LA MARCA CARMESÍ
—¡V
amos, Dartia! —exclamó Calet, largando un violento espadazo al vientre de la mujer que ésta esquivó saltando apresuradamente hacia atrás—. Estoy seguro de que puedes hacerlo mejor.
“Conoces las técnicas, las dominas muy bien, mas ése es precisamente tu peor defecto —continuó, bajando su arma—. Si quieres ser la mejor, si quieres llegar a vencer a cualquier contrincante con el que te enfrentes, deberás aprender a improvisar, a ser capaz de, sin necesidad de pensar en ello, dar un giro inesperado al combate, sorprender al enemigo con tácticas que no conoce o sospecha…
—No es tan sencillo —gruñó la ex capitana, jadeando a causa del esfuerzo, manteniéndose en guardia; conocía demasiado bien al hombre que tenía delante como para confiarse durante un entrenamiento. El hecho de que abatiera la espada no significaba nada, su ataque podía ser tan rápido como un relámpago—. Maldición Calet, no puedes pretender que te enfrente con tus mismas armas, no tendría ninguna opción.
—Tus rivales no serán como yo —aseguró el mercenario con una seca sonrisa, mientras envainaba el arma—. La mayoría son guerreros que han aprendido unas técnicas y las aplican a rajatabla, por lo que sus movimientos son tan predecibles que puedes buscar sus puntos débiles y aprovecharte de ellos.
“No pienses que estás luchando contra mí. Si esa situación se diera, a pesar de los avances que has conseguido en tu entrenamiento, temo que te resultaría muy difícil vencerme: llevo demasiado tiempo practicando las artes de la esgrima, perfeccionando todos mis movimientos en cada combate, por lo que todo en mí es instintivo…
“Y ahora, pienso que ha llegado el momento de dejar el entrenamiento —finalizó, dándose la vuelta—. Vamos dentro, Dartia, y comamos algo mientras esperamos a que alguien se digne encargarnos una misión…
Habían llegado a Mor Talir tras varios días de cabalgada, y de inmediato habían buscado un alojamiento, una casa cercana a los muros de la ciudad, donde se habían dedicado a entrenarse y a darse a conocer ante la población durante varios meses; la primavera estaba ya bastante avanzada, y los nombres de ambos mercenarios resonaban ya por todas las Mors.
Dartia lo siguió tras envainar su espada; a pesar del tiempo transcurrido, la arrogancia del hombre le resultaba irritante, por lo que se detuvo un instante pensando en darle una lección; procurando mantener el más absoluto silencio, volvió a extraer su arma de la funda y se arrojó sobre Calet.
No supo exactamente qué había ocurrido, tan sólo que de repente estaba sentada en el suelo, con el estómago dolorido y la espada abandonada a su lado, mientras su rival la contemplaba con el arma en la mano y expresión severa.
—¿Entiendes ahora lo que siempre te advierto? —gruñó Calet mientras envainaba de nuevo—. Siempre en guardia, siempre pendiente de los movimientos y gestos de quien puede ser un rival, hasta que se convierta en algo tan mecánico, tan instintivo, que no necesites ni pensarlo ni tensar tus nervios para ello.
“Pensabas que me había olvidado de todo, pero no era así: cuando te he dado la espalda he notado que comenzabas a andar y luego te detenías durante un tiempo lo suficientemente largo como para sospechar que mis palabras anteriores te habían escocido, por lo que cuando oí tus rápidos pasos no tuve más que tomar la espada, girarme, detener el golpe y lanzarte un puñetazo por debajo de la guardia.
Tendió la mano a la mujer, que la agarró con gesto desabrido, y le ayudó a levantarse.
—Tu prepotencia me irrita, Calet —se indignó ella, sacudiéndose el polvo de la ropa—. No es necesario que me trates como una niña, sé que sigo estando por debajo de tu destreza, mas no deberías recordármelo una y otra vez…
El mercenario dejó escapar un largo suspiro mientras suavizaba su expresión.
—Tienes razón, Dartia —admitió con un encogimiento de hombros—, mas es algo que me resulta muy difícil de cambiar: intentaré ser menos duro contigo, aunque no esperes blandura en los entrenamientos —advirtió con firmeza—. Debes endurecerte, y sobre todo conseguirlo lo más rápido posible.
“Entre otras cosas, podrían encargarnos que acabáramos con Ornay, y ésa es una cuestión no precisamente baladí: si ese impostor —sonrió como un lobo— es tan bueno como para engañar a los demás, entonces no podemos permitirnos error alguno, o de lo contrario podríamos resultar heridos o algo peor…
—Pero Ornay eres tú —objetó la ex capitana, caminando al lado de Calet—. No entiendo que puedas siquiera plantearte esas precauciones, no tendrías más que aparecer ante el mundo como el auténtico y todo se solucionaría…
—¿Y volver a Suldur en busca de mi antigua personalidad? —se quejó el hombre—. No, Dartia, lo siento mas ésa no es una opción: si alguien ha querido asumir mi papel y echarse encima el pesado manto de mi fama, adelante, se lo cedo con todo lo que conlleva: Ornay el Desalmado era demasiado salvaje para permitir su existencia, si pretendiera retomarlo habría de seleccionar mucho más cuidadosamente los encargos y procurar no masacrar a quien no hiciera falta, tan sólo dejarlos imposibilitados para la lucha en esos momentos, a no ser que las circunstancias me obligaran a tomar medidas más severas.
“No. Dejaré que ese desconocido cargue con todos mis crímenes anteriores, quienquiera que sea se lo ha buscado a conciencia.
—Mas no deberías hacer eso… —objetó Dartia ceñudamente.
—¡Calet dar Gaur! ¡Dartia dar Sarama! —exclamó una voz en la distancia.
Mirándose entre sí, ambos se acercaron a la entrada de la vivienda y abrieron la puerta de madera; ante ellos apareció un hombre inmenso, un coloso de más de dos metros de altura con las armas de la casa de Altari.
—Que Dan’Nan sea con vosotros —saludó ceremoniosamente con voz grave—. Mi señora, Renan dar Altari, desea hablar con vosotros, por lo que sois convocados a su presencia.
—Permitidnos al menos tomarnos unos momentos para quitarnos el polvo del entrenamiento —sugirió la mercenaria amistosamente, ante lo que el guardia frunció el ceño—. Esperadnos aquí si lo deseáis, y en unos instantes os acompañaremos —añadió contemporizadora para evitar el gesto severo del hombre, que aceptó la componenda con un leve cabeceo.
Unos momentos después, ambos caminaban tras el ceñudo guardia, en un incómodo silencio roto tan sólo por el bullicio de las gentes de Mor Talir. Cruzaron por la zona de mercados, acercándose al centro de la ciudad, a una vivienda de dos plantas cercana al palacio de los Doins, una construcción sobria, elegante, con un par de leones rampantes de piedra a ambos lados de la puerta.
Después de atravesar varias estancias y presentarse ante otras tantas parejas de soldados de la Casa de Altari, fueron introducidos en el salón principal, donde les esperaba la mujer que les había mandado llamar.
De figura menuda y tez bronceada, sus rasgos eran anodinos, angulosos, adornados por una espesa mata de negro cabello rizado; de no ser por los caros ropajes que ostentaba con una cierta gracia, hubiera podido pasar perfectamente por una de las mujeres al servicio de la Casa.
—Mi Señora, os traigo a Calet dar Gaur y Dartia dar Sarama —presentó el coloso mientras se inclinaba ceremoniosamente—, tal y como habéis ordenado.
—Muy bien, Suad —aceptó Renan con gesto displicente—. Puedes retirarte, te mandaré llamar si te necesito.
—Como ordenéis, mi señora —el hombre obedeció mansamente y retrocedió tras una zalema, saliendo de la habitación.
—Que la Diosa sea con vos —saludó la Señora de la Casa a los mercenarios, que permanecían en silencio.
—Y con vos, Señora —saludaron a su vez.
—Os rogaría que fuerais directamente al grano, señora —terció abruptamente Calet observándola con suspicacia; pudo notar el gesto de enojo de su compañera, más partidaria de la diplomacia antes de recurrir a métodos más drásticos—. Nuestro tiempo es demasiado valioso para perderlo en vacuas disquisiciones.
—A fe mía que lo que había oído de vos era cierto —advirtió Renan ligeramente molesta—, sois un grosero maleducado incapaz de relacionaros con la nobleza.
—Me precio de ser un mercenario que resuelve satisfactoriamente los encargos que se le solicitan, no de engatusar con bellas palabras a nadie —contestó el hombre ligeramente picado—. Si no os importa…
—Os ruego disculpéis a mi compañero, señora —intervino Dartia rápidamente, al ver el peligroso derrotero que estaba tomando la situación—, mas no es persona de palabras, sino de acción.
—Eso puedo verlo claramente —aceptó la mujer con aspereza—. Mas, como bien decís, trátase de un asunto de negocios, no de placer; así pues, prescindiremos de las formalidades.
“Últimamente las cosas no van bien en las Mors —comenzó a explicar—, el bandidaje ha aumentado y los salteadores campan a sus anchas a pesar de la vigilancia del ejército imperial. A pesar de todos nuestros esfuerzos, varias caravanas han sido saqueadas. Hasta el momento, ninguno de los hombres que hemos contratado ha sido capaz de evitar el desastre.
“Algunos de los que han empleado vuestras armas han confirmado vuestra valía, por lo que he decidido probaros: en un par de días saldrá una caravana con destino a Mor Sudam, escoltada por una decena de soldados y vosotros dos.
—¿No deberíais preguntarnos primero si deseamos aceptar vuestra oferta? —se burló Calet.
La Señora de la Casa lo fulminó con la mirada: por un momento, sus labios temblaron de ira, dispuestos a abrirse y lanzar una llamada a sus guardias, mas consiguió controlarse por fin.
—Calet dar Gaur, estáis tentando en demasía vuestra suerte —le advirtió furiosamente—. ¿Acaso osaríais rechazar la oferta de un noble?
—Si la paga no es lo suficientemente buena, sí —aseguró el mercenario con una torva sonrisa—. Señora, os ruego que no me malinterpretéis, mas nosotros también debemos cuidar nuestra reputación, por lo que no nos embarcaremos en cometido alguno que no nos dé unas ciertas garantías de honestidad y rentabilidad.
—¿Os parece suficientemente rentable una paga de diez monedas de hierro por cabeza y día?
—Treinta —apuntó Calet rápidamente.
Renan observó al hombre que, engañosamente calmo, se había cruzado de brazos y parecía estudiarla burlonamente.
—¿Acaso pensáis que estoy dispuesta a chanzas? —le amenazó.
—Señora, estaríamos dispuestos a participar como escoltas en su caravana por veinte monedas —intervino Dartia, dando un codazo de advertencia a su compañero—. Si como decís habéis recibido noticias buenas acerca de nosotros, deberíais pensar que éste no es un precio demasiado excesivo por nuestra protección…
—Sea —admitió la Señora de Altari tras unos instantes de vacilación—. Veinte monedas por cabeza y día. Mas espero por vuestro bien que las valgáis, pues de lo contrario no podréis volver a Mor Talir sin pagar las consecuencias de vuestra insolencia.
“Dentro de dos días deberéis estar a las puertas de esta Casa, dispuestos a escoltar la caravana de Mor Sudam. Ahora, podéis retiraros —ordenó con un lánguido gesto de la mano.
—¿Por qué contemporizas con toda esta gente? —inquirió Calet mientras regresaban a su hogar; se sentía molesto por la manera en que los había tratado la dama Renan—. ¿Acaso somos perros falderos que hemos de arrastrarnos tras sus ropajes en busca de la miseria que quieran dejar caer?
“No, no estoy dispuesto a permitir que me traten de esta manera; si es preciso, estaría dispuesto a ser de nuevo Ornay el Desalmado… —sugirió bajando la voz a un áspero susurro.
—No digas más necedades —le increpó Dartia—. Si hubieras estado como yo, al servicio de una Casa durante el suficiente tiempo, entenderías mejor los pensamientos de los nobles, y la forma de tratarlos para conseguir lo que quieras de ellos sin necesidad de adulaciones ni zalamerías.
“Te concedo el hecho de que la dama Renan no es precisamente una mujer fácil de tratar, mas tampoco tú has estado precisamente agradable: deberías controlar un poco ese genio que tienes.
“Y en cuanto a lo de volver a tu antiguo ser… ¿Acaso te has parado a pensar lo que estás diciendo? Como de costumbre, por supuesto que no. ¿Vivir de nuevo al margen de la ley, perseguido por todos, escondiéndote entre las sombras como un animal acosado, dedicado a cometer cualquier tipo de crimen que se te encargue?
—No, en eso te equivocas —se defendió Calet—, procuraría seleccionar cuidadosamente las tareas que me encargaran, no haría nada que pudiera resultar contrario a un cierto sentido de la justicia…
—Y utilizarías tu propio criterio para ello, ¿no? —se burló la mujer—. Vamos, Calet, ¿no pretenderás ahora aplicar la justicia…
—Tengo mis propias ideas al respecto —le interrumpió el mercenario, ofendido por sus palabras—. No tienen por qué coincidir necesariamente con la justicia del Imperio. Si estás pensando en lo que he estado haciendo hasta que cumplí mi venganza, deberías darte cuenta de que no hubo más que un sentimiento enconado, fuera de toda medida; todo lo demás quedó eclipsado por el velo rojo de la rabia.
“He llevado una marca escarlata, una señal de sangre, durante todo este tiempo… Un estigma que me ha acompañado en la misión que me impuse, y que antepuse a cualquier otra consideración; para poder cumplirla me rebajé a ser menos que un ser humano, a la condición de una bestia salvaje. Nada contaba en mi camino que no fuera satisfacer las necesidades básicas que mantuvieran el destino que me había fijado.
“Sin embargo, todo cambió cuando empecé a dar cumplimiento a la tarea que había jurado contra los asesinos de mi familia: todo mi entrenamiento, toda mi furia, se conjuraron para confundirme. La muerte de Targ no hizo otra cosa que mostrarme el vacío que yacía en mi corazón, me indicó, sin yo saberlo hasta más tarde, mi mayor carencia: un alma…
Mientras entraban en la vivienda, Dartia observó detenidamente a su compañero; aquella expresión engañosamente calma, una fachada de estoicismo, de impasibilidad, tras la que se ocultaba una personalidad sombría a la par que volcánica, siempre la desconcertaba. Aunque creía entenderlo, a veces no podía por menos que dudar de sus ideas, de sus intenciones…
—No pretendas entenderme, Dartia —continuó Calet, sonriendo ligeramente ante el desconcierto de la mujer—. Ni yo mismo soy capaz de ello. Soy Calet dar Gaur, guerrero de fortuna, y también Ornay dar Diron, Ornay el Desalmado, una criatura forjada en el más ardiente fuego de la venganza.
“No se pueden separar ambas personalidades, tan sólo intentar que convivan en la mayor armonía posible.
—No sabía que fueras capaz de leerme el pensamiento —murmuró suavemente.
—No, tan sólo las expresiones de la cara —admitió el mercenario encogiéndose de hombros—. Y en la tuya puedo observar todo lo que piensas o sientes…
Apenas llegado el amanecer, Calet y Dartia esperaban ya ante las puertas de la Casa de Altari; por encima del seto que separaba la vivienda de la calle podían distinguir dos carros de madera con un par de bueyes uncidos en cada uno de ellos; a su alrededor se movían nerviosamente, como avispas furiosas sacadas de su letargo, guardias y comerciantes que ultimaban los preparativos para la expedición hacia Mor Sudam.
Alguien los vio y dio un aviso de alarma; casi de inmediato, los soldados cerraron filas y aprestaron sus armas, hasta que el hombretón que había guiado a los mercenarios dos días antes se dio cuenta de quienes eran; con estentórea voz hizo que todos se relajaran.
—Que Dan’Nan sea con vos —saludaron al cruzar la entrada, levantando las manos en gesto amistoso.
—Y con vos —les contestó el soldado con gesto ceñudo—. Estamos ultimando los preparativos, saldremos de un momento a otro.
—¿Podemos preguntar cuál es el contenido de los carros? —inquirió Calet cautelosamente, bajo la irritada mirada de su compañera.
—No es algo que os concierna —le advirtió el hombre con enojo, apoyando la manaza en el pomo de su espada con gesto agresivo—. ¿Acaso habéis olvidado que se os paga sólo como escoltas?
—Evidentemente, estáis vos para recordárnoslo —se burló el mercenario.
—Señor Darno, todo está dispuesto —les interrumpió uno de los carreteros—. Podemos partir en cuanto deis la orden.
