Presagios de la noche

Inútil era detenerse a pensar las consecuencias que tendría para todos, o sólo para el soldado que contemplaba inmóvil los restos de la copa, vertido el transparente licor sobre el platillo, cubriendo a medias los fragmentos de cristal cuyas puntas se alzaban amenazadoras hacia la mano mantenida abierta y quieta encima de la asombrosa rotura. No serviría para nada aguzar la vista, cruzar la frente con una arruga mientras la pregunta —no expresada en palabras ni revelada en gestos— fluía velozmente desde la zona más honda del cerebro hacia las salidas naturales de la indagación, pero ni la boca ni los ojos cedieron al imperioso deseo de preguntar al soldado que no sabría nada ni, era seguro, jamás habría establecido relación entre los hechos relacionados con su estúpida vida. Porque la mirada era estúpida ante los restos de la copa, de previsible rotura, era cierto, pero no de aquella manera inmotivada e inexplicable, aunque fue visto por varios, por el mismo camarero, y sólo se les ocurría una justificación rutinaria muy sencilla, si bien insuficiente, porque en aquel momento el local estaba cerrado, nadie había abierto la puerta, no se había producido una corriente de aire y, menos aún, se había acercado al soldado otra persona que hubiese podido traer con ella un aviso de desgracia. La dependencia, si la había, la conexión invisible pero directa, la unión con otro cristal u otra materia cristalina igualmente frágil, que al romperse toma bordes hirientes y afilados, era estrictamente con el soldado, en relación con algo desconocido, entroncado en su más auténtica sustancia, de la que él probablemente nada sabría. Y, en consecuencia, alzó los hombros y se sintió liberado de hallar una explicación, haciendo una mueca de sorpresa al camarero. Pero éste —era un hombre ya maduro, lo que explicaba que estuviera allí y no movilizado— se le quedó mirando atentamente, a él, a la cara, y no al motivo de la sorpresa, a la prueba de que ante ellos había pasado algo extraño pese a la explicación que quisieron darle los que estaban al lado en el mostrador; le miró largamente con un gesto preocupado, de desconfianza o de negativa, negándose a aceptar la escena que acababan de presenciar, y en esta actitud había un destello de sabiduría superior a la conclusión que todos aceptaban. Pero sería inútil decirle algo para entrever si él también había captado el significado de lo ocurrido, si lo relacionaba no con la simple corriente de aire frío, sino con el futuro de aquel soldado, aun sin precisar en qué medida o de qué forma… Él sabía bien que era inútil: nadie sabe nada, nadie ha encontrado el imperceptible hilo que mueve a la vez dos sucesos lejanos y al parecer sin conexión, nadie está en el secreto ni puede acaso afirmar que es una llamada, un aviso, una anticipación de lo que viene, nada, ni lo saben ni lo aceptarían si se les dijese, ni lo reconocerían, sobrecogidos de esa probabilidad estremecedora de que el silbido melancólico y tenue del tren fuese efectivamente algo más, que llevara en sí tanto presagio como una copa que sin tocarla se quiebra, sin darle una ráfaga fría, porque entonces nadie abrió la puerta del bar cuyos cristales estaban pintados de negro para que desde fuera no se viesen las luces, y que tintinearon al cerrarla con mano insegura por la tensión de lo ocurrido.

Fuera, la oscuridad y el frío incrementaban los enigmas de los profundos solares al fondo de la calle, de algunas sombras rápidas que caminaban haciendo oír sus pisadas, de la suave claridad de las nubes que cruzaban el cielo nocturno: pero tampoco allí había respuesta en aquellos elementos indiferentes al hombre que sólo cabe escudriñar en su cerrada superficie, única parte accesible, sobre la que llega volando un silbido lejano, inexplicable de todo punto en aquella época, y, como un secreto de la noche, se percibe, parece aumentar y luego se desvanece en el aire húmedo de noviembre, silbido imposible de ser realidad porque sólo podía venir de una estación y éstas habían sido destruidas y ningún tren salía de ellas y se alejaba por los campos abandonados.

