Dejé el coche cerca de los raíles de la vieja estación, más allá de San Ángel, donde de vez en cuando, misteriosamente pasaban trenes cargados de chatarra rumbo al infierno. Mi abuelo había sido maquinista y siempre tuve la idea de que ese ambiente me daba buena suerte. No había manera de ocultar el Datsun, así que lo puse a campo abierto, la tapa del motor descubierta para que lo pensaran averiado y a mí un conductor ingenuo en problemas.

Me escabullí detrás de unos eucaliptos tan viejos como grandes y olorosos. Del lado izquierdo, a cien metros, aprecié una franja de casuchas de cartón. No podía considerar esa alternativa para huir en caso de peligro. Seguro que no saldría limpio de ese laberinto miserable. Mire hacia la derecha. El camino angosto por donde llegué lucía desierto. Comencé a reprocharme estar ahí. Aún faltaban veinte minutos para la cita. La voz, al teléfono, me había dicho: es tu oportunidad de ganar algo en esto. Me pareció una voz conocida, pero no logré identificarla. Estaba mareado por el Daniel’s e impactado por la confesión de mi padre acerca de mi madre. No sabía si creerle. Hasta esa noche mi madre siempre tuvo un nombre, Elena. La historia de Emma, dicha en palabras del viejo sin memoria, me convertía en lo que comúnmente solemos decir a otros más por insulto que por literalidad, en un hijo de puta.

Eché un chorro de orina contra la corteza de un árbol. Una luz iluminó el orín sacándole destellos dorados. Los fanales de un coche rasgaron la noche, pero enseguida el paisaje volvió a hundirse en sombras. Aquel coche Ford se detuvo frente al mío, separado por unos veinte metros de terreno. Me escondí detrás del árbol. No podía darme el lujo de otra metida de pata. La carátula de mi reloj ya no estaba tan opaca, pero las manecillas se me confundían en la oscuridad. Asomé la cara, los fanales del Ford pestañearon dos veces. Volví a esconderme, me asomé de nuevo, otra doble pestañeada y otra vez oculté la cara.

Un par de ruidos secos me hicieron ponerme de pie. Descubrí una silueta que levantaba un objeto en alto y lo descargaba contra el techo del Datsun. Saqué la 45 y me aproximé, mirando en intervalos el Datsun y el Ford, cuyos fanales estaban otra vez muertos. Estuve lo bastante cerca para reconocer al fulano que golpeaba mi coche con un martillo.

—Deja eso —le advertí, apuntándole.

El tipo bajó el martillo sin soltarlo y sonrió.

Alguien se me arrojó por la espalda y me hizo rodar, intenté alcanzar la 45 que se me fue de las manos, pero el otro tipo apareció pegándome con el martillo en los dedos.

No hubo más pelea. Me empujaron adentro del Datsun.

—¿Qué haces aquí, putita?

—De paseo.

Un martillazo en los huevos fue mi castigo. No hay manera de llorar en un momento como ése. La voz no sale, el aire se revuelve como veneno en los pulmones, dan ganas de vomitar hasta el alma.

—¿Dónde la tienes?

—¿A quién?

Otro carajazo igual de doloroso, esta vez con la cacha en la cabeza.

—¡A la hija del dulcero, cabrón!

—¿A quién?

No tenía otro recurso que alargar el tiempo mientras pensaba algo mejor.

—Dices otra pendejada y bailas Berta. ¿Oyes? Vales verga, cabrón.

—Tranquilos —parpadeé al sentir que se me venía otro cachazo a la cabeza—, sólo estoy tratando de no salirme de la jugada, de ganar mi dinero honradamente.

—¿Qué? —le preguntó un tipo al otro—. ¿Ahora sí le damos ley garrote?

La sonrisa del interpelado brilló diabólicamente en la oscuridad.

El del martillo se lanzó a bajarme los pantalones mientras el de la pistola me apuntaba a la cabeza. Moví las piernas, sacudí los pies, no fue suficiente, el palo del martillo golpeaba duro mis nalgas. Mejor muerto de un balazo que de ese modo, intenté coger la pistola, pero descuidé la retaguardia y sentí una cuarta del palo adentro, de remate conseguí un culatazo en la nariz, que me hizo sacudirme como muñeco descabezado.

—Ahora sí, putita, muévete como anoche…

«Señor, voy a ti —pensé—, voy como me dejen estos hijos de la chingada».

El parabrisas estalló en pedazos. Los fulanos se cubrieron las caras, un tipo alto nos encañonó con un rifle recortado desde afuera del coche.

—Salgan —ordenó.

Era Marcial Oviedo.

Los fulanos obedecieron, yo me quedé a subirme los pantalones, después salí cayendo a tierra, me levanté como pude, tratando de parecer entero.

—¿Sigues siendo señorita, Gil?

Al oírlo me di cuenta de que él era quién me había hablado por teléfono citándome en ese lugar.

—Quiero que hagamos un trato, después podrán seguir jugando al sándwich…

—¿Qué trato, pinche ojete? —le dijo el tipo del martillo sin ningún temor.

Un plomazo reverberó en el paisaje y luego regresó a mis oídos en forma de aullido de metal, el tipo del martillo se dobló de rodillas, mirando con incredulidad a Marcial, éste le había disparado en el estómago.

El otro fulano, literalmente, se tiró un pedo de miedo.

—Trabajaremos en equipo. ¿La van pescando?

—Perfectamente —dije.

—¿Y tú?

—¡Yo también! —chilló el pedorro.

El herido no acababa de caer al suelo, parecía querer cagarse, pujaba y jadeaba.

—Necesita ir al hospital —dijo su compañero.

—Preocúpate por ti. —Marcial le reventó la rodilla derecha de un escopetazo.

El pedorro quedó un par de segundos en mudez absoluta, luego lanzó un alarido que hizo aullar perros en las casuchas lejanas. Marcial le apuntó a la otra rodilla. No sé de dónde aquél tuvo coraje para morderse una mano y con la otra hacer señas para no recibir otro disparo.

—¿Alguna queja? —me preguntó Marcial.

—Déjate de mamadas —dije con frialdad absoluta, pero falsa en el fondo—. Si quieres dispararme, pudiste hacerlo en mi apartamento.

—Chamaco inteligente.

—¿Hablamos o nos halagamos?

—Ésta es la historia, Mariano del Moral ya despidió a tres ineptos, a ti y a estos dos. Ahora el terreno es mío, pero estoy enredado. Hice averiguaciones que no me llevan a ninguna parte. Sinceramente, soy policía de academia y los policías de academia nos entendemos bien con las computadoras, no con la calle, así que valoramos el esfuerzo de nuestros antecesores. Mi respeto para ti, Gil Baleares.

Cuando terminó de echar esa perorata, el del tiro en el estómago se desplomó en la hierba y comenzó a dar largos y suaves estertores.

—Díganme todo lo que hayan avanzado en la investigación, si la información es buena les daré una comisión.

—¿De cuánto sería esa comisión, Marcial?

—Llámame Oviedo, me gusta que me llamen por mi apellido.

—A mí dame una buena comisión y te llamaré Dios.

—El cinco por ciento.

Sonreí de lado.

—El ocho.

Volví a sonreír.

Oviedo me apuntó con el rifle a los huevos, entonces le dije que el ocho me parecía formidable. Le solté prenda, pero me guardé el detalle de las meseras de Vips y del rengo. Le dije que hasta el momento todo apuntaba a los Mendizábal.

—¿Cómo lo sabes?

—No te revelaré mi contacto, y si eso me cuesta la vida, adelante, yo no traiciono a mis amigos, pero nada de mariconadas, reviéntame el pecho como a los hombres.

Mi discurso le pareció convincente, e incluso me miró con respeto, yo mismo estaba bastante orgulloso de mi cacareo.

—¿Y tú, cagón? ¿Qué tienes para mí?

—Me duele la rodilla.

—Ya no. —Marcial le metió otro disparo. Un trozo de cráneo se zafó de su lugar, pero no se desprendió del todo, quedó colgando asquerosamente mientras el fulano caía sin vida.

El de la barriga herida giró la cara y miró a su compañero junto a él, comenzó a intercalar sus estertores con lloriqueos infantiles, era sólo un muchacho y hasta ese momento no me di cuenta.

—Todavía puede que salgas de ésta —le advirtió Marcial—. Ya una vez le disparé a un tipo en el estómago, hoy en día usa pañales porque se caga sin darse cuenta, pero al menos está vivo.

El muchacho abrió la boca y con grandes dificultades confesó que estaban con los Mendizábal, pero que ellos no tenían a Alicia y que, en todo caso, yo ocultaba algo.

Marcial me lanzó una mirada dubitativa. Consideré la posibilidad real de que también me disparara, el cabrón estaba loco de atar.

—En virtud de los hechos —dijo con voz pausada—, no creo necesario tener tres socios…

El muchacho y yo nos miramos. Le vi la muerte en los ojos, pero no se lo dije.

—Tu pistola quedó en el coche, te toca gastar plomo —me dijo Marcial y luego me preguntó si tenía buena memoria.

Dije que sí, entonces recitó su número telefónico.

—Apréndetelo y llámame cuando tengas algo, ¿okay?

Se metió en el Ford y se largó de ahí. Saqué la pistola del Datsun.

El par de cabrones habían intentado violarme con un martillo, de hecho me habían introducido la puntita, si dejaba vivo al quejumbroso lo andaría contando por ahí. Además, tendría que llevarlo a un hospital donde me harían preguntas. Los Mendizábal podrían cobrarme la factura, demasiadas cosas en contra de la vida.

—¡Por favor, por diosito santo! —chilló el muchacho—, ¡ayúdame!

Había mencionado a Dios y me costaba despacharlo. Cavilé meterlo al coche y llevarlo por el camino largo hasta que se desangrara por sí solo. Enseguida deseché la opción, pues ensuciaría los tapices del coche y era mucho riesgo de ser detenidos por la policía en el trayecto.

No quedaba más remedio…

—¡No te vayas, cabrón! —gritó cuando me vio meterme al coche y ponerlo en marcha—. ¡No me dejes así! ¡Prefiero morir rápido!

—Eso quería oír —le dije, sacando la 45 por la ventanilla.

Se llevó las manos a la cara, diciendo que quería vivir. Demasiado tarde, el tiro le destrozó la frente y cayó de espaldas.

Bebí de un tirón la Coca-Cola fría. Intenté contener el eructo, pero lo conseguí a medias. Ana esperaba una explicación, tenía los brazos cruzados sobre su camisón de seda.

—Te lo dije, Ferni no era sincero.

—Dijiste que tenías algo importante que decirme, por eso te dejé pasar.

—Me indignó lo de la gonorrea, por eso le partí la nariz, y no me arrepiento.

—Está bien —bajó la guardia—, ya lo dijiste, ahora vete.

—¿Tienes calmantes?

—Nada que te sirva para las madrizas que te dan por ahí.

—Lo que sea está bien…

Me tomé cuatro paracetamoles, intenté levantarme y me desmayé en el sillón. Al abrir los ojos, una sorpresa: Ana me arrastraba de un pie hacia la puerta.

—Primero te mueres afuera antes que yo cuidarte toda la noche sin saber si vas a amanecer vivo.

Como pude, me aferré a la pata de un sillón hasta que Ana me soltó.

—¿Dónde está la hija? —pregunté con la decidida intención de escaquearme de los reclamos acerca del pasado.

—Escucha, Gil, lo de Ferni no es tu culpa —dijo con tono de que sí lo era—. Siempre que confío en un hombre pasa lo mismo, pero ya no quiero que vengas sin avisar.

—Yo no tuve gonorrea cuando estábamos casados —me escaqueé de nuevo.

—¿Y antes sí?

—Nomás ladillas —intenté bromear.

—Gil —dijo mi nombre suspirando y se quitó el mechón de cabellos de la cara—, esto no tiene sentido, me da tristeza verte así, pero es tu vida. Tenías el mismo trabajo peligroso cuando estabas en la policía, la ventaja es que ahí te daban seguro social. Renunciaste dizque por ideales, ética y esas cosas. Ahora vives a salto de mata, tienes trabajo cuando alguien te busca después de haberlo intentado todo, igual que los desahuciados que buscan curanderos y brujos. Muy bien, es tu vida. Vete ya y olvídate de mí, Ferni, tú, los otros, al carajo todos, me declaro monja desde este momento.

—Gracias por los paracetamoles. —Cogí mi chaqueta—. Y dile a la hija que la llevaré de paseo cuando tenga mi Tsuru nuevo.

Salí de su apartamento y giré para disculparme por haberme presentado en esas condiciones, pero antes que abriera la boca, Ana espetó:

—La hija no es tuya. —Y me dio con la puerta en las narices.

Juanelo parecía un tío dichoso hasta que dobló la esquina de la calle Morelos y se encontró conmigo encabronado.

—¡Señor Gil!

Antes de que terminara de sonreírme, sus dientes me astillaron los nudillos. Prudencia, a quien el tipo acababa de dejar afuera de la iglesia, vino presurosa. Miró tres segundos a su novio tirar gotas de sangre por el suelo, después se me fue con las uñas a la cara. La sujeté de las manos, le di la vuelta y la lancé adentro de mi coche y cerré la puerta. No contaba con que podía salirse por el parabrisas roto.

Sin embargo, tuve tiempo de coger a Juanelo por el pescuezo y apretárselo.

—Te lo advierto por última vez, vago de mierda, o la dejas en paz o date por muerto, y va en serio. —Estrellé su cara contra una ventana. Alguien abrió, pero al ver la bronca, volvió a cerrarla de inmediato. Prudencia ya estaba de vuelta, otra vez trató de atacarme con las uñas. De un empujoncito la tiré en el suelo, no quería lastimarla, así que mejor subí al coche.

Mientras me alejaba, escuché todos los insultos que se le pueden ocurrir a una muchacha evangelista cuando está enfadada. El que más me pudo fue el de canalla, mal hombre, y lo digo en serio, me bastaba un soplo de viento para saltarme el llanto y ponerme sentimental.

En fin, era lo que era, un cabrón sin escrúpulos, hijo de puta rumbera y padre pendenciero.

Lo confirmé al llegar a casa…

—¡No prendas la luz, Gil! —chilló el viejo.

Aguardé junto a la puerta a que una figura ayudara a la otra a ponerse bragas y vestido. Lo hacían torpe y rápidamente, echando risillas. La figura dio un rápido beso a mi padre y pasó junto a mí con la cabeza baja.

Cuando salió del apartamento, encendí la luz.

—¿Qué fue eso? —le pregunté al viejo que seguía en calzones.

—Tengo derecho a una mujer.

Le di una fuerte zarandeada por los hombros, el asunto en los raíles, lo que me dijo Ana de la hija y lo de Juanelo Patraña, al fin me habían roto el freno.

—¡Mi hijo me está matando! —gritó el viejo—. ¡Vecinos! ¡Mi hijo me mata!

Le tapé la boca, me mordió la mano, la escondí entre mis piernas para mitigar el dolor, el viejo aprovechó mi postura en desventaja para darme con un objeto duro en la nuca y salir pirado. Me tambaleé, el cenicero de vidrio, embarrado de sangre estaba en el suelo. Me toqué la nunca en plan de que esa sangre no podía ser la mía. Sí que lo era.

—¡Abre! —aullé—. ¡Nos vamos a matar a chingadazos! No respondió.

—¡Antes de que la palmes me vas a aclarar quién fue mi madre, hijo de puta!

Pateé a la puerta, el viejo siguió callado. Me senté a esperar, tendría que salir, siempre orinaba varias veces por la noche, y le gustaba ir a sentarse en el sofá con la ventana abierta y recibir el aire fresco de la noche en sus huevos viejos.

—Tú no sabes lo que es llegar a mis años —dijo al fin una vocecita derrotada del otro lado de la puerta.

Si quería conmoverme, tendría que contarme una historia convincente. Después de todo yo acababa de despachar a un muchacho que nunca tendría la oportunidad de quejarse de los años.

—Éste no es mi cuerpo, Gil. El mío es el que tenía a los veinticinco años. A lo mucho es el de los cincuenta, pero éste no. ¡Éste ya no! —chilló sinceramente.

—Si quieres una mujer —le dije con una voz tranquila—, págate una golfa de una noche, ésta nos está saliendo cara. ¿Quién es? ¿La enfermera esa que se tira al médico del coche lujoso?

—Lidia es una mujer decente.

—¿Y mi madre no lo era? —reclamó mi niño interior.

—¿Qué madre?

—Emma.

—¿¡Qué Emma!?

—¡Coño, me dijiste que se llamaba Emma!

—¿Yo? ¿Cuándo?

—¡Dijiste que trabajaba de puta en La Vieja Andorra!

—No digas barbaridades. Tu madre se llamaba Carmen, y era empleada de la papelera Kimberly-Clark, eso es todo.

—No te creo; mientras tanto, olvídate de Lidia.

—¿Qué Lidia?

—¡Deja de cogerte de la puta enfermedad! Sabes de lo que hablo, la vi ponerse las bragas.

—Lo que no viste fue cómo hice el ridículo —objetó con una voz en la que ya no cabía la tristeza—, no sólo a mi cabeza de arriba se le están olvidando sus funciones, muchacho…

Casi hubiera preferido no oír eso, y no porque me importara o creyera que la impotencia de un anciano lo hacía menos hombre, sino por lo que significaba para él, Perro Baleares, ese tipo que venía a mi cabeza, ancho de espaldas, sonrisa brutal, mirando con lascivia a toda mujer que pasaba por la calle, siempre al acecho y a la violencia porque sí.

Abrió la puerta despacito, detrás de él, entraba la luz de la farola de la calle y esa luz marcaba el contorno de su cuerpo, un contorno enjuto a fuerza de tiempo. Se pasó una mano por el pelo y se dejó un mechón parado.

Lo invité a tomar café.

Preferimos ir a los caldos de birria donde paraban los borrachos desvelados, en la colonia Escandón. Instalados en una de las mesas, volví a hablarle del asunto, pero sin alzar la voz.

