3
Lo que trato de decir es que todo ocurrió del modo más inesperado.
Comenzó de mala manera, porque, cuando bajé a las siete y media, la vi tendida en el suelo junto al biombo. Lo había derribado al caer allí. Me arrodillé a su lado y le toqué las manos. Las tenía frías como el hielo. Pero respiraba, y emitía una especie de suspiro ronco, muy rápido. Cuando la alcé y la llevé de nuevo a la cama, volvió en sí. Debió de haberse desmayado durante la noche, cuando se puso detrás del biombo, donde están las instalaciones higiénicas.
Tenía todo el cuerpo helado, y comenzó a tiritar terriblemente. Luego se puso a sudar, y en seguida, a delirar. No hacía más que repetir, una y otra vez, monótonamente: «Tráigame un médico… ¡Tráigame un médico!». Otras veces clamaba por G. P., que no supe lo que era. Todo eso lo decía, no con su voz natural, sino como se dice algo que se sabe de memoria, monorrítmicamente. Además, parecía no poder fijar sus ojos en mí.
Calló un rato, pero en seguida recomenzó con su delirio, y esta vez empezó a canturriar una canción, pero las palabras le salían arrastradas en algunas letras, como si estuviese ebria.
Dos veces llamó: «¡Minny…! ¡Minny!», como si creyese que su hermana se encontraba en la habitación contigua, y después empezó a murmurar confusamente una larga serie de nombres, mezclándolos con palabras sin sentido.
Por fin dijo que quería levantarse, y tuve que echar mano de mis fuerzas para impedírselo. Luchó furiosamente. Yo la llamaba a cada instante por su nombre y le hablaba. Cuando me oía, dejaba de delirar, pero no bien me apartaba un instante de su lado, recomenzaba el delirio.
La incorporé y la sostuve con un brazo por la espalda, para ver si conseguía que tomase un poco de té, pero no bien bebió un sorbo le acometió un fuerte ataque de tos y volvió la cabeza. No quería el té. Olvidé decir que en las comisuras de la boca le habían salido unos granos bastante feos y amarillentos. Y ya no olía a frescura y limpieza como siempre.
Por fin conseguí que tomase una doble dosis de las píldoras. En el paquete decía que no debía administrarse más de la dosis prescrita, pero yo había oído decir una vez que uno podía tomar siempre el doble de lo que indicaban los prospectos, pues éstos temían establecer el verdadero máximo por temor a cualquier accidente que pudiera ocasionar consecuencias legales.
Aquélla mañana bajé al sótano lo menos cuatro o cinco veces. Estaba muy preocupado. Ella estaba despierta, pero me dijo que no quería ni necesitaba nada. Y cuando insistí, movió la cabeza negativamente.
A la hora del almuerzo bebió un poco de té, y luego se durmió. Yo me quedé sentado junto a la puerta del sótano principal.
La vez siguiente que encendí la luz eran más o menos las cinco, y ella estaba despierta. Me dio la impresión de que se hallaba muy débil. Su rostro estaba muy rojo, como de fiebre, pero parecía que se daba cuenta de dónde estaba y que me conocía. Sus ojos me seguían con entera normalidad, y pensé que lo peor había pasado: el momento en que la enfermedad hace crisis, como suele decirse.
Tomó otro poco de té, y luego me hizo que la ayudase a ir detrás del biombo. Apenas podía sostenerse en pie sin ayuda, por lo cual la dejé allí unos minutos y luego volví para ayudarle a llegar a la cama. Se quedó tendida allí un rato, con los ojos abiertos. Experimentaba dificultad para respirar, como de costumbre, y ya iba a retirarme, cuando me detuvo.
Comenzó a hablar con voz ronca, muy baja, pero su mente funcionaba normalmente. Me dijo:
—Tengo pulmonía. ¡Tiene que traerme un médico!
—Ya ha pasado lo peor —respondí—. Ahora tiene mucho mejor aspecto.
—¡Tengo necesidad de penicilina o algo parecido! —repuso. Inmediatamente empezó a toser. No podía respirar, y sudaba terriblemente.
Luego quiso saber qué había ocurrido durante la noche y la mañana, y se lo dije.
—¡Tuve unas pesadillas terribles! —se quejó.
—Yo me quedaré con usted toda la noche —prometí.
Eso pareció darle ánimo, e inmediatamente noté que su cara reflejaba una mejoría. Me preguntó si estaba seguro de que el mal empezaba a ceder, y yo le respondí afirmativamente. Yo ansiaba que ella estuviese mejor cuanto antes, por lo cual empezaba a hacerme ilusiones.
Le prometí que si al día siguiente no se sentía mejor, iría a buscarla para llevarla arriba y en seguida haría venir un médico. Entonces ella empezó a pedirme que la llevase arriba en seguida; hasta me preguntó la hora; y cuando se la dije, sin pensar, me hizo recordar que era de noche y que nadie podría vernos desde fuera. Pero le dije que ninguna de las habitaciones, ni las camas, estaban aireadas.
Luego cambió de tema y dijo:
—¡Tengo tanto miedo…! ¡Voy a morir!
Su voz, al decir aquello, no era firme, y las palabras salían como a empujones.
