Los locos
The insane ones, © 1962.
A quince kilómetros de Alejandría tomó la carretera de la costa que cruzaba el norte del continente pasando por Túnez y Argelia hasta el túnel trasatlántico de Casablanca y lanzó el Jaguar a ciento ochenta a través del aire fresco del atardecer, dejando que la brisa que venía del mar le mordiese el bronceado de seis días. La cabeza apoyada en el cabezal del asiento mientras las palmeras aparecían y desaparecían a los lados, casi no vio a la muchacha del impermeable blanco que le hacía señas desde la escalinata del hotel El Alamein, y no tuvo más de trescientos metros para pisar el freno y detenerse bajo el herrumbroso letrero de neón.
— ¿Túnez? -gritó la muchacha abrochándose el cinturón del impermeable de hombre alrededor de la delgada cintura, el pelo largo y negro caído sobre el hombro a la moda de la Orilla Izquierda.
— Túnez… Casablanca… Atlantic City -le respondió Gregory, tendiendo la mano hacia la portezuela.
La muchacha arrojó un bolso amarillo detrás del asiento y se acomodó entre las revistas y los periódicos mientras el coche arrancaba. Los faros delanteros alumbraron un crucero del Mundo Unido estacionado bajo las palmeras a la entrada del cementerio militar, e involuntariamente Gregory tuvo un sobresalto y aceleró a fondo, los ojos clavados en el espejo retrovisor hasta que la carretera quedó vacía de peligros.
Al llegar a ciento cuarenta aflojó el acelerador y miró a la muchacha, como si hubiese percibido de pronto una nueva señal de advertencia. La muchacha era una especie de beatnik de cara larga y melancólica y piel gris, pero había algo de inquietante en el modo cómo ella se movía, el laxo tono facial, los ojos y la boca inexpresivos. Una falda de algodón con rayas azules le asomaba bajo el impermeable, sin duda parte de un uniforme de enfermera tan impersonal como todo el resto de aquel extraño atuendo. Mientras ella metía las revistas en la guantera Gregory vio el vendaje burdo que le cubría la muñeca izquierda.
La muchacha notó la mirada y le lanzó una sonrisa un poco demasiado brillante; luego buscó algo de qué hablar.
— París Vogue, Neue Frankfurter, TelAviv Express… Se ha movido de veras -sacó del bolsillo del impermeable un paquete de Del Montes y manipuló con torpeza un enorme mechero de bronce que obviamente no le era familiar-. Primero Europa, luego Asia, ahora África. Pronto se le acabarán los continentes -titubeando, se presentó-: Carole Sturgeon. Gracias por el viaje.
Gregory asintió, observando el vendaje en la muñeca delgada. Se preguntó de qué hospital se habría escabullido. Quizá del Cairo General, allí todavía usaban uniformes ingleses de estilo antiguo. Diez a uno que el bolso estaba repleto de muestras farmacéuticas de algún viajante descuidado.
— ¿Puedo preguntarle a dónde va? Esto es el fondo mismo de la nada.
La muchacha se encogió de hombros.
— Sigo la carretera, simplemente. El Cairo, Alejandría, ya sabe… -y agregó-: Fui a ver las pirámides -se echó hacia atrás, volviéndose y apoyándose levemente en el hombro de Gregory-. Fue maravilloso. Son las cosas más antiguas de este Mundo. ¿Recuerda la jactancia: Antes de Abraham yo ya era?
El coche saltó en un bache y la licencia de Gregory cayó bajo la columna de dirección. La muchacha meneó la cabeza y leyó.
— ¿No le importa? Es un viaje largo hasta Túnez. «Charles Gregory, médico…»
La muchacha calló, perpleja, repitiendo el nombre entre dientes.
De pronto recordó.
— ¡Gregory! ¡El doctor Charles Gregory! ¿Usted no fue…? Muriel Bortman, la hija del presidente, se tiró al mar en Cayo Hueso, y a usted lo sentenciaron…
Se interrumpió, mirando nerviosa el parabrisas.
— Tiene buena memoria -dijo Gregory con calma-. Creí que nadie se acordaba ya.
— Claro que me acuerdo -la voz de la muchacha era un susurro-. Eso que le hicieron, estaban locos.