—Esa mujer nos está blanqueando los bolsillos.

—Cuando se quiere, el dinero es lo de menos.

—El dinero es tu pensión y el que gano con mis asuntos.

—Ya te dije que la quiero, Gil. ¿Es ridículo que un viejo se enamore? Voy a morir, a olvidarme de todo, cuando eso pase qué me va a importar el dinero, en cambio la dicha se me va a quedar metida en este cuero viejo…

Me costó trabajo objetar. El viejo comenzó a sorber el caldo haciendo ruidos fuertes. Le puse unas servilletas de babero, se las quitó enseguida y comprendí que me había extralimitado.

Un hombre y una mujer entraron a la fonda. Lo reconocí y bajé la mirada. Era Fernando, el menor de los Mendizábal, un tipo como de treinta y cinco años, de ojos adormilados y pelo castaño claro. Usaba camiseta color amarillo pollito que decía UCLA. Nadie diría que ese tipo de aspecto gentil se metía carretadas de dinero secuestrando gente. ¿Qué seguía? ¿Levantarme y decir, perdone, tiene secuestrada a Alicia del Moral? Lo pregunto para ya no hacerle más al pendejo, no por molestarlo.

Agudicé el oído. Fernando pidió amablemente dos caldos y un par de refrescos a la mesera.

—¿Me estás oyendo, Gil?

—¿Qué cosa, padre?

—Que estoy enamorado, nunca sentí más vivo este sentimiento, digo, nada más con tu madre…

Su aclaración sonó más falsa que un billete hecho en una imprenta de tarjetas de presentación.

—Pues sé feliz, pero no con mi dinero, ya cambié mi número confidencial.

Al viejo le brillaron los ojos, no de cólera, quería llorar, llorar por depender de mí como un niño. Cambié de tema.

—¿Por qué no comes?

—Olvidé los dientes —balbuceó.

Su boca chupada hacia adentro como un ano me causó tristeza, pero no podía mostrar compasión; aun sin dientes, el Perro podría arrancarme media mano de una mordida.

Fernando Mendizábal y su acompañante se acercaron a nuestra mesa, sentí los huevos desaparecer de su lugar.

—Perro. —Mendizábal le tendió la mano a mi padre—. Soy Fernando, usted no se acuerda de mí, pero yo sí de usted…

Mi padre revisó con desdén la cara de Fernando, apreté el culo en el asiento.

—Soy el hijo de Facundo Mendizábal, al que ayudó a sacar del campo militar, en el año 71.

—Ah, sí, sí, ya, el flaco dientón. Cómo no. Se hizo famosillo vendiendo pura pinche cola de conejo, pura hierba de mala calidad, ja, ja, ja…

Pensé que el viejo la había cagado, pero Fernando sonrió amistoso, la mujer le miró burlona y ambos miraron a mi padre con la ternura que inspira un abuelo.

—Éste es Gil, mi hijo.

Fernando me tendió la mano, correspondí, sintiendo que le lamía los huevos al tenderle la mía, firme y expedita.

—¿Y cómo está tu padre? —preguntó mi viejo.

—Murió —dijo Fernando.

—¿Cuándo y de qué?

—Murió —repitió Fernando y esta vez ya no miró a mi padre con tanto respeto, nos deseó buen provecho y se fue con la mujer a la otra mesa.

—Pinche baboso —gruñó mi padre—, le pregunté de buena manera por su padre, ¿o no?

—Cállate —le advertí—. Nos están mirando.

—¿Y qué? A mí ese cabrón me chupa la manguera y a ella le chupo yo la concha, faltaba más. Le parto su madre con una sola mano al cagón si vuelve a faltarme al respeto.

—Que te calles, te digo.

—¿Le tienes miedo?

—Tú no sabes quién es ése…

—Un comemierda. A ver tus manos, hijo. Mira qué deditos tienes, se ve que no los has usado en otra cosa que rascarte el culo o sobarle los huevos a alguien.

Logré convencerlo de que nos marcháramos de ahí.

—Conoces a Fernando Mendizábal —le dije en la calle, todavía con el asombro tan fresco como la noche.

—Si es hijo del flaco dientón sí, lo conozco, es decir a su padre. Un día lo encontré con sus hijos pequeños, supongo que uno era este comecaca, coño, lo que es la memoria, la cabrona memoria, se parece a esas mujeres que te dan entrada y luego te la quitan de golpe…

—¿Sabes quiénes son los Mendizábal?

—¿Estás pendejo o qué te pasa? Ya te lo dije.

—Son gente peligrosa, ligados al secuestro.

—Ah, chinga, ¿de veras? Pero si el padre vendía motita y era medio hippie.

—Los hijos le salieron empresarios, tal vez ellos tienen secuestrada a Alicia del Moral. Ella es…

—Sí, sí, ya sé quién es… Pues si quieres, regresamos y hablamos con ese cabrón, a lo mejor podemos llegar a un arreglo y hasta sales ganando un poco más de plata.

Por supuesto, mi audacia no llegaba a tanto. Caminamos despacio hasta el coche, el viejo me tomó del brazo, ése fue el punto culminante de mi asombro, la mano del Perro tocándome amistosa, tal vez paternal.

La diáfana luz de madrugada comenzó a espantar la noche.

—Cuando la conozcas, verás que es una buena mujer…

Fui a atender el teléfono. Era José Chon. Se quejó de que Juanelo se había descarado; ya se paseaba con Prudencia frente a la taquería y al parecer todo era culpa de mis pocos huevos.

—¿Cuándo vas a arreglar las cosas, Gil? ¿O no cuento contigo?

Me molestaron sus exigencias, pero recordé todas esas veces que sacó por mí la cara frente a los tramposos, la escoria trepadora, ralea sin escrúpulos, pervertidos con placa que trataban de tenderme trampas todo el tiempo para quedarse con mi puesto y dárselo a algún familiar, en la Policía Judicial.

José Chon nunca me falló.

Le dije que arreglaría muy pronto la bronca. Me dio las gracias y colgó no sin antes desearme que Cristo estuviera de mi parte, pues el Señor quería lo mejor para sus hijos.

* * *

Mi viejo y yo estábamos frente al televisor atendidos por Lupe, que como cada vez que le tocaba cobrar su sueldo, derrochaba amabilidad como panal la miel en el verano. Lupe era una mujer de treinta años, de carnes generosas, pero aparentemente recias; su humor, fresco y visceral, la hacía parecer más bonita de lo que no era.

—¿Dónde he visto a ese cagabolas? —El viejo señaló la tele.

Fernando Mendizábal, otros fulanos y fulanas (una con cara de enfermera loca) llenaban la pantalla, frente a las cámaras que les disparaban flashes. Fernando aún tenía su jersey color amarillo, por lo que entendí que lo habían detenido a las pocas horas de que lo vimos en los caldos. El periodista fuera de imagen daba los pormenores del caso. Fernando Mendizábal, junto con su banda de secuestradores, había caído en un operativo de la PGR, dirigida por… y aquí apareció de golpe un funcionario de alto rango, detrás de él dos judas bien trajeados, uno de ellos era Marcial Oviedo. El funcionario explicaba que la banda no tenía relación con el secuestro de Alicia del Moral, pero sí con otros secuestrados, liberados en el operativo. Corte directo al lugar de los hechos, afuera de una casa en la colonia Olivar del Conde, dos hombres salían de la casa, protegidos y cubiertos de las cabezas por los policías de antisecuestros.

El funcionario alababa la actuación expedita del teniente Oviedo, decía que se había rescatado con vida al industrial X y al joven estudiante Z.

—¿Adónde vas? —preguntó mi padre—. Corres como si un pedo se te fuera a salir por las orejas.

—Tengo que ver a alguien…

—Primero desayúnese —me dijo Lupe.

—Mi padre tiene su dinero —le respondí sin cortapisas.

Fui a la habitación, cargué el arma. Lupe llegó detrás de mí.

—Quería hablar con usted de dos cositas.

—Ahora no, Lupe.

—Sólo quiero recordarle que ya cumplí otro año de trabajar aquí, la vida está muy cara…

Supe por dónde iba.

—¿Ha visto mis zapatos? —pregunté.

—Los puse en el baño, traían caca. Le decía que necesito un aumento.

—En mal momento me lo pide.

—Cincuenta pesos, súbame eso y me quedo.

—¿Y si se va es adónde? Los trabajos andan escasos.

—No se crea, el jorobadito del edificio ya me propuso que trabaje para él.

—El jorobadito es facineroso.

—Pues que se haga ilusiones pero que me pague bien, otra opción es irme a California con mi hermana y su cuñado, llevan tres años allá y siempre me andan preguntando qué hago aquí de jodida, no sé qué contestarles, pues tienen razón.

—Está bien —respondí, sabiendo que ni siquiera podría pagarle el mes atrasado hasta que mi viejo cobrara su pensión—. Cincuenta pesos. ¿Cuál es la segunda cosa?

—Una que me da vergüenza contarla.

—Entonces búsquese a otro confidente, llevo prisa.

Lupe miró hacia fuera como si no quisiera que mi padre escuchara.

—Su padre me espía cuando me baño.

—Pues no se bañe aquí —respondí, ocultando mi asombro.

Lupe enrojeció, no de vergüenza, sino de indignación.

—Ya puede pagarme más, que no vuelvo si no habla con él.

—Hecho. ¿Ahora me deja pasar?

—¿Qué le va a decir?

—Eso es cosa mía.

—A lo mejor él dice que no es cierto, pero se lo juro, a esa edad algunos se vuelven mañosos.

—Quedó entendido, adiós.

—Que le vaya bien. Y no se olvide de decirle algo, me parece repugnante que un anciano ande pelando el ojo detrás de una cerradura. Cuando me di cuenta estuve a punto de meter por ahí unas tijeras, me miró descubrirlo y se alejó rapidito el muy mustio…

Sus últimas palabras las dijo sola, yo iba rápido por el pasillo.

Me presenté en el hospital. Yayo ya no tenía aspecto atlético, era un pobre enclenque con la boca llena de costras blancas como una cebolla descamada y los ojos cargados de dolor. Apenas pudo moverse de la cama cuando me vio frente a él. El olor a hospital hacía más miserable su situación. Intentó alcanzar el timbre para llamar a la enfermera, pero le cogí por la muñeca, interrumpiéndole el líquido que pasaba por la sonda.

—Primero vas a tener que decirme unas cuantas cosas —le solté despacio, acerqué una silla y me senté a su lado—. ¿Crees que te darán tu parte ahora que estás fuera de circulación o se van a quedar todo el dinero?

—No sé si reír o llorar, hijo de la chingada. —Blandió una sonrisa—. ¡Míreme cómo estoy! Una bala me dio entre los dos pulmones, otra en la pierna y otra en un riñón; los médicos dicen que van a quedar secuelas, y usted, que tuvo la culpa, todavía viene a insinuar que secuestré a mi sobrina. ¡Qué poca madre!

—No te exaltes, puede hacerte daño. Partamos de que creo en tu inocencia.

—¡Partamos de que me importa un carajo si cree en mi inocencia!

—Partamos de que tal vez tu amiguito sí tiene algo que ver en el secuestro.

—¿Óscar? No joda.

—Lo visité en la cárcel.

Yayo frunció el ceño.

—¿Sabe algo, Gil? Usted es gay.

Esbocé una sonrisa.

—¿Gay, eh?

—Sí, sólo que no lo sabe, pero es tan gay como yo y Óscar, pero aún no sale del armario…

—Salgamos del tema psicológico y entremos en el que importa a tu sobrina. ¿Crees que Óscar es trigo limpio?

—Y yo qué sé.

—Tal vez ayudó a secuestrar a Alicia por venganza, me dijo que lo torturabas de lo lindo.

—Óscar es un pobre putillo inofensivo. Y si lo torturé alguna vez, fue porque me ponía mal su carácter pusilánime, sin mencionar sus traiciones.

—¿Qué traiciones? Según me dijo tú lo mandabas a echar tacón alto por las calles y a ligarse a fulanos que lo maltrataran para luego reírte de su vida de puta tragicomedia de arrabal…

—No voy a contarle mi vida. Váyase ya.

—Debo reconocer que aún tienes el carácter de cuando eras militar, un soldado revolucionario. Ya que estuviste ahí, ¿cómo era Carranza? Un día vi la chaqueta que traía puesta cuando lo mataron en Tlaxcaltongo, estaba llena de agujeros, me gusta la historia de la revolución mexicana. Quita esa cara, tu hermana me contó que eres tu propio abuelo reencarnado.

Yayo rompió a reír, el dolor de hacerlo le sacaba lágrimas vivas de los ojos, pero no podía contenerse, y me pareció que tampoco quería hacerlo. Necesitaba escupir no sé qué furia convertida en carcajadas. Las grietas de la boca se le reventaron en rayitas de sangre, pero así riendo hasta que dio un suspiro bien hondo.

—Mi madre me machacaba todo el puto tiempo con ese cuento, eres mi padre, Yayito, eres él, has vuelto, vas a portarte bien conmigo, vas a cumplir tu misión cuando seas grande, yo me encargo de que la cumplas…

—¿Qué misión?

Yayo clavó sus ojos llorosos en los míos.

—Una muy sencilla, que no hubiera más mujer que ella, que estuviéramos juntos por siempre. ¿Y mi vida qué, Gil? —Se señaló con su mano pálida y amarillenta el corazón—. ¿Mi vida, qué carajos?

La cabeza de Yayo se hundió entre sus hombros, se volvió hacia la pared, ya no quiso responder preguntas. Miré la televisión. Había un concurso sobre quién era el hombre más alto de la ciudad. Tres fulanos medían dos metros con treinta, pero se los llevaba de calle uno que medía dos con cincuenta y nueve. Le dieron un premio de noventa mil pesos y un viaje doble a Cancún. Le preguntaron con quién iría a viaje, el gigantón enrojeció: su timidez era tan grande como su estatura.

—Óscar no era ningún santo —dijo Yayo aún volteado hacia la pared—, tenía un fulano que le daba dinero. No lo necesitas, le dije muchas veces, tienes un empleo de poca monta, pero decente. ¿Para qué andas con ese tipo más viejo que tú?

—¿Y cuál fue su respuesta?

—Me trata como a un hijo, ésa fue. Maldito Óscar y maldito rengo abusador.

—¿Qué rengo?

—El tipo del que le estoy hablando, rengo y cincuentón.

—¿Cliente de Vips?

Yayo me miró con recelo.

—¿Cómo lo sabe?

—Mejor dime qué sabes tú de él.

—No mucho, un día lo seguí hasta el gimnasio donde levanta pesas, quería entrarle a golpes, pero consideré la posibilidad de que él me jodiera a mí. Óscar no valía tanto riesgo.

Le pedí que me diera el nombre y la dirección del gimnasio. Ya no tenía más preguntas. Puse la silla en su lugar; eso fue lo único que se me ocurrió para darle a ese muchacho la impresión de que lo respetaba.

—Hoy por la noche —dijo cuando me dirigía hacia la puerta—, Marcial Oviedo y mi cuñado van a entregar el dinero, quizá esta pesadilla se termine entonces.

Quise saber los detalles de la entrega, pero en ese momento Marcial Oviedo y Estrella del Moral entraron a la habitación. En cuanto la mujer me vio, hizo lo que me temía, se me fue de uñas como en los viejos tiempos. A Marcial le divirtió la escena, le permitió insultarme y rasguñarme unos momentos.

—No se moleste —le dijo a la mujer—, yo me encargo.

Me cogió del codo, inmovilizándome el nervio como cuando estuvo en mi casa.

De esa forma penosa y humillante, recorrimos el pasillo observados por un par de enfermos, uno en andadera y el otro verde de piel.

Adentro del ascensor, Oviedo se acomodó la corbata ayudado por el reflejo metálico de la carátula de botones.

—Me estás trayendo más problemas que beneficios, Gil Baleares. ¿Sabes lo que me costó la falsa pista que me diste anoche? Los Mendizábal, vaya mierda.

—Saliste bien en la televisión —le dije aún sintiendo electricidad en el codo.

—El Mendizábal grande escapó, así que ya tengo un enemigo gratis por tu culpa. —Acercó su mano queriéndome tocar la cara. Me aparté—. ¿Qué voy a hacer contigo, eh, mi niño?

—Llevarme a la entrega, más vale que no vayas solo. ¿Quiénes son? ¿Ya tienes pistas nuevas? ¿Cuánta pasta pidieron a final de cuentas?

Mi última pregunta quedó aplastada cuando Oviedo me apretó el cogote con el dedo índice y el anular.

—¡Óyeme bien, muerto de hambre! —Escupió salivitas en mis ojos—. ¡No te orines en mis terrenos! ¡Tu trabajo es de recogecacas! ¿Te queda claro?

Asentí, buscando aire. Me arrojó contra la puerta del elevador. Oviedo apretó botones y volvimos a subir varios pisos.

—Cambio de trato, Gil. De ahora en adelante, mil doscientos pesos diarios…

—Más una suma de veinte mil cuando tengamos el dinero.

—No seas idiota, tú me vas a dar mil doscientos pesos diarios, a ver si así te pones a trabajar. Cuando tengamos el dinero, te repones.

La puerta del elevador se abrió en el último piso.

—Y no quiero volver a verte donde no te llamo, cagón.

Cuando el fulano se largó, me rasqué una sien y descubrí que mi mano temblaba fuerte. Raras veces le cogía miedo a nadie. Comprendí que ese tipo, seguro de sí mismo, representaba una nueva generación de policías, pero no una como la que ponderaban los anuncios gubernamentales de televisión, sino una de robots amantes de los productos naturistas, buena ropa, ejercicio y deseos de matar.

Gimnasio Cañonazo era el nombre de aquel establecimiento cuyas paredes amarillentas recordaban el hojaldre de un pastel viejo de dos pisos. Desde luego, la gente que iba por ahí debían ser vecinos del rumbo de la colonia Buenos Aires, muchachos y hombres de aspecto físico saludable o al menos en ese intento, pero de caras cargadas de preocupación o enojo con la vida.

