detrás. Su nivel de confianza y sus auténticas posibilidades competitivas han entrado en colisión. Ese «puedo hacerlo» repetido decenas, acaso cientos de veces mientras pedalea, habrá sufrido un proceso de macabra mutación interior, convirtiéndose en un nuevo generador de ansiedad, en otro más a añadir a la presión ambiental que le rodea, ya de por sí apabullante. «¿Y si no lo consigo? ¿Y si fallo precisamente ahora? ¿Merece la pena seguir?» Sé de levantadores de peso que fueron engañados deliberadamente respecto a la cantidad de kilos que levantaban. Tales halterófilos pudieron batir marcas bastante superiores a las que ellos habían alcanzado y que parecían ser su techo. Tras conocer el dato, fueron incapaces de repetir con éxito esas marcas. Y sé de ciclistas a los que les sucedió otro tanto, sobre todo en pruebas contrarreloj. Se les puso desarrollos más grandes. Algunos rebasaron con creces su nivel habitual de rendimiento. Pero no es éste el caso, por desgracia. A Jabato no puede engañársele, ni ocultársele nada. Es él quien, si puede, debe mentirse piadosamente con el único objetivo de no desfallecer ahora. De no hacerlo aún más.

Pese a que sigue habiendo árboles en diversas zonas de la carretera, ese arbolado no protege del sol, que va pegándole todo el rato en la cabeza. Engañarse, ésa es su única esperanza. Deberá imaginar de nuevo que está subiendo Palombera. Deberá repetirse que va mal, que va fatal, a qué engañarse tanto, pero que eso de ahí delante es Palombera increíblemente lleno de gente. Y si no ese puerto, cualquiera de esas otras montañas que ha subido tantas veces, las Estacas de Trueba, en Cantabria, pero ya en el límite de la provincia de Burgos. Y si no, Piedras Luengas, cerca de Palencia. Y si no, San Glorio, en León. Deberá abstraerse y pensar que tiene un día muy malo, que el suplicio acabará dentro de poco, pero que esa carretera ahora no es sino el tercer y definitivo obstáculo a superar de cualquiera de los tramos montañosos que tan a menudo eligió para entrenarse. Fuente Varas, Cruz de Urzano y Sierra Alcomba. O el collado de Hoz, Ozalba y Puentenansa. Lo que sea, pero debe continuar. Debería ser fuerte y convencerse de que esa multitud es todo Reinosa, todo Torrelavega y todo el valle Iguña reunido ahí para animarle, y que eso es el maldito y amado puerto de Palombera, y que una vez llegue arriba, el aire fresco del Saja le premiará como una bendición del cielo.

Hacia la curva 11, que aparece ahí a la izquierda, apenas a unos metros pero inalcanzable. Acaso tenga esa otra sensación propia de los estados paroxísticos de la fatiga: la de llevar algún miembro amputado. Serán sus piernas. ¿Dónde están? Es decir, ¿dónde están realmente? Las ve, y además las ve rotar monocordes y obedientes, pero no las siente. De nuevo se asusta y aparta la mirada de ahí. Como un chispazo cruzan por su cabeza los comentarios respecto a que personas con miembros amputados siguen notándolos durante mucho tiempo, a veces toda la vida. Cree que el puñetero Galibier le dejó cojo, manco y lisiado mental. Cree llevar toda su vida con esa sensación. Y no, es la primera vez que convive con ella. También, como antes le ocurrió en la parte final del Galibier, aunque en menor proporción que ahora, se ve estremecido por un formidable ruido de cigarras. Está rodeado, acechado por esos insectos verdosos y amarillentos de abdomen cóncavo que producen una característica estridencia. Esa estridencia le causa asfixia. El murmullo de las hojas de los árboles que agita el viento parece el mar cuando besa la orilla con tímidas caricias de espuma. Al poco cree que traga agua salada. Es sudor, Jabato, sólo sudor. La gente emite el sonido de las cigarras. Parterres de césped en las curvas, donde el público se amontona como puede. Lo digo en voz alta y trémula: «Va mal.» Silencio. Va cada vez peor, insisto. Sacude la cabeza. ¿Qué le pasa? No, no puede ser. Percibo en los oídos un pinchazo más agudo que molesto, y simultáneamente noto como si mi pulso hubiera cesado. No es el pulso lo que parece haberse detenido, sino él. Uno de los mecánicos exclama silabeando: «La madre de Dios.» Sólo eso.

¡Se para! ¡Jabato se para!

Vuelvo a cerrar los ojos para no verlo. Se oye un grito en el auto. Me ahogo. Cuento hasta tres. Uno, dos y tres. Me tiemblan las rodillas. Abro los ojos y le veo pedaleando de nuevo. Juraría que es cierto. Pregunto con un hilo de voz, sin atreverme a oír una respuesta: «¿Se ha parado?» Es tan densa mi angustia que no me entero de lo que me contestan, pero veo a un mecánico cubriéndose el rostro con las manos y abatido. «Casi», murmura, pero su compañero responde enérgicamente que no, que ha debido de pasarle algo con la bicicleta, algún problema. Decido mentalmente que el mecánico me engaña, como los franceses a Jabato en el último e interminable kilómetro del Galibier. Decido que ha dicho esto para que el golpe no sea tan duro. Miro al director-técnico. Su perfil de mármol, su tez súbitamente pálida, mordiéndose el labio inferior, consigue que dude de nuevo. Una gota transparente rueda por su sien derecha como muda sentencia. Pero se niega a llegar a la ceja, permanece suspendida. Igual que Jabato. Esto es peor que un mal sueño. Finalmente le oigo decir. «El cambio no le entraba.» Esto es como una mala borrachera de anís, pero con emociones de por medio. No lo aguantaré. Respiro hondo. Así, otra vez. Respirar.

Un rayo de esperanza. Sólo uno, quebrado, débil, moribundo. Por un momento vi que Jabato se detenía, y que acto seguido se apeaba torpemente y tambaleándose de su bicicleta. Pero eso no era real. No ha ocurrido. Es la primera vez en mi vida que tengo sensaciones de este tipo. Me deshincho como un globo. No sé si siento alegría. Vuelvo a temblar. Me aprieto por los codos para no hacerlo. Todo el cuerpo me escuece, pero vuelvo a sentir cierto alivio. ¿Qué me ocurre? Simplemente le he visto dejar de pedalear. Habrá sido una fracción de segundo. Ese gesto ha ido acompañado de otro, que hizo con su cabeza inclinándola aún más sobre el manillar, como si se diera definitivamente por vencido. No he podido seguir mirando. El resto lo he visualizado en el interior de la conciencia. El mecánico sí observó toda la operación y, una vez se ha calmado también él un poco, logra explicamos lo que pasa. Lo hace de manera lapidaria, como dicho en un código secreto que sólo ellos conocen aunque todos sepamos más o menos de qué va. Lo ha comentado, ahora sí, palideciendo un poco, como antes sucedió con el director-técnico. Bastan cuatro palabras, que dentro del coche suenan como ese veredicto de «culpable» que con ansiedad aguarda un acusado. Un veredicto de amargas consecuencias, a tenor del tono de resignación y pesadumbre con el que ha sido pronunciado. Cuatro palabras, una por cada persona de las que vamos en el auto. Cuatro palabras que acaso significan que terminan de esfumarse las pocas esperanzas secretas que aún nos quedaban. Son una forma de mostrar que todavía pretende luchar, pero también que, esta vez de verdad, acaba de rendirse:

—Ha metido el 25.

Creo que nos estamos desquiciando a causa de la tensión acumulada. Me cuesta comprender de qué hablan mis acompañantes. Como si lo hicieran en un idioma extranjero. ¿Qué es el 25?, me pregunto como un idiota. Pero la duda subsiste durante otro instante. ¿Qué significa esa cifra vacua, impar, carente de vida? De pronto caigo de la nube. Otra vez siento que algo se deshincha dentro de mí. Soy yo quien lo hace como un inmenso globo de vivos colores que, luego de perder su volumen emitiendo un ridículo sonido, provoca una reacción de tristeza inconsolable al niño que lo sostenía en su mano. He de ordenar pensamientos. Sí, Jabato acaba de meter el piñón más alto, ese que él prácticamente nunca usó. Ha dejado caer la cadena sobre esa corona de 25 dientes que con toda certeza le permitirá rodar más cómodamente un rato, pero que también volverá aún más lento su pedaleo. Tampoco el director-técnico dice ni una palabra. Sabe qué significa eso. Jabato, aparte de aquella vez en el Mortirolo, sólo utilizó dicha corona para subir a los Lagos de Covadonga en una etapa de la Vuelta a España en la que estaba enfermo, pero que debía intentar pasar como fuese. En esa ocasión, con casi cuarenta de fiebre, le dijo a los mecánicos: «Ponerme el 25 o no llego ni a la maldita Huesera.» Y ellos, aun viéndolo enfermo, se lo tomaban a guasa. Hubo que insistirles. Y también se lo hizo colocar en los muros belgas para una de esas clásicas de un día, pues sólo puede subirse con ese desarrollo tramos al 18 % y al 20 % y hasta el 22 % de desnivel, algunos de ellos con adoquinado y casi siempre llenos de barro, ya que las clásicas se corren en invierno. Por lo demás, me consta que para Jabato el techo de la exigencia física acaba siempre en el piñón de 23 dientes. «Con el 23 se sube todo, hasta las paredes», es la frase que más le he oído comentar a los corredores jóvenes. Y luego, para que éstos no se amedrenten ante alguna dificultad especialmente difícil: «Bueno, a veces podéis poner el plato de 39.» Pero entonces, poniéndose muy serio, remachaba: «Aunque la verdad es que con eso se suben hasta paredes al revés», y se reía. Muchos corredores sólo logran subir estos puertos del Tour con un 24 y 25 y hasta un 26 dientes. Pero como un latigazo cortando el poco aire que nos queda me viene a la mente una imagen concreta. Le recuerdo esta misma mañana, antes de partir, dándole vueltas al tema de los desarrollos y decidiéndose al fin por esa corona de más. Ahora lo entiendo. Sabía que era muy posible que terminase usándola. En sus cálculos eso iba a depender más de lo que pudieran hacer los otros que de cómo tirase él mismo. Y los de atrás han tirado, supongo, como él preveía. Quizá lo han hecho con retraso, pero cuando se han puesto a ello, entonces ha sido a morir. También debe de saber que ninguno de esos hombres que vienen por detrás está moviendo un desarrollo así, aunque en su piñón lleven una corona de 24 o 25. Al chico francés se le ve dar más pedaladas que a los otros, es posible que use hasta un 24, y así también un plato de menos dentado que los otros. Quizá a esa circunstancia se hayan debido sus dos ataques en el Galibier y aquí, en el Alpe. Se toma un respiro y luego logra pedalear muy rápido. Como lleva un piñón alto mueve poco desarrollo. Consigue sacarles unos metros, pero al rato, por la propia y limitada cadencia de pedaleo, vuelve a ser absorbido. Ahora parece haber encontrado su ritmo, de momento da la sensación de que les aguanta. El holandés y el líder son otra cosa. Ésos deben mover un 23, pero lo hacen con armonía, sacándole el máximo partido a su desmultiplicación. En algunos momentos, quizá en los virajes, es posible que utilicen el 21.

Miramos de nuevo la pantalla. Ahí se les ve a ambos, que han alcanzado y puesto a rueda al francés, un poco para decepción de los locutores del Tour. Delante va el líder, erguido el busto y de fuerte constitución atlética, encarando cada curva con la mirada y sin perder la homogeneidad y eficacia en su pedaleo. De vez en cuando se gira para certificar que el belga ha quedado lo suficientemente descolgado. Tampoco se le ve apretar, ni apenas alzarse de la bicicleta. Simplemente va al mayor ritmo que puede, pero sin arriesgar un sobreesfuerzo. Sabe que aquí ese tipo de gestos puede acabar pagándose a un alto precio. Detrás suyo, a modo de escudero, la delgada silueta del rubio holandés, piernas como alambres con unos pocos músculos bien puestos, brazos enormes sobre el manillar, como si fuese un pulpo, lo que le permite pedalear en suspensión, con una especie de elasticidad musical que da la impresión de que para ese hombre subir es lo más fácil del mundo. Parece que ahora el francés va con la lengua fuera. Casi no puede seguir manteniendo contacto con el dúo de delante. Hace la goma. Se retrasa unos metros, pero vuelve a poner su rueda pegada a los otros. Sólo el pundonor le hace ir ahí, con los mejores. Oigo que ese chaval va tocado. También lo dijeron en Plan Lachat y al iniciar la ascensión al Alpe. Veremos.

El pedaleo de Jabato se ha agilizado. Eso aparenta, al menos ahora. Quizá con ese 25, si lo logra mover de forma constante y rápida, aún sea posible conservar la ventaja. Es decir, perderla en menor proporción.

Curva 10, a la derecha. La televisión francesa nos lo muestra de frente, abierto el maillot hasta la mitad del torso, como implorando un aire que no encuentra. Persiste en su huida hacia arriba. Ahora quizá huya de ese alquitrán que se funde al sol bajo la bicicleta. Lleva el semblante pálido y se percibe un punto de luz neutra en su mirada.

Otro parterre lleno de cabecitas, de brazos y piernas, de gorros, de cámaras fotográficas. Altitud: 1.245 metros. Rocas talladas a modo de mojones en las cunetas. La gente aprovecha lo que sea para elevarse un poco y ver mejor. Aquí gritan todos. Mi alteración es enorme. No controlo ni las manos. Debo calmarme.

¿Qué le está pasando a Jabato?, es la pregunta que vengo haciéndome una y otra vez desde que le vi flojear en la interminable paliza del Galibier. Creo saber perfectamente qué ocurre en su cuerpo, pero ese conocimiento no deja de estar fundamentado sobre una base estrictamente teórica. Nunca me he enfrentado cara a cara y en una lucha a muerte con el auténtico sufrimiento, como él. El dolor es suyo. Conozco sus motivos, sus efectos, cuantas circunstancias lo rodean, pero no su sentido último. No su esencia. Viéndole sufrir, la gente, estas decenas de miles de cuerpos apelmazados, se limitará a pensar: «He ahí un cuerpo que sufre.» Mi visión es otra, pues en ese aspecto mi conocimiento sobre su cuerpo es casi estroboscópico, como la mirada de los insectos sobre las cosas. Más que ojos, tengo aparatos que registran sensaciones. Sé que hace ya demasiado rato que su cuerpo trabaja en un nivel de intensidad que no le permite obtener energía de los procesos de oxigenación que ininterrumpidamente están produciéndose dentro suyo. Más que nunca, ahora mismo su cuerpo es un campo de batalla donde es enorme la producción de ácido láctico en la sangre, lo que le está obligando a encajar como puede los violentos cambios que se producen en su circulación, en su respiración. Su deuda de oxígeno roza hace ya demasiado rato una frontera preocupante. Ha forzado exageradamente la máquina de su organismo, como un motor al que se obligase a funcionar largo tiempo con una marcha reducida. Eso afecta a su sistema cardiorrespiratorio, que no ha tenido tiempo de adaptarse a la nueva situación, y por tal causa la absorción de oxígeno se produce más lentamente. Forzando de modo tan constante y brutal su trabajo aeróbico, lo que ha conseguido es que se reduzca el aporte de oxígeno a ciertos tejidos. Las necesidades de oxígeno, por otra parte, superan de largo a las de absorción. Es ahí donde ha empezado a fallar su estructura cardiopulmonar. Todo ello se traduce en una sola cosa: dolor.

No obstante, la gente ve a un ciclista pasándolo mal, encorvado y a golpe de riñón, poco más. En términos mucho más reales, no creo posible una reacción positiva dentro de este proceso de deterioro: carece de posibilidades de recuperación. El problema es mantenerse como va. Hace ya otra pequeña y mortificante eternidad que dejó atrás el último viraje, y la curva 9 parece no llegar nunca pese a que puede verse allá, a lo lejos y a la vez junto a nosotros, lamiendo la parte delantera del auto. Tiempo y espacio se han convertido ya definitivamente en nuestros mortales enemigos, pero aquí lo que cuenta es lo que él está viendo y sintiendo. Porque pensar, en el sentido en que se concibe la función del pensamiento, es muy posible que no piense nada. Sus pensamientos estarán compuestos de un magma doloroso. Como una permanente y opaca molestia en las muelas que le oprime desde la frente hasta el cogote. Como un puño de hierro que apretase el cráneo amenazando estrujarlo igual que podría hacerse con una ciruela. Me pregunto qué ve, qué siente. Ésa es la clave. La batalla va delimitándose. Es ya la del hombre contra sus propios fantasmas que salen de su cuerpo como animales sobresaltados en su letargo. Ante situaciones como ésta, incluso a mí, que vivo profesionalmente de ellas, se me antojan vanos cuantos métodos y experiencias científicas se han puesto en práctica con los deportistas de élite: ayudas ergogénicas biomecánicas, técnicas de biofeedback, hipnosis y autoprogramación, sensores conectados a diversas partes del cuerpo, sistemas informáticos al servicio de quienes intentamos mejorar el rendimiento de esos atletas, espectroscopia por resonancia magnética, con la fascinante posibilidad de visualizar interiormente un músculo durante el esfuerzo para lograr conseguir así que el deportista controle el pensamiento y las emociones ante el esfuerzo. Nada de eso sirve ahora. Su dolor es puro, está integrado en él como una parte más de su organismo, y no se me puede olvidar que en cierta ocasión Jabato me aseguró que llevaba la bicicleta igual que hacía con las orejas, no tanto por inercia y costumbre, sino porque la sentía como una parte más de sí mismo, como una extremidad más. Su pensamiento es lineal, neutro. Sus emociones no existen. Hay algo de vegetal en él, eso creo. Me pongo en su piel, en esa especie de juego mental diabólico que a pesar de todo puede aliviarme, y llego a suponer que Jabato ve que esa siguiente curva, en lugar de aproximarse, lo que debiera suceder normalmente según las leyes de la física, se aleja sin remedio, por ello evito mirar hacia arriba, porque sé que pedalea a punto de convencerse de que la carretera está embrujada. La misma sensación de aquel fatídico último kilómetro del Galibier, pero más intensa. El primer síntoma pudo ser precisamente ese último kilómetro. Las distancias se dilataron, el tiempo se volvió redondo, obtuso, lento. Pareció amenazarle con detenerse en seco. Distingue de vez en cuando una línea blanca en el centro de la carretera. La mira, le habla interiormente: «Línea mía, voy a seguirte.» Procura no salirse de ella, pero sé que acaba sintiendo que esa línea va a tragárselo, que esa línea está pintada ahí una vez más para engañarlo, y que lo sacará de la trayectoria correcta. Jabato no fue nunca un paranoico. Ni siquiera cuando lo persiguieron sus enemigos, los peores, los que no pedalean, los que propagan rumores, los que murmuran maledicencias, los que redactan biliosos e hirientes artículos, los de la palmada en la espalda y la sonrisa amplia en la recepción o el acto público, gestos que convertirán en comentario-dardo ponzoñoso en cuanto se dé la vuelta. Nunca los que pedalean y sufren como él, pues ésos al final acaban siendo como hermanos. Pero ahora cree que la línea blanca y partida del centro de la calzada es el verdadero enemigo. Entonces busca instintivamente la cercanía de esas otras líneas, también pintadas de blanco, en la parte derecha de la ruta y que indican el sitio a partir del cual se abre un pequeño arcén. Aunque ahí, desde su mirada gaseosa y aturdida, sólo ve pies, piernas, y hasta ruedas de bicicletas, bolsas y prendas de ropa, pero sobre todo pies. Así de absurdo es su mundo móvil y de percepciones: sólo ahí, en apenas quince kilómetros, y dado que casi todo el rato va con la vista clavada en el suelo, más que ver, intuirá cerca de un millón de sandalias y zapatillas. Y la línea blanca fragmentada aparecerá y desaparecerá según el pasillo humano se estreche más o menos. Ve ahí enfrente, donde debiera estar la nueva curva que nunca llega, algo nebuloso e indefinido, algo que al mirar, incluso entornando los párpados, le parece el sorprendente reclamo de una tenue luz violeta. Tampoco puede fijar su vista en ella, porque de inmediato siente una punzada en la pupila. Ella, la luz violeta, a fin de cuentas su propia cordura y su control de la situación, empieza a ser inaccesible. «¿Qué me pasa?», se preguntará con angustia cada tres o cuatro pedaladas. Ésa es la diferencia con el Jabato que volaba hacia lo alto de la Croix de Fer y que pugnaba denodadamente contra las hipnotizantes rampas del Galibier. Antes pedaleaba más o menos fuerte, pero pedaleaba olvidándose de todo. Ahora, en cambio, sólo piensa en cada una de sus pedaladas. Su mundo está hecho de pequeñas eternidades que conforman determinado número de pedaladas. Diez más. Y luego, cinco más. Eso es lo único que da sentido a su esfuerzo. Empieza a no desear que llegue la meta. Se conforma con ser capaz de dar diez pedaladas más con determinada cadencia. Su resistencia física, hasta ahora amparada en su armadura moral, es como uno de esos imperios de la Antigüedad que, a punto de derrumbarse y desaparecer, aún mantenían sus costumbres y su lógica interna. Bien fuese por una invasión del exterior, bien a causa de su propia degradación, parecía que nada había cambiado en ellos, y brillaban en todo su aparente esplendor y grandeza cuando en apenas unas horas se consumaría su ruina. Sé que Jabato ya no intenta el diálogo con la montaña sino que, inequívoco síntoma de debilidad y miedo, se obsesiona con sus propias dificultades. Le duele todo el cuerpo, y por tanto se dedica a analizar sobre la marcha todos y cada uno de esos dolores. Oye su propia voz en la cabeza a modo de eco. «¿Qué me pasa?» Sólo sabe que a lo mejor sí, resulta que avanza lentamente, incluso más de lo que él mismo cree. Las caras que va viendo, los gritos que va oyendo, esas pintadas del suelo con nombres de ciclistas, todo suena en su mente como cristales rotos. Una vajilla entera, una cristalería se le cae de las manos sin que pueda evitarlo. Y el agudo estruendo de miles de cristales se le incrusta en los oídos. Ahí se le queda. Pedalea ya con cristales clavados en los tímpanos. Luego eso se transmite a las venas. Desde la curva 16 intenta convencerse de que no es real el zumbido que oyó. Pero lo es. Más y más caras. No son las mismas caras, ni los mismos gritos en el mismo idioma, ni las mismas pintadas. Todas se parecen. Siente tantas cosas, tan distintas y todas tan desagradables, que le es imposible centrarse en una sola de ellas. Intenta recordar el rostro de su mujer. No puede. Se difumina. Intenta recordarla de joven, cuando iba a buscarla todos los días a lo alto de Silió. Algo en su cerebro, repite «Silió». Y probablemente duda si una palabra remite a una persona, un sitio o una cosa. Él mismo se siente cosa. No quiere que le echen agua por encima, aunque sabe que lo necesita, que se ha secado como barro al sol y que todo el agua del mundo no bastaría para humedecerle, devolverle un poco de vitalidad. Pero se conoce y teme que el contacto del agua le bloquee las piernas. Piensa que negará con la cabeza cuando le vayan a ofrecer agua, pero no consigue hacerlo, o al menos no acierta a coordinar su pensamiento. Se dice: «Moveré la cabeza», aunque luego no logra efectuar ese movimiento. Lo consigue pocas veces, y otras el deseo se queda en simple pensamiento. Así que le duchan ininterrumpidamente. ¿Es cierto? No lo sabe. Le asustan las banderas y las pancartas. Teme enredarse en alguna de ellas. Le dificultan todavía más la visión. Le asusta la gente. Le asusta una carretera tan empinada. Empieza a asustarle, lo sé, hasta el tubo horizontal del cuadro de su bicicleta. Es ése un miedo físico, directamente derivado del conocimiento del dolor.