Durante algunos minutos la muchacha derramó un largo fárrago de simpatía, entremezclado con detalles incoherentes de su propia vida. Gregory trataba de no escuchar, apretando el volante hasta que los nudillos se le pusieron blancos, olvidando todo deliberadamente a medida que ella se lo recordaba.
Hubo una pausa, y Gregory adivinó qué vendría ahora, del mismo modo que otras veces.
— Dígame, doctor, y perdóneme la pregunta, pero desde que dictaron las leyes de Libertad Mental es tan difícil conseguir ayuda, por supuesto… -rió incómodamente-. En realidad lo que quiero decirle es…
La ansiedad de la muchacha estaba agotando a Gregory.
— …que usted necesita atención psiquiátrica -interrumpió acelerando el Jaguar a ciento cincuenta, mirando otra vez el espejo retrovisor; la carretera estaba muerta, las palmeras retrocedían interminablemente en las sombras.
El humo del cigarrillo hizo toser a la muchacha; la colilla entre los dedos era una pasta húmeda.
— Yo no, en realidad -dijo débilmente-. Una amiga íntima. De veras necesita ayuda, créame, doctor. Ha perdido todo interés en la vida, parece que nada tiene significado para ella.
— Dígale que mire las pirámides -interrumpió Gregory brutalmente.
Pero la muchacha no entendió la ironía, y se apresuró a decir:
— Oh, ya las vio. Acabo de dejarla en El Cairo. Le prometí que le buscaría a alguien -volvió la cara para examinar a Gregory, llevándose una mano al pelo; a la luz azul del desierto la muchacha le pareció a Gregory una de esas madonas que había visto en El Louvre dos días después de haber quedado en libertad, cuando había salido corriendo de aquella prisión en busca de las cosas más hermosas del mundo, las niñas de trece años, bellísimas, de rostro solemne, y que habían posado para Leonardo y los hermanos Bellini-. Pensé que quizá usted podría conocer a alguien…
Gregory juntó fuerzas y sacudió la cabeza.
— No, no conozco a nadie. He vivido aislado los tres últimos años. De todos modos está prohibido por las leyes de Libertad Mental. ¿Usted sabe qué sucedería si me sorprenden dando tratamiento psiquiátrico?
La muchacha miraba rígidamente la carretera. Gregory tiró el cigarrillo y pisó el acelerador mientras los tres últimos años se le venían encima, recuerdos que había esperado poder reprimir en ese viaje de quince mil kilómetros… tres años en la granja prisión cerca de Marsella, tratando a campesinos y marineros escrofulosos en el dispensario, arriesgándose incluso a un pequeño e ilícito análisis profundo del cabo de policía que no podía satisfacer a su mujer, tres años amargos para aceptar que nunca más practicaría el único oficio en el que se sentía plenamente él mismo. Malabarista o consolador de insatisfechos, no importaba cuál fuese el título, el psiquiatra había pasado a la historia, junto con los brujos, los magos y otros practicantes de las ciencias negras.
La legislación de la Libertad Mental promulgada diez años antes por el gobierno ultraconservador del MU había proscripto totalmente la profesión y defendido la libertad del individuo a estar loco si así lo deseaba, siempre que pagase todas las consecuencias civiles de cualquier infracción a la ley. Ésa era la trampa, el fin oculto de las leyes de Libertad Mental. Lo que al principio había sido una reacción popular contra la «vida subliminal» y la expansión incontrolada de las técnicas de manipulación con fines políticos y económicos se había convertido rápidamente en un ataque sistemático a las ciencias psicológicas. Tribunales demasiado indulgentes, reformadores penales seudoiluminados, «víctimas de la sociedad», el psicólogo y el paciente, fueron todos ferozmente perseguidos. Descargando frustraciones y ansiedades sobre una cómoda víctima propiciatoria, los nuevos gobernantes, y la mayoría de quienes los habían elegido, proscribieron toda forma de control psíquico, desde el inocente estudio de mercado hasta la lobotomía. Los mentalmente enfermos estaban librados a sus propios recursos, no había para ellos ni piedad ni consideración, y tenían que pagar por sus defectos. La vaca sagrada de la comunidad era el psicótico, libre de andar por donde se le antojara, babeándose en los umbrales, durmiendo en las aceras, y ay del que intentase ayudarlo.
