La dignidad, los papeles, el olvido
—Pasarán unos años y lo olvidarás todo, te quedará vacía la cabeza, no recordarás nada de estos meses tan negros, pero te librarás de ellos no porque tú lo quieras: poco a poco perderás lo sabido, un día no te acordarás de una fecha, otro, de un amigo, otro, del nombre de una aldea o de una carretera por la que huías como un lobo y te parecerá que te has librado de ellos.
Quedar libre de cóleras y miedos, de hambres y fatigas, del terror al estruendo aéreo qué se acerca, de miradas recelosas a horizontes donde se oculta el máximo peligro, todo lo que el alma sufre y acumula en su inmenso cofre donde los hechos más jubilosos se mezclan con el odio, a lo cual el hermano menor maldecía y bisbiseó su anhelo de que una mano justiciera, cargada de vitriolo, de ácido corrosivo, de cal viva, le pasara por la mente y la dejara en blanco aunque entonces, como el hermano le decía, no habría de saber quién era, se quedaría vacío pues la memoria es lo que modela nuestra vida, y de esa forma, un día te notarás sin alma, echarás una mirada dentro y no verás sino un enorme hueco y entonces has de volver la atención hacia otro mundo, la calle, la ambición, los intereses, la radio con su música estridente.
Mientras oía las interferencias y voces incompletas y ráfagas de orquesta, el hermano mayor estaba junto a la ventana y miraba la noche asfixiante esperando una brisa que refrescara el ropaje de plomo que les echaba encima el seco verano como día tras día llevaban encima la derrota, que ahora veían auténtico desastre, no cuando abandonaron los frentes, y saben que ya son los vencidos y que pactarán con los vencedores para poder comer y vivir y cargarán con su parte de responsabilidad, pues los estandartes del terror, en un país infectado de venganza, también se desploman sobre espaldas inocentes, y seguirán callados, sentados a la mesa, comiendo un plato de verdura mientras la hermana les mira de soslayo al poner ante cada uno la naranja con que se terminaba la comida y los dos hombres encendían un pitillo y contemplaban el humo, distraídos, lejos de la familia, encaminados quién sabe a dónde tras sus pensamientos y ella carraspeaba pero no llegaba a hablarles, sentía piedad de ellos porque sabía que en sus cabezas buscaban soluciones antes de aceptar todo, aceptar ser cómplices de aquello y testigos cobardes que transigen y se hacen culpables de la infamia que ven sin poder denunciarla, negándose a leer las hojas que la hermana les tendía y que un amigo de confianza de vez en cuando les llevaba.
Él sabía cuál era su peligro al ir de casa en casa, llamando a puertas sin saber quién abriría y quizá ser sorprendido por una voz enérgica, por una mano que pesadamente descansaría en su brazo y cuyo peso le inmovilizaría, y lo presentía a cualquier hora desde que midió el riesgo de visitar a personas conocidas, llevando en los bolsillos papeles que tendía fugazmente a quien le recibiese; mientras se preguntaba en voz alta y clara por la salud, por el trabajo o por la familia para justificar su visita, pues acaso un vecino escuchaba.
Arriesgaba cuanto era y tenía pero no lo sabía hacer de otra manera, cómo dar curso a lo que tan extrañamente le llegaba mientras él estaba una larga jornada en el taller y, al regresar y abrir la puerta, los encontraba y había que llevarlos de casa en casa y entregarles sin hablar de ello y despedirse pronto tras de haber observado cómo los escondían en un vasar de la cocina o dentro de un salero, detrás del depósito del agua o en el fondo de la fresquera entre bayetas y viejas cacerolas; en la cocina, pues generalmente era a manos femeninas a quienes lo entregaba, manos húmedas por estar fregando, manos finas con las puntas de los dedos trabajadas por mil pinchazos de agujas y alfileres, manos agrietadas por la lejía y tantos quehaceres, y una mano igual le tendía Julia cuando se marchaba y al salir a la calle tenía la conciencia del deber cumplido y volvía despacio, sosegado, al silencio que era su habitación, una buhardilla alquilada donde había una cama y una silla desvencijada y una maleta, pero allí él descansaba y esta calma era tan diferente al fragor de las máquinas, a la grasa y al olor de su trabajo, a la monotonía de discusiones y veladas amenazas, de órdenes torpes que había que cumplir, de miradas vacías, y él se llevaba la mano al bolsillo y tocaba los papeles doblados muchas veces, tan cubiertos de letras que apenas se leían fácilmente, y se sentía animado en su cansancio y superior a los que le rodeaban, portador de una fuerza irreducible que enaltecía su mezquina vida.
