FRANNY

Aunque con un sol brillante, el tiempo de la mañana del sábado volvió a ser tiempo de abrigo, y no solo de abrigo ligero, como había sido toda la semana y como todo el mundo esperaba que continuase durante el gran fin de semana, el fin de semana del partido de Yale. De los más o menos veinte jóvenes que aguardaban en la estación la llegada de sus parejas en el tren de las diez cincuenta y dos, sólo seis o siete se encontraban en el frío andén al aire libre. El resto estaba diseminado en pequeños grupos de dos, tres y cuatro, sin sombrero y envueltos en el humo de la sala de espera con calefacción, hablando con voces que, casi sin excepción, sonaban universitariamente dogmáticas, como si cada uno de ellos, en su turno estridente dentro de la conversación, estuviera aclarando de una vez por todas una cuestión altamente polémica que el mundo exterior, no matriculado, hubiese discutido en vano durante siglos, provocativamente o no.

Lane Coutell, con una gabardina Burberry provista al parecer de un forro de lana abotonado en su reverso era uno de los seis o siete muchachos que estaban en el andén descubierto. O, mejor dicho, era y no era uno de ellos. Durante diez minutos o más se había mantenido deliberadamente fuera del alcance de la conversación de los otros jóvenes, de espaldas al exhibidor de libros de la Ciencia Cristiana libre, con las manos sin guantes en los bolsillos de la gabardina. Llevaba una bufanda de cashmere marrón que se le había ido cuello arriba, dejándole casi sin protección contra el frío. De pronto, y con ademán ausente, sacó la mano derecha del bolsillo de la gabardina y empezó a ajustar la bufanda, pero antes de haberlo hecho, cambió de opinión y usó la misma mano para meterla dentro de la gabardina y extraer una carta del bolsillo interior de la chaqueta. Empezó a leerla inmediatamente, con la boca entreabierta.

La carta estaba escrita —a máquina— en papel de notas de color azul pálido. Tenía un aspecto manoseado, de cosa ajada, como si ya la hubieran sacado del sobre varias veces, para releerla.

martes, creo

Queridísimo Lane:

no tengo idea de si podrás descifrar esto, pues el ruido en el dormitorio es absolutamente increíble esta noche y apenas puedo oírme pensar. Por lo tanto, si incurro en alguna falta de ortografía, sé gentil y ten la bondad de pasarla por alto. A propósito, he seguido tu consejo y recurrido mucho al diccionario últimamente, así que si eso entorpece mi estilo, tú tienes la culpa. Sea como sea, acabo de recibir tu encantadora carta y te quiero hasta el frenesí, la locura, etc., y apenas puedo esperar al fin de semana. Es una lástima que no me hayas encontrado sitio en Croft House, pero en realidad no me importa dónde me aloje con tal de que esté caliente, no tenga chinches y pueda verte de vez en cuando, es decir, a cada minuto. Estoy algo loca últimamente. Adoro toda tu carta, en especial la parte sobre Eliot. Creo que estoy empezando a despreciar a todos los poetas excepto a Safo. La he leído con furor, y no hagas ninguna observación vulgar, te lo ruego. Es posible que incluso escriba sobre ella en mi composición del examen trimestral, si decido batallar por una distinción y si logro que me lo permita el imbécil que me han asignado como consejero. «El delicado Adonis se está muriendo, Citerea, ¿qué haremos? Golpead vuestros pechos, doncellas, y rasgad vuestras túnicas.» ¿No es maravilloso? Y, además, escribe así sin interrupción. ¿Me quieres? No lo dices ni una vez en tu horrible carta. Te odio cuando eres un supermacho sin remedio y retiscente (¿ort.?). No es que te odie de verdad, pero por naturaleza estoy en contra de los hombres fuertes y silenciosos. Tampoco es que tú no seas fuerte, pero ya sabes a qué me refiero. Hay un ruido aquí que apenas puedo oírme pensar. De todos modos, te quiero y necesito enviar esto por correo urgente para que lo recibas con mucha anticipación, suponiendo que encuentre un sello en este manicomio. Te quiero te quiero te quiero. ¿Te has dado cuenta de que sólo he bailado contigo dos veces en once meses? Sin contar aquella vez en el Vanguard, cuando estabas tan achispado. Probablemente seré tímida sin remedio. A propósito, te mataré si haces alguna alusión a esto. ¡Hasta el sábado, florecita mía!

Con todo mi amor,

Franny

P.D. Papá ha recibido su radiografía del hospital y todos sentimos un gran alivio. Es un tumor, pero no maligno. Anoche hablé con mamá por teléfono. A propósito, te envía recuerdos, así que ya puedes estar respecto a aquella noche del viernes— Creo que ni siquiera nos oyeron entrar.

P. P. D. Sueno tan poco inteligente y tan retrasada mental cuando te escribo. ¿Por qué? Te doy permiso para analizarlo. Limitémonos a tratar de divertirnos mucho este fin de semana. Quiero decir, si es posible, por una vez, no tratemos de analizarlo todo hasta el fondo, especialmente a mí. Te quiero.

Frances (su marca)

Lane estaba más o menos a la mitad de esta especial lectura de la carta, cuando fue interrumpido —importunado, acosado— por un joven corpulento llamado Ray Sorenson, que quería saber si Lane sabía de qué trataba ese bastardo de Rilke. Tanto Lane como Sorenson estaban en el curso de Literatura Europea Moderna 251 (sólo abierto para estudiantes de último año y graduados), y tenían asignada la Cuarta de las Elegías de Duino de Rilke. Lane, que conocía someramente a Sorenson, pero sentía una aversión vaga y categórica hacia su rostro y sus modales, guardó la carta y dijo que no lo sabía, pero que creía haber entendido la mayor parte.

—Tienes suerte —observó Sorenson—. Eres un hombre afortunado. —Su voz contenía apenas un rastro de vitalidad, como si se hubiera acercado a hablar con Lane por aburrimiento o impaciencia, y no por deseo de mantener una conversación con un congénere—. Caramba, hace frío —comentó, sacando del bolsillo un paquete de cigarrillos.

Lane advirtió una marca de lápiz labial, pálida pero bastante evidente, en la solapa del abrigo de pelo de camello de Sorenson. Tenía el aspecto de haber estado allí durante semanas, tal vez meses, pero no conocía a Sorenson lo suficiente como para mencionarlo, ni, por otra parte, le importaba un comino. Además, el tren ya llegaba. Ambos muchachos dieron una especie de medio giro a la izquierda para ponerse de cara a la locomotora que se acercaba. Casi al mismo tiempo se abrió con estrépito la puerta de la sala de espera, y los muchachos que habían disfrutado de su calor empezaron a salir para recibir al tren; en su mayoría, daban la impresión de llevar al menos tres cigarrillos encendidos en cada mano.

El propio Lane encendió un cigarrillo mientras el tren entraba en la estación. Entonces, como muchas personas a quienes, tal vez, sólo debería expedirse un muy condicional billete de andén, intentó borrar de su rostro toda expresión que, con toda sencillez, quizá incluso bellamente, pudiera revelar sus sentimientos hacia la persona que llegaba.

Franny fue una de las primeras muchachas que bajaron del tren, desde un vagón situado en el extremo norte del andén. Lane la localizó inmediatamente, y pese a lo que estuviera tratando de hacer con su rostro, el brazo que se elevó en el aire fue toda la verdad. Franny vio ese brazo, y también a Lane, y agitó la mano en un movimiento extravagante. Llevaba un abrigo de mapache de pelo recortado, y Lane, caminando hacia ella a toda prisa, pero con un gesto de quien avanza con lentitud, se explicó a sí mismo con reprimida excitación que él era el único del andén que realmente conocía el abrigo de Franny. Recordó que una vez, después de besar a Franny durante una media hora en un coche prestado, le había besado la solapa del abrigo, como si fuese una extensión orgánica, perfectamente deseable, de su propia persona.

