En esta parte cuenta la historia que después de la batalla en que fue derrotado el sultán, el alcaide se separó de los dos hermanos con veinticinco caballeros de noble condición, y llegó a la ciudad, donde le abrieron las puertas muy contentos, entró y encontró gente por la calle: unos mostraban alegría porque se habían liberado de los sarracenos, y bendecían la hora en que nacieron los muchachos de Lusignan y el momento en que llegaron al país; otros mostraban gran dolor por la herida del rey, ya que decían que no había ningún remedio para que no perdiera la vida. El alcaide no sabía qué pensar, pues ignoraba que el rey estuviera herido; se apresuró en llegar al palacio, descabalgó, y encontró al pueblo muy afligido. Entonces, preguntó qué sucedía.
—Nos lamentamos con razón —dijo uno—, pues vamos a perder al rey mejor y más noble que ha habido en este reino.
—¿Cómo —preguntó el alcaide—, qué decís, está enfermo el rey?
—¿No lo sabéis? —replicó un caballero.
—A fe mía que no.
—Por Dios —le contestó el caballero—. Ayer, cuando salimos contra nuestros enemigos, el rey fue herido por un venablo envenenado del sultán; no hay ningún remedio para curarle. Todos hubiéramos preferido que estos nobles hubiesen llegado dos días antes. La hija del rey está tan afligida que da pena verla; hace dos días que no quiere beber ni comer. Gran desgracia será para nosotros el perder al rey y a su hija. El país quedará huérfano de señor que lo gobierne.
—Buen señor —dijo el alcaide—, aún no está todo perdido, aunque yazca en peligro de muerte; tened confianza en Jesucristo y Él os protegerá. Llevadme junto al rey.
—Está en aquella habitación —le dijeron—; todo aquel que quiera verlo puede ir; aunque tiene daño y dolor, no se lamenta. Ya ha hecho testamento y ha repartido tanto entre sus servidores que se tienen por bien pagados; también se ha confesado, ha comulgado y ha recibido todos los sacramentos.
—Más vale así —dijo el alcaide—, ha actuado como debía.
Entonces, entra en la habitación y se inclina ante el rey, haciéndole una reverencia.
—Alcaide —dice el rey—, sed bienvenido; os agradezco vuestra diligencia al acompañar a estos dos nobles por los que la tierra se ha librado de la opresión de los sarracenos, pues yo no hubiese podido gobernar a mi gente ni a mi país. Os ruego que les digáis, de mi parte, que acepten venir a verme antes de que yo muera, pues tengo intención de agradecerles, según mis posibilidades, el honor y la cortesía que me han hecho y quiero exponerles un asunto.
—Señor, voy a buscarlos con vuestro permiso.
—Id, pues. Haced que vengan mañana a la hora de prima.
El alcaide sale de la ciudad y se dirige al campamento. Mientras, el rey ordena engalanar la calle mayor, desde la puerta por donde los hermanos debían pasar, hasta el palacio, y lo hace preparar lo más ricamente que puede para su llegada. Aquí deja la historia de hablar de él y habla del alcaide.
La historia cuenta que el alcaide no se detuvo hasta que llegó al ejército; fue a la tienda en la que estaban los dos hermanos, que le dieron la bienvenida. Entonces, les contó que el rey estaba malherido, y que les rogaba humildemente que aceptaran ir a Verlo, para poderles agradecer el noble auxilio que le habían prestado, para satisfacerles en sus dificultades y gastos, según sus posibilidades, y también para hablarles de otro asunto.
—No hemos venido aquí como mercenarios —dijo Urién—, sino para ensalzar la fe católica, y ser soldados de Jesucristo, y queremos que todos sepan que tenemos suficientes haberes para pagar a nuestra gente; pero ¡qué más da!, mañana iremos de buen grado ante él. Por lo que a mí respecta, pienso ir ante el rey del mismo modo que salí de la batalla, pues quiero recibir la orden de caballería de su mano, por el valor y el honor que todos cuentan de él. Podéis ir a decirle que mañana, a la hora que él disponga, yo, mi hermano y el Maestre de Rodas, iremos ante él, y con nosotros irán un centenar de los más altos nobles.
El alcaide se retira, se despide y se dirige a la ciudad donde lo reciben amablemente. Fue al palacio y encontró al rey tal como lo había dejado; con él estaba Herminia, su hija, que estaba muy preocupada por la herida de su padre, pero se sentía aliviada con la noticia de que los donceles habían de presentarse al día siguiente. Tenía muchas ganas de ver a Urién. Entonces, el alcalde saludó al rey y a su hija, y a todos los demás.
—Amigo —dijo el rey—, sed bienvenido. ¿Qué noticias hay de vuestro mensaje? ¿Vendrán los donceles?
—Sí, señor, con cien de los suyos. No quieren nada de vos, pues, tal como dicen, no son mercenarios, sino soldados de Cristo. Y también me ha dicho Urién que vendrá a vos tal como salió de la batalla, pues quiere recibir la orden de caballería de vuestra mano.
—Alabo a Jesucristo ya que le place que yo tenga el honor de nombrar caballero a tan valiente príncipe antes de mi muerte. Sabed que así moriré más reconfortado.
Cuando Herminia oyó esta noticia, se alegró mucho en su corazón y no sabía qué hacer; sin embargo, no lo reflejó en su cara, sino que mostraba el gran dolor de su corazón; se despidió de su padre y le besó, dulcemente, llorando. Después, se fue a su habitación, lamentándose por el dolor que siente por su padre, y sintiendo a la vez grandes deseos de ver a Urién, ya que la espera se le hace muy larga; estuvo toda la noche sumida en este pensamiento y no durmió, .y así llegó al día siguiente.
En esta parte cuenta la historia que, al día siguiente, el rey ordenó que todos, nobles o no, salieran a las calles a festejar a los dos hermanos y a su gente, y que en cada cruce hubiera músicos, juglares tocando la trompa, tambores y toda clase de instrumentos que pudieran encontrarse en la ciudad, y que cantasen todo tipo de melodías para festejar a los donceles. Y el pueblo hizo aún más de lo que el rey les había mandado.
¿Para qué os voy a alargar el relato? Los dos hermanos llegaron montados en hermosos caballos. Urién iba completamente armado, tal como había salido de la batalla, con la espada desenvainada en la mano, y Guyón estaba vestido con un rico manto de damasco bien forrado. Los precedían treinta caballeros, de los más nobles, en digna disposición; y delante de ellos, un poco más cerca, iban el gran Maestre de Rodas y el alcaide. Detrás de los dos hermanos venían setenta caballeros, con sus escuderos y sus pajes. Al entrar en la ciudad empezó una gran fiesta; los que tocan la trompeta y los ministriles cumplen cada cual con su oficio, y otros cantan con tonos melodiosos. Por la calle se ve gente honorable que grita en voz alta:
—¡Bienvenidos sean los príncipes de la victoria, los que nos han liberado de la cruel esclavitud de los enemigos de Jesucristo!
Allí se podían ver damas y doncellas en las ventanas, ancianos gentilhombres y burgueses que se admiraban del fiero porte de Urién, que iba completamente armado, con la cara descubierta y un sombrero verde sobre la cabeza, y la espada desenvainada en la mano. Delante, el alcaide le llevaba el yelmo en la punta de una lanza. Y cuando las gentes se daban cuenta del valor que reflejaba su rostro decían:
—Este hombre es digno de someter a todo el mundo.
—Por nuestra fe —decían otros—, bien lo demuestra, pues entra en esta ciudad como si la hubiera conquistado.
—En nombre de Dios —decían otros—, el peligro del que nos ha salvado bien vale una conquista.
—Aunque su hermano no tenga una fisonomía tan fiera —decía otro—, bien parece un hombre de mucho valor.
Y diciendo estas palabras los acompañaron hasta el palacio, donde descabalgaron. Y aquí la historia deja de hablar del pueblo y cuenta cómo fueron ante el rey.
Cuenta la historia que los hermanos fueron a hacer la reverencia al rey, que los recibió con gran alegría y les agradeció su ayuda diciéndoles que, después de Dios, eran ellos los que habían liberado a su pueblo de infortunio más cruel que la muerte, pues de no haber sido por ellos, los sarracenos los hubieran destruido o convertido a su ley, y hubiese sido peor que la muerte corporal, pues los que hubiesen consentido en ello se hubiesen condenado para la eternidad.
—Por esta razón —añadió el rey—, os lo agradezco según mis posibilidades, pues no tengo otra intención que la de cumplir con mi deber; y ya que no podré devolveros el alto honor que me habéis hecho, os suplico humildemente que aceptéis de buen grado mi pequeña fortuna.
—Por esto no habéis de temer —dijo Urién—; pues ño hemos venido aquí por vuestra riqueza, ni por vuestro oro y plata, ni por vuestras ciudades o castillos, ni en busca de tierras o de dinero, sino a adquirir honor y a destruir a los enemigos de Dios, ensalzando la fe católica. Quiero que sepáis, señor rey, que tendremos nuestros sufrimientos por bien empleados si os place hacerme el honor de nombrarme caballero por vuestra mano.
—Nobles jóvenes —dijo el rey—, aunque no sea digno de llevar a cabo esta petición, os la concedo. Pero antes, que digan la misa.
—Señor —dijo Urién—, esto me place mucho.
El capellán ya estaba preparado. Urién, su hermano y todos los demás, oyeron muy devotamente el servicio divino; después, Urién fue ante el rey, desenvainó la espada, se arrodilló junto a la cama en la que yacía el rey y le dijo:
—Señor rey, os pido como recompensa por todo lo que pueda hacer por vos que me nombréis caballero con esta espada; con eso me habréis pagado con creces todo lo que mi hermano y yo hemos hecho por vos; no podría recibir la orden de caballería de manos de hombre más valiente que vos.
—Señor doncel —dijo el rey—, vos me hacéis más honor del que me atribuís, porque no valgo ni la centésima parte de lo que decís; os otorgo lo que me habéis pedido, pues no se puede rehusar; pero después, vos me concederéis un don, que no irá en vuestro perjuicio, sino en gran provecho y honor vuestro.
—Acepto.
Entonces, el rey se puso muy contento; se incorporó, sentándose, tomó la espada que Urién le tendía por el pomo y le dio un espaldarazo, diciendo:
—En nombre de Dios, os nombro caballero, que sea para satisfacción vuestra.
Luego, le devuelve la espada, y al hacer esto sus heridas reventaron, y salió mucha sangre entre las vendas, por lo que Urién y todos los que lo vieron se afligieron. Entonces, el rey volvió a tumbarse y dijo que se sentía muy mal, mandó a unos caballeros que fueran a buscar a Herminia, su hija; ella acudió a la orden de su padre, que al verla le dijo:
—Hija mía, agradeced a estos nobles el auxilio que nos han prestado, a mí, a vos y a vuestro reino, pues si no fuera por la gracia de Dios y por su valor, ya estaríamos completamente destruidos, o como poco, habríamos sido desterrados de nuestro país.
Herminia se arrodilla delante de los dos hermanos, agradeciéndoselo humildemente. Y sabed que ella estaba turbada tanto por el dolor por la enfermedad de su padre, como por sus pensamientos por Urién, y parecía que despertara de un sueño. Urién, que se dio cuenta de que estaba turbada, la tomó dulcemente del brazo, e hizo que se levantara inclinándose hacia ella; al obrar así, se hicieron gran honor.
—Dios verdadero —decían los nobles del país—, si este hombre valiente tomara a nuestra doncella por esposa, sería muy beneficioso para nosotros, pues ya no habría que temer a los paganos, ni a nadie que nos quisiera mal.
En esto, el rey llama a su hija y le dice:
—Hija mía, acercaos a mí, porque me parece que ya no estaré mucho tiempo en compañía vuestra.
Ella se sienta a su lado llorando, y todos los que estaban allí comenzaron a llorar, compadeciéndose del dolor que veían en la doncella. Entonces el rey, apesadumbrado por el dolor de su hija, comenzó a hablar con ternura:
—Hija mía, dejad ese llanto y deponed vuestro dolor, pues en lo inevitable es locura abandonarse a la aflicción, aunque es natural que las criaturas sufran al perder a sus amigos o parientes; pero, si Dios quiere, os haré un regalo con el que os tendréis por contenta, igual que los nobles de mi reino.
La doncella empieza a llorar más que antes, y todos los presentes tenían tal dolor que daba pena verlos. El mismo Urién y Guyón se afligieron mucho.
—No —dijo el rey—, no hace falta que se muestre todo ese dolor; os ordeno que dejéis de lamentaros, si queréis que permanezca aún con vida entre vosotros un poco más de tiempo, pues vuestro dolor me oprime más el corazón que la angustia de la herida que tengo.
Ellos dejaron el llanto lo más deprisa que pudieron. Entonces dijo el rey a Urién:
—Señor caballero, por vuestra gracia me habéis otorgado un don; en verdad que no os pediré nada vuestro o de vuestra hacienda.
—Señor —dijo Urién—, pedid sin temor, pues aunque en ello arriesgue la vida, lo cumpliré.
—Muchas gracias, señor. Sabed qué es lo que os voy a pedir, pues os voy a dar algo noble. Os ruego que aceptéis tomar a mi hija por esposa, y que recibáis todo mi reino; yo abandono el poder en este momento.
El rey había hecho que llevaran la corona a la habitación en secreto; la tomó y dijo:
—Tomad, Urién, no rechacéis la petición que os hago.
Los nobles de Chipre se pusieron tan contentos que lloraban de alegría. Cuando Urién oyó estas palabras, meditó un poco, sintiendo la petición que le hacía el rey, pues tenía muchas ganas de ir por el mundo y adquirir honor; sin embargo, ya que había concedido el don al rey, no se quiso echar atrás; cuando los nobles del país vieron que pensaba tanto rato, le gritaron todos a la vez con voz lastimosa:
—Noble señor, no rechacéis la petición del rey.
—No la rechazaré.
Se inclina delante de la cama del rey, toma la corona y la coloca encima de la falda de Herminia, diciendo:
—Señora, es vuestra, y ya que la habéis recibido os ayudaré a guardarla contra todos aquellos que intenten someterla, si Dios quiere.
Entonces, el rey se alegró mucho, e hizo que viniera el arzobispo de la ciudad para casarlos, pero Herminia dijo que antes de ver en qué terminaba la enfermedad de su padre, no haría nada.
—Doncella —dijo Urién—, ya que vos lo queréis, a mí me parece bien.
—Herminia, bella hija —dijo el rey muy afligido—, demostráis así que no me amáis, pues lo que más deseo ver en este mundo antes de mi muerte, vos no lo queréis cumplir.
Cuando lo oyó la doncella se entristeció y, de rodillas, lloraba diciendo:
—Mi muy querido señor y padre, no hay nada en este mundo que yo os niegue justo antes de morir; disponed a vuestro placer.
—Contestáis como una verdadera hija debe a su padre —dijo el rey—, y ahora os ordeno a todos que dejéis de lamentaros, que dispongáis y preparéis esta sala, y que os alegréis; que digan misa y después, haced que pongan la mesa; al acabar de comer haced aquí, en mi presencia la fiesta, como si yo estuviese levantado; sabed que todo esto aliviará mucho mi mal.
Hicieron lo que el rey mandaba; oyeron misa, luego, comieron; la novia se sentó en una mesa cercana al lecho de su padre, con Urién al lado; Guyón servía a Herminia muy contento, y todos fueron muy ricamente atendidos. El rey estaba muy alegre, pero en realidad mostraba mejor aspecto del que tenía su corazón, pues sufría gran dolor porque el veneno que había en la herida le estaba quemando todo el cuerpo, aunque para alegrar a los nobles hacía como si no sintiera daño. Después de comer empezó la fiesta que duró toda la tarde; entonces, el rey llamó a Urién y le dijo:
—Buen hijo, deseo que os caséis mañana con Herminia, y os coronaré como rey, pues ya no voy a vivir mucho; por ello quiero disponer que todos los nobles os rindan homenaje antes de mi muerte.
—Señor —contestó Urién—, ya que así lo deseáis, vuestra voluntad es la mía.
Herminia, que estaba presente, no se opuso a los deseos de su padre. ¿Para qué os voy a hacer más larga la historia? El día siguiente, a la hora de tercia, la novia se atavió muy noblemente, y engalanaron la capilla con riqueza; acudió el arzobispo de Famagusta que los casó, y, después, Urién fue al rey, arrodillándose delante del lecho; el rey tomó la corona y se la colocó encima de la cabeza al joven, que le dio las gracias. Entonces, el anciano llamó a todos los nobles, ordenándoles que rindieran homenaje al nuevo rey, y ellos lo hicieron muy contentos. Empezó la misa y luego se pusieron a comer; después, hubo una fiesta que duró toda la tarde y se prolongó hasta la entrada de la noche; a su debido tiempo se acostó la esposa, y luego se acostó Urién; el arzobispo bendijo la cama. Tras hacerlo, salieron todos de la habitación, y se fueron unos a dormir y otros a bailar y a divertirse. Urién estuvo con su mujer muy dulcemente. Al día siguiente fueron ante el rey y oyeron misa.
En esta parte cuenta la historia que a la hora de tercia llegó Urién ante el rey con la nobleza de Poitou y de Chipre, e inclinándose lo saludó muy dulcemente.
—Buen hijo —dijo el rey—, sed bienvenido. Estoy muy contento de que hayáis vuelto; haced que venga mi hija, y oiremos el servicio divino.
Entonces, llegó Herminia con noble acompañamiento de damas y doncellas; se inclinó ante su padre y lo saludó con afecto; él se dirigió a su hija diciéndole:
—Hija mía, sed muy bienvenida. Estoy muy contentó de que Dios me haya otorgado tanta gracia en mi vida como para veros situada en lugar tan alto. Moriré más contento al estar seguro de que vos y mi reino quedáis fuera del peligro sarraceno, pues feriéis a un buen garante, a un príncipe joven y muy valiente, que os protegerá de los enemigos.
Con estas palabras empezó la misa, y fue ensalzado Nuestro Señor. Al acabar, el rey hizo que se le acercaran Urién y su hija, y les dijo:
—Hijos míos, amaos y honraos, y tened confianza el uno en el otro. Ya no puedo estar por más tiempo en vuestra compañía. Os encomiendo al verdadero rey de la gloria, y le pido que os otorgue paz, buena y larga vida, y que os dé fuerza para vencer a sus enemigos.
Y con estas palabras se fue tan dulcemente que parecía que se hubiese dormido. Pero cuando se dieron cuenta de que había muerto, empezó un gran dolor. Herminia fue conducida a su habitación, con tal aflicción que daba pena verla. El rey fue enterrado con las mayores honras que se pudo, se dijeron las vigilias y la misa, y se hicieron las exequias; fue enterrado muy ricamente, según las costumbres del país. El pueblo estaba triste, pero se les aliviaba el dolor al pensar en el nuevo rey, que era muy valeroso.
Urién fue por sus tierras, visitando los lugares y las plazas fuertes; dejó una parte de su gente con su hermano Guyón y con el Maestre de Rodas, que embarcaron para enterarse si los sarracenos estaban reuniendo una flota para atacar el país.
—No pensamos —dijo Urién— esperar a que vengan a atacarnos, sino que iremos a visitarlos cuando hayamos visto la disposición de nuestra gente.
Entonces, se marcharon Guyón, el Maestre de Rodas y el alcaide de Limasol; embarcaron los dos primeros con tres mil combatientes.
La historia cuenta que el rey Urién y la reina Herminia fueron por la isla visitando fortificaciones y ciudades, recibiendo grandes regalos y siendo acogidos con alegría. Los habitantes de las ciudades salían a su encuentro en grandes comitivas; los burgueses llevaban música de muchos instrumentos, y el rey se alegraba con su pueblo. Urién proveyó a sus fuertes de todas las cosas necesarias para la guerra, no cambió a ningún oficial; lo que estaba en buenas manos lo dejaba, y cuando veía que era necesario, ponía remedio según el consejo de sus nobles, ordenando a todos que actuaran con buen sentido y rectamente, tanto con los grandes como con los pequeños, sin favorecer ni perjudicar, de acuerdo con la justicia y la verdad; si actuaban de otro modo los castigaría tan cruelmente que todos los demás tomarían ejemplo. Luego, volvieron a Famagusta, y por aquel tiempo, la reina quedó encinta. Aquí deja la historia de hablar de ellos y se ocupa de Guyón y del Maestre de Rodas, que bogaban por el mar, cerca de Siria y Damasco, de Beirut, Trípoli y Damieta, para ver si oían noticias de los sarracenos.
Ahora cuenta la historia que nuestros cristianos navegaron tanto por el mar que vieron aproximarse a lo lejos unos cuantos navíos, que a simple vista no podían ser muchos; enviaron una galera para saber qué gentes eran; al aproximarse vieron que eran sarracenos; los de la galera viraron en redondo, yendo hacia nuestra gente, que ya estaba en orden, y les contaron las noticias; en seguida despliegan las velas y se dirigen hacia ellos, hasta que la flota de los sarracenos los identificó; los paganos se asustaron mucho e intentaron protegerse en el puerto de Beirut, pero nuestras galeras fueron más rápidas y los alcanzaron por un flanco, con tiros de cañones y ballestas; cuando llegó toda nuestra flota, los rodearon: allí hubo una gran matanza y, en poco tiempo, los sarracenos fueron derrotados, sus navíos tomados, y ellos arrojados por la borda. Las naves estaban llenas de riqueza.
Después, nuestros nobles embarcan de nuevo para volver a Chipre, pero el viento y una pequeña tormenta los llevaron a Gorhigos, en Armenia. Cuando lo supo el rey de esta tierra, que era hermano del rey de Chipre, envió a ver quien era aquella gente; el Maestre de Rodas les contestó a los emisarios:
—Señores, decidle al rey que es el hermano de Urién de Lusignan, rey de Chipre, que viene de recorrer el mar para que los sarracenos no se armen contra los chipriotas en venganza del sultán que ha sido muerto y derrotado junto a todos sus hombres, en una gran batalla ante Famagusta.
—¿Cómo —preguntaron—, hay otro rey en Chipre que el hermano de nuestro rey?
—Sí —contestó el Maestre—, pues el rey fue herido por el sultán, con un venablo envenenado, de tal modo que murió; cuando aún vivía, casó a su hija con el valiente Urién de Lusignan, que mató al sultán en la gran batalla y derrotó a toda su gente.
Cuando éstos lo oyeron, se lo fueron a anunciar al rey de Armenia, que se afligió mucho por la muerte de su hermano; fue al mar con gran compañía de gente, y entró en el navío donde estaban Guyón de Lusignan y el Maestre. Y cuando Guyón se enteró de que llegaba, salió a su encuentro. Entonces, dijo el rey al gran prior de Rodas:
—Maestre, ya que este joven es hermano del marido de mi sobrina, sería descortés que no le hiciéramos el agasajo que le corresponde. Os pido que le roguéis que acceda a venir, y nosotros le daremos la mejor acogida que podamos.
—Con mucho gusto —dijo el Maestre.
Habló con Guyón y éste le respondió muy afable:
—Acepto de buen grado la invitación del rey, pues es justa.
Marchan todos juntos; Guyón lleva una hermosa comitiva de caballeros pictavinos, armados con cota de acero, y con los caballos bien enjaezados, como correspondía a gente de oficio de armas; entran en una pequeña embarcación y llegan a tierra, donde montan a caballo para ir a Gorhigos. Aquí deja la historia de hablar de ellos y habla de Florida, hija del rey de Armenia, que por aquel entonces se encontraba en la ciudad con su padre.
Florida era la única hija que tenía el rey, se la había dado su mujer, que murió cuando la niña aún no había cumplido diez años. Tanto el rey de Armenia como su hermano, el rey de Chipre, se habían casado con dos hermanas, hijas de un rey de Mallorca, y ambos tuvieron sendas hijas; Urién desposó una, Herminia; de la otra, Florida, es de la que os he empezado a hablar. En Gorhigos se enteró la doncella de las noticias de los navíos y de la gente que eran, que habían ido con su padre a la ciudad.
La doncella se puso muy contenta, pues deseaba mucho ver a los extranjeros; se vistió y arregló muy ricamente, e hizo que sus damas y doncellas se engalanaran. Mientras, llegaron al castillo, descabalgaron y subieron a la sala. Florida, que estaba esperando su llegada, les salió al encuentro, comportándose humildemente ante su padre.
—Hija mía —dijo el rey—, festejad a esta noble gente, y dadles la bienvenida, especialmente al hermano del marido de vuestra prima de Chipre.
Cuando la muchacha lo oyó, se puso muy contenta; se dirigió hacia Guyón y, cogiéndolo por la mano, le dijo:
—Señor, sed bienvenido al reino de mi padre.
—Doncella, muchas gracias.
Así empezó la fiesta, en la que fueron servidos en abundancia. Los dos jóvenes se distraían con muchas palabras agradables, y si Guyón hubiera podido hacerlo le hubiera revelado su pensamiento.
Mientras ellos estaban en gran solaz, llegó al puerto una galera que venía de Rodas. Los tripulantes se alegraron mucho al encontrar allí a su gente.
—¿Dónde está vuestro Maestre? —preguntaron.
Les contestaron que estaba con el hermano del rey de Chipre y que habían sido invitados por el rey de Armenia.
—Vamos, deprisa —dijo uno—, id a decirle que ha pasado ante nuestra isla una gran flota sarracena; no sabemos a dónde han ido, pero llevaban viento para ir a Chipre; parece que es el califa de Bagdad con toda su fuerza.
Entonces, un caballero de la orden va al castillo y le dice al Maestre:
—Nos han llegado estas noticias, ¿qué hacemos?
Cuando el Maestre lo oye va a Guyón:
—Señor —le dice—, es hora de marchar, pues han llegado noticias y conviene que volvamos a Chipre.
—¿Por qué? —preguntó Guyón—. ¿Sabéis algo nuevo para que haya necesidad de marchar tan precipitadamente?
—Sí, el califa de Bagdad ha pasado por delante de la isla de Rodas, con una gran flota y muchos sarracenos, y va camino de Chipre.
Cuando Guyón oyó esta noticia, le dijo a la doncella, a la que tenía cogida por la mano:
—Señora, perdonadme, pero es necesario que me vaya; soy vuestro vasallo para lo que me queráis ordenar.
—Buen señor —dijo la doncella—, muchas gracias.