Cuando Julia le tenía delante, escudriñaba su cara atentamente extrañada de algo que se reflejaba en el gesto, en lo que era distinto a otros hombres pues la miraba como desde una altura, como si le tendiera la mano para ayudarla y él entonces emanaba tal seguridad, tal decisión que ella no se atrevía a decirle toda la verdad de aquella casa y seguía aparentando que escondía los papeles y con una sonrisa confidente le despedía pero no bien la puerta se cerraba, los rompía y los tiraba por el wáter a la vez que pensaba por qué no interesarían a sus hermanos, serios y taciturnos, absortos en el trabajo, altos y sólidos, pero que no se avenían a su deseo de charlar, de saber más de lo ocurrido en aquellos meses en el frente, unos meses que rápidos se alejaban y cada vez parecían perderse para siempre y mejor no haberlos vivido pues que no fueron sino un fracaso era evidente, y si Julia se asomaba al cuarto del fondo de la casa donde el hermano menor estaba inclinado sobre el aparato que arreglaba, le venían a la mente palabras sueltas que a veces a ellos se les escapaban y por las que entendía que sufrían.
En la casa pacífica y preservada ahora de temores, llena de leves ruidos familiares y de palabras simples, en la atmósfera confiada de estar todos reunidos, los dos hombres se sentaban a la mesa y el padre les miraba desde su silencio y persistía en una idea obstinada: no eran sus hijos, eran nada; estaban delante de él, inclinados sobre platos que humeaban, eran dos hombres hechos y derechos, que habían pasado una guerra terrible pero no eran sus hijos, habían crecido sin él darse cuenta y tomado caminos diferentes a lo que él aconsejaba y por tanto no los toleraría y se levantaba de la mesa e iba a la ventana que daba a un patio abierto pero él ya no distinguía lejos con su vista cansada y pensaba que tampoco a ellos los veía, distantes por los años y también por la falta de cariño cuando le dijo a Julia: Hablan poco pero algo tienen dentro y no lo dicen, se callan lo que hacen y ahora están ahí con la boca cerrada; me desobedecieron y eso es una falta que aprieta el corazón —a lo que ella contestaba— pero no obstante, son tus hijos.
El hijo mayor se acercaba a la ventana, abstraído, igual que si esperase de la noche una respuesta a la pregunta que se hacía —cerca de otra ventana por la que entraba el aliento del verano— cómo en la derrota y en la huida, en la urgencia que le seguía por caminos y olivares, en el peligro que se avecinaba para todos, en la pobreza de aquel pueblo vacío, se preguntaba, cómo pudo encontrar una mujer así: no era sólo un cuerpo fecundo de caricias, sino la sonrisa, el gesto incitante al abrir los brazos, al contener la risa en los momentos de mayor placer, los ojos soñadores reflejando sólo sensaciones… Por la abierta ventana entraba un soplo caliente con los olores del campo bajo el sol, en el silencio total del abandono, y ellos no podían darlo por terminado y separarse…
—Cuando me acerqué a ella le puse las manos en los hombros y le besé en el cuello: eso fue lo que hice, apreté los labios un poquito para notar el latido de la vena que entonces aceleró su marcha porque el anuncio del amor alerta la pasión y la enciende y si tuviera más memoria recordaría que también la respiración se debió de hacer precipitada, pero esto no es seguro…
El hermano menor apenas fijaba su atención en lo que oía y vigilaba la punta del soldador que iba convirtiendo en liquido el estaño de las conexiones, cuyos cablecillos al soltarse se movían y el aparato de radio absorbía su atención: era un cuerpo abierto de par en par, con órganos vivientes y si el hermano le hablaba con entonación apasionada, se refería a un cuerpo tan atrayente como el que tenía entre las manos y de cuyas partes delicadas y enigmáticas él iba a arrancar un quejido de gozo, un suspiro de satisfacción y el altavoz empezaría a sonar y él con su habilidad, le daría vida tocando los ligeros botones —color castaño, suaves, tersos, móviles—, bajo la presión de sus dedos la radio vibraría.