—¡Lane! —saludó Franny, gozosamente: no era partidaria de borrar la expresión de su rostro. Le echó los brazos al cuello y le besó. Fue un beso de andén, lo bastante espontáneo en el primer impulso, pero algo inhibido después y convertido casi en un golpe de frente—. ¿Has recibido mi carta?

—¿Qué carta? —inquirió Lane, cogiendo su maleta. Era azul marino con ribetes de piel blanca, como otra media docena de maletas que acababan de ser bajadas del tren.

—¿No la has recibido? La eché al correo el miércoles. ¡Oh, Dios mío! Yo misma fui a echarla…

—Oh, aquélla. Sí. ¿Este es todo tu equipaje? ¿Qué libro es ése?

Franny miró su mano izquierda. Asía un libro pequeño, encuadernado en tela verde pálido.

—¿Éste? Oh, uno cualquiera —contestó.

Abrió el bolso y metió el libro dentro, y siguió a Lane por el largo andén hacia la parada de taxis. Le cogió del brazo y llevó casi toda la conversación, si no toda. Dijo algo, primero, sobre un vestido que tenía en la maleta y debía ser planchado. Se había comprado una plancha pequeña, muy bonita, que parecía para una casa de muñecas, pero había olvidado traerla. Dijo que no creía haber conocido a más de tres chicas en el tren —Martha Ferrar, Tippie Tibbett y Eleanor no sé cuánto, a quien conoció tres años atrás, en su día de internado, en Exeter o un sitio parecido. Todas las demás pasajeras del tren, dijo Franny, tenían un aspecto muy Smith, excepto dos, de tipo absolutamente Vassar y una absolutamente Bennington o Sarah Lawrence. La de tipo Bennington— Sarah Lawrence daba la impresión de haber pasado todo el viaje en el retrete, esculpiendo, pintando o algo por el estilo, o de llevar leotardos bajo el vestido. Lane, mientras andaba de prisa, dijo que le parecía lamentable no haber podido alojarla en Croft House —era imposible, naturalmente—, pero le había encontrado este lugar, muy agradable y cómodo. Pequeño, pero limpio y todo lo demás. Le gustaría, añadió, y Franny tuvo de inmediato la visión de una casa de huéspedes de maderas blancas. Tres chicas que no se conocían en una sola habitación. La que llegara antes conseguiría el sofá cama plegable, las otras dos compartirían una cama de matrimonio con un colchón absolutamente fantástico.

—Estupendo —dijo con entusiasmo. A veces le era dificilísimo ocultar su impaciencia ante la ineptitud general del macho de la especie y la de Lane en particular. Recordó una noche lluviosa en Nueva York, justo después del teatro, cuando Lane, con un sospechoso exceso de caridad callejera, se dejó quitar el taxi por aquel hombre verdaderamente horrible vestido de smoking. A ella no le importó demasiado —es decir, Dios mío, sería espantoso tener que ser hombre y verse obligado a buscar taxis bajo la lluvia—, pero recordaba la mirada realmente horrible y hostil que Lane le dirigió al volver a la acera. Ahora, sintiendo una extraña culpabilidad al pensar en esto y en otras cosas, dio al brazo de Lane un apretón especial de afecto simulado. Los dos subieron a un taxi. La maleta azul marino de ribetes blancos fue colocada junto al chófer.

— Dejaremos la maleta y lo demás en el sitio donde vas a alojarte, sólo echarlas detrás de la puerta, y entonces nos iremos a almorzar —dijo Lane—. Estoy muerto de hambre. —Se inclinó hacia delante y dio una dirección al chófer.

—¡Oh, es maravilloso verte! —exclamó Franny mientras el coche arrancaba—. Te he echado mucho de menos.

En cuanto hubo pronunciado las palabras se dio cuenta de que no correspondían en absoluto a la verdad. Sintiéndose culpable otra vez, tomó la mano de Lane y, enérgica y efusiva, entrelazó sus dedos con los de él.

Alrededor de una hora después, los dos estaban sentados ante una mesa relativamente aislada de un restorán llamado Sickler’s, en el barrio comercial, un lugar muy en boga en especial entre el grupo intelectual de estudiantes universitarios. —Más o menos esos mismos estudiantes que de haber acudido a Yale o Harvard hubieran alejado a sus parejas de Mory’s o Cronin’s con aire demasiado casual. Podía decirse que Sickler’s era el único restorán de la ciudad donde los bistecs no eran «así de gruesos»— con el pulgar y el índice puestos a una distancia de dos centímetros y medio. La especialidad de Sickler’s eran los caracoles. Sickler’s era el lugar donde un estudiante y su pareja pedían sendas ensaladas o, habitualmente, ninguno de ellos la pedía, debido a su aliño con ajo. Tanto Franny como Lane bebían martini. Diez o quince minutos antes, cuando se los habían servido, Lane probó el suyo, y entonces se apoyó en el respaldo y paseó la mirada por el comedor con un sentimiento casi palpable de bienestar, por encontrarse (sin duda estaba seguro de que nadie lo discutiría) en el lugar apropiado y en compañía de una muchacha impecablemente bonita —una muchacha que no sólo era de una belleza extraordinaria sino que además, y esto era aún mejor, de un modo categórico no pertenecía al tipo de suéter de cashmere y falda de franela. Franny había visto esta pequeña y momentánea revelación, y la tomó por lo que era, ni más ni menos. Pero por un convenio antiguo y permanente con su psique, optó por sentirse culpable de haber comprendido la circunstancia, y se sentenció a sí misma a escuchar la posterior charla de Lane con una expresión especialmente atenta.

Lane hablaba ahora como lo hace una persona que ha monopolizado la conversación durante un buen cuarto de hora y cree que ha alcanzado un punto en que su voz no puede cometer el menor error.

— Quiero decir, hablando crudamente —estaba diciendo—, que podría asegurarse que carece de testicularidad. ¿Sabes a qué me refiero?

Se encorvaba retóricamente hacia delante, hacia Franny, su receptivo auditorio, con los antebrazos apoyados a ambos lados de su martini.

—¿Carece de qué? —preguntó Franny. Tuvo que carraspear antes de hablar; hacía tanto rato que no decía nada. Lane titubeó.

—Masculinidad —dijo.

—Ya te he oído la primera vez.

—En cualquier caso, éste era el asunto, por decirlo así. Es lo que he intentado resaltar de un modo bastante sutil —dijo Lane, siguiendo muy de cerca el hilo de su propia conversación—. Quiero decir, Dios mío, que pensé de verdad que iba a pasar de largo, como un maldito balón de plomo, y cuando lo recuperé con esta maldita «A» encima, en letras de casi dos metros de altura, te juro que casi me desmayé. Franny volvió a carraspear. Al parecer, había cumplido totalmente su sentencia autoimpuesta de ser una oyente buena y sin trampas.

—¿Por qué? —preguntó. Lane se interrumpió apenas:

—¿Por qué, qué?

—¿Por qué pensaste que iba a pasar de largo como un balón de plomo?

—Acabo de decírtelo. Te lo he explicado hace un momento. Ese tipo Brughman es un gran estudioso de Flaubert. O por lo menos yo creía que lo era.

—Oh —dijo Franny. Sonrió y bebió un sorbo de martini—. Es maravilloso —añadió, mirando la copa—. Me alegro mucho de que no sea veinte por uno. Los odio cuando son absolutamente todo ginebra.

Lane asintió.

—En cualquier caso, creo que tengo ese maldito papel en mi habitación. Si tenemos una oportunidad durante el fin de semana, te lo leeré.

—Maravilloso. Me encantaría escucharlo. Lane asintió de nuevo.

