Capítulo 17. Elección.

En un lugar no muy lejano, un muchacho también desarrolla sus propias ideas. Profundiza en sus sospechas. Repasa todos los apuntes que llenan las páginas de su cuaderno. Está dispuesto a resolver el misterio. Sabe que para eso tendrá que ir allí, al lugar donde se encuentra la última pista: la antigua casa del bosque. Lo que necesita aguarda entre sus paredes.

Antes de partir, decide ocuparse de otra tarea; es importante no saltarse ningún paso. Conecta su móvil al ordenador. Traspasa unos archivos: las únicas fotos que dispone de la sospechosa. Va a imprimirlas; quizá le hagan falta. Si no, al  menos, podrá archivarlas en su carpeta junto con las páginas del periódico.

Acciona el ratón. Lo que la pantalla muestra le desconcierta. Aumenta el zoom. No hay lugar a dudas. Ahí está una de las instantáneas que capturó en la casa de su amigo el último sábado con el teléfono, en las que David sale, pero ella no. Inaudito. Anaïs no aparece. Los brazos del muchacho de ojos azules se cierran en torno al aire, en un perpetuo abrazo a la nada. Pasa a la siguiente imagen. Los labios de David permanecen entreabiertos, pero aquellos que deben devolverle el beso se han esfumado sin dejar rastro. La figura de Anaïs se ha evaporado; en su lugar hay un espacio vacío.

Permanece unos segundos en absoluta inmovilidad. Vuelve a revisar todas las fotografías. Las compara con otras que sacó ese mismo día. El problema no está en el programa ni en la cámara del móvil, está en Anaïs. ¡Ella es el problema!

—Sabía yo que esa chica no era normal –murmura, pasando de una a otra con rapidez —. Ya le dije a David que las mujeres son de otro planeta y, en su caso, parece que es literal. Pero él no va a creerme; primero tendré que desvelar los misterios que esconde.

Apaga el ordenador. Se calza unas deportivas y sale de casa. Está dichoso. No hay temor en él. Ahora posee la prueba de que tenía razón. Anaïs no es lo que aparenta; oculta más de un secreto y no es ajena a las muertes ocurridas. Pero esto supera lo que en un principio había imaginado. Va mucho más allá de un grupo de asesinos, de un asunto de venganza o dinero, como él había supuesto. Ella no es humana. Qué fácil le resulta aceptar este hecho. Quizá porque su mente está llena de seres sobrenaturales; quizá porque nunca se ha contentado con vivir en la realidad que el mundo le enseñó. Qué sabrán sus padres o maestros. Tiene la demostración de que se equivocan, de que siempre ha estado en lo cierto. Dará solución al enigma que le plantea la chica. Hallará las pruebas irrefutables por las que la humanidad entera deberá rendirse ante él.

Llega hasta la casa. Espiando, descubre que las cuatro personas que la habitan se han reunido en el salón. Hablan sobre un tema que parece interesarles a todos. Magnífico; es el momento perfecto. Asegurándose de no ser visto, se dirige a la parte trasera. Halla lo que busca. La moto de su prima lo aguarda apoyada en una pared bajo un pequeño techado. La empuja fuera de la parcela en absoluto silencio. Una vez en la calle, se detiene. El vehículo es viejo; antes que a su prima perteneció a su tío. No le cuesta arrancarlo. Con un ronco quejido, suelta pequeñas nubes de humo por el tubo de escape. El motor vibra produciendo un ruido ensordecedor. Para evitar ser delatado, se monta y se aleja lo más rápido posible. Lo cierto es que la velocidad alcanzada no le satisface. ‘Ya podía el tío Ignacio ser menos roñoso y comprarle a su hija algo mejor que este trasto. Cuando llegue, quizá me haya perdido alguna cosa. Si es que llego, porque esto no suena nada bien’ –piensa.

Se incorpora a la carretera y luego coge el camino de tierra que lleva hasta la vieja mansión perdida en el bosque.

Deja el ciclomotor a cierta distancia, escondido entre la maleza. Luego, rodea el edificio, asomándose a cada una de las ventanas del piso inferior. No ve a nadie. Sí observa que algunos muebles han sido tirados, desparramándose por el suelo los objetos que sobre ellos se encontraban.

‘Claros signos de violencia en el interior’ –anota mentalmente.

Regresa a la parte trasera y trata de forzar esa puerta, pues la juzga más endeble. No consigue que se mueva. Desiste en su intento y cambia de objetivo. Se acerca a una ventana. Tras quitarse la chaqueta, la enrolla alrededor de su mano derecha, tal como vio hacer en una película. Da un fuerte puñetazo y el cristal se quiebra. Los fragmentos resuenan al chocar contra el suelo.

Un ligero gemido se escapa de su boca al sentir el corte que se ha hecho en una zona que su improvisada protección no llegó a cubrir. Aprieta la tela de una manga contra la herida para detener la hemorragia ya que, aunque no le gustaría tener que admitirlo, no soporta ver su propia sangre; le produce cierto mareo. Sin embargo, observa con morbosa satisfacción la de los demás. El rasguño es poco profundo y enseguida deja de manar. Se ata la prenda a la cintura y estudia desafiante el antiguo caserón.