Gregory había cometido ese error. Huyendo a Europa, cuna de la psiquiatría, con la esperanza de encontrar un clima más tolerante, instaló en París una clínica secreta con otros seis analistas emigrados. Durante cinco años trabajaron sin ser descubiertos, hasta que uno de los pacientes, una muchacha alta y desgarbada con tartamudeo psicogénico resultó ser Muriel Bortman, hija del Presidente General del MU. El análisis fracasó trágicamente cuando allanaron la clínica; luego de la muerte de la muchacha un espectacular juicio público (con interminables exhibiciones de aparatos de electroshock, películas sobre comas insulínicos, y el testimonio de innumerables paranoicos reclutados en callejones) había concluido en una sentencia de tres años.
Ahora, al fin, estaba en libertad, los ahorros invertidos en el Jaguar, huyendo de Europa y de los recuerdos de la prisión por las carreteras desiertas de África del Norte. No quería más problemas.
— Me gustaría ayudar -le dijo a la muchacha-. Pero los riesgos son demasiado grandes. Todo lo que su amiga puede hacer es ponerse de acuerdo consigo misma.
La muchacha se mordió el labio, malhumorada.
— No creo que pueda. Gracias de todos modos, doctor.
Durante tres horas no hablaron, mientras el coche avanzaba velozmente, hasta que allá adelante aparecieron las luces de Tobruk, la larga curva del puerto.
— Son las dos de la mañana -dijo Gregory-. Aquí hay un motel. La recogeré temprano.
Ya en sus cuartos, Gregory volvió a hurtadillas al registro y tomó una habitación en otro chalet. Se durmió mientras Carole Sturgeon iba y venía desamparadamente por las galerías, llamándolo en voz baja.
Luego del desayuno Charles Gregory volvió del mar y encontró en el patio un enorme crucero del Mundo Unido; unos enfermeros llevaban una camilla hacia una ambulancia.
Un hombre alto, un coronel de la policía libia, estaba recostado contra el Jaguar, haciendo tamborilear el bastón de cuero en el parabrisas.
— Ah, doctor Gregory. Buenos días -señaló la ambulancia con el bastón-. Una profunda tragedia, una chica norteamericana tan hermosa.
Gregory se quedó clavado en la arena gris; tuvo que hacer un esfuerzo para no correr hasta la ambulancia y levantar la sábana. Por fortuna, el uniforme del coronel y los miles de inspecciones matinales y nocturnas que había soportado en el calabozo lo mantuvieron prudentemente atento.
— Sí, soy Gregory -el polvo se le espesó en la garganta-. ¿Está muerta?
El coronel se pasó el bastón por el cuello.
— De oreja a oreja. Debe de haber encontrado una vieja hoja de afeitar en el baño. A eso de las tres de la madrugada.
Echó a andar hacia el chalet de Gregory, haciendo una seña con el bastón. Gregory lo siguió hasta la penumbra, deteniéndose tentativamente junto a la cama.
— A esa hora yo estaba dormido. El encargado podrá confirmarlo.
— Por supuesto.
El coronel echó una mirada a las posesiones de Gregory, volcadas sobre la cama, tocando el maletín negro con la punta del bastón.
— ¿Le pidió ayuda, doctor? ¿Para sus problemas personales?
— No directamente. Pero lo insinuó. Parecía un poco confundida.
— Pobre criatura -el coronel inclinó la cabeza compasivamente-. El padre es primer secretario de la embajada en El Cairo, una especie de autócrata. Ustedes los norteamericanos son muy severos con sus hijos, doctor. Mano firme, sí, pero la comprensión no cuesta nada. ¿No le parece? Ella le tenía miedo al padre, y huyó del Hospital Norteamericano. Mi tarea es dar una explicación a las autoridades. Si yo tuviera una idea del problema de esta muchacha… Sin duda usted la ayudó lo mejor que pudo.
Gregory meneó la cabeza.
— No la ayudé de ninguna manera, coronel. En realidad me negué a discutir el caso -sonrió inexpresivamente al coronel-. No cometería dos veces el mismo error, ¿no le parece?
El coronel examinó a Gregory, pensativo.
— Muy sensato de su parte, doctor. Pero me sorprende. En la profesión de usted se piensa, seguramente, que trabajan para una causa especial, que está muy por encima de todos nosotros. ¿Es tan fácil dejar de lado esos ideales?