—Cuando la rozaba el pecho ella se ladeaba, se arqueaba y yo quedaba asombrado de qué bella era en aquel momento y los pezones se tensaban, esto lo recuerdo bien, y su memoria transfiguraba a la mujer en campo de flores, en un descanso reparador, en una luna llena, en una canción antigua, como un delirio gozoso que abrazara su cuello y le hiciera potente y seguro al cerrar la puerta de la habitación y dejar fuera a los enemigos y, abierta la ventana estimulante, le llevara a una cama de jubilosos goces.
Desde otra habitación, Julia percibía que los hermanos hablaban en voz baja y no entendía: no sabía nada de sus vidas sino que estaban ensombrecidas por todo lo pasado y se negaban a ser aliados del oprobio que imperaba aquellos meses y acaso planeaban irse a Francia y no dirían nada, con su mutismo, con su gesto grave se habían aislado así del padre que ya estaba arrinconado por el tiempo, preparado a morir; largos años de sometimiento a órdenes, a los propietarios de la empresa que le obligaban día tras día a detener su voluntad y atenerse a la ajena y mezcló la sumisión a la simpatía, mezcló el rechazo a la cordialidad, tuvo momentos de compasión por jefes que también sufrían amarguras, pero aquel respeto e indulgencia se convertían en lacras y tal hábito le fue haciendo su figura desgastada y la voz medida, hecha a la complacencia por lo que sólo era un puro afán de lucro, pues toda obediencia conlleva admiración por la persona que se hace obedecer.
El de los papeles llegaba decidido, saludaba y del bolsillo o de la parte alta de los calcetines se sacaba una hoja doblada y la ponía encima de la mesa y ya era un hombre distinto de lo que fue: aprendió a rechazar la obediencias, ya nada era igual desde el día que encontró los papeles bajo su puerta y comprendió lo que eran y lo que tenía que hacer con ellos y cuando salía, la calle estaba tensa, tendida de una red de peligro en la que podía caer hasta que la luz de la mañana iba aclarando su tejido y llegaba al trabajo: se había convertido en su razón de vida y llevar papeles era un manantial de energía que a nadie habría de contar pues ninguno iba a entender la emoción de aquel reparto con el cual él se igualaba a los importantes, a los valientes, mayor secreto aún porque debía guardarlo para sí, evitando una delación, condenado a la reserva, a distanciarse igual que acaso sus abuelos tuvieron que callar en la miseria y hablar en voz baja para no ser oídos en sus lamentaciones y si a su cabeza se le hubiera ocurrido, quizá, se vería tras el cristal oscuro del silencio como, por otra razón, estaba el hermano menor de Julia, fijos sus ojos en el aparato que ante sí tenía pero ausente, respirando con fuerza y reconociendo en lo más hondo que se negaba a recordar y deseaba ardientemente que un fuego carbonizase en su alma todos los días idos y que el hiriente fracaso no volviera a hacerse presente en momentos imprevistos por esa obstinación de la memoria que aparece cuando menos se piensa, la memoria malévola, insistiendo en reconstruir lo ya vivido, volviendo los gritos y la sangre, las huidas y los ecos de lejanos cañones disparando nunca se sabe hacia dónde… semanas de reveses y desastres. Bajaba su mirada hacia el brazo, con la manga de la camisa enrollada, y veía una hendidura hacia la parte del músculo; la carne se hundía y en los bordes no había el vello que se extendía desde la muñeca hasta el bíceps, igual al surco que deja un arado: por allí había corrido el trozo de metralla y cada vez que él miraba esta cicatriz se sentía marcado, renegaba de todo, de las trincheras, de la posición avanzada donde ocurrió, a la que no llegaba nada, ni una sopa caliente, aunque en aquella habitación se encontraba tranquilo, sonaba la radio y a su voluntad subía y bajaba el volumen y le rodeaban inofensivas canciones y voces altaneras de locutores que encomiaban a un gobernante o exaltaban el vigor de un futbolista, subía y bajaba la voz meliflua que conminaba a prácticas piadosas, y él sentía la soledad pero allí todo recuerdo se esfumaba y repetía lo que al hermano le había contestado cuando éste le dijo que era mejor extraer de las negruras interiores el pasado, palpitante o enmohecido, y contemplarlo y comprender que ellos, en la guerra, sólo obedecieron órdenes y no estaban comprometidos en los hechos y no debían asumir la responsabilidad de la derrota, de tanta desventura como cayó sobre sus iguales; le contestó que los receptores de radio cuyas averías arreglaba, traían palabras divertidas y música, girando el interruptor les callaba o les hacia hablar a su antojo y lo prefería a estar como él estaba, sumido en la falsedad del recuerdo porque éste, cada vez que le invocamos, nos da una imagen distinta, va cambiando sin parar según lo que anhelamos o nos conviene, por lo cual no recordamos lo que pasó sino distintas invenciones que acaban siendo engaños.
