Capítulo 21. Jaque al rey.
~El muchacho de los ojos azules~
Mientras contemplamos la hermosura del cielo nocturno, el rugido de los tubos de escape trucados de un grupo de motos hace añicos el silencio.
Las luces que se acercan por la carretera me hacen entrecerrar los ojos al observarlas. Reconozco al Vespa y su banda al oír sus voces gritando cosas que únicamente tienen sentido para ellos o, quizá, ni tan siquiera, pero eso no les impide decirlas. Espero que nuestra presencia pase desapercibida.
—¡Eh! ¡Pareja de tortolitos! –informa uno.
Parece que nos han visto.
Los vehículos nos rodean, cercándonos con sus faros. Rezo porque no estén muy borrachos y se limiten a saludar y marcharse.
—Pero si es nuestro pequeño David –anota el Vespa descendiendo de su montura y dándome un apretón amistoso en el brazo. Su cuerpo desprende el inconfundible aroma del alcohol.
—Ya era hora de que te estrenaras con una piba, ¿eh? Vas madurando –comenta.
Asiento dándole la razón para que se vaya cuanto antes.
—¿Y puede saberse quién es tu acompañante? –se interesa aproximándose a Anaïs.
Ella se ha movido hasta el extremo opuesto del banco, intentado esconderse de la luz que proyectan las motos para no ser delatada.
—Tú –se sorprende el Vespa al observar su cara.
Me pongo en tensión mientras numerosos pensamientos acuden a mi mente.
—¿Lo conoces? –pregunto a Anaïs.
—Esto no va contigo –me espeta él, empujándome a un lado—. Si no recuerdo mal, tenemos algo pendiente –dice dirigiéndose ahora a ella.
Quizá yo no sea capaz de hacerle frente a Doryan, pero a él sí. Es cierto que es fuerte, pero yo también y no estoy dispuesto a que nadie se interponga entre nosotros.
—¡Déjala en paz! –ordeno envalentonándome.
El Vespa se mueve para mirarme.
—Perdona, ¿has dicho algo? –pregunta amenazante.
—Ya me has oído.
—Tío, no lo hagas, una chica no vale esto –me aconseja uno de los de su pandilla que observa la escena. Pero él no puede saber lo que vale esta chica para mí.
No me amedrento, todo lo contrario. Yergo mi cuerpo, alzando los hombros, dejando aún más patente la altura que le saco a mi adversario. Diferencia que sin duda no compensa la que hay entre el tamaño desproporcionado de sus bíceps y el medianamente trabajado de los míos.
—Así que el niñato se pone chulo – afirma antes de lanzar su puño a mi cara.
No poseo la experiencia necesaria en estas situaciones como para reaccionar con la suficiente rapidez. Y tengo la certeza de que me habría partido el tabique nasal como si estuviera hecho de simple barquillo si la pálida mano de Anaïs no llega a intervenir, parando el golpe. Su cuerpo se interpone entre los nuestros.
—¿Sé puede saber qué pretendes? –me increpa en un susurro que sólo yo logro oír.
Me encojo de hombros sin encontrar palabras para expresar los celos que mueven mi comportamiento y sin poder engullir la vergüenza que siento porque Anaïs haya tenido que volver a salir en mi ayuda. Estoy seguro de que el puñetazo me hubiera dolido menos que la puñalada que ha recibido mi orgullo.
—No puedo protegerte sin desvelar mi naturaleza sobrehumana y mucho menos, si te atacan todos a la vez –continúa, ajena a mis emociones y en una voz apenas audible—. Voy a deshacerme de ellos. No tardaré, te lo prometo.
No entiendo el significado de sus palabras ni cuál es el plan que tiene en mente cuando se vuelve hacia el Vespa y lo sigue hasta su moto. Monta tras él y el vehículo arranca haciendo un temeroso caballito. Sus compañeros lo siguen, perdiéndose en la negrura de la noche.
Me quedo inmóvil, contemplando el lugar que ocupaban hace un segundo. Todavía no me lo creo, ¿Anaïs se ha ido con él?
—Parece que ya somos dos, ¿eh?