—He tratado de ayudarle —dijo—. Ahora tiene usted que tratar de ayudarme.
—Y lo haré. ¡Claro que lo haré! —le respondí. Volví a pasarle la esponja por la cara, y me pareció que iba a dormirse, que era lo que yo quería, pero de nuevo habló:
—¡Papá…! ¡Papá! —dijo, en un doble grito.
—Duérmase tranquila, y así estará mucho mejor mañana —le dije, para serenarla.
Empezó a llorar otra vez.
No era el llanto común de una persona. Tendida en la cama, sus ojos estaban preñados de lágrimas, como si ni siquiera supiese que estaba llorando. Y, de pronto, dijo:
—¿Qué hará usted si yo muero?
—No se morirá, no sea tonta —respondí.
—¿Se lo dirá a alguien?
—No hable sobre eso.
—¡No quiero morir! —exclamó. Y en seguida—. ¡No quiero morir! —Repitió las tres palabras varias veces, y yo le respondí con la misma frase:
—No hable sobre eso.
Pero ella pareció no entenderme, o no me oyó.
—¿Se iría de aquí, si yo muriese? —insistió.
—Hágame el favor de no hablar de eso…
—¿Qué haría con su dinero?
—Por favor, hablemos de cualquier otra cosa.
Pero ella insistió, y después de una pausa se puso a hablar normalmente. Sin embargo, se producían extrañas pausas, tras las cuales decía algo que, a lo mejor, no tenía la menor relación con lo que había dicho antes.
Le contesté que no sabía lo que haría con el dinero, porque no lo había pensado. Trataba de no contrariarla.
—Déjeselo a los niños huérfanos —dijo.
—¿Qué niños? —pregunté—. Explíqueme.
—El año pasado, en la escuela, hicimos una colecta para ellos. Los pobres están famélicos. Comen tierra o poco menos. —Y unos segundos después agregó—: ¡Somos tan cerdos que merecemos morir! —Deduje que algo había pasado con el dinero de aquella colecta. Un par de minutos después se quedó dormida, y estuvo así por espacio de unos diez minutos. Yo no me moví, y creía que ella seguía dormida, cuando de pronto volvió la cabeza y me preguntó—: ¿Lo hará? —como si no hubiese interrumpido las frases anteriores. Como no le contesté, insistió—: ¿Está ahí? —y hasta intentó sentarse en la cama para mirarme. Hice todo lo que pude para calmarla, y lo conseguí, pero poco después volvió a despertarse y recomenzó con el tema de la colecta que ella había iniciado en la «Escuela Slade de Pintura».
Abandoné todo empeño de convencerla de que todo aquello era tonto, que no iba a morir, y que le prometía donar el dinero a esos niños.
—Pero ¿me lo promete de verdad? —preguntó.
—Sí —respondí.
—¡Promesas! —repuso, un tanto sarcástica—. Pero, entretanto, esos pobrecitos tienen que seguir comiendo tierra. Porque comen tierra.
Repitió las últimas tres palabras varias veces, mientras yo le pasaba una mano por el cabello para tranquilizarla. Parecía verdaderamente angustiada.
Lo último que dijo fue:
—Le perdono.
Deliraba, naturalmente.
Pero yo le repetí la promesa, y ella sonrió levemente al oírla.
Desde aquel momento, podría decirse que las cosas fueron distintas.
Yo olvidé todo cuanto me había hecho en el pasado, y me inspiró verdadera compasión. Además, sentía sinceramente lo que le había hecho la otra noche, pero no sabía que ella estaba verdaderamente enferma. En fin: todo eso era leche derramada, que nadie ni nada podría volver a la botella. Por tanto, había que considerarlo como asunto terminado.
Sin embargo, resultaba hasta cómico que, justo en el momento en que yo creía estar realmente harto de ella, volviesen a ocupar mi mente los viejos sentimientos. Porque seguía pensando en cosas agradables: cómo algunas veces nos llevábamos admirablemente bien, y todo lo que ella significaba para mí, que no tenía a nadie más que ella. Aquélla parte en que se había desnudado ante mí y yo había dejado de respetarla, me parecía ahora irreal, como si tanto ella como yo hubiéramos perdido la razón en aquellos momentos. Y ahora, ella estaba enferma y yo la cuidaba. Esto sí me parecía real, mucho más real.
Me quedé en el sótano principal, como la noche anterior. Permaneció tranquila y callada por espacio de una media hora, pero de pronto empezó a monologar.
—Cállese, Miranda… Ya está mejorando —le dije.
Se calló, pero un poco después volvió a lo mismo, aunque sus palabras eran ya casi ininteligibles. De pronto me llamó por mi nombre, en voz alta.
—¡Ferdinand…! ¡No puedo respirar!
Escupió bastantes flemas, que tenían un raro color marrón oscuro. No quise mirarlas mucho, pero pensé que aquel color podía obedecer a las píldoras.
