11
El domingo por la mañana me despertó un guirigay de voces desde el pasillo. Me puse una bata y me asomé para ver de qué se trataba.
En el extremo opuesto del corredor, un tropel de doncellas y personal del hotel se arremolinaba junto a una habitación. De ella salía una voz que me resultaba vagamente familiar:
—¡Pero si soy del equipo, se lo juro! ¡Equipo español, yo!
—Ce n’est pas votre chambre, monsieur.
Me alcé de puntillas para otear entre el bosque de cabezas. Quien respondía en francés era uno de los dos gendarmes que retenían a un hombre en la habitación.
—Que no le entiendo. No comprepá. ¡Eh! —gritó de pronto—. Pero ¿qué hacen?
Se escuchó lo que parecía un forcejeo y me decidí a intervenir.
—¿Puedo ayudar? —alcé la voz para que me oyeran los agentes, en francés—. Hablo español.
Uno de los recepcionistas me cerró el paso.
—Cuidado, señorita, las doncellas han sorprendido a este hombre robando en una habitación. Hemos tenido que llamar a la Gendarmería.
—Pero tiene que ser un error. Yo conozco a ese hombre. Déjenme entrar.
Me abrí paso. Los gendarmes mantenían a Isidro sentado. Tenía un aspecto penoso, despeinado, con las muñecas recién engrilletadas y dos patéticos hilos de sangre resbalaban por su frente hasta las mejillas.
—Pero Isidro, ¿qué le ha pasado?
—¡Gracias a Dios, señorita Elena! —clamó—. ¡Mire, me han puesto grilletes!
—Dicen que está usted en una habitación que no es suya.
—Pues claro que no es mía; es de Bru. Llevo un rato explicándoselo a estos señores y antes a una doncella, que pescó a correr como loca… ¡Y me mandó a los gendarmes!
—Chst, chst, ne criez pas, monsieur! —un agente mandó callar a Isidro, me preguntó quién era yo y si conocía a aquel hombre.
—Sí, señor, Isidro es un técnico del equipo español. Yo soy periodista. ¿Quiere que vaya a buscar mi acreditación?
El recepcionista intervino:
—Ella dice la verdad, agentes. Se aloja en el hotel con su padre. Cuatro cero siete.
—No será necesario, quédese —me contestó el gendarme. Se rascó la cabeza pensativo y me pidió que preguntara a Isidro qué hacía colándose en una habitación ajena.
—Pues eso mismo les estaba contando desde el principio —protestó el utillero—. Vine a por el equipaje de Ramón González, pa llevárselo al hospital.
Comuniqué su respuesta, explicando que González era el enfermo ingresado en la Cruz Roja. Isidro prosiguió:
—Bru ha salido con Lemmel a buscar un campo de fútbol pa entrenar y me encargó que llevara yo la maleta sin falta esta mañana. Pero no dejó aviso en recepción y no me querían dar la llave, así que… He subido, he abierto por mi cuenta y me he puesto a buscar la maleta cuando llegó esa señorita gritando, con un botones.
—¿Y cómo ha abierto usted sin llave?
—Qué quiere que le diga. Pues abriendo. Si me dicen que entre, pues entro.
Lo frené con la mano, para traducir a la audiencia que nos miraba, hambrienta de noticias. Al oírme, la doncella confirmó que le vio hurgando la cerradura y que avisó al ascensorista. Entre los dos sorprendieron a Isidro con medio cuerpo debajo de la cama, escondiéndose o robando. Él salió protestando y la muchacha huyó despavorida pidiendo ayuda. El botones impidió el paso a Isidro hasta que llegó la pareja de policías que siempre rondaba la estación.
Expliqué que era el utillero de la selección. Por desgracia, el día que llegamos al hotel el personal de recepción era diferente y no lo conocían. Desde entonces, Isidro había dormido —por decir algo— con los chicos, en las escuelas de Santa Catalina, en la calle Albert. De hecho, tenía aspecto de no haber pegado ojo en toda la noche.
—Pero ¿qué hacía usted debajo de la cama?
—Pues agarrar la maleta, que estaba con el asa al fondo… Y justo cuando andaba debajo, entra esta loca y chilla. ¡Maldito susto me dio! No sé qué me ha arañado aquí… —Se tocó la coronilla y al notar humedad, se miró la mano—. ¡Ay, mi madre, si me he hecho sangre!
