Capítulo 18. Mordisco.

 

~El muchacho de los ojos azules~

 

—¡David! ¡Tienes visita! –anuncia mi padre, tras abrir la puerta de casa.

Bajo las escaleras.

Anaïs conversa con él.

Siento haber sido tan descortés el otro día –se disculpa.

—No se preocupe, ya está olvidado –asegura ella, sonriendo.

—Tu nombre no es español –observa.

—No, soy francesa.

Los contemplo a los dos hablar con normalidad, cuando eso es precisamente lo que aquí falta.

—¡Ah! La France. Un país con  encanto.

—¿Ha estado alguna vez?

—Sí, una. Fuimos de luna de miel...

Se calla de golpe. Su mirada se pierde en recuerdos de un tiempo pasado. Es algo que se está esforzando por superar, pero sé que todavía no está preparado para afrontarlo directamente, ni para hablar de ello. Decido interrumpir.

—Bueno, papá, Anaïs y yo nos vamos a dar un paseo con las bicis.

—De acuerdo, pero volved pronto.

—Lo haremos, no te preocupes –le aseguro.

Anaïs sale de mi casa y yo me dispongo a seguirla.

Mi padre me detiene.

—David, me alegro de que hayáis solucionado el problema del otro día. Y ten presente que no debéis internaros en el bosque.

Asiento con la cabeza y me despido. Él no sabe que todavía no está solucionado. Pero pronto lo estará. Esta misma noche se lo propondré a Anaïs. La certeza de que el abismo entre ella y yo será salvado y de que ya no tendré que preocuparme por el de los ojos rojos me llena de alegría.

Avanzamos el uno al lado del otro por sendas señalizadas y caminos abiertos de los que en esta zona abundan para los turistas que vienen a disfrutar de la naturaleza. Algo típico de Galicia es su exuberante vegetación, al igual que lo son las copiosas precipitaciones. Y una de esas lluvias decide acompañarnos. Al principio, efímeras gotas a las que no damos importancia; más tarde, un buen diluvio que nos obliga a emprender un regreso anticipado. Realizamos una apresurada huida mientras los truenos y relámpagos nos persiguen desde el cielo.

Cuando por fin nos detenemos frente a mi casa, nuestras ropas chorrean y yo tiemblo debido al tiempo tan fresco y húmedo.

 

Agarro con las manos mi taza recién salida del microondas, intentando apropiarme de su calor. Anaïs, envuelta en su bata, mira divertida mi comportamiento.

En cuanto mi padre nos vio llegar, trajo un albornoz para cada uno y nos preparó un chocolate caliente. Y aquí estamos los dos, sentados en el sofá. Anaïs ha dejado caer sus largos cabellos por delante de su hombro izquierdo. Compruebo que por ellos se deslizan hileras de finos diamantes.

—Bueno, acabo de descubrir que el agua sí puede empaparte; no eres inmune a todo.

—Puede mojarme, pero eso no me incomoda en modo alguno, incluso aunque esté helada –contesta.

Con uno de sus pies descalzos me acaricia la pierna derecha que asoma bajo el albornoz. Al notar el contacto gélido se me pone la piel de gallina.

Anaïs se ríe.

—¿Ves qué sencillo es hacerte pasar frío? –comenta, acariciando con su mano mi vello erizado.

—¿Y el fuego? ¿Puede dañarte?

—No. El fuego lo llevo dentro, arde en mi garganta cada vez que estoy sedienta,  al igual que cuando te beso y el olor de tu sangre está tan próximo.

Silencio incómodo. Bebo mi chocolate y esta vez soy yo el que siente su garganta arder, pero sigo tragando porque no se me ocurre nada que decir para romper la tensión.

Anaïs lanza una exclamación. La miro, pero ya no se encuentra sentada a mi lado, sino de pie frente a una ventana que da a nuestro descuidado jardín.

Me sitúo junto a ella.

—¿Qué es eso? –pregunta señalando hacia el cielo.

—Se llama arco iris. Se produce cuando, al atravesar las gotas de lluvia, la luz blanca del sol es descompuesta en los colores que la forman.

—Así que… ¿es un fenómeno normal?

—Sí, por aquí lo vemos con bastante frecuencia.

—Salgamos a observarlo más de cerca –propone, tirando de mi mano hacia la puerta del jardín.

No me da tiempo a ponerme las zapatillas y los dos pisamos la hierba mojada descalzos. Anaïs no se percata de ello. Continúa con la vista perdida en las alturas.

—Es muy hermoso –exclama extasiada—. ¿Dónde termina?

