Agosto

¿Cuánto tiempo había pasado desde que Sara me echó de casa? No lograba recordarlo. Tenía un poco de confusión con la medida del tiempo. Al no tener necesidad de controlar la hora, porque no había quedado con nadie, no tenía que entrar a trabajar a ninguna hora y no me iba a perder ninguna película en el cine, hacía tiempo que había dejado de mirar el reloj. Es más, el bonito y enorme reloj de pulsera que había tenido los últimos años, ni siquiera me lo llevé cuando salí de Getafe. Desde ese día me guiaba más por la luz del sol, como se hacía antiguamente. Más o menos sabía en qué periodo del día estaba. Al no tener en cuenta las horas sólo me guiaba porque era por la mañana, mediodía, tarde o noche. Con eso me bastaba. Solía salir bien temprano. Cuando caía la tarde, aun con tanta luz por estar en pleno verano, me ponía a buscar un lugar donde dormir.

Como no había podido encontrar todavía ningún vehículo seguía andando por aquellas bellas y duras tierras de los Picos de Europa. El terreno, con ascensos y descensos continuos, hacía que no me cundiera mucho lo andado a lo largo del día. A veces, me quedaba uno o dos días en algún lugar, sobre todo si había comida.

Había perfeccionado la quitapenas de una manera muy práctica. Como era una excelente garrota me servía como apoyo en las caminatas. Como arma defensiva cumplía bien su misión, ya que en caso de necesidad le acoplaba un gran cuchillo de cocina que había encontrado en una casa, unido con una rodela de metal a la que había puesto dos tornillos en el extremo de la garrota. Era como una especie de bayoneta. En caso de necesidad, metía a presión el mango del cuchillo de cocina, que llevaba acoplado en una funda en el cinturón. En un momento disponía de una especie de lanza o chuzo. No lo había probado todavía con aquel cuchillo, aunque sabiendo la efectividad de la primera versión, no dudé que fuera un arma temible. También era mi única defensa, ya que a la Beretta sólo le quedaban cinco balas.

Llevaba unos días entrando y saliendo continuamente de Cantabria a Asturias, por su frontera de los Picos. Siempre siguiendo el ya más que familiar río Deva. Atravesando impresionantes paisajes con desfiladeros, cascadas, bosques de ensueño y pequeños pueblos de montaña. Algunas veces advertía a lo lejos algún que otro caballo asturcón, pero ni se me pasaba por la imaginación capturar alguno para montarlo. Además de que no sabría ni cómo ponerme encima, no tenía silla de montar ni disponía de tiempo para buscarla.

Andar no me desagradaba como a Sara, aunque debía reconocer que, después de tanto tiempo caminando, estaba empezando a cansarme de verdad. Tampoco disponía de demasiadas provisiones, de ahí que, por cada pueblo que pasaba hacía una inspección en busca de algún vehículo susceptible de poder ser utilizado. Una vez hasta casi conseguí arrancar un Seat Ibiza de los antiguos. Era difícil dar con uno, porque los coches debían cumplir varios requisitos. Que no tuvieran bicho dentro, es decir cadáver o cadáveres de sus antiguos dueños, que no estuvieran estropeados demasiado y que tuvieran las llaves porque yo no sabía hacer un puente. Solía buscar los garajes de las casas, donde había más oportunidades de encontrar un vehículo así.

Hubiera seguido andando si no llega a ser por la casualidad. En la parte asturiana, en la unión del Deva con el río Cares, encontré en una casa de las cercanías del pueblo de Panes, un scooter semi escondido. Quizás el dueño creyó que volvería pronto a su casa y por eso ocultó la pequeña moto detrás de un mueble del salón, tapada con múltiples mantas y sábanas. No me extrañaba, porque la moto era nueva y arrancó a la primera. Una scooter de 125 cc. Pequeña pero ideal para alguien como yo, que nunca había montado en moto. Una Honda Scoopy de las miles que se solían ver por las ciudades. Una motillo con ruedas grandes y cambio automático. Quizás tenía poco motor para ir de viaje, pero desde luego era mucho mejor que ir andando. Aunque fuera a poca velocidad por aquellas cuestas me era más que suficiente. Encontré las llaves y el casco integral. Por medio de unos ganchos pude colocar la mochila en el pequeño transportín trasero. Debajo del asiento estaba el cofre porta cascos que utilicé para guardar más provisiones. Haciendo un poco de bricolaje casero añadí una especie de forro para la quitapenas, hecha con una funda de raqueta de tenis apañada con cinta aislante, para poder llevarla en vertical y a mano.

No me costó mucho hacerme con el manejo de la pequeña moto. Básicamente era un ciclomotor con más motor y detalles de moto grande, como frenos de disco en ambas ruedas. Me notaba cómodo, a pesar de la escasa protección contra el aire que daba la exigua pantalla parabrisas. Aún así, logré empezar a avanzar y a cundir el tiempo en la carretera. En sólo un día de viaje avancé más que en todos los anteriores andando, llegando al fin a la Autovía del Cantábrico, que debía llevarme a Santander.

Tal y como había temido, la autovía estaba muy congestionada de vehículos, así que opté por ir por la carretera nacional, que discurría en paralelo y que se metía por las poblaciones costeras. Aunque también tenía mucho tráfico, iba algo mejor que la otra y con la scooter me di cuenta de la impresionante forma de sortear obstáculos que suponía moverse en moto. Donde con un coche era imposible pasar, con la moto cualquier resquicio servía. De una manera rápida y cómoda solventaba cualquier obstrucción en la vía. Sin duda era el mejor vehículo que había encontrado desde hacía meses. Una simple motocicleta urbana.

Decidí buscar un lugar donde alojarme en la pintoresca localidad cántabra de San Vicente de la Barquera. Por primera vez, en mucho tiempo, volví a ver el mar.

La sensación que tuve al vislumbrarlo desde la carretera fue de enorme satisfacción. De haber conseguido llegar de alguna manera a la meta. Aunque todavía no sabía que haría tras cruzarla. Fue un momento único en el que sólo lamenté que Sara no hubiera estado allí para poder disfrutarlo juntos.

Como no iba a estar más de una noche por allí me metí en la primera casa que encontré sin bicho y con una buena cama. Aprovechando que había llegado en plena bajamar pude percatarme en las numerosas embarcaciones de dentro de la ría de San Vicente que quedaban varadas en la arena, a la espera de la pleamar para volver a reflotar.

Me levanté muy temprano, con ganas de llegar de una vez a Santander. Decidí dejar la carretera nacional para arriesgarme a ir por la autovía del Cantábrico. Mi confianza en las posibilidades de la scooter para sortear los numerosos vehículos me hizo tomar esta decisión. Sería un viaje más rápido ya que no pasaría por todos los pueblos de la costa. Era menos bonito pero con la ventaja del tiempo que ahorraría.

La A-8 o Autovía del Cantábrico tenía muchos más vehículos que la nacional, pero podía moverme con relativa facilidad entre ellos. A diferencia de las autopistas madrileñas esta no estaba totalmente colapsada, excepto alguna que otra ZCC ocasional. Aunque la distancia hasta Santander no era muy grande, de unos treinta o cuarenta kilómetros, no podía ir a mucha velocidad por lo que tuve que hacer una parada a pasar la noche en Torrelavega, antesala de la capital cántabra a la que llegaría al día siguiente.

***

Salí de Torrelavega algo más tarde de lo habitual. El cansancio acumulado y cierto nerviosismo por lo que me podría encontrar en Santander, hizo que mi sueño no fuera reparador. Antes de salir de la ciudad logré hacerme con más cargadores de balas de nueve milímetros para la Beretta, en el cuartel de la Guardia Civil de la localidad. No muchos, apenas tres, ya que el lugar estaba arrasado. Varios cuerpos de guardias acribillados a balazos me reafirmó en mi sospecha de que allí había habido un asalto. Por lo menos, esos pocos cargadores me permitirían algo más de margen en caso de un hipotético enfrentamiento.

Echando de menos mí equipo parapolicial de Madrid, me dirigí a la capital cántabra. Llevaba un mapa de la ciudad por lo que no esperaba tener muchos problemas en localizar la calle del instituto bacteriológico.

Los arrabales de la ciudad de Santander, entrando por la Autovía del Cantábrico, estaban colapsados de vehículos. El intento de salir de la ciudad, o de querer entrar por parte de otros, había dejado los principales accesos y calles aledañas, atiborradas de chatarra con cuerpos en descomposición por doquier. Nada nuevo bajo el sol, por otra parte. Apreté los dientes al darme cuenta de que sin la máscara NBQ iba a tener que sufrir de nuevo aquel desagradable y familiar perfume de la muerte. Con la Scoopy pude ir atravesando, más mal que bien, los obstáculos de la Autovía, hasta que llegó un momento en que necesité salir a la ciudad e intentar avanzar por las calles.

Por la Bajada de San Juan pude meterme en la amplia avenida de Los Castros, que atravesaba la ciudad, y que me dejaría muy cerca de mi objetivo.

Decidí renunciar a la moto y seguir andando, para que el ruido de esta no despertase la atención de los posibles supervivientes que se hallaran en el instituto. En la Avenida de la Reina Victoria, frente a la playa del Sardinero, la oculté en un portal a cubierto de la intemperie. Con la quitapenas como bastón y la pistola cargada, montada y en su funda, me fui directamente al Paseo de Pérez Galdós, donde debía estar el instituto. Por dicha Avenida de la Reina Victoria fui andando tranquilamente, mirando a mi derecha el mar cantábrico, que estaba muy calmado aquel día. El cielo se estaba empezando a cubrir de nubes procedentes del mar, que aunque no amenazaban lluvia velaban la luz del sol y contenían un poco la elevada temperatura veraniega, inusualmente alta para aquella zona.

La carretera de aquella avenida estaba muy poblada de vehículos, aunque no había ninguno militar donde poder proveerme de equipamiento o armas más potentes. Al cabo de un rato giré para meterme en el Paseo de Pérez Galdós, con el corazón empezando a palpitar aceleradamente en mi pecho. Hubo un momento en el que me detuve a respirar a fondo para intentar calmarme. Por la mente se me pasó la idea de darme la vuelta y dejar aquello, pero por obstinación decidí seguir. La característica algarabía de las gaviotas y el alegre piar de los pájaros eran los únicos sonidos que había en la ciudad, junto con las pequeñas olas que rompían en la playa. Aunque venía de una ciudad tan grande como Madrid todavía me impresionaba aquel extraño y aterrador silencio humano en medio de aquellas murallas de cemento.

Desde la playa de la Magdalena se veía el Puntal y una maravillosa vista de la bahía de Santander. Había multitud de pequeñas embarcaciones por todas partes, muchas de ellas no estaban aseguradas y flotaban a la deriva. A algunas se las podía ver varadas por el Puntal, otras colisionadas con los muelles u otras embarcaciones. Me llamó la atención la enorme figura de un buque de pasajeros que estaba anclado en medio de la bahía.

Lo primero que vi, al acercarme por el Paseo al instituto de los bacteriológicos, era que había un carril completamente despejado. Lo achaqué a la labor de los militares, como en otras tantas ocasiones, habilitado gracias a los carros de combate. A diferencia de aquellos, hechos de malas maneras, aplastando todo a su paso, incluso con gente en el interior de los vehículos, este estaba hecho a conciencia. Los vehículos apartados estaban colocados a los lados, sin ningún cuerpo en el interior de ellos. A decir verdad, no hallé ningún cadáver en todo lo que llevaba recorrido del Paseo y buena parte de la anterior avenida. Era como si lo hubieran limpiado. De hecho, no había ningún olor a parte del característico aroma a salitre del cercano mar.

Llegué a la entrada de la verja del instituto.

Era más pequeño de lo que había imaginado. Dos bloques de cuatro plantas cada uno, formando una especie de L, en cuyo interior había un parking al aire libre con unos cuantos coches y motos aparcados. De aspecto más bien modesto, parecía más una clínica que un centro de investigación. A un lado había un jardín con un frondoso césped natural y un camión de gas natural situado en la parte de atrás. Había un cartel en la entrada, plagado de caóticos grafitis, del que apenas se veía algo de lo que ponía.

Di unos cuantos pasos hacia el interior del recinto, pasando la valla y la pequeña garita de seguridad que tenía la barrera levantada. Todo parecía muy limpio y despejado. Parecía que por allí no había pasado la pandemia o los saqueos. Me quedé un rato inmóvil frente a la entrada, agarrando la quitapenas de manera nerviosa y mirando la fachada en busca de cualquier indicio de que estuviera habitado. No sé por qué pero grité un ¡Hola! que me sonó a mí mismo demasiado atronador. Al segundo me arrepentí de haber hecho eso porque perdía el efecto sorpresa. De todos modos, si había alguien debían saber que mis intenciones eran buenas al haber anunciado mi llegada.

Cuando estaba a punto de dar un paso, para entrar en el edificio, escuché el ruido de una ventana cerrándose de golpe. Alcé la vista pero no conseguí descubrir nada. Mi mano se fue a la pistola, aunque no llegué a desenfundarla. Unos cuantos sonidos sin identificar resonaron en el interior, hasta que se oyó nítidamente:

—¡Joder! ¿Dónde coño está Alberto?

La doble puerta de la entrada se abrió de par en par y tres personas, armadas con fusiles de asalto del Ejército, salieron al exterior: dos mujeres y un hombre. Este fue el primero que habló.

—¡Oye! ¡Seas quien seas haz el favor de tirar tus armas al suelo!

Aquel haz el favor me previno de que no debían ser unos descerebrados. Intenté parecer conciliador.

—Tranquilos. Vengo sin mala intención —intenté calmarlos. Tiré la quitapenas al suelo y me desabroché el cinturón, que cayó al suelo. Antes de que me lo ordenaran, las di una patada para alejarlas de mí.

Fue entonces cuando noté como alguien, por detrás, me ponía el cañón de un arma en la cabeza.

—Ni se te ocurra hacer un gesto hostil, amigo. O te dejo seco —amenazó un hombre a mi espalda, con una voz nerviosa y profunda.

Alcé las manos en señal de rendición. Me pareció un poco exagerado aquel despliegue, pero a saber qué problemas tuvieron para ser así de precavidos y ofensivos. Quizás algún otro superviviente les dio problemas.

—Me llamo Miguel. Vengo de Madrid. En el camino encontré unas octavillas anunciando este instituto y por eso he venido, para ver si ha quedado alguien más.

Una de las mujeres se puso el fusil a la espalda y se acercó a por mis cosas. Las cogió y se las llevó dentro. La otra mujer y el hombre de la entrada se acercaron, aunque ya no me apuntaban. No hacía falta, el hombre de mi espalda me seguía amenazando.

—Si no soy bien venido, no se preocupen. Me voy y no volveré a molestarles. No pretendo causar ningún problema.

—Eso espero, por tu bien —avisó la agresiva voz detrás de mí.

El hombre de la entrada hizo un gesto para que el de mi espalda bajara el arma, pero este no obedeció.

—Alberto, por favor. Ahora ya no es ninguna amenaza, está desarmado.

El tal Alberto debió hacerle caso porque dejé de sentir el desagradable apoyo de su fusil en mi cabeza.

—Hola Miguel. Me llamo Matías. Perdona el numerito, pero es por precaución. Espero que no te lo tomes a mal.

Matías me tendió la mano y yo se la ofrecí. Un fuerte apretón me confirmó que ese hombre era alguien sensato. Era ya mayor, de más de sesenta años, con el pelo cano. Era bajo, tez surcada con marcadas arrugas de expresión, brazos fuertes y piel curtida que le daba una apariencia de rudo campesino. Me causó muy buena primera impresión. No solía fallar en eso y me sentí algo más cómodo y relajado.

—Él es Alberto. En teoría estaba de guardia hoy pero ha llegado un poco tarde, me parece —explicó Matías señalando al hombre que tenía a mi espalda.

Me di la vuelta y vi a un tipo de entre treinta y cinco y cuarenta años, mal llevados. Con gafas, ojeroso, aspecto tristón y gestos algo altivos. Por su estrategia de encañonarme por la espalda ya me dio la impresión de ser alguien calculador, nervioso y por lo tanto peligroso. Eludió darme la mano aduciendo que llevaba el arma. Un gesto que no me gustó nada.

—Ya le había visto hacía rato, sólo quería ver lo que hacía —se excusó de mala gana—. No he llegado tarde.

—Me llamo Ana —se presentó jovialmente la mujer—. Perdona el susto que te hemos dado. Matías tiene razón. Toda precaución es poca.

Debía tener la treintena ya larga. No era guapa pero era muy sonriente. Por el vestido de tirantes y las sandalias que llevaba parecía una hippie de los sesenta.

—Encantado —dije acercándome a darle dos besos. Ella se sintió un poco cohibida pero me los devolvió. No olvidaba las formalidades de antes.

—La mujer que has visto antes es Eva, nuestra fantástica enfermera —elogió Matías, sonriendo para rebajar la tensión del momento.

—Alberto, por favor, ¿serías tan amable de llamar a los demás? —solicitó Matías—. Quedamos en el salón de actos.

Alberto se fue sin mucho entusiasmo y los demás entramos en el instituto. Allí me encontré con Eva, que venía por el pasillo, aunque sin mis cosas. Era una mujer madura, de unos cincuenta años, más o menos. Bajita y sonriente. Me dio dos besos al presentarnos.

Todos juntos recorrimos un largo pasillo para ir al salón de actos. De camino, quise saber algo más.

—¿Cuántos sois? Ha sido una gran sorpresa hallar a más supervivientes.

—Somos nueve —contestó Matías—. Hay de todo un poco. Todos somos de muchos lugares como verás ahora. Y todos vinimos aquí porque también leímos en su momento los folletos o carteles. Aunque tú eres el primero que llega desde hace tres meses. La mayoría vinimos en las primeras semanas tras el catapún, digo el holocausto. ¿No te has encontrado con ningún superviviente?

Opté por no mencionar nada de Sara. Todavía no sabía nada de aquella gente y no quería comprometer su seguridad.

—Hace unas semanas di con un tipo. Un tal Juan Luis, no sé si lo conocisteis porque mencionó que había pasado por Santander. Era un tipo raro.

—No me suena ese nombre.

—Hablamos muy poco. Luego se largó hacia el sur y ya no volví a verlo más —mentí de nuevo, porque si añadía que había muerto por un disparo podía crear lógicas suspicacias hacia mí.

Entramos por una gran puerta doble al salón de actos. En realidad, era una sala de tamaño más bien pequeño, con una docena de filas de butacas y una pantalla de presentaciones de diapositivas. Me senté junto a las dos mujeres que me franqueaban en la primera fila. Matías permanecía de pie, justo frente a mí.

—Matías, ¿eres el jefe o responsable de esta comunidad?

—En absoluto. Aquí no tenemos jefes, todo se vota entre los nueve que estamos. Aunque cada cierto tiempo se elije a alguien como una especie de gerente. El único que ha habido hasta ahora es Fernando, que ya le conocerás. Lo elegimos porque es una persona muy inteligente que ha sabido crear una comunidad bien estructurada con unos servicios indispensables y básicos. Pero si algún día se vota por otro pues tendrá que dejar el puesto. Mientras esperamos nos presentaremos. Yo hablo mucho, como habrás visto y puede parecer que manejo esto, pero no es así. Soy un humilde jubilado, patrón de un pequeño barco pesquero, nada más. Tengo sesenta y siete años. Tal y como he dicho, era pescador en Ribadesella. Vine al instituto a bordo de mi antiguo barco, que tengo amarrado en los muelles y soy el que va a faenar para traer pescado. No de la forma de antaño, porque no disponemos de medios, pero es una pesca de subsistencia que nos sirve de momento.

—Yo soy la enfermera —dijo Eva—. Vine desde Vigo, donde trabajaba en una clínica. Ahora sigo ejerciendo como tal, aunque ya comprenderás que no tengo los conocimientos médicos suficientes para cosas complicadas, pero puedo ayudar en lo que haga falta en pequeñas curas. ¿No serás médico por casualidad?

—Me temo que mi profesión no vale ahora de nada. Era un simple administrativo —dije como disculpándome. Noté como Eva hizo un gesto de resignación.

—Yo vengo de un pequeño pueblo de Guadalajara —se presentó Ana muy sonriente, contenta de ver a alguien nuevo—. Allí era artesana y hacía jarrones y otros objetos de barro para los turistas. Como ves, mi profesión no tiene tampoco mucha utilidad ahora. Quizás en el futuro, cuando se acaben los envases modernos.

Se notaba que les había caído bien. Hablamos como si nos conociésemos de siempre, en una amena y animada tertulia en la que pude enterarme que el grupo lo formaban cinco mujeres y cuatro hombres. Conmigo, al parecer, se igualaban los sexos. Aunque las edades eran muy dispares.

Con mucho trabajo habían dejado el instituto en perfectas condiciones sanitarias, sacando los cadáveres que encontraron al llegar y adecentando los alrededores. El carril habilitado lo había sido por ellos, al igual que la limpieza de cuerpos de alrededor. Una ardua tarea en la que todavía seguían.

En aquel momento entraron todos los demás del grupo. Me levanté para saludar.

El primero que se acercó se llamaba Fernando, un hombre de unos cuarenta años, aunque parecía mayor. Calvo, delgado y con apariencia un tanto débil. Me miró durante unos segundos. Luego, sonriendo, me dio un fuerte apretón de manos. Un poco falso, pensé nada más verle. Con exquisitos modales y perfecta dicción me presentó al resto del grupo.

—Yo vengo de Barcelona. Era un ejecutivo en una gran empresa y vine aquí cuando me enteré de los rumores que hubo por entonces, de que aquí podían ayudar a la gente. Por el camino me encontré con Jordi —señaló a un enorme tipo, musculoso, de casi dos metros y aspecto duro que era, sin embargo, una persona muy simpática y afable.

Me tendió la mano. En contra de lo que pensaba, que la iba a estrujar, noté como "ajustaba" el apretón a mi fuerza. Eso quería decir que se preocupaba por los demás. Eso era una buena señal.

—Llámame Jordi o Mole, que era mi apodo en el equipo de rugby en el que estaba en Barcelona.

—¿Este lugar sirvió para captar a los inmunes? —pregunté.

—Lo ignoro —respondió Fernando—. Cuando llegamos nosotros y fuimos los primeros en hacerlo, aquí no vimos a nadie. Ni siquiera ningún cadáver ni nada que nos hiciera pensar que aquí había habido un lugar de investigación.

—¿No es un centro bacteriológico? —indagué extrañado.

—A lo que me refiero es que no parecía que hubiera habido una investigación en curso sobre la Gripe X. Tampoco nos preocupamos mucho de eso.

Me quedé un momento pensativo. ¿Para qué querrían los bacteriológicos que los posibles inmunes se dirigieran hacia aquel lugar?

—A Alberto ya le conoces —siguió Fernando como si pasara lista—. Esta chica es Diane, es una inglesita que vino en ferry desde Plymo, Pylymun,...

—¡Plymouth! —corrigió Diane, mientras se acercaba a darme la mano. Era una desgarbada y tímida chica de unos dieciocho años como mucho. Pelirroja y pecosa que hablaba fatal el castellano—. Vine en lo barco que hay en bahía, no sé si visto tú al pasar. Sólo quedo yo de todo pasaje. Mal, muy mal pasamos tú.

Sonreí para que no se avergonzara por su malísimo español.

—Soy Sandra —se presentó una joven chica, muy guapa y veinteañera. Morena, bajita y de porte muy decidido—. Estudiaba turismo en la Universidad de la Rioja. No tengo mucho más que contarte.

Me incomodó un poco el modo de hablar de Sandra, un tanto forzada y tosca. Me dio la mano y no dos besos como las otras mujeres.

Fernando, algo molesto con Sandra, por haberse adelantado a la presentación que iba a hacer él, señaló a la mujer que tenía a su lado. Una mujer madura que pasaba de la cincuentena. Muy delgada y altanera. Se acercó y me dio la mano de manera delicada y algo floja.

—Se llama Elisa —indicó Fernando.

—Elisa de Castro —puntualizó esta como dando importancia a la inclusión del apellido.

—Eh, sí, perdona Elisa. Vino de París, donde vivía con su marido. Pero la...

—Estábamos pasando unos días en San Sebastián —interrumpió esta con brusquedad—, cuando nos sorprendió la pandemia. Mi marido murió.

—Tranquila, Elisa. Todos hemos perdido a gente, querida. Ya quedamos que era mejor no hablar mucho de todo eso para mantener la moral alta. ¿Lo recuerdas? —Fernando parecía molesto.

Hubo un momento de incómodo silencio hasta que me percaté de que esperaban que contara algo de mí. Les expliqué que había vivido en Getafe, que había estado un par de meses subsistiendo en Madrid capital y que decidí ir al norte para ver mundo. No mencioné nada de Sara. Por motivos de seguridad, no lo creí necesario. Cuando llegué al episodio de Juan Luis y mencioné el hecho de que iba en una especie de carro todos se miraron unos a otros.

Diane, dio un paso adelante con gesto impresionado.

—¿Iba con alguna chica?

Aquello me sorprendió. Demasiada casualidad era si no conocían a Juan Luis. Matías se acercó.

—Miguel, es muy importante que nos describas a ese tal Juan Luis.

Les hice una descripción lo más detallada que pude. Según iba hablando los movimientos de cabeza de los demás y sus miradas significativas entre ellos me corroboró que Juan Luis era un conocido suyo.

—Es el mismo —afirmó Jordi—. Pero no se llama Juan Luis, sino Pedro. ¿Había una chica con él, acompañándolo?

No podía contar la verdad sin delatarme. No sabía cómo podían reaccionar al saber que alguien que habían conocido había muerto violentamente, aunque estuviera más que justificado. ¿Sabrían ellos que había sido un psicópata pervertido violador de crías?

—No vi nada —continué—. Fueron solo cinco minutos en los que hablamos de poca cosa. Luego siguió al sur, a Cádiz, creo recordar que dijo. Quería vivir allí.

Jordi miró a Fernando. Diane se mordía el labio inferior, visiblemente nerviosa.