—Quiero decir que no dije nada para asombrar al mundo ni nada parecido. —Cambió de posición en la silla—. Pero… no sé, creo que el énfasis que puse en el por qué de su neurótica atracción por el mot juste no estuvo nada mal. Me refiero a la luz de lo que hoy día sabemos. No sólo el psicoanálisis y toda esa basura, aunque influya hasta un cierto punto. Ya sabes a qué me refiero. No soy partidario de Freud ni nada por el estilo, pero hay ciertas cosas que no se pueden calificar de freudianas con una F mayúscula y olvidarse de ellas. Quiero decir que hasta cierto punto creo haber estado perfectamente justificado para señalar que ninguno de los muchachos realmente buenos (Tolstoi, Dostoyevski, Shakespeare, por el amor de Dios) fue tan maldito componedor de palabras. Se limitaron a escribir. ¿Sabes a qué me refiero?

Lane miró a Franny con cierta expectativa. Le parecía que le había escuchado con una atención extra especial.

—¿Te vas a comer la aceituna o no?

Lane echó una breve mirada a su copa de martini, y después volvió a mirar a Franny.

—No —repuso con frialdad—. ¿La quieres?

—Si tú la dejas —dijo Franny.

Sabía por la expresión de Lane que había hecho una pregunta inoportuna. Y lo que era peor, supo de repente que no quería la aceituna y se extrañó de haberla pedido. Pero, cuando Lane le alargó su copa de martini, no pudo hacer nada excepto aceptar la aceituna y comerla con aparente deleite. Entonces cogió un cigarrillo del paquete que Lane tenía sobre la mesa, y él se lo encendió y encendió otro para sí mismo.

Tras la interrupción de la aceituna se produjo un corto silencio en la mesa. Cuando Lane lo rompió, fue porque era incapaz de guardarse una frase ingeniosa ni siquiera por un instante.

—Ese tipo Brughman cree que debería publicar el maldito papel en alguna parte —dijo de improviso—. Pero no sé qué hacer. —Entonces, como si de pronto se sintiera exhausto o, más bien, agotado por las exigencias de un mundo ávido del fruto de su intelecto, empezó a darse masaje en un lado de la cara con la palma de la mano, quitándose, con crasitud inconsciente, una legaña de un ojo—. Me refiero a que los ensayos críticos sobre Flaubert y los otros muchachos valen un maldito centavo por docena. —Reflexionó, con aspecto algo taciturno—. De hecho no creo que haya habido trabajos realmente incisivos sobre él en los últimos…

—Estás hablando como un jefe de sección. Sí, exactamente igual.

—¿Cómo dices? —preguntó Lane con calculada calma.

—Estás hablando exactamente como un jefe de sección. Lo siento, pero es verdad. Es la pura verdad.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo habla un jefe de sección, si permites la pregunta? Franny vio que estaba irritado, y hasta qué punto, pero de momento, con partes iguales de autocensura y malicia, estaba decidida a exponer su opinión.

—Bueno, no sé cómo serán aquí, pero en el lugar de donde yo vengo, un jefe de sección es una persona que se encarga de una clase cuando el profesor está ausente u ocupado con un colapso nervioso o en el dentista o algo sí. Habitualmente es un estudiante graduado o algo parecido. En cualquier caso, si se trata de un curso de literatura rusa, por ejemplo, entra con su pequeña camisa abotonada y su corbata a rayas y empieza a machacar a Turguenev durante una media hora. Entonces, cuando ha terminado, cuando te ha destruido completamente a Turguenev, se pone a hablar de Stendhal o de alguien sobre el cual escribió su tesis para el M.A.[1] Donde yo voy, el Departamento de inglés tiene unos diez pequeños jefes de sección que van de un lado a otro destruyendo cosas para la gente, y son todos tan listos que apenas pueden abrir la boca, y perdona la contradicción. Quiero decir que si te enzarzas en una discusión con ellos, todo lo que hacen es adoptar esta expresión terriblemente benigna en sus…

—Hoy tienes un maldito microbio…, ¿lo sabías? ¿Qué diablos te pasa?

Franny sacudió rápidamente la ceniza del cigarrillo y puso el cenicero un centímetro más cerca de sí.

—Lo siento, soy odiosa —dijo—. Me he sentido tan destructiva esta semana. Es horrible, soy odiosa.

—Tu carta no sonaba tan maldita ni destructiva.

Franny asintió solemnemente. Estaba contemplando una cálida mancha de sol, del tamaño de una ficha de póker, que brillaba sobre el mantel.

—Tuve que esforzarme al escribirla —contestó.

Lane iba a replicar algo, pero el camarero llegó de repente para llevarse las copas vacías.

—¿Quieres otro? —preguntó Lane a Franny.

No obtuvo respuesta. Franny miraba la mancha de sol con una intensidad especial, como si estuviera considerando la idea de echarse sobre ella.

—Franny —dijo Lane en tono paciente, pues el camarero estaba escuchando—. ¿Quieres otro martini o no?

Ella levantó la vista.

—Lo siento. —Vio las copas vacías en la mano del camarero—. No. Sí. No lo sé.

Lane se echó a reír, mirando al camarero.

—¿Sí o no? —dijo.

—Sí por favor. —Parecía más atenta.

El camarero se alejó. Lane le siguió con la mirada hasta verlo salir del comedor, y entonces miró de nuevo a Franny, que se entretenía amontonando la ceniza al borde del cenicero limpio que acababa de traer el camarero y tenía los labios entreabiertos. Lane la contempló un momento con creciente irritación. Lo más probable era que le disgustara y temiera cualquier signo de indiferencia en una muchacha con quien salía en plan serio. En cualquier caso, seguramente le preocupaba la posibilidad de que este microbio de Franny pudiese estropear todo el fin de semana. Se inclinó de pronto hacia delante, poniendo los brazos sobre la mesa, como para aclarar de una vez este asunto, por Dios, pero Franny habló antes que él.

—Hoy estoy muy estúpida —dijo—. Debo estar en baja forma.

Se sorprendió mirando a Lane como si fuera un desconocido, o el anuncio de una marca de linóleo al otro extremo de un vagón del Metro. Sintió una vez más la punzada de culpa y deslealtad, que parecía estar en el orden del día, y reaccionó contra ella alargando el brazo para cubrir la mano de Lane con la suya. Retiró la mano casi inmediatamente y la usó para coger el cigarrillo del cenicero.

—Saldré de este estado dentro de un momento —aseguró—. Te lo prometo de corazón. —Sonrió a Lane, genuinamente en cierto sentido, y en aquel instante una sonrisa como respuesta podría haber mitigado, al menos hasta cierto punto, los acontecimientos posteriores, pero Lane estaba ocupado fingiendo su clase de indiferencia particular, y optó por no devolver la sonrisa. Franny dio chupada al cigarrillo—. Si no fuera tan tarde y todo lo demás —dijo—, y si no hubiera decidido, como una idiota, aspirar a una distinción, creo que dejaría el curso de inglés. No lo sé. —Sacudió la ceniza del cigarrillo— Estoy tan harta de pedantes y presumidos demoledores, que podría echarme a gritar. —Miró a Lane—. Lo siento, esto pasará, te doy mi palabra… Sólo que si tuviera algún valor, este año no hubiese vuelto a la universidad No lo sé. Quiero decir que todo es la más increíble de las farsas.

—Muy brillante. Ha sido realmente brillante.

Franny aceptó el sarcasmo como merecido.

—Lo siento —dijo.

—Para de decir que lo sientes, ¿quieres? Supongo que no se te habrá ocurrido pensar que estás generalizando hasta la exageración. Si todas las personas del Departamento de inglés fueran tan grandes demoledores, sería algo totalmente distinto…

Franny le interrumpió, pero de modo casi inaudible. Estaba mirando por encima del hombro de franela de Lane hacia algún punto vago del extremo del comedor.

—¿Qué? —preguntó Lane.

—He dicho que no lo sé. Tienes razón. Estoy distraída, eso es todo. No me hagas caso.

Pero Lane no podía abandonar una controversia hasta que se hubiera resuelto a su favor.

—Diablos, quiero decir —insistió— que hay personas incompetentes en todas las profesiones. Es una cuestión básica. Olvidemos por un momento a esos malditos jefes de sección. —Miró a Franny—. ¿Me escuchas o no?

