Capítulo 20. Cada vez más lejos.
~El muchacho de los ojos azules~
Me despierto lentamente. La luz inunda mi habitación. Me pongo en pie y tengo que volver a sentarme.
—Es normal que estés algo mareado –dice Anaïs—. Ayer cometiste una estupidez.
Vuelvo a recostarme en la cama. Compruebo la hora que marca el reloj.
—¡Son casi las dos de la tarde! –exclamo—. Mi padre va a decir que soy un dormilón.
—No está –me comunica Anaïs—. Se ha ido al hospital.
—No descansa ni aun en los días de fiesta.
—De todas formas, te ha venido bien. Tienes que recuperar fuerzas. No te muevas. Te traeré el desayuno.
Antes de que pueda objetar algo, ya se ha ido.
En un tiempo récord, aparece en la puerta del cuarto con dos bandejas llenas de cosas.
—Como no sé qué es lo que prefieres tomar...
—¿Has decidido traer toda la cocina? –pregunto divertido.
Se encoge de hombros a modo de disculpa.
—Bueno, no importa, ya es casi la hora de comer, así que...
Me interrumpo al descubrir un paquete de papel del que procede un agradable olor. Lo cojo. Todavía está caliente.
—Lo he encontrado en la mesa –dice Anaïs.
Lleva una nota pegada; en ella hay escrita una única palabra: David. Reconozco la letra de mi padre. Quito la pegatina e identifico el nombre de la tienda impreso en la bolsa. Sonrío y me doy cuenta de lo valioso que es lo que tengo entre mis manos.
Anaïs me observa interrogante sin saber qué ocurre.
—Era la pastelería de mi madre –explico—. Cuando murió, mi padre recibió varias ofertas para su venta. Sin embargo, prefirió que continuase con el negocio la chica que ella tenía contratada. Puesto que no poseía suficiente dinero para adquirirla, se la regaló con la única condición de que respetara todas las decisiones tomadas por mi madre, su forma de trabajar… Al principio, en agradecimiento, nos traía pasteles y otros dulces, pero no fuimos capaces de probar ninguno. Mi padre le pidió que dejara de hacerlo. Que se haya atrevido a ir allí, a traer algo, por poco que sea, es...
No encuentro la manera apropiada de definirlo, pero no hace falta, Anaïs lo ha entendido.
—Te quiere mucho –afirma.
La miro sin saber a qué se refiere.
—Tú padre te quiere mucho. No seas duro con él. Está atravesando una situación difícil. Tu madre lo era todo en su vida. Aun así, el dolor que siente por su pérdida no es suficiente para hacerle olvidar lo mucho que tú significas para él. Quizá le cueste expresar sus sentimientos; es un hombre tímido y no se atreve a decirte la verdad. Pero de todas las mañanas que he estado aquí, no ha habido una en la que no haya entrado nada más despertarse.
—¿Ah, sí? ¿Y para qué?
—David, todas las mañanas, tu padre viene, se coloca a tu lado, te da un beso en la mejilla y te dice “Te quiero”. Luego se marcha sin dejar ninguna muestra de su paso.
—No lo sabía –reconozco.
—Claro que no, pero estoy segura de que hace esto desde que ella murió, puede incluso que ya lo hiciera antes. Y hoy ha venido a disculparse por tener que irse.
—No lo sabía –repito.
—Y en otras ocasiones te recoge un poco el cuarto, lo limpia.
—Sí, eso ya lo había notado.
—Por la noche lo oigo llorar. A veces las pesadillas o los recuerdos son demasiado fuertes –sigue confesando Anaïs—. Entonces viene aquí y te contempla dormir hasta que de sus ojos dejan de caer lágrimas y, finalmente, se dibuja una sonrisa en sus labios. Eres su asidero, lo único por lo que todavía debe luchar. Y tú quieres que yo se lo arrebate. Tú quieres que te aparte de su lado.
—¡Yo no quiero eso!
—¿Ah, no? ¿Te lo planteaste ayer, cuando me tentaste con tu sangre?
Aparto la mirada avergonzado.
—¿Qué pasaría con tu padre si te convirtiera en vampiro? No podrías volver a esta casa, no mientras no controlaras tu sed. ¿Qué hubiera pasado si yo te hubiera mordido? Tendríamos que habernos fugado en mitad de la noche sin dejar rastro. ¿Qué hubiera pensado él? Que te habías marchado, que habías huido, que lo abandonabas tú también. Y se preguntaría por qué, qué es lo que ahora ha hecho mal.