—Bueno, dejemos eso para otro momento —dijo Fernando, observándome de nuevo de una manera fría, aunque sonreía en todo momento—. Miguel, íbamos a comer, si lo deseas puedes almorzar con nosotros. Te explicaremos cómo vivimos aquí. Si quieres, podrás elegir entre quedarte con nosotros o seguir tu camino.

—De acuerdo —dije devolviendo la sonrisa, mientras los acompañaba al comedor—. Tenemos que hablar de muchas cosas.

No me sorprendió que el edificio tuviese electricidad. Durante la comida, realizada en el gran comedor del instituto, todos los supervivientes nos juntamos en una de las grandes mesas que había. Presidiendo la misma estaba Fernando, al que vi muy metido en su papel de jefe, siempre procurando que todo estuviese ordenado y preparado. Me fijé en que había abundante comida, mucha de ella fresca. Cada uno se servía al estilo buffet con las típicas bandejas con distintos apartados. Antes de sentarnos, mientras esperaba en la corta fila, le pregunté a Matías de dónde sacaban la comida fresca. Este dijo que el pescado era cosa suya y que del resto ya me explicarían.

Durante la larga comida, en la que prácticamente sólo habló Fernando, me contaron el funcionamiento interno de la comunidad, como a ellos le gustaban llamarla, y las diferentes tareas de cada miembro. En algunos momentos me sentí como cuando uno iba a una feria de coches usados y el vendedor te hablaba maravillas de un coche. Parecía que intentaban venderme su forma de vida.

—Tienes que tener una cosa clara, Miguel —apostilló Fernando—. En esta comunidad todos somos imprescindibles y todos colaboramos en lo que podemos. Cada uno de nosotros tiene un cometido diario que no puede eludir, porque eso significaría que el resto tendría que esforzarse el doble para poder suplir lo que esa persona no ha querido o podido hacer. Me explico. Matías, por su antigua profesión, es nuestro proveedor de pescado. Cada dos o tres días sale a faenar por las proximidades. Alberto es un gran cazador y también, de vez en cuando, sale de la ciudad para proveernos de caza. Como te habrás dado cuenta, tenemos electricidad gracias al grupo electrógeno del centro, que nuestro manitas Jordi puso en funcionamiento y se encarga de mantener. Mole también es el encargado de tener siempre un par de vehículos preparados. Era mecánico y seguro que sabrás que esa es una profesión vital en este mundo. El, digamos, departamento médico, está bajo las órdenes de Eva, como ya te hemos comentado. Estas personas tienen profesiones que nosotros llamamos de tipo A. Es decir, prioritarias y vitales para la comunidad. Como tales, su tiempo para nosotros lo dedican exclusivamente a esas tareas. Si alguna vez necesitamos su ayuda en otras cosas lo hacen sin problemas, pero para esas otras labores estamos los demás que no tenemos, o hemos tenido, unas profesiones que sirvan de mucho en las condiciones actuales.

Fernando siguió un largo rato hablando sobre las profesiones de tipo A. También mencionó que, para evitar que la comunidad se hiciese excesivamente dependiente de estas personas, cada cierto tiempo, por rotaciones, todos pasaban parte de su tiempo con aquellos de las profesiones del tipo A para intentar asimilar sus conocimientos en lo posible. Matías hizo un inciso entonces, en tono de crítica, quejándose de que por su pequeño barco todavía no había ido nadie. Noté como aquello molestó un poco a Fernando y a otros miembros.

—Matías, el tiempo que esté por aquí te echaré una mano con mucho gusto —me ofrecí ante la complacida mirada del viejo pescador.

—De eso también quería hablarte —prosiguió Fernando—. Puedes quedarte con nosotros. Hay sitio de sobra y siempre es bueno aumentar la comunidad. Pero el tiempo que estés aquí tendrás que acatar nuestras normas y ayudar en lo posible.

—No hay ningún problema —dije sonriendo—. No pensaba vivir del cuento.

—Me alegra ver que tienes esa actitud.

Luego pasó a exponerme aquellas normas. Básicamente, promulgaban que toda cuestión que pudiera afectar a la comunidad, debía hablarse entre todos, incluido el cambio de habitación, entrada de armas u otras cosas susceptibles de ser informadas. También se observaba el obligado respeto entre los miembros y el derecho a justicia. Esto me llamó la atención. Sandra fue la que explicó en qué consistía.

—Cuando hablamos de justicia nos referimos a una intermediación para solucionar conflictos, o para evitarlos, antes de que se presenten. Estos conflictos suelen ser a causa de horarios, trabajos que hay que hacer, las típicas riñas que hay en cualquier comunidad... Para evitar que eso se enquiste y a la larga estalle, el agraviado tiene derecho a exponer su problema con los miembros de la comunidad y estos a dar su opinión. Después de valorar a todas las partes en conflicto, se da una especie de veredicto que hay que acatar de manera obligatoria nos guste o no. Digo especie de veredicto porque en realidad no lo es, sólo son recomendaciones que es mejor que se cumplan para que volvamos a un status quo y evitar así un agravamiento del problema. Hasta ahora se ha hecho así sin ningún problema.

—Otra norma es, esto... —Fernando carraspeó por la incomodidad de tratar un tema peliagudo—. Es el tema del sexo. Todos los que estamos aquí, salvo Diane que todavía es menor, somos adultos y no podemos obviar nuestros instintos. En una comunidad cerrada como la nuestra es natural que algún día surjan sentimientos entre los miembros o simplemente ganas de intimar. Como digo, somos adultos y hay que hablar de esto o puede ser una causa importante de problemas graves. Como ya habrás visto somos cinco mujeres y cuatro hombres, aunque contigo ya estamos a la par. En su día se hizo una especie de "posibles" entre todos los que estuvieran dispuestos a mantener relaciones alguna vez, así nos evitaríamos situaciones embarazosas. Sabiendo quién de nosotros está dispuesto a tenerlas se puede "pactar" la forma de llevarlas a cabo. Me explico: el amor está muy bien, pero eso crea un vínculo muy fuerte entre dos personas que deja de lado a las demás en cuestión de sexo. Por eso una norma que se propuso y se aprobó, fue la de consentir el amor, si es que alguna vez surgía, pero no permitir digamos la "exclusividad" de la pareja.

—Lo que Fernando quiere decir es que hay una especie de lista de gente dispuesta a follar —abrevió Ana, ante las carcajadas de los demás.

—Eh, si bien, es un poco grosero, pero se puede entender así. Es importante que sepas qué gente está apuntada en esa, digamos lista, puesto que no todos los miembros desean tener relaciones. Los que si estamos dispuestos somos Eva, Sandra, Jordi, Alberto, Ana y yo mismo. Sólo hay una regla, cuando se hagan los encuentros: deben ser en otros lugares ajenos al instituto. Hay una ciudad entera para eso y así nos aseguramos de no molestar a nadie. No hay una forma establecida de organizar los encuentros, simplemente se habla sin tapujos cara a cara con la otra parte y de forma discreta se pacta el lugar y las condiciones.

Fernando habló de las tareas secundarias a la de la búsqueda de alimentos, que era la principal del día a día. Entre esas tareas estaba la de la limpieza de cadáveres de los alrededores, para evitar enfermedades, olores o insectos, el despeje de vehículos de las principales vías, tarea muy pesada que solía hacerse una semana al mes entre casi todos, la preparación de los alimentos en la cocina, que se hacía por parte de todos de forma rotatoria, limpieza del instituto y otras muchas. La realización de las tareas debía hacerse de forma diaria, durante varias horas o más, si así lo exigía el trabajo. Había tiempo de sobra para que no pareciera un trabajo como antes y todo el mundo, incluso los tipo A, disponían de tiempo libre para hacer lo que quisieran, lo que aprovechaban algunos para explorar la ciudad o relajarse en sus habitaciones. En lo del uso de estas también había normas. Cada habitación era individual y estaba prohibido que durmieran juntas varias personas para evitar los problemas comentados anteriormente. Al haber muchas salas en el instituto, se habían habilitado como dormitorios individuales e inviolables en su intimidad. Nadie podía entrar en la habitación de otra persona sin permiso de esta. Todas las habitaciones estaban en una misma planta, las de las mujeres en un ala y la de los hombres en la otra.

—Esto es, a grandes rasgos, nuestra comunidad. No es algo perfecto pero creemos que es la mejor forma para que todos nos sintamos cómodos en esta situación tan insólita que nos ha tocado vivir. Miguel, para que no te veas obligado a elegir de inmediato te daremos una semana para que vivas entre nosotros y elijas si deseas formar parte de la comunidad y sus normas, o no. En ese caso tendrás que marcharte, pero siempre serás bienvenido si algún día cambias de opinión. De momento, te hemos habilitado una habitación provisional en la planta baja. Si aceptas vivir aquí te acondicionaremos una arriba, con todos los demás. Eso lleva su tiempo, porque hay que mover muebles y trasladar una cama, por eso no lo hacemos ahora, no es por otra causa.

Les di las gracias y acepté quedarme una semana para probar. Mientras tanto, tal y como me comprometí, acompañaría a pescar a Matías además de hacer otras tareas que hicieran falta. Tras ello brindamos todos con vino, excepto Diane que no bebía alcohol. Al igual que Elisa de Castro, que se mantuvo toda la reunión callada, masticando la comida con parsimonia, casi mecánica, como aburrida de oír una charla que habría escuchado ya otras veces.

—Miguel, cuando recojas las cosas de tu habitación, si quieres acompáñame y te enseño el barco. Quiero dejarlo listo porque mañana salimos de pesca —dijo Matías, contento ante la perspectiva de tener por fin a un compañero de faena.

Mientras esperaba a Matías se formó, en torno a mí, un corrillo de varias personas para conversar conmigo y saber de mi vida. Lo que más les sorprendió fue mi subsistencia durante varios meses en Madrid, una zona que ellos pensaban y con razón, que era una gigantesca tumba a corazón abierto. Me costó no mencionar a Sara, pero todavía no me sentía con ánimos para ello.

Jordi me pareció un tipo muy agradable, algo menor que yo, pero muy dispuesto a ayudarme a conocer los entresijos del instituto. Decía que como era el encargado de mantenimiento conocía como nadie las entrañas del lugar. Alberto, al contrario, me siguió pareciendo un tanto hosco. Dijo dos palabras y se fue enseguida. Diane, la inglesa, a pesar de su pobre castellano y su timidez, hacía esfuerzos por agradar. Ante tantas preguntas me sentí un poco desbordado. Matías salió al rescate pidiendo que lo acompañara.

Fuimos dando un paseo por la Avenida de la Reina Victoria, en dirección oeste, hacia el embarcadero donde Matías tenía a su Dulce, el nombre de su barco de pesca amarrado cerca de la terminal del ferry.

—Supongo que habrás visto el barco de pasajeros a la entrada de la bahía —dijo Matías cuando salimos del instituto.

—Si, me extrañó verlo anclado allí. ¿Ese era el ferry que venía de Inglaterra?

—En efecto. Es el Pont-Aven. Un ferry enorme que hacía la ruta Plymouth-Santander. Un día pídele a Fernando el diario de la fragata de guerra española encargada de vigilarlo, no tiene desperdicio. Sólo te diré que Diane viajaba en ese buque y fue la única superviviente del pasaje. La pobre hubiera muerto allí sino llego a pasar con mi barco el día que llegué aquí. Esa chica es como si fuera una hija mía, tenemos mucha confianza. Muchas veces me pide que la lleve de vuelta a su país, por si encontrase algún superviviente. Le cuesta mucho hablar en español y no comprende muchas de nuestras costumbres. Además, se siente sola. Yo puedo hablar con ella con confianza, pero soy muy viejo y ella es muy joven. Con la única que puede entablar amistad, por edad, es con Sandra. Pero esta es demasiado arisca. Bueno, no me entiendas mal, pero va mucho a lo suyo. Como seas un poco sensible, como es el caso de Diane, te toma por débil y no te hará caso.

Noté como Matías aprovechaba el paseo para ponerme al día sin las formalidades de reuniones. Así sabría si esa comunidad era tan perfecta como parecía. Seguí preguntándole por el resto de la gente.

—Hay algo de lo que no hemos hablado —dijo Matías con gesto grave—. De Pedro, ese al que llamas Juan Luis. Fernando me ha dicho que te lo comentase. Ese tipo estuvo en el instituto desde el principio. El típico con una labia de vendedor de enciclopedias y un desparpajo de presentador de televisión que echaba para atrás. La primera vez que lo vi me causó mala impresión. Yo soy de los que calo a la gente nada más verla e igual que tú me diste muy buena en él fue todo lo contrario.

—A mí me pasa lo mismo, Matías. Y he de decirte que también tú me causaste buena impresión desde el principio.

—Gracias hombre, esas cosas se notan. Bien, Pedro era adorado por todos, que no te engañen ahora. Lo tenían puesto en un altar porque el tipo se vendía muy bien. Era el primero en ofrecerse voluntario a todo, aunque no supiera de nada. Bueno, conmigo nunca quiso venir, creo que yo era el único que sabía que era un cara. De esos que en los buenos y en los malos tiempos intenta sacar tajada. El típico que invita a una ronda a un bar entero y luego se marcha sin pagar diciendo que se le ha olvidado la cartera. Además de Pedro, había una chiquita de la que no hemos hablado, llamada Lucía. De dieciséis años, muy amiga de Diane, porque hablaba bien el inglés y por edad tenían gustos similares. Pero a esa edad se enamoran hasta del póster de un cantante. Pedro, sin hacerle asco a su edad, empezó a cortejarla y a embobarla con trucos de galán de medio pelo. Un sinvergüenza. Le dije a Fernando lo que pasaba, porque Diane me lo contaba todo y ella tampoco veía nada bueno en ese hombre tan mayor para Lucía. Las semanas pasaban y la pobre niña estaba atontada con su Pedro. Este lo sabía e intentó llevársela al huerto, a pesar de que otra de las normas que había era que las menores eran intocables. Pero Fernando no quiso, o no se atrevió, a enfrentarse al hombre que tenía a toda la comunidad a sus pies. Hasta que un día fue imposible ocultar que Lucía se veía con Pedro para mantener relaciones sexuales. Todo el mundo lo sabía, hasta la estirada de Elisa. Se había saltado una norma principal y había que hacer algo. Si alguien se saltaba otra norma ¿qué se le iba a decir cuando no se había sancionado al otro? Estaba en juego la supervivencia de todo el tinglado. Fernando, que es muy listo, sopesó todo aquello y vio que se podía quedar de nuevo en la calle. Eso es algo que le aterra. Si no llega a encontrarse con Jordi por el camino desde Barcelona hubiera muerto por inútil. En una comunidad donde otros se ocupasen de llenarlo el estómago, él podía ocuparse de lo que más le gusta: mandar. Pero no nos vayamos del tema. Fernando le llamó la atención a Pedro. Este no se lo tomó bien, porque se puso furioso y hubo hasta un intento de agresión. Si no llega a estar Jordi creo que se lo habría cargado. A ojos de los demás Pedro empezó a perder brillo. Viendo que no podía recuperar su puesto de honor en el Olimpo de los Dioses, un buen día anunció que se iba. Lucía lo secundó sin hacer caso a nuestras suplicas para que no le acompañase. Terminaron marchándose juntos. Tú dijiste que lo habías visto, aunque no a Lucía. Lo mismo se separaron al poco de salir de aquí. A saber.

Miré a Matías y le detuve.

—Matías, te voy a contar algo que no te va a gustar. Luego, si lo crees necesario, se lo repetiré al resto de la gente, pero primero quiero que lo escuches tú.

Le relaté el episodio de la muerte de Pedro y el hallazgo de la pobre Lucía. Obvié mencionar a Sara y que fue ella quien lo mató, por eso me tuve que adjudicar yo el papel de verdugo. Matías me escuchaba incrédulo, muy sorprendido. Pero no por el hecho de que yo matara a Pedro, sino por el estado en el cual fue hallada Lucía. Se quedó unos momentos pensando en todo aquello. De buenas a primeras se había encontrado con una brutal confesión y no sabía qué decir.

—Creo que es conveniente que lo sepan los demás. No te van a guardar rencor por haber matado a ese hijo de puta, te lo aseguro, antes al contrario. Pero te van a vigilar más. Yo me fío de ti y de lo que has contado, pero nadie tiene la certeza de que lo que digas sea verdad. Te agradezco que te hayas sincerado, porque eso nos quitará un peso de encima, el de no saber qué pasó con Lucía. Ah, mi pobre Diane, que disgusto va a tener. Joder, pobre niña, ¿cómo fue capaz de tenerla encadenada? Si la tenía en el bote.

—Quien sabe, Matías. Durante el viaje he tenido muchas pruebas de lo malvado que puede llegar a ser el ser humano en condiciones difíciles. Es posible que Lucía se arrepintiese e intentase regresar con vosotros y Pedro se lo impidió de esa manera. No lo sabremos nunca.

Seguimos andando, callados y con el ánimo por los suelos. Sobre todo Matías, que había comenzado animado y ahora, después de saber aquello, estaba hundido.

—Matías, ¿es todo tan bonito en vuestra convivencia? —pregunté para que este hablase de otras cosas y no pensara en la pobre Lucía.

—La exposición que se te ha hecho durante la comida es la misma que se hizo cuando fueron llegando los últimos supervivientes. Básicamente, tenemos una armonía más o menos buena. Es cierto que no todos nos llevamos tan bien como parece. Es ley de vida. Los caracteres de la gente son distintos y cuando das con alguien que ha tenido una vida tan distinta a la tuya, afloran. Pero todos tratamos de ceder, porque somos conscientes de que es la única forma de seguir juntos sin tirarnos los trastos a la cabeza. Salvo el caso de Pedro nunca hemos tenido otro problema. Creo que los que quedamos somos sensatos, aunque hay gente que puede dar problemas.

—¿Problemas? ¿Quién y de qué tipo de problemas hablas?

—Esa lista de gente apuntada para..., para eso, dará problemas en el futuro. Por muy aséptico e impersonal que quieras hacer las cosas, cuando se trata de asuntos carnales no se puede obviar toda una vida anterior con una manera más formal de hacer las cosas. Todos hemos tenido mujeres, o esposos o parejas, y sabemos que al final surgirán amores y otros no serán correspondidos. Esa norma que dicen que no pueden llevar a cabo los encuentros amorosos dentro del instituto es saltada a menudo. Es vox populi que entre Sandra y Fernando hay algo más que unos roces de vez en cuando. Que yo sepa, y estoy bien informado, Sandra sólo lo ha hecho con Fernando, a pesar de que Jordi siente inclinación hacia ella y seguro que alguna vez la ha pedido ir a jugar con él. ¿Cuándo explotará esa situación? Más casos: Alberto bebe los vientos por Ana, pero esta pasa de él porque según sé el estilo de ser de ella no casa con el de él. Ella es muy ecologista y liberal y Alberto es muy reaccionario en sus ideas aunque no puede evitar sentirse atraído por ella. Por lo que sé este se está empezando a mosquear un poco, ya que Ana coquetea a menudo con Jordi. Y la única de la lista que no moja es la pobre Eva que aunque tiene cuarenta y seis años seguro que puede dar juego al más pintado. Pero parece ser que no es muy apetecible físicamente y creo que está más que harta de que los chicos la ignoren. Los demás no participamos en ese juego por diferentes motivos. Yo ya soy viejo. Francamente, no me imagino a ninguna de las mujeres queriendo acostarse con un vejestorio como yo. Además, soy de los antiguos y me acuerdo mucho de mi difunta Carmina, que en paz descanse. Elisa, la otra mujer, es una aristócrata remilgada que tendría menos posibilidades que Eva, así que incapaz de aceptar una derrota prefiere no entrar en juego. De todos modos, Eva me contó que cuando ella llegó al instituto, y fue de las primeras, Fernando y Elisa tenían una especie de relación. Supongo que al llegar las mujeres jóvenes decidió pasar de esta. Algo lógico pero poco elegante por su parte. Luego está Diane, que es menor y por lo tanto fuera del asunto, al menos hasta dentro de poco, porque ya va a cumplir la mayoría de edad. Pero ella me ha dicho muchas veces que no se va a apuntar a nada porque no le gusta ninguno de los hombres de aquí y no piensa acostarse con nadie sino está enamorada. Así que, esto es lo que hay. ¿Cuánto durará la tranquilidad? No se sabe, pero ahora entras tú en juego a añadir más incógnitas. No te preocupes, que no te estoy echando para atrás. La comunidad tiene muchas ventajas, sobre todo para un viejo como yo, pero es mejor que sepas como están las cosas para que luego no te lleves una sorpresa.

—Muchas gracias por tu sinceridad. A decir verdad, si me quedo en la comunidad no va a ser para siempre. Me gustaría estar una temporada para descansar. He estado mucho tiempo ahí fuera y necesito algo de compañía. No, no te equivoques, me refiero a compañía humana, no sexual. Yo..., estaba casado y aún quiero a mi mujer.

Matías me miró asintiendo, como comprendiendo lo que quería decir. Luego sonrió de nuevo.

—Me temo que Eva se va a quedar de nuevo a dos velas.

Seguimos caminando y charlando. El bueno de Matías tenía un defecto que me vino muy bien. Le encantaba contar las intimidades de los demás. Él mismo reconocía que no podía evitarlo. Gracias a eso pude enterarme de muchas cosas interesantes, a parte de las preferencias sexuales de cada uno.

Según Matías, Fernando era muy inteligente. Tenía en mente que la comunidad incluso empezara a crecer con futuros nacimientos. Quería que las mujeres procreasen y empezar así una nueva vida. Según su teoría, la especie humana no podía extinguirse, que teníamos la obligación de volver a expandirnos por el mundo. Aunque por el momento no había ninguna mujer dispuesta a ello.

También supe que además de Sandra, Fernando contaba con el apoyo incondicional de Alberto para todo lo que aquel mandase. Este, según Matías, era el más raro del grupo y el más peligroso por su afición a las armas, aunque también era verdad que nunca se había mostrado agresivo. "Salvo cuando llegué yo", puntualicé. De vez en cuando, desaparecía unos días y cuando volvía traía dos o tres ciervos, corzos, conejos o perdices. Además, sabía prepararlos y eso los proporcionaba muchos excelentes guisos de carne. Había sido un gran cazador y por eso ahora podía seguir disfrutando de su afición sin tener en cuenta trámites burocráticos y como debía ser, para dar de comer a la gente, y no como deporte.

También me enteré de que si bien era cierto que todos colaboraban en los quehaceres diarios, los que más daban el callo eran él mismo, Eva, Jordi y Alberto. Los tipo A. Y que había gente como Elisa que, por su inutilidad para las tareas domésticas o manuales, debido quizás a su acomodada vida anterior, no servían prácticamente para nada, lo que no la impedía mantener esa arrogancia y desdén propios de su clase cuando trataba con gente a los que no consideraban sus iguales.

—Esa es a la que menos aguanto —dijo Matías—. En mi juventud esas señoras contrataban a mi madre para que las limpiasen sus grandes casas y siempre la trataron como a un perro. Encima que se la da de comer jamás la verás dar las gracias por nada. Sin embargo, como Fernando la mantiene, porque se debe sentir culpable por cómo la dejó por Sandra. Así estamos, con un parásito a cuestas. Yo casi no hablo nada con ella, salvo los buenos días y poco más, porque el día que me diga algo voy a saltar y la liamos.

—Oye Matías, ¿de dónde sacáis las armas? —pregunté señalando su fusil de asalto del Ejército, cambiando de nuevo de tema para no alterar al viejo Matías.

—Ahora lo verás, porque la veremos amarrada donde antes atracaba el ferry. Ya te comenté que el Pont-Aven fue obligado a anclar en la bahía. Y fue así porque cuando la pandemia estaba empezando, y se prohibieron los viajes, el ferry ya estaba de camino. El gobierno los instó a darse la vuelta a Inglaterra, pero estos alegaron que llevaban muchos enfermos y que estaban más cerca de España que de su país, argumentando que necesitaban ayuda humanitaria. ¿Y qué les mandamos desde aquí? La Blas de Lezo. Una fragata de guerra que la escoltó hasta aquí, pero que prohibió que desembarcara nadie. Se quedó en Santander, vigilando la cuarentena del buque, bajo amenaza real de hundirlo si trataba de forzar un desembarco. Créeme, por el diario del capitán de la Lezo, estuvieron a punto de hacerlo. Después de la pandemia, cuando todo el mundo la palmó, la fragata nos sirvió de arsenal. Estaba bien repleta de armas portátiles. Por la tosca arma que llevabas intuyo que no encontraste mucho armamento por el camino.

—La quitapenas es un arma temible —sonreí—, es una garrota con un acople para cuchillo. Contra un animal es una buena opción. Mate un lobo con ella. Y sí, encontré armas por el camino, pero no cuando me hicieron falta.

Cuando llegamos al muelle, donde estaba atracado el pequeño Dulce, a Matías se le iluminaron los ojos. No había duda de que le encantaba su barco.

—Mira Miguel. Le falta una buena mano de pintura, pero está en perfectas condiciones. ¿Sabes algo de barcos o de pesca?

—Me temo que no sé ni lo que es la popa o la proa.

—Anda, eso es lo más fácil. Este barco tiene catorce metros de eslora, es un palangrero de bajura. Ya te enseñaré como se pesca, que para lo que necesita nuestra comunidad es la mejor arte. Es un buque estupendo, aunque necesitaría más tripulación para sacar lo mejor de él. De todos modos, con nuestra pesca de subsistencia nos apañamos con lo que voy sacando. ¡Mira qué bonito! Tiene doscientas cincuenta toneladas y fue construido en Vigo hace más de treinta años, pero está perfecto. He puesto mi alma en él y eso se nota.

—¿Qué se suele pescar en estas aguas?

—Al no ser una pesca que necesite de bancos, suelo pescar de todo un poco: bacaladillas, merluzas, abadejos, lubinas, jureles, palometas, sardinas, doradas, sargos... De todo, incluso tiburones, pero a esta gente sólo les gusta el cazón, el resto de las especies de escualos les da un poco de grima. No sé por qué si son peces como los otros, pero oye, para gustos...