Me giro y descubro a Doryan sentado con una actitud arrogante y despreocupada en el banco en el que hace unos instantes nos encontrábamos Anaïs y yo. Sus ojos rojos centellean en la oscuridad.
—Por tu cara, cualquiera diría que acabas de ver a un muerto viviente –comenta y ríe su propio chiste.
Yo, por mi parte, estoy muy ocupado calculando el tiempo de vida que me queda. No obtengo un resultado muy favorable.
—Es una lástima. Esperaba disfrutar de un buen espectáculo viendo cómo te destrozaba tu amigo –su acento es marcado—. Aunque, tranquilo, no le hubiera dejado que te matara. Ese honor lo tengo reservado para mí.
—¿Y me vas a decir a qué esperas? –pregunto con estupidez suicida.
—Sin duda, debo reconocer que posees carácter. Eso está bien, pero no puede ayudarte en nada. No tienes ninguna posibilidad contra mí. Por eso mismo, matarte ahora sería demasiado fácil, demasiado rápido. No. Prefiero alargar un poco más el juego. ¿No estás de acuerdo? Hay que disfrutar nuestra relación, querido David.
Hace una pausa para que intervenga, pero, como no lo hago, retoma la palabra.
—Y para demostrarte que mis intenciones son puras, te he traído un presente.
Me lanza algo que yo cojo al vuelo.
Lo miro sin entender nada.
—Dile que la partida continúa, que el primer peón ya ha caído –contesta a mi muda pregunta.
Sigo sin comprender, pero Doryan no va a darme más explicaciones. Se frota la lengua contra los colmillos en un gesto deliberadamente lento y amenazador. Luego se levanta y, dándome la espalda, se marcha, fundiéndose con las sombras.
—Volveremos a vernos –escucho sus últimas palabras como un eco lejano.
No me ha dado tiempo a pensar en lo que ha querido decir, cuando Anaïs aparece a mi lado, sobresaltándome. Doy un respingo.
—Lo siento, no pretendía asustarte...
—No importa –aseguro distraído dirigiendo mi vista al objeto que reposa en la palma de mi mano abierta.
Es una pulsera de cuero trenzado que rodea un óvalo de hueso con una tortuga dibujada. La reconozco: es el amuleto que Pablo compró hace ya varios años en su viaje a Canarias. Desde entonces, siempre lo lleva puesto.
—¿Eso no es de tu amigo? –observa Anaïs, a cuya privilegiada mente le ha bastado con verlo una vez para recordar este detalle.
—Sí –afirmo—. Me lo ha dado Doryan.
—¿Doryan ha estado contigo? –inquiere alarmada—. No debería haberte dejado solo, pero tenía que librarme de... ¿Dices que te la ha dado él?
Asiento.
—Ha dicho que la partida continúa, que ya ha caído el primer peón –añado.
Y al repetir en voz alta su mensaje, lo entiendo. Me sumerjo en un lago helado. El frío me paraliza, no me deja moverme, ni siquiera respirar. Pablo ha muerto. Doryan lo ha matado. Forma parte de su juego, que sólo él disfruta y del que nos obliga a formar parte. Somos las piezas del tablero que, al fin y al cabo, no valen nada. Qué importa una más o una menos.
—Vamos ahora mismo a tu casa –ordena Anaïs, sacándome de mis pensamientos.
El hielo, como frías cuchillas, sigue penetrando en mi cuerpo, en mi corazón, impidiéndome hacer otra cosa que seguir ahí plantado con la vista clavada en el pequeño objeto, portador de una gran revelación. Parezco tener la estúpida idea de que si lo miro fijamente, con intensidad, conseguiré hacer que desaparezca y con él, todo lo que significa.
—David, escúchame. Hay más peones. Debemos asegurarnos de que tu padre no corre peligro.
¡Mi padre! Por fin consigo reaccionar. El frío es reemplazado por un súbito calor, un fuego que quema en mi interior.
Echo a correr. No soy consciente de las calles que cruzo, de las esquinas que doblo ni apenas del suelo que se desliza bajo mis pies. Una idea gobierna mi mente: llegar a tiempo, poder salvar a mi padre.