Una alucinación que nadie habría escuchado, de la que no se podría hablar y menos preguntar porque para eso estamos solos y una altísima muralla resiste voces y amores, gestos y anhelos, y el oído al que se destina la angustiosa confesión está cubierto de enormes piedras y los labios ya pueden repetir el rosario de súplicas —siempre lo es una confesión— que no serán oídas, y si a través de las distancias lo fueran, se entendería algo totalmente distinto y si la pregunta fuese acerca de los momentos en que las copas saltaron hechas trizas, la respuesta, entre soñadora y evasiva, se referiría a una corriente de aire penetrante como un cuchillo que con su hoja abriera de improviso la materia más dura.

Bajó por la calle de Cartagena, por el escenario de tanta vida cotidiana y tantas frustraciones, reguero de horas para el que esperaba en cualquier día la muerte, inhóspito camino de un gran peso del alma pero ahora el peso gravitó en un brazo y percibió con sentidos diferentes a la vista una presencia que al hablar con voz de quien quisiera hacerse insinuante, desdeña las palabras y sólo profiere entonaciones que supone exquisitas; pero no entendía a aquella sombra y sólo acercándose mucho distinguió una cara ancha y blanquecina junto al mostrador, con un gran espacio entre nariz y boca, un enorme y ensortijado pelo sucio; hablaba con alguien que le volvía las espaldas y en el calor húmedo del bar, insistía en algo a lo que nadie atendía, y ahora, ese peso de plomo le inclinaba hacia ella, forzándole a retroceder en sus pensamientos y prestarle atención en la mezcla de imprecisas sensaciones que había tenido en el bar, tan ajenas a aquélla, un cuerpo redondo y grueso, una mole cilíndrica, informe, que hablaba. Pasados unos segundos se concentró y escuchó: entre las voces masculinas en tono alto con su desesperado fingimiento de fuerza y alegría, encontró la incoherencia de unas fantasías, de un sueño de grandes aventuras, pero como no daban alivio a su inquietud, dejó de mirarla, y de pronto la hallaba de nuevo a su lado, entreabriendo proposiciones de risas ahogadas, calada hasta los huesos de frío y desamparo.

—Estoy preñada —y los retazos de conversación habían seguido indiferentes aún antes del percance de la copa, y estaba justificado que toda la atención se centrase en los cristales rotos sin haberlos tocado nadie, pero ahora era aconsejable atenderla para liberarse de ella, de su peso colgado del brazo izquierdo, y se vio precisado a bajar un poco la cabeza y mirarla de cerca aunque en la oscuridad poco esperaba ver de sus gestos cuando la dijese que le dejase en paz, que estaba bebida. Pero escuchó lo que decía y le intrigó porque también aquella golfa alcoholizada y medio tonta había visto más allá de la copa rota y lo comentaba exactamente como él había pensado: «Eso trae la mala suerte, no es bueno para el soldado», y se calló, dejando que sus palabras hicieran el efecto que perseguía, acaso atemorizarle o hacerle partícipe del recelo que a ella le había producido, pero en lugar de una palabra de desdén el joven le dijo que no sólo para el soldado, sino quizá para todos los que estaban allí y caían dentro de la onda del maleficio.

—Como una maldición contra alguno, murmuró la mujer y cuando él inquirió si lo creía así, ella afirmó y ya acostumbrados los ojos a la oscuridad pudo ver que aquella cara deshecha por todas las pisadas que marcan una cara de zorra de lo peor tenía una sombra de miedo que coincidía con lo que él había sentido al escuchar el lejano silbido del tren.