Entonces, Guyón fue al rey y le pidió licencia para irse. Cuando el rey supo la noticia por la que marchaban tan precipitadamente, lo sintió y los acompañó hasta el puerto. Embarcaron y desplegaron las velas, y fueron lo más rápido posible a Chipre. Florida había subido a las ventanas de una alta torre y no marchó de allí hasta que los perdió de vista.
Cuenta ahora la historia que el califa de Bagdad y el rey Bradimón de Tarso, que era tío del sultán de Damasco, habían oído noticias de la muerte del sultán y de la derrota de su gente en la isla de Chipre; también se habían enterado de que el rey cristiano había muerto: entonces, reunieron a su gente y embarcaron unos nueve mil paganos para destruir la isla y a sus habitantes; como pensaban que los chipriotas no tenían rey, creían que no les costaría mucho. Querían llegar sin ser vistos, para llevar a cabo mejor sus intenciones, pero los de Rodas ya le habían avisado al rey Urién, que había reunido a toda su gente y los había dispuesto en orden de batalla, estableciendo guardias en los puertos, para que tan pronto los viesen llegar hiciesen señales de fuego, de forma que en menos de una noche lo podría saber todo el país, y así el que pudiera llevar armas se dirigiría hacia su puesto, bajo pena de horca. El rey tenía campamentos hasta en medio de los puertos de su reino, para poder estar más rápidamente en el lugar que desembarcaran los sarracenos, y animaba a sus gentes, de modo que se hubieran atrevido a combatir a cien mil paganos, siendo ellos diez mil de a pie y caballo.
Por la gracia de Dios se levantó una tempestad en el mar; la tormenta dispersó a los sarracenos, que en poco tiempo perdieron ocho navíos. Al día siguiente, alrededor de la hora de prima, el aire se volvió puro, el viento disminuyó y brilló el sol. La gran flota de los paganos se reunió dirigiéndose a Limasol.
En los navíos que se perdieron a causa de la tormenta iba toda la artillería de los sarracenos: cañones, venablos, escaleras de asalto y escudos; se dirigieron a Candelor y por ese camino volvían Guyón, el Maestre de Rodas y su gente, que eran unos cuatro mil. No tardaron en divisarse y, cuando los cristianos se dieron cuenta de que eran sarracenos, y los otros que eran cristianos, comenzó un gran alboroto por ambas partes; empezaron a disparar cañones y ballestas, se lanzaban dardos con tanta abundancia que parecía que estaba granizando. La batalla fue muy dura, pero ante el ímpetu de los nuestros los sarracenos no sabían hacia donde volverse, ya que los cristianos atacaban con gran valor; constantemente se podía oír a los sarracenos que invocaban a sus dioses, a pesar de lo cual fueron muertos y derrotados.
Cuando el emir vio la derrota de los paganos, escapó de la nave mayor y fue a una pequeña galera de ocho remos, en la que entró junto con sus privados que eran unos veinte, huyendo a la ventura, a merced del viento, y se alejaron tan deprisa que los nuestros se quedaron admirados, y no quisieron seguirlos, sino que abordaron los navíos, entraron en ellos y arrojaron fuera a gran cantidad de sarracenos, quedándose con unos doscientos, de los que Guyón entregó cien al Maestre de Rodas para que los cambiara por algunos cristianos y por caballeros de la orden que habían sido apresados por los turcos en una batalla que hubo en alta mar contra el Gran Caramán; le dio también al Maestre dos de las naves conquistadas, que éste envió inmediatamente a Rodas, agradeciéndoselo de corazón. Guyón se quedó con los otros cien sarracenos y con las dos naves más ricas que había tomado, y se las entregó a un caballero de Rodas diciéndole:
—Llevad estas dos naves de mi parte y estos cien sarracenos a Gorhigos, y saludad al rey y a su hija; entregad a la doncella los navíos y la riqueza que en ellos hay, y a su padre los cien paganos.
El caballero cumplió las órdenes y contó en Armenia la destrucción de la flota enemiga gracias al valiente mando de Guyón.
—Sed bienvenido —dijo el rey—. Dadle las gracias al joven de Lusignan.
La doncella estaba tan contenta con las noticias, que nunca tuvo alegría semejante, pues amaba todo lo posible a Guyón. En agradecimiento, el rey y su hija dieron al caballero de la orden gran cantidad de ricas joyas; él se despidió y volvió a Rodas.
El rey de Armenia interrogó a los paganos sobre el lugar en el que iba a desembarcar la armada del califa de Bagdad y del rey Bradimón.
—En Chipre —le contestaron—, para vengar la muerte del sultán de Damasco y de toda su gente, a quienes mataron los chipriotas.
—Sois culpables —dijo el rey armenio— de desear ahora el mal a mi sobrino el rey Urién.
Entonces les hace colocar argollas y grilletes, y luego los echa al fondo de una fosa; a continuación manda vaciar todas las riquezas de los navíos y llevarlas a la fortaleza.
Ya es tiempo de que os hable de Guyón y del Maestre de Rodas, que habían preguntado a los sarracenos que tenían prisioneros dónde pensaba desembarcar el grueso de la flota, a lo que les respondieron que en Chipre. Se reunieron en consejo los nobles, ya que tenían muchos navíos y poca gente y decidieron que pondrían en las naves toda la artillería que les habían ganado a los sarracenos, y otras cosas necesarias; Guyón le regaló las naves sobrantes al Maestre que las envió a la isla de Rodas, repartiendo la riqueza con generosidad, pues no retuvo nada para sí. Luego, izaron las velas y marcharon rápidamente a Chipre.
La historia cuenta que el emir de Bagdad se preocupó mucho porque su nave se había alejado de todas las demás. Erró por el mar sin rumbo fijo hasta que distinguió el puerto de Limasol en el que había grandes embarcaciones delante de la ciudad; al acercarse un poco más oyó tocar trompetas y disparar cañones con un estruendo horrible: pronto se dio cuenta de que eran el califa y el rey Bradimón de Tarso que atacaban con violencia para poder tomar tierra; pero en el puerto estaba el alcaide con buenos guerreros, ballesteros y servidores, que lo defendían con tanto valor que los sarracenos no conseguían avanzar. El califa y el rey Bradimón lamentaban la pérdida de la galera del emir y de las demás naves que se dispersaron durante la tormenta, y en las que iban la mayor parte de los ingenios de asalto. Entonces, llegó el emir, gritando:
—Califa, mal os va. Habéis perdido gran parte de vuestra flota y de vuestras armas; los cristianos nos han encontrado en alta mar y nos han vencido; debemos ser pocos los que hemos conseguido salvarnos, además de los que estamos aquí; en una palabra, se ha perdido todo.
—Ésas son malas noticias —dice el califa afligido—. Fortuna duerme para nosotros desde hace tiempo y vela para los cristianos; ahora quiere perdernos como perdió a nuestro primo el sultán con toda su gente, que murieron al ser derrotados en esta isla. ¡Arda con mal fuego!
—Señor —dijo el emir—, si vuestra gente ve que estáis asustado pronto serán vencidos. Creo que los del puerto no tienen ninguna intención de dejarnos desembarcar sin lucha, pues no parece que tengan mucho miedo; por ello, pienso que deberíamos adentrarnos en el mar, dejando que se enfríen; al despuntar el día, atracaremos en un pequeño puerto, no muy lejos de aquí, que se llama cabo de San Andrés; allí no tendremos quién se oponga a nuestro desembarco.
Y así lo hicieron.
Cuando los nuestros los vieron marchar, botaron una nave rápida, bien artillada, que los siguió, viendo, al atardecer, que anclaban cerca del puerto de San Andrés. Entonces, volvió a Limasol y contó las noticias. El alcaide hizo que la guardia encendiera fuego en un faro y que hiciera una señal intermitente hacia el mar; cuando el guardia más cercano la vio, hizo, a su vez, el fuego y la señal; y así lo hicieron de guardia en guardia, y rápidamente se supo en todo el reino. Cada cual se colocó en su puesto, se retiraron a las fortificaciones; otros, se pusieron en camino, a pie o a caballo, y se dirigieron al lugar donde estaba el rey Urién, que ya había enviado a sus espías para que se enteraran de dónde iban a desembarcar, y había ordenado que todos se mantuvieran en las fortalezas dejándoles desembarcar apaciblemente, pero que no se dejaran sorprender, no fueran a conquistar los sarracenos algún castillo; con la ayuda de Dios no avanzarían más de un pie en la orilla del mar.
Los sarracenos, que habían anclado en el mar, levaron anclas tan pronto como apareció el alba del día, llevaron la flota al puerto y desembarcaron. Los de la abadía, en cuanto los vieron, enviaron recado a Limasol; el alcaide transmitió el mensaje al rey Urién, que se puso muy contento, y se preparó para la batalla. Mientras, el califa hace que lo desembarquen todo, y acampa a media legua del puerto, a orillas de un río de agua dulce que desembocaba en el mar, junto a un bosquecillo, en un lugar bueno para refrescarse; deja unos tres mil paganos guardando la flota.
Entretanto, Guyón, el Maestre de Rodas y su gente, llegaron a Limasol, con gran alegría para el alcaide, que les contó el desembarco de los sarracenos en el puerto del cabo de San Andrés.
—Iremos a visitarle —dijo Guyón—; hay que vencer a los sarracenos de forma que ninguno pueda volver a Siria o a Tarso.
Con estas palabras, se embarcan y navegan hasta que divisan el puerto del cabo y ven la flota extraordinariamente grande. Entonces, se ponen en orden y caen, como una tormenta, sobre las embarcaciones enemigas, con abundantes disparos y de forma tan horrible que en mala hora se defendían los sarracenos, pues el que podía saltar a tierra y correr hacia el campamento de su ejército, se daba por satisfecho. Toda la flota fue apresada, y todos los paganos que permanecieron allí fueron muertos. Enviaron gran cantidad de bienes a la abadía y sacaron todo lo que pudieron de los barcos. Después prendieron fuego y toda la flota ardió.
Los que pudieron escapar de los navíos fueron corriendo al ejército, dieron la alarma en voz alta, y explicaron cómo los cristianos habían asaltado las naves. El campamento se estremeció; algunos fueron al puerto, donde encontraron muertos a muchos de los suyos y vieron a otros escondidos entre los matorrales.
Cuando estuvieron seguros de que los nuestros se marchaban entraron mar adentro y rescataron seis naves del fuego; el califa tuvo gran dolor de corazón con la pérdida.
—¡Por Mahoma! —dijo al rey Bradimón de Tarso—, estos cristianos que han venido de Francia son fuertes y valerosos con las armas. Si duran mucho nos causarán grandes males.
—No me iré de este país hasta que todos estén destruidos —le contestó Bradimón.
—Ni yo tampoco —replicó el califa.
Entonces, embarcaron una buena guarnición en los seis navíos que habían quedado, y volvieron a su campamento.
El rey Urién se asentó en una hermosa pradera junto a un río, en el mismo lugar en el que fueron derrotados los soldados del sultán, al lado del puente. El rey había enviado espías para saber dónde acamparían los sarracenos; mientras, llegó el Maestre de Rodas que descabalgó ante la tienda de Urién, y lo saludó con mucho respeto; el rey, que se alegró al verlo llegar, le dio la bienvenida, preguntándole:
—¿Qué tal le va a Guyón, mi hermano?
—Mi señor —contestó el Maestre—, muy bien, es uno de los hombres más experimentados que he visto; se encomienda a vos tanto como puede.
—Eso me satisface —contestó el rey—, pero, decidme, ¿qué habéis hecho desde que os separasteis de nosotros?
El Maestre le cuenta, palabra por palabra, todas las aventuras que les habían sucedido, incluyendo la última con la flota del califa, al que habían derrotado en el cabo de San Andrés y cuyas naves habían quemado.
—¡Por Dios! —dijo el rey Urién—, habéis viajado valiente y felizmente; alabo a mi Creador. Y en cuanto a mi tío, el rey de Armenia, estoy muy contento de que le hayáis dejado con bien; ahora es necesario atender a otro asunto: cómo derrotar a los sarracenos. Yo y mi gente desalojaremos el campamento para aproximarnos a ellos, pues ya han estado demasiado tiempo en nuestro país sin tener noticias mías. Id vos a mi hermano y decídselo.
El Maestre se despide del rey y va rápidamente a Limasol; mientras, Urién hace que la hueste se ponga en marcha y se sitúe a una legua escasa del califa, sin que los sarracenos tengan noticias de ellos ni de su llegada. El Maestre informa a Guyón de que su hermano había levantado el campamento para ir a combatir a los enemigos; entonces hace tocar las trompetas y se ponen en movimiento, y van a acampar junto a un riachuelo que desembocaba en el mar; a orillas de aquel mismo río habían acampado los sarracenos, y no había entre ambos ejércitos más que una colina que tenía alrededor de una legua de base.
El rey Urién tenía muchas ganas de saber dónde acampaban los sarracenos, de conocer su fuerza y de tener información de otros aspectos; por eso llamó a un caballero chipriota que conocía muy bien el territorio, y le dijo:
—Armaos y montad el caballo más rápido que tengáis; cuando estéis dispuesto, venid a mi tienda completamente solo, no digáis nada a nadie. Me vais a acompañar.
Éste cumple inmediatamente la orden y vuelve al poco tiempo armado con todas las armas y montado en un rápido corcel; se encontró con que el rey ya estaba esperándole. Antes de ponerse en marcha, Urién dijo a muchos de sus privados:
—No os mováis de aquí hasta que tengáis noticias mías; si no vuelvo, haced lo que os ordene por medio de este caballero.
—Así lo haremos —le respondieron—, pero, por Dios, mirad por dónde vais.
—No tengáis miedo —contestó el rey.
Entonces, se marchan. Cuando estuvieron fuera del campamento, Urién le dijo al caballero:
—Llevadme por el camino más corto a un lugar desde el que pueda ver el puerto en el que han desembarcado los sarracenos.
El caballero lo conduce a una alta montaña, a una media legua, y le dice:
—Señor, mirad el puerto y, sobre él, la abadía.
—¿Cómo —exclamó el rey—, se me había informado que la flota sarracena había ardido, y veo aún dos navíos en el puerto? ¿De dónde pueden haber venido?
Mira hacia la izquierda y ve al fondo de un valle un ejército que se había instalado junto al río; por otra parte, a la derecha distingue la hueste de los sarracenos que eran una gran muchedumbre.
—Mirad qué cantidad de sarracenos —le dijo Urién al caballero—; a ésos los conozco bien; pero a éstos de la izquierda, no. Esperadme aquí, voy a averiguar quiénes son.
—Id, y que Dios os acompañe —le responde el caballero.
Urién caminó hasta que llegó cerca del campamento; entonces se encontró a un caballero que estaba paseando, y al que conocía; llamándolo por su nombre, le dijo:
—¿Está mi hermano en este ejército?
Al oírle hablar, el caballero también lo conoció, y se arrodilló contestándole:
—Sí, mi señor.
—Entonces, id a decirle que venga a hablar conmigo a este lugar.
Vuelve al ejército e informa a Guyón, que inmediatamente monta a caballo con el Maestre de Rodas. El rey vuelve junto a su caballero y le dice:
—Amigo, todo va bien. Es mi hermano el que está acampado ahí abajó.
Mientras, Guyón y el Maestre llegaron y lo saludaron con gran alegría; el rey les muestra la hueste de los enemigos y ellos, al verla, exclaman sorprendidos:
—¡Por nuestra fe! No sabíamos que estaban tan cerca de nosotros.
—Ahora —dijo el rey—, ya no se os pueden escapar si no es mediante esos navíos que están en el puerto.
Cuando Guyón vio las naves se quedó perplejo.
—¿Cómo —dijo—, es que los malvados sarracenos han traído más naves? No hace más de tres días que se las quemamos todas.
Entonces dijo el Maestre de Rodas:
—Me imagino qué ha pasado; quizás algunos de los navíos que se dispersaron llegaron más tarde y por eso se han salvado.
—Puede que haya sido así —dijo el rey—; de todas formas, es conveniente vigilarlos, pues podríamos perder a los mejores de los nuestros y luego nos podrían perjudicar.
—¿Cómo? —dijo el Maestre de Rodas—. A cualquiera que os oyera le parecería que ya los habéis vencido incluyendo al califa y al rey Bradimón.
—Según os he oído decir —respondió Urién—, no hay que temer demasiado a esos dos; no será necesario movilizar a toda la gente que Dios nos ha enviado, pues mi hermano Guyón podrá derrotarlos y se deshará pronto de ellos.
—Señor —dijo Guyón—, os queréis reír una vez más de mí, pero alabo a Jesucristo por la fuerza que me ha dado, aunque no se puede comparar a la vuestra y que Dios os la conserve.
—Hermano mío, no quiero reírme de vos; pues ojalá hubiéramos acabado con estos dos; confío tanto en Dios como en vos, y así espero la ventura que Dios os quiera otorgar.
—Sin duda alguna, señor hermano —dijo Guyón—, si no hubiera más que dos, habría que esperar la ventura, pero es mejor dejar de hablar y mirar el modo de destruir a nuestros enemigos.
—Habláis razonablemente —dijo el rey.
Entonces dijo a su caballero:
—Id a nuestra hueste y mandad que se armen, y que desalojen en silencio el campamento, ordenadamente; haced que vengan al pie de esta montaña.
El caballero se pone en marcha y cumple la orden del rey; los de la hueste obedecieron y fueron en orden al pie de la montaña. Entonces Urién le dijo a Guyón que mandase armar a su gente, que pasara el río y que se colocara entre la flota y los sarracenos, que se acercara al ejército para ver su número y las fuerzas que tenía, y comprobar así lo que fuera necesario, por si hacía falta disponer algo.
—Y vos, Maestre de Rodas, embarcad a vuestra gente y dirigios a la entrada del puerto, para que los sarracenos no puedan ir a sus navíos y para que no puedan escapar. Mientras, yo voy a ordenar a mi gente para combatir a los sarracenos.
Y así abandonaron la montaña e hicieron todo lo que el rey les había ordenado.
Urién fue a donde estaba su gente, y los puso en orden de batalla, con los arqueros y los ballesteros en las alas; llegaron a campo abierto y allí pudieron ver la hueste de los paganos. Avanzaron al paso, sin desorden, hasta que estuvieron a un tiro de arco de la hueste enemiga, antes de que los paganos se dieran cuenta; pero cuando se percataron, empezaron a gritar: «¡A las armas!». La hueste se armó inmediatamente; el rey envió entonces a toda prisa una fuerza de caballería de unos mil hombres contra los sarracenos, causándoles grandes daños, y los hostigaron para que no se pudieran organizar según su voluntad; pero a pesar de todo se colocaron lo mejor que pudieron. Nuestras gentes se enzarzaron con ellos; y allí hubo una gran matanza de sarracenos por los disparos. Entonces, llegó el rey con su cuerpo de ejército, y empezó una gran batalla. Urién se esforzaba en matar a sus enemigos, y hacía tantas proezas de armas que no hubo sarraceno tan atrevido que osara esperarle, sino que le huían como alondra a gavilán. Cuando el califa de Bagdad se dio cuenta se lo mostró al rey Bradimón:
—¿Cómo? —dijo Bradimón—. Si nos asustamos por esto, los demás no nos apreciarán y nos temerán muy poco.
Entonces espolea con tanta fuerza que al caballo le saltó a borbotones la sangre de los ijares; en verdad éste era uno de los más fieros y poderosos sarracenos de su cuerpo. Se pone el escudo a la espalda y empuña la espada con las dos manos, y va a golpear a Urién con toda su fuerza sobre la punta del yelmo, que era muy resistente: la espada resbaló, y descendió hasta el cuello del caballo, cortándole los dos nervios principales de la cabeza; el animal se inclinó, pues no podía sostenerse, y Urién, al ver que su caballo iba a caerse, soltó la espada y se agarró al sarraceno, tirándolo al suelo; al caer le rompió los estribos y arrastró al rey Bradimón debajo de él. Allí podíais ver el gran esfuerzo, tanto de los chipriotas como de los sarracenos, para rescatar a sus respectivos señores; se produjo un fiero y horrible combate, y hubo gran cantidad de muertos y heridos. Entonces el rey Urién sacó un puñal que llevaba colgado del cinto, a la derecha, y se lo clavó a Bradimón en la garganta, matándolo. Luego, se puso en pie y gritó: «¡Lusignan!».
Los pictavinos se precipitan a la lucha con tanta fuerza que los sarracenos pierden terreno; el rey Urién toma el caballo del rey Bradimón. Entonces acude el califa, que reanima la batalla, y vuelven a producirse muchas bajas en ambos bandos, pero los sarracenos quedaron muy mermados con la muerte del rey Bradimón y con la pérdida de su gente. En ese momento llegó Guyón de Lusignan, que se incorporó a la batalla con dos mil hombres frescos. La carga fue muy dura. El califa, que se sintió sorprendido, se alejó de la batalla con otros nueve, lo más disimuladamente posible, y fueron al mar. Ahí estaba el emir de Damasco que lo hizo entrar en la pequeña galera con la que había escapado, tal como os he dicho anteriormente, e hizo que marchara la flota que había quedado en el puerto. Aquí deja la historia de hablar de él y vuelve a la batalla.
En esta parte cuenta la historia que el combate fue muy cruel y hubo una gran matanza; cuando los sarracenos se dieron cuenta de que el rey Bradimón de Tarso estaba muerto y que el califa de Bagdad los había dejado en tal peligro, se acobardaron y empezaron a desanimarse, a perder terreno y a huir hacia el mar, pero no les sirvió de mucho, pues toda la flota se había marchado con el califa y el emir de Bagdad. ¿Para qué os voy a hacer una larga enumeración? Todos los paganos murieron y la mayoría perecieron ahogados en el mar. Nuestros nobles fueron al campamento de los paganos y hallaron numerosas riquezas.
Pero ahora la historia deja de hablar del rey Urién y habla del califa que marcha muy afligido por el mar, y jura a sus dioses que si puede llegar a salvo a Damasco causará muchos males a los chipriotas. Mientras, navegaba por el mar pensando que había escapado del peligro de caer en manos de los cristianos, pero «lo que se piensa en momentos de locura, se cumple tarde o temprano», pues el Maestre de Rodas estaba al acecho en alta mar, con su gente y sus galeras; cuando vio venir a los sarracenos, pensó que la batalla les había sido adversa y alabó a Jesucristo. Después gritó:
—¡Adelante señores, soldados de Cristo! ¿Han de escapar así nuestros enemigos? Si se van, será culpa nuestra.
¡Quién los viera entonces tomar posiciones, correr contra los sarracenos y tirar con los cañones y las ballestas! Era horrible de ver.
Cuando el emir de Damasco se dio cuenta de la desgracia que caía sobre ellos, izó las velas y avanzó, alejándose del alcance de nuestras naves, aunque intentaron llegar a él. La galera del emir se alejó tan rápidamente que pronto la perdieron de vista, y se dieron cuenta de que seguirla les podía perjudicar ya que no le dañan alcance. Entonces lo dejan y en poco tiempo toman los otros seis navíos, arrojan a los paganos al mar, y se llevan las embarcaciones con ellos al cabo de San Andrés. Luego, desembarcó el Maestre de Rodas con cien caballeros de su Orden y fue al campamento donde contó los sucesos al rey, a su hermano y a los nobles, y cómo murieron los paganos, cómo fueron conducidos los navíos al puerto y cómo el califa y el emir de Bagdad habían escapado en una galera, lo cual molestó mucho al rey y a sus nobles; Urién repartió entre sus compañeros el botín que había conseguido, de modo que no retuvo nada para sí, excepto algunas tiendas y la artillería. Después se marchó de allí y licenció a gran parte de su gente, agradeciéndoles la ayuda. Todo el que se fue de allí marchó muy rico, diciendo que Urién era el rey más valiente de los que había por aquel entonces. Volvieron a Famagusta, donde los recibió la reina Herminia con gran alegría, y acogió a su marido, a Guyón, al Maestro de Rodas y a todos los nobles, y dio gracias a Nuestro Señor Jesucristo por la victoria que les había dado.
Ahora cuenta la historia que la reina estaba en avanzado estado de gestación, y que el rey había hecho anunciar una fiesta muy noble con la que quería festejar en paz y tranquilidad a los nobles del Poitou, y a todos sus amigos y extraños; ocho días antes de la fecha en que tenía que celebrarse la fiesta, empezó a llegar mucha gente a la ciudad, con gran alegría por parte de Urién, que hizo anunciar, bajo pena de perder el cuerpo y el haber, que nadie subiera los precios de ningún producto. Tres días antes de la fiesta, por la gracia del Espíritu Santo, la reina dio a luz un hijo muy bello, que fue bautizado con el nombre de Hervy, por el amor a su tío que tenía el mismo nombre; la fiesta fue muy grande y el rey hizo muchos regalos. Algunos nobles de Poitou se despidieron y recibieron ricos presentes; eran seis caballeros con todo su séquito que embarcaron al punto, con cartas de Urién para sus padres, Remondín y Melusina.
Ahora quiero dejar de hablar de estos que se van por el mar y os voy a hablar de la fiesta, que al poco tiempo fue turbada por la muerte del rey de Armenia, de la que llegaron noticias a la corte.
La historia cuenta que cuando la fiesta estaba en su mejor momento, llegaron dieciséis de los más altos nobles del reino de Armenia, vestidos de negro, y por su aspecto bien parecía gente muy afligida en su corazón. Cuando se presentaron ante el rey, lo saludaron con gran dulzura y él les dio la bienvenida y les atendió con respeto. Los nobles comenzaron a hablar, diciendo:
—Señor, el rey de Armenia, vuestro tío, ha muerto. Dios lo tenga en su gracia. Nos ha dejado una hermosa y buena doncella, que es su hija, y no tenía ningún otro heredero. Sabed, noble rey, que cuando aún gozaba de salud mandó hacer esta carta para que os la trajéramos, y nos dijo que os rogáramos, por Dios, que no le negarais lo que os pide en ella; sabemos que la petición es en provecho y honor vuestro.
—Buenos señores —dijo Urién—, si es algo que pueda hacer, lo haré con gusto.