Y en lo que dura mi carrera, sin pretenderlo, sin desearlo, revivo nuestros últimos momentos juntos. Recuerdos de un tiempo perdido, de miradas esquivas, de vacíos, de discusiones y enfrentamientos, de todo aquello que quise decirle y nunca le dije, las palabras que callé y que se perdieron en el silencio. Un año en el que me he engañado autoconvenciéndome de que odiaba a ese hombre, pero lo cierto es que lo quiero, siempre lo he querido. Este sentimiento me invade, así como la certeza de que no puede morir sin saberlo, porque a él también lo he tenido engañado y se lo ha creído.
Llego hasta mi casa. La mano me tiembla sobre el pomo de la puerta. ¿Y si es demasiado tarde? ¿Y si he venido hasta aquí sólo para contemplar su cuerpo inerte? No, no estoy preparado para eso. No sería capaz de soportarlo. Me niego a aceptarlo. Entro dando un fuerte empujón.
—¡Papá! –grito.
La luz del salón y la cocina están encendidas, pero no obtengo respuesta.
—¡Papá! –vuelvo a llamarlo y escucho la desesperación en mi voz.
Me apresuro a subir la escalera hacia los dormitorios. Asciendo los escalones de dos en dos. Cuando se terminan, intento llamarlo de nuevo, pero una fría mano blanca, surgida de la nada, me tapa la boca con una fuerza que su aparente fragilidad esconde.
Me topo con los negros ojos de Anaïs.
—Shhh –me indica llevándose un dedo a los labios—. Cálmate. Está en la ducha, por eso no te ha oído. Si entras gritando de esta manera, se va a sobresaltar.
Retira su mano, dejándome libre.
—No te preocupes, no hay rastro de Doryan. Yo os protegeré a los dos –promete.
Una vez sé que mi padre está a salvo, toda la adrenalina que ha inundado mi sistema nervioso se desvanece de pronto. Es reemplazada por el sentimiento de angustia ante la posibilidad de haber podido perderlo y por la muerte de mi mejor amigo, que aún me cuesta digerir. No puedo procesar tanta información. Me dejo caer apoyando la espalda contra la pared hasta llegar al suelo.
Se abre la puerta del baño y aparece mi padre envuelto en su albornoz azul y rodeado de una nube de vapor que aprovecha para escapar del pequeño cuarto, dejando a su paso una estela húmeda. Nos mira sorprendido.
—Hola Anaïs, un placer verte –saluda algo turbado. Luego repara en mí—. ¿David, estás bien? Tienes mala cara.
—No pasa nada, me ha dado un pequeño mareo –me sorprende lo fácil que se está volviendo mentir.
Pero ahora mis problemas morales no son mi prioridad. Lo contemplo como si fuera la primera vez que lo viera.
—Te espero en tu habitación –dice Anaïs dejándonos solos.
Me pongo en pie y me abalanzo sobre mi padre rodeándolo con los brazos. Se desconcierta.
—¿David...?
No contesto porque noto las lágrimas manar de mis ojos y temo que si hablo mi voz me delate.
Acepta mi silenciosa respuesta y corresponde a mi gesto. Nos fundimos en un abrazo, vacío de palabras, pero lleno de sentimiento. Me pregunto si él también está llorando.
Permanecemos así un tiempo indefinido.
—Te quiero –se escucha como un susurro y nuestras voces se mezclan sin saber quién de los dos lo ha dicho primero, quién ha expresado lo que ambos pensábamos. ¿Importa acaso?
Y por fin, siento caer los últimos trozos de esa muralla invisible que se había levantado entre nosotros. Ninguno lo advertimos al principio, pues crecía despacio, piedra a piedra, día a día. Cuando fue tan gruesa y firme que se percibía claramente, ya era demasiado tarde para tratar de atravesarla. Ahora, contemplo a mis pies sus restos, un destruido esqueleto de ceniza. Polvo gris que habrá que limpiar para que todo brille como antes, pero que ya no nos podrá impedir el paso. Soy consciente de que, de una forma o de otra, se lo debo a Anaïs. Ella ha sido la mano invisible que me ha conducido a esto, sin tan siquiera pretenderlo.