Subí los veinte o veinticinco escalones estrechos hasta llegar al primer piso. Una pequeña recepción y luego un área amplia con aparatos y espejos, ése era el gimnasio; un hombre que bajaba en chanclas me hizo deducir que arriba había duchas.

Seis o siete hombres hacían ejercicio en ese espacio como de setenta metros, no todos ellos en buenas condiciones. Descubrí bastantes barrigas similares a las que podría ver en un pabellón de embarazadas. Detrás de la recepción, un hombre de un metro con cincuenta, al que no supe calificar de gordo o de fornido, me interrogó con sus ojos color orines.

—Busco a un tipo rengo —le dije sin más.

Deslizó un papel sobre la mesa.

—Ahí están los precios.

—Un tipo rengo —repetí—, no muy alto, ancho de espaldas.

No dijo nada.

—¿Todo bien, Bazuca? —le preguntó un joven moreno que estaba cerca de nosotros, torturándose el cuerpo con una máquina llena de barras de hierro, que subían y bajaban cada vez que el tipo tiraba de un manubrio con sus brazos estirados a lo Cristo.

—¿Eres policía? —me preguntó el tal Bazuca.

—Es un rengo.

—Yo digo tú. ¿Poli? ¿Tira? ¿Judas? Porque si no lo eres, no tengo respuestas.

Le mostré mi vieja credencial sin permitir que la mirara demasiado para que no descubriera la fecha vencida y le dije:

—Ahora dame el nombre y la dirección del cojo.

—Ya no viene desde hace como cuatro meses, dejó de pagar y no ha vuelto.

—No te pedí que te quejaras, nombre y dirección…

—¿Y no quieres que aparte te lleve en mi alfombra voladora a verlo? No mames.

—Sigue jugando y vamos a salir mal.

—Claro. —Sus ojos miraron con burla mi cuerpo fuera de forma—. Quedó a deber ochocientos pesos; si los recupero, puede que le diga dónde encontrarlo…

Vacié la billetera y logré arrancarle cien pesos escondidos en el rincón de las emergencias. El billete lucía viejo, húmedo y arrugado. Se lo ofrecí a Bazucas.

—Dije ochocientos.

—Y yo digo que tomes esto o vengo aquí con el Estado Mayor Presidencial.

—¿Tanto así? —Sonrió Bazuca, cogió el billete y lo metió en una caja.

—Es tu turno…

—Vas a tener que venir por la noche, mi asistente tiene la lista vieja, ya te dije que el rengo dejó de venir hace cuatro meses, sus datos se fueron al archivo muerto.

—El rengo debe tener nombre.

—Seguro, pero no lo recuerdo, ven en la noche.

No me sentí conforme.

—Ahí no hay nada —me dijo al verme observar su computadora—. Le limpiamos los archivos cada mes. Ven a las diez, mi asistente guarda las listas.

—¿Por qué no le hablas y le dices que las traiga ahora mismo?

—Vive en Ecatepec.

—Está bien, vendré en la noche…

Antes de salir, le eché un vistazo al tipo de las pesas. Había quedado tumbado en el largo asiento de plástico negro, sus músculos deformes y repugnantes palpitaban como si por dentro contuvieran alienígenas en incubación.

Me disponía a entrar al edificio cuando el pitazo de un coche me hizo voltear. Mis ojos se embriagaron ante el espejismo; del otro lado de la calle un Nissan nuevecito color arena me llamaba con el claxon. Llegué flotando hasta la ventanilla. El coche se veía tan impecable como los del aparador en la concesionaria. Ni siquiera las llantas estaban sucias. El elevalunas eléctrico descendió ligero y continuo.

—¿Subes? —preguntó la voz cristalina de Ginebra.

Estaba a punto de obedecer como corderito cuando una voz fea de taquero dijo mi nombre y rompió el encanto.

—Espera —le dije a la chica.

Crucé de nuevo la calle.

—¿Qué pasa, José Chon?

—¿Es tu novia? —El taquero miró a la chica y a mí con cierto reproche.

—No.

—Es joven para ti.

—Lo sé. ¿Qué quieres?

—Ya lo sabes, que ese naco cabrón se aparte de mi hija.

—Ya le di sus chingadazos —aseguré, harto de la situación.

—Pues ahora Prudencia me dijo que se va a largar con él. Quiere denunciarte por haberle roto el hocico a ese mocos flojos.

—Justo lo que necesito, broncas con la policía.

—La denuncia la paramos fácil, lo que importa es mi hija.

—Lo siguiente es que lo mate. ¿Eso quieres?

José Chon se talló la cara con su mano gorda y prieta.

—Mira, Gil —me dijo desesperado y como si hablara con un anestesiado—: Prudencia va a salir con medalla de honor de la universidad. El plan es que estudie biología, luego que haga una maestría y después un doctorado en ciencias, en Estados Unidos. Además de inteligente y bonita, toca la guitarra también, ama la música y a los animales. Tú dirás que digo todo esto porque soy su padre, pero puedes preguntarle a la gente que la conoce y te dirá lo mismo que yo. Ahora bien, ¿te parece justo que ese tesoro se lo lleve un apocado, que seguramente de niño se limpiaba la caca con las piedras en el campo?

Negué, viendo a Ginebra impaciente.

—Gil, en nombre de nuestra amistad, líbrame de ese cabrón. Lo más sagrado para mí es mi niña, te confieso algo, si viniera una puta güebona y puerca a llevarse al cabrón de Arturo —hablaba de su hijo—, me lavaba las manos, ése no tiene remedio, pero a Prudencia que no me la toque nadie.

—No puedes evitar que tenga novio, la dañada sería ella.

—Novio es novio, no animal.

—¿Y qué clase de novio te parecería bien?

—Si se trata de escoger, uno mayorcito, pero joven, recién egresado de la carrera de economía y que son más vivos que el hambre para trabajar, que viajan por asuntos de negocios a todo el mundo.

No valía la pena decirle que se viera en un espejo.

—Está bien, ya entendí, ahora tengo que irme.

—¿Me estás corriendo?

—No, José Chon, es que me esperan…

Volvió a mirar a Ginebra, luego, a mí con más recelo.

—Si yo fuera el padre de esa niña, no me gustaría que fuera amiga de un hombre mayor…

—No es tu hija y tampoco es lo que piensas —le dije, atravesando la calle.

—¿Cuento contigo entonces?

—Dalo por hecho.

—Esto es para ti. —Me arrojó un teléfono móvil.

Lo cogí en el aire.

—¿Para qué es esto?

—Para que nos comuniquemos cuando haga falta.

—No puedo pagártelo.

—Es un regalo.

—No lo quiero.

José Chon dio la vuelta y se fue.

Ahora yo tenía algo parecido a un collar de perro con localizador para cuando mi amo me llamara.

Nos deslizamos media calle entera antes de que Ginebra tirara de la palanca de velocidades y yo pusiera mis ojos lastimeros en sus piernas largas despejadas de ropa, apenas cubiertas por la falda de algodón color turquesa. Cuando estiró la mano para acomodar el espejo retrovisor, la axila le olió a estallidos de limón.

—¿Adónde vamos? —interrogué.

—Tengo órdenes de Osiel de atenderte a cuerpo de rey.

Esa mujer no sabía lo que significaban esas palabras, pero tampoco quise hacerme ilusiones.

—¿Cómo te va con el trabajo?

—Mal, pero no me quejo. Ahora dime qué te dijo Osiel exactamente.

—Paciencia.

Llegamos a la avenida Cuahutemoc, conectamos con Municipio Libre hasta subir a Insurgente y nos dirigimos al sur de la ciudad. Extrañamente, no había tránsito. La luz sobre las hojas de los árboles caía esplendorosa, cerré los ojos al sentir el aire entrando tibio, quería disfrutar el olor a plástico nuevo de los asientos. Discretamente acaricié el asiento de velour envolvente.

—¿Cuándo lo compraste?

—Ayer mismo —respondió la chica con un leve acento extranjero que hasta ese momento no le había notado.

—Alcanzaste la oferta.

—¿Qué oferta?

—¿No me digas que no te dijeron de la oferta? Setenta mil pesos si dabas el anticipo antes de terminar septiembre, de otra forma el coche cuesta ochenta y dos mil machacantes más impuestos.

—Pague cincuenta y siete de contado.

Debió notar mi asombro, pues repuso:

—Mi padre me cumple todos mis caprichos —guiñó un ojo.

No supe si se refería a su verdadero padre o era una forma de llamar a Osiel Langarica; creí incorrecto pedirle una aclaración.

Dio un volantazo y metió el coche al estacionamiento de un centro comercial de San Ángel. Estiró un poco su cuerpo largo para coger el tique de la máquina. No pude evitar verle el talle. Osiel era afortunado, sin embargo, había también en esa mujer demasiado tono rubio que no me agradaba del todo. A decir verdad, prefería la piel canela y la sonrisa entre brutal y limpia de una mujer latina. Prefería cien veces a mi ex.

—¿Qué hacemos aquí?

—Ven y deja de hacer preguntas, ahora ya no eres investigador.

—¿Y qué soy entonces?

—Mi cachorrito.

Ya me hubiera gustado eso y lanzarme a lengüetazos en su escote… Subimos las escaleras eléctricas, una musiquilla amable nos dio la bienvenida. De haber estado solo me habría tapado los oídos, puto mundo exterior lleno de sonidos. Entramos a una tienda de ropa cara para hombre.

—Por favor —dijo Ginebra al estirado dependiente—, mi marido necesita ropa.

El dependiente saltó del otro lado del mostrador con una cinta métrica de las que se usan para medir cadáveres. Me obligó a estirar los brazos, se arrodilló cerca de mis huevos y, levantando la cabeza hacia mi cara, me preguntó si quería algo sport o de vestir.

—No quiero nada.

Ginebra parecía divertida ante mi conducta de perro callejero en almacén de ricos. Sonrió y se le dibujaron unas arruguitas en la nariz que la afeaban demasiado; eso tiene la gente bonita, no puede ser ni un poquito fea porque se arruina por completo.

Cuando el dependiente se fue a buscar las prendas que Ginebra le ordenó, la interrogué.

—No soy un tipo al que le gusten los juegos. ¿Qué hacemos aquí?

—Mi marido necesita ropa.

—Yo no soy tu marido.

Arrugó la naricilla de nuevo y dijo:

—Osiel tiene tu tamaño…

Esa afirmación me pareció un juego intencional de palabras, pero no caí en la trampa.

—Ahí viene el monito con la ropa, dile que no queremos nada.

—No seas así, Gil Baleares, la verdad es que Osiel me encargó comprarle ropa a él y tú sirves de modelo, son más o menos de la misma talla. ¿No le harías ese favor a tu amigo?

No tuve objeción. Me dejé vestir de todo lo que a la nena se le vino en gana. Trajes sport, polos, camisas, bermudas, pantalones de lino y demás chuladas. Recorrimos un montón de tiendas. Compramos trece pantalones, siete de vestir, seis sports. Camisas a pasto, vistosas, discretas, una como de marica tierno. Un traje de casimir, otro de lino del que se arruga mucho y tres pares de zapatos, un par de tenis de corredor de maratones, varios calzones y calcetines; calcetines que costaban lo que yo solía pagar cuando me compraba un pantalón. No me divirtió en absoluto. Yo estaba en bancarrota. Cada vez que entraba en un probador el espejo me decía miserable. Nadie se daba cuenta, sólo yo y esos cuatro espejos que no me dejaron olvidar bajo ningún ángulo que no tenía buena ropa ni mujer ni futuro, sólo los calzones rotos.

Regresamos por la avenida Insurgentes, entonces, Ginebra dijo la verdad.

—Osiel quiere verte contento, todo esto es para ti.

—No quiero nada.

—Se ofenderá.

—El ofendido soy yo.

—Se sentirá herido.

—El herido soy yo.

No me hizo cambiar de opinión. Los ojos azules de la muchacha se nublaron como en un día de tormenta.

—Nunca conocí a un tipo con tanta dignidad, Gil Baleares. —Se estiró y me dio un beso, tocando la comisura de la boca, creí que su perfume iba a dejarme colgado en un sueño de opio.

—Hago lo que puedo —tomé compostura—, y ahora, si no te importa, te pediré un favor. Llévame al colegio de Bachilleres, en la colonia Culhuacán, pero ten cuidado con los baches y cierra la ventanilla cuando pasemos por los drenajes.

—Eso se oye espantoso.

No pudo escoger peor opción que estar junto a ese kiosco de panes, refrescos y periódicos, afuera de las rejas del colegio de Bachilleres, esperando a su chica, mirándose los zapatos desgastados, hundiendo sus manos dentro de la cintura del pantalón, ajeno al peligro, mirando con cara de poeta pedorro el cielo ulcerado por la contaminación. José Chon lo había definido bien, el pobre chico era incoloro como una tarde de chaparrón de septiembre, ese aretito en una ceja no menguaba su cara bondadosa. Cuando me vio acercarme, empalideció. Dio dos pasos atrás y salió disparado. La última vez que vi correr tan rápido fue a un venado por la tele al que, por cierto, dejaron tendido en plena hierba de un disparo.

Lamenté no estar en forma, enseguida me acribilló el dolor de riñones. Seguí tras Juanelo por las calles de casas de interés social de Culhuacán. Las piernas se me pusieron tembleques, aminoré la velocidad despacio, no de golpe, no quería sentirme indigno si algún curioso había estado atento a la persecución.

Juanelo, sin dejar de correr a todo trapo, volteó para ver si ya estaba a salvo. Le costó caro: se golpeó contra un poste y se tambaleó hacia atrás, el ruido hizo voltear a un tipo nalgón que pasaba con su perro peludo.

—¿Estás bien? —le preguntó a Juanelo en afán de socorrerlo.

—Está bien —respondí yo sacando la matona.

El tipo y el perro se escurrieron, uno acobardado, el otro orinándose, ya no recuerdo cuál hizo qué.

—¿Me va a matar, señor Gil? —me preguntó, ingenuamente, Juanelo Patraña.

Su estúpida pregunta hizo que levantara la pistola para darle un cachazo en la cabeza, pero al verlo parpadear los ojos, le tuve compasión, le pegué el golpe en la clavícula y le cogí del brazo.

—Ven conmigo. Tú y yo vamos a tener una charla de hombre a idiota. Si intentas correr otra vez, te dejo paralítico para toda tu puñetera vida de un balazo en el espinazo. ¿Te ha quedado claro, caguetas?

Me asombró escuchar en mi voz la de Marcial Oviedo. Quizá el mundo era un jodido laboratorio psicológico pervertido por la cadena alimenticia, el pez grande devorando al chico sin necesariamente tener hambre. O quizá yo era gay como decía Yayo, o quizá era mi propio abuelo reencarnado, pagando karma por venir de Galicia a cogerse a huichol y tenerla de sirvienta, no lo sabía. Lo único seguro es que deseaba ir en una dirección, pero siempre terminaba yendo en otra.

Durante el trayecto del sur al centro de la ciudad, sentados en un microbús con olor a pacuso (patas, culo y sobaco) y después en el Metro, intenté ser un padre para Juanelo Patraña. Le di consejos, le hablé del mundo cruel, de las mujeres, hasta de lo que no venía al caso; de su negro futuro por no ser hijo de alguien importante, de que México nunca saldría adelante si seguíamos teniendo gobiernos bananeros, de lo irreal de los sueños de juventud cuando la dieta se compone de El Gran Hermano y Coca-Colas, de que Prudencia conocería a un muchachillo rico que le robaría virginidad y la dejaría para otros cuando se aburriera y que ni aun así, él, Juanelo, toluqueño de cepa, sería el adecuado para consolarla.

—Si la amas —añadí, recordando un verso que vendían impreso en papel brocado—, déjala volar. Si regresa, es tuya; si no, nunca lo fue.

Llegamos frente a mi edificio, yo seguro de haber mellado su entusiasmo iluso, él descompuesto de la cara.

—¿Te ha quedado claro o quieres que sigamos hablando dentro del coche?

—Yo amo a Prudencia, señor Gil.

Lo metí al Datsun.

El combustible se acabó frente a una gasolinera en Vertiz. Metí las manos en los bolsillos de Juanelo, encontré un billete, le pedí al fulano de la gasolinera que pusiera esa cantidad al depósito.

—A ver adónde llegamos con esto —dije y me enfilé a la carretera vieja de Puebla.

Durante el trayecto, me tocó escuchar la biografía de Juanelo.

Había conocido a Prudencia en el colegio de Bachilleres. Coincidieron en un curso preparativo para el examen de química. Fue amor a primera vista. Ella era todo lo que un muchacho pobre de Toluca podía soñar, y si ese amor le conducía a un trágico destino, qué más daba. Agradecería a Dios haber conocido a una «princesa» como Prudencia Matos. Ella lo amaba de la misma forma loca. Y en cuanto a la virginidad, esa «prueba de amor» ya se la había concedido en un hotelito de Tlalpan. Él sabía ganarse la vida trabajando en lo que fuera, y si las cosas se ponían feas en la ciudad, siempre estaba la alternativa de volver a su casa en Toluca, eso sí, llevándose a su linda Prudencia.

—Yo sé que no soy ni tan inteligente ni tan guapo, señor Gil, y está mal que yo lo diga, pero tengo mucho corazón y ganas de salir adelante. Dejé la escuela cuando me faltaban tres asignaturas, lo mío no es estudiar, ahora trabajo en un taller mecánico, gano mis tres, cuatro mil pesos mensuales. ¿A que eso no se lo ha dicho don José Chon? ¿A poco él estudió, a poco él es rico?

Ese mocoso de hocico prominente y cara de bestia había conseguido el amor de una muchacha bonita, ganaba más que yo y tenía metas en la vida, ¿por qué no darle una oportunidad?

Porque el mundo nunca es justo, y también porque me ganó la envidia.