—¿Cómo se pesca, con caña?

Matías se rió comprobando que de verdad era de agua dulce.

—Como te he dicho, este es un barco palangrero. Lo que se hace es que, una vez en alta mar, pero no muy lejos de la costa, se lanza con esa máquina que ves a popa, ahí en la parte de atrás boquerón, un cabo de unos cincuenta metros, con anzuelos con cebo puestos cada cinco metros más o menos. Luego a esperar y a ver que sale... Así de fácil y así de difícil. Un día bueno sale bastante, pero hay otros que tengo que echarle muchas horas. Esa gente parece que no lo entiende y se creen que me tiro toda la mañana de crucero por el Caribe, ya ves. No tienen ni idea de lo duro que es la mar y que hay días que te la juegas. Pero son gente de agua dulce, Miguel. Como tú. Al menos has sido el único que se ha ofrecido a ayudarme.

—¿Esa de allí es la Blas de Lezo? —señalé al muelle del ferry, que estaba a unos pocos centenares de metros.

—Sigue amarrada tal y como la encontramos. Está limpia de cadáveres. Al menos la parte de popa hasta la zona donde tienen las armas, que es la única parte que utilizamos alguna vez, cuando venimos a por munición o repuestos.

—¿Nunca te ha dado por dar un paseo con ella?

—Hijo mío, los barcos no son como los coches. Y menos esos tan grandes y sofisticados. No sabría ni dónde tiene la rueda del timón, si es que tiene. Con el Dulce te llevo al fin del mundo y eso que es pequeño, pero es lo que conozco y sé cómo responde. Con aquel trasto no podría ni dar una virada.

—De acuerdo, mañana saldremos a pescar juntos, Matías. ¿A qué hora te viene bien que quedemos?

—Pronto, que para estas cosas es mejor madrugar.

—¿A las siete o siete y media?

Matías me miró incrédulo y luego se estuvo riendo un buen rato.

—¡Boquerón, a esa hora, si se nos da bien, ya estaremos de vuelta!

***

Aquella primera noche en el instituto casi no pude dormir, en parte por la novedad del lugar, los pensamientos que no dejaban de atacarme y sobre todo, por el madrugón a las cuatro de la mañana que Matías me obligó a hacer.

La pesca, pese al esfuerzo, fue bastante divertida y me sirvió para intimar con Matías, que se soltaba a la mínima y me contaba cosas que de otra forma hubiera sido difícil enterarme.

La noche anterior, antes de acostarme y aprovechando la cena, quise relatarles a los demás lo que ya le había comentado a Matías. Sobre la muerte de Pedro y la suerte de la pobre Lucía. Todos escucharon con horror mi relato y algunos de ellos, como Diane y Eva, rompieron a sollozar al enterarse de la suerte de aquella. Todos comprendían que hubiera matado a Pedro, puesto que no se podía hacer otra cosa en esas circunstancias. También les dije que había pensado en la oferta de quedarme en la comunidad y que aceptaba quedarme durante una temporada aún sin determinar. Aunque dejé claro que no me iba a quedar de manera indefinida, excusándome en que me gustaría seguir viajando. Todos parecieron comprenderme e incluso algunos como Sandra asintieron con satisfacción al saberlo. Fernando, una vez que todos se fueron, se quedó un rato conmigo para hablar.

—Gracias por contarnos lo ocurrido con Pedro. Para nosotros ha sido muy importante saber lo que pasó, sobre todo con Lucía. Ignoro por qué ese degenerado pudo haberla tratado así, pero tuvo el final que se merecía. Otra cosa, veo que tu intención de irte algún día es muy firme. ¿Es posible que también sea por algo que hayamos hecho o dicho que no te haya gustado? Si es así podemos arreglarlo.

—No, en absoluto Fernando. Es una decisión que ya tenía tomada antes incluso de hablar con vosotros. Tiene algo más que ver con mi forma de vivir. Prefiero vivir solo, aunque ahora necesito estar aquí y os echaré una mano en lo que pueda, para corresponder a vuestra hospitalidad. Sé que la vida en comunidad tiene sus cosas malas, pero eso no es lo que me ha hecho tomar esa decisión. Como te he dicho, esta ya estaba tomada.

—Me alegra saberlo. Se lo comunicaré a los demás, porque alguno puede haberse llevado esa impresión. Ya sabes que la moral en estas circunstancias hay que intentar tenerla siempre alta. Me ha comentado Matías que mañana de nuevo vais de pesca, así que no te entretengo más para que vayas a dormir algo.

Sobre las nueve de la mañana aparecimos en unos de los coches preparados por Jordi con el fruto de nuestra mañana pesquera. Muchas bacaladillas, varias merluzas de buen tamaño y un cazón. Matías decía que con el paso del tiempo se iría pescando mejores y mayores ejemplares y en mucha cantidad. Al no haber más expolio humano de los mares las especies podrían volver a recuperarse. "Llegará un momento en que los peces salten a bordo, a causa de la súper población", bromeaba Matías.

Alberto ya hablaba conmigo. Y todo por el hecho de anunciar mi futura marcha. Eso había hecho que yo ya no supusiera una amenaza en su mente, o fuera un competidor más en la dura lucha por las hembras. De todos modos, con él sólo podía hablar de armas o de caza, ninguno de cuyos temas estaba yo especialmente versado como para poder entablar una amena conversación. Al menos, se mostraba más proclive a comunicarse conmigo. Eva, la mujer impar, intentaba atraerme por todos los medios, sabedora de que era su única opción de poder disfrutar un poco del amor. Si no hubiera conocido a Sara no me hubiera importado tontear con esta. Cierto que no era guapa y que era diez años mayor que yo, pero era una persona muy simpática y seguro que era muy pasional. No quería ofenderla, porque sería un golpe muy duro para ella, pero intentaba no seguirla el juego en sus insinuaciones, que por otra parte eran cada vez más atrevidas.

Habilitamos para mí una de las salas en la zona de dormitorios. Una amplia habitación, como todas las que había, en la que pusimos una cama y un par de armarios. Tenía aspecto de hospital, pero era más que suficiente para dejar mis cuatro cosas y descansar de los agotadores madrugones que cada dos o tres días teníamos que hacer para pescar. A consecuencia de ello, Matías y yo éramos los que las noches antes de los días de pesca, cenábamos antes, sobre las seis o las siete de la tarde. Diane también solía acompañarnos en la cena porque ese horario se acercaba más al británico que el tan tardío español. Esta solía levantarse pronto para ir con Sandra y Alberto, cuando este no estaba de caza, a los huertos que tenían por varias zonas de Santander, para recolectar frutas y verduras. Diane, a pesar de la inicial timidez, hablaba sin parar. Aunque la mayoría de las veces no se la entendía mucho nos reíamos por la forma que tenía de contar las cosas y las imitaciones que hacía de Elisa o Fernando. Cuando le pregunté por el episodio de su llegada en el Pont-Aven Diane se mostraba orgullosa de haber sobrevivido mes y medio en un ataúd flotante.

—Dicen que pusieron buque cuarentena, pero realidad pusieron a matarnos por enfermedad —explicó Diane en un horrible español—. El barco guerra no dejaba desembarco. Aunque saliéramos del buque habríamos muerto también.

—Me temo que los que murieron en ese buque lo habrían hecho de todos modos —dije—. Aún así, os dejaron tirados. ¿Tuvisteis problemas con la fragata de guerra?

- Sorry, prefiero no hablar de ello... Yo...pasé muy mal.

No insistí más. Las noches las pasábamos contando historias o anécdotas sobre cualquier tema. A veces también, animada por nuestras risas, se unía más gente. En un mundo sin televisión, radio o cualquier entretenimiento moderno, la palabra volvía a ser la única manera de entretenerse.

Sólo tres personas jamás fueron a esas reuniones. Elisa, quien no hablaba conmigo casi nada después de saber algo más de mis humildes orígenes. Fernando, que siempre tenía alguna excusa para no acercarse. Matías me decía que no iba porque era una persona carente de imaginación y que fuera de su mundo no sabía nada, ni siquiera contar un mísero chiste. Como le encantaba ser el protagonista de todo no podía quedarse en blanco en una reunión, aunque esta fuera informal. Por eso prefería excusarse diciendo que tenía que hacer cualquier cosa. Sandra tampoco aparecía, quizás por su adhesión a Fernando en todo o quizás, más factible, su animadversión no oculta hacia mí y hacia mucha otra gente de aquel grupo.

Incluso Alberto, la segunda persona más aburrida del planeta, a veces metía baza y contaba alguna anécdota. Eso sí, casi siempre referida a la caza. Pero aquellas reuniones se hicieron muy necesarias y las pocas veces que no se pudieron hacer se echaban de menos. "Gran invento este de contar historias", decían muchas veces los demás. Antes de esto, la mayoría iba a sus cuartos a leer o escuchar música en sus iPod. Luego, muchas veces había que casi obligar a muchos de ellos a ir a dormir. Jordi me comentó que ahora estaban más alegres y unidos. El simple hecho de sentarse en torno a una mesa a hablar los había llevado a conocerse mucho mejor.

Durante esa primera semana experimenté un descanso mental que no había sentido desde que vivía con Sara. Aquí no era el responsable de todo y el sustento diario estaba más o menos asegurado. No tenía que estar en tensión por ningún peligro ni por no saber qué íbamos a comer al día siguiente.

Sin embargo, no había conseguido una felicidad plena porque me faltaba Sara. Lejos de su compañía y después de varias semanas de separación, la echaba más de menos que nunca. Cuando me acostaba en la cama, al final del día, no podía dejar de pensar en ella y en lo que estaría haciendo. Me desvelaba muchas veces preguntándome si habría tenido algún problema. Otras me decía que al día siguiente iría en su busca, pero volvía a tener esa sensación de que si lo hacía ella me dejaría para siempre. Para tratar de huir de mis pensamientos necesitaba ocupar mi mente con otras cosas.

Además de salir a pescar tres veces por semana, me ofrecí voluntario para despejar de vehículos un carril de las calles principales, junto con Ana, Sandra, Diane, Alberto y Jordi, que eran los que se ocupaban de esa tarea de vez en cuando. Matías, cuando no pescaba, ayudaba en la cocina a preparar la comida junto a Eva, Fernando y la persona que le tocara esa semana, puesto que se hacía por rotaciones. Como siempre, la única persona que no hacía nada era Elisa, que se pasaba la mayor parte del día en su cuarto o dando paseos por el interior del recinto del instituto, ya que no se atrevía a salir afuera.

Era tal mi afán de mantenerme ocupado, para no pensar, tratando de quedar agotado para poder dormir, que Eva me tuvo que recomendar que me tomara más descansos. Ya que si seguía así acabaría forzando mi cuerpo y podía causarme alguna lesión o enfermedad grave. La mayoría de la gente alababa mi disposición, pero un día, mientras estábamos en el Dulce, esperando a recoger el cabo con los anzuelos, Matías me comentó que no a todo el mundo le gustaba esa actitud mía de querer abarcarlo todo.

—¡Quién va a ser! —exclamó Matías cuando le pregunté al respecto—. Fernando el primero. Es normal, porque hasta tu llegada él era el que manejaba el cotarro. Prácticamente antes él decía quien iba a mear y quién no. Ahora el único que no le dice lo que va a hacer eres tú. Y oye, yo lo veo bien. Ojo, que no creo que haya que rendir cuentas a nadie de lo que se hace, cuando encima se hace después de haber cumplido con tu trabajo. Los demás se lo comentamos por norma, pero él nunca sabe adónde vas a estar y eso creo que no le gusta nada. El no tenernos a todos controlados o fichados le debe dar urticaria. Ya te lo dirá, pero ojo, Miguel. Ese tipo habla siempre con una sonrisa en la boca, pero no es de fiar.

—No te preocupes, viejo. En mi antiguo trabajo había chupópteros así. Pelotas o jefes mediocres que se creían los más listos. Hace menos de seis meses te diría que intentaría arreglar la situación y pasar por el aro. Pero ahora, después de una temporada en la que he estado al límite y sé lo que puedo o no llegar a hacer, ya no estoy dispuesto a reírle las gracias a nadie o dar la razón a quien no la tiene. En este caso, si Fernando viene a exigir que le rinda cuentas de lo que hago o no hago, se va a llevar una sorpresa, y no muy buena. Creo si Fernando se comporta a veces así es porque vosotros le habéis dejado. No está acostumbrado, desde su anterior trabajo y vida, a que nadie le contradiga. Y eso no es bueno si se quiere vivir en comunidad. Al final vais a tener un problema con él si no le dejáis las cosas claras. Parece como si le tuvieseis miedo.

Matías se molestó un poco. Era un hombre mayor, con experiencia en la vida. No le gustaba que alguien mucho más joven le viniera a dar clases a esas alturas.

—Es que hay que reconocer que si Fernando no hubiese tomado las riendas desde el principio no habríamos hecho nada. Llegó el primero con Elisa y Sandra. Luego apareció Pedro. Según llegaban más supervivientes, Fernando se encargó de distribuir el trabajo y planificar todo. Elisa era una inútil y Pedro un espabilado, si Fernando hubiera sido igual ten por seguro que la mayoría se hubiese largado.

—No quiero quitarle méritos, Matías. Pero si él mismo ha aceptado que vivís en una comunidad, ¿por qué se empeña en que no lo parezca? ¿Por qué parece que vivimos en un pueblo del oeste y hay que decirle todo al sheriff del lugar? Hasta en la vida anterior se podían elegir a los gobernantes cada cuatro años.

—Tienes razón. Sólo te pido que tengas en cuenta lo que ha hecho por nosotros antes de pasarte un poco. Es fácil mandar a alguien a la mierda, pero muy difícil es que luego te perdone y no lo tenga en cuenta.

—No te preocupes. Aún me queda algo de civilizado. No pensaba darme de hostias con él, sino dejarle muy claro lo que pienso sobre los caciques.

—También tendrás que lidiar con Sandra. Esa chica es una cría pero tiene un carácter fortísimo, como ya habrás visto en alguna ocasión. Como ya te dije, ella y Fernando se frecuentan a menudo, y ya sabes que dos que duermen en un mismo colchón, se vuelven de la misma condición. Si vas a enfrentarte con Fernando tendrás a Sandra de enemiga. De Alberto tampoco me fiaría, a pesar de que ahora parece más amigable. No te engañes. Sólo es así porque sabe que algún día te irás. Te ve como un posible competidor por Ana. Estoy seguro de que si te ve a malas con los otros dos tomará partido y créeme que no será contigo.

—No voy a iniciar una revolución. Si vosotros estáis a gusto con él y su forma de llevar las cosas, me tragaré mi orgullo y no diré nada. Tarde o temprano me terminaré marchando pero vosotros seguiréis aquí. No quiero hacer nada que os pueda perjudicar en el futuro.

—Creo que será lo más sensato. Mira Miguel, creo que los que estamos aquí lo único que buscamos es un poco de seguridad. Si eso quiere decir que tenemos que aguantar algunas cosas lo hacemos sin problemas. De todos modos, el día que alguien no lo soporte más se irá como lo harás tú. Nadie se interpondrá en su camino. No estamos en una cárcel. Mira como se fueron Pedro y Lucía.

—Porque Pedro os era más un estorbo que un ayuda. Pero, ¿y si un día Jordi o Eva, por ejemplo, o tú mismo, decidís iros? ¿Lo permitirían? Sois los más valiosos desde el punto de vista de supervivencia pura y dura. Pregúntaselo a Fernando un día, a ver que te dice. Si la respuesta es negativa es que tenéis un problema. A mí me dejarán ir porque no sé hacer nada que ellos no puedan hacer ya. Si fuese un cirujano otro gallo me cantaría.

—Te estás poniendo en una situación que ahora mismo no se da. Das por sentado que estamos incómodos con él o con la forma como está montada esta comunidad, y no es así. No hasta el punto de echar todo por la borda. ¿Por qué habríamos de irnos?

—Espero que nunca tengas que preguntártelo, Matías. De verdad.

No le dimos más vueltas al asunto. Mi plan de mantenerme ocupado para no pensar en Sara había originado roces con algunos, por lo que opté por mantenerme más al margen y dejar pasar el tiempo de la manera más sosegada. Decidí pedirle a Fernando el diario del capitán de la fragata Blas de Lezo, para entretenerme un poco, y así limar asperezas con él.

—Es un relato triste. Supongo que como todos los que habrá sobre aquellos horribles días —contó Fernando cuando me pasó el cuaderno con el diario.

—Gracias, cuando lo termine te lo devolveré.

—No hay prisa. Lo tengo porque cuando subimos a la fragata por primera vez me impresionó ver a su comandante allí sentado, en su puesto de mando como máximo responsable de su buque. Literalmente, no se hundió con su barco, pero sí que puede decirse que cumplió su misión hasta el final. Le ordenaron que el ferry no atracase y como se puede ver en mitad de la bahía, no lo hizo.

—A veces también un buen jefe debe levantar el pie del acelerador para que sus hombres no terminen por maldecirlo.

Fernando me miró unos segundos, muy serio. Luego volvió a sonreír de aquella aparente manera.

—¿Y quién le dice a ese jefe que si levanta el pie esos hombres no le tomarán por débil, aprovechando así cualquier momento para amotinarse? —preguntó entrando al trapo.

—Supongo que hemos tenido suerte de no estar en aquella fragata —respondí intentando ser conciliador para no meterme en guerras que no me convenían.

—Supongo que sí. Ahora, si me perdonas, tengo que ir a hacer unas cosas.

Me fui a mi habitación y me tumbé en la cama. Decidí no pensar en nada más que en la lectura del diario.

"Mañana me tomo el día libre, le guste o no al sheriff", pensé mientras abría el cuaderno.

Al parecer, la fragata de guerra española interceptó al Pont-Aven a mitad de camino, instándolo a regresar. Como el buque británico tenía tantos enfermos se negaron a hacerlo. Además, había brotes violentos por parte de algunos pasajeros y suponían que si daban media vuelta habría una tragedia. Desde la Blas de Lezo se mandó en helicóptero un comando de intervención de la infantería de marina. Acabaron con la revuelta y masacraron a unos cuantos exaltados que habían hecho todo tipo de barbaridades a bordo. Los dos buques regresaron a Santander y el ferry quedó en cuarentena. Lo otro ya lo sabía. Hubo tumultos en la ciudad cuando empezó el pánico y todos acabaron sucumbiendo. Todos, menos Diane.

***

Intentando no soliviantar a nadie, y después de descansar bastante, decidí no llamar más la atención. Estaba visto que quien destacaba era considerado primero un buen trabajador y luego pasaba a ser un listo. Entre los que me consideraban de la primera forma estaba Matías, Diane, Eva, Ana y en menor medida Jordi. Entre los que pensaban lo segundo estaban los demás: Fernando, Elisa, Alberto y Sandra. No había animadversión contra mí, pero sí que notaba que cuando yo decía de ir a hacer una cosa veía las miradas cruzadas de algunos de ellos y me daba cuenta de lo que pensaban. No era una situación agradable, sobre todo porque esa gente primero pensaba mal antes de conocer nada más.

Tal y como le había dicho a Matías, yo estaba de paso. No quería provocar una guerra o malestar entre ellos. Por lo que la nueva forma de comportarme parece que les gustó más: mantenerme en segundo plano y dejar que ellos protagonizaran la vida en la comunidad. A pesar del disgusto de muchos de ellos, incluido Alberto, dejé de ir a las noches de historias después de la cena. Luego supe que otros dejaron de ir también, como Matías o Diane. Al cabo de unos días aquel hermoso grupo de dicharacheros terminó igual de rápido que había empezado. Todo volvía a ser como antes y Fernando parecía complacido por ello. Yo sabía que Matías y Diane estaban empezando a cansarse de este y sus formas de hacer las cosas, pero no querían, o no se atrevían, a hablar con él sobre lo que no les gustaba. Esa actitud tampoco me parecía bien. Si uno no estaba de acuerdo con algo, ¿por qué callar?

Así pasaba mis días en la comunidad, muchos de los cuales me aburría a pesar de estar rodeado de personas. Fui conociendo la manera de ser de ellos. Había cosas que me gustaban y otras no tanto. Eva ya no me hablaba. Supuse que estaba escarmentada de mis huidas a sus pretensiones nada disimuladas de llevarme a la cama. No había querido llegar a ese punto, pero su obstinación era casi un agobio. Al cabo de un tiempo volvió a hablar conmigo de la misma manera amigable que antes, pero sin proposiciones. Estaba seguro de que Matías le dijo que yo estaba todavía enamorado de mi mujer y por eso rechazaba la compañía de otras. Eva miraba entonces mi anillo y sonreía con esa idea romántica en su cabeza, consolándose en que no me había querido acostar con ella por eso.

Ana era una mujer rara. No en el sentido de que se quedase sentada mirando al suelo, sino que era como una hippy trasnochada. Todo era alegría, paz y amor hasta la extenuación. Una vez escuché a la maliciosa Sandra decir que Ana se había fumado demasiadas cosas raras en su juventud y que por eso iba así. La verdad es que era una mujer demasiado liberal para lo que allí estaban acostumbrados. Se sabía que Alberto iba detrás de ella, pero esta prefería desahogarse con Jordi. Eso a Alberto le desquiciaba, porque eso quería decir que Ana prefería montárselo con cualquiera menos con él. Eso debía doler. Jordi era una persona muy alegre también, de ahí que Ana se fijase en él, pero era muy voluble. Un día estaba de uñas con Fernando y al otro no paraba de alabarlo riéndole las gracias de manera casi ridícula.

Con Sandra había que andar con cuidado. Cada vez que la veía era como si nos estuviera espiando para pasar luego un informe a su Fernando. A pesar de ser una chica muy atractiva dotada de un cuerpo de escándalo, no levantaba pasiones en los hombres debido a su chulería innata. Supuse que cultivada en discotecas espantando moscones. Además de un exceso de personalidad demasiado exacerbado, con propensión al enfrentamiento dialéctico. Era la pareja del "jefe" y eso la gustaba, a pesar de la regla de que no hubiera parejas. Elisa, la altiva mujer de aristocrático linaje, se estaba empezando a sumir en lo que Eva llamó una especie de languidecimiento depresivo. Antes había sido la pareja de Fernando y ahora se veía relegada a una vida de claustro. Encerrada casi todo el día en su cuarto se negaba a hablar con nadie, excepto con Fernando que era quien la llevaba la comida y otras cosas. De todos modos, a nadie del grupo le importaba demasiado lo que le pasaba a esa mujer y estoy seguro de que, si hubiera muerto, nadie hubiera derramado una sola lágrima por ella. Los únicos normales en su comportamiento eran Matías, que pasaba cada vez más tiempo en su barco, y Diane, que hablaba mucho conmigo, por ser la única persona confiable, según ella. Una tarde me comentó sus planes inmediatos:

—No digas nada tú a esos. Pero Matías prepara barco para... Go to England!

—Lo dices como si fueseis a huir. ¿Por qué no lo anunciáis? —pregunté.

—Mi da igual, pero Matías querer mantenerlo en secret por unos días m... more, más. Él sólo me acompañara a England y luego retornará aquí.

—¿Vas a vivir sola allí? Puede haber mil peligros.

—Allí no hay osos ni lobos —se rió—. Animal más grande es zorro.

—Me refiero a otros peligros. Acuérdate de Pedro. Puede que te encuentres con algún superviviente con ganas de..., ya sabes.

—Llevo arma y manejo bien. No problem! Allí conozco mejor sitios, mover mucho más que aquí. Y yo querer enterrar a mi abuelita.

—Cuando os vayáis decídmelo y me despediré.

—No vamos a ir a escondidas, tranquilo. Oye, si tú quieres puedes venir. Eres un buen tipo.

—Oh, gracias pero prefiero quedarme en casa. Además, no sabría conducir por la izquierda.

Diane se volvió a reír y me dio las gracias por haberme portado tan bien con ella. Luego me susurró que aquel grupo no le daba buenas vibraciones y que, antes de que pasara algo malo, ella pondría unas cuantas millas de por medio.

Comentando después todo aquello con Matías este me reveló que era algo que la había prometido, cuando la sacó del Pont-Aven, ya que era un hombre de palabra. También añadió que el viaje no era largo y en aquella época del año no había problemas en la mar. Me sugirió que los acompañara, ya que en poco más de diez días estábamos de vuelta. Doce, como mucho.

—Gracias por el ofrecimiento, viejo. Pero todavía digo cuerdas en vez de cabos. Ya sabes que el mar no es lo mío.

***

Tal y como preveía no sentó nada bien la idea de que Diane se fuera. Ella no era un tipo A, pero aún así la intentaron convencer de maneras un poco sectarias, con Fernando y Sandra hablando con ella y relatándola sin miramientos las amenazas a las que se tendría que enfrentar. Alberto, que se veía así sin posibilidades de poder intimar en un futuro con otra mujer, también intentó convencerla, pero la palabra no era su fuerte y terminaba ofuscado. Al menos sabían que Matías volvería, pero querían asegurarse de ello. Fernando mencionó la posibilidad de que alguno más lo acompañara. "Por si necesitáis ayuda en el viaje", fue la excusa.

—Necesito más ayuda para pescar y nunca os habéis ofrecido —replicó Matías—. Para un simple viaje no necesito a nadie.

La respuesta sorprendió a todos, incluido a mí, que sonreí al ver cómo Matías iba dejando de ser un complaciente viejo para volver a ponerse en la piel de un curtido marino.

Las mujeres, especialmente Eva y Ana, lamentaron mucho su marcha. Tenían mucho cariño a la joven inglesa y les dolía perderla. Fue Jordi el primero que propuso hacer una fiesta de despedida. Diane era de las pocas personas del grupo que no tenía enemigos y todos aceptaron con entusiasmo, a pesar de no haber hecho nunca una celebración desde que estaban allí. En seguida surgieron ideas y voluntarios para prepararla.