Después de eso se quedó como adormilada por espacio de una hora más o menos, pero repentinamente empezó a gritar. No podía hacerlo libremente, pero se desesperaba intentándolo, y cuando bajé corriendo a su sótano, estaba ya con medio cuerpo fuera de la cama. No sé qué intentaba hacer, pero pareció no reconocerme y luchó como una fiera, a pesar de hallarse tan débil, cuando intenté acostarla. Fue una verdadera pelea, pero por fin la acosté y se quedó tranquila.
A partir de aquel instante comenzó a sudar terriblemente. Tenía el pijama empapado, y cuando intenté quitarle la chaqueta del mismo para ponerle otra seca, empezó a luchar de nuevo, retorciéndose, frenética, como si se hubiese vuelto loca. Y cada vez sudaba más copiosamente.
En mi vida he pasado una noche peor que aquélla. Tan horrorosa, que me resulta imposible describirla.
Ella no podía dormir. Le administré todas las tabletas calmantes que me atreví, pero parecían no hacerle efecto. Dormitaba un momento, y después volvía a su delirios. Trataba de levantarse de la cama (una vez lo consiguió antes que pudiera llegar a su lado, y cayó al suelo). Casi siempre estaba en pleno delirio. Llamaba a G. P. (¿Quién será ese G. P? ¡Lo odio! Aunque, a lo mejor, es una mujer). Algunas veces sostenía una conversación con personas a quienes conocía, supongo. Eso no me importaba tanto, mientras lo hiciese tranquilamente, sin excitarse. Le tomé la temperatura varias veces, y una de ellas el termómetro marcó 42.º. Entonces comprendí que estaba realmente muy enferma, y me asusté.
A eso de las cinco de la mañana siguiente subí a respirar un poco de aire. Me pareció otro mundo completamente distinto, y entonces decidí que no tendría más remedio que llevarla arriba y llamar a un médico. Ya no era posible esperar más. Estuve allí unos diez minutos, junto a la puerta abierta, pero de pronto oí que me llamaba otra vez. Volvió a escupir aquellas flemas de color oscuro, que no me gustaba nada, y luego vomitó. Tuve que levantarla de la cama, hacerla mientras ella estaba acomodada en el silloncito. Lo que me parecía peor que lo demás era cómo respiraba: rápidamente, pero con mucha agitación, como si estuviese sin aliento todo el tiempo.
Aquélla mañana (parecía estar más tranquila) pudo entender lo que yo le decía, por lo cual le anuncié que iba a buscar a un médico, y ella asintió con un pequeño movimiento de cabeza, por lo que deduje que me había oído y comprendido, aunque no dijo una palabra.
Aquélla noche pareció llevarse toda la fuerza que le quedaba. Se quedó inmóvil, tendida cuán larga era sobre la cama, sin realizar el menor movimiento ni decir nada.
Sé que pude haber ido al pueblecito y telefoneado o llamado a un médico, pero, por razones que resultarán obvias, no tenía trato alguno con nadie de la aldehuela, donde, como en todo villorrio pequeño, las lenguas eran muy sueltas para el chismorreo.
Yo tampoco pude dormir, y la mitad del tiempo ni siquiera sabía lo que hacía. Como siempre, completamente solo, no disponía más que de mis propios medios. Nadie podía ayudarme.
Bueno: me fui a Lewes, y (eran las nueve y menos de un minuto) entré en la primera farmacia que encontré. Le pregunté al farmacéutico la dirección del médico más cercano, la que me facilitó tras consultar una lista.
Era una casa en una calle que yo no había visto nunca. Vi la placa, y leí lo que decía. La hora de consultas comenzaba a las 8.30 y debí adivinar que habría mucha gente esperando, como suele ocurrir en los consultorios de los pequeños pueblos. Por esa misma razón (¡la falta de lógica de los desesperados!) entré. Estoy seguro de que debí de parecer un imbécil en aquella sala de espera, donde todos los pacientes me miraban como si fuese un bicho raro. Las sillas estaban totalmente ocupadas, y había otro hombre más o menos de mi edad, que permanecía en pie. Bueno: todos parecían tener los ojos clavados en mí. No tuve valor para dirigirme directamente al consultorio propiamente dicho, a pesar de la urgencia de mi caso, porque temí protestas. Por tanto, me arrimé a una de las paredes dispuesto a esperar.
De haber podido entrar inmediatamente, lo hubiese hecho, y me parece que todo habría salido bien. Me desesperaba tener que aguardar pacientemente sólo Dios sabía hasta cuándo. Hacía muchísimo tiempo que yo no estaba en una habitación con tanta gente y tanto tiempo, y por eso me pareció extraño. Una mujer de bastante edad no me quitaba los ojos de encima, hasta el punto de que empecé a preocuparme, y pensé si no tendría algo raro en mis ropas o en la cara. Por fin, tomé una revista de la mesita redonda, pero, naturalmente, no pude leer una palabra.
Bueno: de pie allí, recostado contra la pared, empecé a pensar en todo lo que ocurriría. Por uno o dos días todo iría bien. Tal vez el médico y Miranda, debido al estado de ella, no hablarían, pero… De pronto me di cuenta de lo que el facultativo diría: que era imperioso llevar a Miranda a un hospital, porque yo no podía cuidarla como era debido. Luego pensé que podría hacer venir al chalet a una enfermera, pero comprendí que no tardaría mucho tiempo en descubrir lo que ocurría. Tía Annie decía siempre que las enfermeras eran incapaces de guardar un secreto, ni de abstenerse de espiar. Tía Annie odiaba a toda persona que metía las narices en lo que no le incumbía, y yo también.