—Yo... –trato de justificarme.
—Claro, que hay otra posibilidad. La opción de fingir tu muerte. Y así, en menos de dos años, tu padre habría perdido a su mujer y a su hijo, a toda su familia. Imagínate el sufrimiento que esto le produciría; más del que podría soportar.
—Yo no pensé en...
—¡Exacto! ¡No pensabas, no pensabas en nada! Podría haberte matado. Supongo que tampoco valoraste lo que eso implicaría para mí; tendría que cargar con la responsabilidad de tu muerte.
No, lo cierto es que no había meditado sobre ello. Me doy cuenta de lo inconsciente que fui. Sólo tenía en mente obtener mis propios objetivos. Lo peor es que el tono de Anaïs no es el de alguien que esté regañando, sino el de quien se disculpa. Es como si estuviera hablando de sus propios errores.
—Lo siento.
Es lo único que se me ocurre decir.
—David, quiero que me prometas que no volverás a intentar que te muerda, a pedirme que te transforme. Estás dispuesto a entregarme tu propia vida, pero no puedes entregarme la de tu padre. Prométemelo por él. Si te transformara, no podría soportarlo. Prométemelo.
Me observa con tanta intensidad que me obliga a apartar la mirada.
—¡Promételo!
Como no digo nada, me coge de la barbilla y me obliga a levantar la cara para mirarla a los ojos.
—Prométemelo. Por tu padre, David.
—Está bien… lo prometo.
Ella asiente con una sonrisa triste en el rostro. Anaïs es una de esas personas que conciben las promesas como algo sagrado, un juramento irrompible. Y eso es lo yo acabo de hacerle.
—Pero puedo dejarte beber mi sangre, como anoche. Sé lo que tú la disfrutas y a mí no me supone nada. Dispongo de mucha.
—No, eso tampoco. Cuanta más beba, más difícil será luego controlarme, más la desearé cada vez. Además, no es bueno para mí.
—¿Por qué?
—La luz. Esta mañana los rayos del sol me producen una ligera quemazón sobre la piel. No me convertirán en cenizas, pero no es agradable. Si hubiera bebido más tendría que volver a ocultarme en las sombras. Y tampoco es bueno para ti. Te quedaste muy débil. Mira todo lo que has dormido y sigues cansado.
—No es verdad –miento, pero lo cierto es que sí que me noto fatigado.
—No lograrás engañarme. Los humanos lleváis todos vuestros pensamientos y emociones pintados en el rostro. Es tan fácil saber lo que sentís...
—Pues vaya, qué bien. Eso significa que no sólo no puedo tener secretos contigo, sino que tampoco con otros vampiros.
—¿Es que acaso piensas cruzarte con muchos? –inquiere ella.
—No sé, desde que te conozco, estoy abierto a toda posibilidad o, más bien, a toda imposibilidad.
—Ya me encargaré yo de que no tengas más encuentros con otros vampiros, con otras imposibilidades.
—Ni siquiera tú tienes la capacidad de predecir el futuro.
—No, pero intentaré que el tuyo sea lo más feliz, tranquilo y largo que pueda.
—Eso me parece bien –reconozco.
—¿Ah, sí?
—Claro, porque implica que estarás siempre ahí, para vigilar que se cumpla todo lo que has dicho.
Y tras mis últimas palabras, abro la bolsa de bollería que ha comprado mi padre. En su interior descubro un croissant y una napolitana de crema, que me hacen la boca agua. Debo usar toda mi fuerza de voluntad para dejarlos aparte. Quiero comérmelos al final, aunque no sé si podré resistir. En este momento, trato de imaginar el deseo que debe sentir Anaïs por mi sangre; con que sea igual de fuerte que el mío por un simple croissant...
—¿Has desayunado? –me intereso.
—No. No necesito alimentarme con la misma frecuencia que vosotros. Aunque si voy a permanecer tanto tiempo a tu lado será mejor que esté bien saciada. Es más seguro.
—Si quieres, puedes aprovechar ahora –sugiero.
Asiente con la cabeza.
—No tardaré. Y no olvides tomar mucho líquido; necesitas reponer –me indica, dirigiéndose a la ventana.
—Anaïs –la llamo.
—¿Sí?
—Prefiero que salgas como las personas normales. No consigo acostumbrarme a que saltes desde ahí arriba.
Me dedica una sonrisa traviesa y, como una niña rebelde, se precipita al vacío tras sacarme la lengua.
—Para ser una abuela de cientos de años, tu comportamiento es muy infantil –digo a la habitación en la que me he quedado solo, pero estoy seguro de que me ha oído.