El sudor, una cortina escociéndole en los ojos, va renovándose a cada pocos metros. Sacude el rostro para quitárselo de encima, porque ya no confía en mantener la trayectoria de la bicicleta si suelta una mano del manillar para pasársela por los ojos. Y encima, el agua. Siente que le echan cubos y más cubos. Ésa es una percepción falsa. Sólo ve botellas de plástico junto a su rostro, pero no se las echan casi nunca. El agua suena en su cabeza. Le empaña la visión. Nunca le gustó que le echasen agua y ahora pedalea bajo una cascada. Ha de cerrar herméticamente la boca para no atragantarse. Entre pedalada y pedalada quizá se haga la pregunta de a cuándo se remonta su manía por que no le echen agua encima. Debe de venirle de muy joven. Pero no recuerda su juventud. Tampoco eso. Sólo ve un par de metros de asfalto, y pies. Nota más gotas en el rostro. Los aficionados deben preguntar al corredor si quiere agua o no, respetar su decisión. Se ve a sí mismo soltando verdaderos guantazos a ciertas personas empeñadas en mojarle a toda costa. A veces pegó a diestro y siniestro ante la simple posibilidad de que acabasen echándole agua. Por si acaso. Pero eso ocurría cuando tenía fuerzas para soltar una mano del manillar. Hoy no. Incluso así, aferrado a su manillar instintiva, fanáticamente, como un moribundo a la sonda que aún le une a la vida, ha inclinado la bicicleta para trazar la curva 9.

Algo debe de haber ocurrido con él, pensará, porque la curva queda atrás y se dispone a ir a por otra, ya no tiene ni idea de cuál. El estómago le da vueltas. Está envenenado, eso imagina. El desayuno, quizá la cena de anoche. Cualquier alimento tuvo que sentarle mal. Pero ¿por qué no ha sentido los síntomas de la intoxicación hasta ahora, pese al esfuerzo realizado en los anteriores cols? Supone que los franceses, cuando envenenan, lo hacen así, con disimulo, con astucia, con arte. Y sin embargo, también lo supone, debe de hallarse muy cerca de la meta. No está lo suficientemente envenenado. Ha perdido el sentido de la orientación. ¿Qué curva acaba de superar? ¿Qué es una curva? Se siente incapaz de razonar, de contar. Sólo pedalea. Estuvo contando esas curvas interiormente durante tanto tiempo que ahora se ha extraviado en el propio cenagal de sus pensamientos. Las matemáticas al 12 % de desnivel le ahogan, le matan, embotan su mente. Cuenta pedaladas. Y nunca en cifras que excedan el número cuatro. Va de dos en dos pedaladas. De cuatro en cuatro como máximo. Ésos son sus límites. Luego se pierde en un laberinto de dolores y amenazas. Si le dijeran que le falta rebasar sólo la última curva, pensaría: «Es posible.» Y si acto seguido le dijeran que no, que eso era un error y que en realidad aún no había empezado a subir el Alpe, con lo que pronto aparecería ante sus ojos el cartel anunciando la curva 21, pensaría también: «Es posible.»

Lo es, Jabato, todo te parece posible en este delirio hecho pedaladas en que se ha convertido tu vida. Pero vas avanzando, aunque te parezca mentira, aunque las fieras te pisen los talones. Aunque los cazadores te huelan ya como el felino, no verdugo sino fiel a sí mismo, detecta a su presa en la selva, incluso sin verla, sobre todo sin verla. No serás muy consciente de ello, mejor así. Te es imposible razonar de modo normal, y por eso lo sientes en la piel. No te hace falta mirar para atrás. Sólo verías gente, y coches, y motos. Y quizá a nosotros, con la cara de bobos acojonados que debemos de llevar. No verías quizá eso que tanto temes, pero seguirías sintiendo su cercanía ahí mismo, como brisa letal, sobre los brazos, en los músculos que de pronto te parecen fláccidos y abrasados por el sol, en el vientre que te da vueltas, que se te encoge, en los huesos, en la carne.

Como la secuela inconsistente de una alucinación más, como un fleco deshilachado de la misma, creo haber visto la curva número 9, que quedó atrás. Se acerca demasiado a los coches aparcados a ambos lados de la carretera, en los escasos tramos en los que no hay tanta gente. Parece que vaya a topar con cualquiera de esas carrocerías estáticas y expuestas al sol desde primeras horas de la mañana. Creo que prefiere más bien ir cerca de los autos que del público. Si es de tal modo, para grata sorpresa mía deberé reconocer que me extraña que aún logre razonar de ese modo: la gente se mueve, los autos no.

Le observo y pienso que es esperanzador verle pedalear ya no con fuerzas, pero sí con ganas, aunque sea a trompicones y dando bandazos. Las contadas ocasiones en que se vino abajo de modo casi fulminante, su desfallecimiento se debió a algo concreto. Tampoco disputaba una etapa para ganarla. Lo de hoy, igual que esos guisos que tardan horas para hacerse por lo general a fuego lento, viene cociéndose desde hace mucho rato. En un deporte como el boxeo, por ejemplo, los responsables de una persona en estado de evidente debilidad, mermada en sus condiciones ya no sólo motrices, sino también psíquicas, arrojarían sin dudarlo la toalla sobre el ring, incluso para evitarle males mayores, quién sabe si una tragedia. Aquí, en ciclismo y a estos niveles, la cosa es más difícil. Una decisión así depende casi exclusivamente del corredor. Pero ¿qué ocurre cuando ese corredor trabaja ya bordeando el más irreversible desfallecimiento? Entonces sólo cabe creer en que él, de algún modo, sabrá regular esas últimas y precarias energías que le restan. A fin de cuentas es de su salud de lo que se trata. O cruzar los dedos, quien sea supersticioso. O rezar, quien tenga fe. Llevo viéndolo así desde el primer repechón de la subida, pero hace un rato, cuando me pareció que Jabato iba a detenerse, creí que todo a mi alrededor también se paraba. Por una parte lo hubiese preferido, pues sé mejor que nadie que con la salud no se juega. Al cuerpo hay que exigirle, pero cuando eso es posible. Siento lo que miles de aficionados que ahora presencian su mudo calvario, lo mismo que millones de espectadores a los que se les están atragantando las imágenes que ven en sus televisores. Unos pensarán: «Cuánto debe de costar subir esa montaña, menudo esfuerzo.» Se equivocan, eso ya no es simple esfuerzo. Otros, más acostumbrados a ver y evaluar el esfuerzo de los ciclistas, pensarán: «Lleva una pájara de impresión.» También se equivocan. Lo de Jabato no es una pájara, sigo convencido de ello. De ser así imagino que la intensidad de su pedaleo habría decrecido aún más y en cuestión de breves minutos, él mismo, dándose cuenta de su estado, decidiría levantar pie. No lo hace y sigue apretando cuanto puede. ¿Por qué? Ni en los Tours a los que he asistido, ni tampoco en los que de chaval y de joven podía ver en la televisión, recuerdo un desfallecimiento tan peculiar, de evolución tan lenta y, temo, de efectos tan irreversibles, pese a que todavía no se hayan evidenciado suficientemente del todo para el gran público. Recuerdo grandes desfallecimientos, pero nunca como éste, y si me atrevo a pensar en esos términos pesimistas es porque conozco el modo de rodar de Jabato, su manera de pasarlo mal en montaña.

Por supuesto que hemos visto, aunque sea en imágenes de televisión, desfallecimientos en toda regla, consumados. Por más que luche para apartarlo de mi mente no dejo de pensar en el de Simpson en el Mont Ventoux. Algo tendrá esa montaña, calcárea como el Mont Faron, cadavérica como el Aubisque, lunar como el Galibier, para que Malléjac, que fue segundo en el podio de París tras Bobet en el Tour de 1953, dijera una frase célebre: «He creído morir en el Ventoux.» Una década más tarde eso fue lo que hizo Simpson, y su muerte sería filmada por las cámaras de la televisión francesa, seguida por millones de espectadores hasta los más escabrosos detalles. El ciclismo es realmente muy duro y ésa es la prueba, dijeron unos. Lo más duro, fue la apostilla de otros ante la inesperada tragedia de Simpson. Y los más fruncieron el ceño comentando, entre consternados y críticos, la proclividad de aquel corredor inglés a las drogas. Malléjac acertaba al hablar, sencilla y escuetamente, de morir. Algo tan lógico, tan humano como morir. Sé que algunos corredores, en ciertos momentos especialmente duros, y pese a que siguen pedaleando, fuerzan tanto la máquina de su propio cuerpo que aun fugazmente les pasa por la cabeza esa posibilidad, horrible como la idea de la nada, amarga como la idea de que se vive y de que viviendo se envejece de modo inevitable. Esa posibilidad dura y silenciosa como el pedernal, plateada y estéril como la luna, fría e irrevocable como el hielo, que tiene un solo nombre: morir.

Produce congoja la sensación de que cada vez la cuesta es más dura, verle como si pedalease sobre fango o sobre asfalto aún no endurecido. Desde unas curvas más abajo llega otra lógica: la propia ley de la vida. Tres tiran más que dos, dos más que uno, salvo casos muy especiales e irrepetibles. Las fieras, eso lo supongo y sobre todo lo deseo, también vienen rozando su propio límite. Quizá la fiera francesa ha entrado también en esa huerta de cosechas podridas que es el esfuerzo aeróbico sostenido en demasía. Acaso otro tanto suceda con la fiera holandesa, a la que las imágenes muestran como un junco orgulloso pero vagamente maltrecho. Le delata el rictus de su boca. En cuanto a la fiera italiana, no sé qué pensar. Menos mal que ya no mira hacia atrás buscando de certificar lo único que debe de estimularle en estos momentos: que la fiera belga ha decidido volver a su nivel aeróbico, quizá porque pensó que tiene mujer, hijos, veintiséis años y un brillante futuro por delante como profesional.

Temo, principalmente, las ruinas, la polvareda que debe de estar viendo Jabato en su nebulosa de dolor, prolongada, siempre en aumento. Se habrá alterado por completo todo su sistema de termorregulación. Ahora no lucha con su temperatura corporal, sino contra un horno que alimenta sin cesar el aumento de la frecuencia cardíaca y el gasto que de ahí se desprende. Posiblemente sufre levísimos conatos de arritmia. Quizá piense: «Llevo el corazón loco.» Y, en efecto, su corazón está loco, aún más que él mismo, puesto que ese órgano se ha vuelto autónomo dentro suyo. Pero no será plenamente consciente de ello. La hiperactividad de su estructura bronquial le crea indecibles dificultades respiratorias. Debe de sucederle así desde Bonnenuit, a mitad del Galibier. Pero, anclado en su nebulosa, pensará: «Voy peor que nunca en mi vida. Todavía no entiendo cómo soy capaz de aguantar tanto. Creo que voy a dejarlo.» Y sin embargo no ceja en su lucha porque también él huele la meta, como las fieras huelen la suya: él.

Curva 8, a la izquierda. Un hombre le ofrece su esponja empapada. Él no mueve la cabeza. Le echa agua por encima. Sigue inmóvil. Si no fuese porque pedalea, podría decirse que está helado. Jabato acaba de dar una velocidad media de ascensión, por lo menos en lo que lleva hasta aquí, de 16,424 kilómetros por hora. En realidad vuela, si se observa el muro por el que sube. Incluso estará haciéndolo bastante más rápido que los corredores que vengan poco después de sus inmediatos perseguidores. Debe de haber puesto el 23 de nuevo, eso creo, pues de lo contrario su velocidad no sería ésa. Con un 25 podría avanzar a 13 o 14 por hora, dudo que más. Pero también es cierto que usar ese plato de 42 dientes le ayudará en su ritmo. Vuelvo a aferrarme al clavo ardiendo: quienes suban con el 40 X 21 avanzarán a un promedio de 4,07 metros cada pedalada. Si él mueve un 42 X 23, que es lo que debe de estar haciendo, avanzará 3,90 metros por pedalada. No es una diferencia sustancial. La clave reside en la cadencia de pedaleo que logren imprimir unos y otros. También es posible que alguno de los perseguidores lleve un 39 de plato, o que él mismo alterne esa corona que lleva ahora con el 25. Igual a ratos se atreve incluso con el 21, quizá en alguna curva si se ve con fuerzas para ello, pero entonces es seguro que los otros colocarán el 19 dientes. Ésta es una batalla segundo a segundo, metro a metro, palmo a palmo. En realidad, y aunque en principio pudiera no parecerlo, es así desde la Croix de Fer. Ahora, simplemente, se ha recrudecido la lucha, se ha vuelto evidente. Y ahí, en la pantalla, aparece la prueba. Tragamos saliva. Nadie está sereno como para hacer un cálculo. Esto sigue perteneciendo a un álgebra diabólica. Es una aritmética del desgaste: las fieras vienen a 18,825 kilómetros por hora de promedio. De nuevo la tecnología de Hewlett-Packard, malhadadamente ayudada por Swiss-Timming, corroboran el goteo, ahora hasta de centésimas de segundo, que progresivamente pierde respecto a sus enemigos. Pero todos han bajado el ritmo, y eso nos da ilusión.

Si pudiera ver sus ojos, con toda seguridad me enfrentaría a ese accidente fisiológico que se denomina dilatación pupilar. Sus ojos enrojecidos de venas y sudor serán como los de un búho que mira hacia el suelo en la noche del bosque, sencillamente porque tiene hambre. Eso le hace ver. Ver más. Jabato quiere hacer lo mismo, ir más allá del par de metros escasos a partir del que todo se nubla, se oscurece, aunque esa visión sea invadida por una extraña claridad.

Por un raro proceso mimético que no deja de ser ajeno a mis gestos, he oído una voz, mi propia voz, rogándole al director-técnico que aproxime un poco el auto a donde está él. Mucho no se puede, pero aprovechando un tramo en el que el coche de los responsables de la organización circulaba muy cerca suyo para indicarle algo, me he visto sacando la cabeza y medio tronco por la ventanilla para gritarle. Lo he hecho, llevaba rato pensándolo pero sin atreverme, y por fin me he decidido. Los mecánicos aún me miran, sorprendidos. Yo mismo me he sobresaltado al oírme. Grité con todas mis fuerzas ayudándome de ambas manos para lograr que le llegara ese mensaje. He ahí el mal de montaña: acabo de hacer ese gesto, pero me parece que hace ya mucho tiempo que sucedió. Poco antes de decírselo iba pensando que le gritaría: «De acuerdo, antes te mentí con el pensamiento. Esta maldita pared no es Palombera.» Pensé decirle que esta ascensión es un obstáculo que, antes que él, subieron otros muchos campeones sufriendo como perros cosidos a pedradas o a mordiscos. Que incluso él la subió varias veces, y a más velocidad de lo que está haciéndolo hoy. Con su 23 o su 21, con prisas pero sin excesivos agobios. Pensé lo mismo en varios momentos de la etapa de hoy. Es otro pensamiento recurrente, pero que para mí equivale a la bocanada de oxígeno que Jabato no logra obtener. Sin esa reflexión me asfixio. Pensé: le dirás que imagine que esta pared no es lo que es, que en verdad todo se reduce a un mal sueño, que está pasando Fraguas y que si se espabila aún llegará a tiempo de comer un arroz con leche y canela, o que está subiendo la cuesta de Cieza, o Peña Cabarga, con aquellos brutales últimos kilómetros que amenazan con tirarte del sillín y dejarte de bruces en el suelo, la de Santa Marina, con la moza esperándole en la primera fuente. Todas ellas subidas cortas pero frenéticas, terminales. Da lo mismo. No se hubiese enterado de lo que decía, estoy seguro. A pesar de todo, me he visto y oído a mí mismo gritándole:

—¡Como enredando, como tomándoselo a risa!

Exactamente lo que, según Jabato, le decía Guillermo, el ciclista de Silió de quien tantas cosas pudo aprender cuando había que afrontar puertos especialmente duros. Si se iba a los Lagos o se subía el Escudo, Guillermo, siempre que no se tratase de una competición, le recordaba que esas rampas era conveniente subirlas como enredando, «como quien no quiere la cosa». Casi sin mirar hacia arriba para no asustarse. Y cuanto más empinada fuera esa subida, más a risa había que tomarla.

Mi sorpresa se produce cuando uno de los mecánicos, sin perder la expresión de extrañeza que se le quedó al oír esas palabras, vocifera excitado detrás de mi oreja: «¡Lo ha oído, ha oído eso!» No me fijé porque, instantes después de gritárselo, ya tenía la mirada sobre la pequeña pantalla, viendo el pedaleo del trío perseguidor, que no parece haber cambiado lo más mínimo: es lento pero demoledor. Aparentemente cansino, pero eficaz. Ésos van como si nada, pero llevan los dientes apretados. Están devorando el reloj y la carretera, así, como quien no quiere la cosa. Me dicen, pues, y debo creerlo, que por un momento Jabato giró la cara, como desconcertado y mirando hacia nuestro auto, de donde había venido esa voz conocida, esa frase entrañable que probablemente hacía años que no oía. Lo cual significa que aún es capaz de reaccionar. No está todo perdido. El mecánico que vio ese gesto de curiosidad, y en cualquier caso de búsqueda, dice también que está seguro de haber observado una sonrisa en el rostro de Jabato. ¿Será posible? «Como tomándoselo a risa.» Los mecánicos discuten, me preguntan, pero ahora no estoy para explicaciones. El director-técnico sí conoce el significado y la procedencia de la frase. Me mira de soslayo, con ansiedad, y sus manos se agarran al volante. Vamos casi parados, y el claxon suena con tanta frecuencia que ya parece formar parte de nuestros pensamientos. Tal vez Jabato haya pensado que ya querría ver aquí a Guillermo tronchándose de risa, a carcajada limpia mientras se abre camino por un pasillo humano de cientos de miles de personas, sin fuerzas, y quizá a quince kilómetros por hora o menos, como un cicloturista cualquiera. A un paso de la gloria por delante, a un paso del desastre por detrás. Ya querría verlo yo también. Es posible que Jabato ahora ni siquiera pueda recordar con nitidez el rostro de Guillermo quien, en estos momentos, como si lo viese, junto a José Luis y Milagros, los amigos de siempre, estará demudado y casi conteniendo la respiración en su casa de Silió, sudando como si fuese él quien sufre, mientras Conchi, su mujer, se muerde los nudillos de las manos y dice lo que quizá están diciendo muchos espectadores: «No quiero verlo.»

Las cámaras de Antenne-2 son implacables: vemos a las fieras renovar el brío de su pedaleo, y la moto de la organización que pasa junto al coche rojo del director de carrera, pizarra en mano. Han comentado algo entre ellos, y lo han hecho dando muestras de un invisible nerviosismo. Temo lo que eso significa: que las distancias con los de atrás están recortándose, ahora ya de modo alarmante. Esa agitación de los organizadores no tiene otra traducción posible: «Ésos ya están casi ahí, y el tapón de gente nos va a pillar a todos.» En efecto, el público impide el tránsito y las referencias de tiempo no son válidas si esa operación no se realiza muy rápido. Aquí quién más quién menos va atascado y con los nervios a flor de piel, la parte inicial de la caravana. Motos, coches, nosotros, los que nos siguen. Todos, según parece a tenor de las imágenes, menos esos tres de ahí detrás. Los aplausos de la multitud arrecian. Salen de ambos lados de la carretera y van a estrellarse contra Jabato como ráfagas de viento, haciendo que se tambalee. Posiblemente está alcanzando un grado de debilidad tal que se siente frenado hasta por el sonido que proviene de la masa. Todos, incluidos los holandeses y sobre todo el público francés, parecen agradecerle su esfuerzo. Habría que remontarse en el tiempo a muchos Tours para recordar una entrega tan intensa por parte de un corredor, y también del público que le anima. Para mí, que le conozco a fondo y procuro ayudarle desde que empezó en el ciclismo, ya no se trata de simple entrega, sino de riesgo. Sólo en dos ocasiones le he visto arriesgar tanto. Una fue en el descenso del puerto de Cotos, donde Jabato se jugaba sus posibilidades de victoria final en una Vuelta a España. Otra es ésta. Bajando Cotos a más de 85 kilómetros por hora y unas condiciones climatológicas adversas, con una lluvia de mil demonios a ratos, arriesgó su integridad física con una caída. Hoy, al margen de su temerario descenso de la Croix de Fer, lo hace intentando ir más allá de la frontera de su propia resistencia.

Pocos metros para la siguiente curva, y ésta va a ser muy especial por varios motivos. Se dispone a alcanzar uno de los puntos ciegos que más daño pueden causarle, y no precisamente por los desniveles, sino porque la montaña le reserva una sorpresa descorazonadora y a la vez formidable, depende de cómo vaya de piernas y de cabeza. Va a ser la tercera dentellada del Alpe. La primera fue en la rampa inicial cuando, sepultado literalmente entre el clamor de la masa, notó un latigazo de dolor en las piernas. Fue dolor físico. Vio la rampa, y acaso también pudo oír la voz cavernosa e hiriente de la montaña que le daba así su amenazante bienvenida. «Mira lo que te espera, insolente, y esto son sólo los cien primeros metros.» La segunda dentellada fue invisible: los puntos ciegos que él, ciego a su vez para razonar como normalmente haría en cualquier otra carrera, iba sintiendo pero no podía ver. ¿Cómo es posible que si esto sube y sube todo el rato de un modo regular, de repente el dolor sea más intenso y casi no pueda avanzar?, pensaría. La tercera dentellada la sufrirá en breve, lo sé, pero aún pedalea confiado, sin recordar que esa nueva trampa está aguardándole. Nunca mejor dicho: esperándole a la vuelta de la esquina.