—¿Cómo saber si me va a pasar algo malo? También yo tendré que ir, mañana acaso me movilizan, me llevan a que me maten porque yo estaba al lado cuando se rompió la copa, quizá eso era por mí y no por el soldado que se quedó tan tranquilo… Pero la mujer replicó que también ella estaba cerca si había un maleficio y que también a ella le alcanzaría igual que salpica el aceite hirviendo sin poder evitarlo, y entonces los ojos se le abrieron más, dilatados por una extrañeza que le bajaba por las mejillas, desaliento que a todos alcanzaba en aquella ciudad de muerte, los dos mirándose pero atentos a peligros muy diferentes y a la busca de salvar algo si es que era posible, quietos, uno junto al otro, tan desconocidos entre sí, con riesgos distintos.

—No hay nadie que pueda decirlo, ni ayudarme, nadie puede salvarme de este matadero.

—Yo conozco a una señora que sí puede decirlo.

Entre la desconfianza y la intranquilidad se abrió paso una mujer mayor, de pelo canoso, arrugada, vestida de negro, que avanzó hacia él como alguien conocido que trae la solución de un problema; no libraría de los peligros innumerables, él bien lo sabía, pero si propondría un plan para zafarse de aquel augurio indisolublemente ligado al silbido del tren lejano.

—¿Quién es? ¿Una señora?

La cara de la prostituta se le aproximó para salvar la distancia que había con la suya, acaso para pegar su boca mal pintada a su oído y traspasarle un secreto que a ella se le antojaba terrible, y así murmuró el nombre de una calle cercana. ¿Qué tenía que ver con su marcha al frente aquella dirección? Muchas veces había pasado por sus aceras mal pavimentadas, junto a sus hotelitos con jardines polvorientos y nunca había observado nada que pudiera relacionar con la mirada anhelante que se alza al firmamento las noches de noviembre, cuando se escucha lejanísimo el silbido triste y prolongado que anuncia lluvias otoñales o acontecimientos imprevisibles. Pero sin otra solución para el temor a ser movilizado ni aclaración exacta de por qué aquella copa saltó en mil pedazos, se dejó llevar por el deseo de confiarse a alguien y buscar un apoyo y se imaginó enfrente de una mujer vieja que le sonreía y le ponía una mano sobre el hombro.

—Pero ¿quién es? —se inclinó desasosegado hacia la cara estúpida de la golfa que decía que sí con la cabeza como también hacía la vieja cuando entró en la habitación, mal alumbrada y de atmósfera enrarecida, y la vio ante él, pequeña y frágil, sentada tras una mesa-camilla, cabeceando como si luchase con el sueño de la vejez y no pudiera mantenerse despierta entre los secretos de la baraja extendida ante ella. Él llevaba secretos al entrar en aquella casa, los temores por su vida futura y la necesidad de descubrir si tenía alguna explicación los imprecisos hechos que sorprendía en torno suyo, anticipando quién sabe qué acontecimientos desoladores, porque no podía prever otra cosa, tan hirientes como los perfiles del cristal roto o los finísimos regueros de sangre que la luz amarillenta de la escalera les permitió ver en las piernas blanquecinas de la mujer cuando ella se subió la falda y los dos se quedaron mirándolos, incapaces de comprender qué era aquello hasta que no lo dijo con voz gutural—. Pero si es sangre… —palabras que le recordaron lo que había oído en el bar: «estoy preñada», y ahora fluía en líneas oscuras a lo largo de las piernas… Ella no dijo más, salió despacio a la calle y desapareció dejándole transido de una sensación de algo inminente, pero él había ido allí para salvarse y nada tenía tanta importancia como las preguntas que llevaba en su pensamiento y por las que había insistido aquella desgraciada que le acompañara, incluso ofreciéndole dinero, para que le abrieran la puerta y le atendieran; mañana podría ser demasiado tarde y le arrastrarían al frente, a los peligros de un tiroteo o un morterazo del que no podría escapar. Ella dijo algo, que no era posible a aquella hora; pero acabó cediendo y colgada de su brazo le condujo por la incierta oscuridad del barrio solitario, probablemente para obtener el pago prometido.