Como otros tantos hombres, que se asomaban a las ventanas, sudorosos, buscando un alivio no sabían bien si del calor tórrido o acaso de un dolor sutil en el fondo de sus intranquilidades, y esperaban, respirando la oscuridad, distrayéndose con la luz de un balcón enfrente, el hermano dijo que no le importaba si era así, que se adentraba en el pasado como un refugio y sólo le espantaba el que todos los recuerdos se difuminaran apenas pasado un año, y la cara que tan obsesivamente se contempló, perdería rasgos y quedaría incompleta: primero, la comisura de los labios o el parpadeo nervioso o la forma de las sienes cruzadas por crenchas de pelo que un día también olvidaría como si un viento impetuoso desdibujase la imagen prodigiosa que se alejaba por las cavernas del olvido hasta que la sucesión de meses no dejase nada o acaso sólo quedaría un gesto, un roce, el detalle de una mano; debía esforzarse en regresar, en recuperar esa escoria del haber vivido, volver a ser dueño de una felicidad tan fugazmente ida que incluso se preguntaba si había inventado aquellas horas en el pueblecito cordobés evacuado, en la casa vacía, con la mujer ardiente que buscó junto a él compensación de una suerte desvalida.
No una mano de hierro sino la de un vecino le cogió del brazo y, ante su sorpresa, este hombre, al que apenas conocía, le dijo que era importante que hablase con un amigo sobre los papeles que le echaban por debajo de la puerta y que lo mejor sería que a las once, el domingo, fuera a la salida del metro y allí le encontraría y para que pudiera reconocerle iba a llevar unas herramientas bajo el brazo y era preciso que fuese puntual, y él, entre asombro y desconfianza, cuando llegó al lugar de la cita se puso a mirar a un gitano que cerca tocaba la trompeta mientras la cabra hacía sus equilibrios, y de la gente que les contemplaba se destacó un hombre de cierta edad, que llevaba dos martillos y una lima grande, que le saludó y ambos quedaron un poco apartados del círculo de espectadores, chiquillos nerviosos y hombres con ropa de domingo, y oyó decirle, como haciéndose el distraído, que sabían el reparto que hacía del periódico y que era una valiente ayuda a la causa, que algún día se agradecería porque lo había hecho por un motivo justo y favorable a los trabajadores, pero creía que era aconsejable, menos arriesgado para todos, que se dedicase a enviarlos por correo, que le darían sobres y sellos y una lista de nombres y sería un trabajo fácil, y de pronto se puso a comentar en voz muy alta los esfuerzos de la cabra y del gitano que la animaba, y más allá del circulo de personas que miraban las evoluciones del animal estaban las casitas de un solo piso en calles sin pavimentar habitadas por familias en lucha con la suerte y en aquel escenario a él le pareció que se tramaba un acto político muy serio, que le asustaba y que creyó superior a sus fuerzas pero que aceptó, lisonjeado, y dijo que lo haría porque comprendió que no era sólo a favor de aquello que le rodeaba sino de él mismo cuando se puso la primera vez a escribir los sobres, muy despacio, calculando bien las letras, copiando los nombres de la lista que tenía delante, de los cuales muchos, al recibirlo por correo, entenderían lo que significaba y pondrían cuidado en esconderlo, pues lo mismo que él, sabrían que era peligroso, y aunque le matasen a palos no revelaría quién se los daba como le había advertido el que llevaba las herramientas, que dicho esto desapareció por la boca del «Metro».