Cosa rara, encendí la radio, dejé que el coche se llenara de una música suave y orquestal. Me hundí en mis propios pensamientos. Juanelo se relajó, seguro que mi semblante tristón y apacible le hizo creer que me había convencido. Echó la cabeza al respaldo, cerró los ojos, dijo el nombre de Prudencia entre las notas musicales.

Las franjas de coníferas comenzaban a aparecer a los lados de la carretera, dando atmósfera romántica al pobre tonto enamorado.

La carretera vieja de Puebla siempre está desierta.

Orillé el coche.

—Llegamos.

—¿Adónde?

—Baja.

Bajé primero, avancé despacio, de cara a la montaña cubierta por nubes frías, pateando las bellotas caídas de los árboles, el cielo tenía un suave color cartón. Juanelo llegó detrás de mí.

—Señor Gil —balbuceó—. ¿Qué hacemos aquí?

—¿Tú qué crees? —Inyecté en mi voz tono de despedida.

Le estaba dando la espalda, esperando oírlo pisar ramas, hacerlas crujir al salir corriendo. En vez de eso, lo oí sollozar.

—Es que yo la quiero —balbuceó.

Me di la vuelta despacio, apuntándole a la cabeza.

—No te dolerá.

Cayó de rodillas como un profeta al ver a Dios.

—¿Quieres que te tape los ojos?

Su llanto se hizo chiquito y apretado.

Avancé y le recargué la pistola en la puta frente. Sus ojos, rotos de llanto, me traspasaron, iracundos y al mismo tiempo llenos de terror.

—¡Señor Gil! ¡No es justo!

Una vez más esa verdad dicha como si fuera nueva. No es justo, nada es justo, el mundo no es justo. Me abrazó las piernas. Me puso un cachete contra los huevos.

—¿Tanto vale el amor de una mujer?

Lloró con fuerza.

—¡Responde!

—No…

—¡No te escucho!

—¡No!

—Eso está mejor, ahora repite conmigo, culero, Prudencia vale mierda.

—¡Vale mierda!

—Di su nombre.

Le costó decir cada palabra, un tanto por su significado y otro porque el llanto no lo dejaba hablar, lo dijo y lloró miserablemente. La amaba tanto que parecía sentirse un gran traidor por haber dicho esas palabras con una pistola en la cabeza.

—Aun así te tengo que matar, cabrón.

Dejó de llorar y sus ojos se volvieron dos signos de interrogación.

—Estás muy encoñado, nada me asegura que la dejarás en paz.

—¡Por mi mamacita que ya no la voy a molestar! ¡Se lo juro, señor Gil!

—¿Y qué crédito puede tener tu mamacita en esto? No tengo el gusto de conocer a la puta vieja.

Le empujé la frente con la pistola, luego le di con ella en la sien. Cayó botando sangre de la oreja. Corté cartucho y disparé cerca de su mano, la tierra brincó junto con un alarido salido de lo más hondo de la garganta del muchacho.

—El siguiente será en el culo, así que velo frunciendo para amortiguar la bala.

Juanelo se arrastró como escarabajo, abriendo la boca en redondo como un pez que no tiene oxígeno, parecía estar en medio de un ataque de nervios o de un infarto.

—Vas a morir por nada, qué tristeza, habiendo tantas mujeres en el mundo…

Disparé cerca de su cabeza.

Se enrolló más que un caracol. Le busqué la cara con el pie y le pateé el hocico.

—¡Perdoncito! ¡Perdoncito! —bramó.

—¿Qué palabra es ésa?

—¡Ya no la voy a molestar! ¡Se lo juro, señor Gil!

—De eso estoy seguro, los muertos no molestan, dame una razón para dejarte vivo.

—¡Que yo no le hago daño a nadie!

—Entonces tu reino no es de este mundo; adiós, Juanelo Patraña…

Se quedó quieto como esos insectos que se fingen muertos ante sus depredadores.

—¿Se supone que estás muerto? ¿Me quieres explicar entonces por qué te estás cagando?

Le di una patada fuerte en las nalgas y mi zapato salió volando. Fui a reparar ese percance vergonzoso. Cuando cogí mi zapato, Juanelo corría como un venado hacia la maleza de pinos.

—¡Date por muerto si regresas a Ciudad de México, puto toluqueño de mierda!

Disparé al aire.

Regresé al coche y me largué de ahí, el campo me estaba sacando ronchas.

La música orquestal me acompañó hasta que se terminaron los pinos al lado de la carretera y comenzó la franja oprimente de casuchas grises a la entrada de la ciudad. Apagué la radio, el Gil Baleares hijo de puta intolerante de la música había regresado.

El siguiente en escucharme fue mi padre.

—¿Qué coños pasó aquí?

La pecera tenía una rajada por donde se escurría el agua, los peces se veían estresados y resistiéndose a salir por esa grieta. Cerca del piso, la prueba del crimen, un cenicero grueso.

—¡Esa cabrona casi me mata de un cenicerazo!

—¿Lupe?

—¿Quién más?

—¿Qué pasó?

—¿Tú qué crees? Me aventó el cenicero, me agaché y le dio a la pecera.

—Ahora hablemos de las causas.

—No teníamos su paga completa. Dijo que le habías autorizado un aumento de sueldo, cuando le dije que no sabía nada del asunto se puso como loca. Debiste advertirme, la bruta se salió de sus casillas, se sintió burlada, naturalmente.

—¿Y no mencionó a un viejo que la ve cuando se baña?

Los ojos de mi padre se escabulleron mustios, se agachó a recoger el cenicero y fingió que le dolía la cintura.

—Habrá que poner a esos peces en una cubeta, Gil…

—¿No será que intentaste algo cuando la dejé contigo?

—Ya me cambiaste la pregunta.

—¡No seas cínico!

—No me hables así, que el que salió del forro de mis huevos fuiste tú. Últimamente te estás pasando y no lo voy a tolerar, te desquitas conmigo porque no te salen bien tus asuntos de trabajo.

—¿Qué es esto? —Le toqué un rasguño en la barbilla.

—Una mala afeitada.

—Sólo me faltaba que fueras un violador…

—Eso sí que no te lo tolero.

—Di la verdad para que pueda defenderte si te acusa.

—Cuando me tiró el cenicero, intenté darle un cabronazo, movió la cara y me conectó las uñas como gata, ésa es toda la verdad, soy un pobre viejo que ya no puede defenderse.

No hice más preguntas, marqué el teléfono, me contestaron con evasivas cuando pregunté por Lupe.

Fui al baño por una cubeta y puse los peces ahí. Conecté el motor y la sonda que generaba oxígeno a la cubeta. Las burbujas comenzaron a hacer un ruido desagradable.

—¿Están vivos? —preguntó el viejo.

Di un salto frente a él.

—¿Quién lavará tus calzones ahora que nos quedamos sin sirvienta? ¡Entiéndelo! ¡Te queda poco para convertirte en una planta y no puedes darte el lujo de echar a la poca gente que está contigo!

Nunca vi su rostro tan indignado, le pegaron duro mis palabras, pero se armó de valor para llevar su reclamo hacia otra parte.

—¡No puedo tener una mujer! ¡No puedo ver a una desnuda! —se quejó—. ¡Esto no es vida! ¿Qué daño hacía con mirar? ¡Jamás intenté tocarla, no soy de ésos! Voy a hacer algo extraordinario —agregó.

—¿Qué significa eso?

—Algo extraordinario y tú serás el responsable.

Se metió en su habitación y cerró la puerta.

Yo me fui a la mía. También con ganas de hacer algo «extraordinario».

Los ruidos eran idénticos a los que el fulano hizo al golpear mi coche con el martillo. Había de dos, los muertos querían la revancha o tanto trago me había vuelto loco. Lo peor es que no quería levantarme de la cama, de hacerlo, tendría que volver a luchar por un trozo de espacio en el jodido mundo.

Cuando volví a escuchar los golpes, di un salto de la cama y crucé el pasillo. El ruido de las burbujas en la cubeta de agua en la oscuridad de la sala me hizo imaginar que de prender la luz, me vería en uno de esos laboratorios de los villanos de las películas de luchadores enmascarados y vampiros extraterrestres. Corrí un poco la cortina. Dos fulanos intentaban abrir el Datsun torpemente, pero no eran los fantasmas de los chicos de la ley garrote. Éstos tenían cortecito de pelo estilo militar.

Fui a buscar el arma y descubrí una nota encima de la mesa.

Te dejo Gil, iré a morirme como las ballenas, no te guardo rencor aunque te lo merecerías por hijo de puta. Tu padre.

No me detuve a explicarme sus palabras. Me abrigué de pipa y chaqueta y bajé a encarar a los tipos.

—¿Qué se les perdió, cabrones?

—Somos dos contra ti —dijo uno sin voltear a verme.

El otro sí lo hizo:

—Y estamos armados mejor que tú, así que piénsatelo si te la vas rifar. ¿Tienes las llaves de esta mierda o la abrimos a madrazos?

—¿Por qué no se roban aquél? —Señalé el Opel de mi vecino—. Es nuevo y no gasta mucha gasolina.

—Ya está —dijo el que encajaba un desarmador y abría la puerta del Datsun. Se sorprendió al oírla rechinar como si fuera mitad cartón, mitad fierro—. El jefe tiene razón, eres un puto muerto de hambre —agregó entre risotadas.

Ambos se metieron al coche.

—Esta mierda vale tus mil doscientos de hoy, mañana los pagas en efectivo o venimos a partirte el culo en cuatro, ya sabes de parte de quién es el mensaje…

Permanecieron un instante, truqueando el coche para echarlo a andar sin llaves. Metí la mano en la chaqueta y palpé la 45.

—De veras, hermano, no lo intentes, por tu bien.

Se llevaron mi viejo Datsun y me dejaron el corazón partido.

Nueve y pico de la noche, no iba lleno el microbús, lo agradecí, pero al chafirete se le ocurrió pensar que era la hora de las preferencias y venga, música de los años dorados del rock and roll a tope. La Flaca Sally, Pólvora, Humo en tus ojos. La canción del idiota que se estrella en la carretera y tira un rollo largo por su novia muerta. Yo no sé en otros países, pero en el mío no hubo peor trago de vómito que soplarse esas voces ñangas de cantantes de tupé, copiando las canciones gringas a pie juntillas.

—¡Muchacho! —le pedí lo más amable que pude al chofer—. ¿Le bajas a tu mierdita?

Se miró burlón con su mozo de estribo.

—Si no te gusta, vete a pie, culero.

Fui hasta el frente del micro e hice lo que no me atreví con los cabrones que me habían birlado el coche, le mostré la que hace injertos de plomo.

Un fulano que venía cerca de la puerta se arrojó fuera del micro; supongo que pensó que se trataba de un asalto y prefirió darse contra el suelo.

—No pasa nada —dije a los pasajeros, tratando de no hacerla más gorda—, lo hago por todos. Si no tenemos buen gobierno, al menos tengamos santa paz.

Estiré la mano y apagué la radio.

Volví a mi sitio. El micro avanzó a través de las calles y avenidas como un sepulcro andante.

Minutos después, bajé por la puerta trasera, respetuosamente.

Escuché el claxonazo mentarme la madre.

En los ventanales del gimnasio Cañonazo, de blanca y fea luz artificial, lo de siempre, unos pocos tipos haciendo sonar los aparatos de las pesas, sudando músculos, sacándoles dolor con fines inciertos. Subí las escaleras. Una mujer chiquitina como Pulgarcito, sentada en un banco alto, bostezaba, apoyada los codos sobre la mesa. Imaginé que era la secretaria de la que me había hablado Bazuca. Le pregunté por él.

—En el baño —gruñó sin amabilidad alguna.

Me dirigí hacia allá.

—Quítese los zapatos —dijo la mujer.

Miré la alfombra, era una bazofia, pero obedecí. Zafé mis zapatos sin desatarle las agujetas y los arrojé a un guardador de plástico donde estaban otros zapatos y tenis más apestosos que los míos.

El mismo tipo de la mañana, el que se había crucificado a lo Cristo, estaba ahí, dándose una nueva tunda, esta vez con pesas tamaño Hércules. Me miró con desprecio. Le devolví ojos de perro.

Abrí la supuesta puerta del baño; conducía a un recibidor y después a dos puertas más, de damas y caballeros según rezaban ese par de letreros desportillados.

Dentro del baño de hombres, se oía correr el agua. Entré, efectivamente, el agua corría por el grifo abierto. Recordando la publicidad de la tele, fui a cerrarla. En el trayecto descubrí unos pies saliendo de un apartado. Me acerqué a mirarlos. Por la posición era obvio que el dueño de los pies estaba tirado dentro.

—¿Se encuentra bien?

No me respondió.

—¿Bazuca?

Intenté abrir la puerta, el cuerpo adentro no me lo permitió.

Entré al apartado de junto, subí encima del excusado y eché un vistazo al que me interesaba. Descubrí a Bazuca, ojos en blanco, la cabeza rota en dos como una jarra y junto a él, una mancuerna de las que se usan para hacer bíceps. Era evidente que con ésa se lo habían cargado.

Di un salto, salí de ahí.

No había tomado una decisión al respecto, afuera parecía todo muy normal. El fulano despectivo, los otros que hacían lo suyo, la pequeñita del mostrador, cualquiera de ellos podía ser el asesino o no haberse enterado de nada. Comprendí que yo era el único extraño que acababa de salir del sitio equivocado, así que pasé tranquilo hacia la puerta. Me calcé lo más rápido que pude, junto a mí había un colocador de mancuernas. A Bazuca le habían desacomodado los sesos con una de 30 kilogramos.

—¿Se va a inscribir? —me preguntó la enana.

Me armé valor y le pregunté:

—Bazuca iba a darme un nombre, el de un cliente rengo que ya no viene.

La mujer se encogió de hombros. Volví a intentar marcharme.

—¿Mi marido sigue en el baño? —interrogó algo inquieta.

Ya no me detuve. De reojo, vi a la chiquita saltar del banco, bajé las escaleras.

Cuando salí a la calle, escuché el esperado grito. Después, golpes fuertes en las ventanas. Dos fulanos me reclamaban que no me fuera. Corrí y trepé en el primer microbús que pasó.

La música caribeña sonaba alto, nunca oí rascar un güiro de forma tan espeluznante, tres muchachos cantaban en el microbús. Los pasajeros parecían reír de mí. Yo pensaba en Bazuca, en el bazucazo de fierro en su cabeza de toro robusto.

Hice lo que nunca: pedí fiado al vinatero dos botellas de tequila cien por ciento agave. Si uno va a empedarse, tiene que ser con cosa buena, mucho cuidado con el tequila que no dice cien por ciento agave; los químicos se van directo hacia las células y les dan una orden, ¡multiplicaos como quieran! Cáncer seguro.

—¿Por qué no? —dijo el viejo asturiano—, te conozco desde hace mucho. ¿No irás a no volver por no pagar?

Sonreí.

Subí los escalones destapando la primera botella. Recordé que mi padre había dejado un mensaje antes de largarse. No pude traer a mi memoria las palabras exactas, sólo el sentido del texto, que se iba y algo de unas ballenas muertas. Maldije la bebida, su forma de asesinar neuronas, aun así empiné hondo.

Releí el mensaje de mi viejo.

Te dejo, Gil, iré a morirme como las ballenas. No te guardo rencor aunque te lo mereces por hijo de puta. Tu padre.

Críptico. Cada idea era digna de ser descifrada, lo hice mientras me preparaba unos chilaquiles, quería comer algo para aguantar el tequila. Te dejo, Gil. Eso estaba claro porque se había ido. Iré a morirme como las ballenas. He ahí el misterio, eso y que no supiera hacer unos chilaquiles decentes, pero me faltaban las tortillas adecuadas y el chile no era bueno. Morir como las ballenas podría significar que se tumbaría en la playa hasta que llegara su fin, quizá en su Acapulco añorado. O bien la metáfora de una muerte triste, pues triste es que las ballenas, sin razón aparente, salgan a dejarse morir en las playas dando hondos lamentos que nadie comprende.

Y por último, el golpe de crueldad: No te guardo rencor aunque lo mereces por hijo de puta. Tu padre. Por un lado, la generosidad cristiana y por otro, el latigazo de odio. A veces me costaba creer que el viejo tuviera alzheimer, no con ese ingenio para herir mañosamente.

Lo cierto es que esta vez no pensé en llamar a Locatel, me rendí. Necesitaba beber, eso es todo. El plan era haber dado cuenta de las dos botellas cuando se esfumara la noche y llegara el mediodía, dormitar a ratos, hurgar en la alacena en busca de galletas Marías. Si acaso, ver un trozo de película en blanco y negro de actores que ya estaban muertos, nada que me llevara a laberintos mentales. Había que evitarlos. A partir de ese momento, Gil Baleares era otro, al anterior lo echaba de mí de la misma forma en que los africanos se sacan espíritus del cuerpo para hacerlos bailar, fumar puros y dar consejos, yo sacaría a Gil no para eso precisamente, sólo para darle una patada en el culo. Sus broncas no eran mías, ni su coche robado, ni Bazuca muerto, ni Alicia del Moral, ni una hija que tal vez no era mía, ni una madre que pudo ser puta de cabaret, ni un padre loco, nada me pertenecía ya.

Escuché el ruido del timbre en la puerta engrandecido a causa de dormitar borracho, bastó sólo media botella para ponerme fuera de combate. La mitad sobrante y la botella sin abrir estaban sobre la mesa, espetándome etílicas burlas, diciéndome ya no eres el de antes. Aparentemente eso era bueno, sería la forma de parar la destrucción paulatina de mi hígado que inicié a los catorce años de edad, pero ¿qué sería de mí si también me arrebataban el derecho a ser borracho? No me quedaría demasiado.

Abrí la puerta. Un Mariano del Moral bañado en llanto me soltó:

—¡Ya me cargó la chingada, Gil!

—Ya somos dos —lo invité a pasar.

Entró, abrió la botella y bebió con rabia.