—Sí.

—En vuestro maldito Departamento de inglés tenéis a dos de los mejores hombres del país. Manlius. Espósito. Dios mío, me gustaría tenerlos aquí. Al menos son poetas, por el amor de Dios.

—No lo son —replicó Franny—. Esto es en parte lo terrible del caso. Quiero decir que no son verdaderos poetas. Solo son gente que escribe poemas que se publican e incluyen en antologías por todas partes, pero no son poetas. —Se detuvo, con timidez, y apagó el cigarrillo. Parecía que había palidecido durante los últimos minutos De repente, incluso su lápiz labial dio la impresión de ser un tono o dos más claro, como si se lo hubiera frotado con una hoja de Kleenex—. No hablemos de ello —añadió, casi indiferente, aplastando la colilla en el cenicero—. Estoy extraña, estropearé todo el fin de semana. Quizá haya un escotillón bajo mi silla y me limite a desaparecer.

El camarero se acercó un momento para dejar la segunda copa de martini frente a cada uno de ellos. Lane puso los dedos, que eran esbeltos y largos y casi siempre estaban a la vista, alrededor del pie de su copa.

No estás estropeando nada —dijo en voz baja—.Sólo me interesa averiguar a qué diablos te refieres. Quiero decir, ¿es preciso ser un maldito tipo bohemio o estar muerto, por el amor de Dios, para ser un verdadero poeta? ¿Qué quieres, un bastardo de pelo rizado?

—No. ¿Por qué no olvidamos la cuestión? Te lo ruego. Me encuentro horriblemente mal y empiezo a tener un terrible…

—Me encantaría olvidar todo este tema, me encantaría, te lo aseguro. Pero dime primero qué es un verdadero poeta, si no te importa. Te lo agradecería. De verdad.

Brillaba una débil traza de sudor en la parte alta de la frente de Franny. Podía significar solamente que en la sala hacía demasiado calor, o que tenía el estómago revuelto, o que los martinis eran demasiado fuertes; en cualquier caso, Lane no pareció advertirlo.

Ignoro qué es un verdadero poeta. Me gustaría que lo dejaras, Lane. Hablo en serio. Siento algo muy raro y Peculiar y no puedo…

—Está bien, está bien… de acuerdo, Relájate —dijo Lane—. Sólo intentaba…

—Lo único que sé es esto —prosiguió Franny—. Si eres un poeta, haces algo hermoso. Me refiero a que se supone que dejas algo hermoso cuando terminas una página o lo que sea. Los que tú mencionas no dejan ni una sola y única cosa hermosa. Todo lo que hacen, tal vez, los que son un poco mejores, es meterse en tu cabeza y dejar algo en ella, pero sólo porque lo hacen, sólo porque saben cómo dejar algo, no es razón para que sea un poema, ¡no, por Dios! Puede que sea solamente una especie de excremento sintáctico terriblemente fascinante, y perdona la expresión. Como lo que hacen Manlius y Espósito y todos esos pobres hombres.

Lane se tomó tiempo para encenderse un cigarrillo antes de hablar. Después replicó:

—Creía que te gustaba Manlius. De hecho, si la memoria no me falla, hace cosa de un mes dijiste que era un encanto y que…

—Claro que me gusta. Pero estoy harta de que la gente sólo me guste. Me entusiasmaría conocer a alguien a quien pudiera respetar… ¿Me disculpas un minuto? —Franny se levantó de repente, con el bolso en la mano. Estaba muy pálida.

Lane se puso en pie, empujando su silla hacia atrás, con la boca entreabierta.

—¿Qué te ocurre? —preguntó—. ¿Estás bien? ¿Te pasa algo?

—Volveré dentro de un segundo.

Franny abandonó el comedor sin pedir instrucciones, como si supiera adónde ir, por almuerzos anteriores en Sickler’s.

Lane, ahora solo en la mesa, se quedó fumando y sorbiendo su martini en pequeñas dosis para que le durara hasta el regreso de Franny. Estaba muy claro que le había abandonado totalmente el sentimiento de bienestar que experimentara hacía media hora por encontrarse en el lugar apropiado, con la muchacha apropiada o de aspecto apropiado. Echó una mirada al abrigo de mapache de pelo cortado, doblado un poco al sesgo sobre el respaldo de la silla vacía de Franny —el mismo abrigo que le había excitado en la estación, gracias a su singular familiaridad con él—, y ahora lo examinó con un absoluto descontento. Por alguna razón, las arrugas del forro de seda parecían disgustarle. Dejó de mirarlo y empezó a contemplar el pie de su copa de martini, con aspecto preocupado y sintiéndose víctima de una vaga e injusta conspiración. Una cosa era segura. El fin de semana se iniciaba con un principio malditamente peculiar. No obstante, en aquel momento levantó la vista de la mesa y vio a alguien que conocía al otro extremo de la sala: A un condiscípulo, con una muchacha. Lane se enderezó un poco en la silla y cambió su expresión de recelo y descontento total por la de un hombre cuya pareja se ha ido simplemente al lavabo, dejándole, como suelen hacer las parejas, sin nada mejor que hacer que fumar y parecer aburrido, con preferencia atractivamente aburrido.

El lavabo de señoras de Sickler’s era casi tan grande como el propio comedor, y, en un cierto sentido, no parecía ser menos cómodo. Nadie lo atendía y al parecer estaba ocupado cuando Franny entró. Se quedó un momento —como si se tratara de un determinado punto de reunión— en el centro del suelo embaldosado, ahora tenía la frente cubierta de sudor, y la boca abierta estaba aún más pálida que en el comedor.

Entonces, de repente y con mucha rapidez se dirige al más alejado y de aspecto más anónimo de los siete ocho cubículos —que, por suerte, no requería una moneda para abrirse—, cerró la puerta tras de sí y, con cierta dificultad, manipuló el cerrojo hasta la posición de cerrado. Sin consideración aparente de la extrañeza del lugar, se sentó. Juntó firmemente las rodillas, como para formar una unidad más pequeña y compacta. Entonces colocó las manos verticalmente sobre sus ojos y apretó con fuerza los talones, como si quisiera paralizar el nervio óptico y ahogar todas las imágenes en una oscuridad abismal. Sus dedos extendidos, pese a que temblaban, o quizá porque temblaban, parecían extrañamente bonitos y graciosos. Mantuvo esta posición tensa y casi fetal durante un momento de expectativa y entonces se derrumbó. Lloró durante cinco minutos seguidos, y sin tratar de reprimir ninguna de las manifestaciones más ruidosas de la pena y la confusión, con todos los convulsos sonidos guturales que emite un niño histérico cuando el aliento está intentando pasar por una epiglotis parcialmente cerrada. Y sin embargo, cuando al final se detuvo, se detuvo simplemente, sin las dolorosas y agudas inspiraciones que casi siempre siguen a una violenta explosión externa e interna. Cuando se detuvo, fue como si en el interior de su mente hubiera tenido lugar un cambio trascendental de polaridad, cambio que produjo en su cuerpo un efecto inmediato y pacificador. Con la cara húmeda de lágrimas, pero carente de toda expresión, casi vacía, recogió su bolso del suelo, lo abrió y sacó el pequeño libro encuadernado en tela verde pálido. Lo puse sobre su falda —mejor dicho, sobre sus rodillas —y lo miró, lo contempló, como si aquel fuese el mejor de los lugares para un libro pequeño encuadernado en tela verde pálido. Al cabo de un momento levantó el libro hasta su pecho y lo apretó contra sí, con firmeza y muy brevemente. Entonces lo metió de nuevo en el bolso, se levantó y salió del cubículo. Se lavo la cara con agua fría, la secó con una toalla que pendía de un alto toallero, se aplicó lápiz labial, peino sus cabellos y salió del lavabo.