—Entonces, ¿responde usted por este individuo? —me preguntó el gendarme.
—Claro que sí.
Los agentes le quitaron las esposas y tomaron nota de todo. Alguien trajo unas gasas para Isidro y se las pusimos en la cabeza. La concentración de empleados empezó a disiparse, el botones, el recepcionista y la doncella estrecharon la mano del ceñudo Isidro y salimos de la habitación de Bru. Algunos clientes del hotel curioseaban en el pasillo, alarmados por el bullicio, entre ellos mi padre. Al verme salir con los policías, se quedó estupefacto.
—Pero ¿qué has hecho, Elena?
—¿Yo? Nada, papá.
Isidro lo abrazó y estrechó su mano calurosamente.
—¿Que qué ha hecho? Su hija acaba de salvarme de ir a la cárcel, señor.
—Exagera usted —dije.
—Que no que no, le juro por mi madre que estos me llevaban palante cuando este ángel me ha salvao. Mire, todavía tengo la marca de los grilletes. —Mostró sus muñecas y luego presionó su herida con las gasas rojas.
—Está herido.
—No es ná, ahora me zurcen en el hospital. Mire, don Pepe. —Se besó dos dedos—. Por estas que en mí tién ustedes un amigo pa toa la vida.
Antes de irse con la maleta de González, debió oírnos comentar que nos gustaría conocer el estado real del enfermo, por si fuera posible entrevistarlo para el periódico, porque comentó:
—No hay cuidao. Yo me encargo.
La noticia del suceso corrió como la pólvora por el hotel, y durante el desayuno, Rubryk —que conocía de antiguo a Isidro, como papá— me contó su historia.
—Este era uno de esos golfillos de la calle, y con su pandilla robaban los tablones que rodeaban el campo del Athletic para venderlos como leña en los hornos de panadería, o donde fuera. Se le daban bien las cerraduras y algunas noches se colaba en la caseta del guardarropa para hurtar lo que hubiera: bombas de aire, balones ingleses, que eran caros, porque los españoles se ahuevaban, o el botiquín del masajista, ¡hasta la cal para pintar las líneas robaban alguna vez!, cualquier cosa que pudieran revender. El caso es que Julián Ruete se hartó y organizó a su gente para vigilar. A Isidro lo sorprendieron colándose por un ventanuco, pero al ir a atraparlo, el chico echó a correr como un demonio. Ninguno lo alcanzaba, solo un tal Florencio, que era un extremo rapidísimo, le fue comiendo terreno al crío y le echó el guante ya cuando trepaba la reja del Retiro para esconderse en la oscuridad.
—¿Y qué le hicieron?
—Pues qué iban a hacer, en vez de darle una paliza, le enseñaron a jugar. Corría la banda como un rayo. No le daba bien al balón, pero con esas condiciones daba igual, las más de las veces conseguía centrar o se colaba con la pelota en el goal contrario. Todos veían que a poco que aprendiera iba para figura, pero… —Rubryk se encogió de hombros.
—¿Pero?
—Pues que se lesionó. Se rompió el menisco, o alguna historia de estas, y dejó de jugar. Pero para entonces ya se había hecho un hueco en el mundillo y Ruete lo tenía empleado de recadero en la tienda. Y como él dice, desde que llegó, no desapareció de allí ni media lata de sardinas. En el equipo hizo de todo: probó de ordenanza, de secretario y se quedó de casetero, para cuidar el material. Los que se han criado en la calle son los mejores para guardar las cosas de los que arramplan con lo ajeno. Se las sabe todas, aunque hoy… Se ha lucido, el pobre.
—Ha sido mala suerte. ¡Lo pillan debajo de la cama, le dan un susto, sale sangrando y encima lo detienen!
Nos echamos a reír recreando el suceso.
Salimos con el grupo de periodistas hacia el Stadion para asistir a las primeras pruebas atléticas. Aquella mañana se celebraban las eliminatorias de cuatrocientos metros lisos y lanzamiento de jabalina, sin españoles. Las primeras participaciones de los nuestros serían en los cien metros lisos y en los ochocientos, todas por la tarde.