Entonces tomó la carta, rompió el sello y la leyó. El contenido era éste:
«Muy querido y estimado sobrino, me encomiendo a vos y a mi sobrina tanto como puedo. Os escribo ahora para pediros una cosa, y es la primera y última petición que os voy a hacer, pues ciertamente, cuando escribo esta carta, me siento en tal estado que ya no me queda ninguna esperanza de vida. No tengo más herederos que una hija, a la que Guyón, vuestro hermano, ya conoce. Os suplico, pues, que le roguéis que la tome por esposa, y acepte el reino de Armenia. Si os parece que ella no es digna de este matrimonio, asignadle un noble que sepa gobernar el país y defenderlo de los enemigos de Nuestro Señor. Ahora poned remedio, pues, si os place, os nombro heredero de mi reino, pero, por Dios, tened piedad de mi pobre hija, huérfana, que quedará desprovista de todo consejo y consuelo si vos le falláis».
Cuando Urién oyó estas piadosas palabras, se afligió mucho por la muerte del rey, y tuvo mucha lástima en el corazón por el contenido de la carta. Entonces respondió a los armenios:
—Nobles señores, no os he de fallar en esta necesidad, pues, si mi hermano no estuviera de acuerdo, yo os daría todo el consuelo que pudiera.
—Señor —respondieron los armenios—, Jesucristo os lo agradezca y os otorgue una buena y larga vida.
Entonces el rey Urién llamó a Guyón, su hermano, que ya sabía la noticia de la muerte del rey y estaba muy apenado.
—Guyón, buen hermano —dijo el rey Urién—, os quiero hacer heredero del reino de Armenia y de la más bella doncella que hay en todo el país. Es Florida, mi prima, hija del rey de Armenia, que ha pasado a la otra vida. No rechacéis este ofrecimiento, pues no merece ser desechado.
—Buen hermano y señor mío —dijo Guyón—, os lo agradezco humildemente y lo recibo gustoso.
Entonces los armenios se alegraron lo más que pudieron, se arrodillaron delante de él y le besaron la mano, según la costumbre del país; la alegría fue aún más grande que antes. Mientras, el rey ordenó que se aparejara la flota en Limasol, y mandó que embarcaran abundantes riquezas; después ordenó a muchos altos nobles, tanto del Poitou como de Chipre, y al Maestre de Rodas, que acompañaran a Guyón a Armenia, que lo hicieran coronar rey y que tomara posesión del país y se le rindiera vasallaje. Y sabed que habrían marchado de inmediato, pero esperaron ocho días a que la reina se recuperara; a la semana ya se levantaba con gran alegría para todos; entonces hubo una gran fiesta durante la cual el rey hizo ricos regalos a los armenios.
Después de la fiesta Guyón se despidió de su hermana la reina, que se apenó mucho por su partida; Urién lo acompañó hasta Limasol y cuando iba a embarcar, se abrazaron los dos hermanos. Entonces izaron las velas, levaron anclas y entraron en el mar con muy noble compañía, dispuestos a combatir si aparecían los paganos, y navegaron hasta que divisaron Gorhigos, donde estaban muy deseosos de la llegada de los nobles del país.
En Gorhigos ya se conocían las noticias de la llegada de su señor, pues los que habían ido a Chipre a llevar las cartas enviaron orden para que los recibieran con todos los honores: los altos señores, las damas y las doncellas, acudieron a testimoniarle su afecto.
Florida estaba en la torre mayor, donde lloraba la muerte de su padre, y temía que el rey Urién no le quisiera conceder a su hermano: este miedo acrecentaba más aún su dolor, pero una doncella fue hasta ella y le dijo:
—Doncella, se dice que los que han ido a Chipre llegarán de un momento a otro al puerto.
Entonces, Florida se puso muy contenta, fue a la ventana a mirar el mar y vio numerosas galeras y grandes navíos que arribaban al puerto, y oyó la música de trompetas y de instrumentos de diversos sonidos. Florida se alegró mucho.
Los nobles acudieron al puerto y dieron la bienvenida a toda la comitiva, recibieron a Guyón con grandes honores y lo acompañaron ante la doncella, que salió a su encuentro. Él, que ya la había visto en otra ocasión, fue a saludarla, diciéndole:
—Doncella mía, ¿cómo os ha ido desde que me marché de aquí?
—Señor, no me puede ir muy bien, pues mi señor padre ha abandonado este mundo. Jesucristo, por su santa gracia, le dé perdón a su alma; como pobre huérfana os agradezco los navíos que me enviasteis y la riqueza que había en ellos.
Entonces uno de los nobles de Armenia habló en voz alta:
—Señor —dijo—, hemos ido a buscaros para que seáis nuestro rey, por lo tanto es conveniente que os entreguemos todo lo que os tengamos que entregar. Ved aquí a nuestra doncella, dispuesta a cumplir lo que prometimos al rey, vuestro hermano.
—Por mi parte —dijo Guyón— no se ha de retrasar.
Entonces fueron prometidos, y al día siguiente se casaron con gran solemnidad; la fiesta fue grande y duró quince días, y antes de que finalizara todos los nobles rindieron homenaje al rey Guyón.
Se despidieron los pictavinos y los chipriotas y marcharon con el gran Maestre de Rodas y con los caballeros de su orden, que los condujeron a la isla y les hicieron una gran acogida. Al cabo de los cinco días los nobles se embarcaron, y en poco tiempo llegaron a Chipre, y le contaron al rey Urién cómo había sido el recibimiento que su hermano había tenido en Armenia y cómo había sido nombrado rey pacíficamente, por lo que Urién alabó a Jesucristo. Al poco tiempo se despidieron la mayoría de los nobles del Poitou, y el rey les dio valiosos regalos y cartas para su padre Remondín y para Melusina, su madre, en las que contaba su situación y la de su hermano. Los nobles se despidieron de él y fueron al mar, donde encontraron los navíos completamente listos, bien avituallados, con todo lo necesario; embarcaron y navegaron hacia alta mar; los pilotos tomaron el camino más recto hacia La Rochelle. Aquí deja la historia de hablar de Urién y de Guyón, y de los últimos que se marcharon, y habla de los que se habían vuelto antes.
Los nobles que fueron del Poitou, cuando se acababa de levantar Herminia, mujer de Urién, navegaron por el mar, hasta que avistaron el puerto de La Rochelle, al que llegaron felizmente, gracias a Nuestro Señor; desembarcaron sus bienes en la ciudad, y descansaron durante tres días; luego, se pusieron en marcha y fueron a Lusignan, donde encontraron a Remondín, a Melusina y a sus hijos, que los recibieron con gran alegría. Los nobles les entregaron las cartas del rey Urién y de Guyón; después de oír su contenido, alabaron a Jesucristo, contentos, por el honor y la buena ventura que había otorgado a sus dos hijos; como agradecimiento a los que les habían llevado las misivas, les hicieron ricos regalos.
En aquel tiempo, Melusina fundó Nuestra Señora de Lusignan y numerosas abadías por la tierra del Poitou, a las que dio buenas rentas.
Se concertó entonces la boda de Eudes con la hija del conde de La Marche; y hubo una brillante fiesta en la pradera de Lusignan, durante la cual llegaron a La Rochelle los nobles que habían salido de Chipre los últimos; cuando supieron que había una fiesta, cabalgaron sin descansar, y llegaron a Lusignan tres días antes de que acabara. Saludaron a Remondín y Melusina y les presentaron las cartas, por las que supieron que Guyón era rey de Armenia, y conocieron las otras victorias que habían obtenido sobre los paganos. Alabaron a Nuestro Señor Jesucristo y recompensaron con generosidad a los mensajeros. La fiesta se reanudó y duró más de ocho días enteros, por las buenas nuevas.
La historia cuenta que Antonio y Reinaldo se pusieron muy contentos con las noticias que oyeron de sus hermanos, y del honor que habían conseguido en tan poco tiempo, pues habían conseguido sendos reinos. Entonces, se dijeron:
—Mi querido hermano, ya es hora de que vayamos a buscar aventuras por el mundo, pues si nos quedamos aquí no podremos alcanzar mucha fama ni mérito.
Entonces, fueron ante sus padres y les dijeron muy humildemente:
—Señor, y vos, señora, ya es hora de que vayamos en busca de aventuras para adquirir la orden de caballería, pues no es intención de ninguno de los dos tenerla, si no somos dignos de poseerla, como hicieron Urién y Guyón; y aunque no somos dignos de tenerla tan noblemente y en tan nobles lugares como ellos, esperamos obtenerla muy pronto, si Dios quiere.
Entonces respondió Melusina:
—Hijos míos, si vuestro padre lo aprueba, yo también.
—Señora —dijo Remondín—, haced vuestra voluntad, pues a mí me parece bien.
—Señor, es bueno que, a partir de ahora, empiecen a viajar para conocer el mundo y las tierras lejanas, y también para que sean conocidos y conozcan a los extranjeros. Yo los proveeré tan bien, con la ayuda de Dios, que tendrán con qué pagar sus gastos.
Los dos jóvenes se arrodillan ante sus padres, y les agradecen la alta bondad y honor que les habían prometido.
En esta parte cuenta la historia que en los territorios de Alemania, entre Austria y las Ardenas, había una tierra muy noble, el condado de Luxemburgo, que ahora es ducado, y por tanto en toda la narración lo denominaré así. Por aquel tiempo, del que yo hablo, acababa de morir un príncipe muy valiente, Assellin, que fue señor del país sin dejar más herederos que una hija, que se llamaba Cristina: era una doncella muy hermosa y muy buena. En la tierra de Luxemburgo había muchos nobles y gran cantidad de caballeros y escuderos que le rindieron homenaje como legítima heredera de aquellas tierras.
Por aquel entonces reinaba en Alsacia un rey muy poderoso, que estaba viudo de hacía poco, y que no le había quedado de su mujer más que una hija, llamada Melida, y de cuyo parto murió; el rey hizo que la criaran con todos los honores que se merecía.
Algún tiempo después, el rey de Alsacia tuvo noticias de Luxemburgo, y supo que el señor había muerto, y no había dejado más que una hija, muy buena y tan bella que era muy admirada; la pidió por esposa, pero la doncella no aceptó, por lo cual el rey se irritó y juró por Dios que, si podía, la conseguiría como fuera.
Se dispuso, pues, a cumplir sus deseos y desafió a la condesa y a todos sus aliados. Cuando lo supieron en Luxemburgo, juraron que le demostrarían que se había equivocado con respecto a la doncella y a ellos. Hicieron reforzar las fortificaciones y guardar los pasos. Los nobles más poderosos, fueron al lado de su dama. Pero, a pesar de todo, no eran suficientemente fuertes para resistir al rey, que venía con gran fuerza y devastó al país, llegando a asediar a Luxemburgo con arrogancia. Hubo muchos combates y grandes pérdidas, tanto por un lado como por el otro.
Había entre los asediados un gentilhombre que había estado con el rey Urién en la conquista de Chipre y conocía sus victorias sobre los sarracenos, y que había vuelto a Lusignan con los primeros pictavinos, como ya habéis oído. Remondín y Melusina le habían tratado con generosidad, y había conocido a Reinaldo y a Antonio, que ya eran grandes, fuertes y de temible aspecto. Le pareció que debería ir a buscar a los hermanos de los que habían realizado tan grandes proezas; era hombre muy valiente con las armas.
El caballero se reunió con los nobles de Luxemburgo y les dijo:
—Señores, podéis comprobar que, a medida que pasa el tiempo, no podemos contrarrestar el poderío del rey de Alsacia, por lo que me parece que sería bueno intentar remediar la situación antes de que sea demasiado tarde, pues conviene cerrar el establo antes de perder el caballo.
—Es verdad —le respondieron—, pero no sabemos quién puede poner remedio, si no es Dios.
—No —dijo—, sin la gracia de Dios no se puede hacer mucho, pero, además, puede ayudar quien sepa y quien tenga valor.
—Así es —le contestaron—, si sabéis de algún capitán bueno, por el amor y la honra de nuestra doncella y por nuestro provecho, decidlo. Haréis bien y cumpliréis con vuestro deber, pues estáis obligado a ello; Cristina es tan soberana y dama vuestra como nuestra.
El gentilhombre les cuenta entonces, de principio a fin, cómo Urién y Guyón habían marchado de Lusignan, y toda la historia de sus viajes y sus nobles conquistas, la condición de sus padres, la conducta de Reinaldo y de Antonio, y que estaba seguro de que, si les pedía socorro, éstos acudirían con gran poder.
—Por nuestra fe —dijeron los nobles—, habláis razonablemente. Llamaron a Cristina y le contaron el asunto.
—Buenos señores —les contestó—, os encomiendo mi tierra y la vuestra, haced lo que os parezca mejor para mi honra y para la vuestra; pero sabed que no aceptaré al rey de Alsacia como marido ni aunque me amenace con la muerte o con quitarme mis posesiones, no porque él valga más de lo que me corresponde, sino porque me quiere tener por la fuerza.
—No temáis —le respondieron—, pues no lo hará sin pasar por encima de nuestros cuerpos y sin acabar con nuestras vidas. —Muchas gracias.
Cristina se marcha entonces. Uno de los nobles vuelve a tomar la palabra, diciendo al gentilhombre:
—Vos, que nos habéis informado, decidnos qué hay que hacer. —Con mucho gusto os lo voy a decir. Si os parece bien, iré con dos de vosotros a Lusignan a ver si podemos encontrar algo que nos sea de provecho.
Le respondieron que aceptaban gustosos. Escogieron a continuación a dos de los más notables para que le acompañaran. Partieron a la hora del primer sueño, con su mesnada y con caballos de refresco; salieron por una poterna, atravesaron el campamento enemigo por uno de los extremos, sin que se dieran cuenta, y cabalgaron hasta el amanecer, alejándose ocho leguas de los alsacianos; después, trotaron tranquilos tanto tiempo como pudieron.
Mientras, en Lusignan la fiesta continuaba con gran alegría; en las justas y torneos que se celebraron, Reinaldo y Antonio sobresalieron muy por encima de los demás jóvenes, al decir de las damas y heraldos.
Melusina, por su parte, no dejaba de pensar en el futuro de sus dos hijos y había ordenado que les hicieran ricas y abundantes ropas, y buscó hombres nobles e inteligentes para que les aconsejaran de forma honrada.
En esto, llegaron los embajadores de Luxemburgo, que saludaron a Remondín, a Melusina y a toda la compañía; los acogieron con gran alegría en la corte, y el gozo aumentó casi de inmediato, cuando reconocieron al gentilhombre, que había estado en la conquista de Chipre con muchos de los que allí estaban. Antonio le preguntó, por lo bien que había oído hablar de él, si quería acompañarles a él y a su hermano Reinaldo a un viaje que tenían intención de emprender; si iba con ellos —le dijo— sería bien recompensado.
—Señores —les preguntó, a su vez— ¿a dónde vais a ir?
—A la ventura de Nuestro Señor —le contestó Antonio—, en busca de honra y de méritos para ser caballeros.
—Yo os mostraré la aventura más bella y la más honorable que han visto en su vida jóvenes como vosotros; y la empresa es justa, además.
Cuando ambos lo oyeron, corrieron a rodearle, diciendo:
—Noble hombre, decidnos de qué se trata.
—Señores, con gusto os lo voy a decir, pues me gustaría que tomarais parte en ello para mantener el derecho, aumentar el bien y alentar a todos los que quieren tener el honor de seguir el buen camino. Señores, todos cuantos aman el honor y la orden de caballería deben ayudar a mantener en su derecho a las viudas, damas y huérfanos. Mis queridos señores, entre la Marca de Austria y las Ardenas hay un rico territorio, el ducado de Luxemburgo, que ha sido gobernado durante mucho tiempo, como dominio propio y heredado, por un hombre noble y muy valiente; hace poco, se ha ido de esta vida y no ha dejado más sucesor que una hermosa doncella a la que todos los nobles del país y todas las ciudades han rendido homenaje. Pero, queridos señores, el rey de Alsacia la ha pedido como esposa; ella no ha consentido porque él ya había estado casado; el rey se ha enfadado tanto que ha desafiado a la doncella y a su país, entrando por la fuerza, con la bandera desplegada, a sangre y fuego, sin causa y sin razón, los ha asediado en la ciudad y en el castillo de Luxemburgo, y ha jurado que no se irá sin tomarla.
Además, afirma que conseguirá a la doncella por la fuerza o por amor.
Mis queridos señores, creo que no hay en el mundo un viaje más honorable, ni más justo que éste; todos los que estiman el honor y la gentileza deben ir allí.
—Tenéis razón —dijo Antonio—; hablaré con mi señora y madre para saber la ayuda que ella y mi señor nos pueden prestar; con la ayuda de Dios iremos a socorrer a la doncella que el rey de Alsacia quiere tener por la fuerza, pues me parece que está mal aconsejado.
—Que así sea; pero si os place emprender el viaje, yo mismo y estos dos caballeros os acompañaremos y os ayudaremos en lo que podamos.
—Muchas gracias —le respondieron los dos hermanos—, iremos con la gracia de Dios.
Entonces van a su madre, y él vuelve al lado de sus compañeros, a los que les cuenta cómo le ha ido, y que sin ninguna dificultad tendrán los socorros y que acompañarán a los dos hermanos. Les cuenta cómo lo había planteado diciendo que sería una gran obra de caridad ayudar a la doncella, sin que los dos hermanos supieran que él tenía nada que ver con Cristina.
—Verdaderamente —dijeron los nobles—, lo habéis hecho con gran inteligencia. Que Dios sea loado.
Reinaldo y Antonio fueron a sus padres y les contaron este asunto, añadiendo que ellos querían ir a ayudar.
—Señora —dijo Remondín—, es justo; es un buen principio para las armas. Os ruego, señora, que les preparéis el equipo, y que sea tan rico que tengamos provecho y honor por ello.
—Señor —dijo Melusina—, me esforzaré en cumplir vuestra voluntad cuando haya terminado esta fiesta, para que estéis contento.
Entonces hizo anunciar a toque de trompeta que todo aquel que quisiera ir con Antonio y Reinaldo de Lusignan, que se dirigiera el día acordado a esta ciudad, donde se les pagaría la soldada de un año. Y así lo difundió por todo el Poitou y por todas las marcas de alrededor. La fiesta finalizó con alegría y cada uno volvió a su lugar de origen.
En el día señalado por Melusina, se reunió en la pradera de Lusignan gran multitud de hombres, tanto del Poitou como de las regiones vecinas, y fueron contados hasta cuatro mil yelmos y mil quinientos arqueros y ballesteros. No había pajes, sino que todos eran grandes criados, armados con resistentes cotas y capelinas. Se alojaron en pabellones y tiendas ordenados de tal modo que era digno de alabanza. Melusina dispuso que les pagaran por un año.
Y mientras lo preparaba todo, los dos hermanos conversaban con el escudero y los nobles, preguntando por la situación de la doncella y de Luxemburgo. Les contestaban la verdad, muy contentos en su corazón por la rápida preparación de los socorros, pues ellos hubieran tardado medio año en conseguir algo parecido, por lo que alababan devotamente a Jesucristo y a su dulce y querida madre. Enviaron en secreto un mensaje anunciando a los nobles de Luxemburgo el auxilio que Dios les prestaba, por lo que se pusieron muy contentos y se lo dijeron a la doncella que se tranquilizó mucho, y alabó y dio gracias a su Creador. En cuanto la noticia se extendió por la ciudad, hubo una enorme alegría, tocaron las trompetas y otros instrumentos, e hicieron fuego por la villa mostrando alegría, como si ya hubieran obtenido la victoria, por lo que los de fuera se quedaron admirados y se lo anunciaron a su rey que se quedó pensativo. Entonces llegó un espía que le dijo:
—Señor, manteneos en guardia, pues los de la ciudad esperan recibir auxilio en breve.
—Por mi cabeza —exclamó el rey—, no sé ni puedo adivinar el lugar del que les puede llegar la ayuda; sigo estando seguro de vencerlos por fuerza o por hambre.
Así se quedó confiado el rey de Alsacia, aunque estaba algo preocupado.
Melusina, entretanto, hizo que Remondín armara caballeros a los dos jóvenes, y hubo un buen torneo en la pradera de Lusignan; al mismo tiempo recibieron la orden de caballería trescientos donceles, por amor a los dos hermanos: todos ellos recibieron ropa, caballo, arnés y riquezas en gran cantidad. Y se preparó todo para la marcha.
Melusina llamó a sus hijos para decirles:
—Hijos míos, os separáis de la compañía de vuestro padre y de mí, y posiblemente no os volveré a ver más; por tanto, os quiero enseñar e instruir por vuestro bien y provecho, pues os hará falta. Ante todo, amad, temed y servid a Dios, vuestro Creador. Mantened los mandamientos de nuestra Santa Madre Iglesia, y todas las obligaciones y preceptos de nuestra fe católica. Sed humildes y dulces con los buenos. Tened respuestas agradables tanto para el grande como para el pequeño. Cumplid vuestra palabra cuando y donde sea. No prometáis nada que no podáis realizar según vuestras posibilidades. No llevéis charlatanes a vuestro lado, y no los creáis a la ligera, pues algunas veces son motivo de gran enfado. No creáis a los envidiosos, ni os querelléis con felones. No os juntéis con mujer de otro. Repartid lealmente con vuestros compañeros lo que Dios os dé. Sed dulces y amables con vuestros siervos, severos y crueles con vuestros enemigos, para que se sometan a vuestra obediencia, si hay que hacerlo por la fuerza. Si los sometéis con un tratado, que sea justo, pero no hagáis tratados que duren mucho tiempo, pues por esta razón algunos príncipes han sido derrotados. Guardaos de amenazar o de ser presuntuosos, pero llevad a cabo vuestras intenciones con el menor número posible de palabras. No humilléis a ninguno de vuestros enemigos por pequeño que sea, y estad siempre en guardia. No os comportéis entre vuestros compañeros como señor, sino como uno más; honradlos según su condición y dadles de lo vuestro en la medida que podáis y de acuerdo con lo que merezca la persona. Dadles a los buenos hombres de armas caballos, cotas de acero, hachas, yelmos de parada y dinero. Si veis a alguien que se os acerca mal vestido y mal montado, honradle humildemente y dadle ropas, caballo y arnés, según el valor de su persona, y según vuestras posibilidades en aquel momento. Hijos míos, ya no sé qué más deciros, excepto que mantengáis siempre la verdad en vuestros asuntos. Tomad, os doy a cada uno un anillo de oro, cuyas piedras tienen una misma virtud: que no seréis derrotados en batalla.
Entonces los besa a los dos amorosamente, como madre. Ellos se despidieron contentos de su padre, que se afligió con su marcha.
Hicieron tocar las trompetas y el ejército se puso en camino. La vanguardia desalojó el campo, seguida por toda la impedimenta y el grueso de las tropas; la retaguardia iba al final tan ordenada que era muy hermoso de ver. La hueste de la vanguardia llevaba a la cabeza a un caballero muy valiente de Poitou; los dos embajadores de Luxemburgo y los dos hermanos iban en el grueso del ejército; en la retaguardia formaban los dos caballeros pictavinos que llevaron a Urién y a Guyón a Chipre: Remondín y Melusina habían encomendado a estos dos el gobierno y la custodia de los muchachos.
La primera noche se alojaron al pie de una ciudad fortificada, al lado de un río pequeño; la villa se llamaba Mirabel, y la había fundado Melusina. Aquella noche, los hermanos ordenaron que se hiciera una buena guardia, como si estuvieran en tierra enemiga, por lo que muchos se sorprendieron, pero no osaron protestar, pues Antonio era tan severo que todos le temían.
Al día siguiente por la mañana, después de oír misa, los dos hermanos mandaron, bajo pena de perder el caballo, el arnés o ser expulsado de la compañía, que todos cabalgasen armados bajo las respectivas banderas en orden de combate; nadie se atrevió a protestar, y así lo hicieron, aunque alguno se extrañó mucho. Así cabalgaron durante diez días, hasta que entraron en Champaña. La mayoría estaban cansados de llevar el arnés, pues les parecía que no hacía ninguna falta, y empezaron las murmuraciones aunque algunos caballeros todavía no se habían acostumbrado a las armas.
Se acercó entonces un caballero de la vanguardia a los dos hermanos y les dijo:
—Señores, muchos de vuestros hombres se consideran mal pagados porque les obligáis a llevar el arnés, cuando parece que no hay ninguna necesidad mientras no nos aproximemos a la tierra de vuestros enemigos.
—¿Cómo, señor caballero —preguntó Antonio—, no os parece que es mejor acostumbrarse con anticipación? Se conoce mejor lo que se practica que lo que se emprende por primera vez.
—A fe mía que sí, señor, le contestó el caballero.
—Pues más vale que aprendan el esfuerzo que cuesta soportar las armas con tiempo, ahora que lo pueden hacer cómodamente y refrescarse seguros, que soportarlas cuando no quede más remedio, entre los enemigos, con miedo y dureza; entonces se les doblarían las penas, pues el que no aprende el oficio de joven es difícil que llegue a dominarlo.
—Señor —dijo el caballero—, habláis valientemente y con toda la razón.
Entonces vuelve con los suyos y transmite las palabras de Antonio, de forma que se conocieron en toda la hueste; a partir de entonces se tuvieron por bien pagados y estaban seguros de que los muchachos adquirirían gran perfección en el bien y muy alto honor, si Dios les daba vida.
Aquella noche el ejército acampó al lado de un río que se llama Aisne; cuando llegó la hora del primer sueño, los dos hermanos mandaron tocar a las armas, con gran ruido. Hubo gran alboroto; todos se armaron completamente y se colocaron en orden de combate bajo las respectivas banderas; los dos hermanos estaban bajo la suya, delante de la tienda, muy bien acompañados de noble gente, con gran cantidad de antorchas y de teas encendidas que daban tal claridad que parecía de día. Todas las banderas se aproximaron a la suya en perfecta organización: esto era muy hermoso de ver, por el orden de la gente de armas y por los dos hermanos, que iban de un cuerpo del ejército a otro, y donde había que poner orden lo ponían. Los tres embajadores de Luxemburgo advirtieron bien su actitud y se dijeron:
—Estos muchachos son capaces de conquistar una gran parte del mundo. Ahora se puede decir con certeza que el rey de Alsacia pagará cara su loca empresa y el perjuicio que ha causado a nuestra doncella y a su país.