Su aspecto era francamente atractivo mientras cruzaba el comedor en dirección a la mesa, en modo alguno diferente del de una muchacha que se encuentra en el qui vive apropiado para un gran fin de semana de universidad. Cuando se acercaba a su silla, de prisa y sonriendo, Lane se levantó con lentitud, y con una servilleta en la mano izquierda.

—Dios mío, lo siento —dijo Franny—. ¿Pensabas que me había muerto?

— No pensaba que te habías muerto —replicó Lane, acercándole la silla—. Ignoraba qué diablos ocurría. —Fue hacia su propia silla—. No disponemos de mucho maldito tiempo, ¿sabes? —se sentó—. ¿Estás bien? Tienes los ojos un poco enrojecidos. —La miró con más atención—. ¿Estás bien o no?

Franny encendió un cigarrillo.

Ahora estoy de maravilla. No me he sentido tan fantásticamente firme en toda mi vida. ¿Ya has encargado el menú?

— Te estaba esperando —dijo Lane, todavía mirándola con atención—. ¿Qué te pasaba? ¿El estómago?

—No. Sí y no. No lo sé —repuso Franny. Echó una ojeada al menú que tenía sobre el plato, y lo consultó sin cogerlo—. Sólo quiero un bocadillo de pollo. Y tal vez un vaso de leche… Pero tú pide lo que quieras. Es decir, caracoles, pulpos, todo. En realidad yo no tengo nada de apetito.

Lane la miró y en seguida exhaló una columna de humo, delgada y muy expresiva, sobre su plato.

—Este va a ser un fin de semana realmente seductor —observó—. Un bocadillo de pollo, por amor de. Dios.

Franny se incomodó.

—No tengo apetito, Lane… Lo siento. ¡Oh! Escucha por favor. Tú pide lo que te apetezca, ¿quieres?, y yo comeré contigo. Pero no puedo conjurar el apetito sólo porque tú lo desees.

—Está bien, está bien.

Lane alargó el cuello y atrajo la atención del camarero. Un momento después había encargado el bocadillo de pollo y el vaso de leche para Franny, y caracoles, ancas de rana y una ensalada para sí mismo. Se miró el reloj de pulsera cuando el camarero se hubo alejado, y dijo:

—A propósito, nos esperan en Tenbridge de una y cuarto a una y media. No más tarde. Le dije a Wally que probablemente pasaríamos a tomar un trago, y quizá después iremos todos al estadio en su coche. ¿Te importa? A ti te gusta Wally.

—Ni siquiera sé quién es.

—Por Dios, le has visto por lo menos veinte veces. Wally Campbell. Qué barbaridad. Si le has visto una vez, ya le conoces…

—Oh, ahora recuerdo… Escucha, no me odies porque no pueda acordarme de una persona inmediatamente. En especial cuando se parece a todo el mundo y habla, viste y actúa como todo el mundo. —Franny obligó a su voz a enmudecer. Le sonaba quisquillosa y maligna, y sintió una oleada de odio hacia sí misma que, de un modo literal, provocó de nuevo la aparición de gotas de sudor en su frente. Pero su voz continuó, a pesar de ella misma—: No quiero decir que haya nada horrible en él o algo por el estilo. Es sólo que durante cuatro macizos años no he dejado de ver Wallys Campbell dondequiera que haya estado. Adivino cuándo van a ser encantadores. Adivino cuándo van a empezar a contarme algún chisme realmente odioso sobre una chica que duerme en mi habitación. Adivino cuándo van preguntarme qué he hecho durante el verano, y adivino cuándo van a acercarse una silla y sentarse en ella cara al respaldo y empezar a fanfarronear en una terriblemente, terriblemente baja, o a mencionar nombres en una voz terriblemente baja y casual. Hay una ley no escrita según la cual la gente de cierta posición social o financiera puede mencionar nombres hasta la saciedad siempre que digan algo terriblemente difamatorio sobre la persona tan pronto como han pronunciado su nombre: que es un bastardo o una ninfómana o un drogadicto, o algo horrible. —Se interrumpió otra vez. Guardó silencio durante un momento, haciendo girar el cenicero entre los dedos y con el cuidado de no levantar la vista y ver la expresión de Lane—. Lo siento —dijo—. No se trata sólo de Wally Campbell. Solamente lo he elegido porque tú lo has mencionado. Y porque se parece mucho a alguien que pasó el verano en Italia u otro lugar.

—Para tu información, estuvo en Francia el verano pasado —manifestó Lane—. Sé lo que quieres decir —añadió rápidamente—, pero estás siendo muy in…

—Está bien —dijo Franny, cansada—. Francia. —Saco un cigarrillo del paquete que había sobre la mesa—. No es sólo Wally. Por Dios, podría ser una chica. Quiero decir que si él fuera una chica, una compañera de cuarto, por ejemplo, habría estado pintando paisajes en una compañía teatral todo el verano. O recorrido Gales en bicicleta. O alquilado un apartamento en Nueva York y trabajado para una revista o una agencia de publicidad. Me a que es todo el mundo. Todo lo que hace la gente es tan… no sé… no erróneo, ni siquiera malo, ni estúpido necesariamente. Pero sí tan pequeño y sin sentido y… que inspira tristeza. Y lo peor es que si se vuelve bohemio o algo chiflado, está siendo conformista como todos los demás, sólo que de un modo diferente. —Calló Sacudió brevemente la cabeza, con el rostro muy blanco, y durante una fracción de segundo se pasó la mano por la frente, menos, al parecer, para descubrir si estaba sudando, que para averiguar, como si fuera su propia madre, si tenía fiebre—. Me siento tan extraña —dijo—. Creo que me estoy volviendo loca. Tal vez ya lo estoy.

Lane la miraba con auténtica preocupación: más preocupación que curiosidad.

—Estás pálida, realmente pálida, ¿Lo sabes? —observó.

Franny meneó la cabeza.

—Estoy bien. Estaré bien dentro de un minuto. —Levantó la vista cuando el camarero llegó con lo que habían encargado—. Oh, tus caracoles tienen un aspecto excelente. —Se llevó el cigarrillo a los labios, pero se había apagado—. ¿Qué has hecho con las cerillas? —preguntó.

Lane le encendió el cigarrillo cuando el camarero se hubo ido.

—Fumas demasiado —dijo. Cogió el pequeño tenedor que estaba junto al plato de caracoles, pero volvió a mirar a Franny antes de utilizarlo—. Estoy preocupado por ti. Lo digo en serio. ¿Qué diablos te ha ocurrido durante este par de semanas?

Franny le miró, y simultáneamente se encogió de hombros y meneó la cabeza.

—Nada. Absolutamente nada —dijo—. Come. Cómete los caracoles. Son horribles cuando se enfrían.

—Tú eres la que ha de comer.

Franny asintió y echó una mirada a su bocadillo de pollo. Sintió una ligera náusea y desvió inmediatamente la vista y dio una chupada al cigarrillo.

—¿Cómo va la obra? —preguntó Lane, atento a sus caracoles

—No lo sé. Ya no intervengo. Lo dejé.

—¿Lo dejaste? —Lane la miró—. Pensé que te entusiasmaba el papel. ¿Qué ocurrió? ¿Lo dieron a otra?

—No, no fue eso. Era sólo mío. Es desagradable, muy desagradable.

—Bueno, ¿qué pasó? No habrás dejado todo el curso, ¿verdad?

Franny asintió y tomó un sorbo de leche.