Entro en mi cuarto. Está de pie, asomada a la ventana. Su postura hierática es engañosa. Sus gestos no lo transmiten, pero yo intuyo que está inquieta, intranquila.
—Lo siento, es culpa mía –dice a modo de saludo.
—Estoy de acuerdo contigo en que es culpa tuya, pero no entiendo por qué te disculpas.
Se gira. La pulsera asoma de su puño cerrado, pendiendo en el aire, oscilando sobre el vacío.
Comprendo que nos referimos a cosas diferentes y toda mi alegría se esfuma al recordar a Pablo.
—No... No es cierto, ¿verdad? –pregunto desesperado.
No obtengo respuesta.
—No puede ser, si él... Si le hubiera pasado algo lo sabría. No puede estar muerto, es un truco de Doryan. Él...él...
Cojo el teléfono que descansa sobre mi mesa, dispuesto a salir de dudas, a demostrar que tengo razón. Me apoyo el aparato en la oreja y espero mientras se escucha la señal. Estoy seguro de que en un momento la voz de Pablo aparecerá al otro lado de la línea con su habitual tono desenfadado que ya me es tan familiar, con esa forma de pronunciar muy suya de la que se intuye que está mascando chicle. No puede estar muerto. Su esencia es tan real, tan clara... Me es tan fácil evocar su media sonrisa, sus gestos, su manera de andar... ¿Cómo va a desaparecer todo eso, así de un plumazo, sin más, dejando un nuevo hueco en mi vida?
El habitual pitido se interrumpe y una voz mecánica lo reemplaza: “Le informamos de que actualmente no existe ninguna línea en servicio con esta numeración”. Debido al nerviosismo he marcado mal los números, no recuerdo ni qué teclas he pulsado. Creo que lo he hecho a voleo y, claro, no he acertado. El mensaje termina y el rítmico pitido vuelve a escucharse. Esa resulta ser toda la confirmación que necesito. El sonido se introduce en mi mente, indicándome que no hay nadie al otro lado, que no lo habrá aunque vuelva a llamar, esta vez al número correcto. Que aquel que debía contestar ya no está.
Todo se derrumba y siento el peso del mundo sobre mis hombros. El peso de todas las lágrimas derramadas; de todos los suspiros lanzados al aire; de todas las ausencias que se hacen fuertes en el silencio, que no se llenan con palabras; de todas las despedidas que se quedan grabadas en el recuerdo; de esos momentos en los que ni siquiera se nos da la oportunidad de decir adiós; de todos los corazones rotos; de todas esas almas tristes y apagadas que no encuentran su lugar en la vida y mueren sin morir, viviendo sin vivir.
Noto la mano de Anaïs sobre mi hombro.
—Doryan no mentía. Él no bromea con la muerte. Tampoco bromeaba cuando me dijo que había más piezas en el tablero y que yo me había olvidado de ellas. Tenía razón. No supe ver el alcance de mis decisiones, de sus amenazas. Tendría que haber sido más lista.
—Siempre te echas la culpa de todo lo que ocurre.
—Es que la tengo. La desgracia me sigue allí donde voy y cubre con su negro manto a quienes me rodean.
Se sucede un silencio. No dispongo de ánimos como para intentar convencerla de que se equivoca.
Me he dejado caer hasta sentarme en el suelo, por lo que ella se agacha para mirarme a la cara.
—He tomado una decisión, David. Quiero que la respetes. Ya he cometido demasiados errores.
En sus ojos observo una férrea determinación que me asusta.
—Debo marcharme. Ahora mismo. Volveré con Doryan y me lo llevaré lejos de aquí. Me prometió que si regresaba a su lado no te haría daño.
Voy a protestar.
—No, David. No más excusas, no más juegos. Desde el principio sabíamos que esto estaba mal, que no era posible, que antes o después llegaría a su fin. Lo he alargado demasiado y sólo ha provocado sufrimiento. He pretendido engañarme, convencerme de que saldríamos adelante, pero los sueños siempre terminan; antes o después hay que despertar.
—Anaïs... –comienzo negando con la cabeza, pero ella me interrumpe.