Así estuvieron largo tiempo, hasta que los exploradores examinaron todo y volvieron al campamento diciendo que no habían visto ni oído nada, por lo que todos se preguntaban admirados que quién podía haber hecho tal ruido. Al final, se supo que los dos hermanos habían ordenado hacerlo; entonces se acercaron los caballeros de la retaguardia y de la vanguardia para decirle a los dos hermanos:
—Señores, es gran simpleza por vuestra parte obligarnos a hacer todo esto por nada.
—¿Cómo —dijo Antonio—, cuando aprendéis algo nuevo no lo practicáis para saber si hay que enmendar algo?
—Sí, mi señor —le responde—, tenéis razón.
—Así —dijo Antonio—, yo tengo el derecho de ejercitar a mis compañeros para saber si estarán dispuestos cuando llegue la necesidad, pues ya nos acercamos a nuestros enemigos. Si hubiese habido alguna falta, la hubiéramos podido corregir con menos problemas que si nos hubiéramos encontrado en un momento de necesidad. Ahora ya saben bien lo que hay que hacer si se presenta la ocasión.
Cuando oyeron estas palabras, respondieron:
—Señor, tenéis razón.
Y se quedaron admirados por las dotes de mando y el buen sentido de los jóvenes. El día apareció, se cantó misa, tocaron las trompetas, y la vanguardia se puso en camino seguida por la impedimenta y los carros; caminaron durante unos días, hasta que una tarde llegaron a orillas de un río llamado Mosa, al pie del castillo de Dun; de allí hasta el sitio de Luxemburgo no había más de dos jornadas.
Entonces, fueron los embajadores a los dos hermanos y les dijeron:
—Señores, no hay más que doce leguas de aquí al asedio; sería bueno que hicierais que vuestra gente se refrescara en el río, pues el lugar y la pradera son agradables; será conveniente también ver cuáles son vuestros planes.
—Nuestra intención —respondió Antonio decidido— es la misma desde que marchamos de Lusignan; llamaremos al rey de Alsacia y si no acepta nuestras condiciones, tendrá batalla, y Dios dará la victoria a quien le plazca. Creo que nosotros llevamos la razón, y por tanto tenemos esperanza de que Dios nos ayude sin duda alguna; no obstante, le pediremos que explique sus motivos antes de combatir. Hay que ver, ahora, quién llevará el mensaje.
—Señor —dijo un caballero de la vanguardia—, si queréis lo llevaremos este gentilhombre, que conoce el camino y el país, y yo mismo.
—En nombre de Dios, estoy de acuerdo, pero no lo haréis hasta que no estemos a dos o tres leguas, para que, si hay batalla, no tardemos mucho, y si viene que nos encuentre pronto.
Así lo dejaron hasta la mañana siguiente después de misa. Entonces, la hueste levantó el campamento; pasaron el río por un puente junto a Dun, cabalgaron y al atardecer se detuvieron entre Verton y Luxemburgo. Al día siguiente por la mañana, Antonio envió al caballero de la vanguardia y al gentilhombre a que le dijeran al rey de Alsacia lo que oiremos más abajo. Cuando llegaron, los condujeron como mensajeros ante el rey, al que saludaron e hicieron la reverencia tal como debían hacer, y tomando la palabra el caballero le dijo:
—Señor, venimos de parte de Antonio y Reinaldo de Lusignan para mostraros la injuria y el ultraje que hacéis y habéis hecho a mi doncella de Luxemburgo, por lo que os ordenan que le restituyáis sus posesiones y que enmendéis razonablemente la injuria y la villanía que habéis cometido contra ella, contra su gente y contra su país. Respondedme qué pensáis hacer; luego os diré lo que me han encargado que os diga.
—¿Cómo, señor caballero —dijo el rey—, habéis venido aquí a condenarme? Poco podréis conquistar, pues ni por vos ni por vuestro señor dejaré mi empresa, y podéis condenarme todo lo que os plazca, pues eso me divierte. Además, creo que lo hacéis por presunción.
—Por mi cabeza, señor rey, si no hacéis lo que mis señores os ordenan, la presunción será mostrada con hierro y acero dentro de tres días.
—Señor caballero, podéis amenazar todo cuanto queráis, pues no me preocupan nada vuestras palabras; vuestros señores y vuestras amenazas no valen una brizna.
—Señor rey, os desafío en nombre de los donceles de Lusignan y de todos sus ayudantes.
—Bien —dijo el rey—, me guardaré mucho de posibles males y pérdidas.
—Por mi cabeza, os será necesario.
Entonces se van los mensajeros sin decir nada más. Cuando llegaron a las afueras del campamento alsaciano el gentilhombre se despidió del caballero y marchó a Luxemburgo, para contar la llegada de los dos hermanos; los guardianes de la puerta lo reconocieron, bajaron el puente y le franquearon el paso; luego, le pidieron noticias.
—Poned buena cara —dijo—, pues en poco tiempo tendréis el más noble auxilio que se ha visto. Al rey de Alsacia y a toda su gente no les espera otra cosa que la muerte o la prisión.
Comenzó entonces tal alegría en la ciudad que los del ejército enemigo se preguntaban admirados qué podía haber ocurrido de nuevo.
—Por mi cabeza —les dijo el rey—, se alegran por la esperanza que tienen en el socorro de los dos muchachos, en cuyo nombre nos ha desafiado el caballero. Creo que han debido oír las noticias y por eso tienen gran alegría.
—En nombre de Dios, señor —dijo un caballero anciano—, todo puede ser posible, y sería mejor estar en guardia, aunque sea un enemigo pequeño.
—No temáis —dijo el rey—, yo ya los conozco, y antes de que hayan podido llegar de Poitou habremos acabado parte de nuestra empresa.
Aquí os dejaré de hablar del rey y os hablaré del escudero que fue a Luxemburgo. Le cuenta la pura verdad a la doncella, que le pregunta reiteradamente por los hermanos y su condición; él le explica que Antonio tiene una garra de león en la mejilla; y le habla de su valentía y poder, y de su hermano Reinaldo, que no tenía más que un ojo; le describe la belleza de sus cuerpos y de sus miembros, y dice que es una pena que haya defectos en el cuerpo de tan nobles hombres; mientras tanto, Cristina escucha maravillada.
El caballero volvió al campamento de los dos hermanos —según cuenta la historia— y explicó cómo había llevado a cabo el mensaje, y la soberbia respuesta del rey, y cómo lo había desafiado de su parte; contó también que el escudero se había separado de él yendo a Luxemburgo a dar la noticia de su llegada. Cuando los hermanos lo oyeron hicieron saber a toda la hueste que los que no tuvieran deseos de entrar en batalla, que se separasen y que los autorizaban a regresar a su país; entonces, gritaron todos a la vez:
—Noble señor, que toquen las trompetas y poneos en camino, pues hemos venido con vosotros a buscar la aventura que Dios nos quisiera enviar. Atacad a vuestros enemigos que se verán derrotados por completo con la ayuda de Dios.
Cuando los hermanos oyeron la respuesta de su gente, se alegraron mucho, mandaron levantar el campamento y fueron a alojarse a menos de una legua del asedio, junto a un pequeño río, tan apretados que más no se podía; cenaron y luego fueron a reposar; se dio orden de que estuvieran preparados al alba, perfectamente dispuestos para entrar en combate; quedaron cien ballesteros y doscientos hombres de armas custodiando el campamento. Al amanecer, la hueste se puso en marcha con banderas y pendones al viento: allí podíais ver la flor de la caballería; gente noble, cascos brillantes, arneses ruidosos. Cabalgaban tan juntos que entre uno y otro no pasaba el ancho de un dedo. Antonio y Reinaldo iban en primera línea, sobre fuertes caballos, armados con todas las piezas. Así llegaron, cuando el sol estaba alto, a la cima de una colina y contemplaron en el valle la ciudad y el castillo de Luxemburgo, y el estrecho asedio que había a su alrededor. Los de fuera aún no se habían dado cuenta de la llegada de la hueste de los dos hermanos, y estaban completamente confiados. Entonces, Antonio envió a cuatrocientos combatientes para que hostigaran al ejército del enemigo; él iba después en perfecto orden de batalla, poco a poco; colocó en las alas a los arqueros y ballesteros, en el sitio adecuado.
Los cuatrocientos combatientes entraron en el campamento enemigo corriendo con los caballos y gritando: «¡Lusignan!»; mataban y derribaban a todos los que encontraban en su camino hacia la tienda del rey; huyen ante ellos; pero los imaginarias, que aún no se habían desarmado y se mantenían delante de la tienda del rey, cuando oyeron los gritos se dirigieron hacia allí: hubo una gran lucha y cuantiosas pérdidas para los asediantes. El rey se armó rápidamente y se puso bajo su bandera ante la tienda, y en poco tiempo se armó el resto del ejército, acudiendo a la bandera del rey.
—Buenos señores —preguntó el rey—, ¿qué es este ruido?
—Son combatientes —contestó un caballero— que han caído sobre vuestra hueste al grito de «¡Lusignan!», y os han causado grandes pérdidas; si no hubiese sido por los centinelas nocturnos y Tos imaginarias, el daño sería mayor, pero éstos han combatido con fuerza y valor ante vuestra tienda, rechazando a los atacantes.
—Por mi cabeza —exclamó el rey—, estos muchachos que me han desafiado no pierden el tiempo. No han esperado mucho para causarme desgracias, pero pienso vengarme.
En esto, llegó Antonio con su batallón, y mandó que las trompetas sonaran claramente. Cuando el rey lo oyó se metió en medio de sus hombres que se habían ordenado en círculo alrededor del campamento. Los ejércitos se aproximaron; arqueros y ballesteros comenzaron a disparar, produciendo gran cantidad de muertos y de heridos entre los alsacianos. Entonces, chocaron los ejércitos en fiero combate. Antonio picó con las espuelas a su caballo con la lanza bajada golpeó a un caballero con tanta fuerza que ni el escudo ni la cota de mallas pudieron impedir que cayera muerto al suelo. Luego, desenvaina la espada y golpea a diestro y siniestro, dando grandes tajos y mandobles. Y en poco tiempo fue tan conocido en el campo de batalla que el más valiente no se atrevía a esperarlo.
Mientras, llegó Reinaldo gritando «¡Lusignan!», y realizaba tantas proezas con las armas que todos sus enemigos lo temían. Valientemente se atacan por ambas partes: la batalla se mantuvo muy equilibrada, fue horrible, pero la mayoría de las veces la peor parte tocaba al rey de Alsacia y su gente que a pesar de los esfuerzos no consiguieron vencer a los pictavinos que eran fuertes, valientes y fieros como el león, y sus dos señores eran tan poderosos que nadie se atrevía a presentarles batalla. A medida que pasaba el tiempo, el rey se iba dando cuenta de que no podía resistir el ataque, y a pesar de todo grita en voz alta:
—¡Alsacia!, adelante, nobles señores, no os atemoricéis, el día está con vosotros. Ataquémosles manteniéndonos unidos; pronto los veréis derrotados, si podemos contenerlos un poco.
Se reagruparon en torno y se dispusieron a hacer una nueva embestida contra los pictavinos. Allí hubo muchos muertos con gran dolor. La mañana era bella y clara, y el sol brillaba sobre los yelmos y hacía resplandecer el oro, la plata y el azur, y los colores de las banderas y pendones. Los caballos relinchaban, muchos iban por el campo sin dueño arrastrando las riendas. El ruido era ensordecedor por los mandobles de las espadas y de las hachas, por los golpes y por los gritos de los derribados y de los heridos, y por el sonido de las trompetas.
Cuando los de la ciudad oyeron el estruendo, corrieron a las armas ocupando cada uno su puesto de guardia, pues temían que hubiese habido traición. El escudero que había anunciado la llegada de los socorros estaba en la torre principal con la doncella y sus servidores; al oír el ruido, sacó la cabeza por una ventana y vio la cruel batalla; sin dificultad pudo distinguir a Antonio y a Reinaldo, que combatían contra el rey y su gente. Entonces grita en voz alta:
—Doncella, venid a ver la flor de la caballería, la proeza y el valor; venid a ver la honra en su asiento natural y en su alta majestad; venid a ver al dios de las armas en su propia imagen.
—Amigo —le dice la doncella—, ¿de qué me habláis?
—Mirad —dijo el escudero—, mirad la flor de la nobleza y de la cortesía, que ha venido de un lejano país a combatir para guardar vuestro honor, vuestra tierra y vuestra gente. Éstos son los dos muchachos de Lusignan que han venido a socorreros y protegeros frente al rey de Alsacia, y que arriesgan su honor y su vida por vos.
Entonces, va la doncella a la ventana, contempla el encarnizado combate y dice:
—Dios verdadero, ¿por qué este dolor? Mejor hubiera sido que me hubiera ahogado o que hubiera muerto de forma cruel, o que hubiese nacido muerta antes de que tantas nobles criaturas perecieran y murieran por mi pecado.
La doncella se afligió mucho en su corazón por las grandes calamidades que se sucedían en la lucha. La matanza fue abundante por ambas partes, pues el rey de Alsacia animaba a su gente, que se enardecía produciendo mucho daño a los pictavinos cuando atacaban. Antonio se da cuenta y ello le place muy poco.
—Señor rey —dijo—, vuestra vida será corta, o si no la mía, con lo que la guerra se acabará. Prefiero morir a sufrir el martirio de mi gente.
Entonces, espolea al caballo y se dirige contra el rey con la espada en la mano, golpeándole sobre el yelmo de tal modo y con tanta fuerza, que hace que se incline sobre el cuello del caballo, tan aturdido que no sabe si es de noche o de día, sin poder sujetarse ni mantenerse. Antonio envaina la espada, lo agarra por el cuerpo y lo tira del caballo al suelo con tanta violencia que por poco no le reventó el corazón o el vientre. Luego, lo entrega a cuatro caballeros, encargándoles su protección bajo pena de muerte. Lo levantan y lo llevan fuera del campo de batalla bajo un árbol; llaman a veinticinco hombres para que les ayuden a custodiarlo.
Antonio entra de nuevo en el combate gritando:
—¡Lusignan!, adelante, nobles, golpead, el día es nuestro, gracias a Dios. He hecho prisionero al rey que tanto ha ofendido a la doncella.
Allí se podía ver una dura batalla. Los dos hermanos realizaron tantas hazañas que cualquiera que los viera diría que nunca había visto nada semejante. Cuando los de Alsacia supieron que su rey había sido hecho prisionero no se defendieron más y salieron huyendo, pero fueron todos muertos o apresados; los pictavinos ganaron un rico botín y se alejaron en los pabellones de los enemigos.
El rey fue conducido a la tienda de Antonio, que antes era la suya, y no pudo por menos que decirle:
—A fe mía, joven, es cierto el refrán que afirma que Dios trabaja en poco tiempo. Esta mañana no hubiese dado nada por vos.
—Señor rey —le contestó Antonio—, por vuestra necedad y vuestro pecado habéis declarado la guerra a la doncella, sin motivo, y la queríais tener por la fuerza; sabed que vais a ser pagado con la misma moneda, pues os entregaré a la voluntad de aquella que vos queríais forzar.
Cuando el rey lo oyó, se sintió muy desgraciado y le respondió muy tristemente:
—Ya que me ha sucedido tal infortunio, prefiero morir a seguir viviendo.
—De ningún modo —dijo Antonio—, no vais a morir sino que os entregaré a merced de la doncella, sin dudarlo.
Entonces, llama a los dos caballeros que habían ido en embajada a Lusignan con el gentilhombre, y a doce caballeros más de Poitou y les dice:
—Llevad de mi parte a este rey a la ciudad de Luxemburgo, presentádselo a la doncella, y decidle que le envió a su enemigo para que haga con él lo que mejor le parezca.
Se van con el rey a la ciudad, donde son muy bien recibidos, pues ya sabían lo ocurrido y conocían la victoria.
—Doncella —dijeron los mensajeros—, los dos jóvenes de Lusignan se encomiendan a vos y os envían prisionero al rey, vuestro enemigo, para que hagáis con él vuestra voluntad.
—Buenos señores —respondió—, esto es una gran recompensa, pero yo no soy capaz de darle su merecido, que Dios lo castigue por su Santa Gracia; os ruego que les digáis a mis dos señores que acepten venir a alojarse aquí y que traigan a tanta nobleza como les plazca. Inmediatamente haremos enterrar a los muertos y quemar a los caballos sin vida; mis consejeros intentarán satisfacerles en sus gastos del mejor modo posible. Y vos, señor rey, jurad por vuestra lealtad que no marcharéis de aquí sin el permiso de los nobles donceles que os han enviado; yo actuaría villanamente si os encerrara en prisión, no por vuestro honor, sino por el honor de los que os han enviado aquí.
Cuando el rey oyó estas palabras, respondió avergonzado:
—Señora, os lo juro por mi fe, ponedme donde queráis, no me iré sin vuestro permiso o sin la autorización de los donceles, pues he visto tanto honor, valentía y esfuerzo en ellos, que deseo mucho estar a bien con sus personas; no podría ser mejor para mí, aunque me hayan matado a tanta gente, pues la riqueza no me preocupa.
Entonces la doncella hizo que lo llevaran a una habitación muy rica, con damas, doncellas, caballeros y escuderos, para hacerle olvidar su derrota y su melancolía.
Los mensajeros vuelven a las tiendas y cuentan la invitación de la doncella a los dos jóvenes, que aceptaron ir, dejando al mariscal al mando de la hueste hasta que volvieran y encargándole que enterraran a los muertos y limpiaran el lugar de la batalla. Entretanto, llegaron unos cien gentilhombres y nobles de Luxemburgo que saludaron a los hermanos, rogándoles de parte de la doncella, que fueran a alojarse a la ciudad; les respondieron que lo harían gustosamente, montaron a caballo con doscientos jinetes bien ataviados y se dirigieron a la ciudad. Antonio iba en un alto corcel gris, con túnica de terciopelo carmesí, bordada con perlas y rica pedrería, con la espada ceñida al costado, con un sombrero de perlas en la cabeza, y un gran bastón en la mano; su hermano iba a su lado vestido de forma semejante. Cuando los nobles los vieron se quedaron sorprendidos por su fiero porte, su grandiosidad y su presencia, y decían que no había ningún hombre con quien se pudiera comparar su aspecto, pero más aún se admiraban por la garra de león que veían en la mejilla de Antonio, y se decían que si no fuese por esto no habría hombre más bello en el mundo; a la vez, se compadecían de Reinaldo porque no tenía más que un ojo, pues era tan bello que nadie sabía qué destacaba más, la armonía de su cuerpo o la de sus miembros.
Delante de los dos hermanos entraron en la ciudad gran cantidad de heraldos y ministriles tocando las trompetas; los burgueses habían hecho engalanar todas las calles hasta el castillo con ricas telas, y estaban en las ventanas noblemente vestidos.
Al llegar a Luxemburgo, los dos hermanos fueron objeto de todas las miradas:
—Dios —decía uno a otro—, ved la fiereza de estos dos hombres, son dignos de ser temidos. No es inteligente el que discute o pelea con ellos.
Así, van hacia la torre mayor. Las damas y las doncellas los miran desde las ventanas de las habitaciones superiores, y dicen que nunca antes habían visto dos jóvenes de condición más noble. Entretanto, llegaron al castillo y descabalgaron ante la sala. Cristina, acompañada de damas y de doncellas, de caballeros y de escuderos, les salió al encuentro al pie de la escalera, les hizo los honores y los recibió con humildad; los tomó a ambos por la mano, colocándose en medio y de este modo subieron a la gran sala que estaba alfombrada con rica tapicería, según la costumbre del país en aquel tiempo. De la sala pasaron a una rica habitación, en la que la doncella comenzó a hablarles diciendo:
—Mis queridos señores, os agradezco tanto como puedo, el noble y rico socorro que me habéis prestado; en verdad, no tengo nada suficientemente valioso para poder pagarlo, pero haré todo lo posible para empeñar mi tierra por diez años. Queridos señores, gracias también porque me habéis enviado, por vuestra gracia y generosidad al rey de Alsacia, mi enemigo; habéis de saber que no soy yo quien debe ni quiere castigarlo o retenerlo prisionero, sino que os pertenece; haced con él lo que os parezca, ya que habéis realizado el esfuerzo y pasado el peligro de apresarlo; es justo que os lo entregue: os lo agradezco humildemente, y os lo devuelvo para que lo tengáis. Ahora está en vuestra mano su vida o su muerte, lo que os plazca, pues no quiero pasar por encima de vosotros.
—Doncella —le contesta Antonio—, ya que vos lo queréis, ordenaremos que hagan con él algo que vaya en honor vuestro y en vituperio suyo; no lo dudéis. Sabed que ni yo, ni mi hermano hemos venido a auxiliaros como mercenarios por dinero, sino para ayudar y sostener la razón, tal como deben hacer todos los caballeros con las viudas, los huérfanos y las doncellas, defendiendo su derecho. Se nos informó que el rey os había declarado la guerra injustamente y por ello vinimos; no temáis, pues de vuestro haber no queremos un dinero, sólo deseamos vuestro buen amor sin villanía.
Cuando la doncella oyó estas palabras quedó admirada por el honor que le hacían los hermanos; no obstante, respondió:
—Buenos señores, no sería justo; al menos, dejad que pague a vuestra gente, que os han acompañado por un sueldo.
—Doncella —dijo Antonio—, dejadlo estar, pues mis padres les pagaron un año completo antes de que saliéramos de nuestro país, y no hace aún un mes de esto. Y, por otra parte, tenemos dinero suficiente. No gastéis más palabras, pues, en verdad, doncella mía, no se puede hacer otra cosa.
Ella se lo agradeció humildemente. Entonces, llegó uno de los criados principales de la casa, se arrodilló ante la doncella y le dijo:
—Doncella, ya está todo dispuesto; cuando queráis, podéis lavaros.
—Cuando quieran mis señores que están aquí.
—Estamos listos. Cuando os plazca —respondió Antonio.
Se cogieron de la mano y fueron a lavarse. Antonio mandó que trajeran al rey de Alsacia e hizo que se sentara el primero. Luego, tomaron asiento la doncella y Reinaldo, y, a continuación, se sentaron cuatro altos nobles del país; todos los demás se fueron acomodando en la sala según su categoría. No hace falta que os diga que los platos fueron servidos con tanta abundancia y variedad que no faltó nada. Cuando terminaron, volvieron a lavarse y se levantaron las mesas.
Entonces, el rey de Alsacia tomó la palabra y dijo:
—Señores donceles, escuchadme. Dios ha querido que la fortuna me haya puesto en esta situación, y que por vuestro gran valor haya sido derrotado y hecho prisionero. Verdaderamente, no me siento humillado, ni mucho menos, sea cual sea el castigo que deba sufrir, pues hay en vos tanto bien, honor, valentía y esfuerzo, que al veros nada se os puede reprochar. Ahora quiero que sepáis que teniéndome prisionero no vais a ganar mucho, por lo que os ruego humildemente que pongáis alguna condición razonable para que yo no sea privado de mis dominios y os suplico además que tengáis piedad de mí al juzgar mi loca empresa, pues reconozco que tengo bien merecido ser castigado con severidad.
—Por mi cabeza —dijo Antonio—, señor rey, os tendríamos que castigar, pues debéis enmendar la injuria que habéis cometido a esta doncella; pero ya que reconocéis la verdad, tendréis una penitencia más llevadera. Quiero que sepáis que ni mi hermano ni yo hemos venido de nuestro país confiando en ganar dinero de vos ni de otro, sino con el deseo y con la esperanza de adquirir honor y buen nombre, sin avaricia. En cuanto a esto, nosotros dos os dejamos libre mientras os comprometáis en restituirle a la doncella todos los daños, tanto por robos como por pillaje de bienes, de animales o de cualquier otra cosa, bajo la vigilancia de nobles dignos de crédito, que serán elegidos para ello; vos liberaréis rehenes y juraréis por vuestra fe, sobre los Santos Evangelios y sobre vuestro sello, que cumpliréis lo anteriormente dicho. Y, además, os comprometeréis a no volver a hacer daño, ni a permitirlo, a mi doncella y la auxiliaréis, a ella, a su país y a todos sus servidores, contra todos los que pretendan perjudicarles o injuriarles. Si no queréis cumplir con todo esto, os enviaré a un lugar del que no saldréis en toda vuestra vida.
Cuando el rey oyó estas palabras respondió sinceramente:
—Señor, acepto vuestra proposición si la doncella está de acuerdo.
—A fe mía que sí, ya que les place a mis donceles.
Entonces, Antonio volvió a hablar diciendo:
—Señor rey, aún no he dicho todo lo que quiero que hagáis. Es necesario que fundéis un priorato con quince monjes y un prior en el lugar que dispongan mi doncella y su consejo, para rogar por el alma de los que han muerto, de vuestro país, de éste y del nuestro; tendréis que hacer cartas válidas para esta fundación.
—Estoy de acuerdo —respondió el rey.
Entonces, juró por su fe y sobre los Santos Evangelios todo lo dicho anteriormente, y libró buenos rehenes; hicieron cartas, que sellaron con su sello y con el de todos los nobles del país.
—Os dejo libres y sin ningún cargo —dijo entonces Antonio—, a vos y a todos los prisioneros que tenemos, y os devolvemos vuestras tiendas y vuestros pabellones, pero no os puedo entregar el botín que se ha repartido entre nuestros hombres.
Hizo que pusieran en libertad a cuatro mil prisioneros, todos ellos nobles. ¿Para qué os voy a alargar más el cuento? Hubo una fiesta en la ciudad y en el castillo, durante la cual el rey convocó a los nobles de Luxemburgo en consejo y les dijo:
—Buenos señores, hay que templar el hierro mientras está caliente; aunque me he portado mal con vos y con vuestra doncella, ahora deseo su provecho, su honor y el vuestro. Señores, Dios os ha enviado una buena oportunidad si la sabéis emplear bien.
—Señor rey —le respondieron—, ya que habéis hablado hasta ahora, continuad.
—Con mucho gusto —respondió el rey—. Es necesario que hagáis todo lo posible para que Antonio de Lusignan se case con vuestra doncella, y se convierta así en vuestro señor; entonces, podréis decir con toda seguridad, que no tendréis vecino que se atreva a tomar un pollo de vuestro país sin vuestro permiso.
—Señor rey —le respondieron—, si Antonio se quisiera casar con ella estaríamos muy contentos.
—Pues ahora dejadme que lo convenga —dijo el rey—: si Dios quiere, lo conseguiré. Esperadme un poco aquí, que voy a ir a hablar con él.