El grupo, formado por cuatro comerciantes y una escolta de diez guardias, además de Calet y Dartia, se puso en marcha: cruzaron las calles entre las miradas de sueño de la gente y las de codicia de los ladrones que parecían infestar Mor Talir, para dirigirse al Nordeste al atravesar las dobles puertas de la ciudad.
Cautamente, procurando no llamar la atención, el guerrero de fortuna apartó paulatinamente su montura de su compañera, acercándose a uno de los carros para intentar echar una ojeada rápida bajo la tela; aquel tesón en no decir nada, en mantener un silencio absoluto en torno al contenido de la caravana, le tenía preocupado y le hacía sospechar que algo no marchaba bien.
—Apartaos de ahí —tras él, la voz grave de Darno le hizo llevarse involuntariamente la mano al hombro en busca de su espada. Lenta, despaciosamente, la bajó mientras giraba la cabeza hacia su interlocutor—. A lo que veo, tenéis un serio problema con vuestras entendederas. ¿Acaso no podéis comprender cuál es vuestra función?
—Dartia y yo tenemos a bien elegir nuestras tareas con tiento —advirtió Calet frunciendo el ceño; la situación comenzaba a molestarle sobremanera—. No tenemos certeza alguna de que estos carros no contengan una mercancía… llamémosla peligrosa.
—¿No lo preguntasteis en su momento, cuando hablasteis con la Señora Renan? —se chanceó el soldado—. No os lamentéis ahora de vuestra torpeza.
—Teneos ambos, y dejaos de trifulcas inútiles —intervino Dartia, acercándose a ellos—. Mas que guerreros parecéis dos infantes discutiendo por un juguete.
—A mi parecer, Dartia, tenemos derecho a conocer…
—Aceptasteis la misión sin preguntar —gruñó el hombre—. Eso es suficiente.
—¡Basta ya! —exclamó la taliria, haciendo que todas las miradas se volvieran hacia ellos—. Puesto que sólo se nos pagará al término del viaje, nada nos ata excepto nuestro honor; ahora bien —sus labios se torcieron en una sonrisa lobuna, feroz—, si por algún motivo hubiéramos de considerar que hemos sido engañados, podríamos abandonar la misión sin el más nimio reparo. Tanta insistencia en que no conozcamos la mercancía que llevamos a Mor Sudam resulta altamente sospechosa, temo que, al igual que mi compañero, he de insistir en ello.
La faz de Darno adquirió un violento tono púrpura.
—¡Sea! —admitió por fin, encolerizado en extremo—. Mas si osáis intentar apropiaros de algo de lo que hay en los carros, habréis de responder por ello con las armas.
Uniendo la acción a la palabra, se inclinó sobre el flanco de su montura y agarró una esquina de la tela, que levantó para dejar ver bajo ella un numeroso grupo de pieles cuidadosamente extendidas por toda la carreta, de todo tipo de animales: lobos, dientes de sable, armiños, visones, zorros… El valor de aquel cargamento era verdaderamente elevado.
Acercándose al otro vehículo, mostró bajo la tela unos pequeños cofres apilados uno junto a otro.
—Son joyas de todo tipo —explicó sucintamente el guardia—: ópalos, amatistas, rubíes, ónices, ágatas…
“Comerciamos con otras ciudades y otros reinos, intentando conseguir las piedras al precio más bajo posible, y luego lo ofrecemos al mejor postor.
—Ya veo —aceptó Calet, suavizando su expresión. Abrió la boca para decir algo, mas Dartia le hincó el codo en el costado.
Durante el viaje no surgió ningún contratiempo, no vieron rastro alguno de bandidos ni saqueadores. Se cruzaron con un par de caravanas y unos viajeros que hacían la ruta contraria, hacia Mor Talir, e intercambiaron unas palabras con todos. Uno de ellos, un guerrero de tez cetrina, les habló de los rumores que habían llegado hasta las Mors acerca del asesinato del embajador lemurio en Poseidonia, la capital del Imperio, y de las consecuencias inmediatas de lo sucedido: la exigencia del emperador Ostiman de esclarecer lo ocurrido, su amenaza de quebrar la inestable paz que ambos habían establecido un par de años antes, los soldados de los Manes registrando la ciudad en busca de los asesinos… Tal parecía que el comienzo de una nueva guerra era inminente: mientras Atlantis mantenía sus colonias en el continente del este y se extendía hacia oriente, debía volver su mirada hacia el oeste en busca del enemigo.
Cuando llegaron a la vista de los bajos muros de Mor Sudam, el crepúsculo se cernía ya sobre las tierras atlantes, mientras los ánimos se caldeaban por momentos: mientras Darno insistía que había que aplastar a toda costa a los eternos enemigos, a las serpientes de más allá de las Tierras Rojas, Calet y Dartia mantenían una opinión muy distinta…
—Pensad, capitán, que una guerra en estos momentos sólo beneficiaría a los mercaderes de armas —explicaba por enésima vez la mercenaria con voz cansada—; después de dos años de paz, resulta cuanto menos extraño que el Imperio desee la guerra con nuestros más acendrados enemigos, y que la manera de hacerlo sea precisamente asesinando a su embajador en lugar de expulsarlo formalmente y hacer un anuncio.
—Mas son nuestros más enconados rivales, señora Dartia —insistía el soldado, mientras se internaban en las tortuosas calles de la población—, gentes impías, guerreros salvajes sin corazón, fieras dedicadas en cuerpo y alma a la sangre y la muerte…
—¿No creéis, señor Darno, que estáis resultando un tanto sanguíneo? —inquirió Calet con una tensa sonrisa—. No soy yo precisamente afín a esas gentes, mas habréis de estar conmigo en que, por mero sentido común, no todo el Imperio Lemurio ha de ser igual de bárbaro.
—Tal vez no —admitió de mala gana el guardia, mientras la caravana se detenía ante una vivienda noble—, mas sí voy a deciros algo notoriamente claro: prefiero a un lemurio muerto antes que a uno vivo.
Ante tal declaración de intenciones, los mercenarios optaron por guardar silencio: no parecía demasiado conveniente insistir en semejante conversación.
—Nosotros hemos cumplido nuestra parte —anunció Dartia con una amplia sonrisa—. Ahora, señor Darno, os toca a vos cumplir con la vuestra y pagar la deuda.
Con el gesto torcido en una expresión desagradable, el hombre sacó de su faltriquera un saquillo tintineante y dejó caer las monedas en la palma de su mano; contándolas cuidadosamente, se las entregó a la mujer. Saltaba a la vista que la decisión de la Dama Renan de contratar guerreros de fortuna no le había resultado agradable…
—Quedamos agradecidos por su dinero y su compañía —aseguró Dartia, dedicándole una esplendorosa sonrisa que desarmó por completo al soldado—. Ahora, que la Diosa sea con vos: nos retiramos a descansar del viaje.
El soldado no supo, o tal vez no quiso contestar; con un vago gesto de aquiescencia se dio la vuelta y se dedicó a dar órdenes a sus subordinados.
Calet y Dartia se miraron por un momento; después, hicieron volver grupas a sus monturas y cabalgaron por las callejas de Mor Sudam en busca de un alojamiento que encontraron al cabo de unos minutos, un local que ostentaba una enseña en la que aparecía una espada cruzando sobre un sol radiante.
Tras tomar un refrigerio, preguntaron al tabernero por algún lugar en que pudieran asearse y sacudirse el polvo del viaje, y dejaron pagadas las habitaciones para dormir.
—Y más os vale no intentar engañarnos —advirtió severamente el mercenario, provocando en el posadero un espantado estremecimiento—: el hecho de haber pagado por adelantado no es óbice para que podáis desligaros de vuestra responsabilidad.
Mientras le daban la espalda, el hombre se desvivió en protestas acerca de su honestidad.
—¿Sabes, Calet, que a veces te abriría la cabeza? —se burló la mujer—. ¿Acaso te cuesta tanto ser un poco más amable, un poco más comedido con tus palabras?
—Es preferible meter el miedo en el cuerpo a los demás y que no te busquen problemas, a ser blando con ellos y se crean con derecho a hacer lo que quieran —explicó el guerrero encogiéndose de hombros—. Prefiero estar seguro de que ese tabernero va a respetar mis monedas, a arriesgarme a volver y encontrarme con que hemos perdido habitaciones y dinero.
—Eres demasiado desconfiado.
—He de serlo, y tú también, si deseamos sobrevivir en este mundo violento —terció el mercenario bruscamente—. Me parece cuanto menos sorprendente que aún no hayas sido capaz de entender la premisa más básica de las gentes de armas.
—La entiendo perfectamente —se defendió la mujer con tono agresivo—. La única cuestión es que no puedo aceptarla. ¿Una vida continuamente en tensión?
—Tuviste elección —se burló Calet—. Pudiste haber tomado por esposo a un noble, o haberte dedicado a la vida de campesina, o cualquier otra idea que ocurrírsete pudiera. Mas elegiste la ley de la espada, y como tal debes aceptarla…
Unas horas después los dos compañeros regresaban a la posada, dispuestos a tomar el pertinente descanso; las sombras nocturnas se cernían sobre Mor Sudam, bailando bajo una luna llena que provocaba caprichosos juegos de luz en los rincones, haciendo que ambos vigilaran con suma cautela a su alrededor, sabedores de la caterva de ladrones y degolladores que plagaban las ciudades de las Mors como una nefasta plaga. Desde un semiescondido recoveco una pareja les hizo gestos obscenos, llamando su atención en busca de unas monedas que ganarse…
Repentinamente, vieron pasar junto a ellos a una docena de sujetos a la carrera, con la vista fija en los tejados de la ciudad.
—Si mi instinto no me falla, la Hermandad del Tiburón trabaja esta noche —sugirió Calet en voz baja—. Y si van una docena, es que buscan a alguien muy especial…
—¿Cómo sabes que son tiburones? —inquirió Dartia con gesto ceñudo.
—Porque en una ocasión me enfrenté al jefe de esta cuadrilla —el mercenario señaló al hombre que parecía dirigir aquel malencarado grupo, un gigante de casi dos metros de altura, delgado como un espíritu, armado con una enorme hacha de doble filo que agitaba entre broncas voces—. Temo, Dartia, que creo saber detrás de quién andan. Y ay de él si lo alcanzan…
—¿Ornay? —aventuró la mujer.
—Eso temo, el impostor que se hace pasar por mí —admitió el hombre con gesto sombrío—. Dartia, ve si lo deseas a la taberna, creo que tengo algo que hacer antes de acostarme.
—¿Te has vuelto loco? —le regañó la mujer, atónita ante las palabras de su compañero—. ¿Vas a enfrentarte no sólo a un loco del que no conoces su habilidad real, sino además a la hermandad de asesinos más temida del Imperio?
—Te recuerdo que los tiburones no me persiguen a mí, sino a Ornay —aclaró sucintamente el mercenario—, no tendría por qué enfrentarme a ellos.
Sin más palabras, antes de que la taliria tuviera tiempo de contestarle, le dio la espalda y comenzó a caminar hacia las sombras.
—Serás necio… —murmuró ella con gesto de fastidio, mientras marchaba en busca de un merecido descanso…
Tras un par de horas de búsqueda, Calet descubrió el paradero de quien se hacía pasar por Ornay: al norte de la ciudad se alzaba un espantoso griterío, una estruendosa algarabía que lanzaba al aire notas de ira, horror y miedo.
Cuando llegó al lugar se descubrió ante una amplia casa de piedra de dos plantas, llena de soldados con antorchas registrándolo todo entre voces; sin duda alguna, la misión del asesino le había llevado a una de las Casas Nobles. Recordando los viejos tiempos en que él hubiera hecho lo mismo, aceptar sin ningún tipo de miramientos cualquier tarea por la que le hubieran pagado, pensó que tal vez hubiera sido un poco más cauteloso. Aunque, realmente, no era lo habitual: la muerte de Sentar de Querot, en Mor Talir, no había pasado precisamente desapercibida, al igual que la de Galder, el Doin de Mor Falkan y otros como ellos…
Se preguntó dónde estaría el impostor, mirando en todas direcciones, buscando en vano durante unos momentos, hasta que creyó percibir movimiento en el techo de la construcción: una sombra parecía apenas perfilarse contra la oscuridad nocturna, deslizarse lenta, cautelosamente, hacia una esquina del edificio…
Calet sonrió hoscamente: el asesino se había dejado atrapar, no tenía ya prácticamente ninguna opción de escapar de la situación creada. En el hipotético caso de que consiguiera romper el cordón que los soldados habían formado, habría de enfrentarse con los miembros de la Hermandad del Tiburón, que a buen seguro le estarían esperando con las manos alegremente llenas de hierro.
Si no conseguía crear una distracción adecuada, podía considerarse muerto… Por un breve instante, de Calet se apoderó la tentación de ayudarle a escapar, mas no podía permitirse tal hazaña: no tenía su casco a mano, y mostrarse a cara descubierta para ayudar a un proscrito como Ornay supondría el ostracismo definitivo… No, no podía arriesgarse en tal empresa, no debía…
En ese momento, una de las esquinas de la casa reventó con una explosión sorda, contenida, abriendo un boquete del tamaño de un hombre. Prácticamente de inmediato, todos los guerreros se dirigieron hacia allí, dejando desprotegido el resto del jardín, momento que aprovechó la sombra para descolgarse de un salto y, en una rápida carrera, desvanecerse entre unos árboles.
El mercenario se dirigió raudo hacia el lugar por el que seguramente saldría el rufián de los terrenos de la vivienda, a tiempo para ver desvanecerse la figura de Ornay entre las sombras de una calleja. Corrió tras él, alcanzándolo cuando cruzaba el umbral de una puerta…
Empujó la madera y entró tras el farsante, cerrando tras sí y dejando la estancia en una oscuridad absoluta, rota tan sólo por la tenue luz del exterior que se filtraba a través de los postigos mal encajados de una ventana. El asesino giró sobre sí mismo como un gato, alzando su espada ante él ante la posibilidad de un ataque, mas no vio nada en medio de aquellas lóbregas tinieblas.
—Que Dan’Nan sea con vos, Desalmado —susurró Calet—. No hay armas en mis manos, nada tenéis que tener de mí.
—¿Quién sois y qué deseáis? —gruñó una voz metalizada por el casco.
—Hablar con vos —contestó el mercenario—. Averiguar cuáles son las motivaciones que os mueven para haber adoptado la impostura de Ornay.
—¿De qué habláis, guerrero? —gruñó el hombre—. Yo soy Ornay el Desalmado…
—Conmigo no tenéis por qué disimular —le advirtió Calet—. Vos no sois el Desalmado, contemplándoos no tengo la más mínima duda de ello. No quiero vuestra cabeza, sino vuestros motivos.
—¡Que H’Ursk os condene! —exclamó airadamente el hombre, adelantándose para dar una estocada frontal; la hoja sólo encontró el aire…
—No me obliguéis a desenfundar mis espadas —gruñó el guerrero, apartado a un lado—, o lo lamentaréis.
“Ignoro si conocéis el hecho de que los tiburones andan tras vosotros, mas ésa es la cierta verdad. Deseo hablar con vos antes de que os encuentren y os envíen al Halasna, saber cuál es el motivo que os ha llevado a suplantar una personalidad tan… abominable.
—¿Y a vos que os importa tal cosa? —se rebeló el falso Ornay, mirando a su alrededor con gesto asustado—. ¿Acaso pretendéis ser mejor que yo?
—No pretendo serlo —admitió su interlocutor, dando vueltas alrededor de su presa—, tan sólo busco hablar…
Las palabras murieron en su garganta cuando un fuerte golpe sacudió la puerta; al mismo tiempo, la hoja de un hacha penetró por la hoja, astillándola.
—Temo que vuestras hazañas han llegado a su fin —sugirió Calet, retirándose hacia un rincón en busca de una salida; al ver una escala de madera, comenzó a subir por ella—. Orad por vuestra alma, Desalmado, porque vais a encontraros con los dioses en breve.
El farsante, desesperado, comenzó a trepar tras Calet en el momento en que la puerta saltaba hecha pedazos y una imponente figura se silueteaba en el umbral, tras la cual se arremolinaban varios sujetos más.
—Por fin os encuentro, Ornay —bramó una voz profunda, conocida por el mercenario, la del gigante que le había perseguido en una ocasión. Sentado en la azotea, se limitó a escuchar—. No os molestéis en intentar huir, emplead vuestros esfuerzos en hacer las paces con H’Ursk y Dan’Nan.
Calet oyó el sonido sibilante de las espadas al salir de sus fundas, y a continuación el violento entrechocar del metal contra el metal; en unos momentos, el interior se llenó de lamentos, reniegos y gritos, mientras el áspero olor del sudor y la sangre comenzaba a ascender por la abertura.