Lane, después de masticar y tragar, preguntó:

—¿Por qué, si puede saberse? Yo creía que el maldito teatro era tu pasión. Se trataba de lo único sobre lo cual te he oído…

—Lo dejé, eso es todo —dijo Franny—. Empezó a molestarme y a hacerme sentir una pequeña y repugnante egomaníaca. —Reflexionó—. No lo sé, en primer lugar, parecía de tan mal gusto querer actuar. Me refiero a todo aquel ego. Y solía odiarme a mí misma cuando participaba en una obra y volvía entre bastidores cuando ésta terminaba. Todos aquellos egos corriendo de un lado a otro sintiéndose terriblemente caritativos y afectuosos. Todo mundo besándose y dejando maquillaje por todas partes, y luego tratando de ser horriblemente natural y cuando tus amigos iban a verte entre bastidores. Me odiaba a mí misma… Y lo peor era que casi siempre me avergonzaba estar en las obras en que actuaba. Especialmente en las giras de verano. —Miró a Lane—. Y tenía buenos papeles, así que no me mires de ese modo. No era eso. Era que no me hubiese avergonzado si alguien a quien respetaba, mis hermanos, por ejemplo, me hubiera oído declamar algunas de las frases que debía decir. Solía escribir a ciertas personas para decirles que no vinieran. —Volvió a reflexionar—. Excepto Pegeen en el verano pasado. Quiero decir que el papel podría haber sido muy bueno, pero el estúpido que hacía de playboy estropeó toda la diversión. Era tan lírico… ¡Dios mío, qué lírico!

Lane había terminado los caracoles. Se quedó deliberadamente sin expresión.

—Obtuvo críticas excelentes —observó—. Tú me mandaste los recortes, ¿te acuerdas?

Franny suspiró.

—Muy bien, de acuerdo, Lane.

—No, me refiero a que has estado hablando durante media hora como si fueras la única persona del mundo dotada de algún maldito sentido, de alguna capacidad crítica. Quiero decir que si varios de los mejores críticos opinaron que este hombre estuvo magnífico en la obra, tal vez era verdad y tú estás equivocada. ¿Se te ha ocurrido pensarlo? Debes saber que no has llegado exactamente a la madura y venerable…

—Estuvo magnífico para alguien que sólo tiene talento. Si quieres representar bien al playboy, tienes que ser un genio. Tienes que serlo, eso es todo… No puedo evitarlo —dijo Franny. Arqueó un poco la espalda, y, con los labios entreabiertos, se puso la mano sobre la coronilla—. Me siento tan extraña y aturdida. No sé qué me pasa.

— ¿Crees que eres un genio?

Franny bajó la mano de la cabeza.

—Oh, Lane, por favor. No me hagas eso.

—Yo no hago nada…

—Todo cuanto sé es que me estoy volviendo loca —declaró Franny—. Estoy harta de tanto ego, ego, ego. Del mío y del de todo el mundo. Estoy harta de que todo el mundo quiera llegar a alguna parte, hacer algo diferente, ser alguien interesante. Es repulsivo… lo es, lo es. No me importa lo que digan los demás.

Lane arqueó las cejas al oír esto, y se apoyó en el respaldo para ser más convincente.

—¿Estás segura de que no te asusta competir? —Preguntó con estudiada calma—. No entiendo mucho de eso, pero apostaría a que un buen psicoanalista, me refiero a uno realmente competente, tomaría esa afirmación…

—No me asusta competir. Es exactamente lo contrario. ¿No lo ves? Tengo miedo de que tendré que competir… y eso es lo que me horroriza. Por eso dejé el Departamento de teatro. El hecho de que me condicione tan horriblemente aceptar los valores ajenos y de que me guste el aplauso y que la gente se entusiasme conmigo no lo justifica. Me avergüenzo de ello. Me da náuseas. Me da náuseas no tener el valor de ser una absoluta nulidad. Tengo asco de mí misma y de todos cuantos desean causar alguna especie de sensación. —Hizo una pausa, y de pronto tomó el vaso de leche y se lo llevó a los labios—. Lo sabía —dijo, posando el vaso—, esto es algo nuevo. Los dientes me hacen algo raro. Me rechinan. Casi mordí un vaso hace dos días. Quizá estoy loca de remate y no me he dado cuenta. —El camarero se había acercado para servir a Lane las ancas de rana y la ensalada, y Franny levantó la vista hacia él. Él, por su parte, miró el bocadillo de pollo todavía intacto. Preguntó si tal vez la señorita deseaba comer otra cosa. Franny le dio las gracias y dijo que no—. Es que como muy despacio —explicó.

El camarero, que ya no era joven, pareció mirar por un instante su palidez y su frente sudorosa, y en seguida se inclinó y se fue.

—¿Quieres usar esto un momento? —preguntó Lane de pronto, alargando un pañuelo blanco, doblado. Su voz sonaba comprensiva y bondadosa, pese a un perverso intento de hacerla sonar indiferente.

—¿Por qué? ¿Lo necesito?

—Estás sudando. No sudando, pero tienes la frente un poco sudorosa.

—¿De verdad? ¡Qué horrible! Lo siento… —Franny levantó su bolso hasta el nivel de la mesa, lo abrió y empezó a hurgar en su interior—. Tengo un Kleenex en alguna parte.

—Usa mi pañuelo, por el amor de Dios. ¿Qué diferencia hay?

No… me encanta tu pañuelo y no quiero ensuciarlo de sudor —dijo Franny. Llevaba el bolso muy lleno. Para ver mejor, empezó a sacar unas cuantas cosas y dejarlas sobre el mantel, justo a la izquierda del bocadillo intacto—. Aquí está —anunció. Usó el espejo de la polvera y se secó rápida y ligeramente la frente con una hoja de Kleenex—. Dios mío. Parezco un fantasma. ¿Cómo puedes soportarme?

—¿Qué libro es ése? —preguntó Lane.

Franny saltó, literalmente. Miró hacia el desordenado montón de objetos extraídos del bolso, que estaban sobre el mantel.

—¿Qué libro? —inquirió—. ¿Te refieres a éste? —Tomó el pequeño libro encuadernado en tela y volvió a meterlo en el bolso—. Algo que compré para hojear en el tren.

—Déjame verlo. ¿Qué es?

Franny no pareció oírle. Abrió de nuevo la polvera y se miró rápidamente al espejo.

—Dios mío —dijo. Entonces lo metió todo en el bolso: polvera, billetero, factura de la lavandería, cepillo de dientes, un tubo de aspirinas y un lápiz labial con funda dorada—. No sé por qué sigo paseando este estúpido lápiz de oro —comentó—. Me lo regaló un chico muy cursi por mi cumpleaños, cuando yo estaba en segundo. Él lo consideraba un regalo muy inspirado y bonito, y no dejó de mirarme a la cara mientras yo abría el paquete. Siempre trato de deshacerme de él, pero no puedo hacerlo. Me iré con él a la tumba. —Reflexionó—. El chico no dejaba de sonreír y decirme que siempre tendría buena suerte si lo llevaba constantemente conmigo.

Lane había empezado a comer las ancas de rana.

—Pero ¿qué es este libro? ¿O se trata de un maldito secreto? —preguntó.

—¿Este libro pequeño que llevo en el bolso? —dijo Franny. Le miró partir un par de ancas de rana. Entonces sacó un cigarrillo del paquete que había sobre la mesa y se lo encendió—. Oh, no sé. Es algo llamado El camino de un peregrino. —Observó comer a Lane durante un momento—. Lo saqué de la biblioteca. El hombre que enseña Estudio de la religión, la asignatura a que me he apuntado este curso, lo mencionó. —Dio una chupada al cigarrillo—. Lo tengo hace semanas, y siempre me olvido de devolverlo.

—¿Quién lo ha escrito?

—No lo sé —repuso Franny en tono casual—. Un campesino ruso, al parecer. —Continuó mirando comer a Lane—. No menciona su nombre. No sabes cómo se llama durante toda la duración de la historia. Sólo dice que es un campesino, que tiene treinta y tres años y un brazo inservible. Y que su esposa está muerta. Todo pasa en el siglo diecinueve.

Lane acababa de desviar su atención de las ancas de rana a la ensalada.

—¿Es bueno? —preguntó—. ¿De qué trata?