—¿No te das cuenta de que es la única forma de que estés a salvo?
—Eso no es cierto, contigo estoy seguro. Mientras permanezcas a mi lado, nada malo podrá pasarme.
—Correcto, pero te olvidas de tu padre. No lograré protegeros a los dos a la vez si no estáis en el mismo sitio. ¿Y qué ocurre con todas las demás personas? Tus compañeros de clase, tus maestros, la gente de este pueblo... Todo aquel que sea cercano a ti. Corren peligro y su muerte será como un juego, una diversión para Doryan hasta que, al final, consiga hacerse contigo. Porque te garantizo que, antes o después, lo logrará. No quiero que más homicidios de inocentes pesen sobre mi conciencia, ni sobre la tuya.
—Sabes que él seguirá matando. Lo necesita.
—Sí, pero serán personas anónimas, cuerpos sin rostro y sin nombre por los que yo no he llegado a encariñarme. Desapariciones aleatorias de las que no seré responsable y que no estarán relacionadas contigo.
Pienso a toda velocidad en las palabras adecuadas, las que harán que cambie de opinión, pero parecen esconderse de mí.
—Anaïs, no puedes marcharte, no puedo perderte ahora.
—No me perderás porque nunca me has tenido. La muerte es mi única dueña. Soy prisionera de las sombras. Ya te lo he dicho: he tomado una decisión y nada de lo que hagas logrará impedirlo. Me marcho, David. Lo mejor es que me olvides.
Se pone en pie y abandona la habitación. Me cuesta reaccionar y cuando voy tras ella observo que ya ha llegado hasta la puerta de entrada. Se despide cordialmente de mi padre.
Corro para ponerme a su altura. Los dos salimos a la calle. Adecúo mis pasos a su ritmo y avanzamos por ella. Vamos tan juntos que nuestras manos se rozan. Tan cerca y, a la vez, tan separados. Una distancia no física que a cada zancada se acentúa. Entrelazo mis dedos con los suyos. Ella no me devuelve el gesto, pero tampoco retira la mano. Podría echar a correr con esa velocidad imposible de seguir, acabar con esto de una vez y alejarse para siempre. Pero no lo hace, se deja acompañar. Desea tanto como yo quedarse, alargar este instante todo lo posible. Nuestro último momento juntos. A no ser que yo haga algo para evitarlo. Y qué puedo hacer, qué aparte de suplicarle. Sé que no servirá de nada, pero es lo único que se me ocurre, es lo que me queda.
—Anaïs, por favor. Esta no es la forma. Encontraremos la solución. Quédate a mi lado. Juntos podremos... Tú y yo cambiaremos el mundo si es necesario. Tú y yo lo lograremos, siempre que estemos unidos.
Se detiene y me mira. Y su mirada expresa dolor, sus ansias de ser capaz de llorar, de no tener que ser fuerte por los dos, su muda petición de que no se lo ponga más difícil.
—Prométeme que serás feliz –dice—. Estoy segura de ello. Tienes toda una vida por delante. Ya te has reconciliado con tu padre. Os queréis mucho, no lo estropees. Sé que conseguirás aquello que te propongas. Encontrarás a alguien que te pueda dar lo que necesitas, a quien amar, con quien envejecer. Me olvidarás.
—Sabes tan bien como yo que eso no ocurrirá –niego.
—Tú no has visto el poder del tiempo. He contemplado cómo borra, cómo hace caer todo en el olvido. No te preocupes; hará bien su trabajo y, si tú no le pones trabas, será más rápido y efectivo.
Voy a decir algo, pero ella niega con la cabeza.
—Si me dejaras hablar –digo enfurecido—...
—Se ha acabado el tiempo de hablar, es el momento de despedirse.
Y sin permitirme añadir nada más, coge mi rostro entre sus manos y nos fundimos en un beso cargado de emociones, que dice mucho más que mil palabras. Quizá sea el más largo de todos los que nos hemos dado y, sin embargo, se me antoja corto, ínfimo, insuficiente. Me doy cuenta de que el primer beso no es el difícil, sino el último. La soledad no es estar contigo mismo sin nadie a tu alrededor sino besar, abrazar a tus seres queridos sabiendo que será la última vez.