La refriega apenas duró unos instantes: tras un agónico gemido y un golpe seco, el silencio se enseñoreó de la vivienda como un lúgubre manto de muerte. El guerrero de fortuna, desde su alta posición, decidió esperar más, hacer tiempo para que los sicarios de la Hermandad se desvanecieran en la oscuridad de la noche…
Cuando bajó de la azotea, la habitación era un matadero: la sangre goteaba por todas partes, se extendía en grandes charcos desde debajo de cuatro cadáveres, uno de los cuales tenía el vientre abierto de un violento tajo y las vísceras desparramadas a su alrededor…
El cuerpo del impostor se hallaba entre los otros tres, las espadas abandonadas junto a las inertes manos, un horrendo muñón donde debería haberse hallado la cabeza.
—Necio… —murmuró mirando a su alrededor—. A juzgar por su defensa, seguramente habría podido resistir contra estos ganapanes si los hubiera contenido en la puerta en lugar de intentar huir.
Al parecer, los tiburones se habían llevado la cabeza con el casco como prueba de la muerte del hombre más temido y odiado de todo el Imperio; a buen seguro, a más tardar en un par de días la noticia habría corrido por todas partes, lo que probablemente supondría una celebración general…
Salió de la vivienda con paso cansado, asegurándose de que no había ojos indiscretos que pudieran poner a la Hermandad tras su pista, y se dirigió hacia la posada…
Por la mañana, tras asearse, salió de la habitación y se dirigió al comedor de la taberna, donde Dartia estaba ya tomando un refrigerio.
—Que Dan’Nan sea contigo, Dartia —saludó sentándose frente a ella.
—Y contigo, Calet —le saludó ella a su vez—. ¿Cómo te fue la noche?
—Podría haber sido mejor —el hombre se encogió de hombros con gesto despreocupado; a continuación hizo una seña a un joven que andaba sirviendo entre las mesas—. Temo que la leyenda de Ornay el Desalmado ha llegado a su inevitable final.
—¿Qué sucedió? —indagó la taliria, observándolo con fijeza—. ¿Lo has matado?
—No, pero bien pude haber sido yo —aceptó sombríamente el mercenario—. Conseguí alcanzarlo e intenté hablar con él, mas se revolvió y me tentó a sacar mis espadas; no sabría decir si por suerte o por desgracia, la Hermandad del Tiburón nos encontró cuando parecía estar dispuesto a hablar, por lo que me retiré discretamente y dejé que se las entendiera él solo con esa caterva de rufianes.
“Cuando acabó todo, vi que se había llevado a tres por delante, y que su cabeza, con el casco de C’Tl, había desaparecido. Así pues, creo muy probable que a más tardar mañana todo el Imperio sepa de la muerte del asesino más perseguido por todos.
“Lo que más llega a fastidiarme es que los dos mil sialans de recompensa por mi cabeza van a ir a las ensangrentadas manos de los tiburones…
—No pienses más en ello —sugirió Dartia—, no es algo de lo que debas preocuparte: con la desaparición de ese personaje hemos salido ganando todos, ahora sólo debemos preocuparnos por mantener la fama que tenemos… —las palabras fueron muriendo en sus labios a medida que iba comprobando, con sorpresa, cómo se ensombrecía el rostro de Calet— ¿No estarás pensando en retomar esa vida? —inquirió ceñudamente.
—No sé qué decirte, Dartia —murmuró Calet, dejando a un lado su comida—. No puedo decir que eche de menos la vida de Ornay, la depravación a la que llegó, esa dureza extrema, mas algo en mi interior sigue llamándome a pesar de todo. El vacío que hay en mi vida, en mi alma, en mi corazón, no parece que pueda ser saciado con nada…
“A pesar de haber cumplido mi venganza contra los verdugos de mi mujer y mis hijos, a pesar de haber recuperado la razón, no puedo sentir nada excepto la fría furia del combate.
—Eres un orate, Calet dar Gaur —gruñó la taliria—. Verdaderamente no puedo ver la manera de liberarte de tal estigma, no alcanzo a comprender cómo una criatura como tú puede andar por el mundo de los vivos con impunidad.
“Tentada estoy de abandonarte a tu destino, mas deseo por encima de todas las cosas entrenar, aprender tanto como pueda de ti para, algún día, ser capaz de vencerte en combate. ¿Ni siquiera eso puede suponer un acicate para tu mente?
—¿Qué acicate pretendes que sea? —se burló el hombre con amargura—. Bastaría con dejar que me venzas para complacerte, tal es la fuerte tentación que me asalta en ocasiones, mas mi propia naturaleza me impide ceder a tal consideración: la gloria de la batalla está en el triunfo, no en la derrota.
—En ese caso, deberías despertar de ese letargo en el que yaces —le advirtió Dartia—. Tarde o temprano podrías tropezar con alguien que te superara, por lo que habrías de mantenerte en forma y seguir entrenando.
—Supongo que tienes razón —admitió el guerrero, levantándose de la mesa—. Mas deberías recordar que mi entrenamiento es el combate continuo, las tareas que aceptamos…
“Cada vez que lucho con alguien capaz de aguantarme durante el tiempo suficiente estudio sus técnicas, improviso contraataques en busca de un error en sus defensas, hasta que doy con la clave adecuada para desarmar y acabar con mi víctima.
—Entonces, eres aún más loco si cabe de lo que pensaba —le regañó la ex capitana, levantándose a su vez y siguiéndolo al exterior de la posada, en busca de sus caballos—, porque de esa manera dejas huecos que un luchador avezado podría aprovechar para alcanzarte…
—Es el riesgo que debo correr si pretendo mejorar —le interrumpió el hombre con gesto lobuno—: una herida que me permita llegar hasta el corazón del enemigo puedo tomarla como algo aceptable.
Montaron y se dirigieron calmosamente hacia la salida de Mor Sudam, discutiendo aún acerca de la actitud de Calet, soliviantándose ella por momentos ante una personalidad tan oscura, tan destructiva…
Habían acampado a la orilla del camino, entre unos árboles; una pequeña hoguera para calentarse ante las noches aún un tanto frescas, un ligero refrigerio, y el hombre se hizo cargo de la primera guardia, sentándose un poco apartado del fuego para evitar que el calor pudiera hacerle caer en un peligroso sueño.
Con una espada cruzada sobre su regazo, Calet se dejó llevar por sus pensamientos, recordando con un suspiro de melancolía la vida que había tenido antes de caer en la espiral de violencia que le había conducido hasta Ornay el Desalmado, una figura surgida de los más negros abismos del odio y la muerte. A pesar del cambio producido a medida que su venganza se iba cumpliendo implacablemente, a pesar de haber recuperado el alma que Gaviol le arrebató para que pudiera cumplir aquel nefasto destino, aún yacía en su interior aquella negra sombra de destrucción que le perseguía a donde quiera que fuese. ¿Acaso Og Sabn, el demonio que le había acosado durante tanto tiempo, era certero en su apreciación? ¿Tal vez Ornay no era otra cosa que una criatura surgida de lo más profundo del Halasna para caminar entre los hombres dejando un rastro escarlata tras sí?
No parecía haber opción alguna, el maldito casco de C’Tl parecía llamarlo con un canto de sirena irresistible, encaminarlo hacia las tierras de Mor Suldur, hacia los restos de lo que una vez fue su granja…
El crujido de una rama hizo que regresase del mundo en el que se había perdido, alerta ante la presencia de algún enemigo. Sin inmutarse, sin dar señal alguna de haber oído algo, se mantuvo a la expectativa, la mano apoyada con aparente indolencia en la empuñadura de su arma…
El silencio se extendía entre los árboles, sólo roto por la suave brisa que corría entre las ramas, agitando las hojas en un leve susurro…
Repentinamente, todo estalló en un fulgurante remolino de violenta ferocidad: instintivamente, el mercenario sujetó fuertemente su espada y la alzó sobre su cabeza, recibiendo con el filo un tremendo golpe destinado a abrirle la cabeza; saltando hacia delante y rodando sobre sí mismo, desenvainó su otra arma y se giró, dispuesto a afrontar a su enemigo, al tiempo que Dartia se sacudía la manta de un empujón y se levantaba mirando a su alrededor espada en mano.
Una docena de bandidos se arracimaba frente a ellos, pobremente armados y aún peor vestidos, dispuestos a juzgar por su expresión a robar y asesinar a aquellos dos guerreros.
Creyéndose seguros por la fuerza del número, avanzaron con torvas sonrisas, agitando hachas, cuchillos y espadas, intentando meter el miedo en el cuerpo a sus supuestas víctimas con pavorosos gritos y aullidos de furia.
—Sólo lo diré una vez —advirtió Calet, aprestando sus hojas frente a él—: ¿cuántos de vosotros queréis morir?
Por un momento, los saqueadores se detuvieron indecisos ante la expresión decidida, firme, de su oponente; sin embargo, la codicia pudo más que ellos y los empujó a una acción desesperada…
El primero que se enfrentó al mercenario cayó con la mano seccionada de un certero tajo, mientras el segundo recibía una estocada en el estómago, abriendo una enorme herida por la que comenzaron a derramarse las vísceras.
La guerrera tampoco permanecía ociosa: una estocada en el corazón derribó a otro de los asaltantes, para a continuación detener un peligroso hachazo a su pecho y obligar a retroceder a su portador.
Ante la inesperada ferocidad de sus supuestas víctimas, los asaltantes tuvieron un momento de vacilación que les costó muy caro: en un frenético torbellino de metales, los dos mercenarios tomaron la iniciativa, obligando a sus oponentes a mantenerse a la defensiva: un certero tajo de Calet, y otro de los bandidos cayó decapitado, mientras su compañera lanzaba un letal golpe que obligaba a su contrincante a esquivarla apresuradamente.
Durante unos instantes pareció que los rufianes recuperaban el ánimo, mas la habilidad de sus oponentes los intimidó hasta el punto de decidir retirarse de lares tan peligrosos para ellos… Mas no había ya escapatoria: si bien Dartia contuvo su mano al contemplar los rostros de pavor y los gestos de huida, su compañero prosiguió con la caza; sus espadas se agitaban de un lado a otro, sajando, cortando, hiriendo, mientras corría tras los bandidos.
—¡Basta ya, Calet! —le gritaba la taliria, sin que él mostrara rastro alguno de oír sus requerimientos, sin asomo de compasión ni cuartel en el rostro contraído en una mueca de ferocidad…
Al cabo de unos instantes sólo quedaban junto a la hoguera los dos compañeros; a su alrededor el terreno, encharcado por la sangre y las vísceras, estaba cubierto por los cuerpos de los necios que habían creído poder acabar con ellos: ninguno había podido escapar a la carnicería provocada por el antiguo asesino.
—¿Te sientes satisfecho de tu obra, Calet? —se indignó Dartia, mirándolo airadamente—. Estaban huyendo, no suponían ningún peligro para nosotros…
—¿Y para otros viajeros y caravanas? —inquirió sombríamente el hombre, limpiando sus armas en las ropas de uno de los cadáveres—. En cuanto se hubieran repuesto, volverían de nuevo a las andadas…
—¡Pero no puedes ir matando a sangre fría! —le advirtió la antigua capitana en una explosión de rabia—. ¡No es… honroso!
Calet la miró largamente, el rostro contraído en una mueca indescifrable.
—Dartia, voy a solicitarte una merced —murmuró hoscamente; tal parecía que no hubiera oído las palabras de su compañera—. Entenderé que no quieras cumplirla, mas si así lo haces habré contraído contigo una importante deuda.
“Recuerda que te uniste a mí por propia voluntad; recuerda las condiciones en que acepté tu oferta. Ahora, ha llegado el momento de que cumplas tales condiciones, o tomar cada cual nuestro camino…
Unos quedos golpes en la puerta sacaron a Dartia del sueño en que se hallaba; el alba apenas acababa de despuntar, y las sombras danzaban aún en los rincones…
Mientras se levantaba tomó la espada y se dirigió a la entrada; la hoja se abrió lentamente, haciendo que la mujer se aprestara para el combate, mas toda su prevención desapareció al ver en el umbral la figura de Calet dar Gaur.
—Ya está hecho —comentó brevemente la mujer, dejando a un lado el arma y dirigiéndose a una pequeña alacena de madera.
Tras abrirla, apartó los objetos que había en medio y empujó el panel trasero, que se hundió ligeramente; a continuación lo apartó a un lado, y dejó al descubierto una pequeña oquedad, un nicho en el que se hallaba un casco de hierro forjado con la forma del antiguo demonio C’Tl.
—Te quedo muy agradecido, Dartia —el mercenario contempló el pavoroso objeto durante unos instantes, y después lo tomó con gesto reverente—. Que la Diosa te bendiga, mas he de de preguntarte algo: ¿por qué insistes en permanecer a mi lado, a pesar de conocer mi lado oscuro? ¿Por qué, a pesar de todos tus esfuerzos por evitar que recupere a Ornay el Desalmado, al ver que nada puedes hacer por evitarlo persistes en tu terquedad? Y no me hables de que deseas derrotarme en combate, porque ésa es una excusa que hace tiempo que dejé de creerme…
La taliria le contempló con gesto sombrío, mordiéndose los labios ante aquella abrupta irrupción en su mente.
—Pides demasiado, Calet —le advirtió severamente—. Confórmate con que haya cumplido tu petición y tocado esa horrenda cosa…
—Esa respuesta resulta suficientemente elocuente para mí —afirmó secamente Calet, aunque en su rostro se dibujó una leve sonrisa.
Sus ojos se volvieron de nuevo hacia el demoníaco yelmo, contemplando los nefandos rasgos por unos momentos; después, volvió a depositarlo en el nicho oculto y lo cerró.
—Aunque me consideres un asesino irredento, voy a hacer crecer la fama de Ornay hasta límites insospechados —afirmó tajantemente, volviéndose hacia su compañera—. Imagínate lo que podría conseguirse de ese personaje si en el Imperio llegaran a la conclusión de que es imposible matarlo porque resucita una y otra vez, y sobre todo de que el hombre más odiado ya no aceptaría cualquier crimen que se pretendiera cometer.
—Estás loco —le recriminó Dartia con gesto duro—. Vivir una vida así, escondido entre las sombras sin poder mostrar tu rostro, huyendo del ejército, de la Hermandad del Tiburón, de todos los guerreros de fortuna que ambicionen la recompensa por tu cabeza…
—Una vida sin riesgos es una vida vacía… —aseguró el guerrero, sin llegar a creerse él mismo lo que estaba diciendo.
—No es necesario que intentes engañarte a ti mismo —se burló la mujer—. Conozco tu historia, tú mismo me la has narrado, y te has vuelto un salvaje sanguinario a causa del amor que profesabas a tu mujer y tus hijos…
“Ahora que todo el imperio está celebrando la muerte de Ornay, tú pretendes resucitarlo; y no se te ocurre nada mejor que robar la cabeza del impostor y hacerla desaparecer. Tu insania es mayor aún de lo que podría haberme imaginado…
Unos golpes en la puerta interrumpieron la conversación; ambos se miraron y, sin pronunciar una palabra, aprestaron sus armas y se acercaron a abrir.
Ante ellos apareció una alta y corpulenta mujer de rostro equino enmarcado por una cabellera rubia recogida en una coleta; el uniforme de soldado mostraba los colores de una Casa de la Nobleza, aunque no fueron capaces de identificar de cuál se trataba.
—Que la Diosa sea con vos —saludó la guardia con un breve gesto militar—. ¿Sois por ventura Calet dar Gaur y Dartia dar Sarama?
—Y con vos, soldado —saludó a su vez el mercenario—. Sí, somos quienes buscáis. ¿Qué se os ofrece?
—Soy Saini, soldado al servicio de la Noble Casa de Verans —se presentó la mujer—. Mi ama, la Señora Haram, desea solicitar vuestros servicios.
—¿Ha de ser en este preciso momento? —inquirió Calet—. ¿Hemos de acudir de inmediato, o podemos tomarnos un breve descanso?
Dartia le miró furiosamente, mientras el rostro de Saini comenzaba adquirir un rúbeo tono.
—No he recibido indicación alguna al respecto —sugirió con amabilidad forzada—, mas sería conveniente que la tardanza no fuera excesiva.