—Lo ignoro. Es peculiar. Quiero decir que es primordialmente un libro religioso. Supongo que podría decirse que es terriblemente fanático, pero en cierto modo no lo es. Me refiero a que empieza con que este campesino, el peregrino, quiere averiguar qué significa la frase de la Biblia que dice que debemos orar incesantemente. Ya sabes, sin parar. La frase es de la Epístola a los tesalonicenses o de otro lugar parecido. Así que empieza a andar por toda Rusia, buscando a alguien que pueda decirle cómo orar incesantemente. Y qué hay que decir cuando se logra. —Franny parecía muy interesada en el modo en que Lane desmembraba las ancas de rana. Sus ojos permanecían fijos en el plato mientras hablaba—. Todo lo que lleva es una mochila llena de pan y sal. Entonces conoce a esta persona, un staretz, una especie de persona religiosa terriblemente avanzada, y el staretz le habla de un libro titulado Philokalia, escrito al parecer por un grupo de monjes terriblemente avanzados que abogaban por este increíble método de oración.

—¡Quietas! —dijo Lane a un par de ancas de rana.

—Sea como sea, el peregrino aprende a rezar del modo como estas personas tan místicas dicen que debe hacerse; quiero decir que se dedica a ello hasta que ha adquirido la perfección. Entonces continúa caminando por toda Rusia, conociendo a toda clase de personas absolutamente maravillosas y diciéndoles cómo orar por este increíble método. Y esto es en realidad todo el libro.

—Detesto mencionarlo, pero voy a oler a ajo —observó Lane.

—En uno de sus viajes conoce a un matrimonio al que amo más que a cualquier personaje sobre el que haya leído en mi vida —dijo Franny—. Está caminando por un sendero del campo, con su mochila a la espalda, cuando dos niños muy pequeños echan a correr tras él, gritando: « ¡Querido mendigo! ¡Querido mendigo! Has de venir a casa a ver a mamá. Le gustan los mendigos.» Así que va a casa de los niños, y esta persona realmente encantadora, la madre de los niños, sale de la casa con gran apresuramiento e insiste en ayudarle a quitarse las botas viejas y sucias y en darle una taza de té. Entonces el padre llega a la casa, y al parecer a él también le gustan los mendigos y peregrinos, y se sientan a cenar todos juntos. Y mientras están cenando, el peregrino quiere saber quiénes son todas las señoras que se sientan a la mesa, y el marido le dice que todas son sirvientas, pero que siempre comen con él y su esposa porque son sus hermanas en Cristo. —De pronto Franny se enderezó algo en su asiento, tímidamente—. Quiero decir que me encantó que el peregrino quisiera saber quién eran todas las mujeres. —Miró a Lane untar de mantequilla un pedazo de pan—. En cualquier caso, después de la cena el peregrino pernocta en la casa, y él y el marido se quedan hasta tarde hablando de este método de orar sin interrupción. El peregrino le dice cómo se hace. Por la mañana se marcha y emprende nuevas aventuras. Conoce a toda clase de personas, quiero decir que esto es todo el libro, en realidad, y a todas les enseña a rezar de esta manera especial.

Lane asintió, metiendo el tenedor de la ensalada.

—Espero que tengamos tiempo sobrante este fin de semana para que puedas echar una ojeada a ese maldito papel de que te hablé —dijo—. No sé, a lo mejor no hago nada con él; quiero decir publicarlo o lo que sea, pero me gustaría que le dieras un vistazo mientras estás aquí.

—Me encantará —repuso Franny. Le miró untar de mantequilla otra rebanada de pan—. Quizá te gustase este libro —añadió de repente—. Me refiero a que es tan sencillo.

—Suena interesante. No quieres tu mantequilla, ¿verdad?

—No, tómala. No puedo prestártelo, porque hace tiempo que caducó el plazo, pero es probable que lo encuentres en la biblioteca de aquí. Estoy segura de ello.

—No has tocado tu maldito bocadillo —dijo de pronto Lane—. ¿Lo sabes?

Franny miró su plato como si acabaran de ponerlo delante de ella.

—Lo comeré en seguida —contestó. Guardó silencio un momento, con el cigarrillo en la mano izquierda, pero sin fumarlo, y con la mano derecha apretando tensamente la base del vaso de leche—. ¿Quieres oír cuál era el método especial de orar que le enseñó el staretz? —preguntó—. Es muy interesante, en cierto modo.

Lane cortaba su último par de ancas de rana. Asintió.

—Claro —dijo—, claro.

—Bueno, como ya te he dicho, el peregrino, este sencillo campesino, inició su peregrinaje para descubrir el significado de la frase de la Biblia que dice que hay que orar sin interrupción. Y entonces encontró a este staretz, esta persona religiosa muy avanzada que he mencionado, y que había estudiado la Philokalia durante muchísimos años. —Franny se detuvo de pronto para reflexionar, ordenar sus ideas—. Pues bien, el staretz le habla primero de todo del Padrenuestro. «Jesucristo Nuestro Señor, ten piedad de mí.» Quiero decir que se reduce a esto. Y le explica que éstas son las mejores palabras para rezar. Especialmente la palabra «piedad», porque es una palabra tan inmensa y puede significar tantas cosas. Me refiero a que no tiene que significar solamente piedad. —Franny hizo otra pausa para reflexionar. Ya no miraba el plato de Lane, sino por encima de su hombro—. El caso es que el staretz —prosiguió— dice al peregrino que si se repite esta plegaria una y otra vez, al principio sólo tienes que decirla con los labios, lo que ocurre eventualmente es que la plegaria adquiere actividad propia. Algo ocurre al cabo de un tiempo. No sé qué, pero ocurre algo, y las palabras se sincronizan con los latidos del corazón y entonces uno está de verdad rezando sin cesar. Lo cual produce un efecto místico enorme por cierto en la propia actitud. Quiero decir que esto es todo el objeto de la cuestión, más o menos. Me refiero a que lo haces para purificar todos tus puntos de vista y conseguir un concepto absolutamente nuevo de todas las cosas y su significado.

Lane había acabado de comer. Ahora, mientras Franny hacía otra pausa, se apoyó en el respaldo, encendió un cigarrillo y contempló su rostro. Ella seguía mirando abstraída por encima del hombro de él, y apenas parecía consciente de su presencia.

— Pero el caso, lo maravilloso del caso es que cuando has empezado a hacerlo, ni siquiera necesitas tener fe en lo que haces. Quiero decir que aunque te sientas terriblemente turbado por todo este asunto, no existe el menor problema, es decir, no estás insultando a nadie ni a nada. En otras palabras, nadie te pide que creas nada cuando empiezas. Ni siquiera tienes que pensar en lo que dices, según el staretz. Todo cuanto necesitas al principio es cantidad. Entonces, más adelante, se convierte por sí misma en calidad. Gracias a su propio poder, o algo así. Dice que cualquier nombre de Dios, cualquiera de ellos, tiene este peculiar poder de actividad propia, y que empieza a funcionar en cuanto lo has conjurado.

Lane estaba en una postura algo indolente, fumando, y con la vista fija en el rostro de Franny. Aún estaba pálida, pero su palidez había sido mayor en otros momentos desde que ambos se encontraban en Sickler’s.

—De hecho, todo esto tiene muchísimo sentido —continuó Franny—, porque en las sectas Nembutsu del budismo, la gente repite «Namu Amida Butsu» una y otra vez, que significa «Buda sea alabado» o algo así, y ocurre lo mismo. Exactamente lo mismo…

—Calma. Tómatelo con calma —interrumpió Lane—. En primer lugar, estás a punto de quemarte los dedos.

Franny echó una mínima ojeada a su mano izquierda, y dejó caer en el cenicero la colilla aún ardiente de su cigarrillo.

—También ocurre lo mismo en «La nube de los Incipientes», sólo con la palabra «Dios». Quiero decir que te limitas a repetir la palabra «Dios» —miró a Lane más directamente de como lo había hecho durante varios minutos—. Lo esencial es, en cierto modo, si has oído en toda tu vida algo más fascinante. Me refiero a que es tan difícil decir que se trata sólo de una coincidencia y luego olvidarlo; esto es lo que me parece tan fascinante. Al menos, tan terriblemente… —Se interrumpió. Lane cambiaba de posición en la silla y había una expresión en su rostro (una cuestión de cejas arqueadas, principalmente) que ella conocía muy bien—. ¿Qué pasa? —le preguntó.