El tiempo, y nosotros con él, parece haberse detenido nuevamente. En una serie de percepciones propias de un estado de gran agitación nerviosa, casi pequeñas alucinaciones o curiosos espejismos que van sucediéndose ante nosotros, he creído ver cierta pintada en uno de los muros de piedra. Quizá también él la haya visto. Entre la cantidad ingente de palabras y onomatopeyas escritas en varios idiomas, de pronto ha aparecido ahí, en la piedra, visible entre la gente, bien alta, porque deben de haber utilizado una escalera y una brocha grande para pintarla: «Animo.» Algunos españoles lo pintarían, a saber si hace varios Tours o ayer mismo. De otros años no recuerdo esa pintada. Mucho es el ánimo que necesitará para continuar con su pedaleo monótono, con su 23 y a tren, que es como va. Ahora no le vemos desde aquí. Por televisión siguen ofreciéndonos imágenes de los otros, pero juraría que lo último que se ha podido contemplar, cuando la cámara de las motos le enfocaba desde detrás suyo, fue su manoseo en la palanca del cambio. Es probable, por lo tanto, que haya vuelto a poner el 25. Lo grave de tal decisión es que difícilmente se tienen luego fuerzas suficientes para bajar un par de dientes en el piñón. Esos puntos ciegos de la carretera son, más que otra cosa, «puntos negros». Zonas neutras donde uno se hunde un poco más, donde uno recae justo donde creía estar recuperándose lentamente. Pienso que, en cierto sentido, son como los agujeros negros del cosmos, capaces de tragarse galaxias, constelaciones enteras. Sé que es una comparación desafortunada pese a que hay mucho de poesía en la infinita voracidad del universo.

Curva 7, ahí mismo. Tiendas de campaña allá arriba, en las laderas del monte. Y sombrillas, paraguas, roulottes, gorritas, botellas. Gente que lleva ahí varios días para ver el efímero paso de los ciclistas. Carretera D-211. Altitud 1.390 metros. Va a afrontar la curva alzándose del sillín, diríase que intentando desdoblarse. Sacude el rostro en un gesto instintivo, como si quisiera desperezarse. Pero no, pretende reaccionar, arrojar fuera de sí el miedo que, casi en mayor medida que el cansancio, viene apoderándose de él desde el inicio de la ascensión. Sobre todo temo las reacciones contrarias de su estómago, las temo tanto como lo que le aguarda a la salida de esa curva que ya está superando ni más ni menos fatigosamente que las anteriores. Acaba de hacer un gesto. Ese movimiento seco y frenético, asustado y decidido, mientras agitaba la cabeza, me recuerda la forma de sacudirse el agua de ciertos animales. Puede que Jabato haya empezado a escuchar agudos y molestos silbidos entrando como alfileres en sus oídos. Debe de parecerle casi broma lo de las cigarras entonando macabros cánticos. El sol se ha vuelto insoportable. En la medida que no avanzamos rápido y que no nos da el aire, más difícil se hace moverse en este horno.

Chorrean sudor sus piernas, es un espectáculo increíble que se ve incluso en las imágenes de Antenne-2. Los gemelos abultados, dando la impresión de que esas pantorrillas, dilatadas a causa del esfuerzo, pueden reventar de un momento a otro. Hinchados también los vastos y los tibiales. Tiemblan interiormente los muslos de ese hombre deshecho pero no vencido que ejerce presión sobre ellos con el peso íntegro de su cuerpo, haciendo también fuerza con los brazos surcados de venas. Un día, en un Tour de hace años, Jabato me dijo: «Cuando sufro mucho, aunque no la haya, veo niebla.» Por eso hace rato que también yo tengo la sensación de que pedalea en medio de una nebulosa de gas que lo aletarga. Por ello sacude el rostro con esa especie de rabia contenida. Quiere, más que reanimarse, volver en sí, saber quién es, ver, pensar. Sólo sabe a dónde quiere ir: hacia adelante, hacia arriba. Avanza entre la niebla, tanteando más que pedaleando, quizá no hacia arriba en su mente, sino hacia ninguna parte en su corazón. Así venció en aquella etapa pirenaica que finalizaba en Luz Ardiden. Llegó un momento en el que le perdimos de vista incluso nosotros, que íbamos cerca de él en el coche oficial del equipo. Tampoco la televisión podía emitir imagen alguna en medio de aquel océano de bruma, de polvillo blanco que parecía ralentizar los movimientos, por pequeños que fueran, que te inyectaba inseguridad en las venas, indecisión en los gestos. La niebla roba energía, la devora. Como el sol a algunos ciclistas. Cuando se introducen en la niebla, los corredores pasan a integrarse en otro ámbito de la realidad, aún más irreal del que con frecuencia habitan.

Pero el día de Luz Ardiden él seguía pedaleando con fuerza hasta en los kilómetros finales de la etapa. Por detrás tenía, como hoy, implacables perseguidores. Por delante, niebla, que entonces bien pudo ser una metáfora sobre la incertidumbre de su inminente victoria. Parecía ajeno a todo, incluso a la montaña. Dentro de esa fortaleza medieval en estado ruinoso que es su cuerpo, la fatiga continua se ha traducido en una crónica debilidad articular. Mueve las piernas de modo automático, pero juraría que lo hace sin vitalidad alguna. O quizá sea su depurado estilo de pedaleo subiendo lo que produce esa impresión. Porque de nuevo, sacando energía de no se sabe dónde, vuelve a alzarse sobre el cuadro de su máquina. A intentarlo más bien, ya que al poco le vemos caer pesadamente en el sillín, pero no a plomo igual que hizo en el tramo anterior, cuando puso el piñón del 25. Nuevo aviso en otro letrero triangular: «Rappel avalanches.» El auténtico alud se gesta en su interior, en un mundo que toda esta gente entusiasmada no ve, ni tampoco imagina. Será muy duro el invierno aquí, me digo, y acto seguido me sorprendo a mí mismo preguntándome, lleno de perplejidad, qué significa invierno. Es ése un concepto que desconozco absolutamente bajo este sol, con esta tensión y en las circunstancias en las que me veo obligado a pensar desde hace horas. Sólo existe calor, lentitud, miedo, barullo de la masa, y recuerdos. También, sobre todo, debo ser consciente de que existe una nítida evidencia fisiológica de lo que está atravesando. Repetírmelo para ser fuerte: su cuerpo pierde fosfatos, descienden las precarias reservas de glucógeno, disminuye su actividad enzimática a causa de la acumulación de productos metabólicos ácidos. Y es que su metabolismo hídrico y electrolítico está absolutamente perturbado. La acidez en la sangre va minando el sodio, el potasio y el magnesio de sus músculos. Y mientras dura ese proceso incesante y desmedido de sudoración, sigue perdiendo electrólitos. Es, ni más ni menos, una hemorragia de fuerzas.

Ya se habrá dicho a sí mismo varias veces, más asustado que avergonzado, más sorprendido que abatido, pero supongo que con una cierta coherencia de razonamiento pese a la confusión mental que le embarga: «No puedo más.» O quizá haya pensado algo similar en algún momento crítico en el Galibier. Pero cuando en realidad se lo habrá planteado de verdad tuvo que ser al inicio de esta última ascensión. Sencillamente «No puedo más». Ésa es la luz roja, la alarma. El punto de color que, como único reclamo, empieza a distinguirse más allá de la no-niebla, carretera arriba. Posiblemente en los metros que acaba de superar se ha dicho tan en serio como se dijo lo anterior: «No sirvo.» Algo que ni siquiera significa: «No sirvo para nada», o «No sirvo para ir en bicicleta», sino mucho más realista y específico: «No sirvo», sin más. Pero mientras piensa o cree que piensa coherentemente en su propio proceso de deterioro, algo antropófago y sin retroceso posible, no es capaz de pensar en nada que no sea pedalear, aunque sea torpemente, trazando una y otra vez en el aire monótonos círculos con las bielas que le hacen avanzar en medio del termitero humano que, de eso está seguro, aplaude a alguien, prodigándole gritos de ánimo que a veces rozan la pura agresividad. Por momentos cree, o más bien recuerda, que se dirigen a él, porque es a él a quien miran, a quien gritan, y muchas veces en español. Parrafadas enteras. Palabras inconexas. Y botellas. Y banderas. Y esponjas. Carece de fuerza para decir no. Pero también para pedirlas. No puede hacer otra cosa que pedalear. Quien quiera mojarle, que lo moje. Cree que, por mucha agua que le echen encima, el incendio de su piel no lo notará.

Lo único que siente es una especie de percepción extraña. Como si, en un juego de espejos, se tratase de la percepción de otra percepción. Es posible que algo suyo se desdoble, pero no algo que surge de su cuerpo, sino algo que ya apareció curvas antes. Algo se desdobla en ese otro yo previamente desdoblado con el que cree convivir. Como si su aura se multiplicase hacia adelante y en proporción geométrica similar a la distancia que avanza. Y va viéndose, sintiéndose proyectado en la carretera, siempre unos metros por delante. Y mientras se desdobla, sabiéndolo o no, desconoce las causas por las que está sufriendo esa serie de sensaciones completamente desconocidas. La alteración de sus constantes orgánicas es un hecho perceptible a cada momento. Aunque quisiese disminuir la intensidad de su esfuerzo y volver a rodar en el nivel aeróbico, le sería prácticamente imposible aproximarse al ritmo de pedaleo teóricamente lógico en una ascensión así. Tardaría horas, y quizá días, en recuperarse plenamente. Aunque también sé que con que pudiera parar unos momentos, es probable que lograra recuperarse, al menos como para llegar a la meta de un tirón. Se lo he explicado a veces, y Jabato suele reírse diciendo que estupendo a todo lo que yo quiera y diga, pero que si no le das a los pedales estás listo. A pesar de ello, en alguna ocasión se interesó sinceramente por conocer ese proceso que hace campeones a unos, y a otros simplemente les permite ser buenos corredores: todo funciona cuando una sustancia especial llamada adenosintrifosfato, que produce el cuerpo como una hormona cualquiera, puede ser sintetizada pese a la elevada frecuencia de pedaleo, e incluso en el nivel aeróbico. Pero si esa sustancia no cumple su misión, entonces todo se viene abajo. Si no se da tiempo al cuerpo para que recupere, acaba enredándose en el laberinto de su propia fatiga. Invisibles filamentos lo estrangulan, pueden aniquilarlo de un golpe, aunque ese hecho no suele producirse de repente. Detenerse y descansar un par de minutos supondría afrontar el siguiente esfuerzo con renovadas energías, pero en ciclismo no se puede parar.

Curva 7 ya rebasada. He ahí lo que tanto temíamos. También los mecánicos estaban expectantes desde hacía rato, pues nos oyeron comentar algo al respecto al director-técnico y a mí durante el transcurso de la etapa. Uno de los mecánicos ha puesto idéntica expresión de incredulidad que cuando vio la rampa inicial de este col, nada más dejar Bourg-d’Oisans. Su compañero le ha dicho: «Mira hacia arriba, tío», y, luego de hacerlo, el otro simplemente ha abierto la boca. Dejamos a un lado el pequeño cementerio y tras rebasar la iglesia de Saint-Ferreol aparece ante nosotros la visión que esperábamos: la montaña entera, hasta lo más alto. Es ése el punto que suele asustar o cuando menos desanimar a aquellos corredores que van mal, y el que anima a los que van fuertes. Ha aparecido, imponente, rodeado de verde, iluminado en la cumbre, el pueblo de Alpe d’Huez. Hasta ahora nos movíamos entre bloques de piedra perfectamente tallados sobre la carretera, mojones altos, paredes de cemento, rocas salientes de la montaña y árboles. A partir de aquí, como en un truco de prestidigitación, el paisaje se salpica de praderas, y ya será así hasta el final, hasta perderse en el cielo. La masa, en su múltiple y multicolor individualidad, destaca aún más con sus ropas de vivos colores sobre ese fondo verde. Es ahora cuando se ve una línea que sube hacia lo alto en zigzag. A partir de ahora es cuando en cualquier momento se puede iniciar la definitiva fase de esta desigual persecución. Porque algo, tal vez sus respectivos directores de equipo o su propio instinto, les dirá a las fieras que si se esfuerzan un poco más pronto tendrán a la víctima dentro de su campo visual. Esa carretera que perfila la ubicación de la gente, y que va trazando sus curvas a un lado y a otro, puede ser el campo ideal para la caza. Los depredadores buscan llevar a sus víctimas a los espacios abiertos. Y es ahí donde éstas, a veces siendo incluso más rápidas y resistentes, se dan por vencidas. También a ellas el miedo les paraliza las extremidades, les machaca el instinto, les espesa la sangre, les hiela el corazón. A partir de ahora, pues, la cacería no se desarrollará en la tupida maleza de estas curvas repletas de arbolado con salientes de la montaña cubriéndole las espaldas a Jabato. Deja la espesura de la jungla y entra en la estepa, en la planicie despoblada. A partir de ahora, depende de cómo y a cuánto vengan los de atrás, éstos podrán verle el maillot. De ahí la gravedad del momento. Suspendidos, cautivos.

Nuevo sobresalto a través de Radio-Tour. Están ya a 1 minuto y 13 segundos. Parece que tengo telepatía con los de la organización, o acaso sea que prácticamente todo el rato estoy pensando en lo mismo, aunque me esfuerzo por ocultarlo: el reloj. Esta vez le han recortado más tiempo que en las dos referencias anteriores: 44 segundos. La pizarra también se lo ha mostrado a Jabato. Reconstruyo los pormenores de esa operación, busco algún elemento sobre el que fundamentar esperanzas. La organización, a través de las motos oficiales, toma las referencias de tiempo cada varios kilómetros. Son inmediatamente servidas a Radio-Tour y, de modo casi simultáneo, Antenne-2 se hace eco de ellas en la televisión. Siempre que se produce esa operación, Jabato es informado. También los perseguidores, aunque a ellos se lo harán saber en algún otro punto de la ascensión. He visto que por un instante la mano derecha de Jabato abandonaba su posición, dirigiéndose a la maneta del cambio. Vuelve a tantear lo que, él lo sabe mejor que nadie, puede ser su perdición o todo lo contrario. Es posible que, herido en su amor propio por esta nueva, considerable y alarmante pérdida, haya intentado bajar una corona. Pero debe de haber desistido, no sin antes mover ostensiblemente el tronco sobre la bicicleta en un intento de darse más impulso. Me ha parecido que su espalda, más que curvarse buscando un aumento en la velocidad, aunque fuera breve, lo que ha hecho ha sido una especie de genuflexión. Tal vez me equivoque, pero eso vi: una genuflexión. No sé si a su destino. No sé si a los cazadores que vienen por detrás. No sé si a esa visión mayestática, global y etérea de la montaña, porque también él tiene que haberla visto, aun con el rabillo del ojo, y me atrevo a suponer que esperaba ese momento. Sabía que una vez se llega a esta curva de la iglesia de Saint-Ferreol, basta elevar la vista para contemplar la panorámica completa del Alpe. Allá en lo alto podemos distinguir incluso la iglesia de Nótre-Dame des Neiges. Nada más superar esta curva, los corredores que tengan fuerza para encararse a la montaña podrán ir teniendo el punto de referencia de Nuestra Señora de las Nieves para saber cuánto les queda. De cualquier modo, y a través de esa especie de genuflexión que por un instante pareció efectuar Jabato, creo que por fin acabo de entender, o por lo menos materializar en la conciencia, ciertas claves que sugieren lo que es el Tour, cuál es su esencia.

El Tour es la historia de un castigo. En sí mismo el Tour constituye una religión, con su liturgia peculiar, con sus fanáticos. El Tour es un país, un Estado con sus leyes, sus códigos, sus dirigentes, sus conflictos. Pero sobre todo es un concepto metafísico. La carrera empezó en 1903 recorriendo casi 2.500 kilómetros en sólo seis etapas. Eran recorridos maratonianos, por supuesto, pero al menos entre ellos había jornadas de reposo. A partir de aquel primer Tour se inició, sin que nadie supiese bien el porqué, aunque sí el cómo, la larga historia de ese castigo. En 1904 se decidió eliminar a todo corredor que llegase después del cierre de control, aunque fuese por un solo segundo. Corrían incluso de noche, y a veces llegaban de madrugada a la meta. En 1908, dándose cuenta del apoyo moral que para los ciclistas suponía tener cerca de ellos a sus entrenadores, la organización prohibió dicha presencia. La excusa para tomar tal medida punitiva, como la mayor parte de las que se deciden en el Tour, fue argüir que a los ciclistas se les proporcionaba comida al margen de lo permitido. Pero los corredores aceptaron ese reto. Un entusiasta de la bicicleta, pero con el corazón de sádico, llamado Alphonse Steines, que sólo pedaleó escribiendo crónicas deportivas corrosivas y exaltadas, nunca dándole a los pedales de verdad, tuvo la brillante y peregrina idea de proponer al gran patrón, el inevitable Henri Desgrange esta idea: dado que los corredores estaban adocenándose un tanto, diríase que casi volviéndose ya no afeminados en el sentido peor y tópico del término, sino pusilánimes sobre dos ruedas, y también con la coartada periodístico-publicitaria de darle espectacularidad a la prueba, bien podrían hacerlos pasar por los Pirineos. Pero para que no hubiese equívocos sugirió que se escogiese la zona más infernal, dura y solitaria de la cordillera. Vamos, donde en aquella época ni siquiera Dios hablaba francés. Y los pastores, ni se sabe. Una región desértica la de Haute-Bigorre, conocida desde hacía siglos como «Círculo de la muerte». Desgrange, según parece, tachó de insensato al periodista Steines cuando oyó que los corredores podían subir en bicicleta uno de aquellos colosos pirenaicos. Caminos de cabras tan angostos que impedían subir a dos ciclistas juntos. No se sabe, no se sabrá nunca qué se dijo en aquella curiosa conversación, pero el resultado fue que se decidió, igual de unilateral y despóticamente que se había decidido todo desde el nacimiento del Tour, que los ciclistas no habrían de subir un puerto, sino cuatro. Y los más duros. Y seguidos. Voilà le Tour. Una cuarta parte de los corredores inscritos se borraron de la lista de salida al conocer ese recorrido pirenaico. La cosa quedó entre unos sádicos, los corredores que sufrían picados en su amor propio y ahondando en su proyección masoquista, y otros sádicos, los organizadores y periodistas deportivos, que sufrían no menos que aquéllos, pero sólo viendo sufrir a los anteriores. Para que no se dijera que carecían de sentimientos, los responsables de la carrera crearon la temida voiture-balai. Y así hasta hoy.

Ahí está la localidad de Huez-en-Oisans, y pronto la pendiente alcanzará un 14 % de desnivel. Es justo ahí, donde él pedalea ahora, el lugar en el que Coppi abrió el gran hueco en su Tour del 52. Aquí logró su minutada. Aquí se hundió el resto. Pasamos junto a una zona ajardinada, la Chapelle de Saint-Antoine, una ermita incrustada entre árboles. Ahora la moto de Antenne-2 logra filmarlo de frente. Imágenes de su rostro en un primer plano. Boca abierta y la vista fija enfrente, pero no arriba. Ojos ausentes. Eso es lo que se ve. No puede percibirse, en cambio, lo que yo sé que está dentro suyo: esa especie de hierro candente que le deshace la pierna desde la rodilla hasta la ingle y que sacude también sus riñones antes de volver a la rodilla para iniciar nuevamente su recorrido, trayecto mortificante que dura ni más ni menos lo que una pedalada. No se ve su paladar abrasado, ni su corazón que se desboca como un animal al sentir el azote del miedo. «Avenue des Jardins», anuncia un letrero. Ese primer plano de Antenne-2 lo ha mostrado sudando copiosamente, aún más que antes. Vuelve a hacer ademán de apartar una de sus manos del manillar, tal vez para secarse el sudor, pero desiste. Le caen gotas desde la frente y la barbilla, desde los codos y muñecas, desde los lóbulos de las orejas y la punta del cabello empapado. Caen de todas partes, salpicando el cuadro, sus piernas, las zapatillas, el asfalto. Sigue siendo un hombre-manantial. Tiene sed. El sudor se le introduce en los ojos, le ciega. Primero le produce un fuerte picor, y luego tiene que ir cerrándolos intermitentemente para seguir viendo unos metros carretera por delante. Sacudir la cabeza es peligroso. De alguna manera va oliendo su propio sudor, y quizá también puede percibir el sudor de esos miles de personas que se apelmazan a veces a escasos centímetros de su cara. En el coche no dejamos de sudar. Esta montaña es un monumento al sudor. Él se limita a mover la cabeza fugazmente, sin apenas energía, como si dijera que no a un interlocutor invisible. Como si se dijese a sí mismo: «¡Venga, venga!», pero negando la realidad que viene ahí mismo, que se acerca por detrás suyo. Niega como si se encarase a la montaña cada varias pedaladas, diciéndose: «No conseguirás que me detenga, no lo conseguirás.»

En otro primer plano captado desde la moto que le acompaña se le ha visto hacer un gesto extraño. Después de ese movimiento maquinal y de teórica negación, pareció que sus labios se estiraban hacia atrás, pero no haciendo una fuerza máxima, sino como para reírse. Ha vuelto a mirar el manillar y, al levantar de nuevo el rostro, la sensación que tuve fue la de que iba a ponerse a llorar. Las líneas de la cara en una persona que está a punto de romper en llanto trazan unos dibujos muy característicos, casi imposibles de imitar si no se siente un gran dolor físico o una enorme tristeza. Y él, al menos eso me pareció hace un momento, ha estado a punto de llorar. Pero si carece totalmente de fuerzas, me pregunto: ¿qué supone, en ese estado, algo tan específico como llorar? Supongo que ahora se mueve, más que a golpe de pedal, a golpe de instinto. En ese contexto anímico, imagino que llorar no será otra cosa que un concepto tan vago como inútil. Por no poder, no puede ni permitirse liberar de ese modo la tensión acumulada. En sus condiciones, si lo hace va directo al suelo.

