Capítulo 19. Partida de ajedrez.
~El muchacho de los ojos azules~
Dos ligeros pinchazos que, sin embargo, no llegan.
Un lastimero sollozo escapa de las profundidades de su ser; un gemido de naturaleza no humana, lleno de dolor. Me giro para ver qué es lo que ha ocurrido, pero ella ya no está allí. La descubro agazapada sobre sí misma en la esquina más alejada de la habitación. Sus uñas arañan el suelo, dejando profundos surcos en la madera. Su cuerpo se agita con violentas convulsiones, envuelta en un aura de dolor.
—Anaïs –la llamo preocupado.
Corro hacia ella y apoyo una mano sobre su hombro. Su rostro emerge de entre sus largos cabellos, con el gesto de quien está luchando contra sí mismo en una batalla interna, una pelea a muerte contra sus instintos más profundos.
—Anaïs.
En un movimiento tan rápido que no puedo apreciarlo, salta sobre mí y, cuando quiero darme cuenta, me encuentro tumbado en el suelo bajo el peso de su cuerpo.
Levanta el labio superior para mostrarme aún más sus blancos colmillos y gruñe amenazadoramente, como el depredador que ha atrapado a su presa y se dispone a devorarla.
La contemplo asustado sin conseguir moverme.
Fija su vista en mi cuello; esta vez parece dispuesta a morderme.
Profiere otro gemido llevándose una mano a la boca, apretándola con firmeza. Se aparta lo suficiente como para darme libertad de movimiento y, haciendo uso de ella, me incorporo quedando sentado a su lado.
—¡Vete!
En un principio, apenas entiendo la orden debido a que ha tenido que escapar entre sus dedos.
—¡Vete! –repite esta vez más alto, con un tono implorante que contiene a su vez una emoción desgarradora.
No me hago más de rogar y me apresuro a salir de la habitación, cerrando la puerta tras de mí.
Respiro hondo mientras me apoyo en la barandilla de la escalera, procurando asimilar todo lo ocurrido en estos últimos minutos, breves, pero intensos.
Me acerco al cuarto de mi padre para asegurarme de que no se ha enterado de nada. Con alivio, escucho unos ligeros ronquidos.
Me fijo en mi mano todavía sangrante y recuerdo el rostro de Anaïs que refleja la tortura que ha supuesto para ella el resistirse a morderme.
—¡Estúpido! –me insulto a mí mismo, enfadado por lo que he hecho porque, ante todo, mi intención no fue jamás hacerle sufrir.
Voy al baño de la planta baja, donde guardamos el botiquín. Me vendo la herida con cuidado y con más material del que sería necesario. Quiero amortiguar todo lo posible el olor de mi sangre. Yo no puedo apreciarlo, pero ella seguro que sí. Limpio cualquier resto que pudiera haber sobre la piel de mi brazo o de mi cuello, que sigue intacto.
Una vez hecho todo esto, me dispongo a volver. Me detengo indeciso al pie del primer peldaño.
Observo la puerta cerrada de mi habitación, intentando penetrarla con la mirada y ver cómo está Anaïs, aunque es posible que haya decidido marcharse. Estoy preocupado por ella, arrepentido por mi comportamiento inmaduro e irresponsable y profundamente afectado por el padecimiento que sé que le he producido.
Permanezco quieto durante unos instantes que se me antojan eternos, expectante, esperando que sea ella la que me indique lo que debo hacer.
Cuando ya no puedo más, comienzo a subir, impaciente, aunque con movimientos lentos. Giro el picaporte despacio y me asomo cauteloso. Descubro a Anaïs en el mismo lugar donde la he dejado, sentada en el suelo rodeando con los brazos sus rodillas. Me contempla. Sus ojos vuelven a ser humanos. Han perdido ese extraño brillo, pero sus colmillos siguen asomando entre sus labios.
Me sitúo junto a ella. Desvía su mirada, bajando la cara. Se suceden unos segundos de tenso silencio entre los dos.
—Lo siento mucho, Anaïs —me atrevo a hablar al fin—. No era mi intención provocarte este suplicio. Sé que ha estado mal, que he pretendido obligarte a hacer algo que tú no querías. Yo...