Empiezo a comer. Me pregunto lo que debe ser haber vivido tanto tiempo, ver a la gente de tu alrededor desaparecer mientras tú sigues sin experimentar cambio alguno; contemplar cómo tu época muere con tus contemporáneos y la sociedad cambia cada vez más rápido. Intento recordar lo poco que me han enseñado sobre el Renacimiento, pero ni siquiera estoy seguro de que lo hayamos dado en clase. Tengo que empezar a prestar atención. Aunque hay una cosa que está clara y es que todo debía ser muy diferente.
Anaïs regresa antes de que yo termine mi desayuno.
—Vaya, sí que te has dado prisa –comento.
—Es que esta abuela de cientos de años está todavía en plena forma –contesta divertida.
—Ya lo creo –le doy la razón.
—¿Te apetece darte un baño caliente? –propongo.
—De acuerdo, a ver si así me deshago de este frío que siempre me acompaña allá donde vaya.
Sonrío ante sus palabras, hasta que me doy cuenta de la tristeza que reflejan sus ojos al decirlas.
La conduzco hasta el balneario que hay a la salida del pueblo. Antes de llegar a él, encontramos una pequeña piscina de piedra excavada en el suelo y envuelta en un vapor permanente debido a la alta temperatura del agua que mana de la tierra. Suele haber gente, pero a estas horas no se ve a nadie.
Me quito la ropa, quedándome en bañador. Hace frío y noto cómo todo mi cuerpo se pone en tensión. Me sitúo en el borde. Meto los pies y el calor abrasador amenaza con derretirlos.
Anaïs termina de desvestirse. Lleva puesto un traje de baño color rosa pálido que se adapta a su cuerpo, realzando su figura. Me doy cuenta de que me he quedado mirándola embobado. Ella sonríe al advertirlo. Desvío la vista azorado. Procuro ignorar su risa, concentrándome en introducir las piernas lentamente.
Anaïs no tiene problemas y se zambulle de golpe creando unas ligeras ondas en la superficie del manantial. Viene hasta mí y coge mis manos, tirando de ellas para obligarme a sumergirme por completo. No es necesario que use su fuerza sobrehumana; yo me dejo guiar, obediente. Contengo la respiración cuando el agua me llega a la tripa y siento que ésta comienza a arder. Sigo adelante y, al cabo de unos segundos, mi cuerpo ya se ha acostumbrado.
La piscina no es muy profunda, así que, sentado en el suelo de piedra, sólo me cubre hasta la base del cuello. Anaïs se recuesta en mi hombro y yo la abrazo. El vapor que nos rodea hace que lo que hay fuera se vea brumoso, como en un sueño, como si no existiéramos nada más que nosotros dos y la calidez que acaricia nuestros cuerpos. Sí, una fantasía muy hermosa, perfecta entre la neblina, en la que los únicos sentimientos son la paz de quien sabe que no hay nada de qué preocuparse, porque en este instante, todo está bien, todo es como debería ser. El amor por la hermosa criatura que tengo entre mis brazos, me llena plenamente.
Durante unos minutos, eternos y a la vez tan breves, vivo en esta quimera. Pero muchas veces he oído la frase de que todos los sueños acaban, antes o después. Creo que no es cierto, no son ellos los que se esfuman, son las personas las que los dejan escapar. ¿Y por qué lo hacemos? Tal vez porque su magnificencia nos abruma, quizá porque tenemos miedo de que cuanto más duren más doloroso será el aterrizaje en la realidad o puede que sea por propia estupidez. Sí, soy yo quien le pone fin y sí, es la última razón: por mi propia estupidez.
Me fijo en el esbelto cuello de Anaïs; su blancura contrasta con el negro de la melena que lo cubre. Aparto sus cabellos con cuidado. Al descubierto quedan sus dos pequeñas cicatrices. Revivo en mi imaginación la noche anterior, en la que las había visto sangrar, en la que Anaïs, según me dijo, se enfrentó a Doryan. Y así, mi mente se encarga de hacer estallar la burbuja, recordándome que no sólo existimos nosotros, que en el mundo hay mucho más. Como, por ejemplo, un sádico vampiro con el único objetivo de matarme. Con esta evocación, vuelven la preocupación y el miedo.
—¿Qué pasó anoche? –quiero informarme y ahí termina de esfumarse la magia.