Se habilitaría el salón de actos e intentarían colocar algunos focos y elementos decorativos. Matías se animó, proponiendo que él montaría la barra del bar. Todos fueron aportando ideas y entusiasmo. Fernando, un personaje de lo más aburrido, propuso buscar un karaoke portátil. Como Matías dijo que esperaban salir en menos de una semana hubo muchas prisas por dejarlo todo preparado en dos o tres días. Jordi, Sandra, la propia Diane y yo mismo salimos un par de veces a buscar cosas en la ciudad. En unos bares de copas encontramos todo lo necesario. Desde las bebidas, luces, equipo de música, altavoces, hasta decenas de discos de todos los géneros posibles. Matías quería bailar pasodobles y enseñar a Diane como se hacía.

Ana y Eva se ocuparon de la decoración del salón, cada una con su estilo propio. Dejando, por tanto, el espacio con una impresionante mezcla de barroca horterada de selva de tiras de papel. Matías, con mi ayuda, pudo montar la barra que quería. Varias grandes mesas del comedor, con unas sábanas viejas por encima y docenas de vasos de tubo, botellas y hasta un barreño donde decía que iba a preparar la afamada queimada. La que le enseñó a hacer un gran amigo gallego, que fue tripulante en su barco durante muchos años. Para ello utilizaría las últimas botellas de aguardiente que habían permanecido todo ese tiempo a salvo en el Dulce, azúcar, corteza de limón, unos granos de café sin moler, y trozos de fruta. Eva, que era gallega, dijo que ella recitaría el tradicional conjuro, cuando ardiese todavía la queimada, aunque no se sabía más que los primeros versos. Añadió que aquello espantaría los malos espíritus y las meigas.

Jordi, junto con Fernando, que esta vez sí se arremangó para trabajar, se ocuparon del apartado técnico. Se habilitó una especie de zona de baile, donde instalaron varios pequeños focos y luces de distintos colores, para que la gente pudiese bailar o hacer el cabra, como dijo Sandra. En las pruebas de sonido del equipo se utilizaron varios discos de cantantes folclóricos que produjeron un verdadero ataque de risa colectiva. Hasta el siempre serio Alberto se atrevió con unas carcajadas. En definitiva, esos cuatro días de preparaciones fueron los más alegres y distendidos que tuvimos desde que estaba con ellos.

Lamentablemente, serían los últimos.

La mañana antes de la fiesta, Matías y Diane habían terminado de recoger las cosas de esta y su posterior traslado al Dulce. Los ayudé a cargar provisiones para el tiempo que iban a estar fuera. Matías dijo que no me preocupase por el viaje, ya que en sus más de cincuenta años en la mar había tenido todo tipo de experiencias y sabía lo que podía o no hacer y aquel viaje no era nada peligroso.

—En invierno podemos encontrar tormentas y mala mar, pero en esta época será como ir por un estanque. Confía en mi experiencia, hombre.

—¿Llevarás armas?

—Llevo el fusil del Ejército que ya viste una vez. Aunque reconozco que no he disparado en mi vida salvo una pistola de señales. Lo llevaré por si acaso, aunque en alta mar no creo que tengamos que utilizarlo. Sólo cuando desembarque en Inglaterra. Diane se lleva otro, además de una pistola que le ha dado Fernando para que pueda ir bien armada por su país. También llevará en su mochila unas cuantas raciones de combate, que encontramos a bordo de la fragata de guerra, para que pueda comer al principio si no encuentra nada. Y poco más, ella es lista y sabrá cuidarse, créeme. Sólo lamento perderla porque es como una hija. Me ha dicho que me vaya con ella pero no me siento con fuerzas y menos para hacer de lastre. Ella estará mejor sin mí. Pero tú, Miguel, sí podrías ir con ella. ¿Te lo ha comentado? El otro día me dijo que pensaba en ti para ello. Porque dijiste que querías seguir viendo mundo y esta es una buena oportunidad.

—Me lo dijo ayer, pero me negué.

—Piénsalo, muchacho. Diane es una chica excelente. Además, es muy guapa a pesar de sus pecas y su pelo colorado. Ya va a cumplir los dieciocho años y no es una niña. Sería una buena pareja para un hombre como tú. Es más, creo que seríais perfectos, de verdad. Así descansaría sabiendo que está en buenas manos. Si te lanzas no te vas a estrellar, porque la he visto como te miraba a veces. De todos los hombres que hay aquí tú eres el que más le convendría. ¡Cómo no se me había ocurrido antes! Venga, Miguel. ¡Anímate!

Miré a Matías. Bajando la voz, a pesar de estar a solas en el jardín del instituto, le hablé de Sara, de los problemas que tuvimos y de que algún día esperaba encontrarme de nuevo con ella para vivir a su lado. El viejo se sorprendió al saber aquello, pero no me guardó rencor por no habérselo contado antes.

—Te entiendo. Has sido muy prudente en no mencionar que tu mujer vive todavía. Seguramente, no hubiera pasado nada pero alguno seguro que sospecharía que ocultas más cosas y por descontado habría problemas en el futuro. Yo no voy a decir nada, tranquilo. Me temo que eso te descarta para mi Diane —dijo con una forzada sonrisa.

—Creo que sí.

La noche de la fiesta terminamos pronto de cenar. Nos quedamos en la mesa, charlando distendidamente, mientras Jordi, Sandra y Diane se fueron al salón de actos a preparar el lugar antes de que fuésemos todos. Durante la cena cada uno de nosotros le hizo un pequeño regalo a Diane, para que se acordase de todos y la animase cuando estuviese sola en su país. Todos excepto Elisa, que no bajó ni para despedirse. Algo que no le dimos mayor importancia. Yo le regalé a Diane un collar, que había encontrado en las casas de la zona, al que había hecho un apaño, no muy logrado, de hacer una pequeña banderita española unida a la británica, con un par de chapas y un soldador que me dejó Jordi. A ella le gustó mucho, qué iba a decir.

El caso es que fue un momento muy bonito y por un momento pareció una fiesta de cumpleaños con tantos regalitos. Fernando le regaló un hermoso anillo de no sé qué cuantos quilates. En aquel mundo, en el que ya esas cosas no significaban nada, no dejaba de ser un anillo caro sin un significado íntimo. Los demás habíamos tratado de personalizar algún objeto, con nuestras propias manos, porque era lo único que podíamos regalar que tuviera algo especial, que era lo que ella iba a necesitar. Hasta Alberto, fiel a su estilo, la regaló una pequeña pistola del calibre veintidós, con las cachas hechas a mano por él, con unos toscos grabados.

Diane, hecha un mar de lágrimas, nos dijo que nunca nos olvidaría y que la vida daba muchas vueltas. Lo mismo nos volvíamos a encontrar. Todos sabíamos que eso era muy difícil, pero brindamos por ello.

Cuando nos avisaron de que el salón estaba preparado, nos fuimos levantando de la mesa del comedor para dirigirnos allí. Según avanzábamos por el pasillo, pudimos escuchar la atronadora música que anunciaba un buen espectáculo.

Y fue digno de verse. A pesar de haber sido todo improvisado, con medios más bien escasos, el salón de actos presentaba un aspecto de bar de copas bastante digno. Las únicas luces que había eran la de los potentes focos instalados en la pista de baile y en los extremos de la sala. Aún así, había luz de sobra.

—Esta noche va a reventar el generador —bromeaba un más que satisfecho Jordi al ver lo que había conseguido.

Nos dirigimos a la barra del bar, donde Matías ya estaba preparando su queimada, mientras gritaba que pusieran música decente. Cuando Eva dio fuego a la queimada, Jordi bajó las luces hasta casi la completa oscuridad, dejando la fantasmagórica luz que salía del barreño. En ese momento Eva, con gestos teatrales, pronunció los únicos versos del conjuro que lograba acordarse.

“Mouchos, curuxas, sapos e bruxas. Demos, trasnos e diaños, espíritos das neboadas veigas”.

—¡Amén! —remató Alberto, y todos nos reímos.

Brindamos con los pequeños vasos y varios tosieron por el paso del aguardiente por sus gargantas. Sólo Matías parecía que aguantaba estoico todo lo que le echaban, mofándose de nuestra debilidad por preferir unos más civilizados cubatas.

El alcohol empezaba a subirse a nuestras cabezas, haciendo que muchos estuviésemos en la pista de baile haciendo el tonto. Alberto, haciendo caso a Matías, puso entonces unos pasodobles, logrando que todos bailásemos agarrados. Para mi sorpresa, advertí cómo Alberto lo hacía muy animadamente con Ana, y esta se reía de las cosas que él le iba susurrando en la oreja. Fernando bailaba con Eva, más por cortesía que por ganas, pero también lo estaba pasando bien. Matías lo hacía con Diane, quien casi no podía mantenerse en pie de la risa por bailar una typical spanish dance. Jordi y Sandra, para sorpresa de todos, se movían bastante bien y en seguida se hizo un corro a su alrededor animándolos.

Aprovechando que estábamos todos juntos, Jordi se escapó y cambió de música por otra más moderna, machacona y por supuesto de ensordecedor ritmo de percusión. También subió un poco más el volumen avisando de que "la bajaría si venía la Policía". Matías se fue entonces a reposar un poco al lado de la barra, mientras conversaba con Eva, que también se rindió. Los demás continuamos dando botes y haciendo un poco el tonto en la pista. Sandra, sabedora de que estaba en su salsa, empezó a contornearse en mitad del grupo. Era imposible no admirar aquel cuerpo, aunque lo procurábamos disimular intentando hablar con el de al lado, algo por otra parte imposible por el elevado sonido de la música.

Estaba a punto de ir a hacer compañía a Matías y Eva cuando reparé en cómo Fernando, que estaba justo en frente de mí, resbalaba y se caía al suelo. En un principio nos reímos, porque creímos que era producto de su borrachera. Sandra, que se agachó a ayudarlo a levantarse, le tocó la espalda y dio un grito espantada.

Estaba sangrando.

Luego todo ocurrió en menos de un minuto.

Con los focos deslumbrando y el sonido estridente, no habíamos oído cómo Elisa había entrado y disparado a Fernando con una pistola automática. Tenía los ojos inyectados en sangre, el rostro desencajado y una mirada asesina que nos heló la sangre.

Era evidente que había perdido la razón.

Fue imposible oír el disparo, por lo que nos cogió a todos por sorpresa. Jordi, el más cercano a ella, intentó quitarla el arma. Pero esta lo apuntó y le descerrajó un tiro a quemarropa en plena cara. Trozos de su cerebro se desperdigaron hacia atrás, mientras su cuerpo se desplomaba hacia adelante. Los demás, espantados por lo que estaba ocurriendo, intentamos alejarnos o acercarnos a ella, aprovechando los fogonazos de luz, que parecía que martirizaban a Elisa. Eva, que intentaba llegar hasta Fernando, que yacía herido en el suelo, se resbaló con un trozo de materia gris y se dio un fortísimo golpe en la cabeza. Se quedó allí tendida mientras sus piernas se movían de forma compulsiva.

Al fin, Alberto, jugándosela a un todo o nada, consiguió plantarse por la espalda de Elisa y golpearla. Esta cayó al suelo maldiciendo a todos. Alberto recogió la pistola y la apuntó con ella.

Diane quitó la música y encendió las luces. Se nos apareció entonces una pavorosa escena de sangre y lágrimas.

***

La muerte de Jordi y Eva nos hundió a todos.

Aquella noche fue terrible. Elisa no paraba de gritar que nos iba a matar a todos, y lo hubiera hecho si hubiera podido. Sandra, en un arrebato furioso, intentó acabar con ella. También lo hubiera conseguido si no se lo hubiéramos impedido.

Fernando estaba muy mal herido. Con un disparo en la espalda perdía todavía sangre, aunque no tanta como al principio. Pero sin Eva, la única que podía haber hecho algo por él, era imposible curarlo. Además, la bala seguía dentro y nadie sabía qué hacer. Ana, que había tenido un ataque de nervios y tuvo que ser sacada del salón, volvió al rato algo más calmada pero muy distante, como si hubiera desconectado de todo aquello. Matías dijo que estaba en estado de shock.

Alberto ató a Elisa a una silla y la amordazó para no tener que seguir escuchando sus obscenidades. La pobre Diane, que había estado disfrutando de la mejor noche de su vida, sufría por cómo se iban a quedar sus amigos de España.

—Veamos las prioridades —traté de empezar a poner un poco de orden en aquel caos—. Lo primero es llevar a Fernando a la enfermería y ponerlo boca abajo hasta que sepamos qué hacer. Allí estará mejor. De momento y aunque suene terrible nos olvidaremos de Jordi y Eva porque ya no se puede hacer nada por ellos. Les daremos un entierro digno en cuanto podamos. Alberto, por favor, llévate a Elisa a algún cuarto vacío y déjala allí encerrada. Luego vuelve porque te necesitaremos. Diane, ve con Ana y sácala de aquí, a ver si consigues que vuelva a la realidad. Sandra. ¡Sandra mírame, por favor! Quédate con Fernando. Háblale para que sepa que estás a su lado. Matías y yo improvisaremos una camilla con esa mesa plegable.

Tiramos los vasos que había encima y pusimos a Fernando en ella. Este estaba inconsciente por la abundante pérdida de sangre.

La herida tenía muy mal aspecto.

Llevamos a Fernando a la enfermería todo lo deprisa que pudimos. Allí lo tendimos en la camilla, que estaba en el centro de la sala y le quitamos la camisa. Sandra le echó agua para limpiar la herida y poder observar mejor su estado. Con unas gasas y esparadrapo apretamos para evitar que siguiera desangrándose. Le dimos varias vueltas al pecho.

—Hay que sacar la bala, Miguel —afirmó Matías.

—¡Joder, ya lo sé! ¿Cómo narices lo vamos a hacer? —estaba muy asustado porque me veía haciéndolo yo.

Todos los demás habían obedecido al punto mis instrucciones, casi agradecidos de que alguien tomara las riendas. No me extrañaba, por tanto, que nadie se hubiera impuesto a Fernando. Nadie quería asumir responsabilidades y menos en ese momento.

—De acuerdo —proseguí—. Lo haré yo. Pero os advierto de que las posibilidades de salvarle son prácticamente nulas. Ha perdido un montón de sangre que no podemos reponer, y perderá más cuando le meta mano a la herida. Por eso es mejor esperar un poco a que deje de sangrar y pueda restablecerse algo. No podemos saber a qué profundidad está la bala, ni que órganos ha tocado o dañado. ¿Sabéis lo que quiero decir?

—Si, Miguel. Pero hay que intentarlo, por favor —suplicó Sandra muy nerviosa—. Si se muere, nadie te lo va a reprochar.

Al poco rato bajó Alberto. Mi esperanza era que él, como cazador, tuviese menos reparo en tocar una herida. Sin embargo, también escurrió el bulto.

—Yo estaré a tu lado e intentaré ayudar en lo que pueda. Pero no me pidas que lo haga.

—Todos, excepto Sandra, que se queden fuera. Vamos a ponerle el oxigeno de esa botella. Es lo único que podemos hacer por ahora. Alberto, mañana a primera hora nos ponemos con ello.

Este asintió. Luego pidió a Matías que le ayudara a sacar a Jordi y a Eva al exterior, para enterrarlos en el jardín. Alberto me sugirió que me fuese a dormir porque al día siguiente me iban a necesitar bien despejado.

—¿Dormir, con lo que ha pasado? ¿Estás loco?

Efectivamente, no dormí nada. A las seis de la mañana bajé a la enfermería a ver como estaba Fernando, deseando que hubiera muerto para no tener que enfrentarme a una operación que era iba a ser un disparate.

No estaba muerto, aunque no había recobrado la conciencia.

Sandra, que no se había separado de él en todo ese tiempo, estaba a su lado, recostada en una silla. Me informó de lo que había pasado y me preguntó cuándo iba a empezar.

—Hay que hacerlo cuanto antes para cerrar la herida y sacar la bala cuanto antes —me apremió—. Yo prepararé el hilo. Habrá que coserle al viejo estilo para que deje de sangrar.

—De acuerdo —asentí con nerviosismo—. ¿Adónde está Alberto?

—Todos están fuera. Han enterrado a Jordi y a Eva.

Salí al exterior y los vi a todos sentados en las escaleras de acceso, cansados y abatidos.

—Alberto, tenemos que empezar.

Este se levantó despacio y se puso frente a mí.

—Gracias por hacerlo, Miguel.

Tanto él, como Sandra y yo, fuimos los únicos que permanecimos dentro de la enfermería para la operación. Nos pusimos unas batas blancas que había en un armario de la enfermería y nos lavamos a conciencia desde las manos hasta los codos. Restregándonos bien las uñas, ya que una simple infección podía ser fatal. También nos pusimos unas redecillas en las cabezas.

—Supongo que te habrás despedido de él esta noche —le dije a Sandra.

Esta asintió sin mirarme. Puso la silla justo en frente de la cabeza de Fernando, para controlar la mascarilla de oxígeno y su respiración. Alberto se situó a la derecha de aquel y yo en frente. Nos pusimos los guantes de látex y las mascarillas. Quitamos la venda.

No sé porqué me había imaginado que iba a poder ver el surco dejado por la bala, como si el cuerpo de Fernando hubiera sido de arcilla y con solo asomarme vería la dichosa bala al fondo. Pero el cuerpo humano es algo blando y la bala, al entrar, era inmediatamente absorbida por los músculos, carne y demás. O lo que es lo mismo, era imposible ver la bala porque se había cerrado el camino tras ella. Tenía unas largas pinzas que no sabía cómo utilizar. Alberto, con una botella con un pitorro echaba agua a la herida, para limpiarla y poder ver algo, pero la sangre, una vez quitada la venda, brotaba y no había forma de aclararse.

Me estaba desesperando.

—¿Cómo voy a meter ahí la pinza? ¡Si no se ve una mierda!

—Por favor, Miguel —suplicó Sandra—. ¡Hazlo de una vez!

—¡Vale, joder! ¡Ya voy, ya voy!

Empecé a introducir la pinza. Intentaba no hurgar, pero la sensación de estar abriéndome paso entre músculos y carne humana era muy desagradable. Le pedí a Alberto que dejara de echar agua, por si entraba en la herida, ya que no sabíamos si podía ser contraproducente.

—¿Cómo está? —pregunté a Sandra.

—Respira muy lentamente, pero lo hace.

—Está perdiendo mucha sangre. ¡Y eso no es bueno!

La bala no había entrado por la columna, sino a unos pocos centímetros a la derecha de la misma. Tenía que tener cuidado para no dañar los pulmones. Aunque parecía que había cavado un túnel, la pinza apenas había ahondado un centímetro y medio.

—Vamos, vamos... —me animaba a mí mismo, mientras iba, milímetro a milímetro, en busca de la bala—. Esto está duro, joder, no creo que sea un hueso, ¿no? Ahí no tenemos hueso. A ver..., no, no era un hueso, debía ser un músculo. ¡Qué duro está, por Dios! No sé si forzarlo... Vale, vale... ¡Anda, chicos! ¡Creo que es la bala! ¡Coño! ¡La he encontrado! Vale, vale, a ver..., con tiento. La voy a coger, se... Se me escapa. ¡No! ¡La tengo! Ya sale... ¡Dios, ya sale!

Saqué la bala mirándola triunfalmente mientras apremiaba a Alberto para que limpiara la herida y a Sandra para que la cerrase con el hilo sanitario.

Ninguno de los dos hizo nada.

—¿Qué coño os pasa? ¡Cerrad esa herida o se desangrará!

Sandra se levantó llorando y puso una mano en mi hombro.

—Gracias, Miguel. Lo has intentado. Pero Fernando ha muerto.

***

Decir que había sido una tragedia era quedarse corto. En cuestión de sólo unos instantes la prometedora comunidad casi se había desintegrado. No sólo habían perdido a tres personas, sino que, además, esas tres personas eran vitales para el mantenimiento del estilo de vida que llevaban. Sin el liderazgo de Fernando, sin el mantenimiento de vehículos, aparatos eléctricos y demás artilugios que hacía Jordi, y sin el servicio médico de Eva, volvían a estar en una situación límite de supervivencia.

Volvían a sentirse desprotegidos en un ambiente hostil.

Para rematar la faena, debido a los acontecimientos de aquella terrible noche, el generador había estado funcionando a pleno rendimiento durante demasiadas horas, ya que nadie se preocupó de apagarlo o bajarlo de revoluciones. Esa sobrecarga derivó en un incendio, no muy aparatoso, pero que terminó por dejarlo inservible.

Adiós, por tanto, a la electricidad. Bienvenidos de nuevo a la edad de piedra.

Todo aquel cúmulo de desgracias nos había sumido en un profundo bache emocional, sobre todo a los antiguos miembros de lo que quedaba de la comunidad. Yo me sentía mal, pero no era lo mismo. Yo estaba de paso, y así me había sentido siempre. No me extrañó, por tanto, que aquella mañana se decidiera tratar en una reunión la continuidad de la comunidad o su desintegración. También había que decidir qué hacer con Elisa, que seguía encerrada en el cuarto donde Alberto la había dejado la noche anterior. De vez en cuando alguien le daba algo de comer, pero nadie quiso hablar con ella ni saber su estado. Todos, incluido yo, esperábamos que se ahorcara o se lanzase por la ventana. El propio Alberto dejó una cuerda y sugirió que terminara ella misma con el problema. Pero no lo hizo y eso nos dejó a nosotros toda la responsabilidad de decidir qué hacer con una asesina.

La reunión se iba a desarrollar en el jardín del instituto. No queríamos volver al salón de actos. Sandra era la en que peor estado anímico se encontraba. Totalmente hundida, no hacía otra cosa que mirar al suelo y mascullar palabras incongruentes. Se negó en todo momento a tomar calmantes. Además, apenas había probaba bocado en todo ese tiempo. Alberto estaba triste, pero por su forma de ser más introvertida, parecía que lo soportaba mejor, aunque la idea de empezar de cero no le atraía nada. Diane estaba también desolada y Matías, que había perdido durante la pandemia a su mujer, sus cuatro hijos y sus nietos, veía que las cosas volvían a repetirse. Más de una vez le oí susurrar que ya no volvería a pasar por aquello y que se iba.

El viejo fue el primero en tomar la palabra. Y lo primero que puso en la palestra fue la decisión del destino de Elisa.

—Antes de nada —me adelanté—, me gustaría que, dentro de lo posible, razonáramos lo que fuésemos a decir. No quiero escuchar a nadie proponer que hay que acabar con ella y que luego me toque a mí hacerlo.

Noté como Alberto y Sandra clavaban sus miradas de desprecio en mí. Había sido un golpe bajo pero quería dejar las cosas claras.

—¿Qué piensas tú que hay que hacer con ella? —indagó Sandra, saliendo del letargo y empezando a ponerse muy nerviosa.

—En nuestra anterior vida, la antigua sociedad quiero decir, estoy seguro de que Elisa hubiera sido internada en un psiquiátrico, no en una cárcel. No, escuchad primero lo que tengo que decir. Aunque nos duela reconocerlo, y con esto no la excuso ni mucho menos, Elisa está loca. No sé cuál es la palabra técnica pero esa es la que mejor la define. ¿Qué desencadenó lo de la otra noche? Qué se yo. Pudo haber sido la música tan alta, la soledad, esas pastillas que se le daban de vez en cuando...

—¡Pareces su jodido abogado defensor! —espetó Sandra, poniéndose de inmediato en pie—. ¡Esa puta loca ha matado a nuestros amigos!

—Tranquila Sandra. Siéntate, por favor —dijo Matías—. Debemos escuchar lo que Miguel tiene que decir.

—Bien —proseguí—. A lo que voy es que esa mujer no estaba en posesión de sus actos. No tenía lucidez para saber qué estaba haciendo.

—Si en eso podemos estar de acuerdo —convino Alberto—, aunque personalmente creo que una persona también puede hacerse pasar por loco. Pero no podemos encerrarla en un psiquiátrico. Nos pides que razonemos pero, por mucho que lo hagamos, llegaremos a la misma pregunta. ¿Qué hacemos con Elisa? Yo, y supongo que también todos los demás, no querrán ocuparse de ella toda su vida aunque la tengamos encerrada en una habitación. No, amigo, en esta nueva vida no se puede perder el tiempo en esas cosas. Quien la hace la paga.

—Es cierto —afirmé—. Y espero que también estemos de acuerdo en no matarla. Creo que eso no serviría de nada, salvo para martirizarnos la conciencia.

—¡Yo quiero matarla! —aulló Sandra—. ¡Ahora mismo! ¡Dame una pistola, que subo arriba y acabo con el problema! ¡Esa zorra tenía celos de mí por estar con Fernando!

—Sandra, no estás siendo razonable —la recriminé.

—¡A la mierda lo razonable! ¿De qué coño vas? ¿De tío súper enrollado?

—Sólo intento que esto no se nos vaya de las manos. Todos hemos vivido el caos de la pandemia y sabemos lo atroces que pueden llegar a ser las personas. Desearía que dejáramos a un lado el impulso de matar y razonemos, porque es lo único que nos queda para no ser unos jodidos animales —estaba empezando a molestarme la violenta actitud de Sandra.

—¡Entonces da una solución, tío listo! —gritó subiendo el tono.

—No os va a gustar, pero lo propondré y luego vamos a votar. Se hará lo que quiera la mayoría. ¿Algún problema con eso?

Nadie dijo nada. Sandra se sentó de nuevo, muy enfurecida, mientras movía la cabeza de manera impaciente.

—Creo que lo mejor es que dejemos a Elisa que se vaya —afirmé.

Hubo gestos de contrariedad y otros de asentimiento. Sandra se volvió a levantar, insultándome con toda clase de improperios. Alberto la tuvo que agarrar porque ya venía hacia mí para pegarme o algo peor.

—Sé que puede parecer un premio, pero no lo es —me justifiqué—. Ahí fuera no sabrá cómo sobrevivir, y si lo hace será porque tendrá que empezar a pensar y dejar su locura a un lado. Ella decidirá si quiere vivir o no.

—Creo que eso es muy cruel —opinó Matías—. Mejor acabamos con ella ahora mismo. Si se va sola morirá de una forma horrible: de hambre, por un accidente, comida por los lobos...