—Déjeme adivinar, su nuevo policía no logra resolver la bronca.

—Ya no hay nada que hacer —dijo sepulcral—. Alicia está muerta.

Sóplale a la vela, joder. Un dolor de estómago me trinchó haciéndome caer en el sillón. No supe si era por el alcohol ingerido o por hacer mía la tragedia de ese hombre hundido como un buque americano por los nazis. El caso es que intenté decirle algo, pero sólo conseguí menear la cabeza.

Del Moral clavó la mirada en la cubeta con los peces. Sus ojos brillaron de esa forma en que sucede a los locos cuando los ataca un destello de genialidad.

—Sí —balbuceó con una leve sonrisa—, morir, morir pronto…

Y las burbujas en la cubeta acompañaron su sentencia de forma siniestra.

—Oiga —le dije, sirviéndome el resto de la primera botella—, si quiere hablar, lo escucho; si quiere consejos, puede que se los dé; pero si quiere hablar de muerte, se equivocó de sitio: aquí ya hay demasiados difuntos revoloteando en el aire…

—Quiero que me escuche, Gil.

Asentí una sola vez.

—Hace tres horas, Marcial Oviedo, gente de la PGR y yo fuimos a llevar el dinero del rescate a cierto sitio en Santa Fe, dos millones de pesos. Los secuestradores aparecieron en un todoterreno. Bajaron. Eran tres. Sucedió muy rápido. Mataron a los siete agentes sin problema alguno, a pistoletazo limpio, como si fumigaran cucarachas. Sólo eran tres, pero se cargaron a todos, incluyendo a Marcial Oviedo, me parece…

—¿Le parece?

Asintió y bebió hasta el fondo.

El tipo me acababa de contar una escena de un espagueti western, pero no puse objeción. Su relato merecía respeto.

Del Moral se acercó a los peces.

—Arrastraron a Marcial Oviedo al todoterreno, lo metieron en el maletero, se lo llevaron, no sé para qué si ya iba cocido a tiros…

—¿Y usted?

—Yo nada, aquí estoy, sin un rasguño. Cogieron el dinero de mis propias manos. —Del Moral las mostró como si le repulsaran—. ¡De estas putas manos, Gil! —Se las llevó a la cabeza—. ¡Me dejaron vivo! —lamentó y se arrancó los pelos—. ¡Vivo para regresar a la casa a darle un mensaje a mi mujer!

—¿Qué mensaje?

—«¡Vamos a matar a tu puta hija ahora mismo!».

El hombre se derrumbó despacio en el sofá, a llanto partido.

—Cálmese, tal vez mintieron, tal vez quieren más dinero, tal vez…

Ni yo me creí mi propio cuento. Abrí la segunda botella. Bebí largo. Di unos pasos, miré los peces atrapados en ese cilindro sin horizontes, vil plástico de feo color azul plomizo, animados a golpe de burbujas sin comparsa, comiéndose sus propias heces porque el alimento se revolvía demasiado rápido a causa de la sonda infame.

Comprendí que eso no era vida y desconecté el oxígeno.

—Y como remate —dijo Del Moral—, Estrella me pidió el divorcio, dice que de hombre sólo tengo lo que me cuelga entre las piernas —agregó mordaz contra sí mismo.

Se sirvió un trago más, bebió hasta el fondo, me dio las gracias y se marchó. No intenté detenerlo, ambos estábamos enfermos, yo del cuerpo y él del alma. Me pareció haberle dado un consejo antes de que saliera por la puerta, «no asuma ese estúpido cliché del amor de madre por encima del amor de padre». No estoy seguro si le dije eso o sólo articulé algunas palabras de borracho necio cuando ya estaba solo.

El caso es que, al abrir los ojos, deliraba. Fui a sentarme bajo la regadera con todo y ropa. No quería morir, tampoco vivir. No sabía si tal ansiedad era el efecto del delirium tremens y su funesto desenlace o sólo otra resaca más. Recordé haber sacrificado a mis peces y comencé a llorar, los había amado, otra vez el karma instantáneo, alguna vez ideé hacerle un daño semejante a Carmelo y a su perro Jocoso y el mal se había vuelto contra mí.

Me gustó llorar, me gustó sentir que el llanto me empapaba la cara y se mezclaba con el agua de la regadera. Y el agua terminó por convertirse en un bálsamo frío pero edificante. Me eché en la cama hasta que dejé de temblar. Alicia estaba muerta, también el invencible Marcial Oviedo, empapelado con todo y traje Hugo Boss, y Bazuca, y dos tipos a los que entre él y yo nos cargamos en los rieles del tren, y por poco mi padre se moría, y también Yayo y Óscar, todo el mundo, todo el mundo en la ciudad estaba muerto, incluyendo a mis amigos de la infancia que nunca volví a ver, pero que de vez en cuando venían a mi mente convertidos en fantasmas, porque eso eran, fantasmas que nunca podían quedarse más de tres segundos en mi cabeza.

Definitivamente, el tequila me había hecho demasiado daño, ya no estaba para esos trotes, la vida me quedaba grande. Mi única ansiedad era saber cómo podía levantar una bandera blanca, ¿a qué enemigo invisible decirle, me rindo? ¿A Dios o al demonio? ¿Al azar o al destino?

Dormí las horas, todas las horas completas de la humanidad. Entre sueños supe que se iba la mañana plagada de lejanos ruidos y de luminosidad a bocajarro, la tarde terca, el comienzo de la noche. Al despertar, no me dolía la cabeza, tampoco el alma por los muertos, no sentí desazón alguna por la ausencia de mi padre.

Sonó el timbre. Abrí enseguida; era Ginebra.

—¿Se puede pasar?

Me hice a un lado, le advertí que no había nada de beber.

—Agua es suficiente.

Rumbo a la cocina, fui recogiendo las botellas vacías, un cojín que Del Moral había empañado de mocos y de llanto, envolturas de galletas María, la cubeta con los peces pálidos y muertos.

—¿Con hielo?

—Sí, gracias. Oye, Gil, tienes muy preocupado a tu amigo Osiel.

—No quiero la ropa —dije desde la cocina.

Regresé y le di el vaso con agua, bebió un poco y me clavó una mirada firme.

—¿Qué? —la interrogué incómodo, pero agradado por esa mirada.

—Nada. ¿Dónde está tu padre?

—Se esfumó.

—¿Qué significa eso?

—Se fue de paseo, tardará en volver, tal vez no lo haga.

—¿Y tú?

—Yo estoy bien, díselo a Osiel.

—Se lo diré. Vimos las noticias.

—¿Qué noticias?

—Vimos un coche lleno de agujeros y varios hombres ejecutados. Dijeron que no pudieron rescatar a Alicia del Moral.

Di un largo suspiro y me tallé los ojos.

—¿Por qué no te tomas unas vacaciones, Gil?

—Claro, me sobra dinero para eso…

—Osiel tiene un amigo en una agencia de viajes, consigue boletos a mitad de precio. ¿Conoces Cancún? ¿Podemos ir los tres? Te adelantas y te alcanzamos en una semana o yo me voy contigo y Osiel nos alcanza…

Torcí la boca.

—Osiel te puede prestar lo que necesites, luego se lo pagas o no, a él seguro que le da lo mismo.

—Gracias, pero no.

—Eres duro contigo y con él. ¿Sabes que te quiere como a un hermano? Siempre me anda contando de cuando eran policías; me habla mucho de tu padre, le tiene un gran respeto, dice que le enseñó muchas cosas, dice que…

Me levanté exasperado. Fui a la cocina, le quedaban unas gotas a la botella de tequila, las sacudí en el aire y las sentí caer en mi lengua como en una plancha ardiente.

—¿Cómo te podemos ayudar? —La voz de Ginebra estaba detrás de mí.

Su mano me quitó la botella despacito, la llevó despacio a la mesa. Yo me quedé quieto como ratón sin salida. El aliento de la muchacha me taladró el oído por detrás. Se puso frente a mí y me descubrió mirando el suelo, levantó mi cara con la suya buscándome la boca, sus ojos no se estaban quietos, revisaban mis reacciones impunemente. Me sentía ridículo por su estatura, porque se inclinara para besarme. La cogí con ambas manos del talle de tersura increíble. El beso fue largo, lleno de colores, hasta que un timbrazo nos detuvo.

Ginebra parecía esperar mi decisión.

Fui a la sala y levanté la bocina.

Era una de las meseras de Vips, el rengo estaba bebiéndose un café. Respondí que lo mantuviera en ese sitio y colgué. Al volverme, descubrí a Ginebra junto a la puerta de la cocina.

—Tengo trabajo —le dije—, pero volveré enseguida…

La chica me miró como una princesa puede mirar a un panadero que pretende hacerla esperar, sonrió cargada de desdén elegante y se marchó. Arrepentido de mi estupidez, la escuché bajar por completo los escalones del edificio, pero no corrí a alcanzarla.

«Nunca te has tirado a una mujer alta de los Países Bajos», bromeó mi vocecita interna. «Sólo en la tierra de Nunca Jamás», me respondí.

—¿Tiene un cigarro, amigo?

—Aquí no se puede fumar —respondió el rengo, señalando con sus ojos vivaces el letrero de PROHIBIDO, mientras salivaba su dedo y después cambiaba la página del periódico deportivo color sepia.

—Cuando se me antoja, no se puede, y cuando se puede, no se me antoja.

—Y aunque se pudiera se equivocó de persona, yo no fumo.

—Ya veo por qué no, es usted uno de esos tipos de gimnasio. ¿Levanta pesas?

—Sí —dijo con fingida naturalidad, aunque exudaba un ego de Pancho Villa en su esplendor—. Siete horas diarias de rutina…

—¿Cuánto tardaría yo en tener un cuerpo como el suyo?

Pegué en el blanco. El tipo mostró una hilera de dientes fuertes y parejos, pedía más adulación.

—¿Un año? ¿Dos? Hay alguien a quien quisiera causarle una buena impresión.

—¿De qué edad estamos hablando?

—Veintitrés o veintiséis, no lo sé bien, se trata de alguien joven.

—Me refiero a usted.

—Ah, yo tengo cuarenta y seis…

—Pues no es lo mismo empezar el ejercicio a los veinte que a los cuarenta o los sesenta, aunque siempre se puede hacer algo para deshacerse de esa barriga.

—Esta barriga está bien en su lugar, soy como esos animales que se guardan la comida en el buche para los malos tiempos, que son muchos en mi caso…

El tipo me sonrió coquetamente.

Areli, la mesera, se acercó a llenar nuestras tazas de café, no pudo evitar echarme una mirada detectivesca. El rengo y yo hablamos otro buen rato de músculos y anabólicos. Después pasamos a temas personales, le tiré el cuento de que había trabajado en un barco camaronero que explotó en el golfo de México. No parecía un tipo inteligente. Me dijo que él se dedicaba a los seguros de vida.

Terminó su café, miró su reloj y dijo que tenía que marcharse. Insistió en pagar mi cuenta, no puse objeción. Le pregunté si tenía coche; cuando dijo que sí, le pedí que me llevara.

—Vamos, pues. ¿Cómo te llamas?

—Ángel —mentí.

—Pues vamos, Angelito —guiñó un ojo.

Antes de salir, yo le guiñé el ojo a la mesera. Ella hizo lo mismo.

El coche del rengo no era la gran cosa, un viejo Camaro de los que hacían ruido al estilo años setenta, color marrón metálico, asientos de piel de vaca y un feo muñeco vergón colgado del espejo retrovisor. Olía a perfume dulzón de fresa.

El rengo metió el acelerador a fondo.

—¡La velocidad me chifla! —exclamé con mi mejor voz de marica.

El rengo me dejó caer la mano sobre la pierna.

—Hay un motel aquí cerca…

—Espero que tenga hidromasaje —apostillé.

Dio la vuelta, entró directo al estacionamiento de cemento crudo de un motel barato llamado La Séptima Ola. Lo esperé dos minutos en el coche mientras pagaba la habitación. Volvió alegremente.

—¿Bajas ya, Angelito?

Subimos unos escalones estrechos mientras una pareja los bajaba. Cuando la pareja se largó cuchicheando, el rengo me cogió la nalga.

—Paciencia, mi niño —le dije.

Entramos a la habitación, él por delante. Se dio la vuelta para besarme y le di con la cacha de la pistola en la puta boca. Tronó sabroso, pero se recuperó enseguida y se lanzó sobre mí como toro en la plaza de Las Ventas. Forcejeamos por el arma, caímos en la cama, ya me daba por perdido, pero el rengo titubeó y yo hice el movimiento rápido de coger una almohada, ponérsela en una pierna y meterle un tiro encima.

Bramó, jadeó y se quedó paralizado.

Me levanté rápido a cerrar bien la puerta mientras el fulano medía la gravedad de la herida.

—¡Me disparaste, puto! —chilló por fin.

—Y en la pierna buena.

—¡Maricón de mierda!

—Baja la voz; si alguien viene, tendré que reventarte.

Tocaron a la puerta.

—¿Todo está bien? —preguntó una voz delgada.

Respondí que sí, cuando oí pasos alejarse, volví a la cargada.

—¿Tienes nombre o prefieres que te llame Rengo?

—Chingas a tu madre —tartamudeó el tipo, levantando un poco la cara hacia su pierna.

—No sale sangre, Rengo, pero si no vas pronto a un médico, podrías pescar una infección y perder la pata. ¿Te imaginas?, rengo de un lado y del otro lado sin pierna…

—¿Qué quieres de mí, cabrón?

—Acabas de hacer la primera pregunta inteligente. Por cierto, cuando en el Vips te pregunté cuánto tiempo me tomaría tener un cuerpo como el tuyo, no hablaba en serio. Estás deforme, y mírate las piernas, si sigues poniéndote mamey de arriba, las terminarás rompiendo como dos palillos.

—Tu cuerpo sí que da asco.

—Tu amiguito Óscar no me veía de ese modo…

—¿Óscar?

Le dejé buscar sus propias respuestas.

—¿Todo esto tiene que ver con Óscar? —interrogó incrédulo—. ¿Te lo estás tirando? ¿Me disparaste sólo por ese putarrete?

—Se trata de otro asunto…

—¿Entonces qué? ¡Di ya qué quieres! —Comenzó a temblar de dolor.

—Alicia del Moral.

Titubeó al decir que no la conocía, su vacilación me hizo sentir en el camino correcto. Lo siguiente era encontrar el método para hacerlo hablar. No sería fácil. Su pierna le preocupaba, pero aguantaba el dolor bastante bien.

Me lo tomé con calma y fui a buscar una bebida al frigorífico. Había botellitas minúsculas de brandy, tequila, ron, vodka y ginebra. Se me antojaba el brandy, pero la ginebra me hacía ojitos, pues me recordaba el palo fallido que estuve por echarme con ojos azules. Me decidí por la ginebra.

—¿Quién mató a Bazuca? —volví sobre el rengo.

—Ahora Bazuca…

—Te lo cargaste cuando te dijo que alguien fue a buscarte al gimnasio, quizá te quiso chantajear con darme tu dirección si no pagabas su silencio y por eso resolviste aflojarle los sesos a mancuernazos…

—No sé de qué me estás hablando, hijo de tu pinche madre.

—Muy bien, rengo maricón, si no quieres cooperar, nos quedaremos aquí hasta que te mueras. —Abrí la botella y bebí saboreando.

—¡No conozco a Alicia! ¿Es tu mujer? ¿Crees que me la estoy tirando?

—Mal intento, cuerpo de monstruo. Dejemos a Alicia para más tarde. ¿Qué hiciste con los setenta mil pesos?

—Me está doliendo mucho la pierna —se quejó—, si me desmayo, no te serviré de nada.

—Si te desmayas, te despierto a vergazos, y no le des a esa palabra un sentido que no tiene pero que te gustaría. ¿Qué hiciste con los setenta mil varos que cogiste del baño?

—Me estoy desmayando…

—¿Te los gastaste en ese puto Camaro de mal gusto?

—Me los gasté con tu mamá.

Eso sí me encabronó de súbito, imaginé a mi madre bailando tetas al aire para los borrachos en La Vieja Andorra. Me levanté del sillón, fui hasta la cama, le puse esta vez tres almohadas encima de la misma pierna al rengo.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó temeroso.

Le metí otro tiro. Enseguida, cambié las almohadas a su boca para ahogarle el grito. Cuando se las quité de la cara, estaba desmayado. Cogí una botella de agua del frigorífico, iba a echársela en la cara al rengo, pero despertó por su propia cuenta.

—¡Puto, puto loco! —chillaba desgarradoramente.

—Habla o sigue un brazo.

—¡Yo sólo puse la casa! —confesó.

—¿Qué casa?

No respondió, acerqué la almohada a su estómago.

—¡La pinche casa donde se llevaron a la muchacha! ¡No me mates, cabrón!

—¿La tienen ahí?

—¡Sí!

—Iremos juntos a buscarla.

—Nos van a matar a los dos, pendejo.

—¿Cuántos hay?

—Tres, pero el chino es el más cabrón.

—¿Quiénes son los otros dos?

—Sara y Pepe 4.

—¿Son peligrosos?

—¿Tú que crees?

—¿Quién es el jefe?

—Pepe 4.

—¿Cómo es la casa?

—¡Puta madre! ¡La quieres alquilar o qué chingaos! ¡Ya te dije todo, ve por la puta niña y déjame aquí para que llame a un médico!

—Eso no es posible y tú lo sabes, tendrás que venir conmigo.

—¡No llego vivo!

—Verás que sí, un poco de optimismo, hombre. —Intenté levantarlo, comenzó a poner los ojos en blanco, así que lo devolví inmediatamente a su lugar. Abrí el botellín de agua, le hice beber un poco. Comprendí que si lo quería llevar conmigo, tendría que detenerle la hemorragia.

—Voy a hacerte un torniquete. Usaré tu camisa, yo tengo pocas.

Gruñó con la boca cerrada como dándose fuerzas para no desmayarse, sus ojos me miraban aferrados a la vida. Le quité la camisa, la rasgué de un tirón.