Isidro vino en mi busca aquella misma mañana, con un pedazo de papel en la mano. Nos contó que había visto un rato corto a Ramón y que lo que tenía era una cosa rara en la piel. Como no se acordaba, leyó lo que había apuntado:
—Tiene… onefritis.
—¿Onefritis? ¿En la piel? ¿No será pielonefritis?
—Eso es. Dice Ramón que es infeción orinaria, que a saber cómo se ha agarrao ahí y que Bartrina le dijo que se vaya despidiendo de jugar en la Olimpiada. Y pa eso no hace falta ser médico, basta ver al chico pa saber que está de pena. Y perdone usté, señorita, pero esto es mejor que lo oiga solo su padre.
Isidro se llevó a papá aparte para contarle que le tenían que hacer curas metiéndole un tubito «por ahí abajo», y que era bastante desagradable, porque «eso se lo hacían enfermeras que se reían y hablaban flamenco». La jefa era una señora mandona como una matrona, que al chico lo tenía mártir y que echó a Isidro con cajas destempladas porque en infecciosos no permitían las visitas. «Por eso —se quejaba Isidro— me las tengo que apañar pa verlo a escondidas, cuando esa sargenta no anda por allí.»
Aquella era la clase de información que no publicaríamos. Las enfermedades y lesiones de los futbolistas se consideraban un asunto privado y no se aireaban en la prensa. Los mismos jugadores tendían a ocultarlas para que nadie pensara que estaban acabados. Como Isidro insistió en ayudarnos, le sugerí que me contara todo lo que pudiera sobre el equipo, sin traicionar la confianza de nadie. Así me fui enterando de lo ya ocurrido, y de lo que fue ocurriendo días después, tanto en el vestuario como fuera de él, tanto en las escuelas como en el cabaret. Sin proponérmelo, Isidro Cañas se había convertido en mi primer informador.
Fuimos a comer a Le Progrès, por si había novedades de los delegados. Bru y Lemmel llegaron hastiados de patear la ciudad.
—¡Por fin tenemos un campo de entrenamiento en Amberes!
Mi padre alzó las cejas sorprendido.
—Ah, pero ¿no lo había ya?
—Bueno… Gamper había conseguido el del Daring, ¡en Bruselas! No digo que sea imposible ir y venir en tren cada día, pero lo lógico es entrenar aquí, digo yo. En confianza, señores, a veces parece que algunos delegados están más preocupados por conseguir que la próxima Olimpiada sea en Barcelona que por hacer algo de mérito en esta.
Lemmel asintió.
—Y mientras, nosotros mendigando un campo de hierba. Lo malo es que no podremos usarlo hasta el jueves.
—¿Y van a estar tres días sin entrenar?
—No. —Lemmel ladeó la cabeza—. Saldremos a correr por el barrio de las escuelas y echaremos algún partidillo en el patio, para desengrasar, pero con tanto verde como crece por aquí, es una pena no poder pisar la hierba.
—Nos han hablado de otro campo, aquí cerca —siguió Bru—, a quince minutos a pie del Stadion. Es de un club judío que acaban de fundar. Pero no hemos dado con ellos.
—¿Un club judío, dice? —intervine—. Pues… tal vez no sirva de nada, pero ¿por qué no prueban a llamar a este señor? —Busqué la tarjeta de Abraham y le anoté su teléfono a Lemmel en un papelito—. Habla un español peculiar, pero a lo mejor sabe a quién pueden dirigirse.
Lemmel vio el nombre, asombrado.
—¿Abraham del Stamboul? —Agitó el papel—. ¿De dónde han sacado ustedes esto?
—Contactos, Lemmel. —Rio papá—. El secreto de la prensa.
—Sí —bromeé—, y de los espías. Pero le advierto que lo que más le gusta a ese hombre es hablar.
—Manolo —lo frenó Bru—, esa llamada debería hacerla alguien del Comité: los encargados de los campos son García Alsina o Gamper.
—Si nos esperamos a eso, jefe… —resopló Lemmel, que se fue en busca del teléfono.
Tardó en volver lo que duró la comida. Como imaginamos, Abraham estuvo encantado de ayudar y se encargó de hablar con los responsables del Maccabi de Amberes, que era el nombre del equipo.