—Entonces, si no os importa esperar, desearía deshacerme del polvo del largo viaje que acabo de finalizar —sugirió el hombre con una inusitada amabilidad que sorprendió a ambas mujeres—. Pasad al interior, y departid con Dartia mientras finalizo mis abluciones…
Mientras caminaban por las calles de Mor Talir, los comentarios que oían alrededor eran todos acerca de lo mismo: la desaparición de Ornay el Desalmado. Había quien lo celebraba abiertamente, y quien tomaba el hecho con una mayor sobriedad; aunque poco a poco las conversaciones comenzaban a derivar acerca de lo que algunos viajeros habían contado acerca de la misteriosa desaparición de la cabeza del asesino de su ubicación en la punta de una lanza, sobre el portalón de la sede de la Hermandad del Tiburón. ¿Quién podía haber sido el temerario capaz de obrar tal osadía?
Calet sonrió para sus adentros; si supieran los planes que tenía para Ornay, seguramente se encerrarían en sus casas y contendrían el aliento aterrorizados…
Al cabo de un rato entraron en la Casa de Verans, donde fueron conducidos por una escolta de tres guardias, entre los que se encontraba Saini, a presencia de la Señora de la Casa.
El salón en el que fueron introducidos era espacioso, sobrio, con una decoración elegante en la que descollaban grandes cortinajes y tapices con gestas épicas de los héroes legendarios del Imperio, con algunas panoplias en las que colgaban diferentes armas y escudos; en el centro, un sitial tallado en lo que parecía una única pieza de mármol, con el Halcón de H’ursk en la parte superior del respaldo y un blando cojín de terciopelo…
En el extremo opuesto al lugar por el que habían entrado se abrieron unas grandes puertas y un par de figuras entraron en la estancia, dirigiéndose hacia el trono.
Los ojos de los mercenarios se dilataron de estupor al contemplar la inenarrable visión que se ofrecía ante sus ojos: una mujer avanzaba majestuosamente, una belleza casi ultraterrena, una criatura que parecía imposible que mortal alguno hubiera podido engendrar… Alta, esbelta, y de suaves curvas, sus rasgos eran delicados, sedosos, del color de la miel, en los que destacaban unos grandes y profundos ojos oscuros y unos exquisitos labios carnosos, todo ello enmarcado por una larga cabellera igualmente oscura, lisa, que caía esplendente a lo largo de la espalda… Engalanada con pieles de armiño y marta, más parecía una Mane que la señora de una Casa menor.
Un par de pasos tras ella, un hombre un poco más alto que la Señora de Verans observaba con frialdad a los reunidos en el salón; de cráneo rasurado, sus rasgos de halcón adornados por una suave perilla y su corpulenta figura denotaban un cierto carácter bélico.
—Que Dan’Nan sea con vos, Dartia y Calet —saludó la mujer con una atrayente voz grave y sedosa—. Sed bienvenidos a la Casa de Verans.
Mientras Dartia entrecerraba los ojos y observaba alternativamente a la dama y a su compañero, éste, completamente obnubilado por la impresionante aparición, no podía apartar los ojos de ella, incapaz de esbozar palabra alguna o reaccionar en consecuencia a la cortesía.
Por fin, con un gran esfuerzo de voluntad, consiguió moverse e iniciar una torpe reverencia, articulando unas palabras.
—Y con vos, señora —saludó atropelladamente.
Haram contempló los visibles esfuerzos del hombre por recuperar la compostura y sonrió con indulgencia: conocía perfectamente el efecto que producía en todos aquellos que la conocían, y sabía cómo aprovecharlo.
—Deseo contratar vuestros servicios —continuó con displicencia—. Necesito unos mercenarios lo suficientemente hábiles como para que me sirvan de escolta en mi camino al Oráculo de Sienti, y he oído que sois los mejores de la ciudad…
Calet se encogió ante aquellas palabras: aquella declaración, aunque formulada de manera casual y sin tono alguno de acritud, fue para él como un golpe físico, creyó sentir una especie de desprecio hacia el oficio de armas que había elegido como modo de vida.
Mas aquello sólo sirvió de acicate para el deseo que pugnaba por brotar en su interior, un deseo brutal, reprimido durante demasiado tiempo por una irrefrenable sed de venganza… Una emoción que el más puro odio, el más acérrimo encono, se habían encargado de hacer desaparecer desde la muerte de Itzai. Hubiera tomado por la fuerza aquello que no le pertenecía, aunque ello supusiera su muerte a manos de la guardia de la Casa de Verans, mas su autocontrol consiguió imponerse a aquel feroz ansia.
—Estamos a vuestro servicio, Dama Haram —aceptó de inmediato, ante el gesto de sorpresa de su compañera—. Indicadnos cuándo deseáis iniciar el viaje, y os protegeremos gustosamente.
—Señora, no necesitamos a nadie —intervino el hombre que se erguía tras el trono, inclinándose sobre ella—. Con una docena de guardias yo puedo protegeros a lo largo de todo el camino…
—Silencio, Tenauch —le interrumpió la mujer con un gesto de la mano—. Aunque buenos, los soldados de mi Casa no están curtidos en la batalla, no tienen la suficiente experiencia como para afrontar combates con aquellos que están continuamente en lid para sobrevivir —volvió sus grandes ojos hacia los mercenarios—. Sin embargo, unos guerreros de fortuna de los que se cuentan tantas cosas…
“Me sorprendéis, Calet dar Gaur —lo miró profundamente, atravesándolo como un cuchillo, leyendo en su interior como un libro abierto—. Lo que me han contado de vos no coincide con lo que estoy viendo: grosero, zafio, malencarado… No observo nada de eso en vos…
—Eso es porque no lo conocéis aún —intervino Dartia, con una creciente irritación, dando un codazo en el costado a su compañero e inclinándose hacia él para murmurar—. La ambrosía no es para los cerdos…
El rostro de Haram se distendió en una luminosa sonrisa.
—¿Cuál es vuestro precio? —inquirió suavemente.
—Veinte monedas de hierro —sugirió rápidamente Dartia, esperando que Calet no comenzara de nuevo con su actitud habitual.
—Me parece adecuado —admitió la Señora de Verans—. Entonces, podéis volver a vuestro alojamiento y esperar a que se os avise para el comienzo del viaje.
Con un gracioso gesto de su delicada mano despidió a los mercenarios; Dartia se dio la vuelta para salir del salón, mas al cabo de un instante se dio cuenta de que estaba sola. Mirando por encima del hombro, sus ojos se endurecieron al comprobar que Calet permanecía de pie allí, frente a Haram, con un estúpido gesto en el rostro, inclinándose en una ceremoniosa zalema.
—Será necio… —murmuró, retrocediendo sobre sus pasos y agarrándolo del brazo para tirar de él—. Vamos, Calet, aquí ya hemos finalizado…
—Esperad un momento —la voz de Tenauch sonó fría, hosca, tras ellos—. He oído de vuestra habilidad con las armas, mercenario, y desearía comprobarlas en un desafío de dumask.
—No os lo aconsejaría, señor —le advirtió peligrosamente Calet, dándose la vuelta lentamente—. Si apreciáis en algo vuestro honor, deberíais meditar mejor vuestra decisión.
—¿Acaso pretendéis ser mejor que una espada de Mor Talir? —se mofó el noble con un gesto de desdén—. ¿O es que tal vez escondéis vuestra cobardía tras una notoria baladronada?
—Señor, voy a hacer que os arrepintáis de vuestras palabras —gruñó el hombre entrecerrando los ojos—. Acepto vuestro desafío.
—Nadie tiene la necesidad de demostrar nada —intervino la Dama Haram.
—Señora, debo insistir en que con una escolta de la Casa será suficiente —contestó Tenauch—. He de demostraros que estos… perros de fortuna no son tan excelentes como pretenden hacernos creer.
—Vuestras ofensas no han de caer en saco roto —le advirtió Calet hoscamente—. Señor Tenauch, espero vuestro desafío con impaciencia.
—Muy bien, chacal —gruñó agresivamente el noble—. Será en el patio de la Casa de Zexcal dentro de tres días; recibiréis un enviado para acudir al dumask…
Las primeras sombras de la tarde se cernían sobre la ciudad; el entrechocar de las armas resonaba en el pequeño patio de la vivienda de Calet y Dartia, donde ambos entrenaban duramente; la taliria parecía más irritada de lo habitual, sus golpes eran mucho más violentos, más agresivos… Y el tiempo con Calet la había endurecido lo suficiente como para que el mercenario hubiera de ponerse a la defensiva más a menudo de lo acostumbrado.
—Te noto distinta —sugirió el hombre, esquivando una maligna estocada dirigida a su garganta.
—¿Por qué dices eso? —inquirió la taliria, recuperando el equilibrio—. No me pasa nada.
—Si tú lo dices… —se burló él, lanzando un golpe al pecho de la mujer que ésta detuvo con el filo de su espada; al mismo tiempo, se echó hacia delante y le dio un empujón que la sorprendió y la derribó al suelo; un instante después, las hojas se clavaban a ambos lados de la cabeza de Dartia—. Esto lo tenías ya superado —advirtió severamente, ayudándola a levantarse—. Hacía ya meses que no te sorprendía con este truco tan sencillo…
La guerrera le miró con ojos fulgurantes y se apartó de él unos pasos, recogiendo su arma y aprestándose al combate de nuevo; iba a decir algo, cuando les interrumpió el sonido de unos golpes en la puerta.
—Proseguiremos más tarde con el entrenamiento —sugirió Calet, secándose el sudor y dirigiéndose a la entrada.
Se encontraron en el umbral con Saini, la guardia de la Casa de Verans, que los observó con evidente gesto de disgusto.
—Mi Señora llama a su presencia a Calet dar Gaur —ordenó fríamente, la mano apoyada en la empuñadura de su espada.
—Muy bien, dadnos unos instantes —sugirió Dartia, dándose la vuelta.
—Mi Señora sólo llama al mercenario —advirtió la mujer con tono despectivo—. Ahora.
Al oír aquellas palabras, la antigua capitana giró levemente la cabeza y miró a su compañero con cara de pocos amigos; con un bufido, le dio la espalda y se alejó.
Calet la observó sorprendido; encogiéndose de hombros, terminó de secarse e indicó con un gesto a Saini que lo precediera…
Caminaron en silencio a través de las calles de la ciudad, la taliria evitando en la medida de lo posible miradas indiscretas: los colores de la Casa de Verans eran notorios y la Dama Haram harto conocida, por lo que pretendía evitar a toda costa que su reputación pudiera quedar mancillada en lo más mínimo.
Cuando entraron en la casa, Calet fue conducido no a la sala del trono, sino a unos reducidos aposentos, una especie de antesala sin decoración alguna, las lisas paredes de piedra desnudas.
—Esperad aquí, señor —ordenó Saini, dirigiéndose a unas puertas en el lado opuesto de la habitación; sin una palabra, el antiguo asesino se sentó en una de las dos sillas.
Al cabo de unos instantes las hojas de madera se abrieron: tras Saini, que dirigió una mirada ceñuda al hombre antes de abandonar la estancia, apareció la Dama Haram: de nuevo, Calet quedó embelesado ante la presencia de la mujer que, a pesar de haberse envuelto en ropajes más comunes, desprendía un intenso aura de irrealidad.
—Que Dan’Nan sea con vos, Calet —lo saludó amablemente.
—Y con vos, señora —el mercenario apenas fue capaz de articular tan simples palabras, cegado como estaba por la aparición. Tragando saliva, consiguió reunir fuerzas suficientes para poder mantener la compostura—. Me habéis mandado llamar, Dama Haram…
—Así es, mercenario —de nuevo, aquella puñalada al pronunciar la palabra, a pesar de la luminosa sonrisa que aparecía en su rostro—. Mas pasad a mis aposentos, y podremos hablar con más detenimiento…
Por un momento, Calet creyó haber oído mal, que la mujer se burlaba de él; no podía ser posible que pretendiera… Si tan sólo el día antes había hablado con el y con Dartia…
—¿Os sucede algo, Calet? —inquirió Haram al ver el aspecto rígido, inmóvil, en que se había quedado su interlocutor—. ¿Necesitáis que llame a un sacerdote?
—No, mi señora —alcanzó a balbucear el hombre, atragantándose con su propia voz—. No es nada…
—Entonces, haced el favor de pasar —ordenó ella, apartándose para franquearle el paso…
Calet se levantó y con andar torpe, vacilante, cruzó el umbral ante la mirada sonriente, casi burlona, de la Señora de Verans…
El alba sorprendió al mercenario entrando en “El Zorro Rojo”, una taberna cercana a su vivienda a la que acudía habitualmente cuando deseaba distraerse de las tareas cotidianas; acercándose a la barra de madera, saludó a la tabernera, una mujer ya de cierta edad, alta, de constitución fuerte; en su rostro, redondo, enmarcado por una corta cabellera ondulada, brillaban chispeantes unos ojos oscuros que parecían sonreír casi tanto como sus labios.
—Saludos, Ladmar. Que la Diosa sea contigo.
—Y con vos, señor Calet —le saludó a su vez la mujer, colocando delante de él un vaso de vino de Suldur—. Muy pronto acudís a tomaros algo…
—Ha sido una noche extraña —murmuró el hombre, tomándose la bebida de un solo trago.
—Os veo más sombrío que de costumbre —comentó con despreocupación Ladmar, aunque sus ojos desmentían aquella apreciación—. Tal vez deberíais meditar un poco más acerca de vuestros actos, estáis navegando en aguas procelosas en las que con facilidad podríais embarrancar.
—¿De qué demonios estás hablando? —inquirió Calet alzando la mirada.
—Del riesgo que corréis relacionándoos con la nobleza —explicó la mujer sucintamente—. De lo absurdo de la situación en la que os estáis viendo envuelto, de las implicaciones que puede conllevar permitir que esto vaya a más…
—¿Por qué me hablas de esta manera? —gruñó el hombre, entrecerrando los ojos—. ¿Y de qué implicaciones hablas?
—De la unión de dos de las principales Casas de Mor Talir —le explicó Ladmar pacientemente, tras dejar escapar un suspiro de resignación—. De una criatura a la que vos, como guerrero de fortuna, jamás podréis tener acceso. De que esa dama está protegida bajo pena de muerte por los Doins, para quien le toque un solo pelo de la ropa.
“En suma, de que sois un absoluto necio por no daros cuenta de la tormenta que se os viene encima.
—¿Quién te crees que eres para hablarme así? —se encrespó Calet; sin embargo, al cabo de unos momentos pareció tranquilizarse, aunque su ánimo seguía alterado—. Vaya, he perdido los estribos. Mis disculpas, debería tener más cuidado…
Cuando el mercenario entró en la vivienda, su faz presagiaba tempestad; caminó nerviosamente de una habitación a otra, hasta que por fin dio con Dartia en el patio de entrenamiento.
—¡Dartia! —exclamó.
—¿Qué ocurre?
—Que procures no entrometerte más de la cuenta en mi vida —advirtió ceñudamente—. Espero no necesitar recordarte las condiciones de nuestro trato.
La mujer le miró asombrada durante unos instantes, hasta que la comprensión iluminó su rostro; casi de inmediato, un gesto de fría furia asomó a sus rasgos. Por un momento el tiempo pareció congelarse entre ambos, la tensión creciendo en el ambiente, tan densa que un cuchillo podría cortarla… hasta que, finalmente, la antigua capitana alzó su arma sin una palabra, el rostro vacío de expresión, y se lanzó a una brutal acometida que obligó a su oponente a recular bajo una feroz lluvia de golpes y tajos.
Lentamente, Calet comenzó a recuperar el terreno, bloqueando fácilmente los violentos ataques; la ira hacía que la mujer perdiera el control y no fuera capaz de concentrarse en las técnicas aprendidas durante los entrenamientos, por lo que se convertía en presa fácil de un guerrero tan experimentado. Con una sonrisa hosca, el hombre arrancó la espada de sus manos tan violentamente que le hizo daño en la muñeca.
—Te ofrezco dos salidas —gruñó con fiereza, poniéndole una de sus armas en la garganta—: o procuras mantenerte al margen, o aquí mismo finaliza nuestra asociación.
—¿Estarías dispuesto a asesinarme a sangre fría? —le espetó Dartia.
El hombre la contempló durante unos momentos, la hoja temblando ligeramente sobre la piel, dejando un leve arañazo; por fin, lentamente, la bajó y, en un rápido gesto, la enfundó a su espalda.
—No, no voy a matarte —admitió, sopesando cuidadosamente sus palabras—. En atención a la deuda que tengo contraída contigo, no voy a hacerte daño alguno.
“Mas no pienso tolerar más injerencias en mi vida privada, al menos no sin mi consentimiento —frunció el gesto en una mueca feroz—. Así pues, Dartia, debes elegir.
La mujer lo contempló con furia, una fría cólera que crecía en su pecho como una ponzoñosa flor; sin una palabra, recogió su espada y entró en la casa bajo la mirada de Calet, que meneó la cabeza desaprobadoramente.