—¿Te estás disculpando? –pregunta ella, interrumpiéndome.
—Sí, claro, estoy muy arrepentido. No era consciente de hasta qué punto...
—¿Te estás disculpando? –vuelve a interrumpir.
Asiento con la cabeza sin saber qué responder esta vez.
—No lo entiendo. Ya has visto mi lado más oscuro y sin embargo regresas aquí tan tranquilo y encima me pides perdón. Debería ser yo la que te pidiera perdón a ti por lo que soy, por lo que ha sucedido, por todo esto.
—Pero, Anaïs, tú no tienes la culpa; he sido yo quien ha pretendido tentarte, quien ha hecho que tuvieras que luchar contra tus instintos.
Le paso un brazo por encima de los hombros y la atraigo hacia mí, apretando su cuerpo contra el mío. Se resiste.
—¿Cómo puedes abrazarme cuando acabas de presenciar el monstruo que hay en mí? ¿Cómo puedes seguir amándome? –demanda, llevándose de nuevo la mano a la boca, pero esta vez sólo para ocultar sus colmillos, haciéndolos desaparecer de mi vista. Si aún pudiera llorar, ahora mismo las lágrimas correrían por sus mejillas.
—Anaïs, no te quiero a pesar de lo que eres, sino por lo que eres; toda tú –le aseguro con una sonrisa.
—Colmillos incluidos –añado retirándole la mano que los cubre.
—¿Colmillos incluidos? –repite ella, insegura.
—Colmillos incluidos.
Y para demostrarlo, para despejar cualquier duda de su mente, beso sus labios con ternura sintiendo el frío contacto de sus crecidos caninos.
~La prisionera de las sombras~
David duerme. Tumbada a su lado observo su sereno rostro en la oscuridad.
Unos desagradables chirridos perturban la quietud de la noche. Los identifico: algo duro y afilado se desliza sobre las pizarras del tejado. Estoy segura de que son unas uñas como las mías: garras de vampiro.
Abro la ventana y salgo fuera. Apoyada en el alféizar, me vuelvo para bajar el cristal y contemplo a David, que en ese momento gira sobre sí mismo dentro de las sábanas. Luego, vuelve a quedarse inmóvil. Su sueño no se ha visto perturbado.
Trepo hasta lo alto.
Doryan está acuclillado, arañando con los dedos las negras tejas.
Sé que es consciente de mi presencia. Por muy silenciosa que haya sido, él me ha oído llegar. Sin embargo, no me presta atención; parece concentrado en su tarea.
Cuando termina se aparta para que pueda ver lo que ha dibujado.
—¿Lo reconoces? –pregunta.
—Es nuestro castillo –advierto, tras echar el primer vistazo a las líneas certeramente trazadas.
—Exacto. Nuestro castillo, nuestro hogar.
Me sorprendo contemplando la representación con nostalgia, a la vez que acuden a mi mente los recuerdos de las miles de ocasiones en las que lo he visto iluminado por la luna y rodeado de una fantasmagórica neblina procedente de la montaña. Aparto la mirada de forma brusca.
—¿Qué haces aquí?
—¿No me dedicas ni un triste saludo, Anaïs? –replica.
—No.
—Demostrado queda que tu convivencia con los humanos ha dado al traste con los buenos modales y las normas de comportamiento que aprendiste.
—Hace ya mucho tiempo de eso.
—Nosotros no pertenecemos al tiempo; nos mantenemos inalterables ante sus violentas sacudidas. El tiempo nos pertenece a nosotros.
—¿Por qué crees que todo te pertenece?
—¿Por qué lo dudas tú?
No contesto.
—¿Y puede saberse la razón de que vistas ropa de hombre? –inquiere tras una pausa.
—No es ropa de hombre; son pantalones.
—Pues eso, pantalones, ropa de hombre.
—Las mujeres de ahora los llevan.
Doryan deja escapar una sonora carcajada.
—Anaïs, podrás imitarlos todo lo que quieras, adoptar sus estúpidas costumbres y extraños atuendos, pero jamás serás uno de ellos.