—Ahí se está haciendo un remolino. —Señaló asustado un rincón del techo.

—Sigue respirando, Rengo, voy a apretar fuerte la camisa, ¿de acuerdo?

—Mira el remolino, puto, mira el remolino…

—Aguanta, aguanta un poco…

Apreté con fuerza la camisa en su pierna y en vez de que la sangre se detuviera comenzó a extenderse por todo el pantalón y la camisa. El rengo puso ojos de espanto.

Quité la camisa y comencé a bajarle rápidamente los pantalones, no supe qué había hecho mal cuando vi su pierna bañada en sangre, quizá le había jodido la femoral. Levanté los ojos para decirle alguna mentira de su situación, pero no hizo falta: la mirada del tipo estaba fija en el techo de la habitación.

«La cagaste, Gil Baleares», me dije mientras me lavaba las manos. Había matado a mi único nexo con Alicia del Moral.

Regresé a hurgarle los bolsillos al muerto, su cartera tenía cuatrocientos pesos y una foto de Brad Pitt. Me guardé el dinero y mandé a Pitt al carajo. Moví al rengo para revisar los bolsillos traseros y cayó de la cama. Cogí las llaves del coche y salí.

Afuera, en la administración del hotel, el encargado me lanzó una mirada morbosa.

—¿Ya listo?

Hice una seña con mis manos de que mi «amiguito» se había quedado dormido. El tipo me sonrió mordaz.

Subí al Camaro y lo saqué en reversa del estacionamiento.

Mientras me enfilaba rumbo al sur de la ciudad, saqué cosas de la guantera. Una fusca calibre 22, lentes oscuros, lubricantes de golfo de baños públicos y la credencial electoral del rengo. Camilo Mota del Río Cueto. Dirección en Iztacalco.

Me encaminé por una calle estrecha, reaparecí en una arteria ancha y esta vez me enfilé rumbo al oriente de la ciudad.

Al poco rato, crucé frente a la concesionaria de coches y me tocó mirar cómo dos fulanos quitaban el letrero de las rebajas de septiembre. Uno de ellos era Aniceto Pensado.

Lamenté no haber encontrado la forma de que el rengo me diera los setenta mil machacantes, pero me consolé pensando que si las cosas no salían bien, podía vender el Camaro en la colonia Buenos Aires a la runfla de desvalijadores. Quizá me darían los diez o quince mil pesos y con esa plata llegaría a fin de mes y recontrataría a Lupe. También podría vivir a cuerpo de rey una semana en Cuernavaca en el viejo hotel La Selva, donde haría un ménage à trois con morfina y Ginebra embotellada.

Una procesión luctuosa me hizo ir a vuelta de ruedas sobre la avenida Santiago en Iztacalco, el grupo de dolientes se dirigía al panteón con el protagonista en hombros, pero no de pie, sino vertical y en su estuche de metal gris, gris como mi Tsuru perdido. El aire olía a humo de velas. Hubiera sido irrespetuoso tocar el claxon para que esa larga fila se dispersara; no lo habrían hecho, más bien me habrían linchado. No había forma de decirles que el muerto estaba muerto y Alicia del Moral tal vez con vida.

A los lados del Camaro, pasaban chorros de gente, ninguno lloraba, incluso iban con aires de paseo. Decidí aparcar antes de llegar a una avenida ancha que cruzaba Santiago. Me escondí la fusca calibre 22 en el calcetín y revisé que la 45 estuviera en mi costado, después marché unido a la procesión, despacio, pero rebasando discretamente a las personas hasta que llegué junto a los tipos que cargaban el féretro.

Ese espectáculo habría sido imposible en otra parte de la ciudad, Iztacalco aún tenía aires prehispánicos, no en sus casas desiguales de autoconstrucción y varillas salidas como puñales en las azoteas, pero sí en sus costumbres.

La alarma de un reloj de mano me hizo mirar el mío. Eran nueve con veinte de la noche. No fue difícil encontrar la calle que nombraba la credencial del rengo, Tizoc, pero sí el número, no existía el 25 y no era buena idea tocar puertas al azar. El ruido chispeante del aceite hirviendo me hizo descubrir un puesto de fritangas en la esquina. Fui y pedí dos quesadillas de sesos y una Coca-Cola. Enseguida, recibí miradas de pisar terreno ajeno por parte de la vendedora y de los tres fulanos que comían ahí de pie. Decidí cenar tranquilamente y volver con luz de sol, acompañado por algún recomendado de José Chon, bueno para el riesgo.

—Dos de calne.

Era un chino fuera de lugar en Iztacalco.

—¡Gil Baleales! —me espetó alegremente.

Me sentí desenmascarado.

—Inada Yushimo, secundalia 148.

En cuanto dijo eso, un rostro redondo de ojos orientales, de dientes frontales encontrados, vino a mi cabeza como un rayo caído en la montaña. También el apodo con el que lo jodíamos los demás preadolescentes: Chingadasuchina.

—¿Gil?

—Sí, Gil, cuántos años, ¿verdad?

Tleinta y tles, la edad de Clisto. —Inada soltó una carcajada que animó a los extraños que estaban ahí comiendo, eso pareció relajarlos y convertirme ipso facto en conocido.

Vinieron las preguntas obvias, las medias verdades. Inada me dijo que era dueño de una refaccionaria de coches, yo agente de seguros. Dijo que tenía tres hijos y que los tenía estudiando en Europa; yo, una hija y una mujer que me adoraba. Le pregunté si había vuelto a Japón. Negó sin palabras. Cuando se acabaron las preguntas, hubo un silencio incómodo, el de dos tipos que ya no encuentran suficiente el ayer para sostener el presente. Nos dimos direcciones y teléfonos, falsos por supuesto. Chingadasuchina me estrechó la mano, suave mano pequeña, yo le di la mía viéndole la frente lisa y pensando ahí le metería un tiro dentro de poco tiempo.

Se alejó por la calle, decidí que lo seguiría cuando me aventajara diez o quince metros, tendría lista cualquier excusa si volteaba a verme. La suerte o el peligro vuelto imán estaban de mi parte: no tuve que seguirlo; entró en un portón negro de la misma calle sin que yo me moviera del puesto de fritangas. Pagué la cuenta, di las buenas noches y eché a andar en dirección contraria a la puerta. Rodeé toda la calle y volví por el sentido opuesto. Sin detenerme, miré la puerta: era el número 25. El rengo había dicho la verdad.

De nuevo di vuelta a la calle, detrás de la casa había una vecindad con un patio largo. Se oía el ronroneo de los gatos y el goteo del agua en una tinaja. Al fondo del patio se levantaba un muro que en la oscuridad, me pareció desportillado. Crucé sin pensarlo dos veces, llegué al muro, acerqué un tambo y me subí encima a echar una mirada. Del otro lado del muro había un patio pequeño. Subí la barda y me descolgué sin bronca. Lo siguiente fue decidir entre una puerta o la escalera de caracol que llevaba a un segundo piso. Opté por la escalera, siempre me sería ventajoso bajar desde un segundo piso echando tiros.

Al final de la escalera, me encontré con una puerta, hice visera con la mano tratando de aclararme el interior de la habitación. Mi propia cara se dibujó en el vidrio, fantasmal y traslúcida. Saqué la 45 y abrí sin más.

—No te muevas —le ordené a un bulto sentado en una silla.

Llevé una mano al botón de la luz sin dejar de apuntar. El hombre de la silla no se movió. Descubrí en esa cara deforme a Marcial Oviedo, sus ojos eran dos manzanas reventadas que chorreaban una miel pegajosa color oscuro. Lo moví con un pie y estuvo a punto de caerse de la silla, lo detuve antes de que hiciera ruido. El ángulo que su cuerpo formó con la horizontal de la silla tuvo la suficiente inclinación para mostrarme la descarnada imagen, tenía un martillo metido entre las piernas, sólo la cabeza de fierro transversal estaba afuera.

Más allá, sobre un buró había un frasco de crema abierto, medicinas y jeringas.

Volví a mirar a Marcial, recordando su altanería de buen gusto. Se la había llevado consigo.

—Se movió como una puta —espetó una voz.

Inada apareció en la puerta opuesta a la que usé para entrar, es decir, en una que conducía a la casa, me apuntaba con un cuerno de chivo. Intenté levantar la 45.

Segulo te leviento… —me advirtió.

Dejé caer la pistola al suelo. Con la punta del cuerno de chivo, Inada me indicó que me alejara del muerto. Obedecí y Marcial cayó de costado contra el piso, su cabeza escupió una masa repugnante. Me extrañó que no oliera mal. El chino parecía disfrutar con mi asombro, sus facciones se estiraban y sus ojos se hacían invisibles, pero no por eso dudé de que me seguía observando.

—Ven…

Obedecí, pasé por delante de Inada, esperando recibir un golpe o una ráfaga de tiros en la espalda.

—Sigue…

Bajé una escalera amplia de piso de mármol blanco, no echando tiros como lo había planeado, sino capturado. Abajo estaba una mujer y un hombre, jóvenes los dos, jugando algún juego de tablero, había tragos y una caja de Marlboro colocada casi al borde de la mesa.

—Sara y Pepe 4 —saqué la voz.

Me miraron a la defensiva.

—Camilo me envió para decirles que…

—¡Ciela hocico! —Inada me mandó escalones abajo con la culata del cuerno de chivo pegada a la espalda.

Rodé hasta los pies de la mujer. Me miró desde sus ojos inexpresivos, parecía una muchacha no de baja condición social. Yo, desde el piso, le devolví un gesto sereno. Pepe 4 se puso de pie y ladeó la cara para mirarme, su pelo largo le rozaba el filo de los ojos; esbozó una sonrisa:

—¿Y tú qué, pedo?

Reconocí en su tersa voz al tipo que había jodido a Del Moral con las llamadas telefónicas.

—Camilo Mota del Río —insistí—, me dijo que viniera a cobrar…

—¿A cobrar qué?

—Gil Baleales se llama —reveló Inada—, su padle es un puto judicial.

Miré a Inada.

—Saliste en el peliódico, pendejo, te enconltalon cogiendo con dos putos, ¿no te acueldas? Así que no te hagas el anónimo.

—Camilo me dijo que viniera —repetí—, dijo que…

Inada me interrumpió golpeándome con el cuerno de chivo en la boca. Coloqué la punta de la lengua contra mis dientes superiores y los moví con relativa facilidad.

—Súbelo pa’rriba y dale ley garrote —ordenó Pepe 4.

Me levanté del suelo antes de que me lo pidieran de mala educación, subí las escaleras por mi propia cuenta. Detrás de mí venía el chino. Miré hacia abajo, la mujer era realmente una belleza felina de piel color nogal, tenía clase. Pepe 4 regresó a su sitio frente al tablero. Reiniciaron la partida sin mayor problema.

Ya en la habitación, Inada me ordenó bajarme los pantalones, obedecí pudoroso hasta la altura de mis tobillos, palpando al paso la calibre 22, que seguía metida en el calcetín. Cuando Inada vio mi bulto sonrió placenteramente. Me advirtió que se me pondría erguido al sentir el martillo adentro. Se desplazó sin dejar de apuntarme con el cuerno de chivo, brincó sobre el cadáver de Marcial Oviedo y llegó junto al buró. Cogió el frasco de crema.

—Como somos viejos amigos —dijo mostrándome el tarro—, suavecito…

Calculé mis oportunidades, no eran muchas, una remota e improbable, sacar la 22 del calcetín y disparar, eso frente a la velocidad de un cuerno de chivo y no tropezar con mis pantalones atascados en los pies.

—No entiendo que haces metido en esto…

—¿Vas a hacelme platiquita?

—Pensé que de grande serías comerciante al mayoreo…

—¡Ay! —Inada se dobló un poco, riendo y lamentándose sin que yo entendiera por qué—. ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Qué puta memolia la tuya! ¿De dónde piensas que salió la ley galote? ¡Los cablones de la secundalia! Ellos me la enseñalon, ahola yo la patenté.

Me ordenó sentarme en la silla donde había estado Marcial. Inada hundió el mango del martillo en el frasco de crema sin dejar de mirarme, se acercó y colocó la punta del martillo entre mis piernas, sosteniendo el cuerno de chivo con una mano. Abrí las piernas todo lo que pude. Inada se sorprendió tremendamente.

—¡Así mejol! ¡Así mejol!

El cadáver con gesto de espanto de Marcial Oviedo a medio metro de distancia me pareció mi futuro más próximo, la puerta por la que había entrado, una añoranza. Dos lagrimones saltaron de mis ojos cuando vi el martillo a mitad de camino. Le sentí correr, atropellar tejidos, dignidad.

Me incliné un poco hacia la pierna derecha donde escondía la 22.

—¡Quieto!

Mi postura no me permitía doblarme demasiado, estaba perdido. Mi vida corrió frente a mis ojos entera y sin corte a publicidad. Los mejores pasajes tenían que ver con la lluvia, la falta de malicia, el aroma fresco de una muchacha mirándome desde una terraza en primavera. La tristeza tomó el lugar del miedo, tristeza de morir sin haberle dado un mordisco a la vida, un consejo sabio a la hija, un abrazo a la madre desconocida, una queja reflexiva al Perro Baleares. Anticipé la foto de mi cadáver en los diarios y que Ana y la niña llegaran a verlo. Aun muerto, les haría daño.

No lo pensé más, me doblé todo lo rápido que pude y saqué la 22 junto con un grito ahogado de dolor. Inada abrió los ojos del tamaño de un occidental cualquiera y recuperó el cuerno de chivo con ambas manos, llegó tarde, pues le reventé un tiro en la boca y lo vi alejarse de espaldas, manoteando como si nadara para atrás. Una ráfaga de fuego salió del cuerno de chivo, luego la dejó caer. Se arrastró por el arma, haciendo ruidos de foca, y se quedó tendido y orillado cerca del buró. Sus pies se sacudieron un par de veces antes de morir, al final una mancha de sangre aceitosa se extendía de su cráneo y se unía al cuerpo de Marcial Oviedo.

—¡Inada! —gruñó la voz de Pepe 4 del otro lado de la puerta.

Cogí el cuerno de chivo y lancé una ráfaga contra la puerta desperdigando trozos de madera. Nunca había usado un arma de ese calibre, así que parte de los tiros pegaron en el techo y en el suelo. Cómicamente, había disparado con el pantalón bajado y me detuve a componerlo antes de que la acción subiera de tono. Después que se dispersó el humo, escuché un ruido de rodar por las escaleras y un aullido hondo. Otra vez hubo un breve silencio, después pasos que bajaban a tropezones y una voz diciendo que me iba a matar por hijo de mi puta madre, la voz había sonado tan desgañitada que no supe si era la de Pepe 4 o la de la mujer.

Me descubrí en el espejo. El cuerno de chivo temblaba en mis manos. El rengo había dicho la verdad, el chino es muy astuto, pero el chino estaba muerto. Y ese chino amigo de la infancia se había ido a ese lugar donde estaban los demás amigos lejanos, a la bruma de mi desmemoria. Miré su cadáver.

Todo el mundo sabe que los chinos no envejecen, que nada más se secan.

Había dos alternativas: escapar por la escalera de caracol o salir como lo pensé al principio, echando tiros. Opté por lo segundo. Abrí la puerta troceada a balazos. El cuerpo de la mujer estaba bocabajo a mitad de la escalera, su cara volteada hacia mí con los ojos fijos como si de verdad me estuviera observando, pero la postura imposible del cuerpo y la sangre no se equivocaban. Estaba muerta. Pasé junto a ella y cuando mi pie asomó al siguiente escalón donde la escalera cambiaba de ángulo, una ráfaga de disparos me hizo regresarlo a su sitio. Tropecé y caí sentado en el vientre de la muerta.

—¿Era tu mujer? —grité, temblando de miedo—. Voy a arrastrarla hasta el cuarto. Tengo mis putas perversiones igual que ustedes.

Pepe 4 no pareció soportar aquella idea, apareció disparando frente a mí. Yo tenía la ventaja desde mi posición, tiré del gatillo con la absoluta idea de no soltarlo hasta que se terminara la última bala. Sólo salió una ráfaga, pero bastó para desbaratar al hombre. Se fue de lado como siguiendo su propia cabeza que se salía de su sitio, pero no se largó sin disparar una buena ráfaga de tiros que destrozó el barandal de la escalera e, irónicamente, hicieron sacudirse el cuerpo de la mujer como a una hija de Frankenstein resucitada.

Aunque ya no había disparos, permanecí agachado varios minutos. Respiraba agitadamente, tenía ganas de reír o de llorar. Cuando recobré cierto control, bajé y cogí mi 45 que estaba en la mesa junto a los cigarros.

Recorrí las habitaciones. Eran tres. En la última encontré fajos de billetes desperdigados junto a una maleta deportiva color gris. Dos millones de pesos sin duda alguna. Los guardé apresuradamente. Subí la escalera de la casa, crucé el cuarto y me asomé a comprobar mi recuerdo. Ahí estaba aquel tubo de latón pegado a la pared junto a la escalera de caracol, cogí cada fajo de billetes y lo fui echando al interior, les oí correr, pero el último no cupo, así que regresé con él a la sala, lo tiré sobre la mesa. Mis ojos recorrieron el tablero de juego. Cogí los dados y los arrojé al centro.

Un llanto surgió debajo de la mesa.

Había un cuadro marcadamente diferente al resto del suelo de parqué. Retiré la mesa, metí los dedos en el cuadro y levanté una tapa de buen tamaño. La luz de la sala cayó al interior de una habitación subterránea e iluminó aquel rostro confundido entre mechones de cabellos.

—¿Alicia?

Intentó sonreírme, pero sólo pudo dibujar una mueca de espanto.