Unos momentos más tarde, la taliria salía de la casa con un fardo a la espalda, el paso rápido, la sangre hirviendo en sus venas; desde el umbral, el mercenario la vio internarse en las callejas con gesto impasible, los brazos cruzados sobre el pecho…
—Mi Señora, esto es una locura —se encrespó Tenauch—. ¿Vais a poner en peligro esta unión por un advenedizo, un chacal rastrero cuya ansia sólo es la muerte?
—Tenauch, ¿dejaréis en algún momento de mostrar tal insistencia en un asunto que resulta absolutamente baladí? —le respondió la mujer suavemente—. ¿Acaso hago comentarios acerca de vuestros escarceos nocturnos con una de mis sirvientas?
—Dama Haram, sólo es un perro de fortuna…
—¡Ya basta! —le interrumpió ella con voz dura—. Os aseguro que el único riesgo de que nuestras casas no lleguen a unirse es vuestra terquedad.
El noble la observó en silencio durante unos instantes, con los ojos entrecerrados y el gesto hosco; su orgullo le impedía aceptar aquella amenaza sin responder ante ella, mas, a pesar de todo, la influencia que la mujer ejercía sobre él era tal que difícilmente podía mantener la irritación durante demasiado tiempo.
—Sea como vos digáis, Señora —aceptó mansamente—, mas sabed que estoy en contra de tal actitud…
En la Casa de Zexcal se habían encargado de correr la voz acerca del desafío entre su señor y un afamado mercenario, por lo que cuando llegó el día del dumask, en el patio, alrededor de la tarima de combate, se arremolinó una muchedumbre compuesta principalmente por los soldados de las Casas de Verans y Zexcal; fuera de los muros de la vivienda, atraída por el evento, se congregaba una turba de ciudadanos entre los que se cruzaban apuestas de todo tipo… Entre ellos, Dartia esperaba pacientemente a que comenzara aquel sinsentido, una vana pelea de arrogantes varones por una mujer…
Al cabo de un tiempo se extendió por el gentío un profundo rumor, a la vez que se abría un corredor humano junto a las verjas de la casa y aparecía Calet tras un guardia con los colores de la Casa; su rostro era sombrío, ceñudo, sin mirar a ningún lado, como si a su alrededor no hubiera nadie… Las espadas cruzadas a su espalda hicieron levantar algunas protestas, sobre todo entre los sirvientes de Tenauch, acerca de si el combate iba a ser a hierro o madera…
Tras subir a la tarima, el mercenario se llevó las manos a sus armas y las descolgó, bajándolas ante sí y presentándolas al haler; éste las recogió y las apartó a un rincón fuera de la zona de lucha.
Un rato después, las puertas de la casa se abrían y en el umbral aparecía Tenauch: avanzando ceremoniosamente, con pasos medidos y elegantes, tal si se encontrara en pleno desfile, subió a la tarima con una espléndida sonrisa que se torció en desdén al girar sus ojos hacia Calet.
—Vais a arrepentiros de haber aceptado el desafío —gruñó malévolamente.
—No lo creo probable —le contestó a su vez el guerrero con gesto hosco—. Mas dejemos que sean las armas quienes decidan.
—Caballeros, el dumask va a comenzar —intervino el haler, interponiéndose entre ambos—. Elijan sus armas.
—Espada —sugirió Tenauch.
Durante unos instantes, Calet lo contempló con gesto indescifrable.
—Espada —aceptó con una misteriosa sonrisa.
Entre la muchedumbre, Dartia dio un pequeño respingo al escuchar la elección de su antiguo compañero. Aunque era bueno con la espada, toda su destreza la demostraba cuando tenía ambas manos llenas de hierro, así que, ¿a qué obedecía tal decisión? ¿Tanta confianza tenía en sus habilidades como para dar ventaja de aquella manera al noble?
Tras proporcionar las armas de madera a los contendientes, el haler se retiró de la tarima y se situó en un punto algo más elevado, desde el que disponía de una visión completa de la zona de lucha.
—Que comience el dumask —anunció.
Tenauch apenas esperó un latido de corazón antes de lanzar un golpe bajo, lateral, al costado del mercenario, que lo paró sin dificultad y, a su vez, respondió con un ataque fulgurante al cuello del noble, que hubo de saltar hacia atrás para evitar recibir un duro golpe.
Durante unos momentos el combate fue una sucesión de fintas y estocadas de tanteo, comprobando cada uno de los rivales las defensas del contrario, hasta que por fin Calet saltó hacia atrás y bajó momentáneamente su arma, sonriendo aviesamente.
—Ya tengo las medidas de vuestra tumba, Tenauch —gruñó.
—No creo probable que un perro como vos pueda enviarme al Purasna —objetó el noble con irritación—: os enfrentáis a la mejor espada de Mor Talir…
—Tenéis razón en una cosa —sugirió el mercenario—: no os voy a enviar al Purasna, puesto que las armas son de madera.
“Mas también es cierto que si se tratara de espadas reales, no sería en el Purasna donde terminaríais, sino en el ardiente Halasna, a los tiernos cuidados de Asm’Dur.
Rabioso por las palabras de su rival, Tenauch se lanzó a un nuevo ataque más salvaje aún que el primero, intentando colocar un golpe afortunado, mas no era capaz de romper la defensa de Calet, que parecía detener sus golpes con facilidad.
Sin embargo, a medida que el combate transcurría y los dos contendientes iban agotando sus fuerzas, Dartia comenzó a notar que algo extraño ocurría: conocía perfectamente a su compañero y sus letales técnicas, mas en aquella ocasión lo veía distraído, más a la defensiva de lo habitual, fuera de la lucha… No tomaba la iniciativa como era habitual en él, ni desplegaba todos sus trucos, era como si su mente estuviera en otro lugar, y la taliria sabía perfectamente dónde, en una figura etérea cual visión del Purasna... Sólo era cuestión de tiempo que el arma del noble manchara de pintura un punto crítico del cuerpo de Calet.
—Traición… —murmuró, haciendo que las miradas de la gente que tenía a su alrededor se volvieran hacia ella—. Traición.
Inconscientemente su voz se fue elevando, repitiendo la palabra con cada vez más fuerza, hasta que, por un misterioso efecto de empatía, se le fueron uniendo cada vez más personas. Al cabo de unos momentos, alrededor del dumask sólo se coreaba la palabra “traición”, aunque nadie sabía por qué lo hacía.
Los contendientes acabaron por detener el combate, sorprendidos ante el cariz que parecía haber tomado la situación, contemplando a su alrededor la marea de voces… El haler intentó intervenir para poner orden en aquel pandemonium, mas tardó un largo tiempo en conseguir que el gentío se acallara.
—¡Por los dioses! —exclamó impacientemente—. ¿Por qué clamáis traición en este combate?
La antigua capitana intentó abrirse paso a codazos entre la muchedumbre hasta llegar a la base de la tarima.
—Este combate no puede ser válido —comenzó—. Calet dar Gaur no está en disposición de enfrentarse al Señor de Zexcal.
—¿Qué motivos aducís para tal insensatez, mujer? —inquirió Tenauch hoscamente—. No observo nada en este combate que resulte extraño…
—Conozco a ese perro que se enfrenta al noble —explicó ella, intentando poner en orden sus palabras; no sabía cómo explicarlo sin que sonara a necio—. No está luchando como suele hacerlo, y sólo se me ocurre una explicación para ello: está bajo la influencia de un hechizo.
Un rumor de indignación comenzó a extenderse lentamente entre los asistentes al dumask, haciendo que el haler palideciera de ira y los dos oponentes se miraran entre sí con gesto ceñudo.
—¿Es eso cierto? —murmuró Calet sombríamente.
—Me niego a aceptar semejante acusación —gruñó el noble, alzando su arma—. No necesito de tales subterfugios para vencer a este desarrapado.
—¿Tenéis alguna prueba de tal felonía? —inquirió el haler, dirigiéndose a Dartia.
—No, tan sólo lo que he observado durante este combate —contestó ella—. Por ello, solicito ocupar el sitio de Calet dar Gaur en el dumask.
Los tres hombres la miraron con sorpresa: no podían creer lo que estaba ocurriendo, jamás en los anales de la historia había sucedido algo parecido. ¿Que un guerrero deseara ocupar el lugar de otro? Sí había habido lides en las que se habían advertido indicios de engaño, mas aquello era insólito a todas luces.
—Ante el cariz que está tomando esta competición, es mi deber y potestad detenerla —anunció el haler, el rostro contraído en una máscara de perplejidad—. Declaro que ninguno de los dos contendientes ha resultado vencedor.
—No acepto tal decisión —advirtió por fin Tenauch—. Exijo que el combate prosiga hasta que uno de los dos caiga derrotado.
—Existiendo la más mínima sospecha de acto indebido durante un dumask, éste ha de ser detenido de forma inmediata —sentenció el haler firmemente—; en este caso, la petición de esta mujer de reemplazar a Calet dar Gaur —señaló a Dartia— es absolutamente injustificada, puesto que no toma parte en la lid en ningún momento; en consecuencia, y por el poder que me ha sido concedido por los Doins de Mor Talir, declaro finalizado este dumask sin posibilidad alguna de recomenzarlo.
El mercenario abrió la boca dispuesto a protestar, empeñado, al igual que su oponente, en proseguir con el combate, mas se lo pensó mejor y decidió mantenerse en silencio: protestar en demasía la decisión de un juez de dumask podía resultar tan peligrosa como molestar a los propios Doins. Sin una palabra, dejó en el suelo su espada de madera y bajó de la tarima, saliendo de la Casa de Zexcal por el pasillo que la muchedumbre le había abierto en el más absoluto silencio; tras él, a unos pasos de distancia, una sombría Dartia le seguía, observándole pensativa…
Dos días después, a primera hora de la mañana, Saini fue a buscar de nuevo al mercenario a comunicarle que se personara en la Casa de Verans para comenzar el viaje para visitar el Oráculo de Sienti.
—¿Acaso no vive ya con vos la guerrera pelirroja? —demandó con el ceño fruncido.
—No, hace unos días decidió tomar las riendas de su propia vida —contestó Calet con acritud, cerrando la puerta tras sí e indicando a la mujer que esperara un momento a que recogiera su montura antes de guiarlo.
La soldado le miró por encima del hombro con gesto ceñudo; su puño se cerró con fuerza en torno a la empuñadura de su arma, un hacha de una mano colgada a la cintura…
—Sois necio, Calet dar Gaur —aseguró dándole la espalda y echando a andar—. Sois necio más allá de toda medida.
—¿Quién sois vos para juzgarme de esa manera? —se encrespó el hombre, herido en su amor propio, mientras la seguía a través de las calles de Mor Talir—. No tenéis ni idea…
—No os equivoquéis, mercenario —le interrumpió Saini bruscamente—. Quien no tiene idea alguna de la auténtica situación en la que está viviendo, sois vos: vivís por la ley de la espada, lleváis en vuestro corazón la marca carmesí de la violencia, y os habéis olvidado de todo lo demás…
—Primero una posadera, y ahora una guardia se arrogan el derecho de juzgar mi vida —advirtió severamente el mercenario con gesto agrio—. Creéis saber todo lo necesario acerca de mi persona, y con eso es suficiente para decidir que soy un necio. Bien, tal vez lo sea, mas ésa es una cuestión mía y de nadie más. ¿Ha quedado claro?
Saini no le respondió, se limitó a esperar a que el guerrero regresara con su montura de las riendas; después, aceleró el paso para llegar cuanto antes a la Casa de Verans. Una vez allí, Calet comprobó con sorpresa que no había más que un caballo y un elaborado carro cubierto con una lisa tela azul celeste en cuyos laterales, recamado en oro, aparecía el escudo de la Casa.
—¿Qué significa esto? —preguntó a su acompañante—. ¿Qué escolta va a llevar una dama de la alcurnia de la Señora Haram?
—No soy yo quien debe cuestionar las decisiones de mi señora —contestó la guardia fríamente—. Podéis esperar aquí hasta que la expedición se ponga en camino.
Calet la observó mientras se alejaba; con el ceño fruncido, meditando acerca de las palabras de Ladmar y Saini, dio unas suaves palmadas en el hocico de su animal y lo dejó suelto, dirigiéndose a un banco de piedra, donde se sentó a esperar.
Durante unos largos momentos estuvo embebido en sus pensamientos, meditando acerca de la increíble arrogancia que habían demostrado aquellas dos mujeres a la hora de entrometerse en su vida. ¿Y qué ardite les importaba a ellas lo que él hiciera o dejara de hacer? En el ojo de su mente no quedaba en aquel momento más que una imagen, el reflejo de una increíble visión de belleza que le turbaba más de lo que podía haber imaginado. Aunque no quisiera reconocerlo, debía admitir que Dartia había tenido razón al interrumpir el dumask: no estaba lo suficientemente concentrado en el combate como para poder dar una lección adecuada a aquel fatuo noble, Tenauch dar Zexcal o comoquiera que se llamara…
Tal vez se tratara, efectivamente, de algún hechizo, de algún conjuro de ilusión lanzado sobre la Dama Haram por algún mago para protegerla…
—¿Dónde está la mercenaria que os acompaña habitualmente? —demandó una áspera voz frente a él, sacándolo de su ensimismamiento; al alzar la mirada vio a su oponente observándolo con sorna—. Tenía entendido que érais inseparables…
El arrogante sujeto apenas vio venir el golpe: con una velocidad pasmosa, Calet se levantó de su asiento y largó un brutal puñetazo que alcanzó a su rival en pleno rostro; el crujido de los huesos fue claramente audible, la sangre saltó de la nariz y empapó los nudillos del agresor.
Tenauch salió despedido hacia atrás, cayendo de espaldas con un aullido de dolor; durante unos momentos permaneció quieto, atontado por el salvaje ataque… Los criados que se afanaban para finalizar los detalles del viaje se acercaron corriendo para ayudarlo, mientras un grupo de guardias se plantaban frente al mercenario y le apuntaban con sus armas; tras toda aquella escena, la Señora de Verans lo contemplaba todo con expresión de sorpresa.
Calet alzó sus manos tendidas hacia delante, con las palmas abiertas hacia arriba, la sangre goteando de los nudillos.
—Era una cuenta pendiente que tenía con vos —aseguró torvamente, mirando fríamente al caído—. No es necesario que aparezcan las espadas.
Probablemente el Señor de Zexcal no había oído las palabras del guerrero con la cabeza dándole vueltas a causa del tremendo impacto; con los sirvientes sujetándole más parecía un muñeco desmadejado que un ser humano, la cabeza caída sobre el pecho, el rostro contraído en un gesto de dolor y perplejidad…
—¿No creéis que os habéis excedido? —le advirtió severamente la Dama Haram—. ¿Realmente era necesario recurrir a tal violencia?
—Señora, mi honor había sido puesto en entredicho —comentó fieramente el mercenario, aunque su expresión cambió al observar a la mujer que se acercaba a él—. No podía pasar por alto tal afrenta y mantener la cabeza alta…
Se interrumpió sobresaltado al recibir una sonora bofetada.
—Tentada estoy de anular la tarea que os había encomendado —aseguró la mujer secamente, aunque sus brillantes ojos parecían desmentir tal apreciación—, mas sois la mejor opción de que disponemos actualmente en Mor Talir, por lo que os mantendré en esta expedición.
“Ahora bien, vuestro impulsivo acto hace que el viaje haya de ser postergado hasta que Tenauch pueda viajar en condiciones —explicó volviendo su mirada hacia el noble, que parecía estar recuperándose por momentos—. Hasta ese momento, vos y vuestra compañera podréis disfrutar de la hospitalidad de mi Casa. Saini os guiara… —calló al comprobar que Dartia no se hallaba por ninguna parte—. ¿Puedo preguntar dónde se halla vuestra compañera?
—Dartia ha decidido abandonar vuestra empresa —comentó Calet con un encogimiento de hombros—. Ha preferido tomar su propio camino antes que acatar las reglas preestablecidas.
Haram le contempló escrutadora, intentando penetrar en sus pensamientos, mas el hombre se había parapetado tras una máscara de imperturbabilidad que impedía que fuera capaz de llegar a él.
—Sea como decís —admitió la mujer con un suspiro—. Saini, acompaña a Calet dar Gaur y ofrécele nuestra hospitalidad.