—De eso ya te aseguraste tú.
—Además, no son de mi agrado; no realzan tu belleza como lo hacen los largos vestidos que te regalé –continúa él sin prestar atención a mi punzante comentario.
—¡Me da exactamente igual que sean de tu agrado o no!
—Sí que te has tornado arisca. No es posible mantener un agradable diálogo contigo. Y eso que yo sólo vine para...
—Ya sé para qué has venido –le interrumpo—. Has venido a por David, pero no te voy a permitir que...
—¡No he venido a por él! –esta vez es Doryan quien acalla mis palabras con las suyas, contrariado porque no le haya permitido acabar la frase—. No seas tan estúpida como para creer que yo he acudido aquí por una cuestión tan banal; ni se te ocurra considerar la posibilidad de que un simple mortal sea capaz de controlar mis actos.
—Y entonces por qué estás aquí.
Era la pregunta que esperaba. Se toma su tiempo antes de contestar, mientras contempla ensimismado el castillo grabado sobre la pizarra.
Vuelve a mirarme y sus ojos rojos brillan en la oscuridad tanto o más que su blanca dentadura, visible a través de sus labios entreabiertos en una seductora sonrisa. La sonrisa que siempre había guardado para mí, de la que hacía unos años me creía enamorada.
—No he venido a por él; he venido a por ti –confiesa pronunciando despacio y sin alterar el gesto de su cara.
¿De verdad no estoy enamorada de esa sonrisa? ¡No! Eso no puede ser, la sonrisa que me enamora es la de David. ¿Seguro? ‘Por supuesto, no te dejes engatusar, Anaïs’.
—Te añoro.
Las palabras de Doryan me devuelven a la realidad. Se ha situado justo frente a mí, quizá más cerca de lo apropiado, pero como en tantas ocasiones hemos estado incluso más próximos, ni siquiera reparo en ello.
—Qué casualidad que se hayan sucedido quince años y en ningún momento me hayas echado en falta hasta ahora.
—Anaïs, ya lo he reconocido, cometí un error. Nunca debí dejarte marchar y tampoco esperar tanto tiempo a que volvieras –susurra enredando sus dedos en mis largos mechones negros—. No ha transcurrido un día desde entonces en el que no sintiera tu ausencia.
—Tampoco te habrá faltado compañía.
—Vuelves a tus acusaciones infundadas.
A pesar de sus palabras, consigo leer en su mirada traviesa y a la vez divertida, que sospecho la verdad.
—Bueno, tampoco puede decirse que tú me hayas sido muy fiel, ¿no? –contraataca.
—No te debo fidelidad –respondo, apartándolo de un empujón.
—Y qué decir tiene que ninguna de las hipotéticas mujeres podría compararse contigo. Como ya debes saber, sus cuerpos se rompen enseguida. Cuando quieres darte cuenta, lo que hay entre tus brazos es un cadáver.
—¿Y acaso no es eso lo que yo soy?
—No lo creo. Ningún cadáver es capaz de atraerme como tú— asegura volviendo a acercarse. Esta vez, sitúa sus manos sobre mis caderas.
Permanezco en silencio. Me he acostumbrado a respirar en todo momento y no he dejado de hacerlo durante nuestro encuentro. Por mi nariz entra el olor de Doryan, un olor familiar mezclado con el aroma a sangre humana derramada que desprende su boca. ¿Y no me resulta también conocida esta fragancia? No por todas las veces que la he probado, sino por la persona concreta a la que pertenecía. No estoy segura y Doryan no me da tiempo para reflexionar porque, en ese mismo instante, me obliga a girar el rostro para esquivar sus labios, que acaban apoyados en mi mejilla izquierda.
—Vamos, Anaïs, no digas que tú no me has echado en falta, que no lo estás deseando –aventura arrastrando su boca hasta mi oreja.
—Como has podido comprobar, a mí tampoco me ha faltado la compañía.
—Si eso fuera cierto, no te habrías lanzado a mis brazos de esa manera la primera vez que nos vimos.
—Más que lanzarme, me parece recordar que fuiste tú el que me apresó entre ellos.
—Pues a mí me parece que recuerdas mal.