—No hay más que esas dos alternativas porque tenerla encerrada es inviable —dije levantándome—. Así que votemos. Por favor, pensad bien lo que vais a decir. Si queréis votamos esta tarde para que tengamos tiempo. Pero hay que dejar una cosa clara: se aceptará lo que diga la mayoría y nadie podrá echar en cara nada a los demás. ¿Aplazamos entonces la reunión?

—¡No! —se negó Alberto—. Creo que no se necesita más tiempo. Arreglemos esto ahora.

—De acuerdo —asentí—. Entonces yo voto porque se vaya.

—Yo voto por matarla. Seré yo misma quien lo haga —se ofreció Sandra.

—Las dos opciones son crueles —juzgó Matías—. Pero bajo mi punto de vista y, conociendo lo que podría hacer Elisa ahí fuera, o mejor dicho, lo poco que podría hacer, creo que sufriría demasiado tratando de sobrevivir. Eso sería demasiado cruel. Por lo tanto, aunque tampoco me guste la idea, voto por matarla ahora y ahorrarle sufrimientos.

Aquello me sorprendió. Aunque también comprendía sus razones. Bajo su punto de vista podía tener razón. Elisa no sabía hacer absolutamente nada. Ni siquiera la comida aunque tuviese todos los ingredientes a mano. Era lógico pensar que no podría sobrevivir y que sucumbiría. No había que olvidar que era una mujer que pasaba de los cincuenta años y no podría servirse de su agilidad o fuerza. Pensándolo mejor, era una condena horrible que sólo servía para que nuestras conciencias no cargaran con un muerto. Eso se lo dejábamos a la Naturaleza.

—Yo voto por terminar ahora con el problema —murmuró Diane.

—Yo prefiero que tenga una oportunidad de encontrarse a sí misma ahí fuera —decidió Ana—. Al menos, podrá intentarlo.

—Yo voto por ejecutarla —dijo Alberto utilizando esa horrible palabra que a todos nos sonó demasiado fuerte.

—Cuatro votos a favor de acabar con ella y dos a favor de que se vaya —resumí de mala gana—. Por tanto, ya hemos tomado una decisión.

—Levantemos la sesión y terminemos con esto —apremió Sandra, sabedora de que le tocaba ejercer de verdugo.

Ahora que estaba en caliente la costaría menos que si pasaba más tiempo. Aunque era una persona muy visceral y era la que más empeño había mostrado en acabar cuanto antes con Elisa, también había notado como esa responsabilidad le había vuelto a la dura realidad de lo que representaba matar fríamente a otra persona. Eso era algo muy duro de asumir y de hacer.

—Tenemos que hablar también del futuro —hice un gesto para que la gente no se levantara todavía.

—¿Qué hay que hablar? —preguntó Alberto muy contrariado.

—Para empezar, Diane se va a su país. Matías la va a acompañar.

—Y no voy a volver —apostilló el viejo marino—. Creo que con lo que ha pasado se cierra otra triste etapa para mí. No quiero pasar más por tanto dolor. Así que dejaré a mi pequeña Diane en Inglaterra y volveré para seguir navegando hacia el sur, o al este. Ya veré.

Aquello sorprendió a todos. Otro varapalo más. La comunidad se había roto para siempre.

—Matías, tú y tu barco sois vitales. Piénsalo, por favor —suplicó Alberto.

—Ya soy viejo y no podré estar mucho tiempo pescando. Creo que no os iba a servir de mucho en el futuro. Créeme, no querréis cargar con un anciano cuando estéis solos.

—Por mi parte —intervine mientras Ana se echaba a llorar—, os recuerdo que desde el principio os dije que algún día me iría. No es por aprovechar el momento y dejaros en la estacada, pero yo también me voy.

—¡Os vais todos! —exclamó Ana, echando las manos a la cabeza—. ¿Qué haremos ahora los demás?

—Tendríamos más posibilidades de sobrevivir en grupo —dijo Alberto—. Podemos comenzar en otra parte, en algún lugar más pequeño.

—¡Vivid vuestra vida, yo hace tiempo que elegí la mía! —exclamé cansado de aquella actitud victimista que le gustaba sacar a Alberto cuando le convenía.

—¡Que se vayan todos! —exclamó Sandra muy irritada—. ¡Nos iremos nosotros a otra parte, no nos hace falta un barco de pesca o un tío listo!

Me mordí el labio inferior para no saltar. Eso me dejaría en mal lugar y a ella le supondría una victoria moral. Sus palabras la desacreditaban solas.

—Haced lo que os dé la gana —dije con desdén—. Pero no te montes una película porque no aceptas las decisiones de los demás.

—Pero yo quiero estar con todos vosotros —anheló Ana con la voz entrecortada y los ojos húmedos—. ¿Tan mal estabais con nosotros?

—Ana —dije—, te repito que mi decisión de irme estaba tomada antes de venir aquí, al igual que Diane. Hay que respetar también la de Matías, porque como todos los demás ya hacemos, él puede elegir como quiere vivir su vida, aunque eso no le guste a alguno. Voy a recoger mis cosas y me iré esta misma tarde. Aprovecho que estamos todos aquí para daros las gracias por todo y desearos buena suerte en el futuro.

Nadie dijo nada. Pareció que con esas palabras fue como dar por terminada la reunión. Todos se desperdigaron, pensativos y cabizbajos.

Matías se acercó con Diane.

—Oye, Miguel. Si quieres, a no ser que vayas a ver a quien tú ya sabes, puedes acompañarnos en el viaje y luego te dejaré donde quieras.

—Creo que aceptaré tu proposición. Me apetece alejarme un poco de todo esto y un viaje en barco creo que será un buen método para asimilar todo lo que ha pasado aquí.

A Matías, y sobre todo a Diane, se les iluminaron los ojos y sonrieron por primera vez desde la tragedia.

—Os pediría que nos marcháramos hoy. No quiero presenciar nada de lo que vaya a ocurrir aquí.

Fue demasiado tarde.

A los pocos segundos, sonó un disparo. Todos nos quedamos paralizados y en silencio. Sabíamos lo que había pasado.

Se había cumplido la sentencia.

***

La despedida fue más triste de lo que hubiesen querido algunos, sobre todo Diane y Ana, que eran las más sentimentales. Sandra, con un rencor muy acentuado, no quiso ni bajar. Alberto si lo hizo, aunque nos dio la mano a Matías y a mí de manera un tanto parca y dos besos forzados a Diane. Alberto, Ana y Sandra, que todavía no sabían lo que iban a hacer, se quedaron en el instituto, mientras que nosotros tres nos alejamos en dirección al muelle, para embarcar en el Dulce y partir hacia Inglaterra.

Había pensado volver a buscar a Sara, pero no quería precipitar las cosas. Sin embargo, en ese momento la echaba tanto de menos que me producía gran dolor y melancolía. La añoré tanto en aquel instante que me tuve que obligar a pensar en otras cosas para no derrumbarme.

Después de dejar nuestras cosas, en los exiguos camarotes del Dulce, de dimensiones un poco más grandes que un armario, y comprobar que todo estaba en orden, partimos sin más dilación. Pasamos en paralelo por Puerto Chico, Peligros, el Palacio de la Magdalena y, por fin, hacia alta mar.

A estribor dejamos el buque fantasma que era el Pont-Aven, anclado en mitad de la bahía. Al pasar cerca de él, Diane se excusó y bajó a su camarote, incapaz de ver el navío donde había quedado a su familia y había pasado tan malos momentos. Cerca del mismo me fijé en algunos detalles, como las roturas de los cristales de la mayoría de las ventanas del puente de mando, la falta de botes salvavidas sumado a otros muchos detalles que evidenciaban el saqueo o desperfectos producidos por el pánico. Le pregunté a Matías por los pormenores sobre lo que pasó Diane ahí dentro.

—El día que la rescaté estaba tan aterrorizada que no me atreví nunca a hacerle recordar aquello de nuevo. Lo que vivió en su día es algo que ella misma tendrá que superar. De todos modos, estos meses en el instituto nunca dio motivos de alarma en su estado anímico. La he oído llorar algunas veces, sin embargo, ¿quién de nosotros no lo ha hecho alguna vez? A mí tampoco me apetece rememorar aquellos terribles días en los que perdí a toda mi familia.

Pasamos por la pequeña isla de Mouro y nos quedamos en silencio, contemplando en silencio el vuelo de las gaviotas por encima del faro.

—Bueno capitán, ahora tú eres el mandamás de aquí. ¿Qué ruta vas a tomar?

—Para asegurarnos de que no haya problemas, navegaremos cerca de la costa francesa. Así, en caso de avería, o contratiempo, estaremos a menos de un día de tierra firme. Eso quiere decir que tardaremos más en llegar que si lo hiciéramos directamente por alta mar. Rapidez o seguridad, creo que he elegido lo adecuado.

—Tampoco tenemos prisa —asentí—. Ya sabes que el mar no es mi elemento. Soy madrileño y nosotros sólo pisábamos la playa quince días al año.

—Eso nunca lo entendí. Luego en vacaciones salíais todos en tropel a mojaros el culo. Si tanto os gustaba el mar, ¿por qué no vivíais en la costa?

—Porque a los de Madrid no les gustaba el mar como el que conoces tú. Les gustaba echarse un rato en la toalla, luego darse un baño y al chiringuito. Eso no es amor por el mar, sino por un estilo de pasar las vacaciones. Por cierto, estoy empezando a marearme un poco. Aquí, en alta mar, el barco se mueve mucho más que cuando salíamos a pescar. Tú estarás acostumbrado pero yo...

—No te preocupes. Al más avezado marino le sobreviene el mareo de vez en cuando. Conocí tripulantes que habían sido pescadores toda la vida y los primeros días de campaña se mareaban como si nunca hubieran estado a bordo de un barco. Te durará los primeros días. Los días que salíamos a pescar no te mareabas porque lo hacíamos en la bahía y no había tanto movimiento, pero ahora en alta mar... Ahora vas a ver lo que es navegar, boquerón. Lo que tienes que hacer es tratar de mirar hacia el horizonte y procurar no moverte mucho. Vete abajo y échate un rato. Los camarotes vuestros están en la parte central, en la crujía, que es la que menos se mueve. Os los he preparado ahí porque estaba seguro de que alguno se iba a marear. Luego te llevo algo para comer. No te quedes mucho abajo porque es mejor que te dé el aire. El mejor método para combatir el mareo es trabajar. Lo digo en serio.

Bajé con un mareo más que notable. Me tumbé en el catre, con sudores fríos, y con la desagradable sensación de querer vomitar sin conseguirlo. Oí como Diane subía a cubierta y le preguntaba a Matías por mí. Este la contó que era un marinero de agua dulce y que estaba abajo, más blanco que el vientre de un tiburón.

Ella se rió.

Matías, para poder seguir su plan de navegar cerca de la costa francesa, se tuvo que desviar bastante hacia el este, al interior del Golfo de Vizcaya, para después, de forma progresiva, virar hacia el norte. Al cabo de un rato, cuando yo estaba desde hacía muchas horas postrado en el catre, mareado como nunca e incapaz de probar bocado, vino con un vaso de agua y unas pastillas de biodramina que había encontrado en el botiquín y que no había recordado tenerlas.

Me las tomé como quien se toma un elixir, aunque Matías me avisó que para que hubieran hecho mejor efecto me las tenía que haber tomado antes de embarcar. Luego me acompañó arriba, porque insistió en que debía tomar aire fresco y estar entretenido con alguna faena.

—Que tengo experiencia en eso, boquerón. Venga, al principio me vas a odiar, pero luego me darás las gracias.

Y me puso a limpiar la cubierta. Desde los ventanales del puente de mando, hasta quitar la herrumbre del cabestrante de proa. Tareas que requerían una atención que hacía disminuir progresivamente el efecto del mareo. Efectivamente, acabé dando las gracias al viejo por su sabiduría, porque por aquel esfuerzo o porque las pastillas empezaban a hacer efecto, el mareo se me pasó tan pronto como vino.

—Ya tenéis color. ¡Hurra! —se alegró Diane al verme de nuevo recuperado.

—Además, me ha dejado la cubierta lista para pasar revista —sonrió Matías.

—¡Que mal lo he pasado! Casi me amotino cuando me has dicho que me pusiera a limpiar. Luego, poco a poco, me iba notando mejor y por eso he seguido limpiando. Si no me detienes te saco brillo a las redes —dije entre risas.

Cenamos en cubierta. Aunque soplaba una brisa algo fresca el ambiente era muy agradable. La oscuridad era total por el este, donde, según Matías, en otro tiempo se podían ver las luces de los pueblos costeros o los destellos de los faros.

—Debemos estar navegando en paralelo a la costa francesa, a unas treinta millas, más o menos, cerca de Burdeos, que no está pegada a la costa sino a una ría que da al mar. Ah, que recuerdos de juventud me trae cuando pasé allí un fin de semana tras volver de faenar en un buque francés. Ah, las francesas...

—¿Nunca pescar con ingleses? —preguntó Diane.

—Los ingleses, lo digo sintiéndolo mucho, cariño, han sido mejores piratas que pescadores. Cuando faenábamos en Gran Sol había siempre una enorme flota de buques españoles, portugueses y algunos franceses. Siempre que veíamos algún buque ingles nunca era de pesca, sino patrulleras de su armada, que vigilaban para que no nos pasásemos en las cuotas. A veces, con razón o sin ella, nos apresaban algún pesquero y lo retenían en sus puertos, hasta que el armador del buque trataba con ellos, ya me entendéis. Un sobrecito y aquí no ha pasado nada.

—¿Pero nunca enamorado de alguna inglesa? —curioseó Diane sonriendo.

—No hija, mujeres ha habido muchas en mi vida, pero sólo me he enamorado de mi Carmina, que en paz descanse. Conocí compañeros que si lo hicieron, no de las inglesas, porque son muy feas y secas —se interrumpió al darse cuenta de lo que había dicho y le dio un beso a Diane, para a continuación decir que no todas eran así, claro—. Pero sí que alguno se quedó con alguna irlandesa, que tenían una forma de ser más parecida a la de los españoles y porque solíamos desembarcar muchas más veces en sus puertos. También es verdad que otros muchos críos nacieron por allí con pelo oscuro y mala leche. No hace falta que os diga más.

Nos reímos con ganas. Matías, a bordo de su buque, se encontraba y nunca mejor dicho, como pez en el agua. Le gustaba hablar y lo hacía a su manera, contando muchas historias, a veces sin ton ni son, lo cual le agradecíamos por hacer que la travesía fuese más entretenida.

***

El Dulce navegaba sin dificultad por las aguas francesas. Era un palangrero robusto. Aunque fabricado para pescar cerca de la costa podía atreverse a navegar en aguas más abiertas. Sólo las limitaciones de espacio y por consiguiente de combustible, hacían que esa clase de barcos tan pequeños no pudieran hacer travesías largas sin tener que repostar a menudo. Matías me dijo que para ir a Inglaterra no habría problema de combustible, pero a la vuelta deberíamos llenar el depósito. Confiaba en que en el Canal de la Mancha pudiésemos encontrar sin problemas algún lugar donde poder hacerlo. Le pregunté cómo se llenaba un depósito.

—Es más sencillo de lo que crees. Lo más difícil, antes claro está, era pagar porque cada vez que llenaba el depósito me dejaba trescientos euros, cada dos días más o menos. En realidad, es como si fuera un camión. Hay que echar diésel y se llena en las gasolineras que hay en los puertos, incluso desde barcos de aprovisionamiento. Los surtidores no se diferencian de uno terrestre, salvo la lógica obviedad del medio acuático. Se lleva a cabo apagando el motor, como en los coches, a ser posible desconectando las baterías. Oye, ¿cómo llevas el mareo?

—Bien, gracias. Por la mañana, cuando me he levantado, me he empezado a poner pálido, pero me he tomado las pastillas y he tomado un poco el aire en cubierta. Afortunadamente, ya se me ha pasado.

—Tu cuerpo, poco a poco, se va acostumbrando. Cada persona es un mundo, ya ves como Diane ni se ha inmutado y es tan de agua dulce como tú. Hay gente que no se le pasa el mareo nunca, a otros sólo le dura el primer día y hay otros que no tienen. De todos modos, sigue tomando esas pastillas, por si acaso.

—Descuida, viejo. Oye, ¿cuánto tiempo crees que tardaremos en llegar tal y como vamos ahora?

—Si todo va así de bien estaremos oteando la costa del sur de Inglaterra en dos días, tres a lo sumo. Veremos cómo está la bocana del Canal, que a veces es un poco puñetera y podemos movernos un poco si el tiempo se revuelve.

—¿Más movimiento? —me arrugué—. Cambiando de tema, Matías. ¿Qué crees que pasará con los que quedaron atrás?

—Para ser sincero, no lo sé. Hay tantas posibilidades de que se queden allí como de que se vayan. De todos modos, de los que quedaban sólo Ana me da pena. La pobre lo va a pasar muy mal. Algo me dice que Alberto, que antes estaba como de sobra en cualquier lado ahora, de buenas a primeras, va a tener donde elegir pareja

—Supongo que no tendrán problemas en apañárselas.

—Claro que no. Alberto es un gran cazador y Sandra, aunque me duela reconocerle algo a esa chica, es muy decidida. En cuanto se le pase esa mala baba que gasta se pondrá a pensar. Seguro que algo se le ocurrirá. Sin embargo, Ana lo pasará mal porque es una mujer sensible. Un poco flipada como decís los jóvenes, pero buena persona. Su carácter no encaja para nada en el de los otros. Le dije que se viniera con nosotros pero no quiso ni oírme hablar de ello. Tiene pánico a navegar.

En ese momento se nos acercó Diane. Llevaba su pelo encarnado recogido en una coleta, ya que con la brisa marina era imposible llevarlo suelto. Estaba encantadoramente hermosa.

—Voy a aprovechar que estáis los dos y que hay buena visibilidad, para dejaros al mando. Me voy a descansar un par de horas, que esta noche no he dormido nada.

—Es verdad, Matías. Te iba a comentar que te hacía un relevo.

—Yo soy el capitán. Por lo tanto soy el responsable de vuestra seguridad. Sólo necesito un poco de descanso, nada más. Con este rumbo que llevamos no tenéis ni que tocar el timón. De vez en cuando mirad la pantalla del radar, aunque no creo que os encontréis ningún buque. Tampoco lo descartéis porque puede haber alguno a la deriva. Confío en vosotros.

Era necesario que Matías descansara porque si había complicaciones él era el único que podía manejar el barco. Me senté en la silla, cerca del radar y la rueda del timón. Diane se sentó a mi lado, poniendo los pies encima de la mesa donde estaban las cartas de navegación. Parecíamos dos viejos lobos de mar.

—¿Has cambiado parecer para venir a England conmigo? —preguntó Diane de sopetón.

—¿Te refieres a quedarme contigo allí?

- Yes, of course.

—Verás Diane, a Matías ya se lo conté hace poco y ahora voy a contártelo a ti también, porque ya no es necesario que oculte nada. Mi mujer está viva. Por motivos que no vienen al caso nos hemos separado una temporada para reflexionar... Ella sobre todo, porque yo tengo muy claro que es la mujer de mi vida y que si algún día vuelve a aceptarme regresaré con ella sin pensarlo.

Diane se quedó muy sorprendida. Luego sonrió y me dijo que era muy bonito sentir aquello por alguien.

—Todo lo que amaba se quedó en Pont-Aven —murmuró con una profunda melancolía—. No sé si encontrar alguna vez algo bonito como tú tienes, pero sé una cosa: el día que encuentre eso no lo soltaré.

—Deberás tener mucho cuidado, Diane. Ya sé que me dijiste que no tenías miedo. Pero sé, por cosas que he visto y sabido, que la gente puede ser muy mala y perversa. Si alguna vez ves a un superviviente no te confíes hasta que no lo conozcas bien. ¿Sabes de lo que hablo, no?

Diane asintió y me dijo que no me preocupase más. Luego, casi con un esfuerzo titánico, me pidió que le hiciese un último favor.

—Lo que sea.

—Quiero que me beses. Nunca besado a nadie y es posible que no hacer nunca. Y... Oh, my god! No querer morir así. Please!

—¡Pero si eres una chica adorable! —exclamé incrédulo—. ¿Cómo es que nunca te han dado un beso?

—Esto... Padres mucho moral extrema... No, moral religiosa, no sé como se dice... No salía mucho, a papá no le gustaba que yo andura, anduviera con chicos. Me dijo que preocupara más en estudios... Ya ves...

Me quedé un poco cortado pero no tuve ningún reparo en besar a una chica tan guapa y agradable como ella. Lo hice con casta ternura, casi rozando sólo sus labios. Ella entonces se apretó algo más a mí e incluso se atrevió a introducir, de manera fugaz, la punta de su lengua. A los pocos segundos nos separamos.

—¡Vente conmigo! —exclamó sonriendo.

—Diane...

—Es broma, es broma. Ha sido muy bonito. Thank you!

—Me alegro, pero no se lo digas a mi mujer —sonreí—. ¿Hay algo más que pueda hacer por ti?

—Creo que sí. ¿Poder escucharme?

Entonces Diane empezó a hablar. Quería sacar de dentro lo que le pasó aquellos terribles días a bordo del ferry. Deseaba quitárselo de encima para poder empezar de nuevo.

Diane viajó con sus padres y su hermano Nigel, desde Inglaterra hacia España, para pasar las vacaciones. Cuando el Pont-Aven salió de Plymouth todavía no había casos de Gripe X a bordo, aunque no había duda de que había muchos contagiados. A mitad de camino el ferry ya tenía más de doscientas víctimas de un pasaje de más de dos mil personas. El padre de Diane salió a buscar ayuda, puesto que Nigel había empeorado y no se le volvió a ver. En el barco cundió el pánico y hubo conatos de violencia que no pudieron ser sofocados. La fragata de guerra española, Blas de Lezo acudió a la llamada de socorro del comandante británico. Aunque las órdenes de esta última era escoltar al ferry de vuelta a las aguas jurisdiccionales británicas. A la vista del buque español estalló el pánico y a bordo de empezaron los desmanes. Cada hora morían más personas y todos querían salir de aquella tumba flotante. Nigel murió y la madre de Diane estaba claro que tampoco resistiría mucho más. Diane salió a buscar ayuda. Pero sólo encontró muertos por doquier y el pánico desatado. Se corrió el rumor de que la fragata de guerra iba a obligarlos a regresar a Inglaterra y estalló un motín para impedirlo, ya que eso significaría perder más tiempo y con ello la muerte segura de todos ellos. Diane pudo esconderse en una de las cocinas, donde había un numeroso grupo de niños solitarios al cuidado de unas pocas personas preocupadas por ellos. La joven inglesa intentó ayudar a aquellos pobres críos y se escondieron de la furia asesina de muchos pasajeros que se habían abandonado a la bebida y a la violencia, matando y violando sin medida. A bordo del Pont-Aven se había desatado el terror y Diane se quedó a cargo de media docena de llororos críos cuando el último adulto murió por la enfermedad. De la Blas de Lezo llegó un comando de infantes de marina con intención de restablecer el orden. Fue una masacre. Armados con fusiles de asalto, los soldados acabaron con todos los violentos y amotinados sin ninguna contemplación. Aquello, al menos, impuso orden en aquel caos y Diane se salvó de haber sido agredida. Los niños que tenía a su cuidado murieron sin que ella pudiera evitarlo. El ferry, escoltado por la fragata española, llegó a Santander y fue puesto en cuarentena. Pero la suerte estaba ya echada y todos murieron a bordo. Todos, excepto Diane. La joven se salvó de aquella prisión de lujo gracias a que Matías pasó por allí. Rescató a Diane y encontraron el instituto bacteriológico de la ciudad.

Aquella fue la terrible historia de Diane. Otra más de tantas que hubo.

***

Habíamos virado al oeste. Matías dijo que estábamos muy cerca de la Bretaña francesa. Llegar a la costa inglesa sólo era cuestión de horas.

—¿Veis una isla allí a lo lejos? Es Ouessant. Es la parte más occidental de Francia. Me refiero a la metrópolis, claro.

—No sé mucho de geografía —dije mirando la rocosa y escarpada costa de la isla—. ¿Quieres decir que es el punto más occidental de toda Europa?

—Ni mucho menos. Sólo de Francia. Para que te hagas una idea, si fuésemos en línea recta hacia el sur estaríamos a la altura casi de la ciudad de León. Sólo una pequeña parte de la costa oeste de Irlanda es más occidental que la Península Ibérica. Geográficamente hablando, nosotros y los portugueses estamos lanzados al Atlántico. No es casualidad que los primeros descubridores y exploradores oceánicos fueran ibéricos, aunque luego otros se hayan beneficiado de eso.

—También otros países como Francia o Inglaterra fueron más allá de los mares —añadí tratando de ser diplomático, sobre todo porque estaba Diane presente y en aquellos tiempos ya no tenía mucho sentido las rencillas históricas.

—No te líes, boquerón. Los franceses y los ingleses no fueron a explorar sino a piratear. Me gusta mucho la historia marítima y puedo hablar con algo de propiedad. Cuando los ingleses entraron por primera vez al Pacífico los españoles ya llevaban más de cien años navegando por aquellas aguas. Aunque hay un dicho que dice que los españoles hemos vivido de espaldas al mar esto es una absoluta estupidez dicha por alguno de tierra adentro. Siempre vivimos mirando al mar. De hecho, nuestra historia no hubiera sido la que fue sino hubiera sido por sus marinos y sus buques. Creo más bien que los españoles siempre hemos vivido de espaldas a nuestra historia, que es distinto. Bueno, eso ya es agua pasada, lo que quiero que observéis es que una vez que crucemos Ouessant, y si hay buen día como creo que va a ser, podremos ver a lo lejos la línea de costa inglesa. Esperemos que la bruma no aparezca, sino no se va a poder divisar. Esto quiere decir, mi querida Diane, que mañana a estas horas estarás pisando tu país.