—No será necesario —aceptó el hombre con una inclinación de cabeza—. Puedo permanecer aquí esperando hasta que comience el periplo —echó una ojeada a Tenauch, que se dirigía a la casa flanqueado por un par de sirvientes—. Puedo suponer que no tardaremos demasiado tiempo en ponernos en camino…
Sin una palabra, tras una interrogadora mirada, la Señora de Verans le dio la espalda y se acercó a su prometido, caminando a su lado hasta entrar en la vivienda. Mientras tanto, Calet volvió a sentarse en el banco de piedra, retomando los tortuosos pensamientos que le asaltaban una y otra vez…
La expedición al Nordeste, al Oráculo de Sienti, comenzó bajo malos auspicios: apenas habían salido de la ciudad cuando el cielo comenzó a nublarse para, unas horas más tarde, comenzar a llover copiosamente; al mismo tiempo, la tensión entre Calet y Tenauch, con una aparatosa venda en el rostro, parecía crecer por momentos. Entre los dos jinetes y el carro cubierto se cernía un ominoso silencio, tan asfixiante como una mortaja, tan denso que casi podía cortarse con un cuchillo.
Ninguno de los dos estaba dispuesto a ceder un ápice ante el otro, eran demasiado orgullosos para tal deshonor, por lo que ambos prosiguieron imperturbables bajo la cortina de agua a pesar de la sugerencia de la Dama Haram de buscar un refugio hasta que amainara la tormenta.
Por fin, al cabo de un tiempo, alcanzaron a distinguir un pequeño caserío; al acercarse comprobaron que se trataba de un pequeño villorrio de apenas una docena de casas rodeado de cultivos y un par de rediles en los que pacían unas ovejas y unas vacas.
—Os ordeno que nos detengamos a descansar aquí —advirtió la Señora de Verans, con tono irritado, encolerizada ya a causa de la situación creada entre los dos hombres.
Ninguno puso objeción alguna: ambos descabalgaron a la vez y, tras una mirada asesina entre ellos, se dirigieron al unísono a la primera vivienda que encontraron.
—Que Dan’Nan sea con vos —saludaron a la mujer que salió a recibirlos ante sus insistentes requerimientos.
—Y con vos, señores —aceptó ella, manteniendo la puerta entornada y los ojos entrecerrados por la sospecha—. ¿Qué se os ofrece?
—Refugio y viandas para nuestra dama —intervino rápidamente el Señor de Zexcal con tono brusco, tratando de empujar la hoja de madera. Calet lo apartó con un firme empujón y se encaró con la mujer.
—Señora, llevamos varias horas de viaje y necesitamos descansar y tomar un refrigerio —sugirió con tono suave, enseñando un tintineante saquillo que había recogido de su faltriquera—. Os pagaremos bien por vuestra hospitalidad.
A la vista de las monedas, la campesina abrió súbitamente los ojos y su rostro se distendió en una débil sonrisa mientras se apartaba del umbral y les cedía el paso.
—Os quedamos muy agradecidos —se sinceró el mercenario, mientras Tenauch se volvía hacia el carro cubierto y hacía un gesto al sirviente.
Los dos hombres se apartaron de la puerta mientras la Señora de Verans, cubierta su cabeza por un artilugio de tela y madera sujeto por su servidor, descendía del carro y se dirigía hacia ellos. Nadie se dio cuenta de la figura que vigilaba sus movimientos desde la linde de una arboleda cercana…
Tras una frugal comida Tenauch se asomó a una de las ventanas, comprobando que aún caía un incesante diluvio.
—Si esto sigue así, los caminos estarán impracticables —gruñó.
—Si deseáis daros la vuelta aún estáis a tiempo —sugirió Calet venenosamente mientras se bebía el último trago de cerveza.
El hombre lo fulminó con la mirada, echando mano a la empuñadura de su espada. Después de haber acabado totalmente empapados, los dueños de la casa les habían prestado unas ropas secas mientras las suyas se secaban ante el fuego de una chimenea.
—Tenauch, señor Calet, acercaos aquí —ordenó Haram.
Ambos se acercaron rápidamente, pugnando por sentarse junto a ella, bajo su desaprobadora mirada.
—¿Qué es lo que sucede entre ambos? —demandó con tono furioso—. Quiero que cese todo tipo de violencia de inmediato, ¿ha quedado claro? Parecéis dos chacales desde que os mandé llamar —miró ceñuda al mercenario—. ¿Acaso habéis pensado por un solo momento que pudieran cambiar las cosas de cómo son ahora?
—Señora, os dije desde el primer momento que este perro desarrapado no era adecuado para vuestro viaje —comenzó su prometido—, que no necesitabais más escolta que la mía y la de mis hombres…
—Señor Tenauch, me habéis faltado al respeto y habéis ofendido mi honor en más de una ocasión —le advirtió peligrosamente Calet—. Vuestra arrogancia sólo es comparable a vuestra incontinencia verbal.
—¡Ya basta! —intervino Haram—. No quiero volver a oír ninguna inconveniencia más por parte de ninguno de los dos.
—¿Puedo haceros una pregunta, señora? —inquirió el guerrero.
La mujer se lo quedó mirando durante unos momentos.
—Si alguno de nosotros dejase escapar alguna de esas inconveniencias, ¿qué haríais al respecto?
Por un momento un incómodo silencio planeó sobre los tres.
—¡Perro rastrero, ésta es la gota que colma el cáliz de mi cólera… —gritó el noble levantándose de un salto.
—Siéntate, Tenauch —le ordenó la mujer con firmeza—. Calet ha hecho una buena pregunta, a la que debo contestar de la forma apropiada.
“Señor Calet —volvió sus oscuros ojos hacia él—, no voy a tolerar que mis dos escoltas se maten entre sí por unas rencillas que no tienen razón de ser; mas, puesto que no puedo evitar que tales enconos se produzcan, ni deteneros en vuestras necias lides, voy a exigir de ambos aquí y ahora un juramento por la Diosa de que durante el tiempo que dure este viaje no habrá ningún combate entre vosotros dos.
—¿Y si no hacemos el juramento? —insistió Calet al cabo de unos momentos de silencio.
—Seguiré yo sola.
Por un largo instante el tiempo pareció congelarse: ambos la miraron con sorpresa, alarmados ante el cariz que parecía tomar la situación.
—¡No podéis estar pensando tal cosa en serio! —exclamó Tenauch.
—Calmaos, señor —le advirtió el mercenario—. Da lo mismo lo que pueda pensar, puesto que ella misma puede darse cuenta de que no tiene opción alguna.
“No voy a hacer ningún estúpido juramento que pueda atarme ante posibles eventualidades, mas por mi honor tampoco voy a permitir que la Dama Haram haga este viaje sola, puesto que para ello se me contrató; así pues, me comprometo ante vos —volvió sus ojos hacia la mujer— a escoltaros hasta vuestro destino, procurando evitar roces entre el Señor de Zexcal y yo; mas no permitiré que pueda zaherirme impunemente…
Tras varias horas de tensión y silencio, la pequeña expedición volvió a ponerse en camino. El terreno estaba tan embarrado por la lluvia caída que había momentos en que Calet y Tenauch debían desmontar para sacar el carromato del lodo…
A medida que se dirigían hacia el Norte el terreno se iba volviendo más abrupto, con colinas y roquedales entre los que brotaban pequeñas arboledas y grandes zonas de arbustos que hacían que el viaje fuese un poco más llevadero, mas también un tanto más peligroso…
Mientras cabalgaban entre unas colinas bajas, una mujer les salió al paso: ataviada para el combate, armada con una gran hacha de combate, era muy alta y corpulenta, de tez morena, curtida por el sol y corta cabellera roja como el fuego.
—Atención —susurró Calet mientras se acercaban—. Si se muestra de esta manera, habrá arqueros apostados.
Tenauch le dirigió una mirada despectiva, para a continuación adelantarse.
—Que Dan’Nan sea con vos, señora —saludó ceremoniosamente—. ¿Qué os trae por estos lares?
—Vuestras riquezas —contestó secamente la guerrera—. Dejadlas todas aquí, delante de mí, o mis hombres os dejarán como acericos.
“¿Quién viaja en ese carro cerrado? —inquirió mirando tras ellos—. Desde aquí distingo el escudo de una Casa Noble… Así pues, hoy nos sonríe la fortuna.
Dejó escapar una malévola carcajada.
—No oséis siquiera pensar en poner una mano encima de la Señora de Verans —advirtió severamente el Señor de Zexcal, llevándose la mano a la empuñadura de la espada.
Tras él, Calet había descabalgado y vigilaba atentamente los alrededores, dispuesto a entrar en combate en cualquier momento: no vio demasiados lugares adecuados para que pudiera ocultarse un grupo numeroso de salteadores, por lo que sospechó que pudiera tratarse de algún tipo de engaño.
—Parecéis muy segura de vos —comentó con despreocupación, dirigiéndose hacia la mujer con pasos mesurados y las manos a lo largo del cuerpo—. Creéis que habéis atrapado unos gatos, mas tal vez os hayáis topado con un dientes de sable sin saberlo.
La asaltante lo contempló con asombro, sorprendida de la audacia del hombre.
—¿De qué habláis, escoria? —se indignó—. ¿Acaso estáis cansado de vivir?
—Tal vez seáis vos la que lo esté —replicó Calet sonriendo como un lobo; al pasar junto a Tenauch, éste le miró con odio, mas no intentó nada: no sabía qué estaba haciendo el mercenario, ni le importaba—. ¿Vuestros exploradores os han advertido de la columna de soldados que nos sigue a cierta distancia?
“¿Por un solo momento habéis llegado a creer que una dama de la nobleza podría viajar con una escolta tan nimia? Nosotros sólo somos el cebo de la trampa, la Señora está a salvo entre los suyos, que a buen seguro estarán sospechando que algo ocurre y se prepararán para atacar…
Con un rugido de rabia, el noble espoleó su caballo y, enarbolando su espada, se abalanzó sobre la salteadora, que se aprestó de inmediato para el combate tras dejar escapar un penetrante silbido.
Inopinadamente, una flecha surgida de la ladera izquierda se clavó en el brazo izquierdo del Señor de Zexcal que, sorprendido, dejó escapar un gemido de dolor y cayó de su montura; al mismo tiempo, Calet se movió con la velocidad del rayo, sabedor de que por la derecha aparecería seguramente alguna más: aquello le salvó, pues en el lugar en el que había estado un instante antes, como una rama brotada del suelo por arte de magia, apareció un vibrante dardo.
En un momento, el mercenario había caído sobre la guerrera con sus armas en la mano, obligándola a defenderse de un virulento ataque; la lluvia de estocadas le impedía intentar contraatacar, por lo que a no tardar se encontraba en el suelo, con la garganta rebanada por una de las espadas de Calet.
El guerrero miró a su alrededor: tal parecía que aquella demostración había enfriado el valor de los saqueadores, pues no caían más saetas ni salía nadie de las angosturas para intentar atacarlos… Tal parecía que no debían ser demasiados…
Decepcionado por la brevedad del combate, se volvió para observar a Tenauch, caído en medio del camino, sujetándose el brazo herido; se acercó a él y le ayudó a levantarse a pesar del gesto de rencor que su enemigo jurado le mostró. Después lo sujetó y lo acompañó hasta el carro, apoyándolo contra un costado.
—Necesito un pedazo de tela —advirtió al sirviente, que se apresuró a obedecer con prontitud.
—¿Estáis bien, Tenauch? —inquirió Haram, asomándose con gesto de preocupación.
—Sobrevivirá —contestó escuetamente el antiguo asesino, rasgando la manga de su arrogante rival—. Sujetadlo fuerte.
El criado agarró a su señor por el brazo derecho, mientras Calet sujetaba el izquierdo con una mano y con la otra agarraba la flecha clavada mientras la examinaba con atención; con un seco tirón que arrancó un aullido de dolor al herido extrajo la saeta, y a continuación sugirió que hicieran una hoguera.
—Podría haberse infectado —advirtió secamente.
Extrajo su cuchillo y lo puso en el fuego, esperando a que la hoja se calentara lo suficiente; después, advirtiendo al siervo que no soltara a Tenauch, aplicó el hierro candente a la herida, haciendo que el aire se llenara con los alaridos del hombre… Por fin, vendó rápidamente la herida.
—Ahora habrá que ir limpiando el flechazo y cambiar las vendas cada cierto tiempo —explicó—, o de lo contrario podría contraer una enfermedad mortal.
—Gracias, Calet —le dijo Haram tras comprobar que el herido se había desvanecido—. Os quedo muy agradecida por haberos mostrado honorable con mi señor Tenauch.
—Mi señora, no tenéis por qué hacer tal cosa —su interlocutor la miró con expresión impasible—. A pesar de la inquina que dispenso a vuestro señor Tenauch, como guerrero que vive por la ley de la espada no debo dejar a nadie herido detrás de mí: si es un enemigo podría recuperarse y acabar con mi vida, y si es un amigo sería una traición.
“En el caso de vuestro señor, sería indigno por mi parte aprovecharme de su situación para tomar ventaja…
—No es eso lo que dicen las habladurías sobre vos —comentó la mujer mirándolo largamente—. Y tampoco lo que he comprobado las tardes que os he mandado llamar.
—Eso es porque no suelo permitir que nadie conozca mis verdaderas emociones —admitió el mercenario sin tapujos—. Mi mera existencia es un compendio de armaduras y protecciones que me impiden ser capaz de demostrar lo que verdaderamente siento, hasta que hago algo que contradice a todo lo anterior. Tú —miró al servidor—, alimenta esa hoguera: vamos a quedarnos aquí hasta que el Señor de Zexcal se reponga y pueda continuar.
Por un momento, el criado estuvo a punto de responder, el rostro agriado en una expresión de desdén, mas un gesto de su señora le hizo callar y obedecer.
—Deseo preguntaros algo —inquirió Haram con tono cauto—. ¿Qué ha sido de vuestra compañera, Dartia creo que se llamaba?
—Ya os he dicho que decidió tomar las riendas de su destino en solitario —Calet frunció el entrecejo.
—Sí, lo habéis dicho, mas no el porqué —insistió la Señora de Verans—. Ahora bien, si no deseáis hablar sobre el tema, no insistiré más…
Durante un instante, el rostro del hombre se mantuvo impasible, hasta que finalmente se quebró y dejó traslucir un dolor interno, una intensa amargura.
—Mi señora, temo que mis pensamientos son excesivamente transparentes —comenzó—. Creía haberlos ocultado, mas a lo que veo todo el mundo sabe algo que yo he ignorado hasta ahora.
“Como ya os he dicho, mi propia existencia es un agravio para la propia naturaleza, una vida robada a la muerte para buscar algo que me dejó aún más vacío de lo que ya estaba. Ese vacío comenzó a llenarse a medida que iba comprendiendo la desmesura de mis actos, el error de mis atrocidades… Y cuando Dartia, llevada por su orgullo, decidió retarme y, más tarde, entrenar conmigo y compartir mis combates…
“Sin embargo, a pesar de apreciar a esa guerrera, no había caído en la cuenta de la soledad de mi alma hasta que os he conocido a vos y la he perdido a ella: una mujer que está más allá de las posibilidades de un simple perro de fortuna, y otra que me había brindado su apoyo y a la que he fallado cuando he sido incapaz de hablar con ella, echándola de mi lado por considerar que se estaba metiendo donde no debía…
“Ahora veo lo necio que he sido, ahora comprendo sus palabras, las de una tabernera que apenas me conoce e incluso las de vuestra guardia Saini. He estado ciego más allá de toda medida durante toda mi vida, y ahora debo pagar las consecuencias de ello.
—No tenéis por qué ser tan duro con vos mismo —aseguró Haram con una dulce sonrisa—. El hecho de ver con claridad os resultará de gran ayuda para clarificar vuestros sentimientos.
Tenauch rebulló inquieto a sus pies; el mercenario puso su mano en la frente del hombre, para comprobar la fiebre, mas no encontró nada raro.
—A pesar de todo, no puedo obviar lo que veo y siento —admitió Calet encogiéndose de hombros.
La mujer permaneció en silencio mirándolo largamente, tratando de descifrar los pensamientos del luchador; percibía en él algo peligroso, destructivo, mas no era capaz de entenderlo claramente.
—Sois más extraño de lo que hubiera pensado —comentó.