Anaïs levanta sus párpados, que había dejado caer, cerrando sus ojos. Se aleja de mí y el agua llena el espacio que ahora nos separa. Desvía su mirada, incómoda. Me pregunto cómo, con la alta temperatura reinante, puede haberse enfriado tanto el ambiente. Cómo puede pasarse, en tan poco tiempo, de flotar feliz en una nube de vapor a sentirse oprimido por la sensación de desear no haber abierto la boca, de anhelar acortar las distancias y, sin embargo, no encontrar el valor para hacerlo, de querer desesperadamente dar marcha atrás, volver a situarme unos segundos antes y no haberlo estropeado.
—Doryan vino –explica de forma sucinta.
—Y tú le impediste que me hiciera daño –completo alegre.
—No te buscaba a ti –niega.
La contemplo sorprendido.
—Entonces a quién.
—A mí –dice Anaïs, aunque no es necesario. Nada más acabar de plantear mi cuestión ya sé la respuesta; es obvia. Tanto como la pregunta que hago a continuación.
—¿Por qué?
—Porque me echaba de menos.
—¿Y tú a él?
Otra pregunta evidente; hoy estoy sembrado. Sin embargo, no debe ser tan clara, porque Anaïs permanece en silencio. Que su contestación no sea un “no” tajante e inmediato me preocupa.
—¿Lo echas de menos, Anaïs? –inquiero.
Mantiene su mutismo.
—Contéstame, por favor –presiono.
—No lo sé, ¿vale? No lo sé.
—¿Cómo que no sabes si echas de menos a un ser sanguinario y violento? –estallo frustrado.
Ella reacciona a la defensiva.
—Ten presente que ese ser sanguinario y violento es lo que soy yo.
—Tú no eres así.
—Puede que ahora no, pero lo he sido durante cientos de años y miles de personas me han visto así. Aunque intente reprimirla y lo consiga con mejor o peor resultado, esa sigue siendo mi naturaleza y siempre lo será. Cuanto antes te des cuenta de ello, mejor.
—Yo jamás podré verte así.
—¡Entonces es que estás ciego! –levanta la voz enfadada.
—Me da igual lo cabezota que te pongas respecto al monstruo que eres; eso sigue sin ser razón suficiente para que lo eches en falta.
Anaïs hace una pausa para calmarse antes de contestar. Su tono es dulce cuando vuelve a hablar.
—Debes entender que hemos pasado muchos años juntos. De mi vida humana, apenas atesoro recuerdos. La otra, sin embargo, es muy clara y él ha estado ahí desde el principio. Cuando desperté, esperaba a mi lado, me alimentó los primeros días y me enseñó todo lo que necesitaba saber sobre mi nueva condición.
Me parece notar en su voz cierta gratitud.
—Una condición que tú no deseabas y que te obligó a asumir.
—Sí, pero lo hizo para ayudarme. Las garras de la muerte me tenían apresada y él era el único con la capacidad para salvarme. Cierto que yo hubiera preferido morir, pero Doryan no lo sabía; hizo lo que pudo. Y, de hecho, hasta hace poco a mí me gustaba ser un vampiro, disfrutaba con ello y estaba contenta de que me hubiera transformado.
—Así que lo echas de menos –concluyo.
—Es normal. Los humanos sois criaturas cambiantes. En muy poco tiempo, se modifican vuestro aspecto, vuestros pensamientos, incluso vuestros sentimientos. Evoluciona vuestra sociedad, vuestra forma de vida... No obstante, nosotros, los vampiros, somos criaturas atemporales, permanecemos inmutables y nuestro carácter tiende a la conservación, a mantener todo igual. Nos cuesta mucho variar, hacer algo diferente. Por eso es normal que, después de tanto tiempo con él, al principio añore su presencia, que se me haga raro no tenerlo a mi lado.
—Pero tú, últimamente, has cambiado mucho.
—Sí, lo he hecho y ha sido gracias a ti. Me he adaptado a esta época actual, me he acostumbrado a cazar sólo animales y también he aprendido a vivir sin Doryan. Al principio, cuando me fui, sí que lo eché en falta. En numerosas ocasiones, estuve a punto de regresar. Pero, antes de conocerte, hacía ya un tiempo que estaba segura de que no deseaba seguir junto a él. Lo que pasa es que su presencia ha desenterrado muchos recuerdos. No debes preocuparte, volveré a sepultarlos.
Sus palabras me reconfortan.
—No quiero imaginarme cómo serán esos recuerdos. Menos mal que no duermes, porque entonces inundarían tus pesadillas –comento.
—David, tú no lo ves como yo. Para ti sólo es el par de colmillos que intentaron matarte. A mí nunca me ha hecho daño. Me ha tratado con cariño.