Me dedica una profunda mirada. Puedo leer en sus pupilas como en un libro abierto. ¿Para qué fingir sonrisas que se desmienten con los ojos?
Y esta postrera mirada también se desvanece. Esos preciosos ojos negros son lo último que veo antes de que desaparezca, de que se vaya para siempre de mi lado. Sólo el frío aire de la noche me acompaña. Pero, incluso ahora, mi mente se niega a aceptar la verdad, la derrota. Me doy la vuelta despacio, intentando descubrirla tras de mí o, quizá, oculta en algún rincón, esperando para echarse en mis brazos cuando no la vea, como si esto fuera el inocente juego del escondite. Pero no está.
Una vez más me equivoco. Todavía no se ha marchado. Distingo su silueta sobre el tejado de la casa más cercana. Su larga melena ondea , movida por las invisibles ráfagas de viento. Alrededor de su cadera, se cierran posesivos los brazos de Doryan, manteniéndola prisionera bajo el yugo de una engañosamente tierna caricia. Sus contornos se recortan contra la pálida luz de la luna, que se sitúa a su espalda, como si se tratara de un foco de cine que alumbra a las estrellas principales en el momento cumbre de la película. Constato con pesar que ambos cuerpos encajan a la perfección, que forman una magnífica pareja. Parecen dos estatuas escapadas a media noche de un museo. Su marmórea belleza, engañosamente frágil, otorga a la imagen un carácter idílico a la vez que irreal, como si de un sueño se tratara o, más bien, de una pesadilla, si tenemos en cuenta que esa nívea hermosura se alimenta de muerte.
Doryan me sonríe. Una sonrisa triunfal, irónica y siniestra. Anaïs aparta la vista. No quiere presenciar esta escena, no desea seguir aquí. Su única intención es marcharse ya y no mirar atrás. Pero Doryan no se lo permite. Él aún no ha terminado; le apetece despedirse de mí, observar mi dolor y regodearse en él. Porque Doryan sabe tan bien como si pudiera leer directamente en mi interior, que la proximidad entre esas dos figuras que se alzan sobre el tejado me quema, que sus brazos acariciando su cintura me dan ganas de gritar, de ser capaz de saltar como ellos para subir ahí en un solo movimiento y apartarlo de su lado. Pero lo que más hiere mi alma es la imagen desdichada y desvalida que ofrece Anaïs, como si fuera yo el que la abandonara a ella y no al revés, como si fuera su corazón el que se quebrara y no el mío. Quizá los dos se estén resquebrajando a la vez, a un mismo tiempo, en un mismo sentimiento lacerante. Y, a pesar de todo, no me importaría que mi dolor se intensificara el doble, si así pudiera borrar el suyo.
Doryan sabe todo esto y disfruta de cada instante. Pero él también desea acabar ya; tiene prisa por partir, por quedarse de nuevo a solas con Anaïs, por volver a disfrutar de su compañía. Los dos juntos como siempre, como lleva años esperando que ocurra. Decide poner fin a nuestro encuentro. Llegó la hora del broche final. Se gira hacia ella. Alargando al máximo el momento, besa su cuello. Una prolongada caricia llena de ternura y sensualidad. Desde mi posición no puedo verlo, pero estoy seguro de que allí donde se han apoyado sus labios es el lugar justo en el que se sitúan las dos pequeñas incisiones que marcan la piel de Anaïs. Con ello, Doryan evidencia aún más que es suya, que le pertenece y que para toda la eternidad será así.
~La prisionera de las sombras~
—Te odio –le susurro a Doryan cuando percibo el contacto de su boca. He cerrado los ojos, pero veo nítidamente la cara de David tras mis párpados. Imagino a la perfección su gesto, su mirada que se clava como una puñalada en mi conciencia—. Te odio.
Noto sus labios curvarse en una sonrisa.