—Ahora, descansad —sugirió el hombre abruptamente, interrumpiendo las palabras que ella estaba a punto de expresar—. Mientras vuestro señor no esté más recuperado, no continuaremos viaje…
Aún tardaron dos días en arribar a los roquedales en los que se encontraba el Oráculo de Sienti, un terreno abrupto, quebrado, en el que apenas crecían ralas plantas y aún menos árboles. La abertura de la cueva era pequeña y oscura, apenas lo suficientemente amplia como para que una persona pasara erguida…
Calet fue el primero en atravesar el tenebroso umbral, seguido por Tenauch, que entró apoyado en el criado, el rostro pálido, aún turbado por la herida del brazo, con gesto de pocos amigos; tras ellos, la Dama Haram caminaba cautelosamente, el gesto alarmado, observando a su alrededor las ásperas paredes, la lóbrega oscuridad apenas disipada por la antorcha que portaba el mercenario…
Al cabo de unos minutos la galería por la que avanzaban desembocó en una gran sala natural surcada por numerosas grietas de las que brotaban ligeras volutas serpenteantes de humo; a medida que se adentraban en ella, el fuego de la antorcha iba iluminando sucesivos postes de madera en los que se advertían restos de animales y plantas; en el ambiente flotaba un fuerte olor en el que se entremezclaban diversos aromas…
Al fondo de la sala advirtieron una especie de escabel, una silla de apariencia endeble hecha de madera y huesos, tras la que se advertía una pequeña abertura, por la que apareció un estrafalario personaje: un joven de apenas veinte años envuelto tan sólo en un taparrabos de piel, delgado como un espíritu, con los huesos marcados por debajo de una piel cetrina; su rostro, similar al de un hurón, estaba enmarcado por una corta cabellera oscura.
—¿Quién acude al Oráculo? —clamó con una voz sorprendentemente grave.
—La Dama Haram de Verans, de Mor Talir —presentó Tenauch.
—No es necesario que haga su petición —anunció el Oráculo—. Sabemos a qué ha venido.
Durante unos momentos el silencio se extendió por la sala; después, el hombre comenzó a hablar.
—Traición dentro de la traición, oscuridad que se ha vuelto sangre, tridente alzado; negra serpiente acechante ante el tiempo detenido, una oscura muerte para la purificación del alma vacía. Vidas entrelazadas, dolor y sufrimiento, un corazón quebrado por el arma más poderosa.
—¿Qué significa esa jerigonza? —inquirió el noble con el ceño fruncido.
—El Oráculo sólo expresa la voz de los dioses —advirtió severamente el joven—. Es labor de los mortales interpretar las sagradas palabras.
“Inocencia tras el conocimiento, blancura nívea entre las sombras, paloma ignorante de las garras de halcón y águila. Destino cierto en el seno de Psaidon, gloria e imperio.
Calet volvió la mirada hacia sus compañeros y se encogió de hombros; a él le daba lo mismo lo que pudiera decir aquel jovenzuelo, tan sólo estaba allí como escolta.
—¿Podéis decirnos que significan vuestras crípticas palabras? —inquirió la mujer.
—Dos profecías se han hecho —comentó el Oráculo—, una para la marca carmesí y otra para el signo albo; a vosotros corresponde decidir a cuál deberéis hacer caso. Ahora, la consulta ha finalizado para vosotros, por lo que habréis de abandonar este lugar.
—Mas no nos habéis dicho nada de provecho —insistió Haram—. Necesitamos una respuesta más clara. Ni siquiera habéis oído nuestras preguntas…
—Los dioses no contestan preguntas —advirtió el joven con severidad—, sólo ofrecen pequeños retazos de su conocimiento.
Les hizo un gesto conminatorio con la mano; tras unos instantes de indecisión, el mercenario se dio la vuelta e inició el camino de salida de la gruta. Mientras la Señora de Verans, encogiéndose de hombros, seguía sus pasos, Tenauch permaneció unos instantes más dejando escapar gruñidos de exasperación.
El atardecer los esperaba a la salida de la cueva; las sombras comenzaban a extenderse entre las colinas, creando un misterioso efecto de seres acechantes por todas partes… Los últimos rayos del sol arrancaban destellos de las rocas mientras los tres volvían al lugar donde habían dejado al sirviente con el carro y los animales.
—¿Y bien? —demandó Calet sarcásticamente—. ¿Qué habéis sacado en claro?
—Vos no sois quién para cuestionar las palabras de un Oráculo de los dioses —le increpó Tenauch.
—Ni vos quién para cuestionar las mías, señor —ironizó el guerrero—. Veo que lleváis tiempo intentando humillarme, y a fe mía que tarde o temprano vais a encontrar más de lo que esperáis.
—No pudisteis vencerme en el dumask, chacal advenedizo —se ofendió el noble—. Eso es ya motivo suficiente como para despreciaros, escoria callejera.
Por un momento, Calet se quedó en silencio; después, lenta, deliberadamente, volvió su cabeza hacia Haram.
—Mi señora, temo que no voy a poder aguantar mucho más tiempo las sandeces de vuestro señor —advirtió sombríamente—. Tentado estoy en este preciso momento de empuñar mis espadas y darle un escarmiento adecuado. Mas si algo hay que me retenga, es la herida de su brazo…
—Si es por eso, no os pondré obstáculo alguno —gruñó el Señor de Zexcal desenvainando su arma—. Adelante, Calet dar Gaur, demostradme que sois capaz de vencerme.
—¡Teneos ambos! —exclamó la dama Haram, tratando de interponerse entre ellos.
—No, señora, esta vez no habrá contemplaciones —aseguró secamente el mercenario, apartándola y desenfundando sus espadas—. Si en el dumask me contuve, ahora no pienso hacerlo.
Con un rugido de rabia, Tenauch se lanzó sobre su rival; su brazo herido le impedía moverse con fluidez, por lo que sus golpes eran torpes, desmañados, sin el estilo que los había caracterizado durante el combate en la Casa de Zexcal. Calet los detenía o esquivaba con suma facilidad, obligando al hombre a mantener la posición, sin poder avanzar ni retroceder un paso…
Por fin, abriendo un hueco en las defensas de Tenauch, su oponente le dio un violento empellón que lo arrojó de espaldas al suelo; un rápido movimiento de sus armas, y la espada del caído voló lejos.
—Y ahora, necio gallo, vais a recibir vuestro merecido —gruñó.
Las armas se elevaron sobre el cuerpo de su rival, dispuestas a caer cual guadañas.
—¡No lo hagáis! —exclamó Haram, tratando de detenerle.
Por un momento, las miradas de ambos se cruzaron, un destello de comprensión entre ellos… Después, en un veloz movimiento, ante el grito de horror de la mujer, las armas cayeron sobre su objetivo.
Tenauch había
cerrado los ojos esperando la muerte, mas parecía que tal cosa no
llegaba; abriéndolos ligeramente, vio con espanto que las espadas
de Calet estaba clavadas a ambos lados de su garganta, cruzadas
sobre ella, en un claro gesto de
admonición.
—¡No le hagáis daño! —exclamó la Señora de Verans—. ¡Por el favor de la Diosa, no le hagáis daño!
—Rezad a la Dama Haram por vuestro segundo nacimiento —gruñó entre susurros el vencedor del breve combate, acercando su rostro al del hombre—, porque es la diosa que ha salvado vuestra miserable vida.
“Pensad que a ella le debéis todo, y adoradla como lo que es, pues de lo contrario, si en algún momento descubro que sufre algún tipo de daño o tormento por vuestra causa, sabréis quién es de verdad Calet dar Gaur.
—¡Habéis puesto vuestras indignas manos sobre ella! —se encrespó el noble mientras se retiraban las armas de su cuello—. ¡Habéis mancillado su cuerpo con vuestra grosera naturaleza! ¡Esa es una afrenta que sólo puede ser pagada con la muerte más terrible y dolorosa!
—Estúpido arrogante —murmuró Calet—, nada le he hecho a vuestra dama. Su interés hacia mí es distinto a lo que pensáis…
—¡Mentís!
—¿Cómo queréis que os lo diga más claro? —se ofendió el guerrero—. Por mi honor me he sometido a un voto de silencio en lo tocante a este tema, mas si la Señora me da su permiso, estoy dispuesto a romperlo.
Tenauch miró con furia a Calet; después, sus ojos se volvieron hacia la Dama Haram, que contemplaba la escena con gesto ceñudo.
—Adelante, mercenario —admitió por fin la mujer tras un prolongado suspiro—, podéis hablar libremente. Hubiera preferido que las cosas se mantuvieran como estaban, mas veo que no habrá paz entre vosotros dos hasta que uno muera o se aclare esta situación…
—Muy bien, señora, sea como decís —aceptó Calet con una inclinación mientras envainaba de nuevo las espadas—. Señor Tenauch, no deberíais dudar de vuestra señora, puesto que no tiene mácula alguna.
“Si me he reunido con ella estos días de atrás ha sido a petición suya, y con el único y expreso motivo de contarle algunas de mis aventuras.
—¿Qué sandeces decís, perro? —se encrespó el noble.
—Ésa es la única verdad —intervino Haram—. Mis motivos son exclusivamente míos para actuar de esta manera, no he de responder ante nadie de mis actos.
—Pero señora…
—No protestéis, Tenauch —le advirtió severamente la mujer—, no hagáis que me arrepienta de mis decisiones.
El noble iba a seguir protestando, mas la expresión firme de Haram le hizo cerrar la boca en un gesto de cólera. Parecía evidente que no se rendiría y seguiría insistiendo ante ella…
Calet se encogió de hombros y comenzó a pasear de un lado a otro.
—Habrá que montar un pequeño campamento —sugirió, recogiendo algunas ramas del suelo.
Al cabo de unos minutos ardía una pequeña hoguera entre unos riscos donde se habían refugiado los viajeros; al menos en aquel lugar estarían relativamente a cubierto de depredadores y saqueadores.
Mientras hacía su turno de guardia, Calet daba vueltas en su mente a las palabras del Oráculo: ¿qué podían significar? Lo del tridente alzado sonaba a Lemuria, a la posibilidad de una guerra; y, de hecho, en Mor Talir ya había oído rumores al respecto debido al asesinato del embajador… ¿Y lo demás? Era un galimatías propio de un loco, seguramente no tenía sentido alguno…
Mientras intentaba desechar tales pensamientos oyó que alguien se movía sigilosamente cerca de donde se encontraba; poniéndose alerta, se dispuso a esperar a quienquiera que estuviese acechando…
—No es necesario que te pongas tenso —aseguró una voz que conocía bien.
—¿Dartia?
—¿Quién sino? —se burló ella, saliendo de entre las sombras.
—¿Qué haces aquí? —inquirió su antiguo compañero—. ¿No habías decidido proseguir con tu vida?
—Por fortuna o desgracia, decidí cambiar de idea y seguirte a distancia —admitió la guerrera encogiéndose de hombros mientras se sentaba ante el fuego, frente a su compañero—. No me pareció que estuvieras en las condiciones más adecuadas como para razonar.
—Veo que sigues juzgándome a la ligera —le advirtió Calet severamente—. Sin embargo, aprecio tu gesto en lo que vale, así que, ¿compañeros de nuevo? —le tendió la mano.
Ella le contempló durante unos instantes hasta que, sin una palabra, aceptó la mano tendida con una leve sonrisa.
—Esta tarde oí lo que le decías a ese asno pomposo tras derribarlo —comentó en voz baja—. No entiendo bien tus intenciones, y mucho menos las de ella…
—Y es mejor que no lo intentes —le interrumpió el hombre—. Ahora estarás cansada —sugirió—. Duerme un poco…
Regresaron a Mor Talir sin incidente alguno en el viaje; pararon primero en la Casa de Zexcal, donde los sirvientes se hicieron cargo de Tenauch; después los mercenarios escoltaron a la Dama Haram hasta su vivienda, donde ella les invitó a pasar a la sala del trono.
—El Oráculo no parece haber dicho nada de lo que yo esperaba oír —comenzó—. Sin embargo, a tenor de lo que se oye por ahí y de las propias palabras del Oráculo, he de colegir que sucede algo muy grave entre Lemuria y Atlantis.
“El tridente de Lemuria se alza de nuevo, los vientos de la guerra parecen soplar de nuevo entre los imperios, la marca carmesí se extiende como una lacra por la tierra… La muerte del embajador lemurio ha sido un grave error, mas no por ello es menos cierta.
“No entiendo bien las profecías del Oráculo, mas una cosa sí está clara: los rumores de guerra han de ser investigados, por lo que yo os encargo la tarea de viajar a Reinai[1] y tratar de averiguar a qué se refiere el Oráculo con lo de “traición dentro de la traición”; tal vez este vacuo asesinato no haya sido planeado por atlantes, sino por algún grupo lemurio renegado que pretende la guerra…
—Se hará como vos digáis, señora —aceptó de inmediato Calet, sin parar mientes en su compañera, que lo miró furiosamente—. Partiremos de inmediato a Otzaan en busca de respuestas.
—¡Calet, eso está en la otra punta del mundo! —exclamó la guerrera sin poder contenerse.
—Pues viajaremos en vimana[2] —le contestó él sardónicamente.
—Te has vuelto loco —le advirtió severamente la ex capitana—. ¿Cómo vamos a viajar a la capital de nuestros más antiguos enemigos sin despertar sus sospechas o recelos?
—Yo os proporcionaré un salvoconducto para que no tengáis problemas —intervino la Señora de Verans con una sonrisa—. El embajador Borail os pondrá en contacto con los lemurios adecuados para que podáis comenzar vuestra investigación sin ser entorpecidos, y tratar de convencer al emperador de Lemuria para que no movilice a sus ejércitos….
El vimana era una estructura de barras de hierro forrada en madera y cuero, de alrededor de seis metros de longitud; de apariencia de punta de flecha, su envergadura rondaba también dicho tamaño, con una altura aproximada de unos tres metros; su parte trasera portaba el mecanismo del vril, mientras que el resto de la nave tenía capacidad para piloto, copiloto y cuatro personas más.
Tras un par de días de vuelo, Calet y Dartia se sentían como si los hubieran introducido en una pequeña jaula: era tal la incomodidad de los aparatos que normalmente solían hacerse varias paradas para que los viajeros pudieran estirar las piernas.
Cuando llegaron a Reinai los estaba esperando un comité de bienvenida: una compañía completa de soldados lemurios, formados, con las armas preparadas. Al bajar del vimana, el capitán se adelantó hacia ellos.
—¿Qué hacen unos atlantes en tierras lemurias? —inquirió con severidad.
—Venimos a ver al embajador Borail —explicó Calet calmosamente—. Hemos sido delegados para…
—Acompañadnos —ordenó el capitán sin dejarle terminar—. No os resistáis, o será peor.
—¿Acaso estamos presos? —inquirió Dartia ceñudamente—. Sabed que disponemos de un salvoconducto…
—Eso ya se lo explicaréis al consejero del emperador —gruñó el soldado, agitando su espada—. Vamos, en marcha.
Los mercenarios se miraron entre sí durante unos instantes; después, asintieron con la cabeza y se pusieron en marcha rodeados por los guardias.
Reinai era la capital del imperio lemurio, una población de más 5000 habitantes llena de tortuosas callejuelas que la hacían parecer más un dédalo que una ciudad en sí misma; de casas bajas y una muralla de alrededor de dos metros de altura y veinte centímetros de grosor, sobre el conjunto destacaba, en su centro, el gran palacio del emperador, una construcción de unos treinta metros de altura con varios niveles, diseñada como un enorme dragón rojo enroscado sobre sí mismo en una espiral que se alzaba hacia el infinito.
Calet y Dartia fueron conducidos al interior de aquel edificio, atravesando varias salas hasta llegar al corazón del palacio, el salón del trono, un lugar que parecía extraído de la imaginación de un loco: por todas partes se veían objetos de todo tipo sin orden ni concierto, desde armas hasta cojines podía verse una profusión de elementos tan dispares que más parecía un cuarto de juegos de un niño que el salón principal del imperio lemurio.
En el centro de aquel pandemonium, sentado en un trono de mármol con incrustaciones de piedras preciosas de todo tipo con una cabeza de dragón proyectada por encima de su testa, un hombre enjuto, de tez oscura, observaba a los guerreros con ojos astutos; de cabello corto y negro como la pez, su expresión mostraba recelo hacia los recién llegados.
—¿Qué hacen estos atlantes aquí? —demandó imperiosamente—. ¿Por qué me presentáis la escoria?
—Mi Señor Ostiman, os presentamos a unos recién llegados —explicó el capitán de la guardia—. Sospechamos que pueda tratarse de unos espías enviados por los Manes de Poseidonia para averiguar nuestros planes de guerra.
—No, mi señor —intervino Calet con una profunda inclinación—, no somos espías; venimos en nombre de una Casa de la Nobleza de Mor Talir, delegados para averiguar qué hay de cierto en los rumores acerca de la muerte de vuestro embajador en la capital atlante.
—¿Y esas gestiones no tendríais que hacerlas en la propia Poseidonia? —inquirió el emperador con el ceño fruncido—. Si no me equivoco, el asesinato se produjo cerca del Gran Palacio.