—No termina. Es luz; no tiene fin ni tampoco principio.

—Como la eternidad –comenta ella.

—Buscar las bases del arco iris es como intentar colocarse justo debajo de la luna. Algo imposible, aunque no para la mente de un niño; yo lo probé en innumerables ocasiones siendo pequeño.

—Y te diste por vencido.

—Sí, supongo que sí.

—¿Cuándo?

—No lo sé. Me figuro que cuando dejé de soñar, de imaginar, de creer en la magia; cuando acepté que la vida no es un cuento de hadas, en definitiva, cuando maduré.

—Cuando dejaste de creer en la magia y... en los vampiros –añade.

—Sí, en los vampiros también.

—Pues te equivocaste. Quizá nunca haya que dejar de creer, de soñar –aventura y me doy cuenta de que pretende convencerse a sí misma más que a mí.

—Quizá sea posible llegar al final del arco iris  —continúo yo.

—Y quizá la magia exista –susurra.

—La magia existe –afirmo convencido.

Ella me mira interrogante ante mi seguridad.

—La magia existe –repito—. Tú me lo has demostrado.

—Créeme, mi condición no tiene nada de mágica.

—No me refería a lo que eres, sino al amor que me has hecho descubrir. El amor existe, Anaïs, y esa es la magia más pura y maravillosa. No necesitamos pequeñas hadas sonrientes o locos duendes, calderos de pociones burbujeantes o sortijas encantadas que aparecen y desaparecen. Tenemos el amor. Y tú eres mi angelito de amor.

—David, ¿cómo puedes seguir comparándome con un ángel? Ya sabes lo que soy, ¿qué tiene eso de angelical? Soy una criatura maligna.

—Ya sé lo que eres, Anaïs. Y no hay nada de perverso en ti. Luchas contra tu propia naturaleza por amor a la vida; lo único que hay en ello es bondad. Y para mí, con o sin colmillos, sigues siendo un ángel.

—Creo que tu sentido de arriba y abajo no te funciona bien. Confundes el Cielo con el Infierno.

—No voy a hacerte cambiar de opinión respecto a ti, ¿verdad?

—No –niega con rotundidad.

—Eres una tozuda.

—Y tú un iluso.

—Yo soy un iluso y tú un ser que no existe. Somos la pareja perfecta –convengo para finalizar la discusión.

—¿Cómo es posible que con todo el tiempo que llevas viva no hayas visto el arco iris? –pregunto tras una pausa.

—Querrás decir con todo el tiempo que llevo muerta. Supongo que en mi vida humana sí lo vería, pero ahora no lo recuerdo. El resto del tiempo lo he pasado en la oscuridad y el arco iris, como tú mismo has dicho, sólo aparece en presencia del sol.

Nos quedamos contemplando la radiante gama cromática hasta que los colores comienzan a difuminarse, desvaneciéndose entre las nubes.

Regresamos al confortable calor de la casa.

Subimos a mi cuarto y Anaïs coloca sus nuevos lienzos en blanco y el material de pintura. Muestro interés por este arte que a ella tanto le fascina. Me pide que dé color a uno de sus cuadros.

—¿De verdad pretendes que lo estropee? –expreso mi inseguridad, cuando me entrega uno—. Será mejor que lo pintes tú; el lienzo te lo agradecerá.

—Vamos, no seas cobarde –me anima poniendo un pincel en mi mano.

Me agarra de los hombros y me obliga a girar hasta colocarme de frente al caballete que ya está listo para ser usado.

—Yo te ayudaré –promete—. Normalmente me dejo fluir, permitiendo que surja de mi mano lo que se le antoje, que exprese lo que siento y, muchas veces, no sé bien qué estoy pintando hasta que lo termino. Pero tú, que estás empezando, debes pensar primero qué es lo que quieres plasmar.

Lo dudo unos instantes.

—¡Ya lo sé! –exclamo—. Nuestro arco iris mágico.

—Creo que es una idea maravillosa –aprueba ella—. Ahora debes ingeniártelas para obtener el tono del cielo lluvioso a partir de este azul –indica vertiendo la pintura de un bote a la paleta.

Y así, siguiendo sus instrucciones comienzo a dar color. Ella se sitúa detrás de mí y en ocasiones sujeta mi muñeca para guiarla y corregir algún error. Y, de esta forma, somos dos los que pintamos con un único pincel. Juntos completamos esta obra, que no hubiese sido la misma si sólo uno la hubiera realizado. Disfruto del contacto de Anaïs acariciando mi mano con tanta delicadeza y amor como nuestro pincel la tela blanca.