Esta afirmación me sienta como un jarro de agua fría. Doryan no se ha pasado los centenares de años que han permanecido juntos persiguiéndola y amenazándola como a mí. Soy consciente de que él ha estado con ella en otro plan... Se me antoja tan imposible relacionarlo con una acción que no sea siniestra que hasta ahora no me he dado cuenta. Y mi mente se llena de imágenes: Anaïs y él, los dos juntos, abrazados como lo estábamos nosotros hace unos segundos, besándose... Los celos me corroen y, con ellos, aparece la ira contra ese demonio de ojos rojos por haberse atrevido a tocarla. Él la ha tenido desde el Renacimiento y yo apenas dos semanas; la diferencia de tiempo es abrumadora. ¿Cuántos besos le ha podido robar? Más de los que yo tendré la oportunidad de darle en toda mi corta vida. Jamás podré compensarlos; siempre me llevará ventaja. Un deseo animal de clavarle una estaca en su pecho muerto me domina. Lo único que ansío es correr a buscarlo, acabar con su existencia y disfrutar oyendo sus inhumanos gritos, los mismos que profiere Drácula en las películas que tanto le gustan a Pablo. Pero esto no es una de ellas y nada es tan fácil como en la ficción. A Doryan, según me dijo Anaïs, eso no le afectará; nada de lo que yo pueda hacerle lo dañará. La ira comparte ahora el dominio de mi ser con la impotencia. Soy totalmente insignificante y él totalmente invencible.
—¿Qué te pasa? –pregunta Anaïs, percibiendo mi incomodidad interior.
—Me gustaría que las estacas de madera pudieran atravesaros.
—¿Quieres clavarme una estaca?
—¡No! Claro que no. A él, no a ti. ¿Cómo se te ocurre pensar eso?
Se encoge de hombros.
—Parecías muy enfadado y creo que me lo merezco.
—No digas tonterías.
Vuelvo a abrazarla; no puedo desperdiciar ni un instante. Ella corresponde a mi gesto y todo regresa a su lugar. Acaricio su cuello distraídamente. Mis dedos encuentran las dos pequeñas heridas y me planteo una nueva cuestión.
—¿Por qué te mordió anoche? Carece de sentido, ¿no? Tú ya eres una vampiresa; no puede volver a transformarte –reitero el interrogante que quedó sin respuesta.
No obtengo explicación a mis dudas.
—Anaïs –la llamo.
—¿Y si lo dejas ya? No deberías pensar en Doryan, sino en nosotros. No te preocupes más.
—De acuerdo. Supongo que sólo quería hacerte daño.
Como ella me ha pedido que haga, me dedico a pensar en nosotros y recuerdo la noche anterior, cuando fue Anaïs la que estuvo a punto de morderme a mí, cuando bebió mi sangre. No lo evoco como algo desagradable, más bien al contrario, se me antoja de cierta forma sensual, casi sexual. Una sonrisa tonta aparece en mi rostro al recrear el momento con todo detalle. Hasta que me doy cuenta de que he dado con algo importante. Se me borra la sonrisa.
—Anaïs, dime una cosa.
—¿Sí?
—Responde con sinceridad. ¿Qué significado tiene exactamente que un vampiro muerda a otro?
—Bueno, si se trata un mordisco rápido, significa agresión. Su único objetivo es producir dolor al introducir los colmillos y segregar el veneno que se extiende por tu cuerpo, produciendo la sensación de quemarte por dentro.
—Pero no todos los mordiscos van impregnados de veneno, ¿verdad?
—No. En la boca poseemos una glándula que, a nuestra voluntad, segrega una sustancia que lo neutraliza. Esto no funciona al morder a los humanos; desconozco el motivo.
—¿Y qué sentido tiene ese mordisco carente de veneno?
—¿Vas a contestar hoy? –inquiero impaciente cuando observo que su respuesta se demora.
—Establece un vínculo entre ambos. Los dos, sobre todo el que muerde, perciben las emociones del otro, incluso pueden conocer sus pensamientos.
—¿Produce placer? –aventuro aproximándome cada vez más a mi verdadera duda.
—¿De dónde has sacado esa idea?
—Tú responde.
—Sí.
Ya está; ya sé lo que quería saber. Tenía razón en mi hipótesis, aunque hubiera preferido equivocarme.
—¿Cuánto placer? Como una caricia, como un beso o como...
—Como lo último.
—¿Cómo un beso?
—No. Como lo que ibas a decir, pero te has callado.
