Capítulo 3. A la luz de una vela.

 

~El muchacho de los ojos azules~

 

Al golpear contra el suelo, las velas ruedan por la habitación, dibujando sinuosas espirales de luz. Me doy cuenta del frío que hace en la estancia. He vuelto a quedarme a oscuras. Noto el corazón a punto de salírseme del pecho. Estoy paralizado. No acabo de creerme lo que he visto.

Dos de las llamas se han apagado, pero una tercera sigue girando en dirección a un lienzo. Debería detenerla; la pintura arde con facilidad, pero mi cerebro no responde; está bloqueado con la imagen de ese blanco rostro. Cuando se encuentra a punto de prender el cuadro, una mano surge de las tinieblas. La agarra. El resplandor va elevándose hasta iluminar su lívida faz.

Respiro aliviado: no es un cadáver. Los dibujos tétricos, la oscuridad reinante, su extremada palidez y la pose estática adoptada, han confundido mi mente. Se trata de una chica. Su piel, del color de la nieve, contrasta con unos profundos ojos negros que me contemplan de una forma extraña. Por una parte, me estudian como si fuera un exótico animal y por otra, aparentan esconder una amenaza. Me recorre un escalofrío. La intensidad de su mirada me obliga a bajar la mía. Intento decir algo para romper el hielo, pues al fin y al cabo, ahora ésta es su casa. Sin embargo, el miedo me impide articular palabra alguna.

¿Miedo de qué? Vuelvo a estudiarla. Miedo de ella. Mi inquietud se me antoja ridícula: es más baja que yo y no aparenta ser muy fuerte; es más, su delgadez le hace parecer débil, fácil de derribar. No hay nada en su persona que la convierta en alguien peligroso y sin embargo... algo en mi interior se remueve intranquilo, me avisa de que debo temerla, que es mucho más de lo que deja ver. Contemplo su rostro: serio, inexpresivo. Sus ojos reflejan el resplandor de la vela que sujeta a la altura del pecho y ahí, de nuevo, veo brillar una amenaza. Tengo la certeza de que con sólo parpadear podría matarme.

Debo quitarme estos pensamientos de la cabeza, son ridículos. Sólo es una chica, nada más. Una como tantas otras con las que me cruzo en los pasillos del instituto. Además, me ha acogido en su casa. No estoy seguro de que el ataque del animal haya sido verídico, pero de lo que sí lo estoy es de que fuera debe hacer un frío horrible.

 —Hola –saludo.

Me regaño a mí mismo por el patético temblor de mi voz.

 —Me llamo David –me presento y esta vez sí suena natural y relajado.

Le tiendo la mano. Ella la examina con atención. Luego, me dirige una mirada como preguntándome qué debe hacer con mi brazo extendido. Me sorprende la extraña quietud en la que permanece; de hecho, no ha alterado su postura desde que aferrase la vela. Únicamente los ojos se han movido.

Me fijo en sus ropas. Parece recién salida de una película. Lleva un largo vestido negro de cuello alto que se desliza bien ajustado hasta llegar a la cintura, donde se abre para dar lugar a una amplia campana que se prolonga hasta el suelo. Su pelo negro cae sobre el hombro derecho, formando bucles que se extienden casi hasta la altura de la cadera. Cualquier persona vestida así, lo único que conseguiría es que se mofaran de ella. Pero de esta chica nadie se reiría. Su insólito atuendo se me antoja perfecto para la ocasión, es más, tengo la impresión de que fuese yo el que desentonara con mis gastados vaqueros y mis deportivas.

No me ha contestado. Advierto que, en la mano derecha, sostiene un pincel con pintura todavía húmeda. Esto me proporciona un tema sobre el que comenzar a hablar.

 —¿Los pintas tú? –aventuro, abarcando con un movimiento de mi brazo toda la habitación.

Asiente, en un gesto más parecido a una modesta reverencia que a una afirmación. Vaya, no aparenta ser muy comunicativa. Trato de evitar que se repita un silencio incómodo, por lo que sigo preguntando.

 —¿Qué estás dibujando ahora?

Se gira e ilumina un lienzo sin concluir en el que se observa un ciervo tumbado en el suelo sobre un costado. El fondo, todavía inacabado, es con toda seguridad el bosque que rodea esta casa. El animal no presenta un aspecto muy sano.

 —¿Qué le pasa? ¿Está enfermo?

 —Yace muerto.

Acaba de hablar. La miro. Me acerco para contemplar su obra. Ella se aleja para situarse a una distancia prudencial de mí, como si mi proximidad la incomodara. Esto debería molestarme, pero por ahora me contento con que se haya dignado a dialogar conmigo. No tiene acento gallego, pero tampoco es castellano puro. Sin duda no procede de este país. Quiero hacerle muchas preguntas, pero ya que he encontrado algo sobre lo que se muestra dispuesta a conversar, continúo interesándome por el cuadro.

 —¿Por qué?

 —Fue desangrado –explica. Parece acordarse de alguna cosa que le pone furiosa y me mira con dureza, con unos ojos que vuelven a producirme una sensación de amenaza.

 —¿No sabéis que no deberíais deambular por el bosque cuando el sol ya ha caído? Es peligroso. Más aún si os abandonáis en los brazos de Morfeo –me recrimina.

Sí, está enfadada. ¡Está enfadada conmigo!

Me percato de su extraña forma de hablar. Refuerza mi impresión de que se ha escapado de una película de épocas remotas.

No entiendo por qué le importa tanto que me haya dormido entre los árboles. Recuerdo el misterioso animal; quizás su aparición haya sido real y es a lo que ella se refiere.

 —Creo que me atacó una fiera, ¿es verdad o fue sólo un sueño?

Ignora  mi cuestión.

 —No volváis a merodear por mi bosque de noche –me prohíbe.

¿Su bosque? Que yo sepa, este bosque no es propiedad de nadie.

 —Tenéis que iros –me indica.

Es noche cerrada; tiene que tratarse de una broma. Voy a esbozar una sonrisa, pero al fijarme en su rostro constato que va muy en serio, que no es una broma, sino una orden.

 —¿Por qué? –me rebelo —. Fuera hace mucho frío, no se ve nada y vivo muy lejos. Además, tú misma acabas de decir que es peligroso...

No acabo la frase. En sus ojos centellea la advertencia. No es una persona acostumbrada a que le lleven la contraria; no lo va a permitir. Me trago mis réplicas.

 —Encontraréis el artilugio de dos ruedas a la entrada –me indica.

¿Artilugio de dos ruedas?

La sigo, intrigado. Se aparta. Abre la puerta. No me equivocaba: fuera corre un aire helado que se cuela apagando la vela que aún porta en su mano.

La miro implorante. Dormiré en el sillón y nada más amanecer me iré sin molestar. No llego a proponérselo. Al volverme hacia ella, me topo con esos ojos negros que me indican que no servirá de nada discutir.