No hubo periódico en el que no saliera la noticia. ALICIA DEL MORAL, VIVA… LA CIUDAD DE MÉXICO TIENE UN HÉROE VENGADOR… ¡ENCONTROLA Y LIBEROLA! Y un largo etcétera lleno de fotografías, mías y de los muertos. El escenario donde sucedieron los acontecimientos parecía ficticio, como inventado por un director de cine de gran guiñol. Otro acontecimiento divertido fue que me buscaron para hacer un programa de televisión, querían ponerme un equipo de gente que anduviera conmigo las 24 horas. El reallity de Gil, se llamaría. Divertido, pero los mandé a chingar a su madre con todo su mundillo descarnado de la televisión.

Leer uno de esos periódicos o ver un noticiero significaba lo mismo, incluso coincidían en el dilema sobre el dinero desaparecido. La poli sólo había encontrado el fajo de billetes que dejé a la vista. Yo había tendido una buena coartada, aseguré que uno de los secuestradores se me había escapado. Así que lo buscaban: era un metro con ochenta, tez morena, frente amplia, me lo inventé tan bien que podía verlo en mi cabeza. El tipo se había largado con los dos millones de pesos, de fijo.

Mi coartada quedó bien respaldada, pues, como decía Osiel, el secuestro es un negocio de muchas manos, así que otros andarían por ahí. Yo mismo no dudaba de eso.

Días después, me doblegué en cuanto a mi padre y fui a pegar papeles con su foto en las estaciones del Metro y en las delegaciones. BLANCO QUEMADO, OJOS VERDES, RESPONDE AL NOMBRE DE ÁNGEL O PERRO, decían los boletines, TIENE UNA CICATRIZ EN LA SIEN Y PADECE DE SUS FACULTADES MENTALES.

Visité a Lidia, la enfermera que lo atendió, me aseguró que mi viejo no estaba con ella. Terminé de creerla cuando aquel médico del coche lujoso me dijo que, si volvía a molestarla, me clavaría un bisturí en el culo. Era creíble que esa mujer no necesitaba un viejo pensionado para ser feliz.

Una tarde de sábado, me presenté invitado a la fábrica de Mariano del Moral. Los mariachis entraron cantando Cielito lindo y llegaron frente a una mesa cuya protagonista principal era Alicia. Su madre la loba de uñas ganchudas, se limpió una lágrima. Mariano dijo un breve discurso frente a los trabajadores del dulce, aprovechó para decirles que cerraría pronto la fábrica por la caída de las ventas y de paso atacó a las transnacionales del dulce gringo. Los obreros, mujeres en su mayoría, lo miraron con ganas de que el pastelote, que estaba al centro de la mesa larga, estuviera envenenado.

Yayo estaba ahí con dos muletas y el rostro un poco envejecido.

—Dios la rescató —dijo Del Moral.

«Si así quieres llamarme», pensé…

—Dios puso a este hombre —dejó caer su mano en mi hombro— en el camino correcto. Mi mujer y yo siempre le tuvimos fe y él lo sabe. ¿Verdad que lo sabe, Gil?

Asentí alzando mi vaso de plástico con puta sidra tibia del Gaitero.

—Dale las gracias —le pidió Del Moral a su pequeña flor.

Alicia se levantó de su lugar, vino hacia mí. Era bonita como una indígena de película mexicana de los años cuarenta. Su mirada no tenía malicia, pero sí un atisbo de sufrimiento que amenazaba volverse permanente. Pensé en Prudencia, la hija de José Chon, Alicia me la recordó.

—Gracias, Gil —me dijo la muchacha con voz fresquita y me besó la mejilla.

Intenté darle un abrazo sincero, pero su madre me la quitó tan rápido como un mago hace desaparecer a una paloma.

Los mariachis cantaron seis canciones más. Los odié, pero eso no era novedad. Y como rezaba una de sus canciones, los mariachis callaron, pero apareció un grupo tropical cuyo tambor decía LOS JARIOSOS DE LA O.

—¿Baila? —me preguntó una de las empleadas, cacariza y dientona.

La mandé de paseo.

Cogí mi trago y fui a husmear. El proceso de la fabricación de dulces no parecía complicado. Toficos queridos, Toficos de mi infancia, chiclosos de leche quemada, de cuando no había juegos electrónicos y uno salía con una caja de cartón en la cabeza para mojarse bajo la lluvia y simular que andaba de taxista por las calles, acompañado de tres rufianes como tú, los mejores amigos que te podía dar la vida.

Yayo se acercó cojeando. De aquí en adelante se parecería al rengo, tal vez aquél se había reencarnado en éste para seguir gozando a tope.

—Soy mi abuelo reencarnado —me dijo.

Le sonreí. Él hizo lo mismo y rejuveneció un poco.

—En serio, Baleares.

—¿Cómo puedes estar seguro?

—Lo soñé.

—¿Y tú misión? Tal vez tu madre te mintió.

—Mañana me voy con mi sobrina, lejos, puede que en ese sitio descubra mi misión.

—¿A qué lugar se van?

—Es secreto de Estado…

—Entiendo.

Yayo dijo que no me guardaba rencor. Dio la vuelta y se fue.

Al rato se me acercó Del Moral. Metió la mano al bolsillo, sacó un papel doblado y me lo dio con cara de regalarme la medalla de honor de su abuelo militar. Era el cheque por los veinte mil pesos más una gratificación de cinco mil machacantes. Me dieron ganas de rehusarlos, diciéndole que después de tanto sufrimiento, mi pago era ver viva a su hija, pero temí levantar sospechas. Cogí el cheque, le di las gracias, bebí la sidra y me largué de ahí. Al pasar junto a la puerta, me detuve brevemente a mirar a Estrella del Moral, pero ella no doblegó la mirada, abrazó a su hija como protegiéndola, supongo que el instinto de mamá loba le reveló que yo no era del todo de fiar.

En la calle, sonó el móvil que me regaló José Chon. Escuché unos segundos y respondí:

—Voy para allá…

Ginebra preparó las bebidas, Osiel me contó que le habían nacido florecillas a una gardenia y perfumaban la azotea, incluyendo la casa de una vecina que se mostraba agradecida. También había un par de cactus recién adquiridos junto con varias revistas acerca de sus cuidados y propiedades curativas. Las anécdotas sobre mi padre siguieron a las de las plantas. No quería hablar de él y cambié de tema en cuanto pude.

—¿Para qué querías verme? Si es por lo de la ropa, no voy a aceptarla.

—¿Lo ves? —Osiel le guiñó el ojo a Ginebra—. Este cabrón es un orgulloso.

Ginebra, sentada en su silla reclinable de tela, me lanzó una mirada que me recordó la forma en que me comía la cara con los ojos antes de besarnos.

La tarde corrió entera junto con varias cervezas. Yo bebí todas las negras que me cupieron en el estómago y en la vejiga. Osiel estaba posponiendo algo que le comía la lengua. Hice lo mismo, no hablar, algo me decía que ésa sería la última vez que disfrutaría de aquel paraíso tropical en la azotea.

—¿Y bien? —Osiel se palmeó las rodillas—. ¿Qué fue de los dos millones?

—Los escondí en una tubería de la casa —espeté sin vacilar—. Pienso volver por ellos cuando todo esto se tranquilice. Pasaron las lluvias, así que no hay bronca de que les pase nada, además, tapé la tubería con una bolsa de plástico en cada extremo.

Osiel y Ginebra se miraron dubitativos. Enseguida, él rompió a reír y se rascó la cara de días sin rasurar, hasta enrojecerla.

—Eres malo para los chistes, cabrón, los dices como si fueran ciertos.

—¿Por qué no nos cuentas cómo era el fulano que se escapó? —dijo Ginebra.

—Ya lo conté muchas veces, un tipo feo y alto, salvé a la niña, no hay más que contar. Le corté un pedazo de cola a la serpiente, andará herida en los rincones, arrastrándose despacio hasta que se recupere y vuelva a morder con más veneno. Estoy consciente de eso. ¿Algo más?

Osiel destapó otra cerveza, me la puso en la mano y me miró abiertamente. Sus ojos tenían un aire de furiosa tristeza.

—Ginebra, dale el regalo a mi amigo.

—Espero que no sea la ropa otra vez —sonreí.

Ginebra bajó la escalera. Osiel y yo nos quedamos mirando el follaje y más allá el cielo limpio, hasta que su chica regresó con su bolso pequeño en la mano.

Se sentó frente a mí.

—¿De qué se trata? —Dibujé una sonrisa de niño al que le van a regalar unos bombones.

Ginebra metió rápido la mano en el bolso, esa mano tembló levemente a la vez que sus ojos lanzaron un destello decisivo. En un solo movimiento, yo metí la mano debajo de la silla donde había guardado mi 45 cuando Osiel miraba el horizonte, la levanté y sin chistar disparé un solo tiro en el pecho de la mujer. Ella gruñó ahogándose en su sangre, tuve que apartarme para no ser bañado por el chorro escarlata que saltó del pecho.

—¡Cabrón! —chilló Osiel.

Giré el arma y le tundí dos disparos también en el pecho. Él no sangró. Abrió brazos y piernas, ampliamente. No se le cayó la botella de cerveza. Comenzó a jalar aire en intervalos. Me puse de pie y miré los ojos de la mujer, dos trozos de mar en calma. Vacié el bolso sobre la mesita de centro, de él cayó una calibre 38. Me pregunté cómo sería al revés, yo sentado ahí, observado por ella.

Fui frente a Osiel, no podía concentrar sus ojos en mí, se le iban fácilmente hacia arriba.

—El juego de las serpientes y las escaleras —le dije—, el que mencionaste, Pepe 4 y Sara lo estaban jugando. Eso, y que cuesta caro viajar por todo el mundo y tener una chica así cuando eres un pobre diablo.

No sé qué pensó de mis palabras. Su mirada se movió hacia el follaje de sus plantas y esta vez se quedó quieta. El timbre del móvil me estremeció. Fue como cuando Osiel me había citado un par de horas atrás. Respondí alucinando que volvería a escuchar su voz ansiosa pidiéndome que viniera a verlo.

Desde luego no era él, pero sí se trataba de otra sorpresa.

—Voy para allá.

Quería llevarme algo de recuerdo, quizá una planta pequeña o una botella de ron. Miré a Osiel y a Ginebra sentados a cierta distancia el uno del otro, muy parecidos en las posiciones, parecían disfrutar de su paraíso artificial. Eso fue lo único que me llevé de ahí, aquella imagen de falso verano.

* * *

Una treintena de personas asustadas y curiosas se agolpaban frente a las puertas del templo evangelista. Dos paramédicos aguardaban cerca de una ambulancia y dos policías intentaban dispersar a la gente. Me pidieron que me fuera, mostré rápido mi credencial y añadí mi nombre, sabiendo que gozaba de mis quince minutos de fama.

—Hay un tipo adentro —dijo uno de los polis, mirándome como a Dios que baja en una nube—. Apuñaló a uno, tiene a otro y dice que se lo va a chingar. Según esta gente, el fulano se violentó en medio de la misa.

Mostré el móvil al poli:

—Se llama José Chon y lo tengo en la línea.

—¿Y qué es lo que quiere?

—Morir —respondí—. Voy a entrar…

—Bajo su propio riesgo.

Acerqué el móvil a mi oreja, escuché la respiración aplastada de José Chon.

—Voy a entrar, amigo…

—Quédate o también te chingo, ya no ando en mi juicio.

—Si me hablaste, fue por algo.

—Sí, para decirte que tienes la culpa de esta desgracia, ahora vete y que Dios te perdone porque yo no puedo.

—Lo discutiremos de frente.

—¡A la mierda, dije! —Colgó.

Los policías me miraban expectantes.

—Dice que entre…

La gente y los dos policías me abrieron camino. Crucé arrepentido al instante.

En la parte central del recinto, grande y sobrio, estaba José Chon sosteniendo un cuchillo largo de carnicero. Al parecer la herida había sido limpia, pues el cuchillo apenas tenía una leve capa de sangre en el filo. A los pies de José Chon estaba Juanelo moviéndose despacio como un feto en líquido amniótico. Más allá, en una banca larga, había un hombre sentado muy quieto, cabizbajo, de coronilla calva, de aspecto frágil. Parecía rezar.

—¿Y ése? —Di dos pasos hacia José Chon.

—¡No te acerques! —Levantó el cuchillo.

—¿Picaste a ese muchacho en la casa de Dios? —reprendí sin saber si estaba diciendo algo ridículo o adecuado—. ¿Qué va a pensar Jesús? ¿Crees que esto agrade a sus divinos ojos? —Busqué las frases de la Biblia y dije torpemente—: ¿Qué hay de aquella parábola: trata a la gente como quieras que te trate y límpiate los pies cuando nadie te haga caso?

José escupió una risilla dolorosa moviendo con desesperación la cabeza:

—¡Ay, cabrón, sabes una chingada!

—Podemos volver a la senda del bien.

Su risa resonó en el templo.

—Vamos a hincarnos y a rezar para que Dios salve la vida de Juanelo. Míralo, todavía se mueve. Afuera hay una ambulancia, aún es tiempo…

—¿Alguna vez has matado un cerdo?

—No.

—Cuando les das un piquete en el hígado, ya se los cargó la chingada.

Miré a Juanelo, su cabeza parecía las voces y, en efecto, tenía una mancha de sangre a la altura del hígado.

—¿Y ése quién es? —volví a preguntar por el tipo que permanecía sentadito.

—El padre de éste. La otra noche fue a pedir la mano de mi hija. ¿No te parece mucha puta burla? ¡El güey se la roba y la tiene de su putita y encima viene con su padre a pedir la mano! ¡Ay, cabrón, no conocían a José Ramón Treviño! Les di veinticuatro horas para que me la devolvieran y se sacaran a chingar a su madre hasta Toluca. ¿Sabes qué hicieron, eh? ¿Lo sabes? Cabrones enanos. Presentarse aquí en el templo al día siguiente, volvieron a decirme lo mismo, que la mano de mi hija, que la araña tuerta… ¿Y para qué quieres su mano si ya tienes el culo?, le dije a éste. —Señaló a Juanelo con el cuchillo—. Última advertencia, les dije a los dos, quiero a mi hija, cogida y todo, pero mañana mismo la veo en casa o se van a acordar de mí. ¿Y qué pasó? Otra vez los dos cabrones en el templo, ofendiéndome, ofendiendo a Dios, pero ya venía preparado. —Puso la punta del cuchillo sobre la cabeza de Juanelo.

Volví a mirar al padre del muchacho.

—¿Sabes lo que tengo en el bolsillo, José Chon?

—Ni puta idea.

—La 45.

—Pues sácala y mátame, me vas a hacer un gran favor, un pinche plomazo es lo que estoy implorando, verdad de Dios…

—Acabo de matar a un amigo, no quiero matar a otro el mismo día. ¿Te acuerdas de Osiel Langarica?, vengo de matarlo…

—Me vale madres.

—Tienes razón, todo vale madres. —Me di la vuelta para salir de ahí.

—¿Adónde vas?

—A la calle. No dejes vivo al padre de Juanelo, sería un infierno para él.

Escuché el eco de mis propios pasos hasta llegar a la puerta. Un ruido de fierro reverberó por todas partes. Me volví. José había soltado el cuchillo, se desplomó de rodillas.

—¡Te chingué, manito! —comenzó a decirle a Juanelo—. ¡Te chingué! —Lloraba.

Emprendí el camino anterior, pateé lejos el cuchillo.

—A lo mejor no le toqué el hígado —dijo José Chon—. ¿Verdad, Gil?

—Seguro que no.

—¡Que Dios me perdone!

—Seguro que sí.

José Chon se puso de pie, me observó unos segundos y se encaminó a la puerta. Al pasar junto al hombre de la banca, le miró fugazmente y le dijo:

—Hubiera insistido yendo a mi casa, pero no aquí en el templo.

El hombre no levantó la cara.

Al cruzar la puerta, José Chon fue devorado por los ruidos de la gente.

Me incliné a revisar más detenidamente a Juanelo, le llamé por su nombre. Sonrió levemente e intentó decir el mío con esa palabra que siempre anteponía, «señor». No había nada que hacer, estaba muerto.

—Estoy cagado en la casa de Dios —dijo súbitamente el padre.

Al momento entraron policías, paramédicos, periodistas y curiosos, trayendo con ellos un poco de Sodoma y de Gomorra o de Torre de Babel, no sabría precisarlo.

Los días corrieron a mi favor. Aquella nueva hazaña del templo evangelista trajo reporteros hasta la puerta de mi apartamento. Querían saberlo todo sobre el Chacal Carnicero y cómo le convencí de entregarse a la policía. Debo decir que siempre hablé bien de José Chon, era un buen hombre que no soportó la idea de ver a su hija formando parte de otra generación sacrificada de jóvenes sin futuro, cargados de hijos, deudas y mediocridades. En cuanto a Juanelo Patraña, confesé que José Chon y yo lo valoramos poco. Por su parte, José Chon, pedía perdón a medio mundo desde el reclusorio Oriente, aseguraba que el diablo le había ordenado matar al muchacho. El padre de Juanelo inició una huelga de hambre en el jardín de La Ciudadela pidiendo la pena capital en México. Afuera de su tienda, había una mesa donde cualquiera podía acercarse y estampar su firma en un papel o escribir un comentario.

Un día me pasé por ahí, oculto en anteojos oscuros, y revisé esos papeles. Cientos de firmas de capitalinos, cansados de la violencia y de los pocos huevos de los gobernantes para ponerle freno al caos, llenaban las hojas. Yo también firmé.

Cuatro o cinco días después, casi a finales de octubre, una tarde de cielo color pólvora, me encontré en la calle con Carmelo empapado de pies a joroba. Me dijo que había ido a firmar la hoja y en ese momento una ambulancia se llevaba al padre de Juanelo. La lluvia mojaba los papeles con firmas, según la descripción de Carmelo. Opinaba que habían envenenado al pobre hombre. Lo cierto es que falleció pocos días después, no de hambre, sino de un infarto cerebral.