Damos el último retoque.

Dejo caer mi brazo cansado y contemplamos el resultado.

—Bueno, maestra, ¿qué le parece a usted nuestra primera composición?

—Es perfecta –elogia—, me ha encantado que pintemos juntos. Tenemos que repetirlo más veces.

—Habría quedado mejor si lo hubieras hecho tú sola.

—Posiblemente, pero me habría perdido el proceso artístico a tu lado, compartiendo los trazos, convirtiéndonos en un mismo espíritu creador.

—Tienes razón, a mí también me ha gustado.

Nos quedamos abrazados admirando el cuadro todavía húmedo, como progenitores orgullosos que contemplaran a su hijo, lo más hermoso que dos personas pueden compartir.

Al poco, se presenta mi padre para recordarnos que ya es tarde y le sugiere a Anaïs que se quede a cenar con nosotros. Al bajar, descubro que nos ha preparado una tortilla de patatas, además de una ensalada. Los tres mantenemos una conversación trivial, pero lo bastante amena como para pasar el rato.

Luego Anaïs se despide de mí en la puerta, me agradece la velada y me desea buenas noches. Correspondo amablemente.

Cuando subo a mi cuarto ya me está esperando, tras volver a entrar por la ventana.

—Buena actuación –me felicita.

Porque eso ha sido lo que hemos hecho: un teatrillo para mi padre, que no dormiría tranquilo hasta que ella se hubiera ido.

Me siento en la cama y le indico que se acomode a mi lado. Estoy nervioso; es el momento de confesarle mi plan. Voy a comenzar pero ella realiza un gesto negativo con la cabeza y se lleva un dedo a los labios, indicándome que guarde silencio. Comprendo que no quiere que mi padre se extrañe al escucharme hablar solo.

Se suceden unos minutos de espera inaguantables. Cada vez me encuentro más inquieto.

—Ya se ha dormido –indica Anaïs.

No necesito que diga nada más; es el pistoletazo de salida. Doy inicio a la exposición de mi plan.

—¿Recuerdas la otra noche, cuando hablamos del juego y de que no había manera de que ganáramos nosotros? –pregunto en susurros.

Asiente con la cabeza.

—Pues… se me ha ocurrido una idea, una forma de hacer trampas, de ganar el juego.

—¿A qué te refieres, David?

Por la cara que pone, supongo que ya sabe por dónde voy.

—A una forma de estar juntos salvando las distancias que nos separan.

Aguarda en silencio, pero estoy seguro de que es consciente de lo que voy a proponerle.

—Quiero que me transformes –digo al fin.

—No.

Con esa respuesta corta, seca, tajante, da por finalizada la conversación y gira la cabeza para mirar distraída por la ventana.

—Pero, Anaïs, ¿no lo entiendes? Es la única solución que tenemos. Así ya no habrá que preocuparse por Doryan; no podrá dañarme.

—Sí podrá; ya te he dicho que los vampiros podemos producirnos daño entre nosotros.

—Pero el mismo daño que él pueda hacerme a mí, podré hacérselo yo a él. Ya no seré una débil presa, dejaré de ser el conejo para ser también un lobo –digo recordando su metáfora.

—No lo necesitas. Yo siempre estaré a tu lado para protegerte.

No me equivocaba esta tarde: es realmente tozuda, pero yo también.

—No se trata sólo de Doryan, sino de todo lo demás.

—¿Qué más?

—No lograrás vencer todos los peligros. Hay un enemigo al que ni siquiera tú puedes enfrentarte: la muerte. Soy humano. ¿Cuánto crees que viviré? Ochenta años como mucho, pero puede darse el caso de que sean menos; mi madre ni siquiera llegó a los cincuenta. ¿Qué harás entonces, Anaïs? Tu vida seguirá cuando de la mía ya no quede ni un triste recuerdo.

—Sufriré mi soledad como otro castigo más con el que debo cargar en mi condena. Ten por seguro que jamás te olvidaré. Los escasos días que pueda disfrutar contigo serán los únicos buenos momentos que atesore en mi memoria, los más preciados.

—Pero es que no es necesario que mi pérdida sea un castigo para ti; no tienes por qué perderme. No hagas de esto una condena, sino un regalo, un regalo para compartir conmigo.

—Es que esto no es un regalo. Eso es lo que no comprendes. Un regalo es poder hallar el descanso de la muerte y no te privaré de él.

—¿No querrías que pasáramos toda la eternidad juntos? Tenerte a mi lado para siempre… ¡Eso sí que es un regalo! El mejor que yo sería capaz de pedir.