Entonces, fue a Antonio y le dijo:
—Señor, los nobles de este país os ruegan que traigáis a vuestro hermano y a vuestro consejo a esta sala, pues tienen grandes deseos de hablar con vos, para provecho y en honor vuestro.
—Lo haré con gusto —dijo Antonio.
Llama a todos los suyos y entran en la habitación; los nobles de Luxemburgo se inclinan ante los dos hermanos y les hacen una gran reverencia. El rey de Alsacia toma la palabra y dice:
—Buenos señores, estos nobles donceles han venido aquí a petición vuestra. Decidles, pues, por qué habéis enviado a buscarlos.
—Señor rey, os rogamos que lo digáis vos —le dijeron—, pues lo sabéis hacer mejor que ninguno de nosotros.
—Por mi cabeza —contestó el rey—, con mucho gusto.
—Antonio, franco y noble caballero —empezó el rey—, los nobles de Luxemburgo han visto el gran honor que les habéis hecho a su dama, a su país y a ellos mismos, y han considerado que no deseáis tener nada suyo, por lo tanto, os suplican que aceptéis concederles el don que os van a pedir, que no os producirá ningún tipo de dispendio.
—Señores —dijo Antonio—, si lo puedo hacer con honra, os lo concedo.
—No buscan más que vuestro provecho y vuestro honor, dijo el rey.
—¿Qué es?
—Os quieren entregar el ducado de Luxemburgo con su dama; es uno de los territorios más bellos de esta parte, no lo rehuséis.
Cuando Antonio lo oyó, lo pensó mucho, y al cabo de un rato respondió:
—Señores, no vine a estas tierras pensando en tal asunto, pero ya que os lo he otorgado, no me volveré atrás. Ahora, id por la doncella, y si ella acepta, yo también.
Entonces, cuatro altos nobles fueron a buscar a la doncella, que mientras volvían, le explicaron todo, por lo que se alegró mucho, aunque no lo exteriorizaba. Cuando llegó a la sala, se inclinó ante Antonio y los demás y, mirando al joven, enrojeció más que una rosa. Los nobles le dieron la bienvenida y le volvieron a explicar el asunto. Cuando la doncella lo oyó, contestó:
—Buenos señores, en primer lugar, doy las gracias a Dios y, a vosotros después, por el honor que me hacéis, pues una pobre huérfana como yo no merece ser asignada a tan alto señor como es Antonio, flor de la caballería y de la nobleza de toda la cristiandad. Y por otra parte, sé y reconozco que vosotros, que sois vasallos míos y que conocéis mejor que yo misma mis necesidades, no me aconsejaríais algo que no fuera en provecho mío, por lo cual no os quiero contradecir, sino que estoy dispuesta a obedeceros en todo.
—Por Dios, doncella, decís bien.
Fueron prometidos con gran alegría y al día siguiente se casaron. Muchos se pusieron muy contentos con la noticia.
El duque Antonio por la noche se acostó con su mujer, engendraron un heredero muy valiente, que luego realizó grand proezas, que se llamó Beltrán. Finalizada la fiesta, al cabo de quince días, los duques despidieron generosamente a sus invitados. Antonio tomó homenaje a sus vasallos y a sus nobles, y dio permiso al rey de Alsacia para que se marchara a sus tierras con sus hombres; en Luxemburgo quedó una pequeña mesnada para cumplir lo acordado en el tratado de paz. Antonio recorrió con su hermano y con el rey Luxemburgo, y al regreso, su esposa, Cristina, y los nobles le aconsejaron que pusiera sobre sus armas la figura de un león de gules por el ducado. Llevaban dos meses en aquella tierra, cuando llegó un mensajero procedente de Bohemia, con una misiva del rey Federico, que era hermano del rey de Alsacia, en la que decía que los sarracenos lo tenían asediado en la ciudad de Praga.
Como el rey Federico no tenía bastantes fuerzas, tuvo que refugiarse en Praga con sus nobles y con Aiglantina, su única hija y heredera; fue entonces cuando envió el mensajero, que primero se dirigió a Alsacia, donde le dijeron que el rey estaba en Luxemburgo; por fin lo encontró y le entregó la carta de su hermano. El alsaciano rompió la cera y la leyó; cuando vio la desgraciada situación en que se encontraba el rey de Bohemia, dijo en voz tan alta que todos pudieron oírlo y entenderlo:
—¡Ay, ay! Fortuna, qué voluble y qué poco fiable eres. ¡Desgraciado del hombre que confía en tus dones! De la parte más alta de tu rueda me has hecho caer a la más baja; y no te ha bastado conmigo, sino que quieres destruir también a mi hermano, que es uno de los hombres más nobles y valientes del mundo; así le quieres quitar su reino, si Dios, por su gracia, no pone remedio inmediatamente. Entonces se vuelve hacia Antonio y le dice:
—¡Oh tú, muy noble y valeroso señor! Ahora me va de mal en peor. Vuestra alta y poderosa virtud de caballero no sólo ha aniquilado y destruido mi honor, sino que ha arrastrado conmigo al hombre más noble que ha habido en las tierras de lengua alemana, y al que con más rigor ha defendido nuestra fe católica contra los enemigos de Dios. Ahora es tal mi situación que no puedo prestarle ayuda contra sus enemigos; así, hemos sido vencidos los dos por vuestro valor, no por vuestra culpa, aunque Dios me ha castigado con ello menos de lo que me merecía.
Entonces empieza una aflicción tan grande que daba pena verlo. El duque Antonio se entristeció al oír las piadosas lamentaciones del rey de Alsacia, y dijo:
—Señor rey, decidme, ¿por qué os lamentáis?
—Tengo una buena razón. Mirad esta carta y veréis el dolor y la desgracia en la que se encuentra mi hermano, al que ni puedo ayudar, ni auxiliar, pues vos habéis acabado con mi poder.
Entonces, Antonio tomó la carta y la leyó de arriba abajo, dándose cuenta del aprieto en el que el rey Selodus de Cracovia tenía al rey Federico de Bohemia, que no tenía en Praga más que para subsistir tres o cuatro meses. Al ver la opresión que sufría el rey cristiano, sintió gran lástima y juró en su corazón que no se quedaría mucho en Luxemburgo sin que los sarracenos pagaran las penas que habían causado a los cristianos.
—Señor —dijo al rey—, si os ayudara a socorrer a vuestro hermano, ¿iríais?
Al oír estas palabras, el rey se arrodilla diciendo:
—Señor, si me concedierais esa gracia, os juro por mi fe que haría a Reinaldo rey de Bohemia cuando muriera mi hermano, que es casi veinte años mayor que yo, y no tiene más herederos que una bella hija que se llama Aiglantina, de unos quince años; yo se la daré como esposa si estáis de acuerdo.
—Acepto —dijo el duque—. Id a Alsacia y preparaos. Estad de regreso dentro de tres semanas; nos reuniremos en vuestras tiendas, que aún están plantadas. Mientras, yo enviaré a buscar a mi gente, que han ido en ayuda de un vasallo mío a Leuwe, donde se le había cometido una injusticia.
—Señor duque, Aquel que sufrió la muerte en la cruz para liberarnos de infernal servidumbre os lo agradecerá.
Luego, se despide, monta a caballo y galopa con su mesnada lo más rápidamente posible, hasta que llega a Alsacia, triste por su derrota y contento por los socorros que el duque le ha prometido para auxiliar al rey Federico. Al llegar a su país fue muy bien recibido por la nobleza, que se alegró de tener otra vez a su rey. Después fue a ver a su hija Melida, que aún no había cumplido dos años; luego, volvió con sus nobles, a los que les contó su intención de ir a socorrer al rey de Bohemia con el apoyo de Antonio y Reinaldo, y de todo su poder.
—Señor —dijeron los nobles—, no saldrá mal, pues los paganos no van a poder con la fuerza de los dos jóvenes. Decidnos cuáles son vuestros deseos, pues iremos todos con vos.
El rey convocó a la hueste, envió a buscar a sus amigos y aliados y reunió en poco tiempo seis o siete mil hombres, saliendo del país tras haber dejado un buen gobernador. Al cabo de tres semanas llegó a las tiendas que habían dejado en la pradera de Luxemburgo. La gente del duque Antonio ya estaban esperando: eran unos cinco mil con yelmo y unos mil quinientos entre ballesteros y arqueros, sin contar los que quedaron guardando el ducado, pues Antonio no quiso disponer nada más que de la mitad de ellos, es decir, de unos mil soldados. Luxemburgo quedó a cargo de un noble de Poitou, señor de Argentón.
Cuando el duque se despidió de Cristina, ésta estaba muy afligida, pero no se atrevía a mostrarlo, aunque le rogó que volviera lo antes posible; él le respondió que así lo haría y añadió:
—Duquesa, pensad en vos y en vuestro fruto y si Dios por su gracia dispone que sea niño, bautizadlo; quiero que se llame Beltrán. La dama le contesta:
—Mi señor, haré lo que deseáis.
Entonces se besan; el duque se va con su gente y hace tocar las trompetas. La hueste levanta el campamento y se pone en camino. Allí se podía escuchar un gran ruido. La vanguardia cabalga a toda prisa, conducida por el rey de Alsacia y Reinaldo de Lusignan, que montaba un alto caballo gris, y estaba armado con todas las piezas, excepto el yelmo, y llevaba un gran bastón en la mano; conducía su gente en perfecto orden y parecía un príncipe de gran corazón y mucho valor. Después, iba la impedimenta y el grueso del ejército y, detrás, la retaguardia, mandada por el duque Antonio, pues le habían dicho que en aquel país había muchos ladrones, por eso, hizo saber que si alguien se atrevía a coger algo suyo o de su gente, que lo castigaría de tal modo que sirviera de escarmiento para los demás. Y así pasaron Leuwe, y nadie se atrevió a cometer un robo, aunque fuera tan pequeño como una malla.
Una noche la hueste acampó delante de Aquisgrán, y los burgueses le hicieron muy ricos presentes, por lo que Antonio se lo agradeció mucho y les ofreció sus servicios si les hacían falta. Al día siguiente, después de misa, la hueste levantó el campamento y caminó hasta llegar a orillas del Rin, que es un río grande. Los habitantes de Colonia no querían dejar pasar al ejército por el puente que hay en la ciudad, lo que causó el enfado de Antonio, que les comunicó que iba a levantar el asedio en que el rey de Cracovia con sesenta mil sarracenos tenía al rey de Bohemia en la ciudad de Praga: que decidieran si estaban de parte de los sarracenos y así él iría sobre aviso; y también que, a pesar de los de dentro, encontraría el modo de pasar, aunque no tan rápido como por la ciudad, y que si le hacían perder una jornada, sabía el modo de cobrarles cuatro.
Cuando los de Colonia oyeron esto, se atemorizaron y enviaron al duque Antonio cuatro de los más notables burgueses de la ciudad, Que lo saludaron con humildad, quedando admirados de su fiero aspecto.
—Muy noble y poderoso señor —le dijeron—, los burgueses de la ciudad de Colonia nos han enviado a vos; os dejarán pasar por medio de la ciudad a condición de que les aseguréis que ni vos ni vuestra gente les haréis ningún mal.
—Si hubiese querido hacerlo —dijo Antonio—, ya os lo hubiera hecho saber; no tengo ninguna razón para dañaros, pues no he recibido noticias de que me hayáis hecho nada malo, ni a los míos, aunque desconfían de mí sin que yo les haya atacado nunca. Id y decidles que si no han sido atacados desde hace tiempo por mí o por los duques que me han precedido, de los que quizás tienen algún tratado, que me dejen pasar con toda confianza; si no, que me lo hagan saber.
Cuando oyeron sus palabras, se despidieron y anunciaron a los burgueses el recado del duque. Reunieron el consejo, y por los ancianos supieron que nunca había habido enfrentamientos con los duques de Luxemburgo, ni con sus aliados, y que, ya que él era un hombre tan valiente y tan noble, lo dejarían pasar. Luego, le enviaron mensajeros que llevaron estas palabras y gran cantidad de ricos presentes, avena, pan, mucho vino, carne, aves y abundantes y grandes salmones. Cuando el duque Antonio oyó la respuesta y vio los grandes regalos, se los agradeció mucho, y les dijo que estaba muy contento de que los habitantes de una ciudad tan buena quisieran ser amigos suyos, y que supieran que si tenían necesidad de él estaría a su disposición. A continuación, hizo que recompensaran a los mensajeros dándoles ricos regalos, que valían tanto o más que los que ellos habían llevado, pues no quería que los de la ciudad pensaran que pretendía obtener nada de ellos.
Aquella noche la pasó la hueste delante de Colonia, y se alegraron mucho con los regalos de la ciudad, pues el duque los repartió de modo que cada uno tuviera de sobra; al día siguiente por la mañana, el duque entró en la ciudad con doscientos hombres de armas e hizo saber a los suyos, bajo pena de horca, que nadie debía atreverse a tomar nada de la ciudad sin pagar. Entonces pasó la vanguardia en perfecto orden, y luego la impedimenta, y acamparon al otro lado del río, a lo largo de la ribera; antes de que hubiera pasado toda la impedimenta ya era hora de vísperas. Aquella noche el duque se alojó con los nobles de la retaguardia en la ciudad, donde le testimoniaron gran respeto y le hicieron muchos honores; Antonio ofreció una cena a las damas, a los burgueses y a caballeros y escuderos de la ciudad. Después de cenar comenzó una gran fiesta, al final de la cual el duque regaló joyas a todas las damas y doncellas, según la categoría de cada una; hizo lo mismo con algunos burgueses y especialmente con los gentilhombres, y se ganó tanto afecto que todos deseaban tenerlo por señor.
Al día siguiente por la mañana, pasó el grueso del ejército, y luego, la retaguardia; acamparon al otro lado del Rin mientras que Antonio se despedía de los de la ciudad, agradeciéndoles lo que habían hecho por él y por todos los suyos.
—Noble duque —le responden—, Colonia y nosotros estamos a vuestras órdenes, más que a las de nuestro marqués; no dejéis de pedirnos lo que podamos hacer por vos, pues estamos dispuestos a hacerlo, ahora y siempre.
Antonio les agradece mucho estas palabras y se despide de ellos, retirándose a su tienda. Al día siguiente por la mañana, al salir de misa, el duque hizo tocar las trompetas para levantar el campamento y para que la vanguardia se pusiera en camino; pero entonces llegaron cuatro caballeros de la ciudad, armados y montados como San Jorge, pero sin yelmo, y descabalgaron ante el alojamiento del duque de Luxemburgo; los seguían cuatrocientos hombres de armas y cien ballesteros.
Tras saludar a Antonio, los caballeros le dijeron:
—Muy noble y poderoso señor, la noble y buena ciudad de Colonia se os encomienda, desean ser vuestros amigos y que vos los consideréis como vasallos; os envían estos soldados, que han recibido paga para ocho meses y están debidamente aprovisionados, para que vayan con vos por donde os plazca.
—Muchas gracias —dijo el duque—, buenos señores, sed muy bienvenidos. Esta cortesía no debe ser rechazada; no lo olvidaré nunca, ni en ningún lugar.
—Señor —contestó uno de los caballeros—, nosotros cuatro conocemos todos los caminos de aquí a Prusia, Esclavonia y Cracovia; si es necesario os guiaremos por los desfiladeros, pasos y ríos sin que tengáis problemas.
—Por ahora no hace falta, pero no renuncio a ello para cuando convenga.
Entonces, los hace formar y los integra en su bandera.
Entretanto, la vanguardia, el grueso del ejército y la retaguardia desalojan el campamento y empiezan una marcha que dura días hasta Baviera.
El duque Augusto de Baviera estaba en Munich con muchos hombres, pues temía que, si el rey Solodus de Cracovia vencía a Federico, le atacara a continuación. Fue entonces cuando llegó un viejo escudero que le dijo:
—Señor, vengo de las marcas de Mellunge, donde he visto pasar a la gente de armas más hermosa y mejor formada; no sé hacia dónde se dirigen, pero vienen en línea recta hacia aquí.
—Tus noticias me sorprenden —le respondió el duque—, y estoy deseoso de saber quiénes son. Si el rey de Alsacia no hubiese sido derrotado en Luxemburgo, pensaría que es él que va a ayudar a su hermano Federico; por mi cabeza, si fuese él lo acompañaría.
—Señor —contestó el escudero— sería bueno enviar a alguien para que se enterara de quiénes son y de si os quieren bien o no.
—Id vos y averiguarlo; es justo que así sea, ya que vos habéis sido el primero en verlos.
—Estoy dispuesto para ir, os encomiendo a Dios.
El escudero se puso en marcha y caminó hasta divisar a la hueste al fondo de un valle, al lado de un río; vio el humo de las cocinas, las galopadas de caballos y corceles por medio de la pradera y los grupos de hombres: unos saltan; otros luchan; otros tiran la piedra a la barra de hierro, arrojan lanzas o venablos; unos prueban sus espadas cortas, las piedras o los yelmos de combate con otras espadas y ven de formas variadas la resistencia de sus armas. Aquella gente parece temible. Mira a su derecha y ve la guardia en una colina: eran unos quinientos hombres. Más allá apreció a los exploradores, que examinaban los alrededores del campamento.
—Éstos son auténticos soldados —se dijo el escudero, que había visto muchos ejércitos en su tiempo.
Entonces, entra en el campamento y pregunta por el jefe de aquella hueste; lo llevan en seguida ante Antonio, y se quedó admirado por su fiero aspecto; lo saludó cortésmente y luego le dijo:
—Señor, el duque Augusto de Baviera me envía a vos para saber con certeza qué buscáis en su país, y si vais con deseos de paz o no; también desea saber quién sois, pues lleváis una noble compañía: está seguro que no os hubieseis puesto en marcha sin una razón importante.
—Amigo —le contestó Antonio—, decidle a vuestro señor que no le haremos daño; somos el rey de Alsacia, Antonio, duque de Luxemburgo, Reinaldo y muchos otros nobles y barones, caballeros y escuderos que vamos en auxilio del rey Federico de Bohemia.
—Señor, que Dios os dé un buen viaje; a Él os encomiendo, voy a decírselo a mi señor.
—Id bajo la protección de Dios.
El escudero marchó, llegó a la ciudad y explicó al duque todo lo que habéis oído, el modo de gobierno y comportamiento de la hueste, y añadió:
—Señor, verdaderamente son la gente más digna de temer que he visto en mi vida.
—Por mi cabeza —dijo el duque—, les mueve gran honor y valentía a estos dos hermanos al venir de tan lejano país para buscar aventuras y socorrer al rey Federico contra los enemigos de Jesucristo; prometo a Dios que yo también iré, pues sería una gran vergüenza el que yo no fuera siendo primo mío el rey de Bohemia, y estando mi tierra tan cerca de su reino; si los extranjeros vienen a socorrerlo de tan lejanas marcas, yo también iré.
El duque Augusto hizo una leva y reunió de tres a cuatro mil combatientes. Cuando el ejército pasó por delante de Munich, el duque salió muy bien acompañado y fue a presentarse con su gente al rey de Alsacia y a Antonio, que lo recibió muy contento, y lo acogió con afecto. Así cabalgaron durante seis días.
Aquí deja la historia de hablar de ellos y habla del rey Federico, de su gente y del asedio.
El poder de Selodus de Cracovia era tan grande que el rey de Bohemia no se atrevía a salir de Praga. No obstante, todas las veces que salió al encuentro de los sarracenos les causó grandes daños y casi todos los días había escaramuzas, en las que participaban cien caballeros de Hungría, que se habían refugiado en la ciudad y que causaban abundantes pérdidas a los enemigos cuando los hostigaban.
Un día los sarracenos iniciaron una escaramuza por la mañana; los de la ciudad bajaron el puente, abrieron las puertas y dejaron libre el paso de las defensas para que salieran el rey y sus hombres; realizaron una gran matanza de paganos, obligando a que se retiraran al campamento. El rey de Cracovia estaba armado y montaba un fuerte caballo, llevaba la bandera al viento y lo acompañaban quince mil sarracenos; cuando vio que los suyos se replegaban, entró en el combate. Allí se dieron y se recibieron muchos golpes, y el rey de Bohemia tuvo que retroceder hasta sus propias defensas. Al ver el rey Federico que Selodus causaba tantos males a su gente, espoleó al caballo, empuñó la espada y se dispuso a golpear al rey sarraceno sobre el yelmo, alcanzándolo con tanta fuerza que hizo que se inclinara sobre el cuello del caballo, y casi se cayó al suelo, pues había perdido los estribos; pero los sarracenos se dieron cuenta y lo incorporaron. El rey Federico golpeó entonces a un pagano con tal fuerza que lo derribó muerto al suelo; Selodus se volvió hacia él con una azagaya de hierro puntiagudo y largo, se le acercó, levantó el arma y se la arrojó con tanta fuerza que atravesó al rey de Bohemia de parte a parte: el cristiano sintió la angustia de la muerte; no pudo sostenerse por más tiempo en el caballo, cayó muerto de cabeza al suelo. Los de Bohemia se afligieron mucho, entraron en la ciudad y cerraron la puerta; comenzaron un gran duelo. El rey de Cracovia mandó tomar el cuerpo de su enemigo y lo hizo quemar delante de Praga, para asustar aún más a los de la ciudad.
La doncella Aiglantina fue la que más sufrió con la muerte del rey y tenía tal tristeza que daba pena verla.
—Verdadero Dios —decían sus lamentos—, ¿quién me podrá confortar ahora que he visto la muerte de mi padre y la destrucción mía y de mi pueblo? No veo de dónde me puede llegar ayuda, pues he oído decir que mi tío, el rey de Alsacia, en el que yo confiaba, ha sido derrotado en Luxemburgo. Dios verdadero, no sé que puedo esperar, a no ser vuestra santa y benigna gracia. Nobilísima y excelente Virgen, reina y madre del Salvador de todo el mundo, reconfortad a esta pobre huérfana y protegedla, por vuestra santa misericordia y por vuestra piedad, para que estos pérfidos sarracenos no puedan hacerle nada más a su cuerpo.
La doncella se retorcía de dolor y se tiraba de los cabellos por la angustia que sentía, sin que nadie por muy duro que tuviera el corazón, pudiera dejar de sentir gran compasión por ella. Sus damas y doncellas la reconfortaban lo mejor que sabían, pero su duelo se hacía eterno. Los de la ciudad también estaban entristecidos y preocupados, tanto por la muerte de su rey como por miedo a los sarracenos y no sabían qué hacer: dudaban si rendirse para salvar sus vidas, pues el rey Selodus lo había requerido insistentemente y se esforzaba en mostrarles que no podían resistir, y que si los capturaba por la fuerza arderían hasta ser cenizas, por lo que la ciudad estaba decidida a rendirse. Pero había muchos caballeros nobles que habían amado mucho al rey y a su hija, que decían:
—Falsa gente, ¿qué queréis hacer? Aún no ha vuelto el mensajero que fue a pedir auxilio al rey de Alsacia. Tened valor, pues pronto oiréis buenas noticias.
Cuando los oyeron hablar así, respondieron al consejo de los sarracenos que no se rendirían por nada y que se sentían fuertes frente a su poder. Selodus se encolerizó y juró por sus dioses que los quemaría a todos, pero Dios trabaja en poco tiempo y así a veces se jura por una intención que se abandona más tarde.
Al oír el mensaje de los habitantes de Praga, el rey Selodus mandó que se reanudaran los ataques y los asaltos a la ciudad: se abren brechas y arremeten contra ellos cuanto pueden, pero los de la ciudad se defienden con calma.
Entretanto, el duque Antonio, Reinaldo, el rey de Alsacia y Augusto de Baviera conducían rápidamente al ejército, pues conocían las calamidades que estaban pasando los de la ciudad, aunque ignoraban la muerte del rey Federico. Un jueves por la tarde acamparon a orillas de un río, a media legua larga de Praga. Aquella tarde, encargaron a un caballero del país que estaba con ellos, que fuera al día siguiente a anunciar su llegada a la ciudad. Éste montó a caballo a primera hora de la mañana y se dirigió a Praga, pero el rey Selodus había ordenado a su gente que se armara y que intentaran por todos los medios asaltar la ciudad, pues ya estaba ansioso de tomarla; los de dentro se defendían a duras penas, con lo cual aumentó el coraje de los sarracenos. Ya estaba la situación casi perdida cuando llegó el caballero, que se dio cuenta de la violencia del ataque y de la débil defensa de los de dentro.
El emisario consiguió esquivar el asalto y llegó a una poterna. Los de la guardia lo reconocieron y lo dejaron entrar; entonces corrió por las defensas gritando:
—Señores, defendeos; tened valor. La flor de la caballería viene a socorrernos con el rey de Alsacia, pronto entrarán en combate; los sarracenos morirán o caerán prisioneros.
Cuando los defensores lo oyen, se lanzan todos a la vez gritando mucho, y empiezan a defenderse de tal manera que no había ningún pagano tan atrevido que se quedara al pie de la muralla: en el fondo de los fosos había gran cantidad de sarracenos muertos y heridos. Cuando el rey Selodus se dio cuenta de que habían recobrado tan gran coraje, se admiró, aunque no supo qué pensar; mientras tanto, los sarracenos iban retrocediendo.
El duque Antonio cabalgaba con la bandera desplegada en perfecto orden de batalla. Había mandado dejar el campamento dispuesto, custodiado por quinientos hombres. El rey de Alsacia y el duque de Baviera iban a la retaguardia, Antonio y Reinaldo mandaban el primer cuerpo del ejército. Allí se podían ver banderas al viento, yelmos y grebas, oro y azur y colores que brillaban y relucían al sol.
Fueron en orden de batalla hasta que vieron la ciudad que los sarracenos estaban asolando y vieron las tiendas, los pabellones y las carpas, en las que había muchos sarracenos. Antonio mandó que su gente se detuviera hasta que la retaguardia hubiese llegado; ordenó que, mientras, los arqueros y los ballesteros fuesen a las alas. Entonces los sarracenos se dieron cuenta de su llegada y corrieron a decírselo al rey:
—Dejad el asalto, en mala hora lo empezamos. Vienen hacia aquí tantos cristianos que los campos están llenos.
Al ofr estas noticias, el rey se preocupó mucho e hizo que abandonaran el asalto. Salió de su pabellón y dispuso a la gente en orden de batalla, lo mejor que pudo. En esto, Antonio y Reinaldo hicieron tocar las trompetas y el ejército empezó a moverse poco a poco.
