8
Paz en mi casa, quietud, período de tranquilidad total. Joyce volvió a cambiar. Se alejó de las patrañas, de las novelerías, crónica de una maternidad, una mujer a la espera. Se acabó el partir piedras y preparar mortero. Nunca la había visto tan hermosa. Andaba con paso solemne y el aroma que dejaba tras de sí era distinto. Iba a misa todas las mañanas. Por las tardes iba a la rectoría de la parroquia para recibir la catequesis. El padre Gondalfo estaba acelerando las cosas, pero fue porque ella insistió. Al atardecer la acompañaba yo a la iglesia. Allí rezaba el rosario, recorría las estaciones del vía crucis o simplemente se quedaba sentada, con las manos unidas en el regazo.
Para mí fue una temporada extraña. Me sentaba con ella, incapaz de rezar, de expresar ningún sentimiento relacionado con Cristo. Pero los recuerdos llegaron en tropel, imágenes de la infancia, de la época en que aquel espacio frío y melancólico significaba mucho para mí. Joyce había supuesto desde el principio que yo volvería a la fe católica con ella. Parecía lo más lógico. De un modo u otro yo recuperaría los antiguos sentimientos, alargaría los dedos de mi alma y asiría la abundante y magnífica alegría de creer.
De un modo u otro yo había sabido siempre que estaba allí, que para acercarme a ella me habría bastado murmurar el deseo, y en aquel punto y hora me habría cobijado la inmensa paz del útero de Dios. Y era el perfume del incienso, el crujido de los bancos y reclinatorios, los haces de luz que se filtraban por los vitrales, la tibieza del agua bendita, la risa de las velas, el impresionante transporte a la antigüedad, la pasmosa percatación de que antes que yo habían estado allí infinitos millones de personas, y se habían ido, y de que después de mí llegarían y se irían muchos más millones, durante un millón de mañanas. Estos pensamientos tenía yo sentado junto a mi mujer. Estos pensamientos más la creciente convicción de que me había equivocado, de que no era fácil volver a la religión de siempre, de que la Iglesia no había cambiado pero yo sí. Y los años de incredulidad me habían cubierto como una montaña de arena. No era fácil volver a la superficie. No era fácil emitir una débil llamada y creer que se me oía. Estaba sentado junto a ella y sabía que iba a ser muy difícil. Es más, sabía que iba a ser casi imposible.
Estaba sentado junto a ella y tenía la impresión de que había otra forma de pensar. Porque allí mis pensamientos eran distintos. Fuera, al otro lado de las pesadas puertas de roble, pensaba en impuestos y seguros, en fundidos en negro y fundidos encadenados, calculaba las proporciones de los Manhattan y los martinis, sospechaba que mi agente era un traidor, que mi amigo era desleal, que mi vecino era idiota. Y pese a todo podía estar sentado junto a ella delante del altar, las exquisitas y pequeñas manos de Joyce enfundadas en cabritilla verde, y podía adorarla por la belleza de su voluntad, la lucha de su corazón, la poderosa fuerza que la impulsaba a ser buena y humilde y a dar gracias a Dios. Podía estar sentado junto a ella con los labios demasiado secos por falta de palabras, yo, el hacedor de palabras, y las páginas de mi alma estaban en blanco, sin escribir, y las pasaba una tras otra en busca de una oración rimada, de una frase cualquiera que expresara el hecho de que en aquel lugar no pensaba en impuestos ni en seguros, y mi agente, mi vecino y mi amigo adquirían una existencia un tanto incorpórea, se impregnaban de espiritualidad, de belleza; eran entidades y no seres, eran almas y no unos canallas.
Sin embargo, a pesar de todo, no estaba preparado. Católico de nacimiento, se me hacía muy cuesta arriba volver. Puede que esperase demasiadas cosas; el gozoso tembleque del reconocimiento, el deslumbrante esplendor de la fe que renace. Fuera lo que fuese, yo no podía volver. Ante mí estaba el camino y los postes indicadores señalaban claramente la dirección de la paz de espíritu. No podía tomar aquel camino. No podía creer que fuera tan fácil. Estaba seguro de que detrás de la siguiente cuesta habría problemas.
Joyce fue bautizada cuatro días antes de dar a luz y adoptó el nombre de Joyce Elizabeth. La ceremonia se celebró al atardecer, en la pila bautismal de la iglesia de San Bonifacio. Su madrina fue la vecina de enfrente, la señora Sandoval. Era una sesentona alta y augusta. El padre Gondalfo la había elegido porque vivía cerca de nosotros y porque nosotros no conocíamos a ningún católico en la ciudad.
La felicidad de Joyce casi daba miedo. Cuando el padre Gondalfo leyó el ritual, primero en latín, luego en inglés, las lágrimas corrieron a raudales por sus mejillas y aterrizaron en el bulto. Era una felicidad demoledora que casi le hacía sufrir. Yo estaba al fondo, con mi padre, mirando, escuchando los sollozos de Joyce, que retumbaban en el vacío de la iglesia como un batir de alas.