Bajo desdeñoso los tres escalones que me conducen al exterior. Pienso en el camino a pie que me espera. Entonces, veo brillar vagamente, a la escasa luz de la luna, la bici de mi padre apoyada contra un árbol. ¡Con que es eso a lo que se refería con lo de ‘artilugio de dos ruedas’! Cuando me acerco, comienzan a caer unas finas gotas. Genial, ahora se pone a llover. Ella continúa contemplándome desde la puerta. Señalo con un dedo el cielo. Permanece imperturbable.

Agarro mi ‘artilugio de dos ruedas’ y lo enderezo. Monto y me marcho de allí pedaleando. Nada más salir al camino que une la carretera con la estrecha senda que llega hasta la mansión, ya sin el amparo de los árboles, me golpea una fría ráfaga de aire que se cuela por debajo de mi ropa, congelándome. Suelto una maldición. ¿Quién sería tan inhumano como para obligarme a marchar en estas condiciones?

Visualizo el largo recorrido de vuelta a casa. También puedo ir al molino, pero ya he tenido suficientes aventuras en el bosque por esta noche.

El trayecto es duro y pasado por agua. La lluvia me dificulta la visión, ya de por sí mala: unas densas nubes tapan la luna. El barro que se va formando en el suelo entorpece mi avance y, encima, me acompaña ese viento gélido que no para de mecerme con sus invisibles manos. Mal día para haber sacado a pasear la vieja bicicleta.

 

Aparezco en casa agotado, calado hasta los huesos. Dejo mi vehículo en el garaje y descubro que el coche de mi padre no está. Habrá preferido dormir en la incómoda silla de su consulta antes que volver y hacerlo en una cama de matrimonio cuya mitad vacía le causa un profundo dolor. Mejor, ahora no me apetece verlo y tampoco tener que justificar por qué me he apropiado de su bici, ni la causa de mi tardío regreso. Aunque no es seguro que, de encontrarse aquí, me hubiese preguntado sobre ello.

Entro en el porche, cuya puerta siempre permanece abierta y en él abandono mis embarradas deportivas antes de coger la llave que se encuentra bajo el felpudo. Subo las escaleras hasta mi habitación apoyándome en la barandilla y arrastrando los pies cansinamente. Me detengo un momento sorprendido; no recuerdo haber recogido el cuarto ni haber hecho la cama, pero estoy demasiado cansado para darle vueltas al asunto.

Me quito la sudadera, la camiseta y los pantalones, todo empapado y los dejo de cualquier manera sobre la silla de mi escritorio, en la que es habitual que se acumule una gran pila de ropa, aunque hoy, de forma inesperada, está vacía. Me sacudo el pelo mojado haciendo que un millón de diminutas gotitas caigan a mi alrededor. Me meto en las sábanas que huelen a limpio, como si las hubiera cambiado hace poco, aunque deben llevar puestas más de una semana. Los raros sucesos del día no impiden que me duerma con rapidez.

En mis sueños, se mezclan animales que surgen de entre la maleza para lanzarse sobre mí, profundos ojos negros que me miran amenazantes y siniestras imágenes procedentes de los lienzos que he observado hoy, en las que me veo atrapado, como si fuera un elemento más del cuadro. Cuando corro para huir de ellas, no consigo más que introducirme en una nueva. Los suelos, al igual que todo lo demás, son una ilusión de color, en la que me hundo. Ya no puedo correr más. La tierra bajo mis pies comienza a tragarme, envolviéndome con su masa viscosa y cuanto más me agito, más me engulle. Hasta que mi cabeza acaba sumergida. Todo se torna negro y al intentar respirar, sólo el olor a pintura penetra en mis pulmones. Comienzo a caer y caer en el vacío. Aterrizo sobre un charco pastoso. Junto a mí, yace el ciervo muerto del óleo creado por la misteriosa joven. De él mana la sangre sin cesar, la sangre sobre la que yo he caído y que ahora empapa mi cuerpo. Pretendo escapar horrorizado, pero no logro moverme. No puedo dejar de contemplar los ojos vacíos y sin vida del animal que, poco a poco, se van transformando en unos ojos humanos de color negro con un brillo feroz.

 

Una sensación de hambre imposible de ignorar me despierta, permitiéndome volver a la realidad. Le agradezco a mi estómago haberme rescatado de mis pesadillas, de las que yo solo no era capaz de escapar. Oteo el exterior desde la inmensa ventana de mi habitación. Nunca me molesto en bajar la persiana, pues me caracteriza un sueño profundo y la luz no me desvela. Aprecio que debe de ser ya la hora de comer. Me revuelvo entre las sábanas. Cierro los ojos. Las imágenes que me han acosado toda la noche me asaltan de nuevo. Abandono presto la cama, ansioso por apartarme de ellas. Me dirijo a la cocina y descubro que la nevera y las demás estanterías vuelven a estar llenas. Recolecto varias cosas de aquí y allá, sin fijarme muy bien en lo que tomo. Algo mojado me acaricia la pierna. Bajo la vista. Dama me lame, pidiéndome comida.

 —¿No tienes casa propia? –increpo con desgana.

Le lanzo un trozo del donut que estoy mordisqueando, sin preocuparme por si el dulce le sentará bien.

 —No te vas a creer lo que me sucedió anoche –le confieso.

Genial, ahora hablo con una gata.

La verdad es que yo tampoco me lo creo. ¿Me atacó un animal salvaje? ¿Hay una chica que vive en el viejo caserón, se viste como en el Renacimiento, me habla de usted, pinta cuadros siniestros, no sabe lo que es una bicicleta y que me echó de su hogar en plena noche bajo la lluvia?

Cada vez me parece menos plausible. ¿No habrá sido todo un sueño? Al fin y al cabo, esta noche he tenido muchos, muy extraños y éste podría ser uno de ellos. Entonces, rememoro sus ojos negros, que tanto miedo me infundieron… ¡son tan reales!

Me muero de ganas por volver, por asegurarme de que ella existe y de saciar mi curiosidad sobre sus raras costumbres. Recuerdo que no parecía muy a gusto con mi presencia, que me puso de patitas en la calle, más bien en mitad del monte, sin ningún remordimiento. Es muy posible que esté un poco ida de la cabeza.

Me pregunto por el resto de su familia, ¿serán todos tan estrafalarios?

Realizo una rápida llamada a mis abuelos, a su nuevo apartamento en la playa. Les consulto acerca del comprador de su antigua vivienda. Sólo saben decirme que mantuvieron una entrevista telefónica con él, en la que mostró un gran interés por adquirir la mansión. Al parecer, era coleccionista de antigüedades. Esa es la única información de la que disponen. Cuando acaba la explicación, nos quedamos en silencio, buscando otro tema sobre el que conversar, pero todos parecen girar en torno a mi madre. De alguna forma, antes o después, conducen a ella, traen su memoria de regreso. Prefiero callar. La situación se torna incómoda. Me despido y cuelgo.

Supongo que la chica que he conocido es hija del coleccionista. Sin duda, una familia así, que se ha mudado a vivir en mitad del bosque, no es algo muy común; serán todos más bien extraños.