De vuelta al estadio, vimos emocionados las eliminatorias de cien metros lisos, en las que participaban varios españoles. Solo uno, el veterano Mendizábal, se clasificó para semifinales con dos brillantes carreras. Algunos futbolistas estaban como locos de contento y se acercaron a pie de campo para abrazarlo; Vallana y Acedo, por ejemplo, habían competido contra él en los campeonatos de atletismo del norte un par de meses antes. El fotógrafo barcelonés Passavolant los retrató a todos para los periódicos norteños junto a la grada del Stadion.
Un velocísimo estadounidense llamado Charlie Paddock ganó todas sus carreras dando un brinco espectacular en la línea de meta para cortar la cinta de un vuelo. Al verlo, Samitier se quejó muy serio a toda la prensa:
—¡Es un escándalo, un robo! ¡Ese salto es invento mío! El Paddock m’ha copiat! ¡El único hombre langosta soy yo, que quede claro! El hom llagosta soc jo!
Juanito le siguió la broma con igual seriedad y estrechó su mano dándole el pésame.
—Le prometo, Samitier, que si ese saltimbanqui viene por España, le mando una inspección de Hacienda.
—Gracias, Balompédico, gracias.
La fiesta continuó animando a otro español que consiguió clasificarse para las semifinales de ochocientos, siguió corriendo, saltó la vallita de madera y se abrazó al grupo de españoles hasta que un comisario de carrera lo devolvió a la pista.
A partir de ese día, los pocos españoles que asistían a las pruebas se reunían cerca del rincón que ocupábamos en la zona de prensa, y animábamos todos juntos a nuestros deportistas. Entre ellos estaba siempre René Petit. Al terminar las carreras de esa jornada, se acercó a vernos.
—¿Les apetece ir hoy al cinematógrafo? Dan varias películas de Charlot en el Astoria, a las siete.
—¿Te apetece, papá?
—¿Charlot? Claro. Es divertidísimo.
—Estupendo —celebró René—. El cine está en Avenue Keyser, cerca de su hotel.
Cuando René se marchó, busqué a Ricardo asegurándome de que no nos oyera Samitier. No lo pensé dos veces y dije:
—¿Se apunta usted al cine, Ricardo?
—¿Hoy? ¡Encantado!
Y nos citamos a las siete en la puerta del Astoria.
Había tiempo para acercarnos hasta las pistas de tennis para ver a una de las grandes sensaciones de los Juegos, la francesa Suzanne Lenglen. Apodada la gacela francesa, escandalizaba con un vestidito que dejaba los hombros al aire. Su rapidísimo juego aplacaba cualquier crítica absurda a su vestuario.
Desde el primer día de los Juegos en Amberes, vivíamos inmersos en el reino del deporte, ajenos a todo lo demás. Como había dicho en sus discursos Coubertin, le sport est roi. Durante la Olimpiada se detenía el tiempo y todo parecía posible. La vida era juego, sin otra consecuencia que la de ganar o perder. El resto del mundo parecía algo irreal, lejano e insignificante. También lo que estaba ocurriendo aquella misma tarde en Madrid.
Argüello viajó en taxi hacia la Colonia de la Prensa, una urbanización de vacaciones en las afueras, entonces campestres, de Carabanchel. La colonia era nueva y el chauffeur, novato en el oficio, no conocía las calles, y como era la hora de la siesta del domingo, resultaba difícil encontrar a alguien para orientarse.
Por fin, dieron con el chalecito que buscaban. Se trataba de una casa con torreón, coquetuela y modernista, rodeada de un jardín todavía joven, como todas las de la colonia.
Argüello, periódico en mano, saltó del coche pidiendo al conductor que esperase y, en dos zancadas, cruzó el jardín y se plantó en la puerta, donde hizo sonar con cierta repugnancia la delicada campanilla en forma de hada que servía de timbre.
Le abrió un joven de gesto enfático y vestido de tenista, con jersey blanco de pico y pantalón largo de algodón. Era el mismo joven que compitió con Pepe por la plaza de corresponsal en la Olimpiada de Amberes: Fefé.
—¿Qué desea?
—Ver a don Jacinto Ureña.