El médico salió en aquel momento, para llamar al paciente siguiente. Era un hombre alto, con bigote. No bien asomó la cara por la puerta, dijo: «El siguiente…», con un tono como si estuviera harto de ver a tantos enfermos. Parecía realmente irritado, y no bien desapareció de nuevo, vi que una mujer le hacia una mueca a otra que estaba a su lado.
El médico volvió a salir, y me pareció que era del tipo de los médicos militares, que no sienten la menor simpatía hacia los enfermos, limitándose a dar órdenes, como sus colegas los oficiales. Los enfermos no pertenecen, para ellos, a su clase social, y por tanto tratan a todos los que se les presentan como si fueran gusanos.
Además de todo eso, la vieja a que me he referido antes empezó a mirarme otra vez tan intensamente, que me hizo sonrojarme de vergüenza. No había dormido en toda la noche, y supongo que mis nervios estaban de punta. De todos modos, decidí que no aguantaba más.
Entonces me separé de la pared, fui a la puerta, salí, y me acomodé en el asiento de la furgoneta.
El hecho de ver a toda aquella gente, me hizo comprender que Miranda era la única persona del mundo con quien deseaba vivir. Todas las demás me inspiraban una profunda repugnancia.
Por fin me decidí. Puse en marcha el motor y me fui a una farmacia, donde pedí que me diesen algo para una gripe muy fuerte. Era una farmacia en la cual no había estado nunca. Por suerte, no había allí más que el empleado, por lo cual pude confiarle la historia que había preparado. Dije que tenía un amigo que era muy raro (de esos que no creen en los médicos), y que estaba afectado por una gripe muy fuerte, que a lo mejor era pulmonía. Teníamos que darle algo secretamente, es decir, sin que él se diese cuenta. Bueno: el empleado me trajo el mismo remedio que yo había comprado antes en otra farmacia. Le dije que prefería penicilina o algún otro antibiótico, pero el empleado me respondió que eso sólo podía despacharlo con receta médica. Por desgracia, en aquel momento apareció el farmacéutico, y el empleado lo consultó. Se acercó a mí y me dijo que tenía que ir a ver a un médico y explicarle el caso. Le dije que pagaría lo que fuera, pero él movió la cabeza en un gesto negativo, y dijo que eso estaba prohibido por la ley. Después quiso saber si mi amigo vivía en el pueblo, y yo me fui antes de que me pudiera hacer más preguntas. Probé en otras dos farmacias, pero en las dos me dijeron lo mismo que en la primera, y como no me atreviese a preguntar más, llevé una medicina de las que podían venderme sin receta, y me retiré.
Regresé inmediatamente al chalet. Casi no podía conducir la furgoneta; tal era mi cansancio.
Naturalmente, no bien llegué, bajé al sótano. Miranda estaba acostada, respirando con muchísimo trabajo. En cuanto me vio, empezó a hablar. Parece que creyó que yo era otra persona, porque me preguntó si había visto a Louise (ese nombre no se lo había oído pronunciar nunca), pero, por suerte, no esperó que le contestase, y empezó a hablar sobre un pintor moderno. Luego me dijo que tenía mucha sed. No tenía sentido. Las palabras parecían acudir a su mente sin el menor orden ni concierto. Y tal como acudían, se iban.
Le di agua, y se quedó tranquila un momento. De pronto pareció recuperar la normalidad (mental, quiero decir), porque me preguntó:
—¿Cuándo va a venir papá? ¿Ha ido a verlo?
Le mentí. Era una mentira piadosa. Y le dije:
—Sí, fui. Vendrá muy pronto.
—Entonces, ¿quiere hacer el favor de lavarme la cara? —pidió con voz débil.
La obedecí; una vez que le hube secado el rostro, me dijo:
—Tengo que ver algunas de las cosas que ha traído…
Bueno: lo dijo, pero me costó un trabajo enorme comprenderla, porque su voz era apenas un murmullo.
—Todavía tiene un poco de fiebre —le dije. Ella asintió con la cabeza, y durante un rato entendió perfectamente todo lo que le dije. Nadie lo creería, pero decidí volver a Lewes a buscar un médico. La ayudé cuando me dijo que quería ir detrás del biombo. Estaba tan terriblemente débil, que comprendí que no podría escapar aunque quisiera. Entonces decidí subir y tratar de dormir un par de horas. Después, la llevaría arriba, y yo me iría a Lewes a buscar al médico. No sé cómo ocurrió.
Siempre me levanto en cuanto suena el timbre del despertador. Creo que debí de extender el brazo y bajado el botoncito del timbre en pleno sueño, porque lo cierto es que no recuerdo haber despertado ni una vez.
Eran las cuatro, no las doce y media, cuando por fin desperté.