Cuando los dos bandos se encontraron hubo un gran ruido, y al chocar el griterío fue enorme. Hubo allí quien deseó estar en aquel momento en el lugar de donde había salido; al bajar las lanzas hubo muchos caídos, tanto de un lado como del otro, y gran cantidad de muertos y heridos. Desenvainaron las espadas y se golpearon sin piedad. El rey Selodus gritó su contraseña en voz alta, juntó el escudo al pecho, empuñó la lanza y aguijó el caballo; detrás le seguían diez mil sarracenos. Baja la lanza y golpea a un cristiano con tanta fuerza que le introduce en el cuerpo hierro, asta y pendón, y lo derriba muerto. Sus gentes le siguen y se comportan con gran valentía, causando mucho daño a los cristianos, y obligándoles a retirarse a un tiro de lanza. Entonces el rey Selodus vuelve a gritar su contraseña diciendo:
—Golpead, nobles señores, el día es nuestro, no se nos pueden escapar.
Los pictavinos los reciben muy duramente, produciéndoles numerosas bajas. Llegó entonces el duque Antonio con la espada en la mano; al ver que su gente retrocedía, casi perdió la razón del dolor, y gritó: «¡Lusignan!». Se metió entre los sarracenos con más fuerza que un rayo que cae del cielo; golpea a diestro y siniestro, rompe y abate todo lo que encuentra a su paso; su gente le sigue y se siente admirada de lo que le ven hacer. Los sarracenos huyen hacia las tiendas.
—Adelante, nobles señores —les grita el rey de Cracovia a sus gentes—, defendeos. Si huís por un solo hombre, será gran vergüenza.
Allí se reagrupa la gente y se enfrentan con gran valor a Antonio y a los pictavinos. En ese momento, se incorpora a la batalla un emir con diez mil paganos, recrudeciendo el horrible combate. Hubo muchos sarracenos muertos, tantos que no se podían contar, y muchos cristianos fueron heridos.
Entonces llegó la retaguardia, guiada por el rey de Alsacia y el duque Augusto de Baviera, que entraron en combate de inmediato. El dolor y la mortandad fueron grandes, la crueldad de la batalla aumentó con nuevas hazañas. Luego, Reinaldo y Antonio, se enfrentaron juntos contra los sarracenos, y, al fin los paganos huían de sus ataques, aunque el rey Selodus intentaba valientemente mantenerlos juntos, causando gran perjuicio a los cristianos, pues les daba vigor a los suyos y hacía que se defendieran con valentía.
Cuando Reinaldo se dio cuenta de que el rey de Cracovia se comportaba así, juró por Jesucristo que o moriría, o vencería al sarraceno; se coloca el escudo a la espalda, espolea el caballo y va derecho contra el rey, que al verlo venir, alza la espada y le asesta un gran golpe sobre el yelmo con toda su fuerza, pero la espada resbala, dándole en el muslo izquierdo e hiriéndole un poco, de forma que la sangre le caía hasta el talón; Reinaldo, encolerizado, levantó la espada con las dos manos, y alcanzó al sarraceno en el yelmo, con un golpe tan fuerte que lo dejó aturdido, de forma que la espada le voló de las manos y él se inclinó sobre el cuello del caballo, rompiéndosele la correa del yelmo. Reinaldo vuelve a atacarle y le da tantos golpes que le hace caer al suelo; entonces acudió una gran muchedumbre a socorrer al rey de Cracovia, que, sin embargo, murió entre las patas de los caballos. Cuando los sarracenos lo supieron se dieron a la fuga, nuestra gente los persiguió, matándolos por los campos y los matorrales; fueron muy pocos los que lograron escapar. Y así terminó la batalla.
Los dos hermanos volvieron a las tiendas de los sarracenos y se alojaron allí. El rey de Alsacia y el duque de Baviera marcharon con cien caballeros a la ciudad, donde fueron recibidos con gran alegría, pues todos estaban contentos con la victoria. Descabalgaron en el palacio y subieron las escaleras de la sala; allí les salió al encuentro Aiglantina, muy contenta por la derrota de los sarracenos, y alegre con la llegada y la victoria de su tío; pero en el corazón estaba muy afligida por la muerte de su padre, al que no podía olvidar. Se inclinó ante su tío y le dio muy dulcemente la bienvenida diciendo:
—Mi querido tío, sed muy bienvenido; si Dios hubiera querido que hubieseis llegado dos días antes, mi señor padre estaría con vida, pues el rey Selodus lo ha matado y ha quemado su cuerpo para injuriar a la fe católica.
Cuando el rey de Alsacia lo oyó, se enfadó mucho y juró por Dios y por los santos que haría otro tanto con el de Cracovia y con todos los sarracenos que encontrara, muertos o vivos; así, anunció en la ciudad que fuera un hombre de cada casa al campo de batalla para reunir en una colina los cuerpos de los sarracenos muertos, y que llevaran mucha leña; ordenó que colocaran al rey Selodus encima de todos, que los cubrieran con la leña y que encendieran fuego para que ardiera y se quemaran; luego, mandó que los cristianos fueran enterrados en tierra santa. El rey de Alsacia hizo que lo prepararan todo para que las exequias del rey Federico, que debían ser lo más dignas posibles, tal como oiréis a continuación.
Cuando ya estuvo todo dispuesto, montó a caballo, con el duque de Baviera y con la mayoría de los nobles de Bohemia y fueron, vestidos de negro, a las tiendas que habían sido de los sarracenos, en las que estaban los dos hermanos alojados, que mientras tanto habían hecho que trajeran la impedimenta y que se expusiera el botín a uno de los lados de la hueste, vigilado por los guardianes del campamento; los dos hermanos repartieron las riquezas conseguidas, y no hubo nadie que no se tuviera por bien pagado.
En esto llegaron el rey de Alsacia, el duque Augusto y los nobles, y saludaron muy cortésmente a los dos hermanos, que los recibieron con gran amabilidad. Entonces, el rey de Alsacia les contó cómo había muerto el rey Federico en la batalla, y cómo el rey de Cracovia había hecho quemar su cuerpo para humillación de toda la cristiandad; y que por esto había ordenado que quemaran al rey y a los sarracenos.
—Señor rey —dijo Antonio—, habéis hecho muy bien. Selodus ha cometido un gran desprecio y una gran crueldad, pues cuando el hombre está muerto es vergonzoso para su enemigo el tocarlo.
—Señor —le contesta el duque Augusto—, decís verdad. El rey de Alsacia ha venido a rogaros a vos y a Reinaldo que acudáis al funeral del rey Federico, que empezará en seguida; los salmos y las vigilias los dijeron ayer.
Los hermanos respondieron que irían de buen grado. Montaron a caballo y fueron a la ciudad donde damas, doncellas, caballeros y escuderos, burgueses y gentes de la calle los miraban maravillados, atónitos por la garra de león que tenía Antonio en la mejilla, pero apreciando su bello cuerpo y los hermosos miembros que tenía.
—Estos dos príncipes —se decían refiriéndose a Reinaldo y a Antonio— son capaces de conquistar y mantener muchas tierras.
Así, llegaron a la iglesia y descabalgaron; allí estaba Aiglantina, esperando en la puerta; saludó a los dos hermanos y les agradeció con humildad y respeto el noble socorro que le habían prestado, pues después de Dios, ellos habían sido los salvadores de su honor, su vida y su país.
—Doncella —contestó Antonio—, no hemos hecho más que lo que debíamos, pues todo buen cristiano está obligado a destruir a los enemigos de Nuestro Señor.
Entonces, los dos jóvenes se pusieron a ambos lados de la doncella y la acompañaron a su asiento. Se celebró el funeral y se enlutaron los caballos, tal como corresponde a un rey tan noble como era el de Bohemia. Después, volvieron a montar con la mesnada; el rey de Alsacia y el duque Augusto de Baviera llevaron a la doncella al palacio, y subieron con ella a la sala. La comida ya estaba dispuesta; se lavaron, se sentaron y fueron servidos; al acabar de comer, quitaron los manteles y dieron gracias a Dios. La doncella se retiró a su habitación, pues estaba muy triste por la muerte de su padre.
En esto, el rey de Alsacia convocó a los nobles de Bohemia y les dijo estas palabras:
—Nobles señores, es necesario que busquéis entre vosotros a un hombre valiente que gobierne el reino de mi sobrino, pues tierra que es gobernada por mujer no vale mucho. Ahora mirad quién es el adecuado para provecho y honor de todos.
—Señor rey —respondió uno en nombre de todos—, no conocemos a nadie que se deba anteponer a vos, pues si vuestra sobrina hubiera muerto, la tierra y el reino de Bohemia os hubieran correspondido. Por tanto, haced lo que os parezca, pues es justo y razonable.
—Por mi cabeza —contestó el rey—, acabemos ya; hay que casar a mi sobrina. Buscadle un marido que sea digno de gobernar el reino, pues yo ya tengo país suficiente y no quiero tener el gobierno de éste.
—Señor rey —le responden los nobles—, si queréis que se case vuestra sobrina, buscadle un marido, pues nadie debe hacerlo sino vos.
—Buenos señores —contesta—, me ocuparé de su provecho, de su honor y del vuestro. Ahora me voy a hablar con ella de este mismo asunto.
—Señor —contestaron los nobles—, Jesucristo os lo agradezca.
Entonces, el rey va a la habitación de su sobrina, que lo recibió con grandes muestras de cordialidad.
—Mi bella sobrina —comenzó el rey—, gracias a Dios, vuestros asuntos están en buenas manos y vuestro país se ha liberado de la amenaza de los sarracenos por el poder de Dios y de los dos hermanos de Lusignan. Ahora hay que preocuparse por el gobierno de vuestra tierra en el futuro, para vuestro honor y en beneficio de vuestra gente.
—Muy querido tío —respondió la sobrina—, yo no tengo otro consuelo ni bienestar que el vuestro; os pido, por Dios y por su Misericordia, que pongáis remedio, pues en verdad os debo obedecer más que a nadie en el mundo, y así lo quiero hacer.
—Nosotros ya hemos pensado en ello, buena sobrina —le contestó el rey sintiendo una gran lástima por ella—; os tenéis que casar con un hombre que sea digno de gobernaros, a vos y a vuestro país, que sea conocido y que no esté muy lejos de aquí, bello y bueno, noble, inteligente y valiente.
—Buen tío, son muchas cualidades buenas y sé que no me aconsejaríais algo que no conviniera a mi honor; pero, mi querido tío, casarme inmediatamente después del entierro de mi padre, ¿no mostraría demasiado poco dolor por su muerte? Me parece que yo sería menospreciada e injuriada a mis espaldas, mientras que me pondrían buena cara por delante.
—Buena sobrina —le contestó el rey—, es necesario hacerlo, y de dos males hay que escoger el más pequeño, cuando hay que elegir. Es verdad que por vuestro honor sería mejor esperar aún un poco, pero yo vivo muy lejos y no me puedo quedar con vos mucho tiempo sin perjuicio vuestro y mío. Del mismo modo, para satisfacer a los dos hermanos por el noble auxilio que os han prestado, no bastaría con la mitad de vuestro reino, por las penalidades y el gasto que han tenido. Por otra parte, bella sobrina, sabed que no estáis en muy buena situación para conseguir por marido a un hombre tan noble como Reinaldo de Lusignan, que es merecedor de la más alta dama tanto por su linaje, como por sus muchas cualidades.
Cuando la doncella oyó a su tío, se avergonzó; veía que estaba en peligro, junto con su pueblo y muchas otras cosas, y no sabía qué responder, pero dijo llorando:
—Muy querido señor, no tengo otro consuelo que Dios y vos; haced conmigo y con mi reino lo que os plazca.
—Habláis razonablemente; os juro por mi fe que no haré nada que no sea por vuestro bien. Ahora, no lloréis más, pues quiero que acabéis ya con este asunto porque cuanto más tiempo esté en vuestro país esta nobleza, que son unos doce mil combatientes, más dolor tendréis vos.
—Querido tío —le contestó ella que sabía que tenía razón—, haced vuestra voluntad.
Entonces, el rey fue a la sala donde estaban los dos hermanos con otros muchos nobles; tomó la palabra y dijo a Antonio:
—Señor duque, venid conmigo. Los nobles de este país os suplican, y así también lo hago yo, que aceptéis que Reinaldo sea rey de Bohemia, y que tome por esposa a Aiglantina; querido señor, rogadle que no rehúse, pues los nobles de este país anhelan tenerlo como señor.
—Esta petición —contestó Antonio—, merece ser otorgada, y así será. Mandad que venga la doncella.
El mismo rey y el duque Augusto fueron a buscarla e hicieron que > se vistiera sus mejores galas, con las más valiosas joyas, esmaltes, gargantilla de oro con pedrería, cinturón y sombrero, e hicieron que vistiera de negro; sus damas y doncellas se arreglaron noblemente: la mayoría tenían cubierta la cabeza y adornada con perlas muy bien colocadas. El rey y el duque condujeron a la doncella seguidos por todos los demás. Cuando la comitiva entró en la sala, ésta se iluminó por la riqueza y la belleza que se desprendía.
—Señor duque de Luxemburgo —dijo el rey—, escuchad nuestras peticiones, ya que deseamos mantenerlas.
—Así lo haré —dijo el duque Antonio—, es justo. Reinaldo, buen hermano, tomad a esta doncella y aceptad el noble reino de Bohemia.
—Buen hermano —dice Reinaldo en voz alta avanzando—, en primer lugar le doy las gracias a Dios, a vos, al rey y a todos los nobles de este país por el alto honor que me hacen, pues aunque sólo fuera la doncella, sin el reino, no rehusaría, pues con la ayuda de Dios esperaría conquistar muchos países para ella y para mí; ahora lo acepto todo con gusto.
—Buen hermano —contestó Antonio—, tenéis razón; ahora habéis conseguido el reino también; Dios, por su gracia, os otorgue la conquista de otros países a los enemigos de Dios.
Llamaron a un obispo que los esposó con gran alegría de todos. Cuando se supo la noticia en la ciudad, se engalanaron las calles con ricas telas y se dispusieron a celebrarlo con grandes fiestas. Se decidió que las bodas tendrían lugar en el gran pabellón que había en el campo.
Así pasaron tres días; se hicieron muchos vestidos para la esposa, para sus damas y doncellas, para ambos hermanos, para los nobles y para los extranjeros. La noche de la víspera de la boda, la pasaron en el gran pabellón la doncella, sus damas y sus servidoras; se plantaron ricas tiendas alrededor para las damas y para Antonio y Reinaldo. Aquella noche comenzó una gran fiesta; después de cenar, llegada la hora, cada uno fue a descansar hasta la mañana del día siguiente.
Amaneció el alba del día, y la mañana era bella y clara, con un sol brillante. La esposa fue muy bien vestida y se dirigió al lugar donde se tenía que decir la misa. Se casaron y hubo misa solemne; luego, fueron al gran pabellón. La comida ya estaba lista, se lavaron y se sentaron a la mesa: abundaron los manjares y los platos más variados; cuando terminaron de comer, las damas se retiraron a sus aposentos, y los caballeros fueron a armarse; el mismo Antonio tomó las armas para honrar a su hermano. Al cabo de un rato, las damas subieron a las gradas, y los caballeros se pusieron en fila, empezando muy bellas justas; y no había caballero que pudiera con Antonio y con Reinaldo, quienes al ver que las justas decaían por ellos se salieron de la fila y fueron a desarmarse; así, duró el torneo bastante tiempo y poco después de que acabara se hizo la hora de cenar. Los ministriles empezaron a tocar las cornamusas y se bailó durante mucho tiempo. Llegada la hora, llevaron a la esposa a que se acostara en una cama muy rica; no tardó Reinaldo en acostarse con la doncella; la cama fue bendecida y salieron todos de la habitación. Unos danzan, cantan y festejan; otros cuentan bellos cuentos y se solazan para pasar el tiempo; otros, se van a dormir.
Reinaldo y Aiglantina se acostaron uno junto a otro, y entonces la doncella le dijo con humildad:
—Mi buen amigo, si no fuera por la gracia de Nuestro Señor y por vuestro poder y el de Antonio, esta pobre huérfana estaría desolada, y con ella su país, y habría caído en gran adversidad en manos de los sarracenos; pero con la ayuda de Dios y vuestra, me he liberado, por lo que os agradezco que os hayáis dignado en tomarme por esposa a pesar de lo inferior que soy.
Cuando Reinaldo oyó que su mujer se humillaba de aquel modo le respondió:
—Dulce amor, vos habéis hecho mucho más por mí que yo por vos, porque me habéis ofrecido vuestro noble cuerpo y vuestro noble reino; yo sólo he aportado mi cuerpo.
—Señor —respondió la doncella—, vuestro cuerpo vale más que diez reinos y se hace preciar aún más, según me parece.
De lo que dijeron ya no quiero contar más, ni hacer mención; pero aquella noche fue engendrado un hijo valiente y poderoso que se llamó Ollifarte, que de mayor tuvo gran poder, les declaró la guerra a los frisones y los sometió, y a toda la Tierra Baja de Holanda y Zelanda, y conquistó Estonia, Dinamarca y Noruega.
Al día siguiente por la mañana se levantaron. La dama fue a misa y luego volvieron al pabellón, donde se lavaron para comer. En esto, llegaron dos caballeros del ducado de Luxemburgo, que traían cartas a Antonio de parte de su mujer, Cristina; se le presentaron y lo saludaron diciéndole:
—Mi señor, albricias, nuestra dama os ha dado el varón más bello que se ha visto jamás.
—Loado sea Dios —exclamó Antonio—, sed bienvenidos.
Luego, tomó las cartas y las leyó. Antonio y su hermano se pusieron muy contentos al comprobar que las noticias eran ciertas: acogieron a los caballeros con gran alegría y los trataron con generosidad. Después de comer, volvió a empezar la fiesta, que duró ocho días, al cabo de los cuales, volvieron a la ciudad y se despidieron todos de Reinaldo y de Aiglantina, que estaban muy tristes por su marcha. Antonio acordó con su hermano que si los paganos le atacaban se lo haría saber y que acudirían a socorrerle. Se besaron y se despidieron.
Las huestes cabalgaron juntas hasta que llegaron a Munich y acamparon en la pradera de delante de la ciudad; el duque de Baviera los festejó durante tres días, y al cuarto marcharon, despidiéndose de él. Cabalgaron hasta quedarse a un día de camino de Colonia; entonces, los cuatro caballeros que conducían a los soldados que los de esta ciudad habían enviado a Antonio, le dijeron:
—Señor, estaría bien que nos adelantáramos y fuéramos a la ciudad a preparar vuestro paso.
—Me parece muy bien —dijo Antonio.
Marcharon los cuatro caballeros con su mesnada y fueron recibidos con mucha alegría en Colonia. Los burgueses y los artesanos de la ciudad les preguntaron por su viaje a lo que ellos contestaron contando todo lo ocurrido y cómo Reinaldo había sido hecho rey de Bohemia. Cuando los de Colonia oyeron estas palabras les dijeron que estaban muy contentos por haber conseguido el amor de los dos príncipes. Lo preparan todo para recibir al duque Antonio, al rey de Alsacia y a su gente, acogiéndolos con grandes muestras de júbilo y respeto. El duque de Luxemburgo ofreció una cena a las damas, a los burgueses y a los gentilhombres de la ciudad y al día siguiente dio una comida. La mañana del otro día, Antonio se despidió de los habitantes de Colonia y les agradeció lo que habían hecho, diciéndoles que si necesitaban algo de él, les ayudaría en lo posible. Luego, la hueste levantó el campo y caminaron hasta llegar una tarde al prado de Luxemburgo.
La duquesa Cristina se puso muy contenta cuando se enteró de la llegada de su marido; salió de la ciudad con muy bella compañía de damas, de doncellas y de nobles. Toda la burguesía iba a pie a su encuentro; el clero llevaba cruces, estandartes y agua bendita; lo encontraron a media legua de la ciudad, con gran alegría para todos. El pueblo daba gritos, alabando a Jesucristo por el retorno de su señor. Antonio, el rey de Alsacia y los más altos nobles, se alojaron en la ciudad, mientras que el ejército se quedó a las afueras.
La fiesta duró seis días, durante los cuales permaneció el rey de Alsacia en Luxemburgo, siendo tratado con gran generosidad: el duque le redimió de todas sus obligaciones y le liberó de todo excepto de fundar el priorato por los muertos. Pasada la semana, el rey se fue a Alsacia, donde fue recibido con mucha alegría. El duque Antonio se quedó en Luxemburgo; tuvo aquel año otro hijo que se llamó Lohier, que fue el que limpió las Ardenas de ladrones, fundó Yvois y Saint Vy, hizo construir el puente de Mezieres, sobre el Mosa, fundó Warcq, construyó el castillo de Donchery, hizo numerosas fortalezas y liberó el país hasta Gueldre y las Tierras Bajas de Holanda. Él y Ollifarte de Bohemia, que era primo hermano suyo, hicieron numerosas hazañas. Tiempo después, el rey de Alsacia luchó contra el conde de Friburgo y el duque de Austria, y pidió a Antonio que fuera a ayudarle; éste lo hizo así, apresó al conde, pasó a Austria y derrotó en batalla al duque, obligándole a firmar la paz con el rey de Alsacia; Beltrán, el hijo del duque Antonio, se casó con Melida, hija del rey de Alsacia, al morir su padre; el ducado de Luxemburgo pasó a Lohier. Pero de esto ya no tengo intención de hablaros por ahora, y volveré a Remondín, a Melusina y a sus otros hijos.
En los dos años siguientes, Melusina tuvo dos hijos; el primero se llamó Fromonte: le gustaba mucho la Iglesia, y al fin se hizo monje en Maillezais, donde le ocurrió una horrible desgracia, como oiréis más adelante. Y el otro hijo que tuvo, al año siguiente, se llamó Thierry: fue un gran bachiller.
En cuanto a Jofré, el del Gran Diente, dice la verdadera historia y crónica que combatió contra un caballero encantado por un malvado espíritu en los prados que había junto a Lusignan, tal como vais a oír. En aquel entonces, Jofré era grande y fuerte, y había oído decir que en Irlanda había un pueblo en el que no querían obedecer las leyes de su padre; juró que los haría entrar en razón: se despidió de Remondín, que quedó triste, y con quinientos hombres de armas y cien ballesteros se dirigió a Irlanda. Preguntó por los rebeldes y los fieles a su padre le indicaron las fortalezas, se armaron y se presentaron a Jofré, diciéndole que le ayudarían a acabar con sus enemigos.
—Señores —dijo Jofré—, sois buenos y leales, y os agradezco vuestra buena voluntad, pero por ahora no es necesario, pues tengo gente suficiente para concluir con este asunto, si Dios quiere.
—Señor, vais a tener más trabajo del que pensáis, pues vuestros enemigos son fuertes y de extraordinario valor; todos ellos están emparentados y pertenecen al linaje más alto de este país.
—No os preocupéis, venceré. Sabed que a quien no quiere obedecer mis órdenes, lo mato con mala muerte, aunque sea de muy noble origen. De todas formas, si veo que hace falta, os pediré ayuda.
—Estaremos completamente dispuestos para cuando os plazca. —Os lo agradezco.
Se despide de ellos, encaminándose hacia una fortaleza que se llamaba Sión, que era de tres hermanos, valientes, orgullosos y crueles, que querían dominar sobre todos sus vecinos y ser señores de ellos. Jofré envió un mensaje diciéndoles que fueran a rendir obediencia a Remondín. Le respondieron que ni por su padre, ni por nadie que viniera de su parte lo harían y que no volviese, pues actuaría como loco.
—Os prometo —les dijo el mensajero— que no volveré a no ser que traiga un médico para que os aplaque con una buena medicina, de forma que acabéis colgados por el cuello.
Los hermanos se enfadaron mucho, pero el mensajero saltó rápidamente sobre su caballo y los otros no lo pudieron matar. El emisario volvió a Jofré y le contó el orgullo y la necedad de los tres hermanos, que no creían en Dios ni en ningún hombre.
—Por mi cabeza —exclamó—, mucho viento es para tan poca lluvia. Les haré pagar caras sus fanfarronadas.
Y, sin decir más, fue a acampar a media legua de la fortaleza. Cuando su gente ya estaba instalada y en orden, se armó con todas las piezas, tomó a un escudero que conocía aquella tierra, hizo que montara un rápido corcel y le dijo a su gente que no se movieran hasta que no tuvieran noticias, a lo que contestaron que así lo harían. Entonces, Jofré se marchó con el escudero.
Había allí un caballero que había criado y adiestrado a Jofré, que conocía su valor y sabía que no temía a nada del mundo; este caballero se llamaba Filiberto de Montmoret, era valiente y había participado en numerosas acciones militares. Al ver que Jofré se alejaba, se puso en marcha con diez caballeros armados, siguiéndolo de lejos pero sin perderlo de vista. Jofré llegó al castillo de Sión, que se asentaba, por la parte por donde él estaba, en una alta roca.
—Si el castillo es tan fuerte por el otro lado —dijo Jofré—, me costará gran trabajo tomarlo; eso tengo que averiguarlo.
Entonces empezó a dar la vuelta en torno a la fortaleza, acompañado por su escudero, a cubierto de un bosque; llegaron a la montaña y bajaron por una pradera muy amplia. Filiberto les seguía escondido, sin perderlos de vista, y mandó a sus hombres que se ocultaran en el bosque. Jofré y su escudero cabalgaron hasta que dieron la vuelta completa a la fortaleza; vio que por detrás podía ser tomada al asalto, pues los muros eran bajos y no había torreones, aunque sobre la puerta había una torre bastante alta, bien almenada y con buenas defensas. Esto no le preocupaba a Jofré, pues su ejército llevaba protecciones por si les tiraban piedras.
Mientras se distraía pensando en ello, tomó un estrecho camino que subía por la montaña y le daba la vuelta a la fortaleza, conduciendo hacia el campamento. Filiberto se dio cuenta de que pensaba volver, fue a sus gentes y los llevó al camino por el que habían venido e hizo que se escondieran en el bosque pues quería dejar que pasara y volverían al campamento después de él. Estaba atento a que Jofré saliera del camino, cuando vio una fila de gente a caballo que entraba en el sendero por el que iba Jofré. El camino era tan estrecho que apenas se podían encontrar dos hombres de frente y, algunas veces, si los caballos eran grandes, uno tenía que volver hacia atrás. Filiberto dudó mucho tiempo, pues no sabía si seguir adelante, por miedo a su señor.