— Tengo mucha práctica.
Gregory se puso a empacar las cosas desparramadas sobre la cama, e hizo una reverencia al coronel, que saludó y salió al patio.
Media hora más tarde estaba en la carretera de Benghasi, con el Jaguar a ciento cincuenta, descargando la tensión y la rabia en enfurecidos raptos de velocidad. Libre desde hacía sólo diez días, ya se había vuelto a comprometer, pasando por la agonía de tener que negar toda ayuda a alguien que la necesitaba de modo desesperado, sintiendo en las manos la imperiosa necesidad de dar alivio, pero conteniéndose a causa de aquellos disparatados castigos. No sólo había que deshacerse de una legislación insensata, sino también de quienes la hacían cumplir: Bortman y sus camaradas oligarcas.
Gregory hizo una mueca recordando a Bortman, un hombre de rostro frío y cadavérico que hablaba en el Senado Mundial de Lake Success pidiendo que se aumentaran las penas para los criminales psicópatas. El hombre había salido directamente de la Inquisición del siglo catorce, y su puritanismo burocrático escondía dos verdaderas obsesiones: suciedad y muerte. Cualquier sociedad sana habría encerrado en seguida a Bortman, o le habría hecho un lavado de cerebro completo. Indirectamente Bortman era tan culpable de la muerte de Carole Sturgeon como si él mismo le hubiera puesto en las manos la hoja de afeitar.
Después de Libia, Túnez. Gregory avanzaba por la carretera de la costa, el mar a la derecha como un espejo derretido, evitando en lo posible las poblaciones mayores. Por fortuna eran preferibles a las ciudades europeas; los psicóticos holgazaneaban como perros extraviados en los parques suburbanos; no robaban en las tiendas ni causaban desórdenes pero eran una molestia en las terrazas de los cafés, y golpeaban en las puertas de los hoteles a toda hora de la noche.
En Argelia pasó tres días en el Hilton, cambió el motor del coche y buscó a Philip Kalundborg, un viejo colega de Toronto que trabajaba ahora en un hospital para niños de la OMS.
En el tercer jarro de borgoña Gregory le habló de Carole Sturgeon.
— Es absurdo, pero me siento culpable. El suicidio es algo contagioso, y yo le recordé la muerte de Muriel Bortman. Maldita sea, Philip, podría haberle dado algunos consejos generales como lo hubiese hecho cualquier ciudadano común.
— Peligroso. Claro que hiciste bien -lo tranquilizó Philip-. Luego de los últimos tres años, ¿qué otra cosa cabía?
Gregory miró por encima de la terraza el tránsito que remolineaba en la calle empedrada, bajo las luces de neón. Los mendigos sentados en fila a lo largo de la acera gimoteaban pidiendo limosna.
— Philip, no te imaginas cómo está Europa ahora. Al menos el cinco por ciento necesita quizá tratamiento profesional. Créeme; me asusta la idea de ir a Norteamérica. Sólo en New York la gente se tira desde los techos a un promedio de diez por día. El Mundo está convirtiéndose en un manicomio, una mitad disfrutando de los tormentos de la otra. La mayoría no se da cuenta de qué lado de la reja está. Es más fácil para ti. Aquí las tradiciones son diferentes.
Kalundborg asintió.
— Es cierto. En las aldeas del interior les quitan los ojos a los esquizofrénicos y los exhiben en una jaula, y así desde hace siglos. La injusticia está tan extendida que uno ya tolera casi todo.
Un joven alto, barbinegro, de desteñidos pantalones de algodón y sandalias trenzadas, vino hacia ellos por la terraza y puso las manos sobre la mesa. Tenía los ojos muy hundidos, y alrededor de los labios las manchas pardas del envenenamiento narcótico.
— ¡Christian! -estalló Kalundborg, de mal humor. Miró a Gregory, encogiéndose de hombros, y se volvió al joven con una tranquila exasperación-. Mi querido amigo, esto ya ha durado demasiado. No puedo ayudarte, de nada sirve que insistas.
El joven asintió pacientemente.