—En ese caso, sigue feliz creyendo lo que quieras.
—No vas a engañarme, Anaïs. He bebido tu sangre y he visto que jamás te atreverías a hacerle daño. Y ya te lo he dicho, los cuerpos humanos se rompen con facilidad, no puedes permitirte ningún descuido, no puedes dejarte llevar; tú eres muy consciente de ello.
Cierro los ojos. Lo ha visto todo; lo sabe. Sabe que esa ha sido la parte más difícil desde que conocí a David, que es lo que más me duele. Está poniendo el dedo en la llaga.
Mi silencio le da la razón. Celebra su victoria con una risa corta y gutural.
Desliza sus dedos juguetonamente por mi espalda.
—Anaïs... –susurra—. Regresa a mi lado. Tú y yo de nuevo, invencibles, inmortales... Tú y yo juntos para siempre. Ven conmigo, Anaïs, regresemos a nuestro hogar.
—No sin antes matar a David, ¿verdad?
Me mira durante unos instantes.
—No es necesario matar al humano; yo sólo quiero que tú vuelvas a mi lado. Con eso bastaría. Podría dejarle vivir, si es lo que tanto te preocupa.
Lo observo sorprendida; no me fío de sus palabras. Doryan no es de los que perdonan.
—No te creo.
—Quizá es que no entiendes hasta qué punto estoy desesperado, hasta qué punto te necesito.
—Eso tampoco me lo creo. Tú no necesitas a nadie, Doryan.
—Antes yo pensaba lo mismo, hasta que vine aquí y tú te enfrentaste a mí, primero, para salvar su vida y luego, esa otra vez en tu mansión del bosque. Entonces volví a ver a mi reina de la oscuridad, peligrosa, mortífera, una cazadora salvaje. Esa es la parte que más me gusta de ti, una parte que tú intentas esconder y por eso ya la tenía olvidada. Quiero recuperarla, quiero recuperarte.
Abro la boca para hablar y sus ojos rojos se concentran en ella. La cierro, pero ya es tarde.
—¡Has bebido sangre humana! ¡Has bebido su sangre!
Se calla y escucha atentamente. El latido del corazón de David llega hasta nuestros oídos.
—Y sin embargo sigue vivo. Pero no por mucho tiempo.
Las palabras no terminan de salir de sus labios cuando ya asoman por ellos los colmillos y sus manos se han curvado hasta convertirse en garras. Mi cuerpo tarda más en efectuar el cambio; mis instintos cazadores no son tan fuertes.
Doryan cree que le he mordido; piensa que lo voy a transformar y pretende encargarse de él antes de que esto ocurra, porque entonces lo tendría mucho más difícil: en ese caso, David sí sería un oponente a su nivel.
Antes de que Doryan salte del tejado, me lanzo sobre él y lo hago caer. Los dos rodamos por las tejas negras intercambiando gruñidos hasta que consigo situarme encima.
—No he llegado a morderle, Doryan. No tienes de qué preocuparte.
—Ahora soy yo el que no te cree. ¿Por qué no ibas a hacerlo? Es lo más fácil.
—Porque no soy capaz de arrebatarle la vida, de condenarlo a sustentarse a base de otros seres vivos para toda la eternidad. Porque no soy como tú.
—En ese caso, no habrá inconveniente en que baje a comprobarlo.
Realiza ademán de levantarse. Intento impedírselo, a la vez que subo el labio superior para enseñarle los dientes amenazante.
—No dejaré que te acerques.
—No te he pedido que me dejes –me aparta de un empujón con insultante facilidad. Me doy cuenta de que es mucho más poderoso que yo. Antes no había tanta diferencia. Todavía queda mucha noche por delante y no estoy segura de ser capaz de retener a Doryan todo el tiempo necesario.
—Muérdeme –le pido.
Él se gira para mirarme, ya situado en el borde del tejado, dispuesto a saltar a la ventana.
—Muérdeme y así descubrirás la verdad.
—Ya sabes que tu sangre me envenena.
—Eso es así porque yo tomo la de animales en vez de humanos, ¿no? Pero en este mismo momento, corre por mis venas suficiente sangre suya como para que no te dañe.