No corre contra esos tres rivales que, acosándole sin tregua, cada vez están más cerca suyo. No corre en pos de esa meta que, aunque le parezca irreal e inalcanzable, también está cada vez más próxima. Tampoco contra la fuerza de gravedad que parece tirar hacia atrás de su maillot y para abajo de su sillín. Hasta ahora mismo, viéndole sufrir, he pensado que corría contra sí mismo, contra la certeza de sus propios límites. Pero contra lo que en realidad creo que corre es contra el tiempo, o más exactamente contra el concepto que en su mente puede constituir ahora mismo el tiempo. O más que el tiempo transcurrido, ese otro tiempo que no pasa, aunque los segundos que lo conforman avancen en una riada perfecta, discreta, subterránea, aniquiladora. Está realizando no una escalada espectacularmente difícil, sino una mortífera contrarreloj. La de su vida, indudablemente. Para los de atrás será algo parecido, pero dudo que tan importante. Todavía es mucho lo que se juega el italiano, demasiado como para arriesgarse. No querrá vaciarse hoy. Pero si no decide arriesgarse, no sentencia el Tour, por lo menos hoy. En cuanto al francés y al holandés, si ganaran aquí, y sobre todo del modo que está transcurriendo la etapa, sería lo más brillante logrado en sus respectivas carreras. Si el vencedor fuese el francés, teníamos ya mito para bastante tiempo. Lo elevarían a los altares de la fama. Es una contrarreloj para todos, pero sobre todo para él. Todas las referencias están en contra suya. En cada una le han quitado más de medio minuto. Va al filo. Más que pedalear como debiera hacer en condiciones normales, parece suspendido a un palmo del suelo, sobre el triángulo que forma el cuadro de su bicicleta.

Lucha también contra el reloj en un sentido etimológico estricto, pues dudo mucho que ahora sepa lo que es ese objeto esférico con cifras y un cristal que lo recubre, eso que se enrosca en su muñeca izquierda, que simplemente le estorba. Porque el reloj le pesa sobremanera. ¿Cómo es posible que una cosa tan pequeña pueda pesar tanto?, se preguntará en algún momento. Lucha contra el tiempo en una titánica y desproporcionada contienda, y lo hace como únicamente sabe, puede y recuerda: moviendo las piernas de modo circular, intentando imitar el recorrido de las manecillas del reloj. Sus ojos divagarán por la redondez de esa esfera ligeramente empañada que traquetea en su muñeca, y sobre la que no dejan de caer gotas de sudor. De forma instintiva sabe que no puede más, y posiblemente también sepa que mientras va pensándolo prosigue su encarnizada lucha contra el tiempo, pugna tan desquiciada como irreal y en la que conforme van pasando los segundos y uno no cede, aunque parezca lo contrario, va venciendo. Piernas-manecillas que intentan trazar un círculo, y otro, y otro. Ya sin obsesionarse por una cifra alentadora que le ayude a seguir: cinco pedaladas más, sólo cinco. Eso no vale. Ahora el mundo, la vida, todo empieza y concluye en cada nueva pedalada. Y se dice a sí mismo: «Ánimo, esa rodilla arriba y luego la otra, así, así, así.» Clava la vista en sus rodillas. No las siente, sólo las ve, aún borrosas. Las mira, pero el propio vaivén de las rodillas llega a aturdirle y cree marearse de tanto mirarlas. A menudo tiene la sensación de que una de esas rodillas no aparece ante sus ojos. Entonces agitará la otra y se concentrará en la rotación de las piernas. Se sobresalta. Algo le pasa. Una de sus rodillas se ha desvanecido, no emerge cuando debiera hacerlo, aunque él presiona con fuerza y hasta con decisión animal. A la flojera que producen los músculos doloridos, sin apenas riego, se une la debilidad que da el miedo. Esa rodilla, ¿dónde está? ¿Por qué no la nota? ¡Su rodilla! Debe de tratarse de otro punto ciego. Es posible. Se aterroriza, pero de manera tan fulminante a como se sintió invadido por la angustia de no ver aparecer una de sus rodillas, ni el muslo tenso bajo su culotte, se sorprende al verla de nuevo. Sí, está ahí. Ya sube. ¡Sigue teniendo piernas! Sigue pedaleando. No sabe cómo puede hacerlo, sólo por qué lo hace. Sencillamente: porque debe hacerlo. Así hizo todo en la vida. En su vida nunca tuvo cabida lo dialéctico, y con lo lógico siempre mantuvo unas relaciones bastante tensas. Su percepción más increíble sigue siendo que la masa no cesa de aplaudirle, de gritarle, de hacerle gestos de coraje con ambos puños cerrados. Eso significa que lo está haciendo bien, o posiblemente que no lo está haciendo mal del todo, puesto que todavía va por delante. Pero se nota sin resuello. Se está secando interiormente. Por momentos piensa que avanza muy lentamente, y en otros que no avanza nada. Su mirada acuosa se pierde entre la multitud. Divaga. ¿Por qué le aplauden, por qué le hablan, por qué algunos tocan su espalda si anda tan mal? Sabe que anda muy mal. Nunca lo ha hecho peor. Todos deben de estar dándose cuenta, y sin embargo gritan y aplauden. Contra peor cree que anda, esa multitud de rostros parece gritarle y aplaudirle con más fervor, y por momentos le invade una profunda vergüenza, lo sé. Lo percibo. Debe de intuir que les da pena. En cierto modo no se equivoca, pero esa certidumbre no es mala siempre que no lo bloquee. De momento no es así. También la masa forma parte del mal sueño, se dirá inconscientemente. Pensará que anda mal porque algún día tema que ocurrirle eso que tarde o temprano acaba sucediéndole a muchos campeones, eso que a él le habían contado que en efecto solía pasar, pero de lo que sólo tuvo un fugaz reflejo, un siniestro anticipo en aquella ascensión al Mortirolo realizada en lamentables condiciones. También los recuerdos se desdoblan, adoptan dimensiones inverosímiles pero reconocibles, como las figuras de un caleidoscopio. Sé que ahora en su mente los recuerdos dan saltos intentando sobrevivir al naufragio del agotamiento. Repiqueteará en él ese recuerdo, y lo hace como el eco del campanario de Molledo, los domingos, y por Ferias el de la iglesia de la Virgen del Camino, allá abajo, en el camino que lleva a Madernia y Helguera. O el de San Roque por las tardes, a diario, junto a la casa en que nació. Ve rostros y bocas de seres conocidos, queridos. No sabe sus nombres, no puede recordarlos, sólo recuerda esas bocas y esas voces hablando de bicicletas, de si éste anda mucho últimamente o aquél no ha andado nada en tal o cual carrera. Los ciclistas crecen encima de sus bicicletas. Los ciclistas no caminan como las demás personas. Los ciclistas andan en ese su otro caminar etéreo. Y cuando, ya veteranos, se deciden a caminar de verdad, sobre todo a hacerlo por los difíciles senderos de la vida, entonces, desolados, se dan cuenta de que ellos nunca han sabido caminar porque siempre anduvieron en bicicleta. Los ciclistas no sólo pasan la mayor parte de su tiempo en la bicicleta, sino que a veces, por ejemplo al alzarse en bailón cuando cuestas tan duras como éstas así lo deciden, logran la difícil ecuación de dar pasos en el aire. No vuelan, ningún motor los impulsa. No tocan el suelo. Su relación con éste es parcial, grasienta, metálica. Perciben el suelo mediante una curiosa y variable vibración, pero están en el aire. No claramente suspendidos en él, sino física y mentalmente supeditados a esa situación interna entre el ser y no ser.

Siente que carece de piernas. ¿Por qué toda esa multitud no se ha dado cuenta? Animan a un tullido, pensará en algún momento. Dicha sensación es sólo comparable a la de despertarse con un miembro dormido por falta de riego sanguíneo, generalmente un brazo o una pierna, y no sentirlo. Estirarlo y no notar nada ahí, pese a que las manos palpan algo sólido. Un sexto sentido, una llamarada en la frágil memoria le dice que hay dos maneras de encarar una curva como esa que está ahí, enfrente suyo. Una es mirándola con la barbilla erguida. Buscar con la vista el último tramo visible de carretera ladeando ligeramente el cuello. Desafiarla. De ese modo pueden hacerlo los que todavía van bien, o incluso los que van simplemente mal, le recordará su instinto. Pero los que no van de ninguna manera, aquellos que van peor que mal, nunca elevan la mirada hacia la carretera. Entonces se vendrían abajo. A ellos les está destinado ese mundo peculiar e inexplicable que se encierra en los infinitos secretos metálicos del manillar.

Curva 6. Soy el primer sorprendido de que lleve hechas ya tres cuartas partes de la ascensión. Ahora, no obstante, llega el momento de la verdad. Debe de estar psicológicamente preparado para todo, porque los perseguidores están muy cerca. En el coche el silencio es glacial. Acabaremos deshidratándonos de tanto sudar. Todos pensamos lo mismo: «Venga, que ya falta menos. Venga, venga.» Hacia la curva 5. Allí el embudo humano parece que va a estrecharse aún más. Cartel de «Villard-Reculas. 4 km». Atrás queda el pueblecito de Huez, con sus casas y sus construcciones urbanísticas de madera. Vemos la moto del hombre de la pizarra intentando abrirse camino por detrás nuestro, haciendo sonar su sirena incesantemente. Va rozando a algunas personas, haciendo eses e improvisando su trayectoria sobre la marcha para no atropellar a alguien. Lo mismo nosotros. Aunque alguna vez durante la ascensión juraría haber oído el sonido característico de unos neumáticos, los nuestros, al pasar sobre un pie. Allá ellos si no se apartan. Esto se está convirtiendo en un delirio de gritos y sirenas, lo que parece lógico a tenor de ese estrechamiento del pasadizo que con sus cuerpos va formando la gente a lo largo de la ascensión. Considerablemente más público que abajo, aunque parezca mentira. Todos se agolpan y se empujan para ver mejor. Por otra parte la calzada no es tan ancha en esta segunda mitad de la ascensión, sobre todo a partir de la iglesia de Saint-Ferreol y de Huez-en-Oisans. Por momentos perdemos de vista a Jabato que debe de seguir ahí, encogido, como inexistente, mirando a las dos motos oficiales de la organización que le abren paso. Justo delante en el auto rojo, el director de carrera, que parece alterado, mueve los brazos como aspas de molino y va voceando con su megáfono mientras agita la banderola. Al menos él puede exteriorizar libremente su nerviosismo, pues viendo cómo está la situación no me extrañaría que alguna de las motos de delante fuese al suelo en el momento menos pensado. O que la caravana del Tour, en esa precaria y ralentizada vanguardia que intenta bucear entre la cortina de gente, se vea obligada a detenerse en seco. Incluido Jabato. No quiero ni imaginármelo, aunque en nuestro coche ya se ha barajado esa posibilidad. Es prácticamente imposible guardar las distancias mínimas aconsejables entre vehículos. Vamos casi pegados, metiéndonos prisa por delante y por detrás. Mientras, la pared humana que se ha hecho fuerte en esa otra pared de cemento que es la propia carretera y sus flancos, se aprieta y nos comprime a derecha y a izquierda. Vamos a ser estrujados. Si se mira hacia adelante, sólo se ven cabezas y mitades de cuerpos invadiendo lo que queda de calzada, muchos de ellos en posturas realmente acrobáticas para no perder el equilibrio. Peligro. En las secuencias que sirve esa moto de Antenne-2, circulando a la altura de Jabato, detrás de las dos oficiales y un poco más adelantada que el auto rojo, se ha visto que su tubular delantero casi topa con una de las motos que le van abriendo paso. Pero dudo que se deba a un cambio de marcha efectuado por él, una súbita aceleración. Sería una óptima señal. Posiblemente, la multitud ha frenado a las motos. Una sola cosa es cierta: si se le rompe el escaso pero regular ritmo que aún sostiene, se acabó. Y si, como ya ha estado a punto de suceder un par de veces en los últimos kilómetros, se ve obligado a poner pie en tierra a causa del atasco, le será imposible volver a dar con su pedalada. El estallido muscular sería de impresión. Más que unos pocos segundos para recuperarse, incluso contando con que alguien del público le empujara durante unos metros, lo probable es que sintiese un instantáneo vaciado de fuerzas. A Van Impe ya le pasó algo similar cuando una moto le hizo caer en estas mismas cuestas. Más que el tiempo que perdió, que fue realmente escaso, aquel pequeño percance le perjudicó de modo definitivo, pues ya no pudo volver a encontrar su ritmo.

Pero lo que Jabato va haciendo con las piernas no es mantener el ritmo en un sentido literal del término. Lo observo atentamente. Percibo ahí una suerte de ausencia gestual hecha movimiento más o menos circular. Ni siquiera se nota una circularidad lenta en su pedaleo. Aunque quizá esa sensación se deba a que conozco demasiado su auténtica forma de pedalear, que es semejante a la que puso en práctica ascendiendo a la Croix de Fer y posteriormente el Col du Télégraphe, no sé. Por momentos parece como si hubiese dejado de mover las bielas, y sin embargo no es así. A la velocidad que va, tal vez rondando los 15 kilómetros por hora o algo más, si dejase de pedalear tan sólo un poco, se detendría en apenas unos metros. Sería, entonces sí, el definitivo triunfo de la fuerza de gravedad sobre la fuerza de voluntad. Tampoco es que yo haya tenido muchas veces la oportunidad de contemplar la evolución de un ciclista en esas circunstancias que le hacen pedalear como imbuido en una especie de ausencia, como envuelto en un aura de lasitud que, si se observa con atención y de modo continuado, puede hacerte perder el sentido de las cosas. Ese pedaleo ausente será lo único que puede hacer. Pedalear como si esta locura no fuese con él. Abstraerse, enfrentado a sus propias sensaciones. Los mecánicos gritan algo referente a los que vienen arreándole por detrás. No quiero oírlo. He ahí mi muralla. Sólo debo centrarme en la idea de que ya falta menos, cada vez menos. En Antenne-2 empiezan a intercalar imágenes de Jabato con las de sus perseguidores. Pésimo síntoma. Siguen sin dar referencias. Radio-Tour, y ése es un síntoma aún peor, parece entusiasmarse de nuevo y también vocifera propagando un auténtico despliegue de superlativos y expresiones que demuestran lo evidente: la tensión está al máximo y por desgracia debe tenerlos ahí mismo, aunque todavía no se les ve. Protegerme, parapetarme tras las almenas de la reflexión.

Curva 5, a la derecha. La cima está allí, sobre aquellas praderas. Cartel de 1.512 metros de altitud. Tan cerca ya del final que parece como si estirando la mano pudiera cogerse esa cumbre. Y al mismo tiempo, tan lejana e inalcanzable. Un comentario del director-técnico, aunque dicho entre dientes, suena como un martillazo en mi mente. Quisiera poder refutarlo con argumentos sólidos, quisiera no haberlo oído. No pude evitarlo: «Si sigue así, al chico le va a ir de metros.» Uno de los mecánicos lanza una palabrota y luego una maldición. El otro nos mira perplejo y dubitativo, como preguntándonos con sus ojos: «¿Es cierto que puede ocurrir?» Después enmarca una mueca facial que bien podría significar: «Decidme que no, por favor, decidme que no.» De los dos mecánicos, este último es el que más insistió durante toda la etapa en que con la minutada que llevaba Jabato no había quien le cogiese. Una bocanada de aire parece haber entrado por el centro del embudo humano. Se ve a gendarmes lidiando con la multitud para que ésta se aparte, aunque sea un poco. Jabato continúa inmerso en su ascensión anestesiante, dejándose llevar por la enfermiza monotonía del óvalo que, en torno al eje del pedalier, forman sus piernas al subir y bajar, porque ésa es la impresión que da verlo. No es que su pedaleo carezca de la redondez suficiente como para ser efectivo. Tampoco es ése un pedaleo cuadrado, a tirones bruscos y sacudidas nerviosas. El aletargamiento del que hace gala lo ha vuelto oval. Se empuja con los hombros, con la cabeza, a golpes de riñón. Este pedaleo es exclusivamente útil para seguir avanzando, pero no para hacerlo con la rapidez necesaria. Más que en ningún otro momento de esta ascensión, es ahora cuando debe concentrarse en el pensamiento de que no importa cómo siga pedaleando. Sólo importa que lo haga. Ahora lo entiendo: la fuerza es circular, la fatiga, oval. Pero debe seguir con su ausencia oval. Nunca se me olvidará una expresión que en su día salió de los prudentes labios del gran Marino Lejarreta cuando se le preguntó por el mayor sacrificio que, para que él pudiese ser ciclista, tuvieron que realizar sus seres queridos: «Soportar mis ausencias», dijo escuetamente el Junco de Bérriz con una sonrisa. Luego le preguntaron por el mayor sacrificio que él mismo tuvo que hacer para poder ser ciclista. No habló de lucha o de esfuerzo, de competición o de dolor físico. Dijo simplemente: «Soportar las ausencias de los seres queridos.» Jabato ha vivido siempre en una perpetua ausencia, no sólo de sus seres queridos, de su mujer, su familia estricta y algunos amigos muy elegidos, sino sobre todo de sí mismo. Una ausencia tiene que ver con aquello que te rodea y quizá te falta. Una carencia, con aquello otro que te falta pese a que debiera estar dentro de ti. Es posible que en este instante sólo se dedique a combatir mentalmente con sus carencias. Para él, hoy, éstas serán ausencias quizá nunca reconocidas del todo como tales y que, por una vez, se han hecho realidad. Avenue des Fontaines. Agua por todas partes. Están remojándole bien. Ojalá pudiéramos verlo girándose enrabietado para increpar a algún molesto aficionado, pero sigue sin poder negar con la cabeza.

Cada pedalada es una lucha contra la biela. Primero contra una e inmediatamente después, sin un momento de tregua real, contra la otra, su diabólica siamesa. Va abofeteándolas por la izquierda y por la derecha. Porque no siente rostro, sino piernas con ojos, boca, mejillas. Piensa a través de las piernas. Es exclusivamente en ese sentido, tal vez, en el que su pedaleo se ha vuelto perfecto. La lucha constante contra esas bielas que se niegan a obedecer las órdenes de su cerebro es sólo la faceta visible de la otra lucha contra el tiempo. No se hizo para los ciclistas aquella inteligente aunque poco comprometida definición del tiempo por parte de Einstein, y según la cual éste es una función variable. Ahora el tiempo es para Jabato un aroma agridulce y venenoso que debilita y paraliza. El tiempo se escuda en el reloj para herir, pero así como el reloj existe en tanto que puro objeto físico que se puede ver o tocar, y por lo tanto uno también puede convencerse de que efectivamente está luchando contra esas manecillas que se mueven cada vez más deprisa, el tiempo es intangible, escurridizo, traidor. El tiempo ahoga los sentidos, asfixia el pensamiento, golpea el pecho, escupe en el rostro. Pero lo peor es que el tiempo se escapa cuando se va mal y el objetivo sigue siendo luchar contra él más que contra el espacio. La grandeza del ciclismo reside en esa huida del tiempo al que, implacables, persiguen los corredores. Aunque el tiempo siempre sea un desafío inalcanzable. Es agua fugitiva, aire evanescente entre dedos de manos trémulas.

Va camino de la curva 4. Nuevo cartel de desniveles del 10 %. A saber si aquí habrá puntos ciegos. Nosotros seguimos avanzando con dificultad y por fin parece que la moto con la pizarra ha logrado abrirse paso, luego de una maniobra arriesgada. El del asiento trasero comenta algo con el director de carrera. Mi pensamiento lo vocaliza: los tienes detrás, pero no les mires, Jabato, ignora su presencia, no te fijes ni en la multitud que se vuelca sobre ti. Sólo piensa que luchas contra el tiempo, que estás venciéndole, pero tampoco olvides que las fieras vienen por detrás. Reaccionar. Ya ni me sorprendo a mí mismo de verme diciéndole todo eso en silencio, mientras de nuestro coche siguen saliendo gritos esporádicos de ánimo por parte del director-técnico. No sé si los oirá, Jabato no pertenece a la realidad de las palabras concretas. Pienso que contra lo que de verdad está luchando ahora mismo, tal vez tampoco sea contra el tiempo, sino más bien contra sus huestes diversamente camufladas. Contra las fuerzas de choque y de asalto que envía para desgastar a sus enemigos. La de Jabato es una lucha contra los nervios. Contra el dolor de piernas elevado a la categoría de paroxismo. Contra la sensación de ahogo. Contra esa columna acorazada especialmente dañina que también se integra entre las huestes del tiempo, y por lo general las comanda desde una prudente posición de retaguardia: las distancias. El leve y punzante espejismo en el último kilómetro del Galibier. El «no puede ser, me están engañando», como tácito reconocimiento de que el veneno del tiempo, inoculado en la mente del corredor a través de la aguja de la percepción de las distancias, ha hecho mella en las defensas del hombre. Ahí empieza a derrumbarse su resistencia física. A partir de ahí sólo le queda la mental. Esa imagen que Jabato ofrece ahora se ve pocas veces en ciclismo, al menos de una manera tan descarnada. Es la viva representación de cómo se descompone un hombre. Su evidencia es inconfundible. La respiración se atasca, el corredor se abre cuanto puede la cremallera de su maillot, como si de ese modo fuese a entrarle más aire. La cremallera llega a su tope, pero al poco el corredor vuelve a tirar casi histéricamente de ella. Quiere romperla, rasgarla, quitársela de encima, convencido de que esa molesta prenda es la causante de su ahogo. Aparecen los problemas psicológicos relacionados con el agua. No saber si quieres beber o no. Beber y notar de inmediato un inaguantable retortijón en el estómago. Seguir teniendo sed y beber un poco, sólo un poco, y notar un aguijonazo, como si te hubiesen echado finísimos cristales ahí dentro. No beber y pensar que vas a deshidratarte de un momento a otro. Sentirte invadido por una súbita flojera que, por supuesto, no es real. Notar las grietas que hay dentro tuyo, que van abriéndose cada vez más, que te están resquebrajando como ese edificio deteriorado por el paso de los años, como ropa vieja con polilla o un mueble al que la carcoma devora con parsimonia y en silencio. Si es cierto que hay algo de vida en la madera y siempre queda algo de esa vida en ella, por remoto que sea, nadie oirá sus gritos al ser pasto de la carcoma en una de las muertes simbólicas más lentas que puedan imaginarse. A su manera, Jabato debe de haber pasado ya esa peligrosa frontera sensitiva en que lo orgánico, lo latente y por lo tanto lo vivo, no es más que un concepto vacuo. Fase en la que uno mismo puede sentirse materia inerte. Pero de pronto reaccionará lo vivo, intenso y luchador que hay en él. Se rebelará contra el instinto. En su aturdimiento tendrá dudas respecto a qué significa beber, o por lo menos acerca de los movimientos concretos que tiene que efectuar para beber. Poco después de salir de la curva anterior se le ha visto hacer el gesto de ir a coger con la mano derecha una botella de plástico llena de agua que alguien le tendía. Finalmente ha acabado estirando un poco más el brazo. La botella, casi sin llegar a ser asida, ha ido al suelo. Asfalto mojado. Y de nuevo penosa, cansinamente, su mano derecha vuelve a la parte frontal del manillar, único refugio donde encuentra una cierta conciencia de que está seguro, aunque no a salvo. Seguro porque su cuerpo pierde el sentido más elemental del equilibrio, y ahí, aferrado al manillar como un niño a su juguete predilecto, como un lactante a su biberón, al menos tiene un punto de referencia precario pero válido para seguir resistiendo. No pudo sostener ni el mínimo peso de la botella con agua, quizá tan sólo llena hasta su mitad. Agua que con toda probabilidad, y habiendo olvidado ya el significado de la palabra beber, sólo querría para echársela por encima. Pero realizar este gesto cuesta demasiado. Elevar medio kilo por encima de la nuca, asiendo la bicicleta con una mano: algo descabellado. Ya lo intentará más adelante, si puede. Sabe que no podrá, pero se engaña. Lo hará si el brazo que le ofrece otra botella le inspira confianza, si él se ve con fuerzas para apartar de nuevo la mano del manillar iniciando la aventura de sostenerse sólo con la otra. No cree que lo haga, pero sueña con hacerlo. No cree en nada, pero ya nada excepto pedalear tiene sentido. Aunque también eso cada vez tiene menos. Decide que debe proseguir con su insensatez porque, si deja de pedalear se desvanecerá sin remedio y quién sabe si para siempre el sentido de todas las cosas, incluida esa forma absurda y pedaleante que es él mismo. Es probable que a ratos crea que aún está en ese último e interminable kilómetro del Galibier. Sus ojos. La pantalla. He visto pocas veces esta expresión de contenido abatimiento. Esos ojos enrojecidos, surcados de venillas y como con una capa de humedad recubriéndolos, modificado el color originario del iris, convertido éste en un simulacro de granito, un tono entre oscuro y sanguinolento que parece una mera prolongación del asfalto. He visto antes esos ojos que gimen, pero también ellos están ausentes porque en su indecible agonía han alcanzado una especie de vida interior independiente del cuerpo que los acompaña. Son ojos independientes, como islas volcánicas antes de la erupción, esferas cristalinas puestas ahí como parches en los hombres que los mueven diríase que estúpida e insustancialmente de aquí para allá, como si buscasen algo en el aire que les rodea, que les agrede, que se les resiste.