—¿Crees de verdad en estas tonterías, o qué?

Franny tomó el paquete de cigarrillos y sacó uno.

—No he dicho si lo creo o no —repuso, buscando el sobre de cerillas sobre la mesa—. He dicho que era fascinante. —Aceptó fuego de Lane—. Creo que es una coincidencia terriblemente peculiar —dijo, exhalando el humo— que te encuentres una y otra vez con esta clase de consejo, me refiero a todas esas personas religiosas realmente avanzadas y absolutamente auténticas que no dejan de decirte que si repites sin cesar el nombre de Dios, ocurre algo. Incluso en la India. En la India te dicen que medites sobre el Om, cuyo significado es el mismo, en realidad, y produce exactamente el mismo resultado. De modo que no puedes limitarte a buscar una explicación racional y ni siquiera…

—¿Cuál es el resultado? —preguntó sucintamente Lane.

—¿Qué?

—¿Cuál es el resultado que se espera? Todo este galimatías de la sincronización y conjuros absurdos. ¿Acabas con un ataque cardíaco? No sé si lo sabes, pero podrías hacerte a ti misma, alguien podría hacerse a sí mismo muchísimo…

—Llegas a ver a Dios. Ocurre algo en una parte del corazón que es absolutamente no física, donde, según los hindúes, reside el atman, por si alguna vez has estudiado Religión, y llegas a ver a Dios, eso es todo. —Sacudió la ceniza del cigarrillo con timidez, sin acertar el cenicero. Recogió la ceniza con los dedos y la soltó en él—. Y no me preguntes quién o qué es Dios. Me refiero a que ni siquiera sé si existe. Cuando era pequeña solía pensar… —Se detuvo. El camarero había vuelto para llevarse los platos y redistribuir los menús.

—¿Quieres algún postre, o café? —preguntó Lane.

—Creo que sólo me terminaré la leche. Pero pide tú algo —repuso Franny. El camarero acababa de recoger el bocadillo de pollo intacto. No se atrevió a mirarle.

Lane consultó su reloj de pulsera.

— Dios mío, no tenemos tiempo. Tendremos suerte si no llegamos tarde al partido. —Miró al camarero—. Sólo café para mí, por favor. —Esperó a que el camarero se alejase, y entonces se inclinó hacia delante, con los brazos sobre la mesa, completamente relajado, con el estómago lleno y el café a punto de llegar, y dijo—: Bueno, es interesante, de todos modos. Todas esas tonterías… creo que no dejas ningún margen para la psicología más elemental. Quiero decir que todas esas experiencias religiosas tienen un trasfondo psicológico muy evidente. ¿Sabes a qué me refiero?… Pero es interesante, no se puede negar. —Miró a Franny y le sonrió—. De todos modos, sólo por si he olvidado mencionarlo, te quiero. ¿Lo he mencionado alguna vez?

—Lane, ¿me disculparás otra vez un segundo? —dijo Franny. Ya se había levantado antes de terminar la pregunta.

Lane se puso en pie, lentamente, mirándola.

—¿Estás bien? —interrogó—. ¿Vuelves a sentir mareo o qué?

—Sólo estoy rara. Vuelvo en seguida.

Caminó con rapidez a través del comedor, en la misma dirección que antes. Pero se detuvo de repente ante el pequeño bar del extremo opuesto de la sala. El barman, que estaba secando una copa de jerez, la miró. Ella puso la mano derecha en la barra, entonces bajó la cabeza —la inclinó— y se llevó la mano izquierda a la frente, sólo tocándola con las yemas de los dedos. Se tambaleó un poco, y luego cayó al suelo, desmayada.

Pasaron casi cinco minutos antes de que Franny volviera del todo en sí. Yacía sobre un canapé en el despacho del gerente, y Lane estaba sentado junto a ella. Su rostro, inclinado sobre el de Franny, tenía ahora una notable palidez propia.

—¿Cómo te encuentras? —Preguntó con una voz de sala de hospital—. ¿Estás mejor?

Franny asintió. Cerró los ojos un segundo, a causa de la luz del techo, y en seguida volvió a abrirlos.

—¿Tengo que decir «¿Dónde estoy?»? —preguntó—. ¿Dónde estoy? Lane se rió.

—Estás en el despacho del gerente. Todos corren de un lado a otro buscando amoníaco y médicos y lo que sea para que recobres el conocimiento. Al parecer se han quedado sin amoníaco. ¿Cómo te encuentras? En serio.

—Bien. Estúpida, pero bien. ¿Me he desmayado de verdad?

—¡Y cómo! Te has caído redonda —dijo Lane, tomándole la mano—. ¿Qué crees que ha pasado? Quiero decir que parecías tan… ya sabes… tan perfecta cuando hablamos por teléfono la semana pasada. ¿No habías desayunado o qué?

Franny se encogió de hombros. Paseó la mirada por la habitación.

—Es tan vergonzoso —comentó—. ¿Me ha traído alguien en brazos hasta aquí?

—El barman y yo. Puede decirse que te acarreamos. Me has dado un susto descomunal, y no bromeo.

Franny miró hacia el techo, pensativamente y sin pestañear, con la mano en la de él. Entonces se ladeó y, con la mano izquierda, hizo un gesto como para subir el puño de la manga de Lane.

—¿Qué hora es? —preguntó.

—No te preocupes por eso —repuso Lane—. No tenemos ninguna prisa.

—Querías acudir a aquella reunión.

—Al diablo con ella.

—¿También es demasiado tarde para el partido? —inquirió Franny.

—Escucha, te he dicho que al diablo con todo eso. Tú vas a volver a tu habitación de… como se llame, Postigos Azules, y descansar un poco. Esto es lo único importante —dijo Lane. Se sentó un poco más cerca de ella, se inclinó y la besó brevemente. Se volvió a mirar hacia la puerta y después miró de nuevo a Franny—. Esta tarde vas a descansar. Es todo lo que vas a hacer. —Le acarició un momento el brazo—. Entonces, quizá al cabo de un rato, después de que hayas descansado bien, me las arreglaré para subir al piso de arriba. Creo que hay una maldita escalera en la parte de atrás. Lo averiguaré.

Franny no dijo nada. Estaba mirando el techo.

—¿Sabes cuánto tiempo hace? —Preguntó Lane—. ¿Cuándo fue aquella noche del viernes? Por lo menos a principios del mes pasado, ¿verdad? —Meneó la cabeza—. No está nada bien. Demasiado maldito tiempo entre dos tragos. Para decirlo crudamente. —Miró a Franny con más atención—. ¿De verdad te sientes mejor?

Ella asintió, volviendo la cabeza hacia él.

—Tengo una sed terrible, eso es todo. ¿Crees que puedo pedir un poco de agua? ¿Sería demasiada molestia?

—¡Claro que no! ¿Estarás bien si te dejo sola un segundo? ¿Sabes lo que creo que haré?

Franny negó con la cabeza a la segunda pregunta.

—Haré que alguien te traiga un vaso de agua. Entonces buscaré al maître y le diré que ya no hace falta el amoníaco y, a propósito, pagaré la cuenta. Después pararé un taxi para no tener que buscarlo contigo. Puede que tarde unos minutos, pues casi todos estarán llenos de gente que acudirá al partido. —Soltó la mano de Franny y se levantó—. ¿De acuerdo?

—Sí, muy bien.

—Estupendo. En seguida vuelvo. No te muevas. —Salió de la habitación.

Una vez sola, Franny se quedó muy quieta, con la vista fija en el techo. Sus labios empezaron a moverse, formando palabras sin sonido, y continuaron moviéndose.