Una voz fatigosa llegó del interior:
—¿Quién es, Fefé?
No fue necesario trasladar la pregunta al recién llegado.
—Dígale que soy el presidente en funciones de la Federación Española de Fútbol. Y que siento llegar tarde.
Tres minutos más tarde estaba sentado en un sillón de mimbre en el porche de hierro del jardín, justo delante del editor del periódico La Tribuna, que estaba enfrascado en la lectura del artículo de la polémica. Desde donde estaba sentado, Argüello solo podía ver la oronda tripa de don Jacinto hinchando la camisa como un globo y, sobre ella, el ejemplar del periódico que Ureña sostenía a pocos centímetros de su cara.
En el jardín había una joven, también vestida de tenista, y una señora mayor con la que guardaba cierto parecido faenando juntas en unos tiestos, a la sombra de una pérgola cubierta de madreselva. El joven que le abrió la puerta, Fefé, se encontraba cerca de los dos hombres, fumando.
—¿Desea beber algo, Argüello?
—No, gracias. Bueno, sí, un agua del Canal, si es tan amable.
—Tenemos pozo.
Argüello asintió y, al llegar el vaso, se lo bebió de un trago.
El editor bajó el periódico y dejó ver una cara de ojos diminutos, labios gruesos y cabeza calva y redonda, en cuyo centro cabalgaban la nariz unos quevedos amarrados al chaleco por una cinta. Ureña los dejó caer sobre su tripa y alzó la mirada, cordial. Devolvió el ejemplar a Argüello.
—Nuestro periódico es abiertamente maurista, como sabrá. No jugamos con las cosas serias, como las cuestiones de orden público. Mucho menos incitamos gratuitamente a la huelga y cosas así; eso son palabras mayores. Este artículo es la bomba. Sin embargo, vuelto a leer no me parece que incite a la rebelión. Solo denuncia las condiciones lamentables del alojamiento de nuestros deportistas. Pero si lo que desea usted es quejarse, yo…
—No, yo no me quejo. Deseo saber más de este asunto. —La voz de Argüello, con el melodioso y lacónico acento gallego, resaltaba su seriedad—. Hablé con el encargado de la redacción, que se ha limitado a decirme lo mismo que pone ahí.
—Lógico. La única forma de saber algo más sería hablar con el corresponsal en Amberes.
—Pero el artículo no va firmado. Lo que cuenta es tan grave que eso es como tirar la piedra y esconder la mano, ¿no le parece?
—Aquí no hay teléfono. Cuando vuelva a casa haré una llamada, para saber quién puede haber escrito…
—Yo sé quién es, lo conozco bien —intervino Fefé.
—No sé si les he presentado antes: Fefé es mi yerno y periodista de La Tribuna. Esta es su casa.
Argüello inclinó la cabeza sin levantarse.
—Cómo está usted.
—El artículo es de Pepe Díez —prosiguió Fefé sarcástico—. Rampoleón, una vieja gloria.
Y apagó el cigarrillo, que estaba a medias, contra un cenicero.
—Lo conozco perfectamente. ¿Él ha escrito eso?
—Es el único corresponsal que tenemos allí. A mí también me resulta increíble; parece un mosquito muerto.
Argüello alzó un poco la barbilla.
—Para mí, Pepe es una gloria del periodismo deportivo nacional. Y un caballero.
Dijo eso con tanto aplomo que Fefé apretó los labios. El editor asintió.
—El artículo es correcto; no podemos censurarlo. Y en todo caso, habría que felicitar al corresponsal.
Fefé se mordió la lengua dentro de la boca. Argüello continuó:
—Mire, yo estoy aquí para saber si esto es algo que se han inventado ustedes para hacerse una jugarreta entre conservadores y liberales. Pero si todo es verdad, tendré que irme a toda prisa a Amberes para arreglarlo. Porque hay dinero suficiente para mantenerlos allí como Dios manda. Y alguien se lo está racaneando. O se les lleva en condiciones, o no se les lleva. Pero andarse con jugarretas políticas con la selección de fútbol, no. Bastantes líos tenemos ya entre nosotros.