Lo inteligente sería alejarme de esa casa de locos, pero cada vez tengo más ganas de volver, de hablar con... Ni siquiera conozco su nombre. Ahora que no se encuentra a mi lado, esa sensación de amenaza y peligro se ha desvanecido y cada segundo que pasa estoy más deseoso de coger mi bici e ir en su busca. Me repito que no poseo ninguna excusa para hacerlo y que a ella no le agrado. Decido distraerme con algo para quitarme la idea de la mente, pero sólo mi ‘artilugio de dos ruedas’ sería capaz de apartarme de mis pensamientos y soy consciente de que, si lo monto, ya no habrá forma de evitar que vaya allí.

Intento hacer cualquier cosa para llenar mi tiempo libre. En primer lugar, limpio concienzudamente la bicicleta de mi padre, que anoche acabó tapizada de barro. También le engraso la cadena para que vuelva a circular con soltura. Cuando termino, parece estar recién comprada. Luego, repito la operación con la mía. Aunque no necesita una puesta a punto tan urgente como la otra, no le viene mal.

 

Vuelvo a entrar en casa. Su soledad me abruma; incluso Dama se ha marchado. Ahora ya no lo siento como mi hogar. El edificio no ha cambiado, las paredes mantienen el tono azul pastel, los muebles son los mismos y las fotografías, que me miran sonrientes, poseen la cara de felicidad de siempre. Pero la casa, de alguna forma, no es la que yo conocía. Quizá sea que en su interior ya no reverberan las risas, que la cocina no huele a bizcocho, que la música clásica ha dejado de inundar el salón o, simplemente, que me he quedado solo en ella.

Como el sentimiento persiste, llamo a Pablo para ver si le apetece que pasemos el rato juntos.

 —Diga.

 —Hola, Pablo. Soy yo —mi voz resuena demasiado alta, contrastando con el silencio que me rodea.

 —Eh, David. ¿Qué pasa, tío? –me doy cuenta de lo diferente que es su forma de hablar a la de la chica con la que ‘me cité’ la noche pasada. Sonrío al evocar su tratamiento de respeto.

 —¿Te hace si quedamos?

 —¿Ahora?

 —Ni que tuvieras algo más importante que hacer.

—Pues sí, lo tengo. Siempre es un buen momento para maquinar planes malvados con los que destruir la humanidad.

Estoy acostumbrado ya a su extraño sentido del humor, negro y sarcástico.

—Podemos maquinar juntos.

—Sí, claro. Como si tu mente pudiera estar a la altura de la de un genio maquiavélico como yo.

—Vale. ¿Y si dejamos los planes malvados y me enseñas el nuevo videojuego del que me hablaste el otro día?

Sé que a esta propuesta no puede resistirse.

—De acuerdo. Pásate por aquí y así adelantamos la noche de cine a tarde de cine –concede antes de colgar.

Los sábados vemos una peli mientras zampamos pizza y palomitas. Como Pablo elige la cartelera, todas son de terror o ciencia ficción.

 

 El pueblo es pequeño y a pie se llega enseguida a cualquier sitio. Llamo a la puerta. Se abre. Asoma una carita alegre. Laura es la hermana pequeña de Pablo. Hace poco que consigue asir el pomo, necesitando para ello ponerse de puntillas y estirar su bracito todo lo que da de sí. Debido a la inédita proeza lograda, prácticamente se pasa el día sentada delante de la puerta, esperando que alguien llame para poder abrir.

Yo soy hijo único, algo que siempre reprocharé a mis padres, así que esta niña es como una hermanita para mí. La saludo entre cosquillas. Luego, agarrándola de las piernas, la pongo boca abajo. Sus risas inundan el pasillo de entrada. El resto de la casa tampoco está nada silencioso. En el comedor, la madre regaña a su hijo mediano por haber derramado la leche; el padre ve en la televisión un partido de fútbol: la reposición de un épico enfrentamiento de antaño; en la habitación de Pablo, se oye su grupo favorito. Me sumerjo en el caos reinante: esto sí es un hogar, con sus ruidos, sus disputas, sus risas… su familia.

Dejo a Laura en el suelo. Saludo a los otros inquilinos antes de ir a reunirme con mi amigo. La peque me sigue, escondiéndose cada vez que me giro, aunque no llega del todo a ocultar su cara. Me mira con los ojos traviesos de quien no quiere otra cosa sino jugar.

Entro en la habitación de Pablo. Ya tiene conectada la Play a su televisión.

Las estanterías están llenas de cómics manga y libros sobre las dos guerras mundiales, tema en el que está muy versado. En las paredes, pósters anticuados de películas de miedo o imágenes de monstruos sangrientos. El resto del cuarto, sumido en el más absoluto desorden. La ropa, toda ella de color oscuro, se amontona arrugada en una silla del rincón y sobre la cama sin hacer. En el suelo, esparcida su colección de figuritas bélicas a medio recoger. Debajo de un mueble, asoman unas sospechosas revistas de cuyo contenido prefiero no cerciorarme. La cadena de música emite un constante ruido: rock heavy de un grupo alemán. Desconozco si puede entender la letra, aunque tampoco es que se aprecie mucho con la constante percusión de fondo. Me aproximo al aparato y bajo el volumen para evitar que la cabeza me estalle, alertándolo así de mi presencia.

 —¿Qué hay? –me saluda.

Levanto los hombros. Sé que no espera una contestación; es sólo pura formalidad. Pablo no suele interesarse por los demás. Siempre evita tratar cualquier asunto en profundidad, cualquier tema que se encamine hacia el interior de las personas. Y yo prefiero no hablar de mí mismo. Quizá por eso seamos tan buenos amigos. Sobre todo durante el último año, dando la sensación de que entre nosotros existe un acuerdo tácito, un pacto de silencio: él no mencionará nunca a mi madre, no me preguntará cómo me siento y yo nunca le incordiaré con mis problemas, no buscaré en él un consuelo que no está en su mano darme.

 —Tienes pinta de no haber dormido nada –advierte.

Si él, poco observador, se ha dado cuenta, es que debe ser muy evidente que la noche anterior apenas pude conciliar el sueño.

Vuelvo a encogerme de hombros. Acepta ese gesto por toda explicación. Se gira hacia el televisor, ansioso por empezar la partida. Me acomodo a su lado y agarro el mando libre. No me instruye sobre cómo manejarme con él; esa ventaja se la reserva. Pero yo aprendo rápido.

Así transcurre la tarde. Entre tiroteos y estrategias de guerra, me comenta el formato del juego, su diseño y calidad de imagen. Utiliza tecnicismos, expresándose como un verdadero experto, por lo que no comprendo apenas nada. Pablo es un entendido en el mundo de la informática, un campo que a mí no me atrae en demasía.

Se oye una explosión. En la pantalla, todo vuela por los aires.

—¡Eh! ¡Te has cargado una de tus ciudades enterita! –exclamo sorprendido.

—Sí, pero he conseguido eliminar a tus soldados dispuestos a invadirla.

—Es que ya no hay nada que invadir –hago notar—. Tío, la ciudad era tuya, tenías que protegerla.