La inglesa miró entusiasmada al horizonte, como viendo ya su tierra, aunque no habíamos pasado todavía la península bretona. Estuvimos hablando un buen rato sobre el mejor lugar donde desembarcar a Diane. Matías sugirió que podíamos acercarla a la desembocadura del Támesis, al este del país y desde donde ella podría ir más fácilmente a Londres. Diane lo rechazó porque deseaba dirigirse primero a Gloucester, una localidad al oeste de Inglaterra, muy cerca de Gales, donde había vivido de pequeña con su familia. Quería comprobar cómo estaba la antigua casa campestre donde pasó unos años muy felices. Comentó que le gustaría volver a vivir allí, porque conocía la zona y se desenvolvería mejor que en una gran urbe fantasma como la capital británica. Por lo tanto, sugirió que sólo nos desplazásemos algo más al este de Plymouth para tratar de dejarla en el puerto de Weymouth o en el siguiente, algo más grande, de Bournemouth o Poole. Desde cualquiera de esos lugares Diane podría ir hacia el norte sin problemas. Si iba andando podría llegar a su destino en tres o cuatro días a lo sumo.

Revisamos el equipo que llevaría, sobre todo las armas. El fusil del ejército español H amp;K G-36 utilizaba una munición estándar de la OTAN, que era común a la mayoría de los ejércitos del mundo, incluido el británico. Por lo tanto, sino quería cambiar de arma podía utilizar la munición británica sin ningún problema. En aquello los ingleses no habían ido a la contra de todo el mundo. Llevaba también una pistola Glock 17 de nueve milímetros parabellum, un arma compacta de gran capacidad que aguantaba todo en cualquier ambiente. Contaba con diecisiete cartuchos, más uno en la recámara. Aquel tipo de pistola semiautomática me gustó tanto que el día que nos fuimos del instituto cambié mi Beretta, mucho más aparatosa, por otra Glock. También me había procurado, en aquella ocasión, de otro fusil de asalto y unos cuantos cargadores.

Cuando nos aseguramos de que estaban en perfecto estado revisamos su mochila. Cuatro raciones de combate del Ejército español, una cantimplora de agua, una navaja multiusos, un pequeño botiquín de primeros auxilios, una linterna, un yesquero, un neceser y ropa de repuesto. Esta era como la de todos los supervivientes: cómoda y fuerte, como pantalones de montaña, camisetas y jerséis. Además de unas botas de trekking y, dependiendo del gusto particular de cada uno, una gorra de béisbol o un gorro para protegerse de la lluvia o el sol. Era el “kit” del perfecto trotamundos.

Al anochecer por fin pasamos Ouessant. Virando al este nos metimos en el Canal de La Mancha o el Canal Inglés como Diane lo conocía. Volvíamos a quedarnos casi sin luz. Por poniente podíamos divisar todavía el cielo aún de color azul oscuro, mientras el hermoso gradiente hacia levante lo iba oscureciendo cada vez más hasta hacerse casi negro cuando mirábamos al este. Los espectaculares atardeceres en el mar no tenían nada que ver con lo visto anteriormente en tierra. Sólo por ver aquello merecía la pena el viaje.

Matías salió presuroso del puente de mando. Llevaba unos prismáticos de buen tamaño.

—El radar señala un buque grande, a unas quince millas por la amura de babor —avisó, asomándose por la borda en la proa y oteando con los prismáticos en el supuesto lugar adonde debía estar el buque.

Diane y yo observamos sin resultado. Demasiado lejos y mucha oscuridad. Al cabo de unos momentos, Matías confirmó el hallazgo.

—Si, es un buque muy grande, puede que un crucero o un carguero porta-contenedores. No se distingue todavía muy bien. No sé si lo veremos mejor, aunque está casi en nuestra ruta y pasaremos muy cerca de él, calculo que dentro de una hora u hora y media. Que no os extrañe. La zona del canal ha sido una de las zonas marítimas más frecuentadas junto con el Estrecho de Gibraltar. Por aquí han pasado cientos de buques de todas clases cada día. Es posible que muchos de esos grandes barcos los utilizaran para tratar de huir a otros lugares, creyendo que así no les afectaría la Gripe X. Pero ahora no son más que ataúdes flotantes. Hay que tener cuidado porque en plena oscuridad, y sin luces de posición, sino miramos el radar nos podemos dar una buena hostia. No hace falta que os diga cuál de las dos embarcaciones se iría al fondo en ese caso. Por eso os pido que esta noche no vayáis a dormir hasta que rompa el amanecer, para poder vigilar la zona. Los buques grandes se detectan en el radar pero es posible que haya botes, lanchas u otras embarcaciones pequeñas que no lo sean. Voy a disminuir la velocidad y encender el farol de proa hacia delante, para tener algo de margen si damos con algo raro. Yo me quedaré dentro controlando el radar y Diane se pondrá en la banda de estribor y tú en la de babor. ¿De acuerdo chicos?

—No hay problema, capitán —respondí acercándome al pasamanos de babor. Matías me dio su prismático y a Diane le sacó otro.

Según pasaba el tiempo, y nos acercábamos al buque, crecía mi nerviosismo. No por nada en particular, sino por ese miedo atávico que sentía a veces en el medio acuático. Sobre todo en alta mar. La frágil sensación de seguridad a bordo del Dulce no apaciguaba mi estado de ánimo. Me daba pánico la posibilidad de caerme en las oscuras aguas o encontrarme con algo saliendo de pronto de la oscuridad, como la silueta de un buque o incluso una ballena. Por eso, mientras oteaba de tanto en tanto con los prismáticos, me agarraba bien fuerte a la barandilla del barco de pesca. De todos modos, ya vislumbraba un poco a mí alrededor. La figura del navío fantasma era cada vez más grande y se podía empezar a intuir la clase de barco que era. Yo no tenía mucha idea sobre aquello pero me pareció que aquella silueta correspondía a un portaaviones. Llamé a Matías para que lo confirmase.

—Tienes buen ojo. Efectivamente, es un portaaviones y parece muy grande. Sólo hay un tipo de buque con esas dimensiones en Europa. Y por la proximidad a Brest apostaría a que es el portaaviones nuclear francés Charles de Gaulle.

—¿Nuclear? —inquirí alarmado.

—Si. ¿Por qué pones esa cara?

—Porque si tiene un reactor nuclear probablemente haya tenido, o tenga escapes radioactivos, sino hay nadie a bordo que haya sobrevivido y lo mantenga, lo cual es harto improbable.

—Ni idea de eso, chico.

—¿No sería más prudente dar un rodeo? —aconsejé esperanzado.

—Si no fuese por los nubarrones que hay por el este no me importaría. Pero si damos un rodeo nos vamos a meter esta madrugada de lleno en un temporal y la verdad es que estando tan cerca de Inglaterra sería arriesgarnos a lo tonto. De todos modos, supongo que esas cosas tendrán un sistema de seguridad automático que apague el reactor sin peligro.

Me encogí de hombros.

—Por las noticias que salían en la tele, alguna vez anunciaban una parada programada del reactor de alguna central. Espero que los del portaaviones hicieran eso antes de sucumbir. Confío en que en el mundo hubiera gente responsable y no jodidos degenerados que vivieron sus últimas horas como cerdos.

—Con todas las centrales nucleares que hay en el mundo espero que hubiera habido mucha gente responsable, porque si no...

Diane se acercó al vernos y preguntó qué pasaba. Cuando se lo contamos frunció el ceño.

—Si ese barco nuclear va a la deriva. ¡Es posible que un día acabar encallado en costa inglesa o Francia o incluso España! Si encallar en rocas algún día con nuclear combustible habrá problemas.

—Es posible —convino Matías, observando por los prismáticos al enorme buque, que ya estaba a menos de una milla—. Las corrientes en esta parte del canal son muy fuertes. Este buque está muy cerca de la costa. Lo mismo lleva todos estos meses de un lado a otro, dejándose mecer por las corrientes, hasta que un día como dices tú, termine por varar en algún lugar. Esos buques tienen un enorme calado, nunca llegarán a tocar una playa, pero se pueden quedar a un centenar de metros mucho más expuestos al envite de las olas o los temporales.

Me dejó de nuevo los prismáticos y se metió en el puesto de mando del Dulce, para poder guiar al pesquero. Disminuyó la velocidad para poder maniobrar con tiempo ante cualquier eventualidad y nos gritó que fuéramos a proa a observar.

Nos quedamos allí en la más completa oscuridad, sin ver nada por los prismáticos y con una brisa bastante fuerte que venía por levante. Matías tenía razón, por el este se estaba formando una buena tormenta. Mi mirada de preocupación le llamó la atención a Diane, quien me cogió la mano para tranquilizarme.

—Sabes, hay un dicho inglés que dice: para aprender a rezar no hay como viajar por mar.

De improviso, apareció a babor, a escasos metros, la enorme figura de la popa del portaaviones. Fue tan apabullante aquella visión que dimos un paso hacia atrás. La luz del Dulce se reflejaba en parte de los costados del descomunal barco según pasábamos. A estribor del mismo, por la parte de popa, se leía perfectamente el rótulo: Charles de Gaulle R 91.

El viejo Matías había confirmado una vez más su saber en el mar.

Era espectacular. El Dulce era un minúsculo barquito en comparación con el tan cercano buque de guerra. El De Gaulle estaba allí, meciéndose pesadamente en el agua, oscuro, silencioso y tétrico. Sólo el débil sonido de cables, las olas golpeando en su casco y un inquietante silbido, llenaban el lugar. Matías paró las máquinas para observar bien al coloso, teniendo en cuenta la corriente y hacia adónde derivaba el portaaviones, ya que un pequeño roce con el mismo podía tener fatales consecuencias para nosotros.

—¿Por qué no nos vamos ya de aquí, Matías? —pregunté dirigiendo el foco de proa hacia todas las partes del buque galo que podía abarcar—. Me estoy poniendo un poco nervioso

—Quiero confirmar que no hay nadie a bordo. No me gustaría que ahí hubiera otra Diane.

—Es lo menos que podemos hacer —convino la propia Diane, que se estremeció al contemplar la posibilidad de que allí dentro pudiera haber algún superviviente.

Lo cual era perfectamente posible, ya que en el Pont-Aven, con más de dos mil personas a bordo, hubo una superviviente de la pandemia. Por lo tanto, en aquel navío, más grande, podía haber alguien con vida. O no.

—Me estoy fijando en que no se ve ninguna silueta de aviones —dijo Matías—. Eso puede deberse a que no los embarcaron para dejar más sitio a posibles refugiados o que los tiraron después al mar.

—¡Mirad, hay una especie de letrero escrito en el costado! —señalé a estribor, que ya empezábamos a ver, porque aunque el Dulce había parado las máquinas todavía avanzábamos, producto de la agitación del mar y la inercia.

Pudimos distinguir una especie de mensaje que nos dejó impresionados, por sus dimensiones, ya que habían tenido que sudar la gota gorda para pintarlo quien lo hubiera hecho. Y sobre todo, por el contenido del mismo, que estaba en inglés y que decía lo siguiente:

"Help!, There are survivors".

***

Hacía un buen rato que había amanecido, pudiendo distinguir con nitidez la costa inglesa. Matías llevó al Dulce a la bahía Lyme, muy cerca de Weymouth, al lado de la playa de Chesil. Desde allí, Diane podría ponerse en ruta hacía Gloucester o adonde quisiera. El tiempo, fiel al tópico, era bastante malo. La tormenta que vimos acercarse la noche anterior estaba dando sus coletazos por aquella zona, descargando lo peor mucho más hacia el este. El mar estaba picado y el mareo me había vuelto a atacar con fuerza a pesar de las pastillas. Con el mar tan revuelto tampoco servía de mucho ponerse a limpiar. Por fortuna, en el recogimiento de la bahía el barco se movió menos y pude reponerme un poco, aunque me fue imposible comer algo.

Diane me miraba con pena mientras que Matías se reía llamándome boquerón o pez de agua dulce. Me senté en el puesto de mando, que estaba lo más al centro que se podía estar para que mitigase un poco el efecto del cabeceo del barco. Allí, mientras miraba como Matías movía la rueda del timón y hablaba de manera jocosa con Diane, me puse a pensar en lo sucedido aquella pasada noche.

Cuando vimos aquella enorme pintada en el Charles de Gaulle supimos que, por el aumento de la marejada y la falta de medios para abordarnos con un buque tan grande, nos iba a ser imposible poder acceder a él e intentar encontrar a los supervivientes. Además, sólo podría subir uno, porque de manera obligatoria debía quedarse alguien en el Dulce y como no sabíamos si aquellos hipotéticos supervivientes, si seguían vivos, podían ser peligrosos, decidimos pensarlo a la vuelta si lo volvíamos a ver a plena luz del día. Matías apuntó la longitud y latitud, aunque eso sólo sería como dato orientativo. Debido al abatimiento, el buque se iría desplazando según las corrientes o el viento, pudiendo estar en aquel mismo instante o muy cerca o muy lejos de aquella posición.

El calado del Dulce, aun siendo poco, no permitía poder acercarse mucho a la playa ya que corríamos el riesgo de quedar varados. Matías esperó a la pleamar para poder acercarse todo lo posible y llevar a Diane con el pequeño bote neumático del palangrero. Sólo tenía capacidad para dos personas y era propulsado por un pequeño motor fuera borda de escasa potencia.

—Lo utilizábamos para asegurar el cabo de los anzuelos o para ir a buscar bebida al barco de algún compañero, cuando se nos acababa a nosotros —explicó el viejo pescador guiñando un ojo.

Me pidió que acompañara a Diane. Puse cara de pánico, porque si bien la distancia no era mayor de cincuenta o setenta metros, el simple hecho de estar sobre el mar con ese bote tan ridículo me ponía de los nervios.

—Lo siento, Miguel. No puedo dejar el Dulce. Sólo yo sé cómo manejarlo. Cuando empiece la bajamar si no estoy yo a bordo tendrías problemas. No te preocupes, el motor del fuera borda no tiene más truco que arrancarlo y mover el timón hacia donde quieras ir.

—Yo lo haré —se ofreció Diane—. Mi tío tenía una barca y vi como hacía para llevar. Don't worry!

Me sentí aliviado porque además todavía sentía algo de mareo, aunque por eso mismo una parte me alegraba de poder pisar tierra firme.

Como pude puse la mochila de Diane en el bote. Sólo me llevé la Glock porque no esperábamos nada raro. Habíamos estado observando la costa con prismáticos un buen rato y todo parecía normal. Es decir: todo desolado y silencioso.

La despedida de Diane con Matías fue muy triste. El viejo se había encariñado mucho con ella, a la que tenía casi por una hija. Una vez más, Diane pidió a este que se fuera con ella, pero Matías no quiso volver a hablar del tema.

—Tus posibilidades de sobrevivir serán más altas sin un viejo —sentenció.

—¡Nunca te olvidaré, Matías. Te lo prometo. I love you! —gritó desde el bote cuando nos alejábamos hacia la playa.

El viejo saludó con la mano y gritó algo que no pude entender, pero que ella imagino que sí porque sonrió y saludó también.

Diane controlaba con cierta habilidad el timón, mientras que yo, apoyado con ambas manos en la borda resbaladiza y soportando el fuerte olor a petróleo del plástico, deseaba pisar tierra de una vez ante aquel vaivén continuo y brusco.

En cuanto el bote varó, nada más tocar la playa, di un salto y grité de alegría por pisar la fina arena. Diana se reía.

—¡Por fin un lugar que no se mueve! —me incorporé todavía algo aturdido—. Así que esto es Inglaterra. Vaya, quién me iba a decir a mí que iba a venir aquí de esta manera.

—Ya ves, cosa rara que no se vi igual. ¿Se dice así?

—Más o menos.

Cogí la mochila y el fusil de Diane, trasladándolo todo un poco más hacia dentro de la playa, para evitar que se mojasen. A los pocos minutos ya se me había pasado el mareo y había recuperado el color, lo cual me animó bastante.

—Entre tú y yo, Diane. No sé cómo Matías ha podido estar toda la vida navegando. No lo entiendo, de verdad. Bien, ¿estás contenta? Ya estamos en tu pueblo.

Diane sonrió, aunque no estaba en absoluto alegre. Más bien parecía triste.

—Pensé que al llegar yo estaría eufo..., efori... ¿Cómo se dice?

—Eufórica.

—¡Eso! Pero me acabo de caer cuenta que voy a echar más de menos a vosotros. ¿Hago bien, Miguel?

—Si quieres volver no hay problema. Tanto Matías como yo estaríamos encantados. Pero debes ser sincera contigo misma y saber qué quieres hacer realmente.

—¡No lo sé!

—A lo mejor estás nerviosa o no te atreves a seguir sola. Por muchas cosas terribles que hayas pasado esto es algo nuevo. Vas a vivir tu vida como quieres y has elegido hacerlo aquí. Ahora tienes dudas, es normal, porque abandonas una relativa seguridad por algo que es totalmente incierto. De todos modos, ¿quieres volver con nosotros y pensarlo mejor?

Diane se volvió y miró al horizonte, con prados verdes y nubes grises que amenazaban con chubascos. Luego se volvió hacia mí. Sus ojos verdes estaban llenos de lágrimas.

—Me quedo. Esta es mi casa y creo que debo intentarlo —afirmó en un casi perfecto castellano.

—Le voy a decir a Matías que dentro de un año vuelva a este mismo lugar. Para que ambos os encontraréis aquí. Así podrás seguir con tu vida o regresar si lo crees conveniente. Eso le hará tener algo en lo que pensar, ya que ahora se va a quedar muy solo. Y más cuando yo me marche también.

—¡Me parece una idea buena! Informa a Matías de que estaré una semana aquí, dentro de año.

—Lo haré. Diane, es hora de volver porque Matías me dijo algo de las mareas y esos tecnicismos que son tan importantes para los marinos pero que los boquerones no entendemos.

Diane me abrazó llorando.

—Va a ser duro al principio —la susurré acariciando su cabeza—. Luego te acostumbrarás. Ya sabes, ¡no te fíes de nada!

Diane asintió, se enjugó los ojos y volvió a sonreír, esta vez con ganas, dejando ver sus preciosos dientes blancos. Me dio un tímido beso en la boca y tras coger sus cosas comenzó a andar hacia la pequeña carretera.

—Que tengas suerte, pequeña —murmuré—. La vas a necesitar.

***

Aquella noche la pasamos a bordo del Dulce, anclados cerca de la zona donde habíamos dejado a Diane. Matías quiso esperar, por si la chica se arrepentía o necesitaba algo urgente. Al día siguiente, cerca del mediodía emprendimos el regreso a España. Pero antes necesitábamos repostar. Para aprovechar y seguir avanzando Matías puso rumbo a la cercana isla de Guermsey, que junto con Jersey formaban parte de las islas británicas del canal, a pesar de estar más cerca de Francia que del Reino Unido. Durante la Segunda Guerra Mundial fue el único territorio perteneciente a la metrópoli británica que fue invadida por los alemanes.

Nos venía bien Guermsey porque estaba muy cerca y en el camino de vuelta. Esperábamos poder llenar el depósito del Dulce en la capital de la misma, Saint Peter Port.

Le conté a Matías la intención de Diane de regresar al lugar donde la desembarcamos al cabo de un año. Este se alegró de ello, diciendo que aunque en un año podía pasar de todo, allí acudiría de nuevo. Me animó a que volviera a embarcarme con él llegado ese día, a lo que contesté que esperaba estar por entonces viviendo con Sara en un lugar con menos movimiento.

—Pues os venís los dos, hombre —dijo Matías—. Por cierto, ¿dónde vas a querer desembarcar?

—No lo había pensado todavía. Creo que voy a dejarme de tonterías y volver a buscar a Sara. Supongo que no ha pasado todavía mucho tiempo, pero no puedo dejar de pensar en ella y en que lo mejor es que estemos juntos. Así que en cualquier lugar de Cantabria me vendría bien. Intentaré hacerme con un vehículo. Aunque en Santander, cuando llegué al instituto por primera vez, tenía una pequeña moto que era una delicia. La dejé escondida en un portal.

—Si quieres te dejo en Santander. Me gustaría comprobar si los otros han seguido en el instituto o se han marchado.

—¿Vas a quedarte con ellos si siguen allí? —pregunté sorprendido.

—No, sólo voy a ver cómo les va. Tampoco es cuestión de esconderse. Espero poder sacar de allí a Ana, que es la que lo estará pasando peor. Sandra y Alberto son más duros y seguro que han sabido adaptarse a aquellas nuevas condiciones.

—Bueno, tú sabrás Matías... Yo no voy a acercarme por allí.

—Te comprendo. Tu vida está en otra parte.

No tardamos mucho en llegar a Guermsey, puesto que estaba a menos de setenta millas. Al anochecer entramos en Saint Peter Port, con la bajamar. Nos quedamos anclados dentro de la rada pesquera, aunque alejados del muelle. La oscuridad no permitía ver mucho más allá del alcance de nuestros focos. Por lo que Matías no quiso ir al punto donde estaba la gasolinera hasta que no se hiciese la luz del día. No se fiaba de nada y podría haber algún superviviente por allí con mala intención. Por eso nos turnamos esa noche en guardias de cuatro horas, armados con los fusiles.

No hubo ningún incidente y al amanecer ya estábamos acercándonos a la pasarela donde estaba el surtidor de combustible. Había una bomba a motor para emergencias que nos facilitó la tarea de extracción del diésel. Matías me señaló varios bidones que tenía a popa y dijo que los iba a llenar también de gasolina, para tenerlos de reserva para alguna emergencia. Mientras llenaba el depósito del Dulce estuvimos oteando la rada, que ahora con luz, dejaba ver un triste espectáculo de innumerables embarcaciones de recreo y pesca apiñadas en los muelles. Muchas de ellas habían estado a la deriva y habían acabado estrellándose con otras. Un hermoso velero de veinte metros de eslora y dos palos, de nombre The Savage, estaba empotrado contra el muelle, donde estaba la caseta de la policía portuaria. Todavía tenía desplegadas, aunque hechas jirones, las velas del trinquete.

—Es bonito —opinó Matías, dándose cuenta de que miraba el barco con admiración.

—Ya lo creo. Es una pena que tenga el casco de la proa tan destrozado y las velas hechas una ruina. Con un velero así no haría falta gasolina.

—Es verdad, pero gobernar un velero y más uno como ese, no es nada fácil. Se necesita fuerza para manejar las vergas de las velas, para largarlas o aferrarlas, y sobre todo destreza y conocimientos sobre veleros que yo no poseo. Yo tengo experiencia con vaporas a motor. La vela es algo muy romántico y hermoso pero también es algo difícil y muy lento. El barco no va a donde tú quieres sino donde puede gracias a los vientos. Muchas veces eso no corresponde con los planes que tenga un capitán.

Comimos antes de partir. Al poco se nos echó encima una tormenta de verano, con sólo aguaceros y viento. El mar, al menos, no se movía demasiado.

—¿Por qué los ingleses llaman Canal Inglés al Canal de la Mancha? —pregunté mientras seguíamos navegando, ya que el tiempo daba para mucho y había que llenarlo de alguna manera. Conversar era la mejor opción.

—Por varias razones. La principal es porque los ingleses son así. La Manche es un departamento francés. Es esa tierra que vemos al este y que es la que da nombre al canal, tal y como lo conocemos nosotros y la mayoría del mundo. Pero es la misma razón de no pasar por el aro de los demás, ya que también llaman bahía de Gibraltar a la bahía de Algeciras. Simplemente, por llevar la contraria. Ahora que no está Diane te diré que los británicos, especialmente los ingleses, han sido siempre unos cabrones. Han contado la historia como les ha dado la gana, silenciando sus cagadas, que han tenido a montones como todos los demás países, y haciendo que todo el mundo se enterase de sus éxitos.

—Veo que te gusta mucho la historia.

—Estuve embarcado unos cuantos años en buques de pesca de altura. Bacaladeros en Terranova, donde pasábamos más de seis meses fuera de casa. En los ratos libres o jugabas a las cartas con los compañeros o leías. Yo opté por lo segundo.

—Ahora no sé quién va a escribir la historia. Desde luego, yo no voy a perder el tiempo en ello.

—Anda, mira —dijo Matías—, había pensado escribir lo que me ha pasado estos meses. Por si algún día alguien lo lee que sepa lo que pasó por aquí.

—¿Tú crees que la raza humana se sobrepondrá a esto?

—¡Claro que sí! Hay pocos supervivientes, pero los hay. Seguro que no tardarán en nacer nuevos pequeños. ¿No has pensado en tenerlos con tu chica?

—Desde que empezamos nuestra relación fue algo que tuvimos bien claro. Traer al mundo un niño, hoy en día, es una temeridad. Porque se pueden morir por cualquier enfermedad que antes eran perfectamente tratables.

—Así ha vivido la Humanidad hasta hace bien poco. O qué creías, ¿que tus abuelos tenían seguridad social o parían en hospitales llenos de maquinitas? La raza humana seguirá hacia adelante, esperemos que sin cometer los mismos errores. Costará sangre, sudor y lágrimas pero de todo se repone uno. Vosotros, los futuros progenitores, debéis olvidaros de las anteriores comodidades y arriesgaros. No queda otra.

—No sé, Matías. No me hace gracia que Sara pueda morir en el parto por una complicación sólo porque haya que perpetuarse.

—Pero es que no es sólo. Es que hay que hacerlo cueste lo que cueste, aunque haya que sufrir. No podemos permitir que la pandemia sea el epílogo de la Humanidad. ¡Pues menuda mierda de final!

Hablamos un buen rato de todo aquello. Matías era una persona muy optimista y en su opinión dejaba bien claro que los humanos tenían futuro. Yo pensaba todo lo contrario: a la Humanidad se le había acabado su crédito. La Naturaleza nos había aniquilado antes de que nosotros la aniquilásemos a ella. Fue un duelo como en las películas del Oeste. Ganó el que disparó más rápido. Y eso que nosotros íbamos por buen camino en eso de tratar de acabar con el mundo.

Nos interrumpió el avisador sonoro del radar, que había detectado algo. Matías fue al puesto de mando y paró las máquinas. Salió con cara de sorpresa.

—No te lo vas a creer, pero otra vez tenemos al Charles de Gaulle en nuestra ruta.