—Y me tendrás a tu lado para siempre, sólo que tu percepción del siempre será diferente a la mía.

Está claro que con el argumento de la muerte no voy a convencerla. Decido cambiar de táctica.

—¿Y qué hay de la vejez? Tú seguirás año tras año mostrando la apariencia de una joven. Mi cuerpo, en cambio, se irá marchitando con el paso del tiempo.

—No me importará.

—Pero a mí sí.

—Pues no debería. Es hermoso hacerse mayor; un rostro envejecido refleja sabiduría, muestra la impronta de una vida disfrutada con plenitud.

—Anaïs...

—No, David. Ya basta. No quiero oírlo. No me pidas que te transforme en vampiro, porque es lo único que no haré por ti.

Me dedica una mirada de rotunda negación. Clavo mis ojos en los suyos intentando expresar su misma seguridad y poder. Ella no se inmuta y mantenemos una batalla visual. Finalmente, me doy por derrotado y bajo la cabeza. Nada, no hay nada que hacer.

—¡Muy bien! Como quieras –digo exasperado y frustrado.

Me tumbo, cruzando los brazos sobre el pecho. Cierro los ojos.

—¿Vas a dormir con la luz encendida? –pregunta permaneciendo inmóvil a mi lado.

¡Maldita sea! Siempre tiene que llevar razón.

Sin posar la vista en ella, me levanto y apago el interruptor. Vuelvo a tenderme en la misma posición. Aun en la oscuridad, sigo percibiendo su presencia, así que, además, me giro para darle la espalda.

Todavía malhumorado, procuro sumergirme en el sueño, pero no hay manera. Aguardo durante lo que se me antojan horas. No puedo quedarme tranquilo dejando las cosas así entre nosotros. Como no respira ni se mueve, no poseo la certeza de que siga en la cama junto a mí. Quizá se ha marchado sin que me haya dado cuenta; esa posibilidad me disgusta. Alargo mi brazo y tanteo en la negrura de la noche. Acaricio una de sus manos, que sale a mi encuentro.

—Lo siento, no quería enfadarme contigo –me disculpo.

Como única respuesta sus labios besan los míos.

—Entiendo que esto sea difícil para ti; también lo es para mí –susurra.

En este momento tengo una idea, otra… que quizá a ella no le guste, pero que a mí me parece estupenda. Enciendo la lamparita de noche y su cálida luz nos baña a los dos.

—Antes hemos hablado de regalos; yo quiero ofrecerte ahora uno. Cierra los ojos –le pido.

Anaïs obedece, no muy convencida. Me incorporo y revuelvo en un cajón hasta dar con lo que busco. Regreso a la cama portándolo en la mano. Lo miro dudando; es posible que sea la mayor estupidez de mi vida, pero, admitámoslo, soy un experto en realizar estupideces y temeridades y, esto, es ambas cosas. Abro la navaja. Antes de que, gracias a su fino oído, Anaïs descubra lo que me propongo y me detenga o, antes de que yo mismo me eche para atrás, extiendo mi mano izquierda y me origino un limpio corte en la palma. Ella escucha el rasgar de mi piel y abre los ojos apresuradamente. Su mirada se posa en la brillante sangre que comienza a manar. Le acerco el corte. Desvía su atención a mi rostro, pero, en un segundo, vuelve a centrarse en la herida.

—Bebe. Toma mi sangre; quiero dártela.

Intenta decir que no, pero la palabra que sale de su boca es apenas un susurro. Niega con la cabeza para procurar darle más fuerza a su sentencia.

Aproximo la mano aún más. Realiza un amago de apartarse, pero su cuerpo no llega a hacerlo. Inspira el aire profundamente, echa la cabeza hacia atrás disfrutando del dulce aroma que debe ser para ella. Por primera vez veo sus colmillos que crecen hasta asomar varios centímetros de entre sus labios. Estudia mi rostro esperando encontrar temor, pero no lo halla. Yo, sin embargo, sí puedo contemplar en el suyo el deseo y sé que esta vez va a rendirse. Termino de ponerle la mano frente a la cara. La agarra con ímpetu entre las suyas y se la lleva a la boca. Absorbe. Se aleja, sintiendo el sabor del elixir rojo deslizarse por su lengua y humedecer su garganta. Deja escapar un gemido de placer y vuelve a beber de la herida. Y ahora no se separa, continúa chupando. Me sujeta tan fuerte que noto sus dedos clavarse en mí. Trato de retirarle la mano. Ella emite un pequeño gruñido y se acerca siguiendo su movimiento. La conduzco hasta mi cuello. Hago caer unas gotas sobre él. Anaïs se detiene. Me mira. De la boca entreabierta asoman los colmillos teñidos de rojo, pero todavía no los ha usado. Sus ojos negros se cruzan con los míos y descubro en ellos un atisbo de duda casi oculto tras el despertar de su instinto cazador.