Nunca me había sentado tan mal estar en lo cierto en una suposición. A pesar de ello, sigo preguntando, consciente de que cada nuevo dato revelado me hiere aún más, pero necesito saberlo.
—Y los vampiros, además de... morderos, ¿hacéis... bueno... os acostáis?
—Ya sabes que no necesitamos dormir.
—Y tú ya sabes que no me refería al sentido literal de la palabra –indico exasperado.
—Sí.
—¿Sí a qué?
—A tu pregunta no literal.
—Y supongo que tú... que tú y él...
—¿Por qué haces preguntas cuya respuesta no quieres saber?
Pierdo los nervios.
—¡Porque sí quiero saberlo! ¡Maldita sea! –grito poniéndome en pie y sintiendo el rostro rojo de rabia—. Aunque no es necesario que contestes; ya lo has hecho.
Ella también se pone en pie para situarse a mi altura.
—David, lo siento. Tienes que entenderlo. Todavía no te conocía; no habías nacido y tardarías siglos en hacerlo. Es posible que ni siquiera tu apellido existiera.
Anaïs me habla con cariño, con comprensión, disculpándose. Y esto hace que me sienta cada vez peor. Sería más fácil que ella también se enfadara, que me gritara como estoy haciendo yo.
Aprieto los puños y procuro calmarme.
—De acuerdo, lo entiendo, lo entiendo –repito intentando convencerme.
Respiro hondo varias veces. Ya estoy más tranquilo. Anaïs se acerca y posa su mano en mi mejilla. Voy a sonreírle cuando me viene algo a la cabeza. Adiós a la calma. Me aparto de ella y salgo de la piscina. El contraste de temperatura es grande y comienzo a tiritar. Me visto apresuradamente mientras pongo voz a mis pensamientos.
—Entiendo que estuvieras con él, entiendo que tuvierais vuestra historia. Como tú has dicho, no me conocías. Pero lo que no entiendo es que anoche dejaras que te mordiera. ¡Explícame eso! Anoche ya me conocías, ¿verdad? Minutos antes habías estado conmigo, estuve a punto de entregarte mi vida. ¡Y tú dejaste que te mordiera! ¡Es posible que incluso tú le mordieras a él!
Me siento dolido, enfadado, traicionado, furioso... Demasiados sentimientos arremolinándose en mi pecho y ninguno agradable.
—David...
—¡No! Ya sé lo que vas a decir. Que debo aceptarlo también, ¿no? Que es que claro, tantos años juntos..., como a los vampiros no os gusta cambiar... No, si el culpable voy a ser yo por ser tan egoísta. Debería agradecer que, ya que conmigo no pudiste hacerlo, disfrutaras con él.
—¡Tú no lo comprendes!
Ahora ella también está enfadada, también grita y ese brillo amenazador en sus ojos vuelve a mostrarse, un brillo al que debería temer.
—¡No, Anaïs, no lo comprendo! Dime, ¿también os acostasteis en el sentido no literal? Ya puestos a recordar ese largo tiempo que habéis pasado juntos y que comienza a convertirse en una excusa perfecta para todo…
—¡Cállate! –me ordena con ese fuego en los ojos que ha clavado en mí.
Siento miedo, sí, miedo de Anaïs.
Se lleva una mano a la boca por la que empiezan a asomar los colmillos y los aprieta con fuerza pretendiendo frenar su avance. No lo consigue. Se le clavan en la piel y veo brotar su sangre.
Vuelca su enfado contra el muro de piedra que da forma a la pequeña piscina. Le propina un puñetazo. Su mano penetra en la roca y noto la tierra temblar bajo mis pies.
—¡No es lo que tú crees! –dice sin mirarme—. Lo hice para protegerte.
—¿Para protegerme? –mi ira es más fuerte que mi miedo—. Sí, claro, debió ser muy duro para ti. ¿Por qué no lo admites de una vez? ¿Por qué no admites que lo quieres? ¡Estás enamorada de él! ¡Yo no soy más que una distracción en tu aburrida vida eterna!
Se gira. Sus ojos buscan el contacto directo con los míos. Ya no hay amenaza, sólo tristeza.
—¿Eso es lo que piensas?
—¿Acaso puedo pensar otra cosa? Es la explicación de por qué anoche estuviste con él, de por qué me has intentado apartar, echar de tu lado; de por qué no pretendes transformarme: tendrías que cargar conmigo para siempre. Soy un idiota; debería haberme dado cuenta desde el principio.
Anaïs guarda silencio. Permanece con sus ojos fijos en los míos.