Curva 4, a la izquierda. Parecía que nunca llegaba. Los mecánicos siguen girándose para ver qué pueden atisbar por el cristal trasero. Temo lo que vayan a decir en el momento más inesperado. Pero cada segundo que transcurre y no lo dicen siento que vuelvo a nacer, que merece la pena todo esto. Me centro en Jabato. Evito mirar demasiado a esos perseguidores con los que desde hace un rato se recrea Antenne-2. Se les ve renqueantes, pero aun así son un rodillo. Del belga, ni rastro. El francés sigue a los otros dos con serias dificultades. Sólo debo tener ojos para Jabato. Su cuerpo, su deterioro. Monologo: ¿qué le ocurre? Y me quedo en blanco. Me sobrepongo, repito la pregunta en medio de la molesta confusión que bulle en mi cabeza. Algo dentro de mí responde por mí: le están fallando las vías de aporte de oxígeno. Siguen fallándole. Prácticamente es imposible que mejore el aspecto global de su pedaleo, sólo lo haría si pudiera recuperarse un poco, avanzando un rato con tranquilidad. Sus sistemas fisiológicos no tienen descanso. Ni el cardiovascular, que distribuye el oxígeno. Ni el respiratorio, que lo capta. Ni el sanguíneo, que lo transporta. La invasión de ácido láctico en su sangre es un proceso irreparable que se renueva a cada momento haciendo imposible el regreso al estado aeróbico. Es muy probable que Jabato rebasara tal estado ya en la ascensión a la Croix de Fer. La teoría en ciclismo a veces se viene abajo ante la evidencia de algo que quizá sólo pueda tener relación con el poder de la mente. Esta aventura en los límites de lo físico que Jabato desarrolla y mantiene desde hace horas es la mejor demostración. Por mi parte, y al margen de los nervios, sólo puedo seguir anclado en el estupor.

Uno de los mecánicos repite que ahora lleva el 23 de piñón, y que por eso se le ha visto especialmente atrancado en los últimos metros. El otro duda si está subiendo ahora mismo con el 21. Discuten. Llevamos los nervios a flor de piel. Su pedaleo no sufre modificación aparente, aunque sí aumenta el movimiento de los hombros y los cabezazos a ambos lados en busca de una cadencia no sólo de pedaleo, sino del cuerpo entero. La guerra, la batalla final está siendo, pues, no a costa del tiempo, sino de los últimos focos de resistencia que aún le quedan en su organismo. Nos alejamos de la curva 4 tras haberla pasado con cierta rapidez. No lo entiendo. Tan pronto cada segundo, cada instante se me hace una eternidad, como sucede a la inversa. Empiezo a creer que todo está puesto al revés. El tiempo va hacia atrás, y las distancias se alargan inexplicablemente. Pero ahí queda esa curva, y allí, un poco más próxima, la parte final de la culebra multicolor que la multitud forma en la carretera. Nuevos carteles avisando de las pendientes al 10 % de desnivel. Apartamentos. Les Terrases d’Huez. Aunque sin excesiva convicción, una voz murmura: «Parece rodar más fuerte.» No lo noto. ¿Será el 23, o quizá el 21? Sólo veo, siento y oigo el clamor del gentío. Y los cláxones. Y cuando, cada varios segundos, veo que Jabato sigue con su movimiento de hombros y de cabeza, paulatinamente más inclinada hacia el manillar, pienso que es imposible que no haya cejado en su esfuerzo. Sé, como médico especializado en estos temas, que en todo organismo hay un proceso de adaptación a la normalidad luego del absoluto desgaste físico. Ciertas estructuras celulares se regeneran casi en la misma proporción a la que se van destruyendo. Pero debe de haber un tiempo mínimo para darle oportunidad a los músculos a reaccionar. A esa especie de balanza salvadora en situaciones críticas la llaman equilibrio homeostático, y éste se rompe a causa de procesos degenerativos como el que está sufriendo Jabato. Dónde y cómo ha logrado regenerar anabólicamente esos procesos, invertir su incidencia en el organismo, es algo que no sé. No encuentro una respuesta lógica. Sus músculos trabajan sin apenas oxígeno. El glucógeno que le quedaba también lo debe de haber gastado, y con toda seguridad hasta reciclado. El ácido láctico le recorrerá de arriba abajo, creándole una sensación de dolor que se incrementará conforme aumente el esfuerzo, y también cuando simplemente se mantenga. Su caso es peor: cada vez debe exigirse más. Todas esas ideas rebotan en mi cabeza como gotas de agua en el fondo de un hondo y hueco recipiente. No tienen nada que ver con la realidad que estamos viendo, con las imágenes que todos seguimos tensos y a ratos sin respirar, pero lo cierto es que esa carrera que se está desarrollando en el cuerpo de Jabato es aún más competida y despiadada que la etapa de hoy.

Por conocer detalladamente el funcionamiento y las prestaciones de los ciclistas en situaciones de máximo esfuerzo, y por haber trabajado en ese aspecto concreto con Jabato a lo largo de los años, me atrevo a suponer que es sólo la fuerza de voluntad la que está llevándolo adelante. Los favoritos han ido, como suele indicar la lógica y un planteamiento razonable de la etapa, de menos a más. Lo contrario a él, quien, consciente de sus limitaciones en la parte final de la carrera, pero también esperanzado de su fuerza al inicio y del desconcierto y las dudas de los favoritos en esos momentos, lanzó su furioso ataque en la Croix de Fer y lo mantuvo como pudo a partir del Télégraphe. Sabe lo suficiente de ciclismo como para haberse puesto en la cabeza de esos hombres que ahora son sus perseguidores. Habría actuado igual que ellos de hallarse en su lugar. El primer pensamiento de esos corredores al enterarse del ataque debió ser: «Dónde irá ese chalado, con lo que queda aún de etapa. No llega sano ni a la Croix de Fer.» Una vez coronado el puerto, y al conocer las referencias, pensarían: «Qué modo de tirar, es increíble lo fuerte que va para ser un ilustre veterano. Lo pagará dentro de poco.» Jabato, zorro viejo con muchas heridas psíquicas a rastras, sabía perfectamente que en ese largo, sinuoso y feroz descenso hasta Saint-Jean-de-Maurienne, ni las motos oficiales de la organización ni los autos de los equipos iban a tener acceso fácil a los corredores. Casi treinta kilómetros sin referencias. Fue la bajada de su vida. La diferencia entre él y el resto, posiblemente, haya sido que él se jugó la vida. Eso, en un descenso tan largo, significa minutos que van sumándose. Para cuando les pudieron informar en el avituallamiento, la diferencia era inamovible, el hueco ya estaba abierto. A partir de ahí debía mantener lo posible e ir perdiendo lo inevitable. Curva 3 a la vista, tras una enorme pancarta con el nombre de varios ciclistas holandeses. También se lee el de Jan Luders que va en el grupo perseguidor. La moto de los tiempos se ha quedado algo atrasada, tal vez atascada. El griterío aumenta. Un muchacho en zapatillas y bañador le acaba de volcar una botella entera de agua por la cabeza. Jabato pierde la relativa línea recta que parecía mantener desde hace un kilómetro. En todo ese tiempo no se ha alzado ni una sola vez del sillín. El impacto del agua debe de haberle sorprendido, haciendo que vacilase en su intento por no salirse de una trayectoria salvadora que él se habrá trazado mentalmente en la carretera.

En plena curva 3, y sentado todavía. Es como si estuviese reservando para más adelante el momento de auparse. Bravo, campeón. Aún nada está perdido, nada si tú así lo crees. Los lleva muy cerca, pero da igual. La gente también parece creerlo. Y la voz medio afónica y ahora de tono grave de Daniel Mangeas en Radio-Tour. Todos están contigo. Todos valoran tu sobrehumano esfuerzo y dudo que haya alguien que no se sienta conmovido, emocionado por lo que intentas. Es una pena que vayas hundido en tus sensaciones sin nombre ni forma. Todo este desbarajuste es por ti. Pero tú te irás repitiéndolo cada poco rato:

Ya llego.

Veo la cumbre.

Pedalearé hasta ese cartel de ahí.

Y al poco, como si esos pensamientos hubiesen sido arrastrados a un remoto rincón de la conciencia, vuelves a oír un mazazo que te sacude el cráneo en forma de orden. Oyes tu propia voz:

No sigo.

Son cosas así las que piensas. Piénsalas si lo deseas, pero por lo que más quieras sigue adelante. Te habrás preguntado en algún momento: ¿y si me paro aquí mismo? Dudas de si toda esa gente, no ya tu gente que somos nosotros, sino esa desconocida vorágine que te envuelve y anima, se sentirá también decepcionada. A ratos has pensado que sí. En los peores instantes crees lo contrario. Les parecería lo más natural. «Hasta aquí ha llegado», dirían con pena. Y no. A fin de cuentas es tu dolor, tu esfuerzo, no el suyo. Sacudes la cabeza y vuelves a zambullirte en tus pesadillas. «No puedo más», repítelo mientras pedaleas. Pero sigues porque debes hacerlo. Ahora es ya tu obligación moral, y ni yo mismo me habría atrevido a pensar algo así en las rampas iniciales de esta montaña fantasmal en la que, esa sensación tienes, todo ha empezado a adquirir desde hace rato tonalidades fosforescentes, bruscamente salpicadas con arrebatos de luz que estallan ante tus ojos como un flash inesperado. Pero ahora, y yo que te conozco lo sé mejor que nadie, debes hacerlo ya no por la multitud que te aclama, ya no por tu gente más querida, sino exclusivamente por ti. Tienes demasiado orgullo para ceder ahora. Demasiado rato coqueteando con un nivel de desgaste físico que acabaría con muchos otros corredores como para no arriesgar justamente ahora que crees ver una pequeña luz al final del túnel. Porque estás en un túnel sin oxígeno. Sólo percibes olor, tu propio cuerpo, mojado y chorreando como si acabases de ducharte, huele a algo especial. No es sudor, no es posible. No tanto. O quizá sí. No es desagradable, tampoco estimulante, tan sólo huele. Puedes oler cuanto te rodea. El asfalto, el carburante quemado de los vehículos, la montaña entera, la gente, todo huele. La multitud huele. Como tú, y a su manera, segrega cantidades considerables de adrenalina. Y tú, de pronto, crees que te has convertido en un bulto que pedalea y no es capaz de sentir, ver u oír, pero sí de percibir hasta el menor olor. Un instante después, todo hiede. Te marea ese olor. Ya sentiste antes esa especie de asco que te entró por la nariz hace un millón de curvas más o menos como esa última curva malnacida que acabas de superar. ¿Lo has hecho realmente? No lo sabes. Mirarías para atrás, pero te da miedo hacerlo por algo que, empiezas a intuirlo, no va a favorecerte si se confirma. No se trata de que dudes de si aún te quedan fuerzas para ladear mínimamente la cara y observar de reojo el tramo de carretera que acabas de superar. Lo sabes de sobra: no te quedan fuerzas para eso. Ahora no puedes gastar ni un gramo en movimientos superfluos, por mínimos que éstos sean. Si, y en contra de lo que piensas, por casualidad te quedan escondidas en alguna parte, no vas a malgastarlas en un gesto suicida, como hiciste en el descenso de la Croix de Fer. Ahí te jugaste la etapa y el honor. Ahora te juegas la vida. No al revés. Si hicieras ese gesto viendo por fin aquello que temes, entonces sería el final. Tu veteranía y tu instinto te lo dicen. No hagas el gesto, por favor. Sé inteligente o sé loco, pero no lo hagas.

Veo banderas mecidas por un ligero viento que sin embargo no debes notar en el rostro, en los pulmones. Eso piensas. Banderas. Y de pronto, mientras reflexionabas caóticamente sobre el extraño fenómeno que consigue mover esas banderas sin que a ti te llegue una miserable gota de aire, has estado a punto de decirlo: «Dios mío.» A lo mejor incluso llegaste a decirlo unos metros atrás. Dios mío. Tú, que nunca fuiste a misa ni tuviste ideas religiosas. No sabes si has llegado a invocarle a causa de ese nuevo aguijonazo de dolor que acaba de traspasarte. Te ha nublado la visión. Un amago de náusea. Percibes el temblor de tus labios, y la debilidad en las manos extendiéndose hacia los codos como si de cosquillas se tratase. No lo soportas. Te sientes ridículo, patético, vencido. Tu gente. Molledo. Te ha venido como una ola contra el rostro. Te atragantas de Molledo, de seres queridos a los que ves sufriendo por ti. Te encorajinas, maldices, pedaleas. Estás casi vencido. No sientes nada. No sientes. El dolor que percibes es superior a una sensación concreta. Más que un concepto hiriente es una idea global que te parte en dos. No esperabas esa nueva trampa de la carretera. El 14 % de desnivel te ha hecho mentar a Dios inconscientemente. Otro rayo de dolor te ha sacudido como si fueses una cometa. Otra vez el garfio que te desgarra las entrañas. Se te humedecen los ojos del dolor, pero no harás el gesto. ¿Dónde estás? ¿Dónde se esconde el viento que casi te tira al suelo? Otra vez ese cuchillo que te entra por los talones y te sube hasta la pelvis.

¿Quién te lo clava? Y ese fuego insoportable en las piernas. Pero ¿cómo es posible? ¡Si no te notas las piernas! No puedes más. Vas a darte por vencido. Pedaleas, ahora sí, completamente por inercia. El 15 % te mata. Dios mío. De nuevo se te ve tambalearte, no puedes. Tus labios tiemblan. Una riñonada más, campeón, venga. Por un instante parte de la multitud enmudece. Han visto que dentro tuyo algo se sacudía como una culebra apaleada. Pareces un trapo mojado al que agita la ventisca. Es ahora cuando debes de estar diciendo para tus adentros: «Me bajo.» Has dejado de pedalear. Quizá un segundo. Entornas los párpados. Dios mío, pienso. He cerrado los ojos. Es como si te leyese el pensamiento: «Me bajo.»

No puedo hacer nada, valiente, no puedo. No sé si taparme la cara como ahora acaban de hacer los dos mecánicos. Se les ha contagiado la desesperación, también ellos afónicos de tanto gritarte, y, como el avestruz, deciden que no quieren ver la evidencia. Yo sí miro. Te mueves: bielas, moveros. Me veo a mí mismo diciéndole, pensándolo con tanta intensidad que ni siquiera sé si han llegado a exteriorizarse esas palabras. Arriba y abajo. Poco a poco pero incesantemente, como agua que corretea entre piedras y musgo, allí en nuestro río de los Llares. Los mecánicos han visto que una biela no bajaba, todo el mundo lo ha visto. No han podido esperar un poco. Se tapan la cara. Yo no sé si hacerlo. Como tampoco sé encoger la boca, igual que le pasa al director-técnico, que sufre por ti. Sufre, como todos, hasta lo inimaginable. Ahora me doy cuenta de cuál es la frontera de tus auténticas limitaciones físicas. No sé nada, lo reconozco, de tu fuerza mental. Y precisamente por esa razón, a diferencia de lo que les sucede a mis compañeros de viaje, sigo teniendo fe en ti.

También yo he visto que esa biela no bajaba, que se quedaba ahí, a medio camino del círculo fatal, en una especie de estéril y dramática suspensión. También yo he visto tu cabeza caída. Y he dudado, pero nunca creí que dejarías de pedalear. Antes te desmayarías y, en el suelo, sin sentido, intentarías seguir pedaleando. Si alguna vez, antes de expirar, sufres estertores, sé que pedalearás. Así eres, así fuiste, así seguirás siendo. Más banderas. ¿O son las mismas de antes? Ha llegado el momento definitivo, muchacho, pese a que en otras ocasiones puedas haber pensado algo parecido. Son muchas Vueltas, muchos Giros, muchos Tours. Siempre esperando no algo, sino todo de ti. Y tú, estuvieses harto o no, enfermo o no, siempre dispuesto a dar cuanto llevas dentro. Pues bien, todo cuanto has pasado era broma en comparación a lo de ahora. El mundo entero te está mirando y contiene el aliento. Esa biela dubitativa casi nos mata. Con tu efímera vacilación has dejado muda la voz de Radio-Tour. Emitió un chasquido gutural y dijo unas palabras sin traducción posible a nuestro idioma, una especie de jaculatoria en lo que debe de ser parisino de suburbio. Otra vez. ¿Te paras? Dejas de pedalear. El tiempo se ha detenido. Dios mío. El tiempo justo de un parpadeo. Se nos acaba de atragantar la realidad entre los ojos. Una fuerza misteriosa traspasa nuestra garganta. Hemos dejado de respirar y parece que la montaña entera también se haya quedado estática y en silencio. Antenne-2 enmudece.

Un silbido en tu mente. Como si un lobo te aullase en el pecho. La saliva te cae por encima. Cuelga en flecos transparentes que tiemblan, suspendidos de tu barbilla. Y yo me escapo, corro a refugiarme en una imagen pretérita, una imagen que me salve. ¡Rápido! Hubo un tiempo en el que tú eras «el chaval que sube con un 17 y sentado». Pasmabas a todos. Ya entonces había gente que por tu manera de ser al margen de las carreras, pero también en ellas, te denostaba implacablemente. Eran demasiados los que te criticaban por tu forma de plantearte la competición. Hoy, ahora, hasta hace unos instantes, habrán tenido tiempo para recrearse en su desprecio secreto o manifiesto, y quién sabe si también en su animadversión declarada en algunos casos. Te han visto ir sucumbiendo a lo largo de esta última parte de la etapa en la que, según ellos, se habrán puesto de manifiesto una vez más todos tus defectos. Han visto cómo ibas hundiéndote igual que un imponente transatlántico que se va a pique entre los hielos, en medio de un silencioso blanco que en el fondo no parece sino estruendo cuyo eco es devuelto por el gélido vacío de ese continente sumido en la perpleja eternidad del frío. De esa manera te has venido abajo. Siempre fuiste irreflexivo, sincero, orgulloso. Todo les da la razón. Pero sospecho que incluso ellos habrán sentido una punzada de amargura al verte así. El francotirador abatido. La visión no es habitual: tú, un corredor con defectos pero de raza y a la antigua usanza, un ciclista avec panache, tú dejando de pedalear. Increíble. Provocándoles un mínimo esbozo de congoja, posiblemente has conmovido incluso a quienes dificultaron en lo posible tu carrera como profesional y de paso tu vida privada. En ciclismo, como en la vida, no se suele perdonar a una persona que siempre ataca. Y tú lo has hecho siempre. Tal vez hoy esos otros lobos, los que no están en tu pecho sino en tu pasado, guardasen un prudente silencio en la Croix de Fer, sorprendidos por tu demostración de fuerza y coraje, aunque se empezarían a frotar las manos en el Galibier. Dudo que hayas tenido la lucidez suficiente como para acordarte de ellos, pues en situaciones como la tuya uno sólo recuerda a quienes ama, porque sólo ellos dan sentido a su vida. Los otros, a partir de Bourg-d’Oisans habrán sido macabramente felices de contemplar tu ruina por la pantalla. Con Eurovisión retransmitiéndolo y a la hora punta de audiencia en una espléndida tarde de verano. Reyes de taifas en sus mundos privados de opiniones sabias, nadie ni nada les habrá contradicho. Pero algo me dice que quizá ahí, a la salida de la curva 3, también a ellos les has partido el corazón, justo cuando acaso tú también creíste que se partía el tuyo en pedazos. A fin de cuentas eres un compatriota. «¡Y con su edad!» Ese breve instante sin pedalear, esa vacilación sobre la bicicleta que nos pareció eterna. Hay que ser excesivamente cruel para no ponerse en tu lugar. No se trata de saber más o menos de ciclismo. Se trata de sensaciones físicas que pueden verse y casi tocarse. El sufrimiento de una persona no deja impasible a casi nadie.