Claro que bajé corriendo al sótano, a ver cómo estaba. Miranda se había bajado toda la ropa de la cama más abajo del pecho, pero, por suerte, en el sótano hacía calor. Creo que ya entonces no importaba, porque la pobre tenía una fiebre altísima. No me reconoció, y cuando la alcé para llevarla arriba, trató de luchar y gritar, pero su debilidad era tan extrema, que no le fue posible hacer nada. Además, la tos le impedía gritar, y pareció sacarla de aquella semiinconsciencia, hasta que se dio cuenta de dónde estábamos.
Me costó muchísimo trabajo llevarla arriba, pero por fin conseguí meterla en la cama de la habitación de huéspedes (que ya estaba previamente calentada). Allí pareció sentirse algo más feliz. No me dijo una palabra. El aire frío la había hecho toser mucho, y volvió a escupir aquellas flemas oscuras. Su cara tenía un raro color púrpura. Le dije:
—El médico va a venir.
Y me pareció que me entendía.
Me quedé con ella un rato, para asegurarme de que estaría bien. Temía que le quedara fuerza suficiente para ir hasta la ventana y atraer la atención de alguien que pasara. Sabía que, en realidad, eso no era posible, pero no me fue difícil encontrar razones para no irme. Me acerqué varias veces a su puerta, que permanecía abierta. Estaba acostada en la oscuridad, y oía su agitada respiración. Algunas veces murmuraba unas palabras, y una de ellas me llamó. Me acerqué a la cama y me detuvo a su lado. Lo único que le oí decir fue: «¡Doctor…! ¡Doctor!».
—Ya va a venir —le dije, tocándola suavemente en un brazo—. No se preocupe, que ya va a venir.
Le sequé la cara con una toalla. Sudaba cada vez más. No sé por qué no me fui entonces, pero la verdad es que no pude; no me era posible faltar de allí ni un minuto, sin saber cómo estaba, sin poder verla a cada instante, cuando lo quería. Estaba enamorado de ella, cada día más. Y también todos aquellos días en los cuales solía pensar: «Ya se irá acostumbrando, y llegará un día en que quedará conforme, en que me necesitará, y será muy hermoso para mí cuando haya dado un vuelco la situación en ese sentido».
No sé por qué, pero pensé también que la nueva habitación podría contribuir a ello, porque indicaría un cambio.
Era como cuando yo tenía que sacar a mi prima Mabel en su silla de ruedas. Siempre me era posible encontrar una docena de razones para retardar aquellas salidas. «Fred —me decía entonces tía Annie—, deberías estar agradecido a Dios que te ha conservado las piernas y los brazos, para poder arrastrar la silla de tu prima». (Sabía perfectamente que a mí no me gustaba que me viesen mis conocidos empujando aquella silla por la calle). Pero mi carácter es así, estoy hecho de esa manera, y no lo puedo evitar.
Pasó el tiempo, y debían de ser las doce de la noche o más cuando subí a ver cómo estaba Miranda, y si había tomado el té. No pude conseguir que me contestase. Respiraba con más agitación y angustia que antes. Resultaba horrible ver los esfuerzos que hacía para introducir aire en sus pulmones, como si nunca estuviera satisfecha del que entraba.
La sacudí suavemente, pero parecía hallarse dormida, a pesar de que sus ojos estaban abiertos. Tenía una espantosa lividez, y daba la sensación de que estaba mirando fijamente algo que se encontraba en el techo.
Entonces me asusté muy de veras. Pensé: «Le daré media hora más, y si no observo mejoría alguna, correré a buscar al médico».
Me senté a su lado. Por la forma en que transpiraba, y su rostro, que tenía un aspecto horrible, vi claramente que su estado era definitivamente peor. Los granos se habían multiplicado junto a las comisuras de la boca, y sus manos estaban inquietas. No hacía más que pellizcar y pellizcar las sábanas.
Bueno, por fin, después de cerrar con llave la puerta, por si acaso, partí rumbo a Lewes, dispuesto a no volver sin un médico.
Recuerdo que llegué allí poco después de la 1.30. Naturalmente, todo estaba cerrado. Fui directamente a la calle donde tenía su consultorio el médico que había visitado antes, y me detuve a poca distancia de la casa. Me quedé sentado allí, en la oscuridad, disponiéndome a bajar de la furgoneta y acercarme para tocar el timbre, entrar y explicar al facultativo la urgencia de mi problema, cuando sentí unos suaves golpecitos en el vidrio de la ventanilla.
Era un agente de Policía.
Recibí una tremenda conmoción.
Bajé el cristal, y el policía, después de mirarme un rato con fijeza, me dijo:
—Me preguntaba qué haría usted aquí a esta hora.
—¡No me diga que no se puede estacionar en este lugar! —le contesté.
—Eso depende de lo que usted haga o piense hacer —replicó—. ¿Me permite su carnet de conducir?
Lo examinó, y tomó nota, con sumo cuidado, del número del registro. Era un hombre de edad, y no debía de servir para mucho, pues de lo contrario no seguiría siendo simple agente.
—¿Vive usted en Lewes? —inquirió.
—No —contesté.
—Ya sé que no vive aquí. Y a eso se debe que le pregunte qué hace a estas horas en esta calle.
—No he violado ninguna disposición ni ley —le respondí—. Mire atrás.