—¿No vas a decir nada? ¿No vas a negarlo? –inquiero. Las lágrimas pugnan por derramarse. A duras penas las contengo.
—Si estás convencido de ello, de nada servirá lo que yo diga.
—No vas a negarlo –concluyo, oyendo cómo me rompo por dentro.
Termino de ponerme las deportivas y, sin atarlas siquiera, comienzo a andar de vuelta a mi casa dándole la espalda.
Ella aparece de repente delante de mí, completamente vestida ya.
—No puedo creer que comprendas tan poco mis sentimientos.
—¿Tus sentimientos hacia mí o hacia él? –cuestiono con acritud.
—Es verdad que lo quise, que sentí cariño por Doryan y que le entregué todo lo que era mío. Pero también es cierto que nada de lo que sentí puede compararse con lo que siento por ti. Te amo, David.
Y, sorprendentemente, estas palabras me molestan, porque se supone que estamos discutiendo. Ella debería decirme que me odia, no que me ama y así yo no me sentiría culpable de tratarla tan mal. Porque sí, soy consciente de que no debo seguir, de que estoy actuando mal, pero hay una fuerza dentro de mí que me impulsa a mantenerme en mis trece, a seguir diciendo cosas de las que luego me lamentaré.
—Sí, pero es con él con quien te acuestas en el sentido no literal –contesto furioso.
La rodeo y continúo mi camino.
Noto su mano apoyada en mi hombro.
—David... –murmura suplicante.
Aparto su brazo con un movimiento brusco. Cuando alguien quiere hacer las paces contigo es muy fácil seguir enfadado con esa persona.
—¡Por qué no te encierras en un ataúd, como en el que estarán todos a los que has matado!
Ahí van, palabras de las que sabes que te arrepentirás. En este caso, mi arrepentimiento es inmediato.
Me giro para observarla. Anaïs está clavada en el suelo. Su rostro muestra el dolor que le he producido.
Mi enojo se evapora en el acto. Me doy cuenta de que no es tan trascendental. Nada es tan importante como para merecer el sufrimiento reflejado en sus bellos ojos negros. ¿Por qué no pensaré antes de hablar? He actuado como un inmaduro saturado de hormonas agitadas. La adolescencia, sin duda, es la peor enfermedad y de las largas. Encima, es obligatorio pasarla. Pero ni siquiera eso logra justificar lo que acabo de decir.
Intento acercarme a ella y coger una de sus manos. Se aparta en un rápido movimiento.
—Anaïs, perdóname. No quería decir eso.
—Has dicho precisamente lo que querías, lo que piensas y sientes en el fondo.
—No, no es cierto. Yo estaba molesto, pero...
—No te disculpes. Llevas toda la razón.
Voy a contradecirla, pero antes de que abra la boca, ha desaparecido.
Camino de vuelta a casa mortificándome a mí mismo y reprendiéndome por mi estupidez: he herido a la persona que más amo.
Al llegar, mi padre detecta mi actitud alicaída y procura animarme. No lo consigue. Y, tras insistir de diferentes maneras y no obtener ni una sonrisa, ni una sola palabra sobre lo sucedido, decide abandonar.
Dejo pasar el resto del día tumbado en la cama, sin encontrar una buena razón para levantarme y preguntándome dónde podría buscarla. Está claro que ir a su mansión en medio del bosque no es una opción, no mientras en ella esté esperándome mi buen amigo Doryan. Aunque es posible que Anaïs se encuentre allí, con él. Me pego con la mano en la frente. ¡Ya estoy otra vez! De nuevo mis absurdos celos. Trato de reprimirlos, pero no soy capaz. Sólo de pensarlo me hierve la sangre. Pero el miedo es más fuerte y, aunque estoy a punto de ir en su busca, resuelvo no hacerlo. Si pretendo verla tendré que esperar a que sea ella la que acuda a mi encuentro. Y eso me mortifica, pues no sé cuándo ocurrirá. Es posible que Anaïs no quiera volver a saber de mí y lo cierto es que, si esa fuera su decisión final, lo tendría bien merecido.
Tras unas interminables horas, intento distraerme realizando series de ejercicios físicos en mi cuarto.
Me dejo caer en el suelo rendido tras la última flexión de brazos. Ni siquiera el esfuerzo consigue apartarla de mi mente.
Observo por la ventana que la luz empieza a menguar. Se acerca la noche. Eso significa que Doryan será libre para ir a cualquier sitio, para venir a por mí.