En menos de lo que dura un parpadeo, Doryan vuelve a estar junto a mí. Ahora es él el que me tiene aprisionada entre su cuerpo y la superficie del tejado. Sabía que no se negaría a mi propuesta; es lo que anhela.
Se inclina sobre mí y yo arqueo el cuello. Noto el mordisco. Dejo escapar una pequeña exclamación. Siempre duele, pero esta vez ha sido más intenso de lo normal; lo ha hecho a propósito. Con una mano me ha obligado a girar la cabeza para que mis músculos se tensen y así el bocado sea más lacerante.
Comienza a succionar y el dolor queda en un segundo plano. El placer me inunda, mi cuerpo se relaja. Cierro los ojos y le entrego mi sangre voluntariamente. Hasta este momento, no me he dado cuenta de que yo también lo deseo, de cuánto lo deseo. Tanto, que al separarse de mí me arranca un suspiro de decepción porque se haya acabado. Doryan se da cuenta y sonríe. Al hacerlo, una gota escarlata se escurre de su boca. La observo caer en el aire hasta aterrizar en mis labios. Me la quito con la lengua, intentando hallar en ella las sensaciones que Doryan ha producido en mí, pero no están ahí.
—Parece, Anaïs, que tú también me echas de menos –comenta divertido.
Eso hace que me enfurezca. Estoy enfadada conmigo misma por ser tan débil, con mis sentimientos por ser tan fuertes, con Doryan por darse cuenta de lo que pasa y disfrutar de ello. Decido descargar mi ira con este último; para la autorrecriminación ya tendré tiempo.
—¡Eso no es cierto! No confundas tu querer con el mío –niego con fuerza, a la vez que me incorporo para quedar sentada.
—¿Estás segura? –pregunta él burlón—. ¿Por qué no lo comprobamos?
Me apresa en un salvaje beso del que no logro escapar. Pero no voy a dejarme llevar, esta vez no. El deseo por Doryan no me hará olvidar mi amor por David. Me rebelo contra su abrazo. No consigo desasirme de él. Esto me irrita aún más. Le muerdo la lengua, clavándole los colmillos con decisión. La sangre inunda la boca de ambos. Él se separa de mí y yo aprovecho para escupir. No quiero nada suyo dentro de mí, nunca más. No volverá a entrar en mi cuerpo, de ninguna forma.
—Y apareció mi fiera cazadora –anuncia Doryan—. Esta noche no podré convencerte. No importa. Tengo mucho tiempo por delante.
Se ríe de sus propias palabras. Una vez decide que ya no le hace gracia, continúa hablando.
—De hecho esta... –duda unos instantes buscando el nombre apropiado— pequeña cacería está resultando una forma de entretenimiento magnífica. Ya era hora de que pasara algo interesante. ¿Quieres jugar, Anaïs? Juguemos. Pero recuerda que yo nunca pierdo y no me marcharé de aquí sin ti. ¿Sabes cómo es el ajedrez? Tú eres la reina blanca e intentas proteger a tu estúpido y débil rey que nada puede hacer contra mí, pero en el tablero hay más piezas, muchas más piezas, Anaïs. Y tú te has olvidado de los peones. Se supone que las blancas mueven primero, pero yo no soy muy amigo de las normas. Ya he movido ficha, Anaïs. Sé consciente de eso.
Y sin más, me da la espalda. Comienza a correr por las tejas con unos ligeros pasos que no producen ruido alguno. Cuando llega al final, se tira al vacío y se deja transportar por el aire hasta que aterriza limpiamente en la casa más cercana. Cae agachado y permanece en esa posición unos instantes, en los que gira la cabeza para observarme. Su mirada se posa sobre mí durante un largo tiempo y luego, su boca se ensancha para dibujar una peligrosa sonrisa. Sus colmillos brillan casi tanto como sus ojos, reflejando la luz de las farolas de la calle. Luego echa la cabeza hacia atrás y le aúlla a la menguante luna en el cielo. ¡Cómo le gusta hacer teatro! Ese estudiado bramido es una metáfora: simboliza al lobo, al depredador. Su mensaje está claro: ha llegado la hora de cazar.