Ese chaval que sube con el 17 y sentado. ¡Resucita!

Llegó el momento de hacerse hombre. ¡Venga!

¡Ahí está! ¡Sí! Vuelves a pedalear y el clamor arrecia a tu alrededor. Ese chaval que subía con el 17 y sentado es ahora un hombre haciendo grotescos requiebros en el aire. ¡Has logrado alzarte! Los mecánicos suspiran con todo lo que llevan dentro. Los dedos del director-técnico se destensan sobre el volante. Él, como todos, te ha visto parado. Es posible que haya adelgazado medio kilo en estos últimos segundos. Del susto. Reconozco que, también para mí, han sido los segundos más largos de mi vida. Tu pesadilla es obtusa y lineal, simétrica. Mala por un lado, peor por el otro. Tu pesadilla es equinoccial. Así, pedalea en bailón, aunque sean piruetas amorfas y discontinuas, como si intentases pisar huevos en el aire dentro de una cabina sin gravedad, como las que utilizan los astronautas.

Miras la rueda delantera inclinando un poco la cabeza. Crees que has pinchado. Algo vuelve a desmoronarse dentro tuyo. Un pinchazo ahora no, imploras en silencio. Gimes de rabia. Abres la boca. El aullido sale hacia dentro, esófago abajo. Notas cómo cede el tubular, cómo se hunde en la calzada. Va a tragarse la bicicleta, y después a ti. Logras sacudirte el sudor, tragas, masticas sal, pero ves que no es así. Ha sido otra trampa más de la mente. Te conozco, intuyo los síntomas, adivino tus reacciones. Poco antes creíste que el cuadro de tu bicicleta, a la altura de la barra horizontal y por la parte del eje del pedalier, se movía como si fuese una gruesa cuerda. Las bielas se volvieron de goma y notaste arena en la sangre, espesándola. Otra vez crees llevar polvo de vidrio en las arterias. Quieres pedir ayuda, pero ¿a quién? No puedes. Cristales. ¡Llevas cristales dentro! Vas a desangrarte. Esa idea te obsesiona mientras ves que lo sólido e insustancial adquiere movimiento. No lo mires y fija la vista en aquello que aún no se desintegra interiormente. Una vez más engáñate a ti mismo y di: «Ésa de ahí es la última curva.» Hazlo con obstinada frialdad. «Detrás de esa curva aparecerá la meta.» Ahora es cuando puedes y debes hacerlo.

La voz de Radio-Tour vuelve a rugir. Sé por qué. Acaban de aflojárseme las piernas. Suponía que de un momento a otro habría que afrontarlo. Ya los tienes ahí, chaval. Las fieras. Ha pasado la moto junto a ti, mostrándote la pizarra. ¿Eres capaz de leer lo que pone? Debes de serlo. Sí, es cierto. Sencillamente se lee: «41». Es suficiente. No han tenido tiempo más que para garabatear ese guarismo. Dos cifras y dos palitos. Te lo dije antes con el pensamiento: llegó el momento más importante de tu vida. Ahora es mejor que no recuerdes a Guillermo ni su consejo de que a ciertos puertos había que tratarlos de usía, pero sin mitificarlos en exceso. Esta vez no puedes tomártelo ni a broma, ni como enredando. Y mucho menos a risa. Piensa, y enfurécete con ese pensamiento, que tus enemigos, los del sillón y del comentario mordaz entre cigarrillo y copa, se están deleitando con tu calvario. Hasta a esos enemigos se les ha helado la risa. Instintivamente están contigo, aunque alguno aún silabee viperina y modosamente: «Era de esperar.» Si tú caes, contigo caeremos todos. Si resistes, nos darás una de las mayores alegrías de nuestras vidas. Sigue batiéndote contra el tiempo, esa cosa intangible e inexistente que te tritura pero a la que todavía vences por puntos en un combate despiadado. Tienes cuarenta y una posibilidades de ser. Cuarenta y una de caer.

Se te hará interminable esta carretera hasta la entrada al pueblo, donde la pendiente por fin doblega su resistencia y, humilde, se entrega, se rinde a quienes la conquistaron. Depende de cómo vayas en el último tramo, aún te restará una eternidad hasta la meta. Cuarenta y una eternidades a tu favor. Recuérdate hace apenas un año, llorando a solas, sobre el sofá en tu piso de Madrid, queriendo dejar de ser, de existir. Si quieres puedes nacer de nuevo. Piensa que todo lo tienes ahí mismo. A varios golpes de pedal, a un golpe de ojo. Pero no ves. Además del cansancio, el sudor te lo impide. Sólo distingues unos metros por delante tuyo, y aun eso sigue siendo una especie de piscina llena de líquidos fosforescentes como viscosos, de tonos fucsias, resplandecientes, con miles y miles de cigarras. Las fieras salen en televisión. Están mucho más que cerca. Demasiado cerca, Jabato. Acabamos de pasar por donde ellos ruedan ahora. La fiera holandesa se ha puesto al frente y tira del grupo con todas sus ganas. Ése es tu peor enemigo, intúyelo, aunque no puedas girarte. Visualízale como has estado visualizándote interiormente durante toda la etapa. Son tantas las montañas que has escalado así, no imaginando sino viendo enfrente tuyo una pantalla en la que podías observar tu pedaleo, que ahora bien podrías volver a hacerlo, aunque fuese por última vez. Debes intentarlo. El líder se deja abrir camino, pero va fuerte y al ritmo del holandés. El francés les sigue como puede. También sufren el duro desnivel de ese punto ciego de la curva 3. ¡Van castigados porque son hombres como tú, maldita sea! El coche del equipo de Santini ha conseguido situarse junto a él, le dicen algo. Parece no atender a esas indicaciones. Es muy importante lo que le hayan comentado, sobre todo porque si va sobrado de fuerzas puede intentar acelerar un poco más. Ahí te la juegas. Pero no olvides que son hombres como tú. Cazadores, pero hombres.

Crees que tragas polvo, que lo masticas. Necesitas escupir porque algo te oprime el pecho. No hay tiempo, Jabato, no lo hay, ni siquiera para eso. Trágate la saliva putrefacta. Sientes una arcada. No es la primera. Ha sido leve. Aguantas. El manillar sigue deshaciéndose ante tus ojos, como si fuese de manteca. De repente te quema los dedos. Los apartas del metal, buscas refugio en la cinta. Pero la cinta también arde. Te sorprendes de la brusquedad con que hiciste ese anterior movimiento. ¿Significa que aún te queda algo de fuerza? Quieres sentir rabia y sólo notas una debilidad teñida de enfado. Oyes a la gente, intentas mirar sus rostros crispados. Venga, un poco más. Lo oyes en todos los idiomas, es la misma multitud que desde hace una eternidad realiza una serie de aspavientos que pertenecen a un dialecto gestual común que hoy, precisamente hoy, te desconcierta. Lo percibes como ajeno a ti. Esta montaña es una inmensa Torre de Babel que te anima a coro. Sólo a ti. A los otros simplemente les aplauden. Les jalean aquí y allá, según su nacionalidad y la de los grupos de aficionados que se sitúan en determinadas zonas del recorrido. Pero los otros, los perseguidores, pedalean al unísono. Tú no. Vas más solo que nunca. Tú, que siempre buscaste la soledad en carrera, tú que únicamente ahí hallabas la comodidad necesaria para vencer. Ahora darías cualquier cosa porque una rueda lenta y misericorde te marcara un ritmo suave, constante. Así lograrías una pequeña recuperación y, tal vez, fueses progresando en velocidad. Pero estás solo. Nadie evita tu frío, tu hambre, tus molestias, tu irracional desconcierto, tu inclasificable miedo. Solo como únicamente volverás a estar en la hora de tu muerte, no lo dudes. O quizá me equivoque: solo como te sentirás al encontrarte frente al espejo si ahora dejas de pedalear, si aflojas. Porque será distinto si esos que vienen por detrás te rebasan. Entonces se te hundirá el mundo. Sentirás desesperación por una parte: «Para qué tanto esfuerzo.» Pero quizá un mínimo alivio por otra: «Finalmente puedo cejar en mi empeño.» E incluso orgullo: «Hice cuanto pude.» En cualquier caso te mirarían todos con respeto. Lo intentaste. En cambio, si te hundes por completo, si dejas de pedalear y pones pie en tierra, tu hundimiento será absoluto. Inspirarás pena. La historia no se escribe con los hombres que dejan de pedalear y se rinden, lo sabes mejor que nadie. Durante dos días se hablaría de tu intento heroico, de tu gesto valiente, de tu hazaña a medias, pero casi en el acto serías historia. Historia de segunda clase. El capítulo «Voluntariosos» se abriría con tu nombre. Pero entre otros muchos, no te hagas ilusiones. Sólo resta una posibilidad de que vuelvas a mirarte en el espejo sin agachar la vista: vencer o intentarlo. Y para eso debes seguir como hasta ahora. Estás solo y ya ves la curva 2, que aparece a un centenar de metros, allí, donde montaña, cielo y tierra se te antojan inalcanzables.

Tu soledad es puro dolor disimulado, y el dolor es tan inmenso que a su vez engendra en ti nuevas parcelas de soledad. Se incendian, y tú lo haces con ellas. Nunca en la vida habías ido tan lejos en la ruta del dolor. Se trata de un dolor insoportable, piensas. Nada de lo conocido antes tiene que ver con esto. Ante tamaño dolor sólo hay dos opciones: gemir o pedalear. Antes intentaste gemir. Fue en vano. Pedaleas gimiendo, lo sé. No existe el dolor, repítelo. Pedalea, vocalízalo, pedalea, deletréalo dando un par de pedaladas más, o cuatro o seis. Venga, así. Esa rata de cloaca que merodea por tus riñones y que roe tu espalda es una alucinación más. Pedalea, fija los ojos en el inicio de la curva aunque esté lejos, y pedalea. Sólo eso es real, tu pedaleo. La alucinación no cuenta. Lo abstracto, como el tiempo, es tu enemigo. Sientes otra náusea, esta vez más fuerte que la anterior. Vienes casi desde el comienzo de la ascensión intentando no pensar en la evidencia de que te mareas poco a poco. Y no es cierto: en realidad sientes mareos que te sacuden como ráfagas de viento. Y las náuseas, al principio ligeras insinuaciones, como pequeños nudos de angustia en la garganta o como si una pluma áspera revolotease por el interior de tu cuerpo, han ido convirtiéndose en otra cosa. Ya no son plumas sino escamas. Ya no revolotean, te rozan, se te clavan. Con mareos o con náuseas, no vas a pararte ni aflojar ahora porque no puedes hacerlo. Tu destino es seguir. Piensa en lo que sea. En esa hierba de lo alto, en el flanco más pronunciado de las praderas que están cerca de la estación de esquí. En aquellos árboles secos. Pon de nuevo tu atención en el asfalto y en las pintadas que vas leyendo, aunque no entiendas lo que dicen. Son simples acumulaciones de letras sin significado, incompletas porque miles de pies tapan esos nombres. Puedes permitirte incluso volver a tu infernal recuento: «No puedo más.» «No sirvo.» «No sigo.» «Me bajo.» Pero hazlo en este orden. Hazlo unas pocas veces más y habrás cumplido tu objetivo. Olvida el «Me bajo», porque eso es lo único que ya no puedes hacer. Céntrate en lo otro: «No puedo más.» «No sirvo.» «No sigo.» Ve diluyendo esas palabras, esquiva sus golpes en la base del cráneo, elude el creciente escozor en los tímpanos. Claro que no puedes más. Qué importa que creas que sirvas o no. El caso es que no te detienes. Sigues. Así que repite una y otra vez: «No.» Cada pedalada entera que logres dar, biela arriba, biela abajo, date el premio de gritar interiormente: «¡No!» Miéntete siempre que tu pedalada surque una rotación íntegra. Trescientos sesenta grados, ni uno menos ni uno más. Rotación entera y «¡No!». Pedalea cuadrado, no importa ya, pero al menos ten la seguridad de que has dado entero el círculo interior e invisible del cuadrado. En tu incursión en el dolor, y gracias al pedaleo, vuelves a creer que descubres la cuadratura del círculo, ¿recuerdas? También en eso eres pionero. Dicha fórmula te pertenece, es tu secreto. Ahora no eres nadie. Sufres para ser alguien. Sólo de ese modo encontrarás la dignidad que creías perdida desde hace algunas temporadas. Ya no se trata de respeto a sí mismo, sino de sobrevivir. Quizá lo primero pudiste encontrarlo en tu ataque de la Croix de Fer, pero aquí y ahora sobrevivir es vencer. Intenta no perderlo de vista: la historia no está hecha de los derrotados o de los que acaban aflojando. Lo grave es que la historia tampoco está hecha de los que llegan segundos. Ése es tu reto. Piensa: «No», y te encontrarás a ti mismo diciéndote: «No voy a detenerme ahora.» «No cederé.» «No.» «No.»

Otro cartel que avisa de la cercanía de un teléfono. Altitud, 1.669 metros. Curva número 2, a la izquierda. Ahí la tienes. No, no y no. Pedalea. Sobre todo ahora más que nunca: no mires hacia abajo, por esa parte de la montaña que queda en la profunda hondonada, parcialmente tapada por la multitud. Sólo parcialmente. Porque si vieses lo que te viene por ahí, a un tiro de piedra, volverías a retomar tu cantinela: «Me bajo.» Ahora soy yo el que en silencio te lo pide. Ahora soy yo quien, pese a no tener ideas religiosas, me veo liberando la tensión con palabras que en realidad no son más que pensamientos, ideas inevitables que carecen de lógica, pero acaso no de sentido: por Dios, no te gires ahora.

Escucha el griterío alarmado de la masa, óyelo desde tu mortificante aturdimiento. Quieren que sigas. No te piden que venzas, no te lo exigen. Tan sólo que sigas sin mirar atrás. Si pudieses alzar un poco la cabeza verías el final de la pendiente. Allí empieza el pueblo. ¿Lo ves? Todo llega. Nadie te ha engañado dándote falsas informaciones de lo que faltaba para acabar. Ha sido tu propia fatiga. Así castiga la montaña. En el fondo sabes qué significa ese aumento de intensidad en el griterío, esos gestos y rictus especialmente desencajados. Lo sabes. Inspiras una profunda lástima. Sé que también tú estarás diciéndotelo a tu manera: «Dios mío, ahora no.»

Has vuelto a sacudir compulsivamente la cara, y el sudor salpica en todas direcciones. El primer plano de Antenne-2 enfoca tu rostro encogido en una mueca dramática que habrá visto medio mundo. Algo te salva aún. Sólo hay tres personas que, deseando verlo más que nadie, no han podido observar esa expresión de impotencia y esfuerzo: los que vienen detrás. Llevan mucho rato pedaleando con denuedo porque saben que cuando lleguen al lugar donde pasas ahora no verán tu rostro, pero sí tal vez tu espalda. La verán a lo lejos, evanescente aunque alcanzable. Pero el olor a sangre resulta inconfundible para quien se alimenta de ella. Es la diferencia entre el depredador y su presa. Ésta huele a miedo, a muerte. Aquél a alimento, a vida. El maillot amarillo observaba con insistencia la pizarra con las últimas referencias. En unas imágenes ofrecidas hace poco, aparecía otra cifra escrita debajo de la que indicaba el tiempo de retraso que llevan respecto a ti, esos cuarenta y un segundos que son un soplo o un universo, según se mire y según se vaya. Debajo de esa cifra se leía otra muy explícita: «39», que hacía referencia a lo que el belga, descolgado por detrás pero quizá recuperándose poco a poco, iba perdiendo respecto a ese trío comandado ya siempre por Santini. Seguro que éste aún ha mirado con más interés esa última referencia que la que les mostraba tu menguante ventaja. Ahí está decidiéndose su auténtica batalla. Para aumentar esos treinta y nueve segundos, tira con firmeza, a menudo incluso en bailón, poco habitual en él, y otras echado hacia adelante, pues de nuevo el holandés se ha resignado ante la imposibilidad de marcar un ritmo fuerte, prefiriendo que sea el maillot amarillo quien lo haga. Pero esos tres han entrado ya en el juego de las reservas. Marchan a tope aunque con la obsesión de guardar un poco de fuelle para el final. Debe de ser la táctica de Jan Luders y acaso también de Arnould, a los que no se ve tan pictóricos como al líder, imperturbable y haciendo gala de una asombrosa fuerza muscular que se traduce en un pedaleo elástico y cómodo. Además de utilizar bielas grandes, debe de usar un plato de 40 dientes, pero sabe moverlo con rapidez, ésa es la clave. Va a lo suyo, a sacar el mayor tiempo posible al segundo clasificado en la general. El holandés, progresivamente agotado, seguirá soñando con un triunfo de etapa. El francés, ostensiblemente mermado, y luego de haberse portado como un gallito de pelea en varias fases de la etapa, sólo lucha por mantener lo que tiene. Se deja llevar, pero sabiendo que si resiste el impecable ritmo impuesto por el líder puede encontrarse en el segundo lugar de la clasificación general, caso de que prosiga la pérdida de tiempo del belga. Éste atraviesa ahora, según lo muestra la televisión, por uno de los peores tramos de la ascensión, el de Huez-en-Oisans. Va como no se debe ir: solo. Igual que tú. Pero eres tú quien ha de tener presente que en cuanto el líder te vea aparecer al final de la carretera, quizá se olvidará de Eric van der Laer y de los dos que lleva pegados a rueda, e irá a por ti. Nacerá súbitamente su instinto sanguinario, su conciencia de campeón. Pese a que no es un corredor voraz, justamente ahí y en tal momento se convertirá en una perfecta máquina de devorar metros, segundos. Tu debilidad será su fuerza. Cada metro que pierdas será un metro que él gane. Y será el color de tu maillot el que le cegará, atrayéndolo sin remedio como la magia del fuego atrae a la mariposa nocturna, inmolándola en esa fascinante hoguera. Sólo que él es el fuego, y tú la mariposa. Los depredadores aún no te han visto, pero te saben ahí. Para ellos también es vital llegar a verte. Si hubieses subido por esta carretera en un día normal y soleado, entrenando, es probable que hubiesen estado viéndote desde que dejaste atrás la iglesia de Saint-Ferreol. A ratos te perderían de vista en algún recodo de la montaña, pero volverían a tenerte en el punto de mira, allí, en cualquier otra zona del zigzag de la carretera. Hoy te salva la multitud. Es mucha gente, mucho calor, demasiadas curvas como para ver con claridad desde abajo. Si han mirado hacia lo alto, quizá hayan podido saber dónde te hallabas al buscar la referencia visual de nuestro auto con bicicletas en el techo. La multitud impedirá la visión de los otros coches y de las motos, aunque estas bicicletas sobresaliendo en el aire como púas de un erizo pueden haberles dado la información que necesitan. Sigo aferrándome a la idea, o a la esperanza, o a ambas cosas juntas, de que también ellos sufren y creen que es imposible pasarlo peor de lo que lo están pasando ahora mismo. Bastante tienen con pedalear y no descolgarse unos a otros como para encima estar buscándote, erguido el cuello y tensa la mirada, entre esos cientos de miles de puntos de color. Así va a ser mientras no te vean.

Pero cuidado con lo que vendrá después de esa curva que ahora superas con un ritmo quizá mayor que el que llevabas hasta el momento. Apartamentos de montaña a la derecha. Cartel de «Chalets». Más praderas verdes a la izquierda y en dirección a Grenoble, por encima de la gente. Tocas el cambio. Buscas el 23, o tal vez has decidido que el 21 te llevará hasta el final. Pero vuelves a aflojar lastimosamente. Y la mano derecha va a la palanca del cambio. Es ésa una mano frágil y temerosa tanteando antes de efectuar una operación que por lo común se suele hacer en apenas un instante. La tuya es una mano-interrogante. Las tuyas son unas piernas-plegaria. Pero tú eres un hombre-encrucijada. Te alzas. Te retuerces. Te sientas, caes otra vez como un saco sobre el sillín. Intentas empujarte con los hombros. No sirve, ya no. Resoplas. Inclinas la cabeza hacia el suelo, como si quisieras posar la frente en el tubo horizontal del manillar. Hoy no llevas cronómetro, desechaste usarlo para no saber tu velocidad. De llevarlo, descubrirías espantado que estás subiendo a poco más de quince kilómetros por hora. Algo inaudito. Por enésima vez las manos van del frontal del manillar a las gomas de los frenos y regresan al manillar. ¿Qué haces? No, así no. Decide una posición y ya no la modifiques, pues en cada movimiento pierdes fuerza y también tiempo. Ésa fue siempre tu máxima, que ahora olvidas como olvidas incluso quién eres. Repítelo por última vez: el culo quieto, apalancado y hacia atrás, más quietos aún los hombros, y sólo un ligero balanceo de la cabeza, como para agradecerle al aire que te permita entrar en él. Deslízate en su seno, suavemente. Hoy no es el día de la depurada técnica. Te sujetas en el frontal del manillar como en un gesto de ir a rezar. Aprietas los dedos en torno a ese cilindro cromado, principal y verdadero testigo de tu agonía. Posiblemente él, de tener conciencia, sabría que en efecto estás rezando.

Ahora no puedes reducir el ritmo que llevas, por lento que sea. Los mecánicos, sacando voz y entusiasmo de no sé dónde, te gritan de nuevo desde el auto. Sus expresiones de ánimo, agudas y en un tono decididamente frenético, pasan sobre el director de la carrera, que lleva todo el rato medio cuerpo asomando por la parte superior del descapotable rojo. Has salido de la curva y afrontas una larga recta que te llevará al cartel más deseado con una simple cifra: 1. La carretera te castiga otra vez. Es ahora cuando psicológicamente estás pagando el gasto puramente físico que realizaste en las últimas horas sin darte un momento de respiro. Es ahora cuando pagas también la presión del ambiente, la tensión emocional. Todo ello se traduce en cansancio, en dolor. Crees conocer todos los secretos posibles en la senda del dolor. Te vemos renquear. Aflojas. ¡Estás aflojando! Algo hay que hacer. Me zumban las sienes.