—No, lo que tenía que hacer era evitar que la dominaras y he cumplido con mi cometido. Con tus tropas fuera de combate, ya no supones una amenaza para el resto de mis propiedades.

—Pero la gente que vivía allí dependía de ti –sigo protestando por el sacrificio de personas virtuales.

—Únicamente he empleado el método más rápido y fácil.

—Pero no está bien –indico en un ataque de moralidad.

Pablo se ríe.

—No seas crío. Que ya no vamos a preescolar: esto es malo, esto es bueno... Hacer caso a los papás está bien. Pegar está mal –dice imitando la voz aguda de un niño—. Por favor, madura un poco. Yo califico una acción de buena o mala en función del gozo o sufrimiento que me reporta, no por los medios utilizados para llevarla a cabo. Gracias a reventar la ciudad, te he derrotado, porque tú te has confiado pensando que no se me ocurriría algo tan suicida como volar por los aires uno de mis propios territorios. Así que he ganado la partida. Eso me hace estar contento y, por lo tanto, la acción es buena.

Ante una argumentación tan elaborada me pregunto si no la habrá preparado de antemano.

—El fin justifica los medios –concluye.

—Espera, esa frase la he oído antes –digo intentado recordar dónde.

—Es de su excelencia.

—¿Su excelencia? –pregunto confuso.

—Maquiavelo. Uno de los grandes cerebros de la historia. Era un genio y sus ideas se corresponden totalmente con mi forma de actuar. Los genios pensamos igual –termina pavoneándose.

—¿Copiar a otro te convierte en un genio?

Pablo ignora mi pulla.

—¿Echamos otra? –ofrece.

—Imagínate que el juego fuera real, que esa ciudad estuviera habitada por gente de carne y hueso con sus vidas y sus familias y que tú fueras el gobernador. ¿Habrías actuado de la misma forma ante la misma situación? –inquiero sin contestar a su pregunta.

—Pues sí que te ha afectado. No le des más vueltas, ¿vale?

—No has respondido.

—Está bien. Mira, todos vamos a morir. Antes o después, todos morimos. ¿Qué importan unos días más o menos, unos años más o menos? ¿Quieres saber la respuesta? Sí, habría hecho exactamente lo mismo. En este mundo hay dos tipos de personas: los que ostentan el poder y dominan al resto y los dominados, que se arrastran a sus pies. Lo importante es encontrarse en el primer grupo, disponer del control necesario para hacer aquello que se te antoje y utilizar a los demás con tal de conseguir tus objetivos según tus intereses. En el caso que tú has puesto, yo pertenecería al grupo dominante y tendría la capacidad de aprovechar las vidas de esos ciudadanos en mi beneficio. Su muerte habría servido para aumentar mi control y borrar la amenaza que trataba de menguarlo. Por tanto, sería útil y buena para mí.

—Pero no para ellos.

—Ya, pero el bien de los demás poco me importa. Es mi bien el que busco.

—No puedo compartir tu punto de vista –niego.

—No te he pedido que lo hagas.

Sé cómo es Pablo; desde el principio lo he sabido, aunque quizá, su carácter egoísta ha ido tomando auge con el paso del tiempo. Procuro no juzgarlo, aceptarlo tal cual; aunque en momentos como éste, me lo pone difícil. Me concentro de nuevo en el juego, con el firme propósito de ignorar mis sentimientos de reproche con respecto a las palabras de mi amigo. Si algo he aprendido después de tantos años con él, es que siempre lleva razón, tanto si la tiene como si no. Jamás dará su brazo a torcer ni se retractará de una opinión expresada. No hay forma de ganar una discusión, porque seguirá insistiendo hasta convencer al otro o hasta que éste se dé por vencido. Por ello, la relación con su madre es de constante disputa y enfrentamiento. Dado que yo sólo deseo pasar un buen rato, aparto a un lado mis argumentos. Me esfuerzo por pensar en otra cosa. Me es fácil; en cuanto mi mente se olvida de Pablo, regresa a ella, la chica de ojos negros y el halo de extrañeza y misterio que la envuelve.

 

 —David. David. ¡David!

Sacudo la cabeza. Me centro en el momento presente.

 —¿Se puede saber en qué mundo deambulas? –me increpa mi amigo, bastante molesto.

 —Nada, nada. En ningún sitio –me apresuro a contradecir.

 —Ya. Pues te estaba preguntando si querías que viéramos ahora la peli.

—Sí, sí. ¿Se ha acabado ya la partida? –pregunto desorientado.

—Claro y has vuelto a perder. Victoria aplastante por mi parte.

Nos acomodamos en el sillón. Los demás miembros de la familia se disponen a acostarse. La madre de Pablo ha calentado en el horno unas pizzas para nosotros. Con eso, más una bolsa de palomitas y un refresco, nos disponemos a disfrutar de nuestra sesión semanal de cine privado.

—¿Sabes? Mis abuelos han vendido su caserón del bosque –dejo caer sin darle importancia; un simple comentario casual.

—¿Han conseguido engañar a alguien?

—¿Qué? ¿Cómo que engañar?

—Oh, vamos. Esa casa es de otro siglo. Nadie en su sano juicio se trasladaría a vivir en ella. Tú mismo lo has dicho: se ubica en medio del bosque.

—Pensé que a ti podría gustarte vivir en un sitio como ese: alejado del resto de la sociedad, oscuro, incluso siniestro de noche. Creía que eso te atraía.

—Atraerme sí, pero no lo suficiente como para renunciar a las comodidades del mundo moderno y a las nuevas tecnologías por un casucho destartalado. Seguro que está poblado de arañas... Esos bichos son repulsivos, con tantas patas peludas... ¡Buag!

—Mis abuelos me comentaron que la habían vendido a un coleccionista de antigüedades.

—Ah, eso lo explica todo. Ese tío en realidad no piensa vivir en ella. Es sólo una pieza más de su colección de la que vanagloriarse y hacer gala, nada más.

Da por concluida la conversación e introduce el DVD en el lector. Se suceden dos horas de sangrientas imágenes de “El caballero sin cabeza”, protagonizada por Johnny Depp.

Cuando termina la película, Pablo se estira despreocupadamente. Utiliza el mando para sintonizar la televisión y pone un programa de lucha libre.

—Eso no es más que teatro –afirmo con desprecio hacia el montaje.

—Qué más da. El caso es que se pegan –replica él con indiferencia.

—Oye, respecto a lo que hablábamos antes...

—¿De qué dices que hablábamos? –me interrumpe.

—De la casa de mis abuelos –recuerdo.

—Ah, sí. ¿Qué?

—Resulta que ayer estuve y...

—Dado que ya pasan de las doce de la noche, supongo que querrás decir antes de ayer –me corrige.

—Vale, pues antes de ayer, estuve –continúo molesto por la interrupción innecesaria—. Y sí que hay gente viviendo allí. Conocí a una chica, supongo que la hija del coleccionista. Es de nuestra edad.

—¿Está buena?