El sonido deja de vibrar en el aire. Vuelve a ponerse en movimiento y pronto desaparece de mi vista.
Esta noche un humano inocente morirá; es posible que más de uno. Mañana, lo encontrarán tirado, sin una gota de sangre en su cuerpo. Quizá alguien llore su muerte, pero también es posible que nadie se acuerde de esa persona, que no le quede quién lo eche de menos. Eso sería lo ideal, ¿no? Cuanta menos gente sufra, mejor. Pero qué triste morir solo, que no se derrame una lágrima por ti, que no haya alguien para lamentarse por todo lo que no te dijo o para recordar los buenos momentos a tu lado. Pero muera quien muera esta noche, habrá por lo menos un ser en este mundo que lo sienta y esa, seré yo. En este mismo instante ya me aflige; me culpo de haber traído a Doryan hasta aquí. Si yo no hubiera venido, la suerte de esa persona sería distinta; podría disfrutar de su existencia como humano muchos años más. Y otra vez la responsabilidad de todo el nuevo sufrimiento es mía. Estoy maldita. Allá donde voy, la muerte me acompaña y se cobra todas las vidas que le place, aquellas que cree necesarias para compensar no lograr tomar la mía. Y yo se la entregaría encantada. Lo único que quiero es morir y eso es precisamente lo que no puedo conseguir. Acompañada de mis lúgubres pensamientos, desciendo hasta la ventana y me introduzco otra vez en la casa.
David está sentado en la cama con la luz encendida. Suspira aliviado al verme entrar sana y salva.
No lo miro a la cara; no tengo el valor suficiente para enfrentarme a sus ojos del color del cielo en una bella mañana despejada. Me acomodo en la silla junto al escritorio y clavo la vista en el suelo.
—Me he preocupado al despertarme y ver que no estabas –dice él.
—Ya está todo arreglado. Jamás dejaré que te hagan daño.
—¿Qué ha pasado? –pregunta.
—Digamos que tu tejado se ha convertido en un campo de batalla esta noche –resumo. No deseo recordar lo ocurrido, pero mi memoria de vampiro no me permitirá olvidar.
Se sucede un momento de silencio, roto únicamente por su rítmica respiración. Convencida de que se ha quedado dormido, levanto los ojos para contemplar su figura y me encuentro con los suyos buscando los míos. Esta vez no logro escapar de su mirada. ¿Cómo algo puede ser tan hermoso en este mundo de sombras?
—Te ha mordido –afirma con seriedad.
Me llevo la mano al cuello. Sobre las cicatrices habituales, ahora hay dos heridas nuevas aún abiertas. Pronto se cerrarán y volverán a mostrar el mismo aspecto de antes. Noto además, que de ellas nace un pequeño hilillo de sangre ya seco sobre mi piel.
—¿Por qué? –cuestiona—. Tú ya eres vampiro; no puede transformarte otra vez.
Esa es la única función que él le ve al mordisco. Me doy cuenta de lo poco que sabe sobre mi naturaleza, sobre mí.
—Ahora no quiero hablar de ello, ¿vale? Duérmete.
Permanece unos segundos con sus ojos clavados en los míos, como si en ellos pudiera leer todas las repuestas, encontrar lo que busca. Sabiendo que no va a poder sacar ni una palabra más de mis labios, decide darse por vencido. Estira el brazo para apagar la lámpara que hay en la mesilla de noche. Siento una punzada de culpabilidad al ver su mano vendada; recuerdo el corte que recorre su palma y toda la sangre que he bebido de él. ¿Cuánta le habré sustraído? Lo observo. Es cierto que no tiene buen aspecto, está algo más pálido de lo normal y sus miembros tiemblan un poco al moverse.
Espero que mañana ya esté recuperado y su organismo haya repuesto el líquido perdido.
Él me ha ofrecido su vida, su don más preciado y que al final yo le he dado a otro. Doryan se ha llevado la sangre de David. Yo le he dejado que me la robara. Nunca nadie en el mundo ha podido odiarse a sí mismo tanto como yo lo hago ahora.