Lo hizo, el viejo infeliz. Aquello me dio tiempo para pensar una historia que justificase mi presencia en aquel lugar a hora tan intempestiva. Cuando volvió junto a mí, le dije:
—No podía dormir, y me puse a recorrer calles, pero de pronto me di cuenta de que estaba perdido, y me detuve para consultar un mapa.
Bueno: estoy seguro de que no me creyó, porque su aspecto no era de haberlo hecho, pero se limitó a decirme:
—Creo que ya es hora de que vuelva a su casa. ¿No le parece?
En una palabra: el resultado de todo aquello fue que me alejé en la furgoneta. No podía bajar para ir a llamar a la puerta del médico sin que el agente me viese, y entonces, como es natural, habría sospechado que allí había gato encerrado.
Lo que pensé que me convenía hacer era volver al chalet y comprobar si Miranda estaba peor, y si era así, la llevaría a un hospital, daría un nombre falso y luego de dejarla allí me alejaría para huir y salir del país o algo… ¡No me era posible pensar más allá del momento en que tendría que separarme de ella!
Estaba tendida en el suelo otra vez. Había intentado levantarse de la cama, posiblemente para ir al cuarto de baño, o para intentar de nuevo una fuga. Fuera por lo que fuese, la levanté en brazos y la acosté otra vez. Me dio la impresión de que se hallaba en estado de coma. Pronunció unas palabras, que no me fue posible entender, y vi claramente que ella tampoco entendía lo que yo le decía.
Estuve sentado, a su lado, casi toda la noche. Algunos ratos conseguí dormitar.
Dos veces forcejeó débilmente para levantarse, pero no pudo. No le quedaba ni la fuerza de una mosca.
Volví a decirle las mismas cosas de los últimos días. Le aseguré que el médico iba a llegar de un momento a otro, y eso pareció calmarla bastante.
En cierto momento me preguntó en qué día estábamos, y le mentí: le dije que era lunes (en realidad era miércoles) y eso también contribuyó a calmarla.
—Lunes —dijo, mirándome con ojos opacos, pero me di cuenta de que repetía la palabra sin darse cuenta de su significado.
Era como si su cerebro estuviese afectado también.
Entonces comprendí que estaba en la agonía. Sí, lo supe con absoluta seguridad, y se lo habría discutido al mejor médico del mundo.
Me quedé allí, sentado, escuchando su angustiosa respiración y las palabras entrecortadas que pronunciaba, como sin aliento (parecía que no le era posible conciliar el sueño debidamente). Pensé largo rato en cómo habían salido las cosas, en mi pésima vida y en la pobre vida de ella. En una palabra, en todo…
Cualquiera que estuviese allí se habría dado cuenta de cuál era la situación. Yo me encontraba verdaderamente poseído de enorme desesperación. No es porque yo lo diga: es la pura verdad. No podía hacer absolutamente nada. Estaba vencido, irremediablemente vencido. Y durante aquellos días me dije, con irrevocable seguridad, que jamás amaría tanto a ninguna otra mujer. Para mí sólo existía y existiría Miranda, mientras me quedase un soplo de vida.
¡Quería que viviese más que cosa alguna en el mundo, y no podía ir a buscar quien la ayudara! ¡La perdía de todos modos: si moría, y si conseguía un médico que la salvase, porque entonces se descubriría todo!
Ella era la única persona que sabía de mi amor. Sólo ella sabía lo que yo era realmente. ¡Y sólo ella comprendía, como nadie podría comprender!
Bueno; por fin amaneció: llegó el último día. Por extraña paradoja, era un día hermoso. Creo que no había una sola nube en el cielo. Y así fueron transcurriendo las horas, frías, de invierno, pero con un limpio cielo un sol tibio. No había viento. Parecía que la Providencia lo hubiese dispuesto todo así, especialmente, de manera muy apropiada, visto que ella pasó a mejor vida tan dulce, tan pacíficamente. Las últimas palabras que pronunció, si no me equivoco, fueron: «el sol…» (en aquel momento, uno de sus rayos iluminaba la ventana y proyectaba un haz de luz en la habitación). Intentó incorporarse en la cama, pero no le respondieron las fuerzas.
No pronunció una palabra más que yo pudiera entender. Agonizó suavemente toda la mañana, y la tarde, y se fue con el sol. Su respiración había sido casi imperceptible en las últimas horas y, como para demostrar el estado en que me encontraba yo, hasta pensé que se había dormido cuando sobrevino el momento de su muerte.
No sé exactamente cuándo fue. Lo único que sé es que respiraba a eso de las tres y media de la tarde, cuando yo bajé para hacer un poco de limpieza y tratar de ocupar mi mente, siquiera unos instantes, en algo menos triste. Y cuando subí de nuevo, se había ido ya.
Estaba acostada, con la cabeza inclinada hacia un costado, y su aspecto era horroroso. Tenía la boca abierta, y sus ojos miraban fijamente, como si hubiera tratado de contemplar por última vez el sol que daba en la ventana.
La toqué. Estaba fría ya, aunque sus carnes todavía no estaban endurecidas. Corrí a buscar un espejo. Lo puse sobre su boca para ver si el cristal se empañaba. Pero no observé esa infalible señal de vida. ¡Había muerto!