—Verá, Argüello. —Sonrió Ureña—. Desde que me llamó usted esta mañana se ha montado un buen revuelo. He hablado con el director y con el gerente del periódico. La edición se ha vendido más que bien. Pero es que han llegado a la redacción telegramas de ciudadanos que entregaron su dinero para mandar a los deportistas a los Juegos, quejándose de que pasen hambre. La Tribuna no es el único periódico que poseo, pero en los demás no toco el tema deportivo. Sin embargo, tengo que reconocer que comercialmente es un asunto en auge. Mi yerno, aquí presente, saldrá pasado mañana hacia unos juegos atléticos paralelos que se celebrarán en Berlín. Yo no entiendo qué ve la gente en el deporte. En España hay hambre y muertos a diario, pero la gente solo llama y manda telegramas para protestar porque unos futbolistas comen coles y tronchos. —Se inclinó hacia Argüello como si el pecho rodara sobre su panza—. Lo que le quiero decir con todo esto es que reconozco que a veces la política es un juego, pero el olimpismo, de momento, le aseguro que para este periódico es sagrado. Ni hemos jugado ni vamos a jugar con él. Romanones será lo que sea, pero su hermano ha hecho bien en adelantar el dinero para la Olimpiada. Así que me temo que esto es verdad y tendrá usted que ir a Amberes a arreglarlo.
—Descuide. Eso haré. —Se levantó para marcharse—. Despídanme de las señoras. Por cierto, bonita casa.
Al llegar al hotel de L’Industrie encontramos un montón de avisos de llamadas en nuestro casillero. Rubryk se acercó al mostrador para pedir una conferencia a la telefonista. Se volvió a nosotros.
—¡Menudo revuelo que has montado con la huelga, chico! Me han llamado cinco veces de Abc para contrastar lo que has publicado. Hasta me han pedido que mande un artículo.
También Lola y Juanito Balompédico habían recibido llamadas. Incluso Passavolant, señal de que la noticia había llegado hasta Barcelona. Papá tenía cara de póquer; esa que ponía cuando no sabía de qué le estaban hablando.
Bartrina entró en el hotel con gesto serio. Tragué saliva. Aquello se me había escapado definitivamente de las manos.
Papá lo saludó con un «Hola, Javier» con voz clara y mirada limpia. Bartrina sonrió con amabilidad, como quien va a reprender a un niño.
—¿Podemos hablar en algún sitio más discreto?
Sugerí el salón de los desayunos. Allí no nos molestó nadie. Como siempre, Bartrina fue directo al grano:
—Has liado una buena con tu artículo, Pepe.
—¿Yo?
—Ya, ya… Sé que la culpa no es del mensajero. El artículo es magnífico; me lo han leído por teléfono y solo puedo decir chapeau. Pero has puesto en una situación difícil al Comité. Aguilar está furioso.
—¿Furioso? ¿Por qué?
—Porque su prioridad era no gastar más dinero del marqués. No es fácil conseguir camas más grandes ni mejorar la comida sin subir las dietas por deportista, y ahora le has echado encima a la opinión pública, ¿comprendes?
—Pues…, la verdad, Javier, yo… —Papá se mostró desconcertado—. No.
—A ver, Pepe, tú has escrito el artículo de La Tribuna…, «Vientos de huelga en Amberes» es el titular, ¿no?
Suspiré. Era el momento de reconocer la verdad, toda la verdad y nada más que eso.
—Claro claro. ¿Quién si no? —Fue papá quien habló atribuyéndose el texto.
—Y yo que estaba preocupado por ti… ¡Y estás más lúcido y combativo que nunca! Verás, yo no digo que no tengas razón. Se han hecho algunas cosas mal. Solo quiero advertirte que los Juegos solo acaban de empezar y que, por desgracia, ya te has ganado un enemigo en el COE. En tu estado, ya me entiendes, esperaba que te tomaras esta Olimpiada con un poco más de relajación.
—Me encantaría.
—Algo es algo. No voy a arrancarte otra cosa, ¿verdad? En fin… ¿Estás bien?, ¿tomas la medicación?
Bartrina me miró y asentí, con la boca bien cerrada, sin acabar de creerme lo que estaba pasando. Bartrina, al que se veía fatigado, aunque impoluto como siempre, apretó con dos dedos su entrecejo, sobre el puente de su nariz.