¡Sí! Una idea acaba de cruzar mi mente. No sé si servirá de algo, pero por intentarlo no se pierde nada. Jamás se me habría ocurrido de no haber visto el megáfono que suele usar el director-técnico apoyado junto al casete que llevamos en el coche. El pasillo de gente es incluso peor que en los últimos tres o cuatro últimos kilómetros. Ahora la masa se vuelve algo tan compacto que parece un muro que va abriéndose conforme pasas. Se te ve peor, si cabe, que un centenar de metros atrás. Mi idea es una insensatez, y si la pusiera en práctica no sería para darte ánimos, sino en un intento de hacerte reaccionar. Pero no me atrevo a hacerlo. Las mismas banderas de antes, moviéndose de idéntica manera. Entonces, ¿por qué vuelven a estar ahí, a nuestra derecha? Es como si no hubiésemos avanzado nada en varios minutos. Calma. Quiero pensar que íbamos viéndolas desde el inicio de la recta y es ahora cuando realmente pasamos junto a ellas.

Te vas hacia los lados. Y sólo con grandes dificultades logras mantener el equilibrio. Ya no es el balanceo que llevabas hasta este momento. Estás perdiendo el sentido de las proporciones y de las distancias. Te vas completamente hacia un lado, casi te topas con la gente. ¡No, no! Endereza la rueda, así, eso es. Algunas personas te ponen las manos a modo de muelle. Uno de los mecánicos ha vuelto a hundir el rostro, ahora entre las rodillas. Ofreces un espectáculo muy triste. Menos mal que, imagino, ya eres incapaz de visualizarte. Vuelves a irte hacia un lado de la carretera. Que no te empujen para darte impulso. Entonces pueden incluso descalificarte. El Tour es el Tour. Y el Tour es para hombres, eso te decían de chico, ¿recuerdas?, y también lo oíste más tarde, cuando ya podías disputarlo. Nunca supiste que ser un hombre implicase pasar por esto. Cosas así son las que a ojos de los aficionados hacen grande el Tour. La multitud, dándose perfecta cuenta de tu estado, te tiende los brazos, por si vuelves a ser imantado por la cuneta. Otros brazos, en cambio, se mueven frente a ti espasmódicamente, crispados los puños y como si lanzasen imprecaciones al aire. Te indican algo, te avisan de algo. No, no les hagas caso. La curva 1 sólo está a ochenta metros. El Tour es grande, sí, pero ¿es justo? ¿Se otorgó el reconocimiento suficiente a Gonzalo Aja, paisano nuestro, por haber quedado quinto de la general en el año 1974, detrás de Merckx, Poulidor, Panizza y compañía? ¿Y a Camilly Filly, que concluyó el Tour de 1904 con sólo diecisiete años, o a Henry Paret, que hizo lo propio en esa misma edición, pero con cincuenta? ¿Se honró como se merecía a José Luis Viejo, que en 1976 y en la etapa entre Montgenèvre y Manosgue logró la mayor ventaja obtenida nunca en la meta entre primero y segundo, casi veintitrés minutos? Bahamontes y Julio Jiménez obtuvieron gloria y honores, pero ¿fuimos justos con los Perurena, Pedro Torres o Aurelio González, que triunfaron en el Gran Premio de la Montaña del Tour cuando tú eras un niño, o con Pedro Muñoz, Fernández Ovies, José Luis Navarro o Andrés Oliva, que hicieron lo propio en el Giro? ¿Y con el gran Paco Galdós? Sabes que no. Por todos ellos, sigue adelante hoy.

Has abierto la boca de golpe. Sé lo que eso significa. Contén la arcada. El estómago te da vueltas y el suelo se mueve. Vas a vomitar, estás convencido de ello, pero dudo que tengas nada que sacar de tu cuerpo. No puedes abrir los ojos porque el sudor sigue tapándolos. Te escuecen y debes llevarlos entornados. Oyes gritos que, de nuevo, te parecen el amenazador y descomunal murmullo de élitros. Las cigarras. Notas presencias cercanas en las piernas, en las no-piernas. También en el cuello y el pecho. Crees que son ortigas. No ves gente, sólo manchas. La carretera se alarga y se alarga, aunque de pronto todo retumba y esa carretera se estrecha. El embudo humano, apiadado, te ofrece manos. Miles de manos. Ya ni siquiera te aplauden. Ese gesto significa: «Venga, venga, un poco más.» Parece que les dices que sí, pero en realidad son movimientos espasmódicos a causa del esfuerzo. Miras el pasillo que ya no es tal, observas el muro humano con tu mirada borrosa, ígnea. Algo te sobrecoge. Piensas: «No pasaré por ahí.» El hueco es demasiado estrecho, pero vas a hacerlo. Pasarás si lo intentas. Sufre con tu duda, pero evita pensar: «No llegaré ahí.» Cosas así ya las pensaste varias veces a lo largo de esta subida. Y aquí estás, roto pero a punto de lograrlo. Venga, venga. He de apretar los dientes para no chillártelo: ¡Venga!

Para ti está siendo peor que una horrible borrachera, lo sé. La carretera se estrecha y se alarga, se hunde, vuelve a ser de goma y de alquitrán fláccido, porque otra vez crees que los tubulares se incrustan en ella. Una vibración flagela tu cuerpo. Los brazos han vacilado sobre el manillar. Miras hacia un lado y parece que digas algo. El gesto de tu cara se contrae, y los pómulos adquieren una rigidez desconocida, alarmante. Te has quedado lívido. Temo que conozco la causa: has visto una sombra. Has visto cómo te rebasaba. Toda la ascensión la has hecho con los ojos fijos en la carretera y mirando algo inconcreto que, sólo ahora lo entiendo, era una sombra. La sombra de un ciclista, ese bulto contrahecho y negruzco que, montado en una especie de bicicleta oblicua y basculante pero sin proporciones reales, se proyecta en el suelo escapando siempre de sí mismo. Has perseguido esa sombra desde Bourg-d’Oisans hasta aquí. Era tu propia sombra, pensabas. Luego, obnubilado por el cansancio, ha ido desvaneciéndose en el asfalto. Un millón de pies la tapaban. Y ahora sientes que la sombra te supera. Incapaz de mirar con atención en el suelo, ignoras que tu sombra sigue ahí, donde siempre ha estado. En efecto, esa sombra que ya no ves es la más fiel imagen de tu figura humana, precisamente oblicua y basculando sobre algo que podría ser una bicicleta deshaciéndose al sol. Tal vez te haya parecido que esa cosa negra, evanescente, enemiga, era la sombra del italiano. Pero no. Continúas un par de metros por delante de tu propia sombra. Ahora el sol te favorece, aunque quema tu piel. Te seca las ideas. Hace que te duela el cabello. Pero está contigo, pues ha colocado a quien aún es tu principal adversario, tu sombra, un poco por detrás de ti. Porque sigues yendo delante, pese a que esos miles de personas, alarmadas, se empeñan en señalarte hacia atrás con sus manos. Has superado lo peor, no te gires. A la altura de La Garde te fallaron las piernas. A la altura de Le Ribaut te falló la respiración. A la altura de Huez-d’Oisans te empezó a fallar la cabeza con todas las consecuencias. Y es la cabeza, más que las piernas, lo que te obsesiona. Tú, que hasta este momento creías que las obsesiones, las ideas, los pensamientos, todo salía directamente de las piernas. Ya ves que no. Sigues insinuando eses de un lado a otro de la carretera, pese a que ahora pareces controlar un poco tu oscilante trayectoria. Ya no es necesario que la gente te ponga las manos a modo de parapeto para evitar tu irremediable pérdida de equilibrio.

Tengo conciencia de que la alteración de tus constantes orgánicas ha llegado ya a un extremo en el que convendría impedir que dieses una sola pedalada más. Lo que falla es tu sistema nervioso central. Una extraña niebla se ha introducido, de manera desconocida pero eficaz, en esa parte de tu cabeza que hasta ahora funcionaba simplemente en un estado de considerable zozobra. Sé qué te ocurre. Aquellos centros neurálgicos cuya función es ordenar la ejecución de programas motores concretos ya apenas obedecen orden alguna. La médula espinal, encargada de coordinar los movimientos más simples, le ha declarado la guerra al resto del organismo. Uno de esos movimientos sencillos y maquinales, que saben hacer hasta perros, osos y monos en los circos, hasta críos que apenas se tienen en pie, es el pedaleo. Pero o estás a punto de olvidarte de pedalear o ya no te tienes en pie. Eres una sombra maltrecha persiguiendo a otra sombra vencida. Menos de cincuenta metros para la curva 1, la última curva, Jabato. Aunque te parezca mentira, eres una especie de cadáver que aún pedalea. Tu tragedia, hoy, no es deportiva, sino fisiológica. No se trata de prestigio y honor, sino de salud, pero tú eso ya no puedes razonarlo. De lo contrario dejarías de pedalear.

Pienso en la idea que tuve, esa idea a la desesperada y concebida para que reacciones. Estoy paralizado y no me atrevo a ponerla en práctica. Es tu lentitud lo que me atenaza. Una voz casi solloza dentro del auto: «Va a pararse.» ¿Lo harás? Gente apiñada en la curva. Y en ese cartel blanco, cuadrado, pone tan sólo: 1. ¿Vas a pararte ahora? Debajo de la deseada cifra se lee que estamos a 1.713 metros de altitud. Tú has llegado mucho más alto otras veces, y entonces no dolió tanto. Pero esta montaña no es comparable a ninguna, de ahí su fama y el temor que inspira. A diferencia del Mortirolo, que tan sólo es una pared brutal e inhumana, esta otra pared es más suave, más bella, acaso más pérfida. Como un veneno que destruye provocando antes flojera, sueño. Va unida al color amarillo de los grandes campeones. Entonces sueña, imagina que llevas el maillot amarillo y que vuelas hacia la cima, hacia la victoria. Dicen que esta montaña a veces da alas. Dicen que otras corta las alas. Depende. Intenta imaginártelo: luces el maillot amarillo. Te gustará visualizarte con ese maillot que ya hace años, cuando estabas en tu mejor momento, llegaste a lucir con orgullo. Desde entonces en cierto modo es tuyo, te pertenece. Aún lo conservas en tu casa y en tu memoria. Enmarcado el primero, siempre vivo el segundo. Pero, sobre todo, lo llevas aún en el corazón. Lúcelo de nuevo ahora que ha llegado el momento de superar la última rampa. Porque ahora sí, sólo te queda un tramo malo. Te espera, soberbio y desafiante, a la salida de esa última curva, justo antes de la entrada al pueblo, con sus tiendas y restaurantes a ambos lados de la calle. Será otra mordedura a más del 12 % de desnivel que volverá a desgarrarte las piernas de dolor. Afróntalo cara a cara, mira hacia arriba. Piensa en la paradoja de que no tienes piernas en esos puntos ciegos en los que la carretera te mortifica hasta lo indecible elevándose cada vez más. Reptas, te arrastras, eres un hombre-tortuga en bicicleta. Mueves más el cuerpo, aun torpemente, que la propia bicicleta. Pero pedaleas.

Sólo un aliento desconocido y una tenacidad animal le impulsan a continuar. Llega al simbólico último kilómetro de su K.2 personal e invisible, pues en algo así debe haberse convertido esta montaña para él. Asciende con la enfermiza sensación de lentitud de quien sabe que aún va a seguir un poco más, pero duda si realmente está avanzando algo pese a que ve que se mueve. Se ha sumergido por completo en un mal sueño de hielo y frío, pues aquí el calor y el cansancio le harán sentir percepciones equívocas. Lo que es, no es. Lo que se oye, no se ve. Lo que se ve, no existe. Otra vez el «mal de la montaña» que destruye a los alpinistas. De los hielos eternos a las antípodas: quizá ahora bucee con desesperación por los arrecifes del dolor, en un paisaje exótico y letal. Descubre un mundo de coral que lo atormenta. Ésa es una imagen lacerante que se compone de atolones floridos y anémonas ondulantes. Un universo calcáreo y asfixiante lo succiona. De pronto eleva los ojos y vuelve a enfrentarse a la tormenta de su ochomil íntimo, silencioso. Se desatan las furias de la montaña con inusitada violencia. Pero la cima no está lejos, no lo está. La presiente. Venga. Prepárate para el asalto final.

Otra sombra va a rebasarte. Te crispas. La bicicleta roza a la gente. Cuidado. Recuperas la posición correcta pero a costa de un ímprobo esfuerzo por enderezarte con el balanceo de los hombros y la cabeza. Gritan. Te señalan lo de antes. Con expresión asustada efectúan aspavientos solidarios. Te avisan. Vas a entrar en la curva 1, a la derecha, ya la tienes ahí. Se recrudece la sensación de que la carretera no sólo se estrecha y se alarga, sino de que estás pedaleando al revés, exactamente en sentido contrario. Cada pedalada que das vuelves al lugar de donde viniste. Entras en el nudo infinito de la duda, pierdes el sentido de lo verosímil y dejas que te empujen los últimos residuos de adrenalina que aún te restan. Pero la curva sigue siempre ahí, inalcanzable. Por detrás tuyo hay una larga recta. Alzas el rostro, parece que retarás el trazado de esa curva. ¡No! Vas a hacer lo que no debes. La cabeza quieta, muchacho. Ese movimiento del cuello que se tuerce, no, no. ¡No lo hagas!

Un trueno en la sangre.

Lo has hecho. Miraste hacia atrás. Los has visto. Te estremeces. Aunque los sentidos te vayan a estallar, todavía te queda capacidad de sorpresa y angustia. Acabas de ver lo que tanto temías. Ya no hay remedio, el gesto está hecho. Ahí los tienes. Ahora sí que vienen a por ti. Te tienen en el punto de mira, los tres. El holandés es quien marca el ritmo de captura de las fieras. Eso era lo que te gritaba la multitud para prevenirte del peligro. La gente ha ido viendo cómo se acercaban por detrás. Conmovida con tu entrega, la multitud, y fue así desde el inicio de la subida, ha hecho todo lo posible por darte ánimos, pero sobre todo por avisarte. Los cazadores, pupilas fijas en la presa que eres tú, han dejado atrás la zona de las banderas y marcan un tren infernal. Están a punto de privarte del cielo, aunque para ti tampoco parece haber purgatorio posible. Quieren enviarte al infierno.

Empiezas a salir de la curva. Praderas que recorta un cielo insultantemente azul y tranquilo. Todo hierve. Cuerpos que bullen en el termitero. Más sirenas. Elevas la vista, miras hacia adelante. Ahí están las primeras casas. Antes ya pasaste junto a un cartel en el que ponía «Alpe d’Huez», pero creíste que no era real. No podía ser. Ahora un súbito recrudecimiento de la pendiente te perfora de dolor. Quisieras mirar y ver ahí la línea de meta, a un centenar escasos de metros, donde el pueblo empieza. Entonces los de atrás no te cogerían. Por poco, pero no tendrían tiempo suficiente. Sabes que aún te queda un enrevesado y multitudinario recorrido por el interior de la localidad. Todavía has de pasar esa rampa inacabable que te conducirá al pueblo. Vas casi clavado y pedaleas a golpes de riñón y mirando otra vez al suelo. No puedes saberlo porque la moto con la pizarra se ha quedado algo retrasada, intentando escapar del embudo. Justo cuando salías de la curva, la pantalla de televisión ha puesto las últimas referencias de tiempo: «Tête de la course - Poursuivants: 16.»

Dieciséis eternidades. Digo en voz alta algunas palabras, pero desconozco su significado, incluso la voz que las pronuncia me es ajena. Imposible hablar, mis sentimientos no cuentan para nada. Sólo puedo pensar. Los demás se han quedado mudos, con las caras del color de la cera. Sólo pensar. Hago un rápido cálculo mental. En poco más de 12 kilómetros de subida lineal te han robado tres minutos de ventaja. Es matemáticamente cierto que, de seguir así la progresión, en el kilómetro largo que aún resta hasta el final te robarán también esa migaja que les llevas. Apenas quince segundos ya, y además te están viendo todo el rato. Tengo la impresión de que, efectivamente, es el fin. Les miras desde lo alto de la curva y sacudes la cabeza como si quisieras despertar del mal sueño que, ahora en toda su dimensión, acaba de materializarse ante tus ojos. Pasas el peor tramo y sin embargo logras acelerar. Estás echando el resto, así. Unas decenas de metros para el final de esta rampa que en breve les morderá también a ellos. El francés va algo rezagado. Perderá definitivamente rueda de un momento a otro. La gente se vuelca con él. Se rebelan ante la idea de que desfallezca precisamente ahora. Al italiano, a quien ahora nos muestran las imágenes rebasando al holandés por la parte exterior del inicio de la curva, algo le ha cambiado en el rostro desde la última vez que lo enfocaron. Ahora sí va a por ti. Verte le ha convertido en Bestia, lo mismo que al holandés. Ni corredor veterano, ni generosa entrega, ni proeza que valga. Aquí todo el mundo muerde. El Tour es morir matando. El Tour es vencer o morir. Aunque para ti sea ya sólo sobrevivir. Vencer ante los ojos de todos significa a menudo morir interiormente. Entonces, muere, sucumbe de una vez. Al menos puedes tener la certeza de que será la última. Pero por lo que más quieras, sigue un poco más, no te vuelvas ya, para qué.

Son mis propios ojos los que me engañan. Los tenía fijos en ese cartel de «Les Écrins», situado a la derecha, y en ese otro que asoma en la misma entrada al pueblo, «Location de Skis», cuando me ha parecido que volvías a clavarte. Pero has bajado de piñón, se ve en el pedaleo. Tú sabrás por qué lo hiciste. Tú sabrás las energías que aún tienes, si es que las tienes. Tú sabrás la rabia que aún te queda para meter un 21 tal y como vas. Pero una clavada ahí sería fatal, con ésos mordiéndote el culotte. Menos de veinte metros para el final de la rampa. Luego tendrás un tramo de llano. Están tomando la curva. Aquí ya no queda apenas espacio para que ocurran grandes cosas, pero sí para que esos de ahí te atrapen. Te veo sufrir tanto, tanto, que mi dolor moral resulta ridículo e inútil. A pesar de todo, parece que más que yo sufre toda esa gente que ha dejado ya de señalar hacia atrás tuyo intentando ayudarte en lo posible con sus gestos. Ahora los aficionados se llevan las manos a la cabeza, angustiados por lo que están viendo.

Hay radios funcionando por todos lados. Y pequeños televisores portátiles como el que llevamos en el coche. Hay altavoces colocados estratégicamente en el pueblo y, mediante un potente sistema de amplificación, difunden la quebrada voz de Radio-Tour por todas partes, incluso por las laderas de la montaña. Esta agonía es colectiva. La voz oficial de Radio-Tour está contigo, porque pese a que debe ser neutral, nadie puede mostrarse indiferente ante ese loco tesón. Tu combatividad, que raya en lo desquiciado, es la que, al avivar el instinto cazador de los perseguidores, está dando espectáculo. Tu amor propio engrandece el Tour. Ya no veo ni una sola mano holandesa con el dedo pulgar señalando el suelo, pese a que viene el holandés ahí mismo. ¿A cuánto? Imposible saberlo desde aquí. Metros, ¿cuántos metros? ¡Qué más da! Tu vida, tu futuro, todo depende ahora de apenas quince segundos, quizá catorce. Porque ya te habrán mordido un segundo más, no lo dudes. Con esas dentelladas te están robando no sólo lo que podrías ser hoy en la meta, sino también lo que fuiste. Si te dejas coger, para muchos serás siempre aquel bravo corredor que estuvo a punto de lograr una hazaña en la etapa reina del Tour, posiblemente ni siquiera aquel otro que logró históricos triunfos en los Alpes o los Pirineos. La vida es ingrata. Las fieras son, en este momento, el símbolo preciso de la vida. Muestran toda su crueldad, su proverbial ingratitud. Las fieras quieren robarte el pasado. A ti, que subías con un 17 y sentado. A ti, que ahora te quedas y te quedas.

Con ojos empañados vemos cómo vas quedándote, pese a que aún lograrás entrar en el pueblo de Alpe d’Huez, al menos eso, como vencedor moral de la etapa. Te aclaman, te ponen bocas y puños frente a la cara. Esos gestos de la gente tienen tintes de dramatismo. Agitan sus brazos como si quisieran barrer el aire que está frente a ellos, de delante hacia detrás. Significa: «Venga, venga, venga.» Pero te desplomas en el sillín y vuelves a refugiar tu desconsuelo, tu abatimiento, tus sueños, en la maneta del cambio. Una nueva toma de televisión lograda desde una de las motos hace que me fije en el desarrollo que llevas en este tramo de acceso al pueblo. Hasta ahí probablemente movías un 21. Sacando coraje habrás logrado rodar con ese piñón en algún momento, creyendo que eso puede salvarte. Quieres poner el 19 y no puedes. Si insistes es posible que acabes vencido. Hazlo como sea, pero no reduzcas velocidad ahora. Vemos que de nuevo tu mano tienta el cambio. Atrévete: el 19 puede dejarte clavado en seco, pero si resistes el zarpazo inicial que sin duda sentirás en los músculos, quizá mantengas la diferencia. Sí. ¡Lo haces! ¡Aguantas!