Le cerré la boca, y le bajé suavemente los párpados.
Y entonces no supe qué hacer.
Fui a la cocina y me hice una taza de té.
Cuando ya había oscurecido, tomé en brazos su cadáver y lo bajé al sótano que ella había ocupado tanto tiempo.
Sé que es costumbre lavar los cuerpos de los muertos, pero no tuve valor para hacerlo. No me pareció que estuviese bien.
La tendí en la cama, la peiné lo mejor que pude, y le corté un mechón de pelo para guardarlo.
Traté de arreglarle la cara para que pareciese que sonreía, pero no pude. De todas maneras, tenía una expresión de paz.
Luego, me arrodillé y recé una oración. La única que sé es el padrenuestro. Cuando terminé, dije: «Dios, recíbela en tu seno». No es que crea en la religión, pero me pareció que debía hacerlo. Y después, me fui arriba.
No sé por qué fue una cosa insignificante lo que provocó mi pena más honda. Cualquiera creería que sería el hecho de verla muerta, o llevarla en brazos desde arriba hasta el sótano por última vez. Pero no fue eso: fue cuando vi sus zapatillitas en la habitación de arriba, donde había muerto.
Las recogí, y repentinamente me di cuenta de que ella ya no volvería a usarlas más. Yo no volvería a bajar para correr otra vez los cerrojos (pero lo raro fue que cuando la llevé, la cerré con llave y cerrojos), y nada de eso volvería a suceder más: ni lo bueno, ni lo malo.
De pronto supe que estaba muerta, y la muerte significa la ausencia para siempre, para la eternidad.
Aquéllos últimos días no tuve más remedio que compadecerla (desde el instante en que me convencí de que no estaba representando una comedia), y le perdono todo lo demás. No mientras vivía, sino en cuanto supe que había muerto. Fue entonces cuando se lo perdoné todo. Volvió a mi mente una gran cantidad de cosas agradables. Por ejemplo, recordé el principio, aquellos días del Anexo, cuando la veía salir de la puerta de su casa, o cuando la seguía hasta donde iba, caminando por la acera opuesta, para que no se diese cuenta. Y ahora me resultaba imposible comprender cómo había ocurrido todo, para que ella estuviera muerta allá abajo en el sótano.
Era como una trampa para cazar ratones, en la cual el infeliz ratón seguía adelantándose y todo iba moviéndose con él. No podía volver atrás, y a cada paso tropezaba con trampas más y más astutas, que lo encerraban más y más irremediablemente, hasta llegar al final.
Pensé en todo lo feliz que era yo entonces, en los sentimientos que tenía en aquellas semanas, que jamás había tenido y nunca volvería a tener.
Cuanto más pensaba en todo eso, peor era mi estado de ánimo ante lo terrible de aquella pérdida.
Así fue pasando el tiempo, hasta que llegó la medianoche, y no podía dormir. Tuve que dejar encendidas todas las luces. No es que crea en los espíritus, pero así, con las luces encendidas, me parecía que estaba mucho mejor.
No hacía otra cosa que pensar en ella. Se me ocurría que, a fin de cuentas, había sido culpa mía todo cuanto hizo para perder el respeto que le tenía antes. Luego cruzó por mi mente otro pensamiento completamente opuesto al anterior: que la culpa era de ella exclusivamente, y que provocó todo cuanto de malo le sucedió.
Después, ya no sabía qué pensar. Mi cabeza parecía tener dentro un hombrecillo que martillaba algo con una maza, y me percaté de que ya no me sería posible seguir viviendo en Fosters. Me acometió un loco deseo de subir a la furgoneta, alejarme a toda velocidad del chalet y no volver a él jamás.
Pensé que podría vender la propiedad e irme a Australia. Eso no estaba mal, pero antes era imprescindible efectuar todo lo necesario para enterrar lo ocurrido de tal manera que nunca llegase a descubrirse. Después pensé en la Policía, y tras mucho darle vueltas al asunto en la cabeza, decidí que lo mejor era presentarme a las autoridades policiales y relatarles todo lo sucedido. Hasta me puse el sobretodo, para ir en la furgoneta.
Tuve la impresión de que estaba a punto de volverme loco.
Miraba y miraba el espejo, para descubrir algún rasgo de aquella temida locura en mi cara. Mi mente se encogió de horror ante una espantosa idea. Estaba loco, y todos lo veían perfectamente, menos yo. No hacía más que recordar cómo la gente de Lewes parecía mirarme a veces, como, por ejemplo, todas aquellas personas que estaban en la sala de espera del médico. Y era porque todos sabían que yo estaba loco.
Y, así, sonaron las dos de la madrugada. No sé por qué, comencé a pensar que eso de que Miranda estaba muerta era una equivocación, y que probablemente no estaba sino dormida. En vista de ello, no tuve más remedio que bajar al sótano para comprobarlo.
¡Fue espantoso!
No bien llegué al sótano principal, comencé a imaginar cosas como, por ejemplo, que a lo mejor ella saltaba de pronto de un rincón, blandiendo una afilada hacha. O que no estaba en el sótano, a pesar de que la puerta había estado cerrada con llave y cerrojos. Se había desvanecido como si fuera de humo.