—Vamos, Anaïs. Muérdeme. Quieres hacerlo y yo quiero que lo hagas.

Alargo la mano intacta para acariciar su níveo rostro. Ella responde a mi gesto frotándose contra mi palma. El último resquicio de duda desaparece de sus ojos. Afirma con la cabeza. Sonrío. Ahora es ella la que toma mi cara entre sus manos y me obliga a recostarme. Me ladeo formando un pronunciado arco con el cuello para facilitarle el acceso. Me sujeta con fuerza contra el colchón y se agacha sobre mí. Noto sus colmillos apoyados en mi piel. El corazón comienza a latirme con violencia; sus últimos latidos. ¡Sus últimos latidos! Siento un leve temor mezclado con la excitación. Trago con dificultad y cierro los ojos. ¿Mis últimos latidos? En una fracción de segundo, me viene a la cabeza la imagen de mi padre. Vaya, no he pensado en él. No podremos volver a vernos durante un tiempo. ¿Qué le voy a decir? Mi padre. La angustia crece en mi interior, a la vez que me doy cuenta de la imperfección de mi plan: estoy dejando muchos cabos sueltos.

Aparto todo esto de mi mente; lo único que importa es que por fin Anaïs y yo estaremos juntos. Ya nada se interpondrá entre nosotros, nada podrá separarnos; esto es lo que realmente anhelo. No me arrepiento de mi decisión. Pronto seré como ella. La alegría reemplaza todas las demás emociones y vuelvo a concentrarme en los colmillos a punto de penetrar en mi carne. Dos ligeros pinchazos y todo habrá acabado.

Corazón de sombras
titlepage.xhtml
CR!D53N6E879X61NB4DZACTN927FV8F_split_000.html
CR!D53N6E879X61NB4DZACTN927FV8F_split_001.html
CR!D53N6E879X61NB4DZACTN927FV8F_split_002.html
CR!D53N6E879X61NB4DZACTN927FV8F_split_003.html
CR!D53N6E879X61NB4DZACTN927FV8F_split_004.html
CR!D53N6E879X61NB4DZACTN927FV8F_split_005.html
CR!D53N6E879X61NB4DZACTN927FV8F_split_006.html
CR!D53N6E879X61NB4DZACTN927FV8F_split_007.html
CR!D53N6E879X61NB4DZACTN927FV8F_split_008.html
CR!D53N6E879X61NB4DZACTN927FV8F_split_009.html
CR!D53N6E879X61NB4DZACTN927FV8F_split_010.html
CR!D53N6E879X61NB4DZACTN927FV8F_split_011.html
CR!D53N6E879X61NB4DZACTN927FV8F_split_012.html
CR!D53N6E879X61NB4DZACTN927FV8F_split_013.html
CR!D53N6E879X61NB4DZACTN927FV8F_split_014.html
CR!D53N6E879X61NB4DZACTN927FV8F_split_015.html
CR!D53N6E879X61NB4DZACTN927FV8F_split_016.html
CR!D53N6E879X61NB4DZACTN927FV8F_split_017.html
CR!D53N6E879X61NB4DZACTN927FV8F_split_018.html
CR!D53N6E879X61NB4DZACTN927FV8F_split_019.html
CR!D53N6E879X61NB4DZACTN927FV8F_split_020.html
CR!D53N6E879X61NB4DZACTN927FV8F_split_021.html
CR!D53N6E879X61NB4DZACTN927FV8F_split_022.html
CR!D53N6E879X61NB4DZACTN927FV8F_split_023.html
CR!D53N6E879X61NB4DZACTN927FV8F_split_024.html
CR!D53N6E879X61NB4DZACTN927FV8F_split_025.html
CR!D53N6E879X61NB4DZACTN927FV8F_split_026.html
CR!D53N6E879X61NB4DZACTN927FV8F_split_027.html
CR!D53N6E879X61NB4DZACTN927FV8F_split_028.html
CR!D53N6E879X61NB4DZACTN927FV8F_split_029.html
CR!D53N6E879X61NB4DZACTN927FV8F_split_030.html
CR!D53N6E879X61NB4DZACTN927FV8F_split_031.html