Jofré se encontró a la fila de gente a caballo en medio de la montaña: eran dieciséis o dieciocho de los que catorce iban muy bien armados. Si alguien me pregunta que quién era aquella gente, yo le contestaré que era uno de los hermanos de Glaudes de Sión, que iba al castillo porque había sido llamado para consultarle sobre la petición de Jofré. Cuando Jofré se encontró al primero de la hilera, le dijo que diera la vuelta y que hiciera volver a sus compañeros, hasta que él hubiera pasado.
—Señor estúpido —le contestó aquél, que era fiero y rápido—, antes habrá que saber quién sois, para que nos volvamos por vos.
—Lo vais a saber, y luego os volveréis a vuestro pesar. Soy Jofré de Lusignan. Volveos, por el diente de Dios, u os haré volver a la fuerza.
Cuando Girón, el hermano de Glaudes de Sión, oyó que era Jofré, el del Gran Diente, les gritó:
—¡Adelante, nobles señores! Si se nos escapa, será una gran vergüenza para todos nosotros. Mala cosa ha sido pedir servidumbre de nuestro país.
Al oír estas palabras, desenvaina la espada sin decir nada, y golpea al primero sobre la cabeza, de tal modo que lo hace caer al suelo completamente aturdido; luego pasa al lado del caballo del que yacía en el sendero de forma que el animal lo pisotea; golpea con gran ruido al siguiente, en medio del pecho, y éste cae muerto bajo el caballo. Después, Jofré les grita:
—Falsos traidores, no podéis escapar. Volved a vuestra mala tierra.
Pasa junto al caballo del otro que yacía muerto y ataca al tercero que era grande y fuerte: al verlo venir, desenvaina la espada y golpea a Jofré sobre el yelmo con todas sus fuerzas, pero el yelmo era resistente y la espada resbaló. Jofré no se debilitó, ni se estropeó su arnés; empuñó la espada con las dos manos y alcanzó a su enemigo encima de la cofia de acero con un tajo tan grande que le hundió la espada en el cerebro, sin que pudiera detener el golpe. Cuando Girón se da cuenta del desastre, se irrita, pues no pueden atacar a Jofré más que de uno en uno, y ve que sólo quedan dos caballeros delante de él: entonces empezó a entrarle mucho miedo, porque apreció su fuerza y su valor; por eso, se volvió hacia los de detrás y les gritó:
—Volved y subid la montaña; vamos adonde nos podamos desplegar, pues aquí va a acabar este diablo con todos nosotros.
Dan la vuelta rápidamente y suben la montaña; Jofré los sigue con la espada en la mano, mientras que su escudero reúne los caballos de los tres que habían sido derribados, dos de los cuales estaban muertos.
Filiberto de Montmoret se había aproximado, entretanto, al camino, pues había oído el ruido; llamó a los suyos, que acudieron de inmediato, dispuestos a tomar parte en el combate si era necesario. Girón y su gente salieron de la montaña y atacaron a Jofré en cuanto salió a campo libre.
Ahora os quiero hablar de aquél a quien Jofré derribó en primer lugar: cuando se dio cuenta de que Girón había tenido que retirarse por el acoso de Jofré, y que sus dos compañeros estaban muertos a su lado, se afligió mucho; vio el caballo cerca, montó con gran esfuerzo y se fue espoleando como podía hacia Sión; allí se encontró en la puerta a Glaudes y a su gente, que lo reconocieron de inmediato y le preguntaron qué le había sucedido, pues estaba ensangrentado y herido. Él les cuenta cómo habían encontrado a Jofré, que iba solo, y el daño que les había causado, obligando a Girón a remontar el camino a la fuerza, y que aún duraba la batalla. Al oír estas palabras, Glaudes se armó y montó a caballo con ciento cuarenta hombres, dejando a Clarimbaldo, que era hermano suyo, en el interior de la fortaleza, con sesenta combatientes para defenderla; Glaudes se apresura para llegar a tiempo a la batalla, pero se esfuerza en vano, pues Filiberto y sus diez caballeros ya habían llegado y habían dado muerte a todos los hombres de Girón, apresando a éste, porque Jofré había jurado hacerlo prisionero.
Mientras, el escudero de Jofré, que había vuelto al camino a recoger una espada muy bella que había visto que se le caía a uno de los caballeros derribados por Jofré, oyó el rumor y el ruido de los caballos y de la gente de armas que iban con Glaudes. Volvió corriendo a Jofré y le dijo:
—Señor, he oído gran ruido de gente que viene hacia aquí. Jofré hizo que ataran a Girón a un árbol del bosque, y le encargó a un caballero que lo guardara; él se fue con todos sus hombres a la entrada del camino a esperar; Filiberto corrió a la cima de la montaña y observó el fondo del sendero: allí vio a Glaudes y a los suyos que llegaban con malas intenciones. Volvió al lado de su gente y le dijo a Jofré:
—Señor, no se puede mantener esta posición, vienen vuestros enemigos.
—No temáis, nos defenderemos bien. Corred a la hueste —le dice a continuación al escudero— y haced que vengan mis compañeros lo más rápido posible.
Aquél se va, espolea el caballo y galopa sin detenerse hasta que llega al ejército; allí se presenta a los nobles.
—Buenos señores —les dice—, deprisa, montad a caballo. Jofré está combatiendo contra sus enemigos y le hace falta ayuda.
Se arman, montan y van tras el escudero que les guía lo más directo que puede al lugar donde cree que está Jofré.
Cuenta la historia ahora que el joven de Lusignan, Filiberto y sus caballeros aguardaban a la entrada del sendero, mientras que Glaudes y su acompañamiento galopaban por el camino dispuestos a subir a la montaña. Dos de los caballeros de Jofré habían descabalgado e impedían el paso por el sendero con la lanza en la mano, a ambos lados de su señor; así recibieron a la gente de Glaudes, produciéndoles muchos muertos. Filiberto, por su parte, fue con cuatro hombres a la hondonada que había sobre el sendero, donde reunieron piedras que arrojaban con tal fuerza que derribaban a todo aquel que era alcanzado de lleno; de este modo, hubo más de veinte muertos.
Entretanto llega el escudero que traía a la hueste; Jofré envía trescientos hombres por el camino que habían tomado por la mañana hasta el paso, para que Glaudes y su gente no pudiesen regresar a la fortaleza. El escudero marcha muy deprisa, baja a la pradera y pasa ante el castillo. Cuando Clarimbaldo los ve, piensa que son refuerzos que llegan a Sión, pues no pensaba que hubiera en el país tantos enemigos; los nuestros avanzan a buen paso, sin aparentar si eran amigos o no. Clarimbaldo, que pensaba que eran de los suyos, hizo bajar el puente y abrir la puerta, y salió a su encuentro con doce hombres armados. El escudero y su acompañamiento, al ver el puente bajado y la puerta abierta, salieron del camino y se acercaron lo más posible a la fortaleza; cuando iban a pasar ante la entrada, Clarimbaldo les gritó:
—¿Quiénes sois?
—Somos buena gente.
Poco a poco se acercaron unos veinte al puente y preguntaron:
—¿Dónde está Glaudes de Sión? Queremos hablar con él.
—Vendrá dentro de poco —les contesta Clarimbaldo acercándose a ellos—. Ha ido a combatir a Jofré, el del Gran Diente, al que tienen rodeado en aquella montaña de allí; no se les puede escapar, aunque Jofré hubiera sido templado de puro acero: morirá o será herido.
—Son buenas noticias —exclamó el escudero, y aproximándose añadió—, ¿tiene consigo mucha gente? ¿Podríamos ayudarle?
—Muchas gracias —dijo Clarimbaldo—, pero me parece que no le hace falta.
El escudero se fue aproximando con buenas palabras, y llegó cerca del puente. Entonces, gritó a su gente:
—¡Adelante, señores! ¡La fortaleza está ganada!
Cuando Clarimbaldo oyó estas palabras, intentó retroceder para levantar el puente, pero el escudero y sus veinte hombres atacaron a los defensores con tal ímpetu que los derribaron, pasaron la puerta y pusieron dos lanzas en las cadenas del rastrillo. Entonces, descabalgaron más de cien, entraron en la fortaleza y la recorrieron, apresando a Clarimbaldo y a todos los demás y encerrándolos en una hermosa habitación bajo la custodia de cuarenta hombres. Decidieron que le dañan a Jofré noticia de ello y se mantendrían ocultos en el castillo por si Glaudes volvía. El escudero se ofreció personalmente para ir a anunciar la nueva: picó espuelas y no tardó en estar en presencia de Jofré, que se puso muy contento al saber la victoria obtenida; lo nombró caballero y le dio cien hombres para que volviera al paso y cuidara de que Glaudes no pudiera tomar otro camino que el del castillo de Sión, pues si se escapaba, podría causar mucho daño antes de que se le pudiera atrapar.
—Señor —dijo el caballero novel—, no temáis ahora, pues sólo podrá escapar si sabe volar, os respondo de ello con mi cabeza.
Dichas estas palabras, marcha con los cien hombres y desciende de la montaña. Jofré se queda en el cruce, donde combate a golpe de espada contra sus enemigos. Habían descabalgado unos cuarenta caballeros que arrojaban piedras con tanta fuerza que obligaron a que retrocedieran Glaudes y su gente; entonces, empezó la persecución, con muchas dificultades por la abundancia de muertos que había por las pedradas.
Mientras, el caballero novel y su acompañamiento habían llegado a la entrada del camino; al oír el ruido del combate, pensó que Glaudes no tardaría en llegar: se escondió y dejó libre el camino de la fortaleza. En efecto, el señor de Sión no tardó mucho en salir del sendero, sin esperar a nadie se dirigió hacia el castillo a galope tendido. Cuando llegó a los prados, gritó en voz alta: «¡Abrid la puerta!» y los de dentro lo hicieron así. Pasó el puente y llegó al interior, fue a descabalgar en el sitio acostumbrado, antes de darse cuenta de que había perdido la fortaleza. Apenas había dejado el caballo, lo rodearon por todas partes y lo ataron: se quedó atónito, pues no veía alrededor de sí a ningún conocido.
—¿Qué es esto —preguntó sorprendido—, qué diablos ha pasado con mi gente?
—Glaudes —le dijo un caballero que lo conocía bien—, en seguida estaréis con ellos.
Lo llevaron a la habitación en la que estaban Clarimbaldo y los demás prisioneros. Cuando los vio atados, sintió gran desazón.
—Glaudes —le dijo su hermano al verlo—, por vuestro orgullo hemos caído en gran cautividad, y mucho me temo que no escaparemos sin pérdidas de vidas, pues Jofré es muy cruel.
—Ya que la fortuna nos ha traído hasta aquí —respondió Glaudes—, conviene esperar.
Mientras, llegó Jofré a la fortaleza; llevaron a Girón con todos los demás. El del Gran Diente entró en la habitación y le dijo a Glaudes:
—Falso, traidor, ¿cómo habéis sido tan atrevido que habéis causado daño y molestias al país y a las gentes de mi padre, vos, que deberíais ser vasallo suyo? Por mi cabeza, os lo pagaré bien, pues os haré colgar en Valruidoso, para que lo vea vuestro primo Garnier, que también ha traicionado a mi padre.
Cuando Glaudes oyó este saludo, no se tuvo por contento. Y al enterarse la gente de allí que Sión había sido tomada y que Glaudes y sus dos hermanos habían sido hechos prisioneros, empezaron a presentar quejas de robos y de muchas otras maldades que habían causado: había en la fortaleza más de cien prisioneros, gente buena del país y comerciantes que habían sido despojados de sus mercancías, y por los que pensaban pedir recompensa; todos los que pasaban por Sión eran robados. Cuando Jofré oyó estas noticias hizo levantar horcas en las que hizo colgar a toda la gente de Glaudes, menos a éste y a sus dos hermanos. Encomendó el castillo a un noble caballero de aquella región, insistiéndole en que gobernara lealmente y que mantuviera la justicia. Aquél se lo prometió y así lo hizo.
Por la mañana marcharon de allí y se dirigieron a Valruidoso, llevando a Glaudes y a sus dos hermanos, que tenían mucho miedo de morir, y no les faltaba razón.
Al llegar ante el castillo de Garnier, plantaron las tiendas y se acomodaron todos; a continuación, Jofré ordenó que levantaran unas horcas frente a la puerta de la fortaleza, y mandó que colgaran a Glaudes y a sus dos hermanos, haciendo saber a los de dentro que, si no se rendían a su voluntad y le obligaban a tomar el castillo por la fuerza, los ahorcaría a todos.
Cuando Garnier de Valruidoso oyó estas palabras, le dijo a su dama:
—Señora, no me puedo enfrentar a la fuerza de este diablo. Me iré de aquí y marcharé a Montfrín, con mi sobrino Girart y mis otros amigos, para ver qué podemos hacer, o si firmamos un tratado de paz con Jofré.
—Id con Dios —le dijo la dama, que era sensata y discreta—, y cuidad de no caer preso. No marchéis de Montfrín hasta que tengáis noticias mías, pues, con la ayuda de Dios, creo que os podré conseguir un buen tratado de paz; si me hubierais hecho caso no hubierais prestado atención a las peticiones de Glaudes y de sus hermanos, aunque aún no habéis hecho nada que haya enfrentado vuestra fe a vuestro legítimo señor Remondín de Lusignan.
—Hacedlo lo mejor que podáis, me fío de vos y os obedeceré en todo.
Sale por una poterna falsa, monta un rápido corcel y marcha a cubierto de los fosos, pasa junto al campamento sin ser reconocido, pues pensaban que era uno de sus caballeros que se iba a pasear, porque iba a trote corto. Cuando se había alejado un poco, pica al caballo con las espuelas y galopa veloz. Tenía tanto miedo de ser visto, que corría sin saber por donde iba; cuando se encontró a la entrada del bosque, que tenía unas dos leguas, alabó a Jesucristo y tomó el camino de Montfrín.
Asegura la historia que Garnier de Valruidoso cabalgó sin detenerse hasta que llegó al castillo, donde encontró a su sobrino Girart, al que puso al corriente de todo lo ocurrido.
—Buen tío —le dijo Girart—, habéis actuado inteligentemente, pues, según me han dicho, Jofré es un caballero de enorme valentía y tremenda crueldad. En mala hora nos aliamos con Glaudes, pues sabíamos que él y sus hermanos eran gente de mala vida y que el que pasaba por su tierra era despojado de todo. Que Jesucristo salve nuestro honor. Hay que tomar una decisión. Enviaremos a buscar a nuestros amigos, parientes y a todos los que han participado en esta loca alianza.
—Está bien —contesta Garnier.
Enviaron aviso a todos, que no tardaron en prepararse para ir a Montfrín donde decidirían qué se podía hacer en esta situación o donde buscarían alguna excusa.
Aquí la historia deja de hablar un poco de ellos y hablará de la dama de Valruidoso, que siempre había reprochado a su marido el que consintiera muchas cosas a Glaudes y a sus hermanos. Esta dama tenía una hija de unos ocho o nueve años, que era muy bella y graciosa, y un hijo de unos diez años, hermoso y bien educado. La dama montó un rico palafrén en compañía de sus dos hijos, e hizo que los condujeran por las riendas dos ancianos gentilhombres. Ordenó que seis doncellas fueran con ella a caballo, y que abrieran la puerta; allí se encontró con el caballero novel que llevaba la orden de Jofré, al que la dama le preguntó con gran discreción:
—Señor caballero, mi marido no está aquí, ¿puedo acudir yo misma a Jofré para saber lo que desea? Me parece que ha venido en actitud de guerra, y me extraña —que sea contra mi señor o contra alguien de esta fortaleza; no quiera Dios que nadie de aquí haya cometido algo contra Jofré o su padre; si por ventura alguien, rencoroso y con deseos de venganza con respecto a Garnier, hubiera informado a Jofré de algo distinto de la verdad, le suplicaría humildemente que escuchara las explicaciones de mi señor.
Cuando el caballero novel la oyó hablar tan juiciosamente, le respondió:
—Dama mía, vuestra petición es razonable y yo mismo os conduciré a mi señor; creo que llegaréis a un buen acuerdo con él, aunque le han dado informes graves y duros contra Garnier. Supongo que accederá a una parte de vuestra solicitud.
Se dirigen al campamento y descabalgan ante la tienda de Jofré; al enterarse éste de que había llegado la dama, salió a su encuentro; ella, que había sido muy bien educada, cogió a sus dos hijos de la mano y se arrodilló haciéndole la reverencia a Jofré, que la levantó diciéndole:
—Señora, sed muy bien venida.
—Señor, sed bien hallado.
Los dos niños también lo saludan con respeto; Jofré los incorpora y les devuelve el saludo. Entonces, la dama toma la palabra y hace como si no supiera que él había ido de mal talante:
—Mi muy querido señor —le dice—, mi marido no está ahora en esta tierra, por esto he venido a rogaros que nos honréis, a mi señor y a mí, alojándoos en nuestra fortaleza: llevad tanta gente como queráis, pues es normal que os instaléis cómodamente; en el castillo, todos os recibiremos con gusto, como debemos hacer con el hijo de nuestro señor legítimo y natural.
Jofré se quedó atónito al oír estas palabras, pues no eran ésas las noticias que tenía de Garnier de Valruidoso; no obstante, respondió:
—Por mi cabeza, bella dama, os agradezco la gran cortesía que me hacéis, pero no puedo aceptar vuestra invitación, pues se me ha dado a entender que vuestro marido ha conspirado contra mi padre y contra mí; sin embargo, quiero que sepáis que no he venido aquí para guerrear contra damas ni doncellas, Dios me guarde. Estad segura de que no permitiré que sufráis ningún daño, ni vos ni vuestra gente, ni vuestra fortaleza, en el caso de que vuestro marido no esté.
—Mi señor —responde ella—, muchas gracias. Os ruego que me digáis la causa de vuestra indignación con mi marido, pues estoy segura de que él nunca ha hecho nada, sabiéndolo él y yo, que pudiera disgustaros. Creo que si le escucháis en sus razones, comprobaréis que los que os han informado en contra de él no han dicho la verdad; señor, respondo con mi vida de ello.
Cuando Jofré oyó a la dama, que hablaba así, pensó un poco y luego respondió:
—Señora, si puede demostrar que no ha faltado al juramento, ni ha traicionado o roto el homenaje al que se debe, estaré muy contento y aceptaré sus excusas y las de sus compañeros. Que vengan tranquilos, les otorgo permiso para ir y venir durante ocho días, y a Garnier durante nueve. Lo hago por vos y por vuestros hijos.
—Señor, que Dios os lo recompense.
La dama se despidió y volvió a Valruidoso, donde dejó a sus hijos; ordenó que montaran diez caballeros y escuderos y tres doncellas; cabalgó con ellos hasta Montfrín, donde fue recibida con gran alegría. Para entonces, ya estaban reunidos todos los aliados de Glaudes, que eran unos cuarenta. La esposa de Garnier los puso al corriente de las noticias.
—Podemos conseguir un buen tratado con él —dijo un caballero anciano—, pues nadie puede decir que le hemos faltado en nada. Si Glaudes nos pidió ayuda, porque tenía necesidad de ella y nosotros acordamos ayudarle, no hicimos nada malo, pues ni Jofré ni nadie pueden decir que nos hayamos puesto el yelmo en la cabeza, ni que hayamos dado un paso para ayudar a Glaudes en contra de nuestro señor; vayamos tranquilos, y dejadme hablar.
Todos los que estaban allí aceptaron el consejo del anciano y acordaron acudir tres días más tarde. La dama volvió a Valruidoso, mandó que cargaran pan y vino, gallina, heno y avena para enviarlos a Jofré, que no se quedó con nada, aunque permitió que lo hiciera quien quisiera. Del mismo modo, le dijo a Jofré qué día irían a verle Garnier y los suyos.
Se reunieron todos los del linaje de Glaudes en Montfrín, y se dirigieron a Valruidoso, donde fueron bien recibidos. Al día siguiente, comunicaron a Jofré que estaban ya dispuestos para ir a presentarle las excusas, a lo que él respondió que los oiría.
Salieron del castillo y descabalgaron ante la tienda de Jofré, a quien saludaron con grandes muestras de respeto. Entonces, tomó palabra el caballero anciano y le dijo a Jofré:
—Muy querido señor, hemos venido aquí porque nos han dado a entender que os habían informado en contra de nosotros y os habían referido que estábamos de acuerdo con la maldad que nuestro primo Glaudes de Sión había comenzado contra nuestro legítimo señor natural. Es cierto que antes de emprender esta alocada empresa, nos reunió y nos dijo:
—Buenos señores, vosotros sois de mi linaje y yo del vuestro; es justo que nos aliemos como primos y amigos.
—Así es —contestamos nosotros—, pero ¿por qué lo decís?
—Os lo voy a decir —respondió con gran sigilo—; temo que va a haber en breve una gran guerra y quiero saber si vosotros me ayudaréis o no.
Le preguntamos que contra quién. Y nos respondió que lo sabríamos a su tiempo, y que no actuaba como amigo quien faltaba a su pariente en la necesidad; a lo que nosotros le contestamos:
—Glaudes, sabed que no hay en este país nadie, noble o mercader, por alto que sea, contra el que no nos enfrentemos para ayudaros a mantener vuestro derecho.
Poco después empezaron algunas riñas en las que él tenía poca razón, y en las que algunos de nosotros le ayudamos a mantener su honor, pero cuando empezó a desobedecer a vuestro padre, que era su señor natural y el nuestro, estábamos completamente seguros de que ninguno de nosotros se armaría o saldría de casa en defensa de tal asunto. No se nos puede acusar de haberle apoyado; si se comprueba lo contrario hacednos castigar justamente, pues no pedimos gracia sino justicia; si alguien nos ha acusado por envidia u odio, no por eso vos debéis querernos mal, pues somos vuestros vasallos, súbditos verdaderos y obedientes; si alguno nos pretende molestar o injuriar, vos nos debéis proteger. Y de este asunto ya no sé qué más decir, pues no acertamos a adivinar algo que os pudiera ofender.
Cuando Jofré oyó la disculpa presentada por el anciano, se reunió con su consejo y les dijo:
—Buenos señores, ¿qué os parece? Creo que esta gente se excusa sinceramente.
—Señor —dijeron todos de común acuerdo—, es verdad; preguntadles bajo juramento por los Santos Evangelios que si se hubiese realizado el asedio de Sión, si hubieran ayudado o apoyado a Glaudes o a sus hermanos contra vos; si juran que sí, son enemigos vuestros; y si no, no les debéis guardar ningún rencor. Luego hacedles jurar que si les hubieseis mandado asediar Sión, si hubieran ido a serviros contra vuestros enemigos.
En esto estuvieron de acuerdo todos los del consejo. Informaron de lo acordado a Garnier y a los demás, y ellos respondieron que lo jurarían de muy buen grado. Así lo hicieron y obtuvieron la paz de Jofré, que a partir de entonces viajó por el país visitando las fortificaciones y las ciudades durante dos meses; luego, se despidió de los nobles, dejando buenos gobernantes, y marchó a Lusignan, donde fue muy bien recibido por Remondín, por Melusina y por toda la nobleza que ya conocían sus hazañas en Irlanda y cómo había sometido a los enemigos.
Por aquel entonces había llegado de Chipre un caballero del Poitou, que era del linaje de Tors, con noticias de que el califa de Bagdad y el gran Caramán habían atacado Armenia, causando graves perjuicios al rey Guyón, y que el rey Urién tenía intención de ir a guerrear, para lo que estaba reuniendo gente y navíos para combatir en el mar, o en su propio país si no los encontraba en alta mar, pues no deseaba dejarles llegar a sus tierras. Cuando Jofré se enteró de esta noticia, juró por Dios que participaría, pues había permanecido demasiado tiempo en casa. Les pidió a Remondín y a Melusina que le dieran medios suficientes para ir en ayuda de sus hermanos; se lo otorgaron con la condición de que estuviera de regreso al cabo de un año.
Jofré se alegró al saber que sus padres aceptaban que fuera a prestar auxilio a los de oriente; entonces, le rogó al caballero que había venido de Chipre que volviera con él, que se lo agradecería bien.
—Me han dicho que vuestro valor no se puede comparar con el de ningún caballero —le dijo el que había traído las noticias—; iré con vos para comprobar si sois capaz de hacer más que vuestros hermanos Urién y Guyón, pues los conozco bastante bien a ambos.
—Señor caballero —le contestó Jofré—, poco es mi valor comparado con el poder de mis dos señores y hermanos, pero os agradezco que hayáis accedido a venir conmigo, y, si Dios quiere, os recompensaré bien.
Entonces dio las órdenes necesarias y consiguió hasta mil cuatrocientos hombres con yelmo y unos cuatrocientos ballesteros, y les mandó que se dirigieran a La Rochelle, donde estaban Remondín y Melusina, que habían reunido una buena flota y ya estaba provista y avituallada para zarpar. Entonces, Jofré se despidió de sus padres y se adentró en el mar; izaron las velas, se encomendaron a Dios y empezaron a navegar hacia alta mar, tan rápidamente que en poco tiempo los perdieron de vista.
Aquí deja la historia de hablar de Jofré y de su gente y habla del califa de Bagdad y del sultán de Berbería, que era sobrino del sultán que murió en la batalla que tuvo lugar en el cabo de San Andrés, al pie de la Montaña Negra.
El califa de Bagdad, el sultán de Berbería, el rey Antenor de Antioquía y el emir de Curdes juraron que no cesarían hasta el día en que consiguieran destruir al rey de Chipre y a su hermano. Habían reunido entre todos unos ciento veinte mil sarracenos y tenían la flota preparada para ir a Armenia, destruir la isla de Rodas y acabar con los habitantes de Chipre. Del mismo modo, estaban decididos a que el rey Urién muriera crucificado y su mujer y sus hijos, quemados; pero tal como dice el sabio, «el loco piensa y Dios ordena».