Todos estábamos profundamente conmovidos. Mi padre se secaba las mejillas con un pañuelo azul extragrande. La señora Sandoval sonreía con entereza, sin avergonzarse de sus lágrimas. La ceremonia fue larga, porque el sacerdote ofició un bautizo completo, que le borró no sólo el pecado original, sino también todos los que hubiera cometido hasta entonces. Joyce lloraba sin parar y el padre Gondalfo también acabó por atragantarse, e interrumpió la ceremonia parpadeando para sacar un pañuelo de debajo de la sotana y enjugarse los ojos.
—No deberíamos llorar —murmuró—. Es un momento de alegría.
Joyce sufrió otro ataque de llanto al oír aquello. Mi padre y yo la condujimos a un reclinatorio, donde se arrodilló con dificultad, con la cara hecha un mapa de maquillaje, rímel y lágrimas.
—Perdonad —dijo llorando—. Lo siento muchísimo, pero no puedo evitarlo. Soy muy feliz.
—Tienes la cara sucia —dije.
Dejó de llorar al instante. Abrió la polvera y se limpió la cara. Sin decir palabra, volvió a la pila bautismal y se reanudó la ceremonia. En silencio, abatió la frente, unió las manos, sintió la purificación del alma. Y luego se acabó. Se acababa para Joyce, pero no para mí.
Nos reunimos fuera de la iglesia. La señora Sandoval hizo un regalo a Joyce, una medalla de plata de San Cristóbal. Joyce estaba muy contenta con su madrina. Fueron del brazo hasta el coche de la señora Sandoval. Cuando éste se alejó, la despedimos agitando la mano.
Había llegado el momento que tanto temía. Miré a mi mujer. Había estrellas en su pelo, estrellas en unos ojos que, bañados en lágrimas minutos antes, ahora irradiaban júbilo. No tenía sentido que su conversión adquiriese de pronto importancia, pero así estaban las cosas. No era la Joyce de antes. Ni siquiera era la Joyce de hacía una hora. La química del cambio ya no tenía remedio. Lo palpaba, lo sabía, lo veía. Lo que yo percibía era una madurez, una feminidad ajena al embarazo; una tradición, mejor dicho, una identificación con la Santa Madre Iglesia, con la veneración del catolicismo por las mujeres, y que elevaba a Joyce a la misma categoría en que yo situaba a la Virgen cuando era pequeño. Nos miramos y en aquel momento también ella se dio cuenta de que yo había percibido el cambio, aquella transformación completa de su personalidad. Nos miramos y en aquel momento los dos supimos que aquella noche sería un punto de referencia en nuestra vida, y que nuestra vida en común era un tema muy importante y muy serio. Pero era también un momento triste, porque a mí me gustaban las estupideces de la vida, las banalidades, las payasadas, y eso había quedado atrás.
La manaza y el pesado brazo del padre Gondalfo se posaron en mi hombro.
—Bueno, ¿estamos preparados?
Quiso decir: ¿estaba yo preparado para confesarme?
Quise responder: No, padre. Pero dije:
—Sí, padre.
—Bien. Mañana comulgaréis juntos. La misa será por vosotros. Luego os casaré en el altar mayor.
—Muy bien, padre.
Volvimos a la iglesia. El sacerdote hizo una genuflexión y se dirigió a uno de los tres confesonarios que jalonaban la nave lateral. La entrada estaba cubierta por gruesas cortinas moradas. El padre Gondalfo desapareció en el confesonario del centro. Encendió la luz. Joyce, mi padre y yo fuimos por la nave central y entramos en un banco que quedaba a la altura del confesonario.
Me arrodillé e hice examen de conciencia. Habían pasado quince años desde la última confesión. ¿Qué pecados había cometido en década y media? Recordarlos era un trabajo hercúleo. Era tan inmensa la cantidad que no me lo podía tomar en serio. Peor aún, no había contrición. No me arrepentía de nada. En lo referente al bien y al mal, lo había probado todo. Que la absolución estuviera en las manos del sacerdote me parecía absurdo. No podía entrar, no iba a entrar en el confesonario. Cuando era joven, mi sangre sintonizaba con la voz de la absolución. Lleno de alborozo, caía de rodillas, expulsaba mis tribulaciones, me sentía limpio y me iba con la poderosa musculatura de los corazones puros. Busqué en el pasado. No encontré nada.
Pasaba el tiempo, quince minutos, media hora, y el sacerdote esperando con paciencia. El forcejeo con la conciencia me agotaba. ¿Cómo podía confesarme culpable de algo de lo que no me arrepentía? Me senté con cansancio junto a Joyce y mi padre.