Anaïs prometió velar por mi seguridad e impedir que él me hiciera daño. ¿Sigue su promesa en pie? Sólo hay una forma de averiguarlo.
Mi padre me estudia preocupado cuando me ve acarreando una larga escalera de altura regulable que usa para podar los árboles.
—Creo que han anidado unos pájaros en el tejado. Voy a echar un vistazo –trato de tranquilizarlo mientras pongo mi cara más inocente, que pretende decir: “No te preocupes, no intento suicidarme saltando desde lo alto de la casa”.
Y cuando subo, está ahí. Es indescriptible la alegría que me embarga al verla sentada sobre la negra pizarra, rodeándose las rodillas con sus brazos. Me sitúo a su lado. Ninguno de los dos habla. Yo la contemplo mientras ella mantiene la vista fija en el horizonte representando fielmente la inmovilidad de una estatua. Es imposible para un ser humano permanecer tan quieto.
—Lo siento –me disculpo—. No debí decir eso.
Sé que no basta, que no es suficiente para enmendar el daño hecho, que no puede expresar todo lo que me propongo, pues no sé cómo hacerlo. Apoyo mi mano sobre la suya. Está helada, como siempre y, sin embargo, a mí me parece más fría que de costumbre.
—Lo siento— repito.
Y sigo siendo consciente de que no sirve; una profunda herida en el corazón no se cura con dos palabras.
Anaïs, por fin, vuelve la cabeza para mirarme. Su belleza marmórea me hace contener la respiración unos segundos.
—Los humanos sois impulsivos. A veces decís cosas que de verdad no sentís.
—Pero eso no hace que duelan menos –continúo yo.
—No. Y que no las sintáis no significa que no las penséis. O que no sean ciertas.
—Anaïs, te prometo que no eran ciertas; tú no eres así.
—Tú no sabes cómo soy. ¿Cómo una mente que sólo ha vivido dieciséis años va a poder comprender una vida que ya dura cientos de inviernos, inviernos perpetuos?
—Bueno, pero después del invierno llega la primavera. Y la tuya comienza ahora –sentencio con una sonrisa.
No responde a mi gesto.
—¿Quieres dar una vuelta por el pueblo? –sugiero.
Poco después, avanzamos por una de las calles. Sin prisa, con el caminar del que no va a ningún sitio. Lo importante no es llegar, sino el trayecto en sí. Las farolas desprenden una luz mortecina que dibuja extrañas sombras en el suelo. Sólo se oye el sonido de nuestros pasos y el susurrar del viento fresco de la noche. Nos sentamos en un banco de madera vieja y algo húmeda. Como única compañía, unos árboles que a nuestra espalda agitan sus ramas. Sobre nosotros se despliega un cielo sin estrellas. El resplandor de la luna queda ahogado por unas negras nubes. Se van desplazando por la bóveda celeste y el astro de plata escapa de sus garras, mostrándose en todo su esplendor. Su luz metálica nos envuelve.
—¿Lo has visto, Anaïs? –le pregunto señalando hacia arriba.
—Es muy hermosa –afirma.
—Tú eres como ella.
—¿En qué sentido? –inquiere.
Esta vez la he pillado.
—Eres como la luna con la que estamos compartiendo esta velada. Su luz siempre ha estado ahí, pero unas nubes negras la tapaban, haciéndole creer que no podía brillar. Sin embargo, cuando las sombras pasan, su fulgor sigue intacto, esperando el momento para lucir, como le corresponde a su naturaleza.
Ahora sí sonríe al darse cuenta de lo que quiero decir.
—Anaïs, no te dejes engañar por las tinieblas, no te confundas con ellas. No niegues tu luz.
Suspira.
—Creo que todavía no entiendes que mi corazón es de sombras: no hay luz en él.
Ahora soy yo el que respira profundamente.
—Parece que nunca nos pondremos de acuerdo respecto a eso.
—Bueno, nunca es mucho tiempo.
—Así que admites que, algún día, seré capaz de convencerte –aventuro esperanzado.
—No. Justo lo contrario: yo te convenceré a ti.
—Sin duda, nunca nos pondremos de acuerdo.
Los dos nos dejamos embargar por la risa. Observo su mirada divertida en la que ya ha desaparecido todo rastro de dolor. Me siento feliz por volver a recuperar nuestra complicidad, por poder borrar con unas sonrisas mis desafortunadas palabras. Lo que entonces no sabía es que ésta sería nuestra última alegría compartida. Los acontecimientos estaban a punto de precipitarse a una velocidad insospechada, separándonos, llevándosela lejos de mí.