~El muchacho de los ojos azules~
Ya no están. Donde un segundo antes se erguía la estatua fugitiva, ahora no queda nada. Sólo la luna permanece. Brillante y muda espectadora. Caigo en la cuenta de que ese foco no iluminaba la escena cumbre de la obra, sino su final. ¡El final! Eso significa que se ha acabado. Anaïs se ha marchado, se ha ido para siempre y yo no he podido evitarlo. La verdad me golpea, una y otra vez, sin descanso. Siento que si no hago algo pronto, me volveré loco. Pero, ¿cómo escapar de un dolor que está dentro de ti? No lo sé. Quizá la única forma de no escuchar tu interior sea volcarte al exterior. Echo a correr. ¿Hacia dónde? Tampoco lo sé. Ni siquiera importa. Lo único que cuenta es huir de ese vacío que crece en mí, sentir que estoy reaccionando, que todavía puedo alcanzarla, retenerla conmigo. Cada zancada más rápida que la anterior. Tal vez el sonido de mi corazón acelerado o mi respiración agitada, logren acallar el grito que inunda mi mente y que, al no ser capaz de salir por mi garganta, intenta abrirse camino por mis entrañas, quemándolas a su paso. La cabeza me da vueltas. No logro ubicarme, desconozco dónde estoy. Sólo soy consciente de que corro. La imagen de Anaïs flota a mi alrededor. Su risa, su voz, su tacto. Avanzo para tratar de alcanzarla, pero se desvanece cada vez que mi mano está a punto de conseguirlo.
¿Qué fue primero? ¿La intensa luz que de repente hirió mis ojos, clavándose en mi retina, dejándome ciego? ¿El chirrido del frenazo que atronó mis oídos? ¿El impacto, ese golpe seco que me lanzó al suelo haciéndome sentir una descarga eléctrica que me recorrió la pierna? Quizás fue todo a la vez o quizás nada de eso ha ocurrido y he estado siempre aquí tirado, gimiendo mientras mi cuerpo pierde su identidad para transformarse en una carcasa de dolor.
Oigo dos puertas abrirse apresuradamente.
—¡Lo has atropellado! ¡Ay, Dios mío! ¡Lo has atropellado!
—Ha sido él quién nos ha embestido a nosotros. Yo no... ¡Hay que llamar a una ambulancia!
Voces distorsionadas. Escucho su sonido, pero mi cerebro no lo retiene, lo deja esfumarse, diluirse sin comprender su significado.
Mis ojos están cerrados, pero no por ello dejo de ver. Anaïs está frente a mí. Su silueta es sólo una sombra, un reflejo en el agua que se agita y se desfigura para volver a formarse. Me tiende su mano. Deseo cogerme a ella, dejar que me lleve allí donde quiera que vaya, pero mi brazo no responde. Y Anaïs comienza a alejarse. Me quedo solo, envuelto en una negrura insondable. Dejo de pelear, de intentar negarlo, cambiarlo. Anaïs ha desaparecido, ha salido de mi vida y no volverá a ella. No puedo hacer nada; ya no.
—Anaïs se ha ido –murmuro.
—Anaïs se ha ido –me digo a mí mismo, tal vez pretendiendo convencerme o tal vez porque cuando repites mucho una palabra te das cuenta de que pierde todo su sentido, que sólo es un sonido inconexo que nada significa. Quizá, si lo repito continuamente, deje de doler.
—Anaïs se ha ido.
—Anaïs se ha ido.
Me he equivocado; cada vez duele más decirlo, cada nueva frase es una cuchillada que raja sin piedad mi corazón.
—¡Anaïs se ha ido! –grito con todas las fuerzas de mis pulmones. Ahora deseo que se entere todo el mundo, que lloren, que sufran como lo hago yo.
No dejo de anunciarlo en voz alta, una y otra vez. Mientras, unas manos surgidas de la nada, invisibles en la oscuridad que me rodea, me agarran y me llevan hacia no sé dónde. Me sujetan con vigor cuando yo me revuelvo furioso. ¿No entienden que no deseo ir con ellos? ¿Que lo único que quiero es continuar tendido, dejándome destruir por mi agonía? ¿Que por muy lejos que me conduzcan, no podré dejar atrás mi dolor? ¿Cómo arrancarse del pecho el corazón?