Acaso Julia se extrañaría de que no volviera a llevar los papeles, quizá se preguntase la causa de haber dejado de visitarla aquel obrero conocido de los hermanos por los que no preguntaba nunca como si terminase su tarea al entregarle a ella los papeles comprometedores, y acaso, fugazmente, le pasaría a la joven por la cabeza si le habrían detenido pero acabó despreocupándose, atraída por las noticias que le llegaban del precio de los comestibles y de los fusilamientos en las tapias del cementerio, porque lo que se vive apenas deja huella, todo pasa velozmente y se esfuma como si la memoria fuera una lámpara que lentamente se apagase.
Como una lámpara cuya luz ilumina el suelo, una esquina, un portal, así sus ojos atisbaban con recelo los lugares por donde iba cuando bajaba a la calle y cada sitio le sugería algo: la ciudad estaba vinculada a su ser, mezclada a sus pensamientos y preocupaciones y por eso evitaba encontrarse frente a aquel espejo fatal y no salía de casa donde todo lo adverso podía ser una imaginación suya para mortificarse, y cuando se sentía entre cuatro paredes y nada le recordaba su vida de hombre, se calmaba su desasosiego y conquistaba la serenidad junto a los altavoces de las radios, pero una mañana anduvo por Carabanchel y se perdió por las calles pueblerinas y salió a unos amplios descampados y se fijó en unos surcos que se alejaban y comprendió que eran los restos de antiguas trincheras cuya hondonada iba desapareciendo con el tiempo, las lluvias y la labor del viento y en sus bordes, en lugar de sacos terreros, habían crecido hierbas y su hendidura le recordaba la cicatriz del brazo y súbitamente se precipitaron los recuerdos, algo apareció en su mente y lo proyectó fuera, lo encajó en la perspectiva de la calle y se encontró tras un parapeto de adoquines donde se aprietan los cinco de la patrulla que disparan, enardecidos por los estampidos que rebotan en las fachadas y en las puertas cerradas. La voz del valenciano grita ¡Ya están aquí! ¡Qué vienen! Y él se lo repite al que tiene a su izquierda y sin embargo baja el fusil: enfrente de él ha visto un niño, lo ha percibido por un instante y no lo reconoce y le tiemblan las piernas sacudido por aquella visión, que se funde entre las figuras agazapadas y rápidas que aparecerán en cualquier momento en el fondo de la calle donde terminan los edificios y las cercas de los jardines y él espera, no quiere tirar pese a que el valenciano les anima, que no se distraigan aunque la calle esté desierta y entre las manchas de ventanas y portales él cree ver las caras de los que hasta entonces fueron los jefes de su padre: están bajo una pérgola, a la luz tamizada de la tarde y se llevan a los labios cigarros habanos y copas de cristal tallado, allí donde cree escuchar rumor de cadenas y engranajes que anuncian la presencia de un tanque hacia el cual todos enderezan los fusiles y disparan aun sin aparecer y sólo lejos se oyen explosiones y más cerca, donde el quiosco de periódicos medio quemado, martillea una ametralladora y cuando ésta para, se dan cuenta de que están solos y quedan en silencio, tensos, a la espera de una muerte segura y a sus espaldas uno vocifera entre insultos y blasfemias: ¡Compañeros! ¿No veis que no hay nadie? ¡Qué está la calle vacía! ¡No tiréis! Se sienten engañados como imbéciles, atónitos de haberse dejado arrastrar por el miedo, se miran y se pasan la mano por la boca para ocultar su turbación y no hablan y se vuelven hacia el hombre que les grita —un chaquetón, a cuadros, una estrella roja en la gorra, barba crecida— deseosos de irse de aquel barrio que debían defender a sangre y fuego, unirse a las familias que han huido, a las mujeres que huyen con las ropas y a los niños cargados con un hermanito, él se siente avergonzado y quiere tomar una decisión, se vuelve bruscamente con el desaliento atravesado en el estómago y se dirige hacia la parada del tranvía para volver a casa, apretando las mandíbulas en un intento de contener la desesperación, convencido de que nada borrará de su conciencia el desgarrón de la catástrofe al final de la guerra y a cualquier hora maldice con encono, pasan por la cabeza ráfagas de odio no sabe bien hacia quién, hacia fantasmas de ojos encendidos, acusadores, cargados de reproches porque él ya no es un hombre, tan sólo una basura.