Mi agenda rebosaba de nombres desconocidos esperando una entrevista para encargarme casos de secuestro. Yo gozaba de merecidas vacaciones en mi propia casa. No me apresuré a apañarme el botín. Preferí, junto con una botella de Daniel’s comprada esta vez con mi dinero, planear el futuro. Luego de muchas y descabelladas ideas, llegué a una conclusión: me largaría de la ciudad lo más pronto posible.

Visité un par de veces a Ana, pero nunca me abrió la puerta. Decidí darle tiempo al tiempo, pero un día, escondido detrás de un árbol como en esas películas de llorar amargo, la observé llevar a la hija a la escuela. No repetí la dosis de dolor.

Aquella tarde lluviosa, frente al espejo, revisé mi chamarra negra, grande y llena de bolsillos a lo Hemingway. Le pregunté a Lupe si me veía bien. (Había regresado al trabajo a condición de un incremento del treinta y cinco por ciento de sueldo más un pago extra por haberle hecho topless involuntario al viejo; me dijo que él no había intentado violarla el día de la pecera rota, pero que se liaron a cabronazos cuando la ofendió). Lupe me hizo una seña con los dedos de okay, la chamarra me quedaba bien.

Subí en el Metro en Centro Médico, transbordé en Pino Suárez y bajé en Xola. Abordé un microbús que me dejó en la avenida Santiago. Caminé hasta la casa donde rescaté a Alicia del Moral, volví a trepar la barda de la vecindad. Esta vez, un vecino me vio hacerlo, pero yo ya había saltado del otro lado. Debía darme prisa. Subí la escalera de caracol, metí la mano en el tubo y saqué el primer fajo de billetes, estaba húmedo. Lo guardé en la chamarra y así hice con los demás fajos, sacarlos del tubo y guardarlos en mis bolsillos.

Las voces de los vecinos del otro lado del muro comenzaban a escucharse.

Detrás de mí, sentí a los muertos, Osiel, Ginebra, Pepe 4 y su mujer, Bazuca, los fulanos de la ley garrote, Inada, todos ellos observando cómo me hacía rico en tres segundos.

Rompí el sello de seguridad que había puesto la poli en la puerta y me metí en la habitación. Parte del escenario seguía intacto, ahí sentí al último fantasma oliendo a Hugo Boss. Bajé la escalera recordando cuando me abrí paso a tiros. Visualicé a la mujer tendida a mitad de la escalera, a Pepe 4 destrozado por las ráfagas del cuerno de chivo. El tablero de Serpientes y Escaleras seguía ahí, lo mismo que la caja de Marlboro jugando con el desequilibrio al borde de la mesa.

La puerta principal tenía cerradura, del otro lado del vidrio translúcido se veía una cinta de plástico amarilla, era el sello restrictivo de la ley. Comencé a sentirme acorralado. Intenté una tercera opción, regresé a la escalera de caracol y en vez de bajar, trepé a la azotea. Agazapado, fui mirando posibilidades; una de ellas era saltar a la casa de junto, pero ahí enfrentaría el mismo problema, ¿cómo salir? La otra era hacerle al hombre araña y descolgarme por la pared de la casa hasta la calle. No parecía buena idea. Decidí echar un ojo al patio de la vecindad. Ya no estaban los vecinos. Podía ser una trampa, pero más valía lo malo por conocido. No lo pensé más, regresé a la escalera, bajé al patio, me subí a la barda y caí del otro lado. Caminé a lo largo del patio sin correr, pero deprisa. El maldito móvil sonó dentro de mi chamarra. Los vecinos comenzaron a salir de sus viviendas con palos, cuchillos y hasta planchas en las manos. Bajé la cara y seguí mi camino.

—¿Qué buscabas? —preguntó uno.

Guardé silencio.

—Cabrón —dijo otro.

—¡Cabrón ratero!

Las voces arreciaron igual que la tormenta repentina. Saqué la fusca y pegué un tiro al aire, las dos olas de vecinos, una a cada lado del patio, se contuvieron un segundo, que aproveché para salir corriendo. Me detuve a media calle, giré y descubrí que los vecinos habían salido y me observaban como esos seres de ultratumba que no pueden ir más allá de sus límites.

El móvil ya no sonaba. Revisé el número, no era conocido. Caminé de vuelta, pasé frente a la barda del cementerio, la imagen de aquella procesión vino a mi cabeza. Llegué al Metro, subí al último vagón, pero aún ahí estaba lleno. Un tipo manco de ambas manos entró a pedir limosna hinchándose las venas del cuello en cada palabra gutural. El brutal sentido del humor me hizo soltar una risotada: en mi chamarra traía dos millones de pesos y ese esperpento se abría paso a golpe de muñones, el puto mundo era una cloaca de injusticias, todos formábamos parte de una tómbola, subíamos, bajábamos por sus paredes circulares, atropellándonos, sintiéndonos dioses y escupitajos. El móvil volvió a espetar un timbrazo. Esta vez respondí.

La voz fue contundente.

—Ya tienes el dinero, ¿verdad, puto?

Me había equivocado, la voz sedosa que torturara a Mariano del Moral no era la de Pepe 4: era ésta metida en mi cerebro, viajando en el Metro sin pagar pasaje ni pedir permiso.

—Vas a seguir mis indicaciones, pinche Rambo de cagada, o a tu padre le toca ley garrote…

El alma es un muro lleno de grietas, el dolor es lluvia fina, se filtra hasta llegar a lo más hondo. Vi la lluvia caer sobre la ventana, vi deformes siluetas entrar y salir de la vinatería abajo del edificio, cobijadas por la luz artificial del anuncio La Gallega Alegre. Parecían ajenos al dolor pero quién sabe, quién sabe si al cruzar las puertas de sus apartamentos se desmoronarían como yo dejando caer las llaves sobre la mesa. Si correrían ansiosos a encender la tele en busca de que la vida le sucediera a los demás y en una pausa a publicidad, preguntarse, ¿para qué tanto empeño, si moriré mañana o pasado mañana o en unos años? ¿Para qué tanto puto anuncio de coches lujosos o yogures ceros en grasa y venta de casas en la playa? Todo terminará.

Mi padre contra dos millones de pesos. Cada día que escombraba su habitación le quitaba algo: un día fueron las fotos con sus amigos de la policía, otro su manopla, otro más vacié las medicinas del buró. Quería desparecerlo despacio, no bruscamente, pero sí que al final tuviera que recurrir a mi cabeza para recordarlo y no que los objetos me saltaran encima sin previo aviso. Si alguna vez vendía el apartamento, terminaría por librarme definitivamente no sólo del Perro, sino de mis años de vida inútil, de esos objetos que siempre traían a mi cabeza las peores cosas; las dos sillas que sobraron del divorcio; el baúl rústico donde guardé mis documentos de la policía; mis pocos certificados de estudios; la pila de zapatos viejos comidos de las suelas por el cemento de la ciudad; una cesta a la que supuestamente mi madre había hecho una funda de tela.

El móvil hizo su segundo llamado. No me fue difícil no contestarlo. Eché a volar la imaginación como un pájaro ligero, pediría un par de taxis de sitio: uno para despistar, el otro para abordarlo e ir a dormir a un hotel cerca del aeropuerto. Al día siguiente, abriría una cuenta en un banco y dejaría ahí el dinero. Cogería un avión a Europa, a los Países Bajos, ¿por qué no? Me conseguiría mi propia Ginebra y gastaría con ella el dinero en base a la posibilidad de años que me quedaran por vivir…

—¿Por qué tardaste en contestar, puto?

—¿Cómo sé que está vivo?

Silencio. Un largo quejido familiar, remoto, perruno, cargado de cansancio, un ah de viejo del otro lado de la línea. Otro silencio, otro manotazo de lluvia en las ventanas. La sala estaba vacía, demasiado vacía y demasiado en orden.

—Ya lo oíste, cabrón, está vivo el puto. Y de ti depende de que siga así. Vas a hacer esto, hijo de la chingada. Llegas al periférico, a la altura de la pinche Televisa por adentro del periférico, pero justo adentro, güey. ¿Entiendes, mamón?

—¿Y después?

No hubo después. Limpié la 45, cargué balas, me puse la chamarra frente al espejo y pensé en esos cadáveres que aparecen en los diarios. Se vistieron antes de morir, se vistieron ellos mismos. No se habrían vestido de haber pensado hoy me matan, hoy no regreso vivo a casa para quitarme la ropa. Quizá yo también me estaba vistiendo para que me mataran.

No me arrepentía de mis pecados. Bueno, sí, de uno, del par de tundas que le metí a Juanelo Patraña. La verdad es que el muchacho siempre me había llamado, con mucha sinceridad, señor; por lo demás de nada valía echarme en cara el pasado. El divorcio había sido culpa mía, pero a fin de cuentas sólo era parte de una estadística de matrimonios fracasados. ¿Y la hija? ¿Podía arrepentirme de no haber luchado para estar a su lado? Quizá ése fue el mejor favor que pude hacerle…

—Puta lluviecita, ¿verdad, mi jefe? —El taxista calvito y sonriente me abrió la puerta del Volkswagen.

—Me gusta ver llover…

—Llo-verga viotas —albureó.

Avanzamos a lo largo de las calles, hablando de asuntos que no llevaban a ninguna parte, política, corrupción, fútbol. Pero la mayor parte del tiempo, guardamos silencio y cuando ese silencio se hizo demasiado pesado, el taxista bostezó de hartazgo y un dio un manotazo al volante.

Quedamos atrapados en Diagonal San Antonio donde conectaríamos con el periférico.

Sonó el móvil. Respondí tajante:

—Voy en camino.

—¿Por dónde andas?

—San Antonio…

—Cambio de planes, no entres al periférico, síguete derecho.

—Pero…

Otra vez teléfono muerto. Le pedí al taxista que siguiera derecho, no le gustó el cambio de planes. Sus mejillas se tiñeron de un color guinda serio, pero me obedeció.

El camino se volvió en una calle sinuosa y ascendente. Las llantas levantaban abanicos de agua sucia. Las pocas luces provenían de un mal alumbrado público y de algún puesto de fritangas. El ruido del motor se estremecía en el ascenso.

Otra vez el móvil.

—No más cambio de planes —reclamé.

—Cállate y escucha bien, ve al periférico.

—¿Por qué tanto desmadre? De allá vengo, tengo lo que quieres…

El móvil quedó en silencio.

—Al periférico —ordené al taxista.

—¿Adónde exactamente? —inquirió decidido.

—Te lo diré en el camino.

—Ahora.

—De momento no lo sé.

—Dígamelo ahora o se acabó su viaje.

—¡Al periférico, chingada madre! —aullé—. ¡Y deprisa!

Su cara se volvió un globo que contiene una explosión sin reventarse apenas, y me lanzó dos chispazos de ira y viró bruscamente hacia el periférico. La misma tortura, nos formamos atrás de una fila de coches que también pretendían entrar al periférico. Los cuartos traseros de todos esos coches parecían coleccionarse como lucecitas de Navidad. Bajé la ventanilla y dejé que el aire limpio de lluvia se llevara el tufo de nuestra promiscuidad nerviosa.

—¿Cuántas horas llevas manejando hoy?

—Todas —respondió el tipo, secamente.

Su credencial colgaba del espejo, leí su nombre.

—Antonio Sánchez —dije en voz alta.

Apenas parpadeó.

—Secuestraron a mi padre, Antonio Sánchez…

—No quiero oír.

—Es mejor que te lo cuente por si hay bronca…

—No quiero oír, no quiero, no quiero —balbuceó varias veces—, no, no, no…

—Entonces, calla y maneja.

—Lo bajo llegando a periférico —resolvió.

Avanzamos como coches empujados por manos de niños invisibles, uno, dos, tres centímetros. Uno, dos, otros tres centímetros. Antonio Sánchez encendió la radio, consideré que tal vez lo tranquilizaría, así que no le pedí silencio. La voz espesa de Toña La Negra Sentenció con absoluta gravedad: ¡Noche de ronda! De golpe me hundí en un mar de mierda desoladora.

De nuevo el móvil. Esta vez, Antonio compartió los nervios.

—¿Dónde andas? —preguntó la voz.

—Llegando al periférico.

—¿Y qué haces ahí?

—Tú me dijiste que…

—¡Yo no te dije ni madres! Regrésate a San Antonio.

—No lo voy a hacer.

El tipo me colgó. Sentí una explosión de calor en la cabeza. El rostro de mi padre mil veces repetido pero mil veces diferente, sus palabras duras, sus risotadas alegres, sus bailes de chango, su manota pellizcándome el cachete, todo volvió a mi cabeza en oleadas de angustia.

—A San Antonio, Antonio —le dije al taxista. Él detuvo el coche.

—¿Qué esperas? Muévete…

—Ahí está el periférico, a una calle…

—¡Qué te regreses, cabrón!

—¡No lo voy a hacer!

La discusión iba a seguir en alto, pero el ruido del móvil nos interrumpió.

—¿Ya estás en San Antonio?

—Apenas estoy tratando de encontrar un retorno…

—Pues no lo busques, síguete por el periférico. Te sales en el Toreo.

Colgó de nuevo.

—No —me dijo el taxista que al parecer había alcanzado a oír la voz—, yo no voy para allá. Son treinta pesos y aquí lo dejo.

—Al Toreo, ya escuchaste.

—No.

—Toreo de Cuatro Caminos.

—¡No!

Metí la mano a la chamarra y saqué un fajo de billetes.

—¿Cuánto dinero quieres, cabrón? ¿Esto te basta?

El tipo se puso pálido como si en lugar de dinero hubiera visto la 45.

—No quiero nada, no quiero broncas; bájese, no me pague.

Saqué el arma y le apunté a la cabeza pelona. Alzó las manos, tibiamente.

—Llévese el coche. Yo me voy a bajar, pero no dispare. Yo no la armo de pedo, nomás me bajo rápido, ¿sí?

—Maneja ya, puede venir una patrulla.

Esta vez no tardamos en entrar al periférico rumbo al norte de la ciudad. Toña La Negra había terminado su retahíla de quejas fúnebres. Agustín Lara, venido de ultratumba tomó su sitio con su voz chirriante y oxidada, pedía amor igual que un opiómano suplica entrar a la trastienda orgiástica de una casa de chinos.

—Pronto estarás en tu casa —le dije a Antonio.

—Eso sí quién sabe…

—Es cierto, a lo mejor te reviento, a lo mejor nos revientan a los dos y ese puto de Lara no se cansa de cantar aunque ya esté muerto. En realidad, el flaco cabrón se la pasa enterrando generaciones desde la ultratumba.

Casi media hora después, la fea estructura en forma de abovedada del Torerote Cuatro Caminos surgió a doscientos metros. El sonido del móvil no se hizo esperar.

—Estamos aquí —dije.

—No digas estamos —intervino Antonio.

Lo callé con una seña.

—¿Aquí dónde? —preguntó la voz.

—Ya lo sabes, en el Toreo.

—¿Y qué haces ahí, cara de culo fruncido?

—Tengo el dinero, ¿te lo entrego o seguimos jugando a que me asustas?

Unas risillas se oyeron del otro lado de la línea, el tipo no estaba solo.

—Sal del periférico.

Le señalé la salida al pobre Antonio que temblaba igual que una gelatina.

—Ya. ¿Ahora qué?

—Sigue de frente y donde está el muro verde con un payaso dibujado en un letrero grande das la vuelta…

—¿Qué payaso?

—Tu puta madre con nariz grandota…

Repetí las instrucciones en voz alta para Antonio.

—¿Por qué repites? —preguntó la voz suspicaz.

—Ya sabes que vengo en un taxi.

—¿Y cómo sabes que ya sé?

—Supongo.

—¿Ya viste al payaso, puto?

El payaso enorme sonreía con brutalidad iluminado a contraluz en lo alto de un edificio esquinal. Cogimos la calle estrecha, de un lado había casas desiguales, del otro lado un muro de ladrillos.

—¿Dónde andas?

—Hay un muro largo.

—Final de viaje, detente en la esquina…

Las manos de Antonio temblaron cuando tuvo que parar.

—Baja con el dinero —me ordenó la voz.

—¿Y mi padre?

—¿Traes papel de baño? Va cagado el güey.

Quité y recogí las llaves del coche para que Antonio no se marchara sin mí.

—¿Adónde vas? —me preguntó desamparado y tuteándome de pronto.

—No te asustes, todo va salir bien.

—Pronto estaré en mi casa —repitió las palabras que yo le había dicho, pero en él no se oían verdaderas.

—¿Sigue ahí? —pregunté varias veces al móvil.

—Ya, ya, puto, ya te oigo. Va a aparecer un Stratus negro por la esquina, vete sacando la pasta y la dejas en el suelo. ¿El taxista viene contigo?

—No.

—Bien, cabrón.

—¿Y mi padre?

—Se acabó la charla, ponte listo. Adiós.

Busqué la 45 en mi chamarra para estar de veras listo.

—¡Dame las llaves!

Giré, Antonio me apuntaba torpemente con mi arma. El rumor creciente de un coche se acercaba por la esquina.

—¡Dame las llaves o disparo!

Rápidamente, le tiré las llaves en el suelo, pidiéndole que hiciera lo mismo con la pistola para poder defenderme. Dejó caer el arma y se escuchó un disparo. Antonio se llevó las manos al estómago y sacó un ruido que parecía rabieta.

Miré hacia la esquina, las luces de unos fanales proyectadas en el muro comenzaron a palidecer y el ruido de motor se fue haciendo lejano. Antonio intentaba agacharse para recoger las llaves, el dolor y la mancha de sangre tan crecientes como la Luna le hicieron sollozar amargamente. Ya no podía hacer nada por él.

Corrí en la dirección de donde habían llegado las luces del coche, cada metro avanzado me estallaba el corazón. Los perros aullaban lejos. Al doblar la esquina todo terminó. Lo único que encontré fue el ruido alterado de mi propia respiración y frente a mí un paisaje encarcelado por una malla de alambre, ese paisaje era la ciudad distante en forma de gusano largo y luminoso.

Y las luces titilaban como si tuvieran vida.