Por aquel tiempo, había entre ellos numerosos espías, tanto de Armenia como de la isla de Rodas; uno, que estaba al servicio personal del gran Maestre de Rodas, parecía tan sarraceno que nadie sospecharía lo contrario, y conocía la lengua como si fuera del propio país. Éste se enteró de los planes y marchó a Beirut, donde encontró una embarcación que iba a zarpar hacia Turquía en busca de mercancías, y embarcó. Cuando tuvieron buen viento, levaron anclas y navegaron hasta la isla de Rodas, a la que se aproximaron para refrescarse. El espía les dijo que quería ir a la ciudad por poco tiempo; le contestaron que si no volvía pronto, que no le esperarían. Él los tranquilizó diciendo que regresaría en seguida.
Se dirigió a la ciudad, donde fue reconocido; se presentó rápidamente ante el gran Maestre y le contó las noticias.
—¿Es esto verdad? —preguntó al oírlas.
—Señor —le contestó—, por mi fe que sí. Lo he visto yo mismo. Entonces el Maestre escribió al rey de Armenia y al de Chipre; Urién, a su vez, escribió al Maestre y a su hermano Guyón para que embarcara con toda su fuerza y esperara junto al puerto de Jafa, donde se encontrarían, pues sabía que el califa de Bagdad y sus cómplices iban a embarcar por aquella parte.
Guyón reunió unos seis mil armenios bien armados y unos mil ballesteros, y se fue en busca del Maestre a Rodas. Éste estaba embarcando en el puerto unos cuatro mil combatientes, entre caballeros de la Orden, servidores y extranjeros que iban en busca de aventuras; había, además, seiscientos o setecientos arqueros y ballesteros. Cuando la flota se reunió, resultaba muy hermosa: las banderas ondeaban sobre las naves; el oro y el azur, los yelmos y las lorigas brillaban al sol. Entraron en alta mar y se dirigieron al puerto de Jafa, en el que se encontraba la flota de los sarracenos y al que iba también el rey Urién con sus naves.
En efecto, el ejército de Urién había atravesado Chipre y embarcó en el puerto de Limasol, donde se encontraba la reina Herminia con sus damas y doncellas, con su hijo Hervy, que tenía cinco años, y con los que debían guardar el puerto y el país. El rey se despidió y embarcó con los otros catorce mil combatientes, ballesteros y gente de armas. Izaron las velas, salieron del puerto y navegaron con tal rapidez que en poco tiempo los perdió de vista la reina que estaba en la torre mayor.
Tres días después, llegó Jofré a Limasol, pero el alcaide no dejó que entrara a pesar de que se quedó sorprendido al ver en los barcos y en las banderas las armas de Lusignan. Fue al castillo y avisó a la reina.
—Id a ver quién es —le dijo ésta que era muy sensata—, pues si no es traición no nos puede reportar más que bien; hablad con ellos y enteraos de dónde vienen; preparad a vuestra gente en el puerto por si pretenden desembarcar por la fuerza, que sean rechazados.
El alcaide llevó a cabo la orden de la reina, fue a las defensas que hay entre las dos torres de la puerta y les preguntó en voz alta qué querían. Entonces, contestó el caballero que ya había estado en Chipre:
—Dejadnos entrar; es uno de los hermanos del rey Urién que viene a luchar contra los sarracenos.
Cuando el alcaide oyó al caballero lo reconoció y le dijo:
—Señor, hace tres días que el rey se ha marchado y se dirige al puerto de Jafa, pues quiere evitar que los sarracenos desembarquen en su país. Decid a Jofré que se presente a mi dama la reina, con vos y con veinte, treinta o cuarenta caballeros, que estará muy contenta con vuestra compañía y con vuestra llegada.
Nada más saberlo, Jofré embarcó en un esquife que no tardó en llegar a la cadena; se la abrieron para que pasaran y fueron recibidos en la ciudad con grandes honores. Todos los de Limasol se admiraban del extraordinario porte de aquellos hombres, especialmente de Jofré, y aseguraban que no regresarían sin haber conquistado alguna de aquellas tierras.
Mientras la gente hablaba de este modo, llegaron a donde estaba la reina, que les esperaba con Hervy al que tenía cogido por la mano; Herminia se inclinó ante Jofré hasta tocar el suelo, y éste hizo lo mismo; luego, la incorporó, la abrazó y la besó, diciéndole:
—Señora, hermana mía, que Dios os dé la alegría que vuestro corazón desee.
Ella le dio la bienvenida con grandes muestras de afecto. Entonces, Jofré tomó a su sobrino, que estaba de rodillas y lo cogió en brazos diciéndole:
—Buen sobrino, Dios os otorgue muchos dones.
—Muchas gracias, buen tío —respondió el niño.
¿Para qué os voy a alargar el relato? Abrieron el puerto y la flota entró para descansar.
—Señora —le dijo Jofré a la reina—, quiero ir en busca de mi hermano; facilitadme algún piloto que conozca el mar, para que pueda encontrarlo sin dificultades.
—Mi querido hermano —respondió la reina—, no os preocupéis, pues lo haría aunque me costase mil besantes, para evitar el peligro y para que vos y vuestra flota os podáis reunir con mi señor, pues sé que se pondrá muy contento con vuestra llegada, como es normal.
Entonces, llamó al alcaide y le dijo:
—Id y haced que armen un pequeño navío de dieciséis remos, buscad al mejor piloto y al patrón de galera más experto que haya quedado aquí, para que conduzca a mi hermano al lado de Urién.
—Señora —responde—, tengo una pequeña embarcación lista, armada y avituallada. No hace falta más que zarpar.
Entonces, Jofré se puso muy contento; se despidió de su hermana, de su sobrino y de la corte, se fue al puerto y embarcó. La nave pequeña iba delante; izaron las velas, llegaron a alta mar y se perdieron de vista en poco tiempo. Que Dios los guíe, pues lo van a necesitar.
No habían de pasar más de cuatro días para que el rey Urién y sus naves llegaran a avistar el puerto de Jafa, con la gran flota que había en él: allí estaban los navíos del califa, del sultán de Berbería, del rey Antenor y del emir de Curdes; y no faltaban más que los grandes señores. Decidieron que el rey Antenor de Antioquía y el emir de Curdes llevarían la vanguardia, irían a Rodas y destruirían la isla; el califa y el sultán les seguirían para socorrerlos en caso de que hubiera dificultades. Y así lo hicieron: zarpó la vanguardia con cuarenta mil paganos y se dirigió a Rodas, sin que el rey Urién los viera, pero no habían navegado más de media jornada cuando se encontraron con el rey Guyón y la flota del Maestre; entonces, se formó un gran alboroto, los cristianos se pusieron en orden de batalla y comenzó el ruido de cañones y los tiros de ballestas y arcos, los impactos de piedras y de bolas de cañón. Cuando llegó el momento del abordaje, se vieron lanzazos y golpes de venablo y azagayas: allí hubo una fiera matanza y una cruel batalla; se perdieron y hundieron seis naves de los sarracenos, pero aunque los cristianos actuaron con gran destreza y valentía, la fuerza de los enemigos era mucho mayor y los nuestros tuvieron que soportar y sufrir mucho; los sarracenos hubieran destruido a nuestra gente si Dios no hubiese llevado hasta allí a la flota de Jofré, que había navegado a toda vela y con viento favorable, de modo que en poco tiempo llegaron al lugar de la batalla. La pequeña embarcación que los guiaba se acercó tanto que los podía distinguir a simple vista; el patrón avisó a Jofré y a nuestra gente para que estuvieran preparados pues había visto tumulto y creía que los que combatían eran gente nuestra contra los sarracenos.
—Ahora, poneos en orden de batalla; iremos a ver quiénes son.
—Id ya —dijo Jofré—, pero, sean quienes sean, ayudaré a los más débiles, a ver si son mis hermanos.
Entonces, marcha el esquife y llega muy cerca de la batalla, y oyen gritar en voz alta: «¡Curdes y Antioquía!» y «¡Lusignan y San Juan de Rodas!».
—Señor —le contaron a Jofré—, por un lado están los sarracenos y por el otro los cristianos. Pero no es el rey Urién, sino que me parece que son el rey de Armenia y el gran Maestre de Rodas que han debido encontrar a los sarracenos en alta mar.
—Ataquemos de inmediato —dijo Jofré—, no es necesario disimular.
Despliegan las velas, las golpea el viento yendo tan rápidos como un dardo de ballesta, atacan el centro de la flota de los sarracenos, de forma que no quedan juntos más de cuatro navíos. Gritan «Lusignan», por lo que los armenios y los de Rodas pensaron que debía ser el rey Urién que venía de Chipre. Entonces, recobraron gran coraje y mucho ánimo. El emir y los suyos reunieron a su gente y atacaron a los cristianos con gran fuerza, pero Jofré y sus hombres, que estaban frescos y descansados, les cayeron de tal modo que parecía que estuvieran completamente locos. El barco en el que iba Jofré abordó al del rey Antenor de Antioquía, lo unieron con buenos garfios de acero. Jofré saltó dentro del barco enemigo y empezó la matanza de sarracenos. Su gente pasó a la nave por otro lado y combatieron con tanta valentía que pronto dejaron de defenderse los sarracenos: la mayoría de ellos saltaron al mar, pensando en llegar al navío del emir de Curdes, que estaba muy cerca y al que el rey Guyón asaltaba en ese momento. De todos modos, el rey de Antioquía se salvó así, aunque su barco fue tomado de inmediato, con todo lo que había de valor en él; luego, hundieron la nave. El esquife se aproximó a los barcos grandes, y agujereó cuatro sin que los de dentro se dieran cuenta hasta que se encontraron anegados; perecieron en el mar. ¿Para qué os voy a prolongar esto? La batalla fue dura y horrible y la matanza pavorosa; muchos sarracenos murieron y fueron pocos los que se defendieron.
Jofré sobrepasó a todos en valor; los cristianos estaban admirados porque no sabían quiénes eran ni por qué gritaban «Lusignan», pero aquel momento no era el apropiado para preguntarlo. Cuando el rey Antenor y el emir de Curdes comprobaron que la derrota se cernía sobre ellos, pues ya habían perdido a más de dos partes de la flota, aparentaron que iban al puerto de Jafa en busca de auxilio; entraron en un navío ligero y navegaron a toda vela, lejos de la batalla. Los demás sarracenos los siguen como pueden, pero los armenios y los de Rodas retienen a la mayoría, dándoles la muerte o arrojándolos por la borda.
Cuando Jofré vio que el rey Antenor y el emir huían, hizo desplegar las velas e izarlas, y salió tras ellos con toda su flota, alejándose en poco tiempo de los armenios y del Maestre de Rodas. Al ver el patrón del esquife que se distancian demasiado, grita a su gente:
—Tras ellos, señores, pues si Jofré pierde el rumbo y no puede reunirse con su hermano, yo no me atrevería a volver con mi dama.
Entonces, el rey Guyón reconoció al patrón y le preguntó que quiénes eran aquellos que les habían prestado tan gran auxilio.
—Señor —le contestó el patrón—, es Jofré el del Gran Diente, vuestro hermano.
Al oírlo, grita en voz alta:
—Desplegad las velas, y procurad alcanzar a mi hermano, pues si lo pierdo, no volveré a tener alegría en mi corazón.
Lo siguen con gran rapidez, pero la embarcación va delante tan deprisa que en poco tiempo alcanzó a Jofré, que ya estaba muy cerca de los sarracenos, junto al puerto de Jafa.
Aquí dejaré de hablar de ellos y os hablaré de Urién, que había llegado al puerto incendiando los navíos; aunque los paganos consiguieron apagar el fuego, no pudieron evitar que ardieran más de diez barcos, entre grandes y pequeños. El poder sarraceno quedó muy disminuido.
Jofré entró en Jafa persiguiendo al emir, aunque pronto preferiría no haber entrado, por la cantidad de sarracenos que había en el puerto: de inmediato se originó una fiera batalla.
El rey Antenor y el emir de Curdes llegaron a tierra en un pequeño navío y corrieron a la ciudad, donde encontraron al califa de Bagdad y el sultán de Berbería, que se extrañaron mucho de que hubiesen vuelto. Ellos les contaron lo ocurrido.
—Vedlo allí —añadieron—, cómo combate con vuestra gente; ha entrado en el puerto, en lo más peligroso, y destruye y aniquila a cuantos le atacan.
Cuando el sultán oyó esto, no tuvo ningunas ganas de reír y dijo:
—Por Mahoma, se me advirtió hace tiempo que yo mismo y otros de mi fe padeceríamos grandes sufrimientos causados por los herederos de Lusignan; pero ¿qué podríamos hacer para traerlos a tierra? Si nuestra gente estuviese fuera de las naves, sin duda alguna los vencerían con poco esfuerzo.
—Por mi cabeza —dijo el califa—, tenéis razón; y después de derrotarlos aquí, el resto sería fácil.
—Así es —dijo el sultán—, intentemos sacar a nuestra gente de los barcos, que vengan tranquilos.
Hablaban en vano, pues los sarracenos desembarcaron muy deprisa, sin atender a lo ordenado, porque Jofré atacaba con tal vigor que nadie esperaba a que llegara. Entonces, los cristianos los persiguen hasta la ciudad de Jafa; los que eran alcanzados, caían muertos por el suelo, y los que conseguían escapar, entraban en la ciudad gritando «¡Traición!», «¡Traición!». Cerraron las puertas y ocuparon sus puestos para defender Jafa. Jofré volvió a la nave y ordenó que sacaran los caballos, decidido a no marchar y a morir en la lucha, si era necesario, y dispuesto a realizar tales hazañas por las que se conocería en todo el país quién había estado allí.
La historia cuenta que mientras Jofré planeaba el ataque, el esquife divisó las banderas y los pendones del rey Urién, que estaba causando un gran daño a la flota de los sarracenos, y que no sabía que Jofré había desembarcado. Cuando el patrón se dirigía hacia las naves de Urién, se encontró con el rey Guyón y con su gente, que le pidieron noticias de Jofré.
—Por mi cabeza —dijo el patrón—, vedlo allí, que ha desembarcado frente a los enemigos, obligándoles a entrar a la fuerza en Jafa. Id a ayudarle, pues tiene poca gente y los sarracenos están en tierra. Allí, en aquel otro lado, está el rey Urién, que devasta sus navíos; voy a anunciarle vuestra aventura y la llegada de Jofré.
Guyón le contestó que así había que hacerlo, y entró en el puerto, mientras que el patrón del esquife se dirigió a Urién, a quien saludó con mucho respeto, contándole los hechos tal como los habéis oído, por lo que el rey daba gracias a Nuestro Señor. Cuando terminó el relato, el rey gritó a su gente:
—¡Adelante, nobles señores! Luchad lo mejor que podáis, pues nuestros enemigos deben morir o ser apresados.
Entonces, atacan a la flota enemiga tan rápidamente que los sarracenos huyen aterrorizados de sus navíos, intentando refugiarse en Jafa. Cuando el califa y el sultán vieron que sus hombres eran arrojados a tierra, solicitaron inmediatamente treguas por tres días, al rey Urién para que se instalara y acampara, y para que sus hombres descansaran; y le dijeron también, a través de un truchimán, que al cuarto día librarían batalla. Cuando el rey de Chipre lo oyó, aceptó e hizo que firmaran Guyón y Jofré. El rey de Armenia ya había desembarcado y estaba con Jofré, mostrándose ambos gran alegría por el encuentro. El rey Urién hizo que toda su gente fuera a tierra y que plantaran las tiendas en la costa, ante los navíos. Mandó que sus hermanos y el maestre de Rodas se alojaran cerca de él y que amarraran los barcos junto a los suyos. Entonces, comenzó una gran alegría entre los hermanos. Habían reunido una hueste de unos veintidós mil hombres entre ballesteros, arqueros y gente de armas.
Los combatientes descansaron durante tres días, pero, llegado el término, el sultán de Damasco, que se había enterado de la presencia de los cristianos, mandó al califa y a su gente que no combatiesen sin él y que pidieran tres días más de tregua; así lo hicieron y el rey Urién aceptó. Cumplido el nuevo plazo, el sultán de Damasco mandó que salieran por la noche y que fueran a acampar a una pradera de cerca de la ciudad, para caer antes sobre los cristianos, pues tenía intención de que no escapara ninguno. El sultán había reunido unos sesenta mil hombres y los otros sarracenos tenían unos ochenta mil, mientras que los nuestros no eran más de veintidós mil; cuando se enteraron de que los sarracenos se habían ido, lo tomaron muy a mal, pues pensaban que habían escapado, pero se preocupaban en vano, pues en menos de tres días los volverían a tener a todos juntos otra vez.
En esto, un truchimán llegó a la tienda de los hermanos en un dromedario, y los saludó con cortesía. Los contempla durante largo tiempo antes de hablar, admirándose del fiero aspecto de los tres, y sobre todo del de Jofré, que era incomparablemente más grande y fornido que los otros; le ve el diente que le pasa más de una pulgada por encima del labio; al fin, comienza a hablar diciéndole a Urién:
—Señor rey de Chipre, el califa de Bagdad y el sultán de Damasco, el sultán de Berbería, el rey Antenor de Antioquía, el emir de Curdes y el rey de Damieta os informan de que están listos para librar combate, y os esperan en los campos de Damasco; podéis ir a acampar con toda tranquilidad delante de ellos, ocupando el lugar que más os plazca; os otorgan tres días de tregua después de que acampéis; luego, de común acuerdo decidiréis el lugar de la batalla; cuando veáis sus fuerzas, llegaréis a algún acuerdo amigable con mis señores, pues no podréis resistir a su ejército.
Cuando Jofré oyó decir tales palabras, se revolvió enfurecido y dijo:
—Vete con tus reyes, con tus sultanes y con tu califa, y diles que aunque estuviera yo sólo con mi gente, iría a combatirles; explícales que no nos interesan sus treguas; en cuanto estés con ellos, diles que los desafío: la prueba será que tan pronto como te vayas de aquí, atacaré Jafa y la devastaré con fuego y llamas; a los sarracenos que encuentre, los condenaré a muerte. Cuando pases por Jafa avísales para que se preparen, pues iré en seguida contra ellos.
Cuando el truchimán oyó esta respuesta, se asustó; fue al dromedario sin decir más y montó; temía tanto a Jofré que no cesaba de mirar hacia atrás, con miedo de que le siguiera, mientras se decía a sí mismo:
—Por Mahoma, si todos los demás fueran así, nuestra gente tendría muchas pérdidas antes de conseguir la victoria.
Cuando llegó a Jafa les dijo que Jofré el del Gran Diente iba a atacar, y que había jurado que pasaría por la espada a todo aquel que encontrara allí. Se asustaron mucho, y más de la mitad de los de la ciudad huyeron hacia Damasco, llevándose todos sus bienes. Jofré hizo tocar las trompetas y ordenó que se armara la gente; se dispuso a asaltar la ciudad, pues no quiso dejársela ni a Urién ni a Guyón.
El truchimán cabalgó hasta que llegó al campamento que los sarracenos tenían junto a Damasco; en la tienda del califa encontró a los dos sultanes, al rey de Antioquía, al emir de Curdes, al rey Galafrín de Damieta y a muchos otros que le pidieron noticias de los cristianos.
—Por mi cabeza —contestó el truchimán—, he llevado vuestro mensaje, pero al decirles que cuando vieran vuestro poderío os pedirían la paz y que no os podrían hacer frente, uno de ellos, que tiene un gran diente, no esperó a que el rey de Chipre contestara, sino que dijo:
—Ve y cuenta a tus reyes y a tus sultanes que no nos interesan nada sus treguas, y que aunque estuviera yo sólo con mi gente os combatiría.
Y añadió que os dijese que en cuanto yo llegara aquí, que las treguas quedaban rotas y que os guardaseis de él y que a despecho vuestro asaltaría Jafa, incendiándola y pasando a cuchillo a sus habitantes; me pidió también que yo mismo se lo advirtiera a los de la ciudad, y así lo hice; y sabed que más de la mitad de los habitantes han venido detrás de mí, y he oído tocar las trompetas para comenzar el asalto. No os podéis imaginar cómo es de horrible el porte y la fiereza de Urién y de Guyón, sus hermanos: a juzgar por la cara, parece gran osadía esperarles, en especial al del diente grande que no muestra miedo por nada, y que sólo le preocupa que huyáis antes de que pueda alcanzaros.
Cuando el sultán de Damasco lo oyó, empezó a sonreír.
—Por Mahoma —dijo—, por lo que puedo entrever de vuestra valentía, no seréis el primero que se reunirá en la batalla con el del diente grande.
—Por mí —respondió el truchimán—, cuando llegue el día y el momento en que vea que se aproxima, sólo deseo que me separen de él un gran río, o las torres y los muros de Damasco o de cualquier otra fortaleza, o que Mahoma me confunda.
A estas palabras empezaron todos a reír, pero ríe quien luego llorará si puede.
Ahora os hablaré de Jofré, que hizo asaltar Jafa, tomándola por la fuerza y pasando por la espada a todos los sarracenos que encontró; sacó los bienes de la ciudad e hizo que sus hombres los llevaran a los barcos, y luego, ordenó incendiarlo todo. Después regresó al campamento y pidió a sus hermanos que le dejaran formar la vanguardia con el Maestre de Rodas. Ellos aceptaron y el Maestre se puso muy contento. Aquella noche reposaron hasta el amanecer.
Al día siguiente, por la mañana, según cuenta la historia, la vanguardia levantó el campo después de oír misa, seguida por el grueso del ejército y por la impedimenta; por último, iba la retaguardia. Cuando ya se habían puesto en marcha, un espía fue a Jofré y le dijo:
—Señor, a media legua de aquí hay unos mil sarracenos que se dirigen a Beirut para guardar el puerto y la ciudad.
—¿Sabrás conducirme hasta ellos? —pregunta Jofré.
—A fe mía que sí, señor.
Jofré le dijo al Maestre de Rodas que condujera la vanguardia, encendiendo fuego continuamente, para que él los pudiera encontrar por el humo; le respondió que así lo haría; luego, se marchó con el espía y vio a los sarracenos que bajaban de una colina. Hizo que los suyos se apresuraran y, cuando los tuvo rodeados, les gritó:
—¡Por Dios, glotones, no podréis escapar de mí! Entonces se lanza contra ellos y derriba al primero, que se queda en el suelo; luego, saca la espada y empieza a realizar extraordinarias hazañas; los sarracenos eran pocos, y, apenas rompieron el cerco, huyeron a Beirut perseguidos por nuestra gente.
Cuando los habitantes de esta ciudad vieron llegar a los fugitivos, les bajaron el puente y abrieron la barrera de la puerta, dejándoles el paso libre para que entraran; pero Jofré los seguía tan de cerca que entró entre la muchedumbre con unos quinientos hombres: en la misma puerta mandó que la guardaran hasta que todos sus hombres hubieran entrado; entonces empieza una cruel y dura batalla en la que los sarracenos no pudieron resistir y huyeron hacia la salida de Trípoli. El que tenía buen caballo no lo olvidó, sino que picó espuelas y galopó hasta llegar a Trípoli; los que iban mejor montados no pararon hasta Damasco. Jofré y su gente pasan a todos por la espada, vacían la ciudad de sarracenos acabando con todos, y arrojando los muertos al mar, mientras que el del Gran Diente contempla la fortificación de la ciudad, el castillo que se asienta sobre el mar y la bella bahía guarnecida con grandes torres para proteger a los barcos. Entonces, dice que por su buen Dios le gustaría quedarse con este puerto; dejó en él ciento cuarenta ballesteros y doscientos hombres de armas. Al día siguiente, se despidió de su gente y se fue tras el ejército siguiendo la señal de humo. El Maestre de Rodas temía que Jofré hubiese tenido algún percance, y sus hermanos, a quienes se lo había hecho saber, tenían la misma preocupación, pero era en vano, pues en seguida lo volverían a ver.
Los que marcharon de la destrucción del puerto de Jafa llegaron a Damasco y se dirigieron a la tienda del sultán, en la que estaban el califa y los demás reyes y emires; les contaron la destrucción de su ciudad, la muerte de los habitantes que no habían huido y el incendio de la misma.
—Por Mahoma —dijo el sultán de Damasco—, estos cristianos son gente cruel y no temen a la muerte. Saben con certeza que contra nuestro gran pueblo no pueden conseguir victorias y por eso aparentan que no nos temen y hacen creer que somos tan pocos como ellos.
—Aunque estuvieran cocidos —dijo el sultán de Berbería—, y existiese la costumbre de comer tal carne, no nos bastaría para saciarnos. Por mi ley, aunque sólo fuéramos yo y mi gente, no podrían avanzar un pie desde la orilla del mar.
Cuando el truchimán lo oyó, no pudo contenerse y contestó en voz alta:
—Señor sultán, si hubieseis visto el fiero aspecto de Urién y Guyón y el porte de su gente, la gran fiereza del diente grande, no os preocuparía atacarles tal como decís. Antes de que haya concluido este asunto, no estaréis tan alegres como ahora; siempre he oído decir que amenaza el que tiene mucho miedo y luego resulta apaleado.
Cuando el sultán de Damasco oyó estas palabras, comenzó a reír diciéndole:
—Por Mahoma, buen señor, sois muy valiente; por lo que veo, os gustaría estar en primera línea en la batalla para encontrar al del diente grande.
—Por mi ley —le responde—, señor sultán, si no encontráis a otro que se enfrente con él, llegará aquí sin dificultad, pues yo le volveré la espalda a una o dos leguas.
Entonces, empezó una gran risa entre ellos, pero antes de que cayera la tarde, recibieron noticias de las que no tuvieron ningunas ganas de reír, pues llegaron a los pabellones los que habían huido de Beirut, y contaron la pérdida de la ciudad, que había caído en manos de Jofré el del Gran Diente, que les había obligado a salir, matando a quienes no lo hacían.
—Señor sultán —añadieron—, sabed que no tiene ninguna intención de marcharse, pues ha abastecido a la ciudad de víveres, gente y artillería, y viene hacia aquí rápidamente; no se ve más que fuego y llamas por todo el país y todos los caminos están llenos de sarracenos o turcos muertos.
Cuando el sultán oyó esto se preocupó mucho.
—Creo que éste —dijo— del diente grande lleva el diablo en el cuerpo.
—Entonces —dijo el sultán de Berbería—, temo que me ocurra lo que me profetizaron.
—¿Qué es? —preguntó el sultán de Damasco.
—Me profetizaron —contestó el de Berbería— que sería destruido con otros muchos por los herederos de Lusignan, y que nuestra ley se vería muy debilitada por sus acciones.