—Qué tonterías digo, si estás escribiendo mejor que nunca. Bueno, ahora tengo que irme. Por suerte, mañana no hay periódicos en España y podremos arreglar algo para que el martes no nos linchéis. Si es posible, sed benévolos: en el Comité estamos desbordados.
Se fue. Nunca creí que escucharía esas palabras de su boca. Cuando nos quedamos solos, papá dejó de fingir; tenía la mirada perdida, como el día de Gijón. Era incapaz de comprender lo que estaba pasando.
—Papá, tengo que decirte algo. He sido yo. He mandado una crónica al periódico, sin firmar, con la noticia de la huelga. Lo siento.
Tardó en darme una respuesta.
—¿Podemos ir a descansar?
—¿Quieres ir a la habitación?
—A tumbarme un poco, sí.
Fuimos hacia el ascensor. Sentí un puñal en mi corazón; esta vez era imposible seguir el consejo de mamá y no sentirme culpable. Era responsable de lo que estaba pasando y no soportaba ver a papá así, tan abatido. El botones cerró la reja y giró una manivela de magneto con tantas vueltas como pisos debíamos subir. Antes de llegar a la habitación se me ocurrió una idea.
—¿No prefieres ir al cine? Dan una de Charlot, aquí cerca. ¿Recuerdas? Nos ha invitado René.
—¿Charlot? —La cara de papá revivió y apareció en ella una amplia sonrisa—. Sí, claro. Y luego podemos ir a cenar al figón de Le Progrès. Tiene buena pinta ese sitio.
Entramos en nuestras habitaciones para cambiarnos de ropa. Las noches de Amberes eran frescas, como las de nuestra primavera. Me cambié a toda velocidad, agarré el artículo mecanografiado y llamé a la puerta de papá.
—Adelante. —Su voz sonaba normal, como siempre.
—Papá… Este es el artículo de la huelga. Del que todo el mundo te habla.
—Ah, sí. ¿Lo tenías tú? —No contesté. Añadió—: ¿Te ha gustado?
—Es… bueno. Todo el mundo te ha felicitado.
—Bien, bien… ¿A qué hora es la película? Me gustaría afeitarme bien.
—Tienes tiempo. Te espero abajo, d’accord?
—D’accord, ma petite.
Dejé a papá silbando una de esas tonadillas alegres que solían tocar los pianistas del cinematógrafo y bajé a recepción para llamar por teléfono. Entre los avisos de llamadas había dos o tres de Argüello, con su número anotado. La conferencia tardó poco en establecerse y tuve la suerte de dar con el directivo gallego en la oficina.
—¿Don Luis? Soy Elena Díez… Sí, la hija de Rampoleón… No, mi padre no puede ponerse, no se encuentra bien, después de… No se está escondiendo, Argüello… Sí, todo lo que dice el artículo es verdad, se lo juro… Entonces, ¿viene usted mañana mismo?… Ah, que no hay billetes… Sí sí, ahora le oigo mejor. Vendrá cuando pueda, lo entiendo… No, de momento no va a publicar nada más, esté tranquilo… Pues al parecer, en el Comité no se lo han tomado demasiado bien, pero hacen lo posible por arreglarlo, con lo poco que tienen… Ah, ¿que no tienen poco? Pues eso es lo que cree Bartrina… Sí sí, ya sé que el tesorero es Aguilar. —Un clac dio paso a otra conversación ininteligible—. ¿Oiga? ¿Me oye, Argüello?
Fue imposible hablar más. Tampoco parecía necesario. Esperé, pero Argüello no volvió a llamar. La información que acababa de darme me hizo cambiar de punto de vista. ¿Es que Aguilar mentía a Bartrina? ¿Tenían más medios de lo que decían? ¿Por qué racanear con los fondos? Argüello era un hombre de números, algo sabría de todo aquello. Mi ánimo pendular hizo que me alegrara de haber escrito el artículo del que minutos antes me había estado arrepintiendo.
Consulté mi pequeño reloj de colgante. Eran las siete. Aseguré el broche de mamá en mi solapa, como un talismán, y fui a firmar el recibo de la conferencia. Papá me esperaba ya en el hall del hotel haciendo girar el bastón en su mano como lo hacía Chaplin. Bendito cine y benditas comedias.