Sin duda un maleficio les había alcanzado y para distanciarse subió rápido la escalera de madera y llamó en la puerta. La vieja le señaló el lado opuesto de la mesa, sin decir una palabra, el sitio donde había una silla y en ella se sentó con un movimiento pausado sin quitar los ojos de las sombras que le cubrían el rostro como una careta y que descendían hasta el tapete de color impreciso sobre el que clareaban las cartas de la baraja.

Las esparció, le dijo que tocara una, que la rozara con los dedos solamente, no que la cogiese, y luego la colocó en el centro de una cruz de cinco cartas que rodeó con un círculo de éstas, una de las cuales levantó y murmuró en voz baja: «Preocupaciones»; alzó otra y esta vez dijo más alto: «Recibirá dinero».

Él avanzó el cuerpo y empezó a hablar contándole que no venía por eso, sino para saber qué hacer y cómo librarse de ir al frente y eludir los mil riesgos que habrían de rodearle allí y que le horrorizaban porque presentía amenazas, lejanas, sí, pero que le aguardaban en los campos desiertos al ponerse el sol y dejar éste una franja de cielo iluminado sobre las montañas distantes, hacia la que parecía correr un tren que únicamente hace oír el silbido de la locomotora como un presagio de muerte o de desgracia. A lo cual la vieja señaló a las cartas: «Aquí está todo: el dinero, el amor, los negocios», y otra vez él la interrumpió para maldecir la guerra a la que no quería ir, costara lo que costase, y lo dijo con tanta vehemencia que la bruja se irguió ligeramente, asustada o desconfiando de quien tenía delante; se sacó del pecho otra baraja y la echó sobre la mesa. En las cartas él vio figuras torpemente dibujadas que no distinguía bien pero que le intrigaron, como todo aquella noche que ojalá terminara pronto con sus imprevistos hechos, personas y ruidos, todo incomprensible, aunque se acercara más a fin de ver lo que podía tener relación con su destino. Las recorrió ávidamente para descubrir cuál era la suya y percibió que todas tenían movimientos levísimos en sus enigmáticas representaciones: en una, un león ahorcado en un árbol; en otra, una pareja cogida de las manos rodeada de una muralla; en otra, un enano empuñando una flecha, y todas se agitaban y cambiaban de posición para ser sustituidas por serpientes coronadas, corazones ardiendo, hombres con la cabeza cortada, que aunque se acercase más no le entregaban su secreto, y entró en el ritmo de sus cambios para fijarse en una y otra, por si en ellas estuviera simbolizada su vida, y para comprenderlo debía corresponder a las miradas que creía percibir: princesas y caballos, flores y ranas, todos le miraban, pero desviaban sus ojos y quedaban inmóviles cuando él les interrogaba sobre los acuciantes presagios nocturnos que le habían llevado allí.

A su derecha le atrajo una carta inmóvil, un bloque de piedra donde un hombrecillo cruzaba un puente, en la mano un puñal, rígido y desafiante: no era como los otros, y preguntó si aquélla sería la suya, pero la vieja no respondió, sino que se pasó la mano por los ojos y suspiró sonoramente y a las preguntas insistentes puso los dedos sobre aquella carta, casi tapándola, y le aseguró que allí estaba él, que la carta hablaba claro de lo que él sería, de lo que iba a ocurrirle.

—El audaz pasa sobre el peligro y no cae.

Tenía miedo de que le matasen, de ir a pasar miserias a las trincheras, hambre los días de ataque, sueños malos echado en el suelo de la chabola, ofensas, heridas, enfermedades con las heladas de enero, pero ¿qué hacer?, porque lo que él quería era un consejo, ¿qué audacia cabía si estaba cercado, como un ratón en su madriguera? Por primera vez pensó si era verdadero miedo a morir o negativa a convertirse en uno de aquellos que formaban los batallones que a veces desfilaban por las calles y que no eran sus iguales: ser un hombre cualquiera, un obrero acaso, un jornalero embrutecido, condenado a pasar la vida en el trabajo.

—Pero ¿qué dice, qué dice sobre mí?