***

Aunque ya habíamos comentado la posibilidad de volver a la posición, donde habíamos visto el portaaviones francés la primera vez, casi habíamos abandonado la idea por lo arriesgado de un abordaje con el mismo y el desconocimiento del estado de su reactor nuclear.

En ese momento, de nuevo estaba en nuestra ruta, algo no muy insólito porque las corrientes en ese punto eran dirección este y nosotros salíamos del canal en dirección opuesta.

Con las primeras luces del día pudimos observar mejor el navío. Tal y como ya había visto Matías la primera vez, no había ningún avión en su cubierta principal, al menos que se viera. El estado del buque era de total abandono. La enorme pintada, en inglés, pidiendo ayuda, estaba a estribor. Así que dimos la vuelta y a babor encontramos un espacio bastante grande, por donde se podía acceder al interior sin excesivo problema. Era como una especie de atracadero incorporado al portaaviones. Se veían dos accesos y el hueco del hangar que proporcionaba uno de los enormes ascensores que comunicaba con la pista de despegue.

—¿Qué hacemos, Matías? —pregunté mirando hacia arriba, intentando escudriñar la parte de la isleta de control aéreo, que estaba altísima.

—No lo sé, la verdad. El otro día pensé en que debíamos entrar y rescatar a los posibles supervivientes. Ahora no lo tengo tan claro. Me da mala espina este cascarón gabacho. Y los marinos somos muy dados a guiarnos por nuestras sensaciones. Yo ya soy viejo para entrar, así que tú decides si te animas o no. Comprenderé cualquier decisión que tomes.

El movimiento del Dulce y mirar a una altura tan elevada me estaba revolviendo de nuevo el estómago. El Charles de Gaulle era un buque enorme, de más de doscientos cincuenta metros de eslora. Más grande que un ferry y lógicamente algo más estable. Si conseguía entrar podía inspeccionar un poco en el interior. No quería perderme ahí dentro, donde todo estaría a oscuras a pesar de ser de día. En un buque de guerra no había cristaleras por doquier como en un crucero. Al menos estaría en una plataforma más estable y se me pasaría algo el mareo.

—Voy a subir a inspeccionar. Miraré en el hangar, que es la zona más lógica para encontrar algo. Si puedo, subiré a la pista de vuelo. Eso sí, me llevo el arsenal completo. Pistola, fusil y máscara NBQ. También necesitaría una buena linterna porque ahí dentro estaré a oscuras.

—Por eso no te preocupes. Te voy a traer la máscara y la linterna.

Empezaba a ponerme un poco nervioso. No era ningún héroe y tenía miedo por lo que pudiera encontrar. Sin embargo, había que cerciorarse de que ahí dentro no se encontraba ninguna Diane francesa.

—Toma esto —Matías me pasó una pequeña linterna de forma extraña—. Es para que la acoples en el fusil de asalto. Cogimos unas cuantas de la Blas de Lezo. Formaban parte del equipo de intervención de los infantes de marina. Mira, la pones así y... Voilá! Ya puedes ver mientras apuntas. Es de xenón y puede lucir durante una hora, así que consérvala. Te doy otras dos baterías de litio de repuesto por si acaso.

—¡Estupendo! Hace tiempo tuve una escopeta con un dispositivo similar. Bien, ¿cómo abordo a este coloso?

—La mejor forma es a través de esa especie de plataforma. Me voy ir acercando muy despacio. Cuando estemos casi abarloados lanzarás este cabo que he preparado con un gancho en el extremo. Lo lanzas a la barandilla que está más cerca, luego tendrás que hacer un buen esfuerzo y subir a pulso. No es mucha altura. El fusil te lo pasaré atado de la misma forma para que no tengas que cargar con él cuando subas.

—¿Dónde estarás tú cuando entre?

—Me alejaré unos metros por seguridad, con el motor en marcha, vigilando cualquier cosa sospechosa. Si tienes que salir a toda prisa de allí utiliza esta pasarela, incluso lánzate al agua y te recogeré de inmediato. No hay mucha altura. Si subes a la pista de vuelo, ¡ni se te ocurra lanzarte al agua desde allí! La altura es tan grande que caerías al agua y te estrellarías como si fuera cemento. No te engañes por las apariencias. Si te has dado alguna vez un barrigazo en la piscina entenderás de lo que hablo.

Después de prepararme Matías acercó muy el Dulce al costado del De Gaulle. Un grano de arroz al lado de una sandía, así debía ser la comparativa de tamaño de las dos embarcaciones.

Con un creciente malestar por el mareo logré lanzar con éxito el cabo. A la tercera intentona pasó por la barandilla de la plataforma.

—¡Aprovecha el cabeceo del Dulce para auparte y así poder avanzar algo más! —gritó Matías.

Cuando el pesquero, a consecuencia del oleaje, empezó a subir la proa aproveché el momento y salté hacia el cabo. Con un esfuerzo terrible fui subiendo hasta arriba. No era mucha distancia pero al llegar me temblaban los brazos. Matías lanzó un cabo más ligero y me pudo pasar el fusil de asalto. Encendí la linterna del fusil y me adentré en el interior del portaaviones.

Todavía no me había puesto la máscara, porque quería sentir primero el ambiente que había. Eso podía darme mucha información, sobre todo por dónde poder ir. Noté que el olor no era especialmente desagradable, aunque la atmósfera era viciada, calurosa y oscura como si estuviera metido en la boca de un dragón. Empecé a andar despacio, procurando no hacer demasiado ruido y apagando de vez en cuando la linterna cuando iba a entrar en alguna sala. De manera preventiva, con un rotulador iba poniendo flechas señalando el camino a seguir de vuelta. Había pocos carteles indicativos y estaban en francés, aunque no tenía problemas en saber su significado. Me dirigí hacia donde uno de ellos señalaba el camino del hangar.

Dentro del enorme portaaviones apenas se sentía el movimiento. Sólo si me quedaba completamente inmóvil podía tener alguna sensación, que no era nada insoportable. El mar encalmado ayudaba también. En aquel enorme laberinto de pasillos, salas, camarotes o pañoles me sentí un poco angustiado. La total oscuridad me impedía tomar alguna referencia visual y tenía la sensación de estar pasando siempre por el mismo lugar.

Escuché una especie de silbido. Me di cuenta de que era una especie de aullido o lamento. Me puso la carne de gallina y me hizo quitar el seguro del fusil para prepararme ante cualquier amenaza. Seguí andando muy despacio. Iba por un enorme pasillo, bastante ancho que debía haber sido uno de los principales lugares de paso del buque. Los carteles seguían señalando hacia el hangar, aunque también a la pista de vuelo. Empecé a notar el ya más que familiar olor de los cuerpos en descomposición. Debía estar acercándome a una ZCC, así que me puse la máscara.

El lamento era cada vez más cercano. Ahora estaba seguro de que se trataba de un sonido humano. Me dio ganas de dar media vuelta. Aquello podía ser una trampa por lo que andaba con mucho cuidado. El calor era sofocante. Con la máscara puesta era todavía peor y aunque la pantalla no se empañaba sudaba de manera considerable. El nerviosismo también tenía parte de culpa en aquel exceso de sudoración.

Quien estuviera aullando lo hacía de forma tan lastimera que parecía un lobo. "¿Será un hombre lobo?", empecé a pensar. Empecé a imaginar criaturas grotescas saliendo de todas partes y a un enorme hombre lobo viniendo hacia mí desde el otro lado del largo pasillo. Tuve que hacer un gran esfuerzo para tratar de mantener la calma. El aullido cesó. Me mantuve a la expectativa, bajando el cañón del fusil al suelo, para que la luz no alumbrase demasiado hacia adelante. Me maldije por no ser más previsor y no haber ido con más cuidado con la luz de la linterna.

Permanecí inmóvil durante un buen rato, pegado a la pared derecha del pasillo. Traté de discernir algo más que los sonidos propios del buque. Respiré hondo y continué avanzando, más despacio todavía, con el fusil apuntando al suelo, para que la luz de la linterna no se dispersara demasiado. Avancé unos cuantos metros cuando volví a escuchar el aullido. Sonaba muy cerca. Hice un esfuerzo sobrehumano por no salir corriendo de vuelta a la maravillosa luz del exterior y al Dulce que me esperaba afuera.

El sonido provenía de un camarote que había a la derecha del pasillo, a cuatro o cinco metros delante de mí. Me quité la máscara, para comprobar cómo era el olor por allí. Me la volví a poner deprisa porque había un olor nauseabundo. Miré al suelo por si estaba pisando tripas, sangre o cualquier víscera descompuesta.

Sin embargo, allí no había nada.

Me acercaba a la puerta del camarote. Cinco metros, cuatro..., cada paso me llevaba su tiempo. Me detuve justo antes de que el límite de dispersión de la luz de la linterna llegase a rebasar el pequeño espacio de la parte inferior de la puerta. Apagué la luz y me quedé a oscuras. No había posibilidad alguna de poder ver algo sin la linterna, lo que me angustió un poco más al depender totalmente de esta para poder moverme y orientarme con seguridad. Podía visualizar el camino hasta donde me encontraba y creí que si me hiciera falta, yendo siempre pegado a la pared, podría llegar a la zona por donde había entrado.

No había ninguna duda de que el aullido provenía de detrás de aquella puerta. Me había acercado a oscuras, colocando mi oreja en la puerta para intentar averiguar algo más del origen de aquel lamento tan inquietante. Sólo pude escuchar con más nitidez el aullido, sin poder averiguar nada más.

Decidí entrar.

Esperaba que la puerta estuviese cerrada con llave. Aun así, puse mi mano en el pomo de la puerta y giré la mano a la izquierda muy lentamente. Ante mi sorpresa, esta cedió. De la forma más cuidadosa posible abrí la puerta uno o dos centímetros, lo suficiente como para poder abrirla con el pie mientras empuñaba el fusil. Con la mano izquierda acaricié el pulsador de la linterna. Abrí la puerta de manera simultánea al encendido de la linterna y entré.

El aullido cesó de inmediato.

El camarote era más grande de lo que esperaba. Creí que me iba a encontrar un pequeño despacho. Pero era una sala amplia, con una veintena de catres, repartidos en diez literas, con pequeños armarios a los pies de cada una de ellas. Había cinco literas en una pared, enfrentadas a otras cinco de la otra. Recorrí visualmente el interior de cada una, hasta que me di cuenta de que en la última litera, de la parte izquierda, había una figura humana incorporada. Estaba muy asustado, pero no se movió de su sitio. Me acerqué despacio, apuntándolo y deslumbrándolo con la luz de la linterna. El hombre, puesto que ya se le veía perfectamente, estaba mirando a la luz de forma hipnótica. Parecía que no había visto esta en mucho tiempo. No dijo nada pero por su aspecto me di cuenta de que estaba físicamente muy mal. El pelo, la barba y su aspecto eran en general lamentables. Sucio, con restos de orines o algo peor en la cama, surcos blancos en los labios que denotaban una pésima hidratación, ojos vidriosos y sin vida. Si no estaba moribundo poco le faltaba. Estaba incorporado, sentado en su catre. Se tapaba con una raída manta, con sus esqueléticas y nerviosas manos, la parte inferior de sus extremidades. Evidentemente, no era un hombre lobo sino un hombre desquiciado.

Intenté tranquilizarlo. Supuse que era francés, al ser el portaaviones de la Marina de aquel país, y le susurré, sin quitarme la máscara, palabras supuestamente en su idioma. Aunque dudaba de que me entendiera algo.

- Je suis ton amie —dije recordando alguna cosa en francés.

El hombre seguía mirando la luz como si estuviera en trance. De vez en cuando sonreía o ponía cara de asustado. Pero no decía nada.

"Este tío está loco, y además rematadamente", me dije observando las extrañas muecas que hacía.

Bajé un poco la luz, para que no le diera directamente en la cara y volví a repetir lo mismo. Esta vez me miró. Aunque no se sorprendió lo más mínimo se empezó a reír señalando mi máscara. Me arriesgué a quitármela. Al instante un olor penetrante de carne putrefacta me echó hacia atrás. Me volví a poner la máscara. ¿De dónde venía aquel olor? En el resto de los catres no había nadie y por el suelo no había restos orgánicos de ningún tipo.

El hedor provenía del loco.

Me acordé del malogrado Santiago en aquél sórdido portal madrileño, lleno de excrementos hasta la cintura.

Haciendo un enorme esfuerzo de voluntad me volví a acercar. El hombre estaba murmurando algo en francés que no pude entender. Eché un vistazo a la manta en la que se hallaba y mis sospechas parecían confirmarse. Había una enorme mancha, sin identificar, que cubría la mayor parte de la tela.

Lo destapé.

Al igual que con Santiago, había muchos excrementos. Pero había más. Contemplé con horror sus dos piernas amputadas hasta varios centímetros por encima de la rodilla. Tenía puesto dos torniquetes quirúrgicos que había evitado que se hubiera muerto desangrado. Sin embargo, era evidente que se estaba muriendo. ¿Quien le había podido hacer aquella salvajada? Porque alguien tenía que haberlo hecho. Una persona sola no podría hacerlo. ¿O sí? Pensé que, a lo mejor, privado de alimento, se vio obligado a practicarse a sí mismo aquellas horribles mutilaciones para... ¡Comerse a sí mismo!

Era tan espantosa aquella idea que la negué taxativamente. Aunque era evidente que había perdido la razón y una persona sin juicio es capaz de hacer cualquier cosa.

—Dime que te pegue un tiro para ahorrarte más sufrimientos. ¡Dímelo y lo hago! —grité en castellano sabiendo que no me iba a entender.

El hombre, con un desgarrador grito, me suplicó:

- Shoot, please... Shoot me!

Sus ojos, testigos del horror y la locura, brillaron fugazmente como los de una persona cuerda. Aquel había sido su último pensamiento racional porque luego volvió a sumirse en su desquiciado trance.

Allí estaba yo, con permiso para acabar con sus sufrimientos, pero sin saber si podía matar a una persona inocente. Aquel hombre no me había hecho nada, pero su sufrimiento era tan grande que moralmente sería más grave irme de allí sin ayudarlo de alguna forma. No veía más solución que proporcionarle una muerte limpia y rápida.

Retrocedí un par de pasos, temblando sin control. Me pasé la lengua por los resecos labios, notando cómo mi corazón latía con frenesí. El hombre no me miraba, lo cual agradecí porque eso hubiera sido demasiado, pero empezó a aullar de la misma forma que antes de entrar. Apunté a su cabeza haciendo un esfuerzo por controlar mi agitado pulso.

Disparé un único tiro.

Al segundo se hizo un sobrecogedor silencio. Sólo se escuchó el tintineo del casquillo que había salido rebotando.

Salí del camarote. Cerré la puerta dejando atrás todo aquel espanto. Me acordé de que Matías había dicho que la linterna podía estar una hora luciendo, y esta llevaba ya más de media hora funcionando casi ininterrumpidamente. Debía economizar su uso. Aunque llevaba otras dos baterías de repuesto era urgente llegar a algún lugar con algo de luz o bien encontrar otra linterna.

Estaba todavía muy nervioso y horrorizado por lo que acababa de experimentar, cuando vi una flecha y un cartel que señalaban una posible salida. Un icono simbolizaba algo que identifiqué como subida a la pista. De vez en cuando apagaba la linterna para ver si había algo de visibilidad, pero era inútil. En un portaaviones el único lugar bien iluminado de forma natural era la pista y el hangar. Los demás sitios eran múltiples niveles y cubiertas interiores donde sin electricidad no eran más que túneles oscuros como cuevas.

Me llamó la atención la ausencia de cuerpos. Había recorrido un buen trecho y en ningún momento había hallado ninguno. Otro interrogante más a añadir a la lista.

Ante la incertidumbre opté por la cautela. Después de todo lo más probable era que alguien le hubiera cortado las piernas a aquel hombre. A juzgar por las heridas debió haberse hecho recientemente. Por lo tanto, seguía preparado como si esperase encontrar a alguien más.

Cada cierto momento me detenía, apagaba la linterna y me quitaba la máscara para ir comprobando si aumentaba aquel olor a descomposición que flotaba en el ambiente. Fui ascendiendo durante un rato pasando por tres cubiertas. En cada una de ellas me paraba unos instantes para intentar escuchar algo. Aunque sin ninguna novedad. Sólo cuando llegué a la tercera cubierta empecé a vislumbrar algo de luz al final de aquella escalera. Me animé con la posibilidad de poder respirar el aire puro del exterior. Cada vez veía más nítidos los peldaños hasta que llegó un momento en el que podía andar sin necesidad de linterna. La escalera se terminó y una puerta entre abierta dio paso a una especie de pasarela al lado de la pista de vuelo. Esta todavía se encontraba a una altura mayor y no podía ver nada, pero al fin pude respirar sin la máscara y, sobre todo, disfrutar del maravilloso sol que a esas horas del mediodía se encontraba ya sin tantas nubes. Incluso castigaba con fuerza. Decidí subir hasta la pista y ver qué me encontraba por allí. Además, podría observar al Dulce y a lo mejor Matías me lograba ver.

Aquella pasarela daba acceso a un lanzador de misiles de defensa, y desde allí puse ir hacia el través del buque y pasar a la pista de vuelo.

Cuando conseguí subir, el sol se reflejaba con dureza en la cubierta, de forma que me deslumbraba bastante. No conseguía ver hacia popa sin cegarme por los reflejos. A proa me cercioré de que allí no había ni aviones ni cuerpos. Anduve hasta el centro de la pista, asombrado de lo larga que era esta. Debía tener más de doscientos cincuenta metros de punta a punta. En lo alto de la isla de comunicaciones, que era la torre de control aéreo de a bordo, había varias gaviotas dormitando. En general el buque tenía un aspecto muy descuidado y no había ninguna señal que indicase que allí había habido alguien recientemente. Me acerqué al costado de estribor, para ver si descubría al pesquero. Me dio mucha impresión mirar hacia abajo. Estaba muy alto y el Dulce debía estar muy metido hacia dentro porque no conseguía hallarlo.

No sabía qué hacer. Todavía estaba dándole vueltas, y recordando lo que había pasado con aquel hombre sin piernas, cuando una gran nube se interpuso entre el sol. Por fin se nubló un poco para poder descansar del implacable castigo de sus rayos. Asimismo pude observar sin problemas a popa, pudiendo ver cómo, a lo lejos, casi en el borde del fondo del buque, había dos personas de pie, completamente inmóviles. Y estaban mirándome.

Casi de manera instintiva me llevé el fusil a la altura de la vista.

"¿Cuánto tiempo llevarán observando?", me dije volviendo a notar como los nervios hacían presa en mí.

No podía distinguir con claridad sus rostros pero si pude observar que se iban acercando muy lentamente. Eran dos hombres y ambos estaban desnudos. Estaban acechándome de una manera tan sutil que hasta que no avanzaron casi un par de metros, no me había dado cuenta de que se habían acercado aprovechando mis miradas a los lados.

—¡Alto! ¡Stop! —grité con la esperanza de que me hicieran caso, porque no sabía muy bien qué es lo que iba a hacer si no se detenían.

Uno de ellos obedeció, pero el otro siguió acercándose, aunque con las manos en alto, como para que viese que no iba armado.

—¡Stop, coño! —volví a gritar.

Para reafirmar mi orden disparé al aire, espantando a las gaviotas de la torre y haciendo que ambas figuras se echasen al suelo de forma automática. Esperaba que Matías hubiera oído el disparo, aunque allí abajo aquella detonación bien podía haber quedado en nada.

Me acerqué a los hombres. Sus cuerpos estaban sucios, con llagas y pequeñas heridas además de restos de sangre coagulada en las manos. Ninguno de los dos dijo nada ni realizó gesto alguno, salvo estar allí tumbados boca abajo, tan quietos e inmóviles que parecía que estaban muertos.

- Parlez vous... Esto, cómo se dice, parlez espagnol? —intentaba hacerme entender con las cuatro palabras que me acordaba del francés que estudié durante un año en el colegio.

Ninguno dijo nada. Cuando iba a preguntarles lo mismo en inglés uno de ellos, sin alzar la cabeza dijo:

—Yo hablo español.

—Vale, perfecto... Très Bien! —dije—. He encontrado abajo a un hombre sin piernas. ¿Qué hacían a bordo? ¿Hay más supervivientes?

—¿Hombre sin piernas? —dijo el hombre—. Eso es un poco absurdo.

—Aquí hay cosas muy raras y lo que he dicho es lo menos ilógico de todo esto. ¿Qué hacéis desnudos?

—Tomando el sol, monsieur —contestó en tono condescendiente.

—¡Y un huevo! —exclamé empezando a cabrearme—. ¡Le he pegado un tiro a vuestro amigo porque me lo ha pedido! ¡Estaba sufriendo de una manera inhumana!

El hombre, al escuchar aquello, susurró algo en francés a su compañero.

—¡Maldito cabrón! —gritó poniéndose de pie—. ¿Por qué asesinaste a nuestro amigo?

—¡Eh, al suelo! Yo no he asesinado a nadie. Si era tan amigo vuestro ¿Por qué lo teníais en esas condiciones? ¿Por qué le habéis cortado las piernas?

Lo que ocurrió a continuación no lo olvidaré jamás.

El hombre que estaba de pie me miró y yo le miré. Llevaba el pelo y la barba como si se tratase de un náufrago. Me sonrió y dejó al descubierto una sucia dentadura llena de restos de sangre coagulada.

—Le cortamos las piernas porque teníamos hambre.

Mi cara debió reflejar un horror tan grande que el hombre se rió a carcajadas. Debido a mi sorpresa bajé el arma y en seguida aquel se me tiró encima tratando de desarmarme. El otro hombre se levantó. Conseguí esquivarlo por poco y pude dispararle un tiro en el pecho.

—¡Ambroise! ¡Ambroise! —chilló el otro. Se acercó al cuerpo de su amigo y lo cogió para incorporarlo. Era inútil, ya estaba muerto antes de tocar el suelo—. ¡Bastardo, lo has matado!

Aquello me cabreó. Me acerqué al tipo y le solté una patada en la boca. Este se cayó a un lado, sangrando profusamente por el labio partido.

—¡Maldito gabacho de mierda! —le espeté enfurecido—. ¡A ver si eres tan valiente como antes y me la juegas de nuevo!

El hombre se asustó y alzó la mano en señal de rendición. Un diente salió de su boca cuando escupió al suelo.

—Bien, ahora te vas a levantar y te vas a dar la vuelta. Pondrás las manos atrás y te las ataré. Como intentes algo te mataré sin contemplaciones. ¿Lo has entendido?

El hombre asintió y siguió mis instrucciones. Debió ver que estaba muy alterado como para intentar nada. Lo até con el cinturón. Luego lo empujé hacia el interior de la isla de control. Le indiqué que subiésemos y se sentase en algún lugar de la sala de los radares. Allí le insté a que me explicara lo que había pasado en aquel buque y cómo había llegado al extremo de comerse a un semejante.

En un buen castellano aquel hombre, que se llamaba Mathieu, me relató de forma pausada y como si fuera un autómata lo sucedido a bordo de aquel portaaviones.

—Supongo que por tu propia experiencia en España habrás sufrido el caos que sobrevino cuando se supo que la pandemia era peor de lo que creían y que a la Humanidad le quedaban, literalmente, dos días. El Gobierno francés, estúpidamente, creía que aquello se podría solucionar de alguna manera. Quiso poner a salvo de los saqueos lo mejor de su marina y ejército para poder aprovecharlos en el futuro. Supongo que en el Elíseo pensaron que los países que pudieran salvar su armamento serían los que dominaran el futuro mundo post apocalíptico. ¡Qué ilusos, como si eso importara, como si quedara la suficiente gente para que esas cosas les afectaran! El caso es que se mandó llevar a alta mar a varios buques de guerra imprescindibles, entre ellos la joya de la corona de la marina francesa: el Charles de Gaulle. Con una tripulación mínima, que no daba para poder maniobrar o vigilarlo en condiciones, se llevó hacía varias millas en alta mar con la ayuda de varios remolcadores. Ya se sabía que el caos había hecho que algunas bases navales norteamericanas y de Europa hubieran sido saqueadas o amotinadas por sus propias dotaciones y se esperaba que en Francia ocurriera lo mismo de un momento a otro.

» Yo era un prometedor oficial al que pusieron como segundo de a bordo, después del Almirante Bailly, que era el que estaba al mando. Nos secundaban otros dos oficiales y medio centenar de marineros. Nuestra misión: salvar al portaaviones y dejarlo anclado tras comprobar que no había riesgos. Por aquel entonces creían que la pandemia se podía evitar estando aislados en alta mar sin contacto con infectados. Se olvidaron que el De Gaulle había estado en el puerto de Brest y por su interior habían estado circulando los hombres, dejando al virus en estado latente. Fue cuestión de tiempo que empezaran a darse los primeros casos de contagiados en el portaaviones y en los dos remolcadores. Bailly murió de los primeros. Era un hombre mayor y no soportó los síntomas. Tomé el mando y ordené dirigir el buque a la costa. Era un sin sentido seguir allí sabiendo que íbamos a morir todos. Si anclábamos el barco al menos no ocasionaríamos una catástrofe nuclear si nos hundíamos o embarrancáramos en alguna costa. La mayoría de los hombres estuvo de acuerdo, pero un imbécil, el teniente Pierre Oliviers, quiso seguir con la sandez de la patria y demás estupideces de Academia y me relevó del mando por alta traición. Mis hombres lo mataron como a un perro. Todos estábamos soliviantados y todos queríamos volver a tierra a cuidar de nuestras familias. O, al menos, pasar nuestros últimos momentos con ellos. Pero los capitanes de los remolcadores, también ansiosos, no quisieron perder el tiempo y cortaron los cables, dejándonos abandonados sin ninguna esperanza de salir de allí. No podíamos conducir este portaaviones nuclear, ya que la supervisión de su manejo corre a cargo de los ingenieros, que no teníamos, y del capitán del barco, que no estaba. Con lo cual nos dejamos llevar por las corrientes y mareas. Nos alejábamos mucho de la costa y otras nos acercábamos tanto que temíamos estrellarnos contra la costa. Pasó muy poco tiempo cuando todos murieron por la Gripe X. Sólo quedé yo con vida, dándome cuenta de que era inmune al virus pero que acabaría muriendo allí solo y de forma lenta. El De Gaulle acababa de salir del astillero por remodelaciones y no tenía absolutamente nada de provisiones, ni embarcaciones menores, ni nada de nada. Joder, todavía olía a pintura. Lo único que tenía eran los cuatro palés con provisiones que conseguimos cuando zarpamos para nuestra manutención. Eso me duró apenas dos meses. Sesenta angustiosos días en los que me alimenté de las pocas gaviotas que conseguía atrapar. Esos condenados bichos son más listos de lo que parecen.