— Marie -explicó con voz áspera y lenta-. No puedo dominarla. Tengo miedo de que le haga algo al bebé. Usted sabe, la depresión postparto…
— ¡Tonterías! No soy idiota, Christian. El bebé tiene casi tres años. Si Marie está tan nerviosa la culpa es tuya. Créeme, no te ayudaría aunque me lo permitiesen. Cúrate tú mismo o no habrá salida para ti. Ya tienes barbiturismo crónico. El doctor Gregory, aquí presente, estará de acuerdo.
Gregory asintió, El joven miró tétricamente a Kalundborg, echó una ojeada a Gregory y se alejó tambaleándose entre las mesas.
Kalundborg se llenó el vaso.
— Hoy está todo al revés. Piensan que nuestra tarea es fomentar el hábito de las drogas, no curarlo. En el panteón de estas gentes la figura paterna es siempre benévola.
— Ésa ha sido invariablemente la línea de Bortman. La psiquiatría es en esencia indulgente, alienta la debilidad y la abulia. Todos sabemos que los neuróticos obsesivos persiguen una idea fija. El mismo Bortman es un buen ejemplo.
Cuando Gregory entró en el dormitorio del décimo piso, el joven hurgaba en el maletín, sobre la cama. Durante un momento Gregory se preguntó si Christian no sería un espía del Mundo Unido; quizá el encuentro en la terraza había sido preparado de antemano, como parte de un plan.
— ¿Encontró lo que quería?
Christian terminó de revolver en el maletín y luego lo arrojó furiosamente al suelo. Se escurrió alrededor de la cama, evitando a Gregory, los ojos buscando encima del ropero y en los brazos de las lámparas.
— Kalundborg tenía razón -dijo Gregory tranquilamente-. Usted pierde el tiempo.
— Al infierno con Kalundborg -refunfuñó Christian-. No entiende nada. ¿Le parece que busco algún Paraíso artificial, doctor? ¿Con mujer y un hijo? No soy tan irresponsable. Me doctoré en leyes en Heidelberg.
Caminó por el cuarto, luego se detuvo a observar a Gregory.
Gregory comenzó a cerrar los cajones.
— Bueno, vuelva a su jurisprudencia. Hay bastantes problemas que atender en este Mundo.
— Doctor, algo hice ya. ¿No le dijo Kalundborg que demandé a Bortman por asesinato? -Gregory parecía perplejo, y Christian aclaró-: Una acción civil privada, por supuesto. Mi padre se mató hace cinco años, luego que Bortman lo expulsó de la Asociación de Abogados.
Gregory recogió el maletín.
— Lo siento -dijo evasivamente-. ¿Qué pasó con esa demanda?
Christian miró por la ventana el aire obscuro.
— Nunca le dieron entrada. Unos investigadores de la Oficina Mundial fueron a verme, cuando llegué a ser una molestia, y me aconsejaron que abandonara Estados Unidos para siempre. Entonces vine a Europa a graduarme. Ahora estoy regresando. Necesito los barbitúricos para contenerme y no arrojarle una bomba a Bortman.
De pronto Christian se lanzó a través del cuarto; y antes que Gregory pudiese detenerlo ya estaba en el balcón, montado sobre la barandilla. Gregory se zambulló detrás, lo tomó por el pie, y tironeó. Christian se aferraba al balcón, gritando en la obscuridad. Las luces de los coches corrían allá abajo, por la calle húmeda. En la acera la gente miraba hacia arriba.
Christian se retorcía de risa cuando cayeron de vuelta en el cuarto. Se echó sobre la cama y señaló con el dedo a Gregory, que se apoyaba en el armario, jadeando.
— Un error grave, doctor. Más le vale irse rápido de aquí, antes que le avise al prefecto de la policía. ¡Impidiendo un suicidio! Dios mío, con los antecedentes de usted le darían diez años. ¡Qué broma!
Gregory tomó a Christian por los hombros y lo sacudió, furioso.
— Oiga, ¿a qué juega? ¿Qué pretende?
Christian apartó las manos de Gregory y se dejó caer en la cama.
— Ayúdeme, doctor. Quiero matar a Bortman, no pienso en otra cosa. Si no me cuido lo intentaré de veras. Enséñeme a olvidarlo -la voz de Christian se alzó desesperadamente-. Maldita sea, yo odiaba a mi padre, y me alegré cuando Bortman lo echó.