¡Cosas como esas que pasan en los filmes de terror!
Pero estaba allí.
Tendida sobre la cama, como yo la había puesto, rodeada de silencio.
La toqué. ¡Estaba tan fría, tan fría, que me produjo un gran sobresalto! Todavía no podía comprender que su muerte era un hecho cierto. Me parecía imposible haberla visto viva unas horas antes, y contemplarla ahora inmóvil, blanca.
De pronto se movió algo en el extremo opuesto del sótano, cerca de la puerta. Seguramente fue una corriente de aire, pero lo cierto fue que algo pareció romperse en mi interior…
Perdí la cabeza.
¡Salí corriendo, tropecé en un escalón y rodé por la escalera! ¡Llegué al sótano principal, cerré la puerta de comunicación y corrí los cerrojos! Seguí sin detenerme un instante; salí al jardín, rodeé la casa y entré por la puerta principal, la cual cerré hasta con los cerrojos.
Después de un buen rato cesaron aquellos estremecimientos que sacudían todo mi cuerpo. Conseguí calmarme. Pero lo único en que podía pensar era que había llegado el fin. ¡Imposible! Yo no podía seguir viviendo en la casa mientras ella estuviera en el sótano así.
Y entonces se me ocurrió una idea, que volvió una y otra vez a mi cerebro. Era que ella había tenido mucha suerte al terminar de una vez con todas las inmundicias de este mundo. Ya no volvería a tener preocupaciones, ya no estaría encerrada contra su voluntad, no sentiría todas esas cosas tristes, como, por ejemplo, lo que quería llegar a ser y jamás sería. Todo eso había terminado para ella. No podía quejarse.
Ahora, todo lo que tenía que hacer yo era poner fin a mi vida, y así los demás podrían pensar lo que se les antojase. La gente de aquella sala de espera, todo el personal del Anexo, tía Annie, mi prima Mabel, todos, ¡todos! Y también yo quedaría al margen de las inmundicias del mundo. Como ella.
Empecé a pensar cómo podría hacerlo, cómo podría dirigirme a Lewes no bien abriesen las tiendas, para comprar flores. Los crisantemos eran las que ella prefería, según recordé. Después, llevaría todo ese cargamento de flores al sótano, la cubriría con ellas y me acostaría a su lado. Primero echaría al correo una carta para la Policía. Para que nos encontrasen allí abajo juntos. ¡Juntos en el Gran Más Allá!
De esa manera, se nos enterraría juntos seguramente. Como a Romeo y Julieta.
Sería una verdadera gran tragedia, que no tendría absolutamente nada de sórdida.
Si lo hacía así, estaba seguro de que la gente respetaría mi memoria. Si destruía todas las fotografías, que era todo lo que había de comprometedor, la gente se convencería de que yo no le había hecho nada malo a la muerta.
Lo pensé mucho. Luego me fui a buscar las fotografías y los negativos, y lo preparé todo para quemarlo a primera hora de la mañana.
Comprendí que era imprescindible que trazase algún plan definido. Cualquier cosa, siempre que fuera definida.
Por ejemplo, estaba la cuestión del dinero, pero, la verdad, eso ya no me importaba nada. Tía Annie y Mabel lo recibirían. Miranda me había hablado mucho de la «Escuela Slade de Pintura» y el «Fondo Pro Salvación de los Niños», que había tenido su origen en ella, pero cuando me habló, ya estaba anormal y probablemente no se daba muy bien cuenta de lo que decía. Además, siempre he creído que todas esas instituciones de caridad son administradas por delincuentes.
Lo que yo deseaba, era algo que el dinero no puede comprar.
De haber tenido una mente torcida, maligna, jamás me habría tomado todo el trabajo que me tomé. En tal caso, me habría limitado a visitar a las mujeres sobre las que uno lee en las pizarras de Paddington y Soho, con las cuales podría haber hecho lo que quisiera.
¡La felicidad no se puede comprar! Debo haberle oído decir eso a tía Annie lo menos un centenar de veces. Y yo pensaba, riéndome para mí, que primero lo intentaría. Y bueno: ya lo he intentado. ¡Y fracasé!
Porque la verdad es que se trata exclusivamente de suerte.
Es como las quinielas de fútbol, o peor, porque en esto no hay equipos buenos, equipos malos y posibles empates. Uno jamás puede predecir cómo resultará. Únicamente A contra B, C contra D, y nadie sabe qué son A, B, C y D.
A eso de las tres de la madrugada me quedé adormilado, por lo cual sacudí la cabeza para despejarme un poco y me fui arriba, para acostarme. Me tendí en la cama, y todo lo ocurrido pasó por mi mente. Y lo que iba a ocurrir.
No bien despertase, iría a Lewes, y a mi regreso, encendería una gran hoguera. Después cerraría toda la casa (tras contemplar un rato mi colección de mariposas, por última vez) y, por fin, bajaría al sótano. Ella me esperaba allí abajo.
En mi carta a la Policía, diría que estábamos enamorados uno del otro, y que habíamos decidido eliminarnos juntos. Eso sería el «FIN».