—No puedo —murmuré.
Mi padre se sobresaltó.
—Por favor, inténtalo —dijo Joyce sonriendo.
—No puedo. Sería hipocresía.
Mi padre consultó con Joyce.
—¿Qué le pasa?
—No quiere ir —murmuró Joyce.
—Tiene que ir —dijo mi padre en voz alta.
Negué con la cabeza.
—No puedo, papá.
—¡Ve!
—Te digo que no puedo.
—Eres un chico malo. ¡Vamos, muévete!
Me agarró por la nuca y quiso empujarme hacia el confesonario. Me sujeté al banco y me negué a levantarme. La cara se le puso roja del esfuerzo. De repente se puso en pie y se acercó con viveza al confesonario. Lo observamos sin dar crédito a nuestros ojos. Volvió la cabeza y nos miró con expresión desesperada. Entró en el confesonario.
Después supe que no se confesaba desde hacía cincuenta y cinco años. No me explicó por qué lo había hecho. Yo estaba seguro de que no pensaba confesarse, de que jamás se le habría ocurrido una cosa así. Pero desde su punto de vista lo había hecho por mí, por su nieto, porque alguien tenía que confesarse.
Prácticamente se confesó discutiendo con el cura. En italiano, una conversación ruidosa, algo confusa e intensa. Cada vez que el padre Gondalfo decía algo, mi padre le replicaba con brusquedad. El sacerdote levantó la voz. Y se pusieron a hablar con las manos, porque se veía la agitación de las cortinas. Al final se impuso la voz del confesor. Ya no se oía a mi padre. El sacerdote habló con amabilidad, de manera convincente, con un murmullo tranquilizador. Cuando salieron, parecían cansados y sudorosos. Mi padre se arrodilló en el banco más próximo. El padre Gondalfo sonrió y le dio unas palmadas en el hombro. Mi padre se cubrió la cara con las manos, para eliminar todas las interferencias mientras recitaba la penitencia. El padre Gondalfo me miró con ojos desalentadores. Me levanté y salí a la calle. Me estaba esperando en los escalones de la entrada.
—¿Qué ha ocurrido?
—No he podido.
—¿Quiere que busque a otro confesor? Puedo llamar al padre Shaw. ¿Ayudaría eso?
—Creo que no.
—Estoy muy decepcionado. Sin duda ya sabe usted lo que esto significa.
Lo sabía: significaba que no estaba en estado de gracia. Significaba que no podía comulgar con Joyce al día siguiente. Significaba que no podía recibir los sacramentos, uno de los cuales era el matrimonio.
—Lo siento, padre. Seguiré intentándolo.
Se acercó a Joyce y a mi padre cuando los vio salir de la iglesia. Nos despedimos. Mi padre no quiso mirarme a la cara. Fuimos hacia el coche. Así la mano de Joyce.
—Estás enfadada conmigo.
—Estoy decepcionada, como es lógico.
—Dame un poco de tiempo. Lo haré uno de estos días.
—Eso es lo que no entiendo. Si has de volver al seno de la Iglesia uno de estos días, ¿por qué no ahora?
—No lo sé.
—Yo tampoco.
—Me voy a dar un paseo —dijo mi padre.
Lo vimos alejarse hacia la esquina. Andaba con paso rápido y ágil. Se detuvo bajo la farola para encender un cigarro. La nube de humo voló hacia nosotros, perfumando el aire de la noche. No hablamos por el camino. Cerré el garaje y entramos en la casa. Subimos a los dormitorios en silencio. Titubeé delante de mi puerta, con la esperanza de que Joyce dijera algo. Entró en su dormitorio sin volverse. Me quité la chaqueta y me tendí en la cama. No podía sentir ningún pesar por lo que había hecho, ningún remordimiento. Me exasperaba no sentir ni siquiera una punzada de pesadumbre. Me sentía herido e infeliz.
Entonces apareció en la puerta, con un libro en la mano, el globo blanco flotando bajo el camisón. Me miró desde las alturas sonriendo.
—Me gustaría leerte algo —dijo.
Y leyó:
—«Oh padre, oh madre, oh esposa, oh hermano, oh amigo, hasta hoy he vivido ante vosotros según las apariencias. En adelante seré de la verdad. Sabed que en adelante no obedeceré otra ley que la ley eterna […] Apelo a vuestras costumbres. Debo ser quien soy. Ya no puedo ir contra mí mismo por nadie. Si sois capaces de amarme por lo que soy, seremos dichosos. Si no lo sois, buscaré la forma de merecerlo. No ocultaré mis preferencias ni mis aversiones.»
—Emerson —dije—. ¡Ah, hombre extraordinario!
Se inclinó para darme un beso.
—Buenas noches —murmuró.
¡Bendito fuera el vientre que llevaba a mi hijo!
Lloré de felicidad.