Gregory lo miró pensativo, luego fue a la ventana y la cerró ocultando la noche.
Dos meses más tarde, en el motel de las afueras de Casablanca, Gregory quemó las últimas notas del análisis. Christian, afeitado, vestido con un pulcro traje blanco tropical y corbata neutra, miró desde la puerta las cenizas de los apuntes en código apiladas en el cenicero, y las tiró al retrete.
Cuando Christian cargó al fin las maletas en el coche, Gregory dijo:
— Una cosa antes de salir. Dos meses no bastan para un análisis, ni siquiera dos años. Es algo que nunca se acaba. Si tiene una recaída, venga a verme, aunque yo esté en Tahití, o Shangai, o Arcángel -Gregory hizo una pausa-; si ellos lo descubrieran alguna vez, ¿sabe qué pasaría?
Christian asintió calladamente, y Gregory se sentó en la silla junto al escritorio y miró entre las palmeras la inmensa boca abovedada del túnel trasatlántico, a poco más de un kilómetro de distancia. Sabía que durante un largo tiempo no podría sentirse tranquilo. Le parecía ahora, de algún modo, que los tres años en Marsella habían sido malgastados, que empezaba a cumplir una sentencia aplazada de duración indefinida. El éxito del tratamiento no le había dejado ninguna satisfacción, quizá porque había atendido a Christian en parte para que no lo inculparan a él mismo, en caso de un ataque a Bortman.
— Con un poco de suerte, usted debiera ser capaz de vivir libre de complejos ahora. Trate de recordar que no importa qué maldades cometa Bortman en el futuro, él no tiene nada que ver con el verdadero problema. Usted se sentía culpable por odiar a su padre, y el ataque que sufrió la madre de usted luego del suicidio hizo consciente esa culpa. Claro, usted transfirió cómodamente la culpa a Bortman, y pensó que eliminándolo conseguiría liberarse. La tentación puede volver.
Christian asintió, inmóvil junto a la puerta. El rostro se le había redondeado, los ojos eran de un gris apacible. Tenía el aspecto de cualquier bien acicalado burócrata del Mundo Unido.
Gregory tomó un periódico.
— Veo que Bortman ataca a la Asociación Norteamericana de Abogados como un organismo subversivo, quizá con la intención de proscribirla. Si eso se cumple será un golpe irreparable a la libertad civil -miró a Christian, que no mostraba ninguna reacción-. Bueno, en marcha. ¿Sigue pensando en volver a Estados Unidos?
— Naturalmente -Christian subió al coche, luego estrechó la mano de Gregory; Gregory había decidido quedarse en África y buscar un hospital donde pudiera trabajar, y le había dado el coche a Christian-. Marie me esperará en Argelia hasta que yo termine este asunto.
— ¿Qué asunto?
Christian pisó el acelerador, emitiendo un rugido de polvo y combustible quemado.
— Voy a matar a Bortman -dijo tranquilamente.
Gregory se aferró al parabrisas.
— No habla en serio.
— Usted me curó, doctor, y dentro de los límites usuales estoy completamente cuerdo. Quizá nunca vuelva a sentirme como ahora. Quedan muy pocas personas cuerdas en este Mundo, lo que me obliga a actuar de un modo todavía más racional. Bueno, cada gramo de lógica me dice que alguien tiene que tratar de acabar con la torva jauría que nos gobierna, y Bortman parece bastante adecuado para empezar. Mi plan es viajar a Lake Success y pegarle un tiro -Christian movió la palanca de cambios a segunda, y agregó-: No trate de conseguir que me detengan, doctor, porque lo único que harán es enterarse de nuestro largo fin de semana.
Cuando Christian comenzaba a sacar el pie del embrague, Gregory gritó:
— ¡Christian! ¡Nunca lo logrará! ¡Lo detendrán de todos modos! -pero el coche arrancó y se le fue de la mano.
Gregory lo persiguió corriendo entre el polvo, tropezando en las piedras del camino, entendiendo impotentemente que cuando capturasen a Christian e indagasen lo que había pasado en los últimos meses pronto encontrarían al verdadero asesino, un médico exiliado que llevaba a cuestas un rencor de tres años.
— ¡Christian! -gritó, atragantándose con el polvo blanco-. ¡Christian, está usted loco!