La mirada se empaña aún más. Todavía unos metros para entrar en el pueblo. También creo que la carretera se alarga. Los de atrás salen ya de la curva. Me vuelvo y por el cristal trasero los veo ahí mismo. Siento una punzada en la base del cráneo y luego un fuerte escozor en la garganta. No voy a aguantarlo. Por mi cabeza cruza como una exhalación la idea que tuve antes. Esa idea insensata, quizá desechada demasiado pronto. Nuestro auto está quedando encajonado entre ellos y tú. Una moto de la organización nos hace gestos para que nos apartemos a un lado. ¿Pero dónde, si transitamos en medio del pasillo humano? Un segundo después, y apenas unos metros delante nuestro, a la Kawasaki con el cartel de «Officiel de course» se la traga literalmente la multitud. El desconcierto es absoluto. Aquí sólo se trata de seguir avanzando palmo a palmo. Que no te vaya a tirar alguien, vigila. Vuelvo a girarme y sigo viendo, allá abajo, esos tres rostros como sin vida, tensos, apretadas las manos contra el manillar, ya prestos a culminar su ansiada caza. Los veo ahí, también ellos sufriendo porque no contaban con ese último arrebato tuyo a mitad de la cuesta. Les has roto las dimensiones. Es posible que con ese cambio de piñón, aunque al principio te atrancaste un poco, les hayas aplacado la voluntad de seguir yendo a por ti con la misma decisión que antes. Vas a sacudidas y ellos con un ritmo uniforme, también lento pero constante. Eso es lo que va a perderte. Y de pronto, viéndoles a ellos y a ti, mitad héroes mitad lamentables caricaturas de hombres enfundados en maillots de colorines, he pensado en los otros rostros sin rostro de quienes manejan los hilos en el ciclismo. Los que acaso no montaron nunca en bicicleta pero concibieron etapas así, regodeándose sobre detallados mapas. Los que desde sus despachos, con o sin retorcidas intenciones, hacen posible cosas como las que estamos presenciando. Una gran jornada de ciclismo, dirán. Sin duda. Pero ¿y qué más? Lo que mejor define el Tour es, aparte de ejemplos como el tuyo, que adivino tan desesperado como inútil, una palabra que pronunció aquel corredor de los años heroicos del ciclismo, Octave Lapize, en un bochornoso atardecer del mes de julio de 1910. Fue el vencedor de ese Tour. Nunca lo había ganado antes, no volvió a ganarlo después. Corría el año en que a los hombres que fumaban en las redacciones y despachos, los que se conmovían ya entonces hasta lo más hondo con el esfuerzo ajeno, se les ocurrió hacer entrar a los corredores en el «Cercle de la Mort» pirenaico. Con aquellas bicicletas, con aquellas carreteras, los ciclistas habían subido ya el Col de Peyresourde, el Col d’Aspin y el Tourmalet. Cuando se les hizo pasar el Aubisque en medio de la niebla y ya con la noche encima, muchos acabaron desfalleciendo por el camino. Hubo escenas dramáticas. Y allí, en la cima, no sin antes haberla conquistado a lo grande, el pequeño Octave Lapize, ante todo deportista amante de la bicicleta y no conquistador de la naturaleza ni cazador de hombres, se apeó de su bicicleta e increpó a los organizadores del Tour, que le seguían en coche alumbrándole con los faros. Les espetó una sola palabra:

—¡Asesinos!

El trío de cazadores se dispone a entrar en la zona con más duros desniveles, la que va desde la última curva numerada hasta la entrada al pueblo. Estás a punto de acceder a la zona de casas y comercios, pero aún te separan unos metros del tramo en llano. Quizá una veintena, no lo sé. Los otros vienen ahí mismo, a menos de cuarenta. Sigue pareciéndome que todo esto es una alucinación. Miro hacia atrás y creo que lo hago por tercera vez en unos pocos segundos. Leo: «Étoile des Neiges.» Un bar. Una crêperie. Decenas, cientos de banderas. Vas a clavarte, Jabato, porque estás utilizando mucho desarrollo. Pero es que sólo de ese modo puedes mantener tu ventaja. El director-técnico te vocifera: «¡Sube piñón, súbelo!» Va a quedarse afónico. Todos chillan. Pienso que se equivoca. Si subes una corona, una sola, aunque sea unos pocos metros, creo que estás perdido. Los otros no van a reflexionar para nada. Llevan viéndote desde hace un rato. Ven tu dificultad extrema para seguir avanzando. Con seguir así, te cazan. Debes hacer algo. Miro al director-técnico, que tiene el rostro como traspuesto, abierta la boca y ya sin saber qué decir o hacer que no sea golpear el volante y tocar frenéticamente el claxon. Quisiera aconsejarle que te deje en estos momentos, pero no sé cómo articular palabras. Ese hombre que conduce está literalmente fuera de sí. ¡Mi idea de antes! ¡Sí! ¿Por qué no? Es inútil, lo sé, pero me da igual. Veo el megáfono junto a su pierna, detrás del cambio de marchas. No lo pienso más. O ahora o nunca. Y lo hago. Oigo mi voz en tono imperativo. He dado una orden tajante. Ocurre cada mucho tiempo, y quizá por eso nadie pone en duda que es importante y que debe hacerse. Ha sido tan firme mi demanda que todos me miran perplejos. Hay que actuar. «¡Avanza un poco, rápido, acércate lo que puedas a él!» Es tal la dureza de mi tono que, sobresaltado, da un pequeño acelerón. Casi nos topamos con una de las motos que van delante nuestro, la del diario France Soir. Ha ido de centímetros. Mi mano, convertida en un ente autónomo del resto del cuerpo y obedeciendo a su vez órdenes de una parte específica del cerebro, busca algo de la guantera del coche. Reconozco una cinta. La asen mis dedos. Tengo la sensación de que no soy yo quien actúa, sino de nuevo ese otro a través mío. Ahora o nunca. Con la otra mano tanteo el casete. Lo abro bruscamente, introduzco la cinta ahí. Giro el botón completamente a la derecha para asegurarme que el sonido saldrá al máximo volumen posible. Coloco el altavoz del casete en la parte trasera del megáfono. Nunca creí en los milagros. No importa. Ahora o nunca. La llamada de la selva. Aprieto el botón. Mi cabeza y mis hombros asomados por la ventanilla, con el megáfono suspendido ante mi cara. Lo veo como en una foto. Sólo un ligero aire en el rostro me hace comprender que esa escena tiene movimiento. Antes de que se oiga algo a través del aparato miro a Jabato, concentro en su encorvada espalda cuanta energía soy capaz de generar, y le grito con todas mis fuerzas:

—¡No mires atrás, campeón! ¡Toma, para ti!

Y, de repente, suena una música especial entre el gentío. Suena a todo volumen, considerablemente amplificada por efecto de la megafonía, se esparce en el ambiente mezclada con la voz de Daniel Mangeas, que sigue vociferando sin cesar. Por unos momentos esa música sobresale, aguda y martilleante, entre el maremágnum de sonidos, gritos, sirenas y cláxones que forman un todo caótico y agobiante. Primero se oye un tambor. Redobles de tambor. Parece una marcha guerrera, me doy cuenta ahora: lo es. Luego viene el sonido inconfundible del requinto, ese instrumento típico de nuestra tierra, que zumba en los oídos de todos. Es una jota montañesa. Dentro del coche me miran, estupefactos. También fuera, entre la multitud, veo caras de extrañeza. Suplico en silencio que esa música llegue a él. Por unos instantes todo parece detenerse. Y suena. La Montaña. Los recuerdos. Se eleva del sillín, su espalda se ladea. Está mirando, nos busca con la mirada. ¡La ha oído! Jabato se vuelve casi por completo, con su expresión ausente pero con un incipiente gesto de sorpresa en el rostro. Creerá que sueña. Por un momento, sólo por un momento, nos buscó con la mirada, seguro que sabiendo de dónde podría provenir esa música de pito y tambor que se acostumbró a oír desde la cuna.

Un relámpago en mi pecho.

Lo vemos en la pantalla. Entre el tropel de sonidos que llegan parece surgir uno ahogado y roto. Jabato, emite una especie de gemido. Nos quedamos tiesos como insectos a los que la araña lanzó su picotazo. No nos atrevemos a respirar. De hecho no lo oímos. Lo vemos. Eleva el tronco y se encorva sobre el cuadro de su bicicleta. La saliva le cae a borbotones y queda suspendida en su maillot en grotescos flecos. Diez, cinco metros para el final de la cuesta. ¡Ha acelerado! Venga. Estás en los últimos cien metros de tu K.2, campeón. ¡Arriba, arriba! Atrapado por el mecanismo infernal de la montaña, ahí te debates. Has entrado definitivamente en su engranaje destructor, en su vértigo circular donde las dimensiones fluctúan y se desvanecen los contornos del mundo. ¡Tu K.2, Jabato, estás a punto de alcanzar la cima! Para lograrlo, como la mayor parte de aquellos a los que intentó tragarse la montaña asesina, habrás de trepar a gatas, paso a paso, palmo a palmo, respirando a cada eternidad-segundo que superas. Has entrado en la zona de los vientos huracanados, de las tormentas de nieve. Sube mentalmente a gatas, inténtalo. Todo menos pararte. A más de cincuenta grados bajo cero no puedes detenerte ni un instante, lo sabes. Trepa lastimosamente, rezando, jadeando. Estás en esa zona en la que la sangre se espesa como miel y tienen voz los más absurdos pensamientos. Recuerda a quienes tardaron hasta quince horas para cubrir únicamente las últimas decenas de metros del K.2. Recuerda que, incluso estando ahí, algunos tuvieron que volverse atrás. Otros se quedaron arriba para siempre, sonámbulos, helados. Lucha un poco más no por ti, sino por quienes un día cayeron en la montaña. El K.2 es un gigantesco diamante de hielo, dicen. El Alpe d’Huez un laberinto de fuego que ahora puede resecar la miel de tu sangre. ¡Arriba!

Por fin entra en el pueblo. Ojalá haya sido capaz de hacer esos últimos metros con el 19 o con el 21. Aumenta el rugido de la masa. Vamos hacia una plaza. Encima nuestro aparece un puente metálico. A la izquierda la oficina de turismo y la Maison de l’Alpe. Entramos directos en las entrañas de ese enorme puente metálico. Quito la música. Miles de personas, en una verdadera colmena humana que debe de mantenerse desde hace horas en precario equilibrio para ver la llegada del Tour, se congregan en esta Place de Joseph Paganon. La conocemos de otros años. Ahí, en el centro y en lo que a diario es un reducido aparcamiento, se erige una estatua cuya inscripción está dedicada a la memoria de las víctimas de la catástrofe de Armero, ocurrida en Colombia, en noviembre de 1985, y que afectó a varios cicloturistas de esta localidad. Firman la lápida conmemorativa el Alpe d’Huez y el Tour de Francia.

Parece que resuena aún ese gemido de Jabato como un frenazo seco. Lo hace en mis ojos. Desconozco cuánta gente habrá podido oírlo. De nuevo una molesta vibración se apodera de mis oídos. Sólo escucho el confuso griterío punteado de sirenas. Hasta la meta de la avenida Rif-Nel habrá que ir por la desviación de la izquierda pasando bajo el puente metálico. Se llega allí por la avenida des Jeux y luego por la rué de L’Etendard. Pero ahora seguimos otra dirección. Ya nos habían avisado de este detalle, aunque el libro de ruta no lo aclaraba. Hasta ahora nadie había caído en la cuenta de la modificación. Esta última parte de la etapa siempre pudo hacerse con el plato grande. Deberíamos haber confirmado el recorrido nuevo desde aquí hasta que aparezcamos en la larga línea de meta, que se halla en una ligera pendiente en torno al 4 % de desnivel. Sólo nos cabe seguir la fragmentada caravana del Tour. Ir donde vayan esas motos y los autos. Sabemos que en cualquier momento nos apartarán de la carrera. Será en alguna zona más despejada y con la amplitud suficiente para que los coches puedan maniobrar. A partir de ahí, con los corredores ya sólo irán las motos y autos oficiales de la carrera. No sé si nos dejarán llegar hasta la misma recta de la meta. Otros años fue así.

Me he quedado sin voz, sin visión. El auto del Crédit Lyonnais nos lo tapa y dudo si Jabato se habrá visto con fuerzas para poner plato grande. Sabe que si se quiere disputar una etapa hay que hacerlo siempre con plato grande, siempre. Ésa es una de las leyes del ciclismo. De no ser que acabe en una cuesta muy pronunciada, así es como se hace. Por eso unos ganan y otros no. Nosotros, pura metáfora de la impotencia, vamos con plato pequeño y vendidos. Nos dejamos arrastrar vertiginosamente por la riada del Tour. Una moto nos rebasa velozmente. Veo un cartel: «Attention. Chute de glaçons.» A la derecha tomamos una curva muy corta y cerrada. Ahora a la izquierda, también en ángulo recto, pasamos el puente entrando en una calle estrecha. Por suerte, aquí la gente está detrás de las vallas.

¡Asesinos!, pienso de nuevo con desolación. En pocos metros, y ante nuestros ojos incrédulos, la calle se ha vuelto completamente vertical. ¿Cómo es posible que hayan puesto ese muro ahí? Asesinos. Mil veces asesinos. Con esa dificultad de propina nadie contaba. Los mecánicos han lanzado un exabrupto al ver lo que se nos venía encima. Seguramente no será muy larga, pero a simple vista es considerablemente más empinada que ninguno de los tramos que hemos superado en cualquiera de los tres cols de la etapa. ¿Es un insulto, un escarmiento? Y me pregunto: ¿por qué? Puedo imaginar a los organizadores-diseñadores de etapas justificando esa nueva pared por cualquier razón, por ejemplo el arreglo del pavimento en las calles donde debían pasar los corredores y por las que tradicionalmente había circulado el Tour, siempre por debajo del puente y a la izquierda. Uno de los mecánicos pega un puñetazo en el respaldo de mi asiento. Mi espalda, aun de modo amortiguado, recibe el fuerte impacto. El director-técnico se limita a seguir murmurando las únicas palabras que parece capaz de articular desde hace un rato, es como una especie de jadeo vocalizado con más abatimiento que temor, con más resignación que miedo. «Nos están cogiendo, nos están cogiendo.» Un disco rayado, roto. Está histérico. Su crispación facial es absoluta. El otro mecánico ha vuelto a emprenderla a golpes, ahora contra su puerta y la ventanilla. Lleva casi medio cuerpo fuera del auto e intenta animar a Jabato, pero no le sale la voz. Por fin lanza una especie de gorgorito. Apenas se le oye. Su compañero, boquiabierto y con cara de no entender nada, mira hacia atrás por el cristal moviendo la cabeza en señal de negación. Vamos a pasar debajo de una de las prolongaciones del puente metálico. La calle se estrecha y una moto oficial consigue rebasarnos mientras sigue haciéndonos gestos. En cuanto nos sea posible, habremos de apartamos del paso de los ciclistas. Temo que eso ocurrirá al finalizar este muro. Ahí habrá un gendarme indicándonos adónde debemos ir.

¿Qué habrá pensado Jabato al ver esta nueva e inesperada pared? Lo imagino. Entre el ruido ensordecedor que se oye y la nebulosa en la que debe de ir a causa del cansancio, se habrá dicho algo como: «No es posible» o «Estoy soñando», o quizá únicamente: «No, otra más no.» Luego tal vez haya iniciado un recuento de datos. Piñón, distancia, segundos, puntos visuales de referencia. Una manera como otra de eludir mentalmente el dolor físico. Es posible que ahora dentro suyo estalle un resorte desconocido, y que una llave invisible abra esa puerta repleta de imágenes, almacenadas ahí como en un viejo armario. Su mano ha vuelto a tantear el cambio y casi se desequilibra. Ahí no puede soltarse ni un momento del manillar. Debe subir esa pared con el 25, de lo contrario va a clavarse de verdad. Esto puede tener un desnivel de un 18 %, un 20 % o más. Quizá a los otros les falte desarrollo. No le hemos visto poner plato grande en los recientes y escasos metros de llano, pero sí bajó varias coronas del piñón. Ahora, de pronto, se verá obligado a subir hasta la más grande y sin apenas espacio. Ha de realizar esa operación con rapidez y precisión, o podría salírsele la cadena.

Su ritmo baja. Cómo no. Levántate del sillín, ánimo. Está forzando demasiado. Calma, ten calma. No puede. Así, un poco más. El último esfuerzo, campeón. La propia estrechez de la calle hace que la carretera de antes nos parezca casi una autopista. Hay vallas, pero la gente ha empezado a meterse por todos lados, y encima se inclinan para ver mejor. Apenas logra circular un vehículo. Y nosotros somos los primeros, no quiero ni pensar en las dificultades para transitar por aquí cuando coincidan los coches de la mayor parte de equipos, aparte de los de la organización. Eso es un pasillo en obras, una infame ratonera. El auto rojo del director de carrera va fregando a la gente, a izquierda y derecha. Las dos motos que lo preceden aparecen y se esfuman en medio del torbellino de brazos que ha sobrepasado las vallas de protección. ¡Atención! No le vemos. ¿Dónde está? Sí, pedalea encogido, formando un todo fetal con su bicicleta. Pero vuelve a desvanecerse entre el oleaje de la multitud. Y, de nuevo, por allí aparece. Los cláxones de los coches y de las motos se entrecruzan. Las fieras están ahí. Van a efectuar la doble curva anterior del puente metálico. ¿Cuántos metros de ventaja? Treinta, quizá menos. ¿Cuántos segundos? Diez, quizá menos. Entre las fieras y él apenas cabemos dos coches. El nuestro y el de «Direction de la course». El hombre de la banderola roja la agita sin desmayo. Veo tres motos. Una acaba de pararse, pegada al gentío. No pasaremos por ahí. ¡No pasaremos! Menos mal que vuelve a moverse. Es la moto del diario deportivo L’Équipe, que saca fotos sin parar. Otra lleva al cámara de Antenne-2. Y la última es la oficial del hombre de la pizarra, aunque aquí ya no hay referencias que valgan. Juraría que siento a las fieras en la piel. Éstas le ven, ya van por el principio de la cuesta. Si no fuese por la gente estarían viéndolo todo el rato. Para ellos ha empezado el suplicio de ese muro de propina con el que tampoco contaban. ¡Sí a ellos les faltará aquí un 25!

Miro hacia arriba, sobre la hilera escalonada de la multitud. Parece que las casas de esta calle-atalaya vayan a caer encima nuestro, de tan angosta como es. Abrir la boca, respirar. El corazón acelerado. A izquierda, un cartel: «Le Biala.» A derecha, otro: «Peer Gynt.» Aprieta, Jabato, de nuevo debes dar una pedalada por cada ser querido que recuerdes y lleves contigo en estos momentos difíciles. Una por este rostro, otra por este otro. Recuerda sus sonrisas. Proponte dar dos por rostro. A la izquierda, Chez Biquet. A la derecha, La Chaumière. Bares, hoteles. Las ventanas aparecen repletas de rostros, muchos de ellos con cámaras fotográficas. Gesticulan, gritan, aplauden. Ahí, a la derecha, en la ventana de Le Vieux Logis, varios jóvenes agitan una bandera española. Arman tanto barullo que incluso en medio de este escándalo creo oírlos animándote. No sabemos dónde mirar, si a ese bulto renqueando que de vez en cuando aparece por delante del auto rojo, o a la pequeña pantalla de la televisión portátil. Parece que esas imágenes pertenezcan a otra historia situada en un contexto alejado y en una época distinta, y sin embargo están sucediendo ahora mismo a un par de decenas de metros de aquí. Incluso en algunas tomas que sirven desde el helicóptero, intercaladas con las usuales de tierra, se puede observar la parte trasera de nuestro auto. Menos mal que los de atrás notan también el inicio de la pared. El francés rueda bastante descolgado. No viene con los otros dos. El líder marca el ritmo, pero le cuesta seguir. Se retuerce, encorva la espalda. Tampoco él se esperaba una dificultad así y ya al final. Se alza, se sienta. Tiene serios problemas, ya era hora. No encuentra el desarrollo adecuado, o quizá le esté fallando el cambio. ¡Pasa algo, al italiano le pasa algo!, rugen en Antenne-2. Se ha puesto en bailón un par de veces, pero en ambas ocasiones cae como un fardo sobre el sillín. «¡Está tocado!» Nuestro coche es un clamor, como la calle entera. El holandés, tras él, muy pegada la cara al manillar, no se decide a rebasarlo, aunque parece que podría hacerlo. Entre otras cosas no tiene sitio por donde pasar. ¡El líder cede, el líder cede!, vocifera Radio-Tour, y después llama la atención sobre la dureza de este corto tramo que también descalabra al francés, como se ve. Todos van sin resuello. Alguien brinca de júbilo junto al coche. A la izquierda, en las ventanas de un hotel llamado Le Chamois, una familia al completo, rubios todos ellos, brincan aparatosamente haciéndole gestos a Jabato para que apriete. Tal vez sean holandeses.

Aquí ya no hay patrias, ni idiomas, ni banderas. Sólo mérito y honor. Hay lucha. Hay vencedores y vencidos. Aunque no siempre justicia. Esa imagen de Santini en apuros es tremenda. Por fin se muestra humano, vulnerable. Mira su cambio, se gira un poco, para ver si aún lleva pegado al holandés. Lo lleva. Intenta alzarse en bailón nuevamente, pero cede y se sienta al poco. De nuevo vuelve la cabeza buscando algo detrás, su inseparable compañero de persecución. Debe de haber visto que Thierry Arnould cedía. Del belga ni rastro. El de ese desgraciado debe de ser otro Vía Crucis integral. Luchando solo en esa zona de nadie, privilegiada pero anodina. Luchando por nada que no sea perder excesivo tiempo, pero ya del todo desmoralizado. Tal vez, si hubiese logrado mantener rueda como ha hecho el francés, ahora Eric van der Laer nos parecía un aceptable escalador, un hombre-lapa de esos que amparados en su fortaleza y su tesón se limitan a resistir. También el mejor grimpeur de entre estos hombres, Jan Luders, sufre lo indecible en esa última cuesta. Su rostro está auténticamente desencajado, con una especie de rictus en los labios que, siendo una mueca trémula y perenne similar a la de la risa, en realidad indica la tortura física que está atravesando. Va como ha ido Jabato casi toda la ascensión del Alpe, dando bandazos con el cuerpo y agitando la cabeza hacia los lados. A la derecha queda Le Refuge, aunque aquí ya no hay refugio para nadie. Una treintena de metros para superar la cuesta. Allí enfrente aparece ya el cielo abierto.

Atención. Jabato no está. Sólo vemos gente. Una masa acrobática, uniforme. Parece que miran al suelo. Silencio en el auto. Cesa todo ruido. ¿Qué sucede? Una sensación fría, húmeda y penetrante entra por la ventanilla. No se trata de un olor, sino de una percepción. ¿Dónde está? Se me ha espesado la sangre. Miel podrida. La cámara de Antenne-2 enfoca algo en un extremo de la calle, mezclado entre el gentío. Sólo se ven piernas. Ahí aparece un hierro, un tubo metálico cromado, y otro tubo que va a dar a un objeto triangular de cuero. Eso es un sillín al revés, eso es una rueda.

¡Se ha caído!

No tengo sangre. No tengo nada en las venas. Quiero decir «mierda», y la queja revienta lánguidamente en el paladar como un chicle excesivamente mordido. De nuevo el insoportable sonido de las bocinas y las sirenas. Por aquí y por allá se reproducen los gestos compulsivos. En el coche alguien murmura con voz hueca que ha tropezado con un aficionado que en ese momento se asomaba para verlo mejor. Le han hecho perder el equilibrio. Un puño enorme e invisible me aprieta el corazón. Esto es el dolor. Por fin lo conozco. No es justo. Ahora sí, todo está perdido.

Éste es un pensamiento frío y sincero: me quiero morir.

Acabo de descubrir el secreto de esta montaña: no tiene alma.