—¿Qué? –me sorprendo por su repentina pregunta.

—Que si está buena.

—Sí, supongo que sí.

—¿Y cuándo has dicho que me la presentas?

—No te hagas ilusiones. No tienes ningún tacto con las mujeres. Es imposible que se fije en ti.

—Eh, que yo sólo lo decía por contrastar opiniones.

—Sí, claro.

—Vamos, no te la puedes guardar sólo para ti, que las chicas del pueblo ya las tengo muy vistas.

—Es un poco rara –aviso.

—Pues perfecto. La gente normal me aburre. ¿Y cómo dices que se llama?

—No lo he dicho.

—Pues no sé a qué esperas –me presiona.

—Ya, el caso es que no me dijo cómo se llamaba.

—¿Se puede saber qué tipo de conversación mantuvisteis? Supongo que una no muy larga.

—Lo suficientemente larga como para echarme sin miramientos.

Deja escapar unas carcajadas.

—¿Te colaste? –inquiere arqueando una ceja.

—No exactamente –contesto sin entrar en detalles. No quiero tener que narrar mi insólita aventura en el bosque.

—Ya entiendo –dice divertido—. Mejor me presento yo solo. No pretendo que me relacione con el asaltador de casas. Debiste darle un susto de muerte.

—Más me asustó ella a mí –me defiendo.

—¿Y eso?

—Te he dicho anteriormente que es un poco rara. Hay algo... amenazador... siniestro en ella. Pinta cuadros y todos muestran imágenes terroríficas.

Por el gesto de Pablo sé que su cabeza ha sido inundada de extrañas y disparatadas ideas.

—¿Has pensado que podrían tener trapos sucios? Es decir, estar mezclados en negocios turbios o algo así, de los que intentan escapar escondiéndose en medio de ninguna parte. Eso explicaría por qué alguien se vendría a vivir a un pueblucho como éste, en el que estamos cuatro gatos. Un lugar en el que a nadie se le ocurriría buscar.

—Eh, no te pases. A mí el pueblo me gusta. De hecho, no concibo otro sitio mejor para vivir. Es cierto que no tenemos grandes edificios, pero lo compensa la naturaleza que lo rodea y que es la envidia de los habitantes de las ciudades. Y todos nos conocemos; somos como una pequeña familia.

—Por favor, si sigues así voy a vomitar. Menuda sarta de sensiblerías estás soltando hoy. ¿Y si los nuevos inquilinos son una panda de asesinos?

—Parece que esa idea te entusiasme –observo.

—Y así es. Sería lo más interesante que habría pasado aquí en mucho tiempo. Daría algo de vida al pueblo.

—Sí, antes de arrebatársela te refieres, ¿no?

—O quizá pertenezcan a una secta que adora a Satán –él sigue a su rollo—. Esa antigualla sería una buena sede en la que celebrar sus aquelarres. Al amparo del bosque, no se escucharían sus gritos diabólicos y...

—¡Basta! Comienzas a delirar. Mezclas tu gótica fantasía con la realidad. No debería haberte dicho nada.

Doy por terminada la conversación y me pongo en pie para marcharme.

—¿Ya te vas?

—Verás, es que tengo en la puerta a una bruja esperando para montarme en su escoba.

 —¡Yo también quiero volar en escoba! –contesta una cantarina voz a mi espalda.

Laura realiza su entrada en escena. Viste un camisón rosa y se frota los ojos con sueño. La habremos despertado con nuestras voces. Las palabras de mi amigo me han molestado, pero no puedo evitar sonreír; con ella es imposible mantenerse serio o enfadado, con ella no. Preferiría no ser hijo único, un hermano pequeño sería ahora de lo más reconfortante, alguien con quien compartir todo lo ocurrido, con quien sobrellevar la ausencia de nuestra madre y la indiferencia de nuestro padre.

Paso a su lado, de camino a la puerta.

 —Quizá otro día –le digo guiñándole un ojo mientras le revuelvo el pelo rubio.

 

El frío aire nocturno me recibe. Mi cuerpo se tensa en respuesta a la baja temperatura y mi aliento se convierte en pequeñas nubes de vapor. Me subo la cremallera de la cazadora y meto las manos en los bolsillos. El pueblo ya duerme. Deambulo por calles vacías y silenciosas. Sólo las farolas me acompañan en mi paseo. Doy un rodeo. No ansío volver a casa, pues mostrará el mismo panorama sin vida que la aldea. Demoro el momento todo lo posible, pero no puedo vagabundear durante toda la noche.

Llego a mi hogar. Se encuentra un poco apartado, rodeado por un jardín del que hace mucho tiempo nadie se encarga. En la misma acera, unos metros más abajo, se encuentra la morada más cercana, aquella de la que Dama se escapa siempre que tiene oportunidad.

Le doy una patada a una pequeña piedra que hay en la carretera mientras cruzo el asfalto. Entro.

De alguna forma, los comentarios de Pablo han hecho que mi incertidumbre sobre lo ocurrido la otra noche retorne. Se asemeja más a una historia salida de la tétrica imaginación de mi amigo que a un suceso real; una imaginación que se me puede haber contagiado.

No le doy más vueltas porque el sueño se apodera de mí.

 

Cuando me levanto a la mañana siguiente, mis dudas no han hecho sino crecer. Ahora ya no quiero simplemente verla; necesito confirmar que realmente existe, que no son figuraciones mías. Comprobar que es tal y como yo la recuerdo y no una chica normal y corriente cuyo aspecto he distorsionado.

Mi madre repetía constantemente que lo mejor para aclarar las ideas era ponerse a cocinar. Fue una enamorada del arte culinario y, en especial, de la repostería. Por ello, su trabajo como pastelera siempre le llenó de satisfacción. Como no se me ocurre otra cosa, sigo su consejo. Necesito algo con lo que ocupar el tiempo y la mente. Además ya es hora de que tome alguna comida decente y no lo primero que pillo en el frigorífico.

Elijo al azar uno de entre sus gastados cuadernos y paso las páginas buscando algo no muy difícil. Me temo que el que he ido a escoger está dedicado sólo a los postres. Voy a cerrarlo y cambiarlo por otro, cuando me topo con una receta que conozco demasiado bien. Mi madre y yo preparábamos rosquillas todos los domingos; era una tradición. Siempre hacíamos muchas y luego las compartíamos con mis abuelos. Se sabía los pasos de memoria, pero me pedía que yo se los leyera para que me sintiera importante. Esa costumbre murió con ella. Miro la página con nostalgia. Caigo en la cuenta de que hoy es domingo. ‘Nunca es tarde para recuperar los buenos hábitos’ –me digo poniendo manos a la obra. Constato que, como mi madre afirmaba, la cocina me ayuda a relajarme.

 

Al terminar, me encuentro ante un montón de rosquillas cubiertas de azúcar. Han quedado un poco deformes: unas demasiado gordas para entrar de un bocado y otras demasiado delgadas, prestas a quebrarse ante la más mínima presión. Pero ofrecen un aspecto bastante apetecible. Lo malo es que no hay nadie que se las vaya a comer. Antes se repartían entre cinco personas; ahora sólo estoy yo. Me siento a la mesa frente a la rebosante bandeja. Me enfado con los dulces por empeñarse, gracias a su elevado número, en recordarme mi soledad.