» No se equivoque. Los cuerpos de mis camaradas muertos por la pandemia no los toqué. Al menos en aquellos primeros momentos tenía comida, por lo que me deshice de los mismos. Pasó un mes más y mi hambre era atroz. Recorrí una y mil veces el portaaviones, tratando de encontrar algo, pero no había nada. Maldita remodelación, no había ni ratas. Ya estaba a punto de dejarme morir cuando un día vi un velero. Un hermoso barco de doce metros de eslora que venía del este, del canal. Hice señales ¡y me largaron un cabo! Al principio creí que la pandemia había pasado y que aquellas personas eran de algún rescate. Pronto averigüé que eran tres supervivientes que se habían reunido en París y que habían utilizado el velero de uno de ellos para escapar de la zona hacia lugares más cálidos y con menos radiación. Al parecer varias centrales nucleares de Francia y Alemania tuvieron escapes importantes que han dejado una gran zona devastada por los efectos de la lluvia radiactiva.

» Como digo, aquellas personas me ofrecieron ayuda. Eran dos hombres y una mujer. La dama se llamaba Claire. A los dos hombres ya los ha conocido. A Ambroise le acaba de matar y al que ejecutó por humanidad se llamaba Pierre. Subieron provisiones a bordo para estar en el portaaviones hasta que pasara la tempestad que se cernía sobre nosotros. El dueño del velero, Pierre D'Arçon, era uno de esos ejecutivos que se compran un barquito para vacilar con los amigos, pero que sólo sabía navegar cuando el mar estaba calmado como un lago. Quiso esperar a que pasara la tormenta y aquello fue nuestra sentencia. Esta fue grande, pero nosotros apenas la notamos aquí dentro. Fue una noche en la que nos desahogamos de lo lindo. Corría el alcohol y los porros de marihuana y nos pusimos muy a tono. Bastó una simple insinuación de Claire y en cuestión de segundos estábamos los tres dale que te pego, ya me entiende. Tres hombres y una mujer en un barco, no hace falta más explicaciones. A ella le gustaba jugar duro. ¡Y vaya si lo hizo! Ya mantenía de antes relaciones con los otros dos, así que uno más no la debió importar. Al día siguiente nos quedamos como tontos cuando no vimos al velero. Los cabos que lo amarraban con nosotros se habían roto por el temporal y terminó desapareciendo.

» Las exiguas provisiones que habían desembarcado eran para pasar una o dos jornadas. Al cabo de un par de días sin probar bocado empezaron los nervios. Pierre era un llorón y no hacía más que quejarse sin aportar ideas. Ambroise y yo éramos los únicos dispuestos a todo con tal de sobrevivir. Claire quiso que la favoreciéramos a cambio de sexo. Pero cuando hay hambre aquello no sirve de nada. Cuando Ambroise me propuso que la única solución, por el momento, era comernos a alguno de los otros, creí que hablaba en broma. No era así. Al principio le di largas, pero a la semana ya estábamos echando a suertes con quien empezábamos. Claire era la más apetecible. Siempre se ha bromeado con eso de que "estás tan buena que te comería", en el caso de Claire fue literal. Pierre no quiso ni oír hablar de aquello y terminó escondiéndose por el interior del buque.

» Matar a Claire fue lo más fácil. Lo difícil fue dar el primer bocado. Nos costó horas hacerlo, se lo juro. La teníamos delante y no sabíamos qué hacer. Hacía casi dos semanas que no comíamos y por Dios que si me hubieran puesto un plato de gusanos babosos me los hubiera comido sin pestañear. Pero aquello no sólo era comerse a otra persona, era dar carpetazo a toda una vida en la que socialmente se había visto aquello como lo más depravado a lo que podía llegar alguien, incluso más que ser un pederasta de mierda. Pero lo hicimos. Aquella noche no pude más y cogí el cuchillo. No voy a deleitarle con detalles, pero le aseguro que vomité la primera vez. Créame, no teníamos otra alternativa.

» Así estuvimos hasta que una semana después apareció Pierre, demacrado y rogando que le dejásemos comer. Nosotros habíamos recuperado algo de tono y lo aprovechamos para reducirlo y encerrarlo. Iba a ser nuestra próxima comida. Pudimos aprovechar sus piernas, ya sabe... Hasta que ha venido usted.

Mathieu terminó el relato sin ningún atisbo de arrepentimiento y parecía regocijarse ante mi espanto por lo que acababa de oír.

—¿Qué pensabais hacer cuando os merendaseis a Pierre? ¿Os ibais a cortar en trocitos a vosotros mismos?

—No lo habíamos pensado todavía. Creo que no nos atrevíamos. Aunque en el fondo sabíamos que terminaríamos luchando entre nosotros. Pero ese problema ya no lo tendré nunca. Usted ha venido en un barco, ¿no? Por tanto le doy las gracias por rescatarme y le suplico que me deje en tierra, en cualquier lugar.

—¿Después de escuchar la historia que me has contado?

—Si hemos hecho esas horribles cosas no fue producto de una conducta aberrante. Fue pura supervivencia extrema. Si se me culpa de algo no puede ser de nada que no hubiera hecho cualquiera en mi situación, incluido usted. ¡No soy un asesino!

Me quedé mirándolo un rato. No podía dejarlo allí de nuevo, por mucho que me hubiera indignado su proceder. Sin embargo, no podía olvidar que había asesinado al menos a una persona para alimentarse de ella.

—Te diré lo que vamos a hacer —dije poniéndome en pie—. Efectivamente, he venido en un pequeño barco de pesca. Un compañero me espera abajo. Vas a venir y le voy a explicar lo sucedido. Veremos que opina. Es un hombre con mucha vida a su espalda y tiene mejor juicio.

Mathieu me dio las gracias y me rogó si podía desatarlo a lo que me negué rotundamente. Lo que si hice fue, al bajar de nuevo a la pista, ponerle los pantalones que se había quitado "para tomar el sol". Empezamos a bajar por las escaleras. Él iba delante y, a dos pasos, iba yo con el fusil, apuntando hacia adelante para que la luz nos guiase. Pensé en la historia tan grotesca que me había relatado Mathieu. No había manera de saber si era verdad todo lo que me había contado, aunque por la situación de Pierre y otros detalles me daba la impresión de que posiblemente lo era. Aún así, Mathieu no me gustaba. Por mucho que intentase justificarse, había sido capaz de hacer cosas aberrantes y para llegar a eso había que tener una predisposición. Por las maneras de comportarse, además, se notaba que estaba bastante desequilibrado. Las cosas que había pasado y había tenido que hacer le habían pasado factura y dudaba de que se pudiese recuperar alguna vez. No sabía lo que hacer. Por eso había tratado de ganar tiempo trasladándolo al Dulce para saber la opinión de Matías. Aunque no estaba seguro de lo que fuese a decir el viejo.

Mientras descendíamos por la escalera, Mathieu empezó a acelerar el paso. Tanto que tuve que llamarle la atención.

—Corre, mon amie. Es peligroso quedarse en las cubiertas superiores. ¡Bajemos!

—¿Peligroso por qué? —indagué extrañado.

—Al final de esta cubierta, a popa, se accede al reactor nuclear. Me temo que la radiación es elevada en aquella zona. Es mejor pasar de largo o las radiaciones harán que mees sangre.

Aquello sí que me asustó y aceleré el paso. Tanto que me puse en paralelo a Mathieu, al que cogí de un brazo. De repente, este, aprovechando mi desconcierto y que le estaba agarrando, hizo un movimiento muy brusco hacia un lado. Al no soltarlo me caí hacia adelante. El fusil no llegó a salir despedido pero el impacto de este contra el suelo hizo añicos la linterna.

Me quedé a oscuras con un loco caníbal por los alrededores.

Ahora sí que lo tenía bien crudo. Estaba completamente desorientado. No veía una mierda y había perdido el fusil. Me agaché, tanteando con las manos, pero no logré dar con el arma. Mathieu lo debía haber apartado de una patada. Este tampoco podía cogerlo porque llevaba las manos a la espalda, atadas con mi cinturón. Desenfundé la Glock y me arrimé a la pared. Pensé en el camino que había tomado para subir. Debía encontrar la escalera por la que accedí a la zona superior. Después, tendría que ir descendiendo una cubierta más y luego sólo me quedaría seguir por la pared derecha del largo pasillo y pasar por el camarote donde estaba el cuerpo de Pierre. Lo demás sería pan comido. Con la pistola bien agarrada empecé a avanzar. De vez en cuando me detenía a escuchar. Una de las veces oí a Mathieu reírse a lo lejos. Otra vez le escuché tan cerca que llegué a disparar. El fogonazo del disparo me permitió ver, durante una fracción de segundo, que iba en la dirección contraria a la escalera.

Sonó un disparo a lo lejos, al otro lado del pasillo. Mathieu había encontrado mi fusil y de alguna manera se había liberado de sus ataduras. El disparo había sonado en el pasillo paralelo. Al instante sonó otro, algo más cerca. Estaba disparando para guiarse por los fogonazos. Calculé el número de balas que le debían quedar. Yo había disparado dos veces y él otras dos. El cargador era de treinta balas así que le quedaban veintiséis. No tenía más cargadores porque el resto los llevaba yo. Para mi pistola llevaba cuatro cargadores, además del de la propia pistola. En cada uno había diecisiete balas. Si las economizaba podía disparar y aprovechar la luz de los fogonazos para avanzar. Aunque eso delataría mi posición.

Mathieu disparó tres veces seguidas. En ese momento tenía que disparar porque dudaba si la escalera que había encontrado era la correcta. Me di la vuelta y disparé. No me dio tiempo a ver nada, así que lo repetí de nuevo tres veces seguidas.

Era la escalera correcta.

El francés me había oído y le escuchaba avanzar a buen paso por el pasillo. Decidí bajar la escalera a toda prisa, aunque eso también me delatara. Esperaba que Mathieu no supiera cómo poner el fusil en tiro de ráfaga porque si hacía un disparo de esa forma, en lateral, podía barrer un buen espacio y darme con algún tiro. Luego pensé que Mathieu era un marino militar y que debía estar habituado al manejo de armas, aunque no fuese el fusil reglamentario de su marina.

Bajé a la cubierta por la que había venido y me agaché justo al lado de la escalera, esperando a que Mathieu descendiese para así poder dispararle. Intenté no hacer ruido, incluso exhalaba la respiración hacia abajo, por si pasaba tan cerca de mí que no lo notase.

Oí un ligero roce con la barandilla, a escasos tres metros. Estaba bajando hasta que se quedó inmóvil en algún lugar. ¿O estaba andando de forma tan sigilosa que no lo detectaba? Me angustié. Mathieu jugaba con ventaja porque conocía el barco y sabía lo que era estar a oscuras de aquella manera. Lo mismo estaba a sólo unos centímetros y no me daría cuenta hasta que ya fuese tarde.

Saqué uno de los cargadores de reserva de la pistola. Lo agarré y lo tiré hacia la derecha con la esperanza de que Mathieu creyera que era yo y disparase descubriendo su posición.

Este disparó varias ráfagas, pero estaba bastante lejos de allí, a unos veinte metros. Se estaba acercando a la salida. Si lo hacía podría ver al Dulce y disparar a Matías. Me horroricé al contemplar esa posibilidad que, además, me dejaría en aquel horror flotante.

Salí corriendo presa del pánico.

Con las prisas me tropecé con algún tipo de obstáculo y aterricé de mala manera en el suelo. Noté como el hombro izquierdo recibía una buena contusión y me raspaba la mejilla del mismo lado, con un escozor y dolor insoportables.

Pero tenía que seguir. Mathieu volvió a disparar al escuchar mi golpe. Estaba muy cerca, pero no lo suficiente como para ver mi cuerpo con el resplandor del fogonazo del disparo. Al cabo de unos instantes sepulcral silencio, Mathieu abrió la portezuela de acero que daba paso a la pasarela desde donde había accedido al buque y la luz tenue inundó parte del pasillo. El francés hizo ademán de apuntarme y disparar pero se lo impedí haciendo yo lo propio. Mi hombro me dolía horrores.

Le obligué a cerrar de nuevo la puerta. Saqué otro cargador y recargué. Me situé detrás de la puerta y tiré de ella. Esperaba algún tipo de resistencia pero no la había cerrado. Me di cuenta que únicamente podía hacerse desde dentro. Era evidente que en un buque de guerra no interesaba poner cerraduras afuera.

Mathieu no estaba y el Dulce tampoco. No había pasado tanto tiempo como para haberlo secuestrado y desaparecer. Con la pistola en ristre inspeccioné el lugar, pero no había más salida que el mar.

"¿Te has tirado Mathieu? ¿Tanto tiempo pasando penalidades para acabar así?", pensaba mientras miraba a todas partes.

Escuché el inconfundible motor del Dulce, que asomaba ya la proa por la propia proa del portaaviones. Incluso podía ver a Matías a través del parabrisas del puesto de mando del palangrero. Este dejó el mismo muy sobresaltado mientras que salía al pasamano de babor. Su cara estaba compungida.

Trataba de avisarme de algo.

En vez de darme la vuelta me tiré al suelo hacia delante. Mathieu, que debía haberse estado aguantando la respiración bajo el agua, había subido de una manera prodigiosa por el cabo que estaba suspendido en la barandilla, y había estado a punto de darme un culatazo con el fusil. Yo había caído en el mismo lado de la anterior caída produciéndome un dolor tan agudo que me impidió el poder levantarme. Mathieu, con la mirada desquiciada, levantó el fusil agarrando con las dos manos el cañón, dispuesto a golpearme sin compasión.

Sólo el acertado disparo de Matías logró herir al marino francés en el pecho. Este cayó al suelo de manera tan violenta hacia atrás que se abrió la cabeza, muriendo en el acto.

***

Estaba hecho una mierda. El fuerte dolor en el hombro, los escandalosos rasguños en la cara, el mareo atroz, el desánimo... Todo aquello me impedía levantarme del catre.

Matías, siempre muy diligente, me ayudaba en lo que podía. Se habían acabado las pastillas contra el mareo y en mi estado no podía levantarme para intentar sobrellevarlo con los trucos que me había enseñado el viejo. Empecé a vomitar todas las comidas que me daba y eso preocupó a Matías. Todo el día anterior lo pasé sin apenas poder dormir por los dolores y con la cabeza dando vueltas. Creí que me moría porque no se podía estar más a disgusto.

—Voy a virar hacia la costa francesa —afirmó Matías—. Para tomar tierra y quedarnos un tiempo hasta que puedas recuperarte un poco. En este estado te vas a deshidratar como sigas echando todo lo que te doy. Además, necesitamos encontrar algún analgésico para que te alivie los dolores del hombro. Espero que no se te haya roto nada ahí dentro.

—Vale, vale... —convine sin ganas de hablar. Por mí como si íbamos a una isla de dos metros cuadrados. Solo quería salir de aquel maldito barco para aliviar mi mareo que me resultaba casi peor que el dolor del hombro.

Por la tarde, Matías me avisó de que en una hora llegábamos a La Rochelle, un puerto francés protegido de los vientos y temporales por las cercanas islas de îles de Ré, d’Oléron, d’Aix y Madame. La ciudad se encontraba en la bahía que llevaba su nombre. Eso me animó un poco e incluso hice un amago de sonrisa antes de volver a caer en la almohada.

Cuando me desperté noté que el mareo había desaparecido por completo. El Dulce apenas se movía. Me levanté con un hambre atroz y subí a la cubierta. Ante mí apareció el puerto de La Rochelle, al menos lo que parecía ser una dársena muy metida en la ciudad. La entrada a esta la franqueaban dos antiguas torres medievales que daban un aspecto muy hermoso.

—Son bonitas, ¿verdad? —dijo Matías al ver cómo admiraba aquellas construcciones que resaltaban entre los edificios modernos—. Son la torre de la Chaîne, la torre de Saint-Nicolas y la torre de la Lanterne. Estuve en este puerto hace años y siempre me asombré de esas torres medievales. Los franceses son muy suyos pero hay que reconocerles que tienen, o tenían mejor dicho, unos edificios muy bonitos. ¿Cómo lo llevas, Miguel? Has recuperado el color.

—Tengo un hambre tremenda. Si haces el favor me gustaría comer algo.

Matías se fue a preparar un almuerzo consistente. Cuando volvió di cuenta de todo tan rápido que este me regañó, diciendo que con el estómago vacío no se podía comer de esa manera. Tras la comilona me senté en la proa, mirando hacia el puerto. Tenía mucho dolor pero sin la sensación de mareo podía sobrellevarlo algo mejor.

—Te encuentras todavía hecho polvo, a que si —advirtió Matías, dándome una taza de café.

—Si, ya no sólo por lo del mareo, el hombro o los rasguños de la cara. Lo del portaaviones francés, lo que pasó allí, me ha consternado. Es que no paro de conocer cosas horribles de la gente, durante la pandemia o después de ella. ¿De verdad el ser humano es así? ¿Nuestra condición natural es ser un depredador incluso de nosotros mismos?

—No le des muchas vueltas a esas cosas. El hombre, ante todo, quiere vivir y si tiene que hacer cosas aberrantes para ello, lo hará. Consuélate de que no todos han sido así. Nosotros dos somos la prueba de ello.

Di un sorbo al café. No podía no pensar en esas cosas como sugería Matías. Aquel nuevo mundo me superaba muchas veces y no sabía cómo capear los temporales que me iban viniendo. Tenía la sensación de que yo no era el que controlaba mi vida, de que me iba dejando llevar por impulsos. Traté de olvidar un poco todo aquello y hablé con Matías de otras cosas.

—Matías, el otro día me fijé en que tenías una maquinilla de cortar el pelo. ¿Te importaría prestármela? Quiero dejarme el pelo muy corto.

—¿Y eso? Tienes una buena pelambrera.

—Por eso mismo. Demasiado pelo. No me lo he cortado desde que empezó la pandemia y la verdad es que como no estoy acostumbrado me molesta mucho.

—Tú mismo. Si lo quieres muy corto te rapo en un momento.

Cuando terminó noté un agradable frescor. Matías me había cortado el pelo al uno. Al verme con esa guisa en el espejo: las ojeras, la barba de tres días y la mejilla izquierda con restos de magulladuras parecía un matón de barrios bajos.

—Vaya aspecto más demacrado que tienes —dijo Matías—. Menos mal que tu mujer no te ve esa cara. Voy a acercarme al hospital de la ciudad, que está muy cerca de aquí, a ver si encuentro algo para calmar tus dolores.

—Si está cerca te acompaño. Quiero estirar las piernas y salir de aquí.

—No deberías moverte mucho.

—Puedo andar perfectamente y necesito salir, de verdad. Estar aquí me está machacando la moral.

Matías se llevó el fusil de asalto y una pequeña mochila. Yo sólo llevaba la pistola. Matías me hizo un cabestrillo con una venda, para no zarandear demasiado el hombro izquierdo.

El hospital no estaba ni a medio kilómetro. Fue un paseo relajante en el cual pude disfrutar de poder andar sobre suelo duro, estable e interminable.

Al otro lado de un canal estaba el centro hospitalario de La Rochelle. Las pocas calles que habíamos visto estaban desiertas de vehículos y cuerpos. El puerto, eso sí, estaba abarrotado de pequeñas embarcaciones de recreo, la mayoría apiñadas en desorden producto de la marea y el abandono.

El centro era un conjunto de varios edificios con distintas especialidades. El más grande era un moderno edificio de ocho o diez plantas, llamado Saint-Louis que tenía pinta de ser el más convencional. Cerca había otro edificio de cinco plantas que debía ser satélite del principal. El otro edificio grande, llamado Marius Lacroix, era más clásico y por los carteles tenía visos de ser un psiquiátrico. Un enorme cartel informativo en el hall del Saint-Louis nos confirmó que era el hospital normal.

No presentaba excesivos signos de haber sido saqueado. Seguramente, el ejército o la policía francesa lo custodiaron hasta el último momento. Desde luego no había ningún olor desagradable que nos hiciera pensar que aquella era una ZCC.

Nos quedamos un rato estudiando el plano informativo. Las consultas estaban en la primera planta, en el ala este, así que nos dirigimos allí. Había bastante luz natural que no hizo necesario que Matías encendiese su linterna acoplada del fusil. Fuimos entrando y saliendo de unas cuantas salas y consultas. En ninguna de ellas encontramos medicamento alguno. Sólo cuando Matías entró en una especie de almacén pudo encontrar un estupendo cabestrillo de uso hospitalario que me vino de perlas, mucho mejor que la venda. Tras acoplarlo a mi hombro y brazo quedaron perfectamente inmovilizados.

—¡Esto es otra cosa! —exclamé satisfecho ante aquella comodidad—. ¡Qué descanso es poder tener el brazo así de sujeto!

—Me alegra ver que te ha servido de algo.

—Muchas gracias, Matías. Aunque si no encontramos calmantes tampoco pasa nada. Creo que mientras esto quede así de firme no me producirá tanto dolor. Al menos no como antes.

—De todos modos, a ver si encontramos algo para reponer el botiquín. Incluso pastillas para el mareo, aunque estas podemos conseguirlas fácilmente mirando a bordo de los barcos atracados en el puerto. Seguro que la mayoría de ellos las llevan y más si son de pasajeros.

—Para que nos cunda el tiempo podíamos ir cada uno por un lado —propuse mirando a mí alrededor.

—No me gusta la idea de que te quedes solo en el estado en el que estás.

—Con este cabestrillo me encuentro muy cómodo, de verdad. No creo que haya problemas aquí dentro. Esta ciudad está bastante bien. Sin cuerpos, ni excesivos destrozos. Creo que obligaron a evacuar y por eso se quedó así. Estate sin cuidado, que sé valerme bien aunque esté manco.

Matías aceptó a regañadientes y se fue hacia la parte norte de la planta mientras yo me dirigí al sur.

Nunca me habían gustado los hospitales. Sobre todo por ese olor característico que tenían. Me daba repelús. Aunque este hospital francés no olía como aquellos que recordaba, ya que por otra parte estaba vacío y abandonado, seguía teniendo un aspecto tétrico, desolador. El sonido de mis pasos resonaba demasiado y me incomodaba. Seguía con el susto en el cuerpo por los últimos acontecimientos a bordo del portaaviones. Me daba cuenta de que tardaría en exorcizar los demonios que crearon en mi mente aquellos oscuros pasillos del Charles de Gaulle.

Me quedé parado en mitad de un enorme pasillo y me entró un pánico terrible. El final del pasillo era tan oscuro que no se veía nada. No podía seguir avanzando ni retroceder. Estaba paralizado por el miedo. Era una situación completamente absurda. No había ningún peligro y nada hacía presagiar que fuera a haberlo. Pero allí estaba, quieto y sudando, como si se encontrase un oso delante de mí. Estaba tan aterrado que en seguida noté el cálido contacto de mi orina corriendo por el interior de mis pantalones.

"¿Qué me está pasando?", me pregunté mientras mis ojos se llenaban de lágrimas. Estaba a punto de romper a llorar cuando oí como Matías me llamaba desde el otro lado. Le grité que viniera cuanto antes. El viejo llegó con el fusil de asalto preparado, mirando a mí alrededor buscando cualquier amenaza.

—¡Qué pasa! ¿Qué has visto? —indagó situándose a mi lado.

—Nada. ¡No hay nada! Sólo que no puedo moverme. ¡Estoy paralizado por el miedo, Matías!

Este observó que me había orinado en los pantalones y que sudaba de manera más que evidente.

—Me temo que has sufrido un ataque de ansiedad o de pánico.

—¿Y eso por qué?

—No sabría decirte. Creo que la falta de sueño desde que saliste del portaaviones, tus dolores y el mareo te han dejado exhausto. Tu mente ha desconectado un poco y tus miedos han aflorado. No te preocupes, el sueño te ayudará. He encontrado algo muy importante: dos cajitas de morfina. Para casos graves, claro. También aspirinas, que son el analgésico de toda la vida, y oxicodona, un analgésico muy fuerte, pero menos que la morfina. Cuando estemos en el barco te administraré un poco de esta para que puedas descansar y reponerte de lo que ha pasado en los últimos días. Había codeína, pero creo que en mal estado. Ante la duda hay que tener cuidado con estas cosas. Toda la vida he visto esta clase de medicamentos con los que los médicos atendían con frecuencia a mis hombres. Administrándolos con cuidado no hay riesgo.

Matías me agarró del brazo derecho. Con suavidad me acompañó hasta la salida del hospital. Me sentía mal en todos los niveles. Estaba hundido y notaba que el desencanto estaba empezando a hacer mella en mí. Cuando volvíamos al Dulce no pude aguantar más y me agaché llorando sin poder parar. Matías dejó que me desahogara. Luego me ayudó de nuevo a incorporarme. Volvimos a bordo y allí comimos alguna cosa. Tras meterme en el catre, el viejo me dio un comprimido de veinte miligramos de oxicodona. Me dijo que debía andar con mucho cuidado con esos analgésicos porque como todos los opiodes eran muy adictivos. Aunque en ese momento necesitaba descansar todo lo posible.

—Mañana verás las cosas mucho mejor —me animó Matías mientras se incorporaba para salir del camarote—. Descansado y sin dolor empezarás a recuperarte. Ya verás, Miguel.

—Sólo hay una cosa que puede ayudarme a salir de este pozo —dije empezando a notar como el sueño me iba controlando.

—¿Y qué cosa es esa, Miguel?

—Sara —respondí en un susurro antes de quedarme dormido.