—Tenéis razón, señor, mas existen fundadas sospechas de que los asesinos no obraron por cuenta del Imperio —aseguró Dartia—. En nada beneficiaría una nueva guerra a ninguno de los dos bandos, tan sólo serviría para enriquecer a los comerciantes de armas.
“Además hemos escuchado una profecía que parece aludir a una traición interna, aunque no sabemos con claridad a qué se refiere. Tal vez se trate de atlantes o lemurios renegados…
—O quizás resultéis tan necios que sois incapaces de interpretar un oráculo —intervino un hombre que se situó al lado de Ostiman, una figura alta, delgada, cubierta con una túnica verdeazulada, de piel arrugada y pálida como la de un cadáver, de rostro de halcón enmarcado por una revuelta cabellera cana… En una de sus manos portaba un nudoso bastón de madera, de alrededor de metro sesenta.
—Os presento a mi consejero Arum Matai —anunció el emperador—, uno de los mayores sabios de la corte; su poder no tiene parangón en todo el Imperio, probablemente en todo el mundo.
—A lo que veo, en Atlantis están preocupados por el desarrollo de los acontecimientos —sugirió perezosamente el hechicero en voz baja—. Tal vez lo que pretendan es confundirnos para poder atacarnos por sorpresa.
—No, mi señor —aseguró Calet con vehemencia—. En el Imperio sólo pretendemos la paz, por eso traemos un salvoconducto para ponernos en contacto con el embajador Borail y que éste nos permita, con vuestro permiso, investigar desde aquí el asesinato cometido.
—Es una idea cuanto menos extraña —dudó Ostiman—, no sé si debo permitiros llevarla a cabo o encerraros en nuestras cámaras de tortura para averiguar si verdaderamente sois quienes decís ser o no.
—Sugiero la tortura —comentó el mago con gesto sarcástico—. Al menos podremos divertirnos un rato con estos sucios atlantes…
—Sois demasiado sanguinario, consejero —le advirtió burlonamente el emperador—, a veces es mejor la diplomacia.
“He tomado una decisión —continuó al cabo de unos instantes de silencio—. Permitiré que llevéis a cabo vuestras pesquisas bajo una condición: estaréis vigilados en todo momento. Si os escabullís de vuestros guardianes, daré de inmediato orden de que os ejecuten en cuanto os encuentren. Y quiero estar informado de todos vuestros descubrimientos.
—Aceptamos vuestra generosa oferta —admitió Dartia con una inclinación—, aunque la presencia de vuestros soldados tal vez haga que no podamos conseguir toda la información que necesitamos.
—Nadie ha hablado de que vayáis escoltados —se chanceó Ostiman—: puedo poner hombres que os acechen, o incluso pedir a mi consejero —señaló a Arum Matai— que os lance un conjuro para teneros controlados.
—Será como vos lo pidáis, mi señor emperador —aceptó el hechicero con un gesto de su cabeza.
—Entonces, podéis retiraros —ordenó Ostiman con gesto displicente—. No quiero atlantes en mi palacio más tiempo del necesario…
Durante varios días los mercenarios anduvieron por los bajos fondos de Reinai, visitando tabernas y antros de todo tipo, inquiriendo sin saber bien qué era lo que estaban buscando… No hallaban respuesta alguna a sus indagaciones, topaban siempre con un muro de silencio, hasta que por fin sus esfuerzos comenzaron a verse recompensados con la aparición de un nombre entre susurros, en un antro de mala muerte del puerto.
—Si buscáis intrigas, pensad entonces en Arum Matai —les sugirió la mujer a la que habían conocido, enjuta, de crespa cabellera rubia, con una cicatriz en la mejilla derecha—. No hay ser más retorcido que él, ni criatura más traidora y despiadada; se rumorea que ha acabado con varios pretendientes al trono porque él es el auténtico gobernante en la sombra.
“¿Qué cuáles son sus intenciones? Nadie lo sabe excepto él. No me sorprendería que fuera su mano la que estuviera detrás de estos vientos de guerra que corren actualmente, es posible incluso que los asesinos del embajador estuvieran hechizados por él, mas es algo que jamás podréis demostrar…
—¿Qué haces hablando con escoria atlante? —tronó una voz tras Calet—. Por los dioses, Mirsia, ¿es que te has vuelto loca?
Los compañeros se volvieron y contemplaron a un hombre alto, grueso, rapado, con una descuidada perilla oscura y grises ojos amenazadores; tras él, una cuadrilla de media docena de sujetos malencarados los observaban hoscamente.
—¿Qué quieres, Deravi? —inquirió ceñudamente la mujer—. ¿Es que no ves que estoy ocupada?
—¿Con atlantes? —se mofó el hombre—. Son enemigos del Imperio, deben morir.
—¿Quién os envía, chacales? —demandó Calet sombríamente.
—Eso no es de tu incumbencia, perro —le espetó el llamado Deravi—. Haces demasiadas preguntas, y eso es muy peligroso para la salud.
Echó la mano a la cintura, tratando de desenvainar su espada; ése fue su último acto, pues con la velocidad de una flecha, el antiguo asesino se levantó del asiento que ocupaba y extrajo sus dos armas de la espalda, cruzándole el pecho con un tremendo tajo que lo arrojó hacia atrás.
Aprestando sus hojas, el mercenario se plantó ante sus adversarios mientras Dartia se situaba a su lado dispuesta al combate.
Sin embargo, su acción había enfriado el ardor de sus rivales, que retrocedieron un paso ante la ferocidad de las dos figuras; al cabo de unos instantes parecieron envalentonarse y avanzaron con las armas en la mano.
Calet no los esperó: con un gruñido de satisfacción saltó hacia delante, obligando al sicario más cercano a detener un violento golpe contra su cabeza; al mismo tiempo, otro de los maleantes avanzó creyendo que el mercenario había quedado desequilibrado, mas se encontró con una hoja de hierro en el pecho, que le atravesó limpiamente.
Mientras tanto, Dartia no había permanecido inactiva: con una hábil finta desvió una estocada dirigida a su vientre, lanzando a su vez una patada que derribó al rufián que se le enfrentaba; su hueco lo ocupó de inmediato otro que le rasgó el brazo izquierdo de un hachazo, obligándola a retroceder y enfrentarse a dos a la vez.
Intentó avanzar para situarse al lado de su compañero, que ya se había deshecho de otro de sus enemigos, mas sus rivales le impedían moverse en condiciones y había de mantenerse a la defensiva continuamente; sin embargo, no hubo de esperar mucho a que Calet sajara a uno de sus rivales por la espalda; cuando el otro se alarmó, la mujer aprovechó para atravesarlo.
Sólo quedaba vivo el que había recibido la patada de la guerrera, al que su oponente agarró por el cuello y lo levantó violentamente, estrellándolo de espaldas contra una pared.
—Ahora me vas a decir quién os ha pagado para venir a por nosotros —sugirió siniestramente, mientras el canalla pateaba desesperadamente, intentando soltarse de su férrea presa—. Si lo haces, tal vez sigas vivo.
—Será mejor que lo escuches —le advirtió Dartia—. Se pone muy nervioso cuando no le hacen caso.
En un salvaje gesto, el hombre fue arrojado al suelo sin miramientos; sus ojos se pusieron por un momento en blanco, un gemido de dolor escapó de sus labios… La mano férrea de Calet se cerró en torno a su cuello, mientras la otra extraía de su funda un largo cuchillo.
—¿Y bien? —demandó perentoriamente—. ¿Vas a hablar, o necesitas que te haga alguna caricia?
—No… No sé quién nos pagó —contestó el hombre meneando la cabeza aterradamente—. El que lo sabía era Deravi. Creo que se trataba de alguien importante, alguien de la Corte del Emperador.
—¿Un consejero, tal vez? —sugirió Dartia melosamente.
—No lo sé —insistió el hombre—, sólo sé lo que ya he dicho.
—¿Cómo nos encontrasteis? —demandó Calet.
—Deravi era el que nos guiaba —aseguró el hombre—, nos indicaba donde debíamos ir.
Los guerreros se miraron durante unos instantes.
—¿Y él con quien hablaba? —inquirió Dartia.
—Nadie lo sabía —insistió el hombre—. Se ocultaban entre las sombras… Sólo se oía hablar a Deravi, del otro apenas sonaba un leve susurro.
Con un rápido tajo, el mercenario cortó el cuello de su víctima antes de que tuviera tiempo de darse cuenta de lo que ocurría, bajo la atónita mirada de su compañera.
—¿Qué haces? —exclamó con irritación.
—No dejar enemigos a mi espalda —aseguró Calet torvamente—. A éste ya no íbamos a poder sacarle más información, así que me deshago de él.
—¡Estás loco! —se encolerizó la mujer—. No puedes ir por ahí asesinando a todo el mundo…
—Si se interponen en mi camino, si —advirtió el mercenario con una seca sonrisa—. Vamos, Dartia, prosigamos con nuestra investigación. ¿Dónde se ha metido la mujer con la que estábamos hablando?
—Huyó en cuanto brotaron las espadas —aseguró la mujer con gesto burlón—. Pero al menos nos ha dejado una pista interesante: el consejero Arum Matai.
—Sí, es posible que tenga algo que ver en todo esto —aceptó Calet—. Sin embargo, tenemos que asegurarnos antes de acusarlo ante el emperador Ostiman, o podríamos vernos envueltos en un buen lío…
La investigación parecía interminable: durante varios días más, los dos compañeros indagaron por todas partes en busca de algún dato sobre Arum Matai y el complot contra el embajador lemurio, mas lo único que conseguían era abundar en la sensación de que el consejero era una rastrera serpiente, astuto y peligroso como él solo, capaz de cualquier venganza contra quien creyera que le ofendía. Cuanto más pasaba el tiempo, más se convencían de que era el tipo idóneo para tramar un plan como aquél.
Por fin, y sin pruebas claras de la implicación del hechicero en el asunto del embajador, decidieron presentarse ante el Emperador.
—¿Y bien? —demandó Ostiman altivamente.
—Nada hemos encontrado acerca de la muerte de vuestro embajador, señor —admitió Calet con una inclinación—; sin embargo, tenemos fundadas sospechas de saber quién está detrás de ese asesinato.
—Hablad entonces.
—Se trata de vuestro mago, Arum Matai —sugirió Dartia procurando no levantar demasiado la voz; sabía que estaban en una posición muy comprometida, y que cualquier error podía costarles muy caro—. Al parecer, sus objetivos andan por caminos distintos de los vuestros…
—¡Necedades! —exclamó el Emperador—. Este hombre es absolutamente leal al Imperio y a mi persona; si bien es cierto que tiene una gran propensión a la sangre y la muerte, no tengo nada que objetar a su presencia.
—Entonces —sugirió el guerrero—, ¿cómo explicáis que esté tan bien relacionado con los bajos fondos de Reinai? Porque todo el mundo lo conoce en el Barrio Negro, aparte del hecho de que, por lo que hemos podido averiguar, utiliza cuadrillas de asesinos para deshacerse de sus rivales; así parece que lo ha intentado con nosotros, pero no le ha salido bien.
—Esto ha de ser una broma —intervino el nigromante, que había aparecido inopinadamente al lado del estrado—, porque de lo contrario habré de tomar medidas serias para limpiar mi honor de tal afrenta.
—Decidme, hechicero, ¿podéis explicar vuestra relación con la escoria de la capital? —insistió Dartia—. ¿Sois capaz de explicar las opiniones que hay en esos lares acerca de vos, de vuestros retorcidos pensamientos, de vuestra artera capacidad para engatusar, mentir e incluso matar? ¿Y los rumores acerca de vuestros rivales que desaparecieron misteriosamente?
—Ésas son cosas que no incumben a nadie más que a mí —respondió agriamente Arum Matai—. No tengo por qué responder ante nadie…
—Excepto ante mí —intervino Ostiman, molesto ante aquel cruce de declaraciones, volviendo su fría mirada hacia el mago—. Consejero, ¿qué habéis estado haciendo a mis espaldas en Reinai?
El anciano observó por un momento en silencio a su emperador con expresión impasible; por fin, con un encogimiento de hombros, dejó escapar una seca carcajada.
—¡Bah! —exclamó burlón—. Pensaba madurarlo más, pero no es necesario: el regreso de los Señores de las Estrellas está próximo, tan sólo tengo que abrirles la puerta de par en par en el momento adecuado. Sus servidores se encargarán de darme el tiempo que necesito para ello…
—¿De qué estáis hablando, hechicero? —se interesó Calet.
—De una nueva era —explicó Arum Matai sin ambages—. De un tiempo, hace eones, que regresará cuando los Hijos del Dios Loco vuelvan a reptar sobre este mundo, bajo él, y lo dominen a su antojo y capricho; de una era en que el caos y la locura imperarán por doquier.
—¡Habéis perdido el juicio! —exclamó el antiguo asesino, desenvainando sus espadas y lanzándose sobre el mago en un movimiento fulgurante.
Mas, si Calet fue rápido, el anciano lo fue mucho más: con un simple gesto de su mano lo obligó a detenerse cuando las armas ya se abatían sobre su cuerpo.
—¡Necio ignorante! —gruñó, vigilando por el rabillo del ojo a los demás: Dartia se había aprestado al combate mientras Ostiman, tras llamar a sus guardias, se escabullía rápidamente—. ¿Creéis acaso que podéis derrotarme con las armas? Estoy tan por encima de todos vosotros como cualquier mortal de una hormiga…
La mercenaria intentó atacarlo, pero Arum Matai levantó su otra mano y la detuvo a su vez; las puertas se abrieron de golpe, y un grupo de guardias de palacio entraron en tromba, sus armas alzadas apuntando a Calet y Dartia.
—¡Es el hechicero! —exclamó el emperador desde un rincón—. ¡Se ha vuelto loco!
El breve tiempo que los soldados se detuvieron sorprendidos ante las palabras de su Señor fue suficiente para que, con una carcajada, el hechicero pronunciara una palabra arcana.
—¡Todos los servidores de los Señores de las Estrellas se alzarán en loa a los que han de llegar! —gritó, mientras se desvanecía lentamente—. ¡C’Tl, Y’Sot, N’Rlotap, H’Stu… Todos volverán, y sus infinitas glorias batallaran sobre este mundo, dejando tras sí el caos más absoluto, la mayor desolación jamás conocida! ¡Los mortales serán sojuzgados, vivirán eternamente bajo el temor de sus nuevos dioses! ¡Los pueblos reptil, los hijos de las arenas, los señores del mar… Todos se levantarán en alabanza a sus creadores, humillando a una humanidad confiada! ¡El monte sagrado…
El hechizo que atrapaba a Calet y Dartia pareció desaparecer en el preciso instante en que el anciano se desvanecía en la nada, haciendo que sus armas se abatieran sobre un espacio vacío…
—¡Maldición! —exclamó el guerrero, mirando a su alrededor, preparado a luchar ante el círculo de guardias que los rodeaban—. ¿Dónde ha ido ese maldito mago?
—¡Teneos todos! —ordenó el emperador, saliendo de su escondite—. ¡No hay ya conflicto alguno en esta sala! ¡El enemigo es mi consejero Arum Matai!
El ambiente pareció relajarse por momentos, las armas bajaron al suelo… Los dos compañeros se mantuvieron alerta a pesar de todo, a su alrededor había una docena de soldados con tridentes, hachas y espadas y no era cuestión de descuidarse…
—Esta pareja nos ha prestado un buen servicio —continuó Ostiman, sentándose en el trono—. Por ello, ordeno que se los deje libres para circular por donde deseen, con la condición de que me traigan la cabeza del nigromante.
—Podéis contar con ello, señor —aceptó Calet con una inclinación—. Tan sólo necesitamos saber a dónde ha huido ese perro. Ha hablado de un monte sagrado…
—Seguramente se haya referido al Ulru, la montaña mágica de Otzaan, el corazón del Imperio —explicó el emperador—. Una vez al año viajo allí a efectuar la ofrenda sagrada a los dioses. A su alrededor viven los hijos de las serpientes, los pueblos yanktara y uniatara. Está en dirección nordeste, en el centro de la isla. Si Arum Matai busca más poder del que ya tiene, sin duda alguna se dirigirá allí.
—Entonces, allí acabaremos con él —gruñó el luchador.
—Mientras tanto, como Emperador de Lemuria, designaré un nuevo embajador que me represente ante los Manes atlantes —indicó Ostiman con gesto serio—. Y esta vez llevará vigilancia para evitar que pueda haber nuevos intentos de asesinato —frunció el ceño sombríamente—. Para vosotros extenderé un salvoconducto que os abra las puertas que necesitéis. Mas, ay de Atlantis si descubro que todo esto es una impostura para llevarnos a la guerra…