En este momento, se me ocurre que me están ofreciendo la excusa perfecta para presentarme en casa de... sigo sin conocer su nombre. Puedo ir allí y alegar que el motivo de mi visita es ofrecerles un regalo por haberme acogido la otra noche y darles también la bienvenida a nuestro pequeño pueblo. No es muy buen plan, pero mejor que decir ‘Hola, sólo quería comprobar que tú y tu extraña forma de actuar sois reales, que no me estoy volviendo loco a consecuencia de pasar demasiado tiempo con el trastornado que tengo por mejor amigo’.

Meto gran parte de las rosquillas en un recipiente y, a su vez, éste en mi mochila. Antes de que pueda echarme atrás, pedaleo camino del bosque.

Comienzo a distinguir la silueta de la vieja construcción, con su afilada sombra proyectada sobre los árboles, dueña del claro, imponente. Percibo el aura intimidante del lugar. El valle parece haber sido abandonado por todo ser viviente, excepto la vegetación, a la que le es imposible huir. No se oye el canto de ningún pájaro ni los rápidos saltos de las ardillas o los correteos de los conejos.

Por primera vez, el lugar se me antoja oscuro, frío. Ya no es el caserón alegre y familiar que vive en mi memoria. Mi experiencia pasada adquiere un tinte real, hasta el último detalle. Pero lo peor es que las especulaciones de Pablo también se vuelven creíbles: en medio de un bosque inusualmente silencioso, entre sinuosos árboles centenarios, frente a una mansión de más de un siglo con las ventanas tapadas, en la que hay una habitación con terroríficas imágenes y la chica que las crea… todo se torna lúgubre, presagio de muerte.

No debería estar aquí. Reparo en lo absurdo de mi plan y en lo patético de mis rosquillas, que ni siquiera tienen forma circular.

Opto por dar media vuelta; es lo más inteligente. No obstante, algo me obliga a continuar. Quizá un estúpido pensamiento suicida de que me estaría rindiendo cuando tengo la meta al alcance de mis manos, comportándome como un cobarde. Entonces sería como mi padre, que no se atreve a enfrentarse a la vida con dignidad. Además, intuyo que mi presencia ya no es secreta, que en cierta manera, este sitio, la casa y los que la habitan, saben que me encuentro aquí.

Respiro hondo. Sigo avanzando. Dejo mi bici apoyada en un árbol. Con lentos pasos que hacen crujir el suelo vegetal, convirtiendo mi avance en lo que se me antoja un molesto estruendo que profana el sepulcral silencio en el que está sumido el bosque, llego hasta las escaleras que conducen a la entrada. Sólo tres escalones de piedra desgastada, debido a las miles de pisadas cuyo peso han soportado, me separan de la puerta.

Me paro. El instinto me pide a gritos salir corriendo, huir siguiendo el ejemplo del resto de animales, cuya ausencia ha hecho enmudecer el claro. Mi respiración acelerada resuena con fuerza. Pero la curiosidad es más poderosa. Muchas veces me he preguntado por qué los protagonistas de las películas de Pablo siguen adelante, por qué entran donde saben que les espera el peligro, por qué al oír un ruido avanzan hacia él en vez de escapar. Ahora lo sé. Lo desconocido nos atrae con ímpetu y, al igual que un insecto acude a la luz una y otra vez hasta que sus alas se queman y muere, nosotros respondemos a esta llamada, guiados también por su engañosa luz.

Tomada ya la decisión de seguir adelante, subo atropelladamente, como si temiera que la escalera fuera a ceder bajo mis pies. Golpeo la aldaba. El sonido se propaga, rompiendo la paz reinante. Contengo el aliento esperando que de un instante a otro aparezca la chica de negros ojos que me mirarán amenazantes y enfadados por haberme atrevido a molestarla de nuevo. Intento recordar cuál era mi pretexto. Ah, sí, las rosquillas. Se me cae el mundo encima. ¡Qué excusa tan floja! Pero es demasiado tarde, no hay marcha atrás, ya he puesto de manifiesto que estoy aquí.

Se suceden los segundos. Nada ocurre. La mansión permanece inalterada. Respiro aliviado. Se acabó. Todo esto no ha sido más que una locura. Mi vida retorna a su monótona normalidad, toda la normalidad posible con un padre medio zombi y una existencia totalmente sin sentido. Así es otra vez mi realidad tras esta aventura fallida. Ahora la decepción gana la batalla al alivio.

Doy media vuelta y desciendo despacio. Me hallo sobre el primer escalón cuando oigo un ruido a mi espalda. Giro para ver cómo, poco a poco, la puerta se va abriendo. La luz del día entra en la casa, rompiendo su oscuridad, cortándola como un afilado cuchillo, creando en su interior un camino luminoso cada vez más ancho. Pero el rostro esperado no aparece enmarcado por el haz de luz. Tampoco ningún otro. Sólo un manto tenebroso me recibe. Parece que el portón se abriera solo.

Paso desconfiado. Observo a mi alrededor, pretendiendo vislumbrar algo entre las tinieblas. Sin tocarla, la puerta comienza a cerrarse a mi espalda. Sobresaltado, miro hacia atrás para descubrir que la chica que he venido buscando se ha escondido tras ella mientras me abría, como si temiera que un enemigo, arma en mano, fuera a entrar. Al sellarse del todo la abertura, nos sumimos en una oscuridad total. Parpadeo tratando de ver algo.

 —Podríamos destapar una ventana –sugiero.

 —¡No! –contesta ella. Me sorprende lo lejos que suena su voz, pues hace un instante encontraba a mi lado.

Oigo un chasquido. Surge un pequeño resplandor nacido de la nada. El rostro pálido de la chica queda iluminado por una cerilla que sostiene entre sus dedos. Se encuentra en la esquina opuesta del salón, la estancia a la que se llega al atravesar la entrada y el pequeño recibidor. Sí que se ha movido rápido y sin originar ningún ruido, lo cual, teniendo en cuenta la nula visibilidad, es bastante difícil.

Enciende todos los candelabros que hay colgando de las paredes. Las llamas dibujan extrañas formas titilantes en su cara. Tras acabar, adopta su pose estática. Me contempla con esa intensidad de la que sólo ella es capaz. Supongo que espera la explicación de mi presencia. Mi cerebro se muestra incapaz de crear una frase coherente. Cambio el peso de un pie a otro, nervioso. Respiro despacio, intentado calmarme. Varios metros, todo lo que mide el salón de largo, nos separan.

 —Hola –digo como comienzo.

Mi saludo no obtiene respuesta.

 —Bueno..., ya sé que el otro día nuestro encuentro fue un poco... –dudo buscando la palabra adecuada, ¿violento? —... raro –califico al fin, dotándolo de la mayor suavidad posible.