—Bien, Anaïs, descubramos qué nos ocultas –dice, antes de colarse en la mansión por la abertura que acaba de despejar.

Los destrozos que ya reinan en la casa camuflarán la ventana rota. Si todo hubiera estado en orden, ese detalle destacaría poderosamente.

Examina la vivienda con creciente excitación, sintiendo el riesgo y el valor correr por sus venas. Ahora sí que se ve como uno de los protagonistas que pueblan su imaginación. Se siente importante, alguien de quien merecería la pena contar su historia, recordar su nombre, para bien o para mal, porque ser el protagonista no implica ser el bueno. Es consciente de ello, sabe que cuando eres poderoso puedes elegir. Se pregunta qué decidiría él si tuviera la oportunidad. Y la respuesta es inmediata: ser el malo, porque implica respeto. Quiere sentirse superior a esos compañeros que siempre lo eligen el último en clase de gimnasia debido a su pésima condición para los deportes. Superior a esos padres que, por ser el mayor, creen que su único deber en la vida es cuidar de los hermanos más pequeños y hacer las tareas de la casa. Superior a esas chicas que nunca han vuelto los ojos para mirarlo dos veces, que nunca lo han considerado una opción, ni siquiera a la desesperada. Superior a David, ese amigo inseparable al que cada vez guarda más envidia, al que todos perdonan sus malas notas, sus errores... Sin embargo, nadie se los perdona a él, porque carece de esa sonrisa angelical que, acompañada de una tierna mirada de ojos azules, desarma a todo el mundo. Él jamás ha sido como David; no ha recibido el cariño del que su compañero ha disfrutado. Lo que siempre envidió de su amigo, por encima de todo, fueron sus padres. Le habría gustado cambiarlos por los suyos. La madre de David era alegre, amable, llena de dulzura y comprensión. La suya carece de esos atributos. Y el padre era fuerte, atlético, pero a la vez inteligente; salvaba vidas en el hospital y por ello era un héroe, o al menos, él así lo veía. Su padre, sin embargo, se dedicaba a narrar los acontecimientos del pueblo, sucesos banales que a nadie importaban, para rellenar las páginas de ese periódico del que es redactor jefe. Nunca contaba nada interesante, porque jamás ocurría nada que lo fuera. Lo juzga como un inútil, un hombre gris, de vida mediocre del que no puede sentirse orgulloso. No se lo ha confesado a nadie, pero el día en el que la madre de David murió, estimó que el mundo era un lugar un poco más justo. Cierta satisfacción lo embargaba cada vez que comprobaba lo vacía que se había vuelto la existencia de su amigo; en lo que había quedado la familia que un día tuvo y que él consideraba perfecta.

Pero ahora David tiene a su lado a una estúpida chica a la que ha preferido por encima de él. La vida vuelve a ser tan injusta como antes.

Inmerso en estos pensamientos, revisa las habitaciones.

‘No hay alimentos ni en la cocina ni en la despensa’ –otra nota mental.

Aparte de este detalle, no halla ningún otro que merezca especial consideración.

Una vez terminada la inspección del piso inferior, sube los escalones que le conducen al siguiente, algo frustrado.

Se detiene delante de la puerta que se encuentra de frente. Las rendijas permanecen tapadas con trapos negros. La casa entera está bañada por la luz, excepto esa habitación, oscura prisión para una criatura de ojos rojos que aguarda, habiendo percibido la presencia humana con su aroma a sangre fresca que ya ha sido derramada.

Apoya la mano en el picaporte. Permanece inmóvil, indeciso. Advierte el aura mortífera que emana de ese cuarto. Su cuerpo se tensa. Tiene miedo. No sabe por qué, pero intuye que hay un motivo real para esa emoción, suficiente como para salir de allí corriendo sin mirar atrás. Se reprende a sí mismo con dureza por ser tan cobarde, tan pusilánime. Y ese es el verdadero problema; se siente poco apreciado por la gente, cuando, en realidad, solamente una persona de aquellas que con él conviven, no le tiene estima: él mismo. Pero no se reconoce como villano sino como víctima de los demás, a los que juzga culpables de su desdicha. Contempla su mano todavía aferrada al pomo de metal. Toma una decisión. Elige demostrarse su valía, no tener miedo nunca más y ser él el temido. Con determinación, abre.

El tenebroso ser allí confinado no puede salir, mostrarse a los rayos del sol, pero Pablo sí puede entrar. Él tiene la facultad de escoger entre permanecer en la luz o internarse en las sombras. Y su resolución ya está tomada; quizá desde mucho tiempo atrás, pero hasta ahora no había podido materializarla.

En el momento en el que descubre los ojos rojos brillando en la oscuridad, la puerta ya se ha cerrado a su espalda. Es tarde para huir, aunque no pensaba hacerlo. Ha realizado su elección.

Corazón de sombras
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