El hermano le dijo que incluso los jefes no eran responsables, y menos él mismo, sino las fuerzas inmensas que operan sobre un país y trastocan su historia, y si había sido libre de decidirse por un bando, ahora esa libertad tenía que hacerle ver con claridad a quién maldecir y renunciar ir buscando uno a uno a los culpables e irse remontando por puestos de mando hasta llegar a la Posición Jaca o al sótano del Ministerio de Hacienda donde un general viejo y fatigado dirige las últimas operaciones, mira unos papeles y ya no ve las letras, pues de seguir insistiendo saldría de los campos de batalla y se encaminaría a sus orígenes y maldeciría a los que le dieron el nacer, atribuyéndoles su ruina, les insultaría aunque fueran ya inmóviles espectros: Con ese encono acabarás odiando a los que son tu esencia, tu sustancia, la armadura de tus huesos y tu aliento, pero eso para mí es ya indiferente, no me importa nada sino aquella mujer, a la que me parece estoy buscando por las callejas del pueblo evacuado; sé que está en algún sitio y debo hallarla, estar con ella mucho tiempo, sin prisas, quiero de nuevo acariciarla y ver su cuerpo que me parecía enorme cuando se levantó sobre mí, tan grande como al abrir una ventana se ve el cielo y las nubes, así pienso en ella, y el hermano mayor sintió un soplo fresco de la noche y le pareció entregarse a unos brazos suaves que acogían su necesidad de amor, y después de haber hecho aquella fugaz confidencia de la pasión encontrada en circunstancias tan raras, le llegó el peso de la nostalgia al percatarse de que jamás le había arrastrado un amor exaltado como aquél en la inminencia del hundimiento pero ahora que sabía lo que es entregarse al placer arrebatado teniendo una respuesta idéntica, la necesitaba más, y entornando los ojos la buscó dentro de ellos, detrás de los tiernos párpados que cuando se cierran, atraen el sueño o conjuran los recuerdos: lastimeros o rutilantes, todos irán rindiendo al tiempo su fragmentado tributo hasta quedar en nada.
Mientras que él iba muy deprisa llevando el paquete de sobres en la mano, camino del buzón que había al otro lado del solar, mientras que atisbaba a un lado y otro por si le seguían, Julia entró en el wáter y miró el agua del sifón por donde habían desaparecido los papeles que ella echaba tras romperlos y que no eran de papel higiénico sino que estaban impresos y cuando se los traían con tanto sigilo debían de ser importantes y acaso decían cosas que se referían a sus hermanos o a su padre o a ella misma, sobre el trabajo, la comida, el dinero, pero nunca los había leído, nunca se paró a pensar si le estaban destinados; y no bien se acercó al buzón, dos hombres salieron de un coche que estaba al lado y le miraron fijamente y a continuación gritaron: ¡Alto, quieto! Y, como un relámpago, supo lo que debía hacer y echó a correr volviendo al solar, mientras lejos de allí, girando el interruptor sonó la radio y un locutor decía que debía castigarse a los enemigos de la patria, y luego sonaron alegres fandangos y bulerías que distrajeron al que se afanaba en ajustar los condensadores, el potenciómetro y el altavoz en la habitación más profunda del fondo de la casa, allí donde no se ola nada del exterior ni que gritaban ¡Párate o disparo! Y él siguió corriendo a ciegas por el vertedero, sin mirar dónde ponía los pies y luego oyó dos detonaciones y se fue hacia adelante como si unas manos inmensas, fuertes y blandas a la vez, le atrajeran a la tierra y contra ella fue a dar, de cara, y unos segundos aún mantuvo la persistencia de la ilusión que hace sentirse grandes a los que nada son.