Hago una pausa por si quiere intervenir, pero, como ya esperaba, guarda silencio.

 —El caso es que... éste es tu hogar y me acogiste amablemente tras sacarme del bosque –lo de amable sobra del todo y no estoy seguro de que ella pudiera traerme. Yo debo pesar bastante más de lo que es capaz de levantar. Me la imagino conduciéndome a rastras por el suelo hasta aquí—. Quería compensártelo de alguna manera... Y… en fin, que te he traído unas rosquillas.

Perfecto, acabo de quedar como el más imbécil de los imbéciles. Ya está dicho, así que saco el recipiente de plástico de la mochila y se lo tiendo, pero ella no hace amago de aproximarse a cogerlo. Empiezo a molestarme por su manía de permanecer lejos de mí como si fuera un leproso y de mantenerse muda como si le hubieran cortado la lengua. La he oído hablar, así que sé que puede hacerlo.

—Está bien –concedo exasperado—. Te las dejo aquí –indico cruzando la mitad del cuarto para depositarlas en la mesa que hay en el centro del salón. Luego vuelvo a mi posición.

Con esta técnica de acercamiento e inmediato alejamiento, me siento como un domador de fieras salvajes. O, más bien, parecemos dos pistoleros del oeste, observándose el uno al otro, evaluando quién será el más rápido en disparar. Tengo la certeza de que, si se diera tal circunstancia, ella resultaría vencedora.

La chica observa el recipiente de plástico como si se preguntara qué uso darle, para qué le servirá aquello.

 —Se comen… son dulces –le aclaro. Si no sabe lo que es una bici quizá tampoco sepa lo que es una rosquilla o, como ella preferiría llamarlo, ‘anillo comestible’.

Continúa quieta. Esta vez me enfado de verdad.

—De acuerdo. Mira, yo sólo intento ser cortés, algo en lo que tú ni siquiera te has molestado. Pero no te preocupes, ya me marcho; no volveré a incordiarte.

Retrocedo. Agarro el pomo de la puerta.

 —Gracias.

Su voz me detiene antes de abrir. Me giro. Sostiene en la mano una rosquilla mordida. De nuevo, no la he oído moverse.

 —Es dulce –dice utilizando el mismo calificativo que yo he empleado.

Todavía no ha tragado. Conserva el trozo en la boca, dándole vueltas como si fuera algo inoportuno que se le hubiera introducido en un descuido y esperara el momento para escupirlo.

 —Ahora tienes que tragar.

¿Por qué me empeño en explicarle cosas obvias? Quizá porque para ella no lo parecen.

Me acerco. Hace ademán de alejarse de mí, pero se contiene y sige a mi lado. Cojo otra rosquilla.

 —¿Ves? Así –le indico, dándole un mordisco y tragándolo.

Ella me imita de una forma algo forzada, como si no le resultara familiar este gesto tan habitual.

Aprovecho su distracción mientras acaba con el ‘anillo comestible’ para olerme disimuladamente y comprobar si en el paseo en bici he sudado demasiado y eso es lo que la incomoda. Aliviado, sólo aspiro el aroma de mi desodorante.

 —Os pido disculpas, no era mi intención enfadaros. Es que no estoy muy acostumbrada a relacionarme con gente –se justifica ella.

 —¿Por qué me tratas de usted? –pregunto.

 —No os trato de usted sino de vos –me corrige.

 —Da igual. ¿Por qué?

 —No os conozco y una doncella educada debe mostrarse respetuosa –me contesta, como si recitara una lección que tuviera bien aprendida.  Me imagino que debe ser algo que le han enseñado desde pequeña. Sí que procede de lejos, entonces —. Y vos, caballero, ¿por qué os referís a mí como si fuéramos viejos amigos de la infancia?

Vacilo. ¿Que por qué la tuteo? Pues porque es lo habitual entre las personas normales. Yo, como el resto de los mortales, únicamente he llamado de usted a viejos profesores y porque ellos mismos así nos lo exigen.

—Bueno, si quieres puedo procurar hablar como tú –ahora que he conseguido que se comunique conmigo, no deseo que vuelva a echarme por maleducado.

 —¿En este territorio todos se dirigen la palabra entre ellos así?

Asiento. O sus padres se han esforzado por enseñarle a hablar como en la Edad Media o se ha pasado la vida viendo películas que recrean esa época. ¿Este territorio? ¿Caballero? ¿Pero qué diccionario usa? Comienzo a plantearme que tenga algún trastorno mental.

 —Siendo así, no es necesario que hagáis una excepción. Seré yo quien transforme sus palabras.

No es mi deseo desanimarla, pero lo veo difícil.

 —David –añade como primer paso para darme un trato más cercano.

Recuerdo que yo desconozco su nombre.

 —¿Y tú? ¿Cómo te llamas?

 —Anaïs.

Un nombre raro para una persona rara.

 —No es español –comento. Sí, definitivamente hoy me ha dado por hacer notar lo evidente.

 —Es francés. Francia es mi país de origen.

Vaya, al final sí que voy a conocer a uno.

—¿Y allí es donde te han enseñado tu forma de ser tan – ‘estrambótica’ iba a decir, pero busco un término menos insultante – original?

—La verdad es que allí apenas ha transcurrido una insignificante parte de mi existencia. He viajado por todo el mundo. Mi último lugar de residencia era mucho más lejano.

¡Y tanto debía serlo!

 —Anaïs –repito su nombre. Lo cierto es que se me antoja bonito, aunque ella lo ha dicho con mucha más... musicalidad. Así es como mi profesor dice que debe sonar el francés: melodioso. Al parecer la música no es una de mis habilidades, porque ella se estremece al oírme.

 —¿Qué pasa? Ya sé que no ha sonado muy musical, pero...

 —No. No tiene nada que ver con la pronunciación. Es que mi nombre me recuerda una etapa de mi vida en la que yo era distinta y de la que intento escapar. Y también me trae a la memoria a otra persona, la única que en mucho tiempo me ha llamado así.

—Bueno, si tu nombre no te agrada puedo llamarte de cualquier otra forma. Quizás solamente Ana o...

—No, no es necesario. Anaïs está bien.

—De acuerdo. Entonces quedamos en Anaïs.

Sus labios ejecutan un amago de sonrisa.

—No te rías. Ya sé que no lo digo bien; los idiomas son mi asignatura pendiente –trato de justificarme.

—A mí me ha gustado cómo lo has dicho, por eso he sonreído. En tus labios ha sonado diferente, más hermoso, como si fuera un nuevo nombre. Un nuevo nombre para una nueva existencia.

No entiendo su lógica, si es que la tiene alguna de las cosas que dice. Pero aun así, Anaïs me ha caído bien porque es distinta, porque posee una forma peculiar de ver el mundo y unas razones extrañas para todo lo que hace. Quizá pueda enseñarme algo que en mi pequeño pueblo, en el que todo el mundo muestra el mismo patrón de pensamiento, no tendría oportunidad de aprender.

 —¿Y tus padres? ¿No están en casa? –pregunto, dándome cuenta de que nadie ha salido a nuestro encuentro.