La vieja estuvo un largo rato tocando la carta sin moverse, luego murmuró que no veía bien, que estaba medio ciega, ya no veía más que manchas, tenía muchos años y los ojos se le cerraban y donde veía una sombra decía que era un cuerpo, y donde algo brillaba decía: oro, pero no distinguía, ciega como había estado toda su vida, esforzándose siempre en ver la suerte de los otros, tanteando en una oscuridad de cosas, de personas, pero sólo interpretando y buscando parecidos, segura de que se equivocaba: no podía hacer más. Otros comprenderían mejor que ella y al oír esto el joven la interrumpió para ofrecerle un buen pago, todo lo que pidiese, él tenía dinero y se lo daría.

La carta seguía muda y la vieja suspiraba y entonces una mujer joven entró en la habitación y le rogó que se marchase, era muy tarde y la señora estaba fatigada, sin duda con esa fatiga que quita las ganas de hablar, de tomar cualquier iniciativa que no sea pensar únicamente en el problema tan difícil de aclarar, tan cerrado a toda solución, y la seguridad de que nuestro raciocinio no es bastante para solventarlo, igual que en las calles, la oscuridad de la noche no deja ver el comienzo de las casas y se tropieza, aunque se extiendan las manos, buscando un punto seguro donde apoyarse y poder interpretar no sólo la copa estallada en fragmentos o la sangre que anunciaba muerte de un ser no nacido aún, sino otros avisos como una ventana cerrada de golpe, una luz que se apaga, los crujidos de los muebles, los roces imperceptibles…

La mujer le llevó hasta la puerta y le miró fijamente para decirle que la vieja no trabajaba por dinero, sino para hacer el bien, para ayudar a los demás, pero él tenía miedo y los que tienen miedo no merecen ayuda, menos aún en medio de una guerra, porque en ella todos se jugaban la vida y peleaban valientemente, y los hombres combatían como fieras por defender aquella ciudad que era la suya y no querían perderla; mejor estar dentro de ella y no huir porque un día se avergonzaría de no haber luchado en su defensa y, lo quisiera o no, su recuerdo habría de volver y le parecería un sueño de indignidad y vileza.

Probablemente observó el gesto de angustia del joven y le dijo que no hay tales presagios, que nadie vigila nuestras vidas y estamos solos: escucharás, contendrás el aliento y los ruidos que puedan llegarte no serán un aviso, ni un consejo, porque todos hemos oído en torno nuestro roces inexplicables y, convéncete, nadie anuncia así su presencia y nadie te advertirá que una mano está a punto de estrangularte y no podrás escapar a tu miedo y a tu cobardía.

Bajó a la calle y se metió por ella, pisando charcos y adoquines hundidos, con el temor de que los duros perfiles de una copa rota se apoyaran en su hombro y una voz le gritara algo al echarle a la cara la luz de una linterna para deslumbrarle y que no supiera contestar cuando le preguntaban qué hacía allí, a dónde iba, qué documentación tenía y mientras él alzaba la mano hacia el bolsillo interior de la americana pensaba que los augurios se precipitan en símbolos y anuncian las palpitaciones de los días, por lo que todo habrá de tener su presagio, aunque no lo percibamos y tranquilamente realicemos un acto, como es entrar en un bar y si por casualidad tienen anís, pedir una copa y tomarla y, de pronto, ésta se rompe en mil pedazos sin saber cómo y nos quedamos intrigados hasta que otro hecho cualquiera nos llama y lo contemplamos atentos, con una náusea, con la repugnancia con que se miran los injustificados regueros de sangre que bajan hacia unos zapatos de mujer; y escuchamos infinitamente lejos un aullido que se desvanece y vuelve a aumentar, arrastrado por el viento húmedo y puro de la noche otoñal, una voz doliente de alguien condenado a extinguirse, pero que antes quisiera dejar dicha su última palabra con una modulación única y sobrenatural que presagia la luz de la linterna, gruesos capotes cruzados de correas, un fusil bien bruñido y la orden de ir al cuartel, al frente, a las trincheras donde todo rastro se pierde.