 —Vivo sola.

—¿Sola? Si no puedes tener más años que yo –me asombro, aunque luego pienso en mi caso: prácticamente, también vivo solo.

Ella se aparta ante mi extrañeza, poniéndose a la defensiva como si recelara de que yo pretendiera interferir en su modo de vida. No quiero que desconfíe de mí, así que cambio de actitud, intentado rebajar la tensión.

 —Bueno, la soledad a veces resulta ser muy abrumadora –digo con sinceridad, basándome en mi propia experiencia —. Yo también me siento solo en bastantes ocasiones aunque viva rodeado de millones de personas. Nos haremos compañía, ¿te apetece?

Sus ojos se muestran sorprendidos, como si nadie le hubiera ofrecido nunca algo así.

 —¿Quieres ser mi amigo? –duda, con una voz que no deja trasmitir la emoción que yo leo en su mirada, hablándome por primera vez en segunda persona.

—Sí.

Vuelve a apretar los labios en esa sonrisa suya que no deja entrever los dientes. Por un momento, me planteo que vaya a abrazarme, pero se mantiene en su hierática posición, ¿cómo es capaz de aguantar tanto tiempo inmóvil?

 —Gracias –murmura como si le estuviera ofreciendo algo mucho más importante que la promesa de una amistad aunque, quizá, sea lo único que a ella le falte: un amigo que acabe con su soledad. Intento imaginar cómo habría sido mi vida tras el accidente de mi madre sin Pablo.

Una sombra revolotea sobre mi cabeza. A la luz de las velas, descubro un pequeño murciélago. En el bosque hay muchos, así que no es la primera vez que se cuela uno en la antigua casa. Cuando esto ocurría, mi abuelo los aturdía con un golpe y los echaba fuera, pues su esposa les tenía verdadero pánico.

Agarro un cojín del sofá y me preparo para darle con él. Anaïs me pone una mano sobre el brazo. Me estremezco ante lo fría que se encuentra su piel. Ella tampoco parece a gusto con el contacto porque la retira con prontitud.

 —No le hagas daño.

La miro sorprendido. También me doy cuenta de lo rápido que aprende a hablar como yo.

 —¿Es tu mascota o algo así? –consulto.

A estas alturas, esa posibilidad ya no se me antoja extraña en absoluto.

 —Algo así –contesta—. Creo que le gusto. Desde que comenzó mi peregrinar ha venido siguiéndome y se aloja donde yo lo hago. No me incomoda. Se pasa la mayor parte de su tiempo colgando de las vigas del techo.

Sí que asimila deprisa. Cualquiera diría que hace unos instantes hablaba como si fuera una princesa de la antigüedad… a la que sigue un murciélago.

 —¿Le has puesto nombre? –pregunto, tratando de actuar como si fuera lo más normal del mundo que un bicho como aquel te siga y viva contigo.

 —No tengo poder para ello; no me pertenece. Está aquí porque así lo ha elegido. Es libre de irse si lo desea.

De nuevo su extraña lógica, aunque esta vez creo que tiene algo de razón. Encuentro sentido a sus palabras.

Suelto una exclamación de sorpresa cuando me clava sus pequeños pero afilados colmillos.

—¡Sangre! –exclama Anaïs horrorizada.

 —Tranquila, es una herida sin importancia –le aseguro, alargándole mi dedo índice para que vea las dos insignificantes marcas.

 —¡No! –niega ella apartándose de mi mano, tapándose la nariz y la boca.

 —¡Vete! –me ordena mientras corre al fondo del salón, alejándose de mí.

 —Pero si no pasa nada. Basta con una tirita –intento calmarla.

Algo ha cambiado en sus ojos negros: ya no muestran esa gratitud por brindarle mi amistad, sino que vuelven a tornarse amenazantes. Es suficiente con fijarme en ellos para saber que debo obedecer.

La miro una última vez mientras chupo la herida, pretendiendo aliviar el escozor. No entiendo por qué, pero en su rostro adivino ahora cierto sentimiento de envidia, como si anhelara cambiarse por mí. Gira la cara para no verme. Se agarra a la barandilla de la escalera que sube a las habitaciones. Ejerce tanta fuerza que unos temblores comienzan a recorrer su cuerpo, poniendo de manifiesto la tensión a la que son sometidos sus músculos. Es como si en su interior se librara una batalla a vida o muerte.

—Por favor, por favor –me suplica escondiendo su rostro tras sus largos cabellos —, márchate.

Abandono la mansión. Sin duda está enferma. Bajo los escalones de un salto. En cuanto aterrizo en la tierra oigo un fuerte golpe a mi espalda. La puerta tiembla. Algo ha impactado contra ella, tan grande como una persona y bastante más contundente, a juzgar por el ruido.

Monto sobre mi bici y me alejo de allí. Es la segunda vez consecutiva que me echa sin justificación y con urgencia. Ya van dos de dos. Espero que en la próxima —¿habrá una próxima?— pueda irme como lo haría de una casa normal. Aunque claro, ésta no lo es ni su propietaria tampoco.

 

Desconozco qué hora será. Nunca me ha gustado vigilar mucho el reloj; me hace sentir prisionero del tiempo. Pero mi estómago pide comer, así que nada más regresar voy directo al congelador y saco una de esas comidas precocinadas que basta con ponerlas en la sartén cinco minutos para que estén listas. Así lo hago, con la precisión y maestría de quien lleva un año alimentándose de esta manera. Hoy toca arroz tres delicias.

Dama aparece de repente, quién sabe de dónde, atraída por el olor. Decido ignorarla. Se quedará con la tripa vacía. Ahora tengo una nueva amiga… si puede llamarse así a alguien que te conmina a irte de mala manera cuando le da la gana.

Presto atención a mis dos pequeñas heridas, que ya se están cerrando. Tan lejos de la misteriosa chica y sumido en la monótona normalidad de mi hogar, el encuentro se me antoja de lo más surrealista.

Al finalizar mi comida improvisada, cojo una de las rosquillas. Sonrío al imaginarme a Anaïs comiéndose las que le dejé en su casa. Eso, en el caso de que ya se le haya pasado el ataque de nervios. ¿Ataque de nervios? Más bien de ansiedad, locura, histeria... Sin duda tiene cierta paranoia respecto a la sangre. Y sin embargo, a pesar de la evidencia de que algo en su cabeza no funciona bien, quiero volver a verla. Siento que hace una eternidad desde que me marché de su casa y que me aguarda otra hasta que se dé la ocasión de regresar. Necesito plantearle todas las dudas que atesoro y saber si está bien después de que la haya alterado tanto. También pedirle disculpas por esto último. ¿Por qué soy yo el que acaba disculpándose, si es ella la que se comporta de forma anormal? Quizá sea porque parece provenir de un mundo totalmente distinto y en el nuestro está perdida por completo. Necesita a alguien que le explique cómo son las cosas. El caso es que, como mucho, hace dos horas que no la veo y ya la echo de menos.

Corazón de sombras
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