Capítulo 16. Una idea.
~El muchacho de los ojos azules~
Lo primero que contemplo al despertar son dos preciosas piedras de azabache pulido que me contemplan desde su rostro: sus ojos.
Anaïs me sonríe.
—¿Qué tal has dormido? Yo perfectamente. Tengo la sensación de que no necesitaré descansar nunca más.
—Muy graciosa, pero en vez de hacer chistes podrías estar pensando en la frase original que ibas a buscar para mí, ¿no crees?
—Sí y he tenido toda la noche para dedicarme a ello, aunque repasando nuestra conversación, creo que ya dejé caer algunas perlas preciosas.
—Bueno, pero yo hasta recité un poema.
—Mientras dormías, se me ocurrió una frase que, de estar yo viva, sería preciosa. Dice así: mi cuerpo respira, mi corazón late, mi amor te busca.
—Es muy bonita.
—Ya, pero ciñéndonos a la situación, sería: mi cuerpo no respira, mi corazón no late, mi amor te busca. Así pierde toda la gracia.
—Yo te veo respirar –observo.
—¿Recuerdas que te dije que decidí fingir cuando tú estuviste dispuesto a aceptarme como una de vosotros?
Asiento.
—Pues el movimiento de mi pecho forma parte del disfraz; no lo necesito. Lo hago para parecer humana, para que, aunque sólo sea por unos instantes, olvides qué soy en realidad.
—No necesito olvidar lo que eres. Te digo sinceramente que no me importa.
Me mira llena de agradecimiento y me aparta un mechón rebelde de la cara. Pienso en la pinta que tendré recién despertado.
—Ahora mismo le veo una ventaja –comento—. Tú estás perfecta, como siempre. Yo, sin embargo, debo tener la cara somnolienta y el pelo despeinado. Resumiendo, que mi aspecto será horrible.
—No es cierto, a mí me gusta tu cara de después de dormir. ¿Sabes por qué?
Niego con la cabeza.
—Porque demuestra que has podido disfrutar del reposo nocturno; porque es parte de tu humanidad.
—Ser humano es patético. Soy lento, torpe y con los sentidos sin desarrollar.
—Nunca digas eso –me regaña seria—. Ser humano es un regalo, es algo maravilloso. Es lo que más me gusta de ti.
Voy a replicar algo, pero nuestra conversación se ve interrumpida por unos suaves golpes en la puerta. Al instante, Anaïs desaparece.
—Me alegro de que ya estés despierto –saluda mi padre—. Desde pequeño te ha sentado muy mal que te levante, pero consideraba que, aunque hoy sea fiesta, ya estaba bien de dormir.
—Sí, claro. Remoloneaba un rato –contesto.
—Vamos, baja a desayunar.
—Voy enseguida.
Mi padre abandona la habitación. Al girarme, Anaïs está sentada en la silla que hay frente al escritorio.
—¿Dónde te has escondido? –pregunto.
—Secreto profesional –dice ella, haciéndose la interesante.
Me encojo de hombros.
—Regreso en un instante –le comunico dirigiéndome a la salida del cuarto.
—David.
Me detengo en el umbral.
—¿Sí?
—Se me ocurrió otra cosa cuando hablaste de que Doryan ganaría el juego. Pensé en lo que sería el mundo sin ti.
—¿Y cómo sería?
—Como un beso sin amor, como un amanecer sin luz, como un pájaro que no puede trinar, como una partitura sin notas, como un libro en blanco, como un reino sin rey, como un cielo sin estrellas, como un ángel sin alas. Así me sentiría yo si te perdiera, como si me faltara la mitad. Entonces, sería de verdad un cuerpo sin vida.
—Han sido hermosas tus palabras –reconozco, todavía embargado por la emoción de su triste timbre al pronunciarlas.
—No, no son hermosas, porque hablan de una realidad que no quiero contemplar y, sin embargo, tendré que hacerlo.
—¿Por qué dices eso?
—Porque, por una vez, Doryan se ha puesto de acuerdo con la vida. No importa que yo te proteja siempre y él nunca pueda alcanzarte, porque ella sí lo hará. Antes o después, la muerte te apartará de mi lado. Es algo contra lo que no soy capaz de luchar.
Permanezco en silencio, pensando. ¿Cuánto viviré? Quizá setenta años más, noventa en el mejor de los casos. Con mucha suerte cien… contando con la inestimable ayuda del progreso científico y tecnológico... Para mí serán toda una vida, pero ¿y para ella? Un suspiro, un corto lapso de tiempo en su eterna existencia.
No se me ocurre nada que decir para romper esta incómoda situación en la que nos encontramos.
—Vuelvo en un minuto –prometo.
Me voy, dejándola sola.
Mi padre ya ha preparado la mesa. Se le ve contento. Propone varios planes para hacer juntos este puente. No presto atención a ninguno. Mi mente se halla muy lejos, perdida en el futuro… en un futuro en el que mi vida haya llegado a su fin. ¿Qué hará entonces Anaïs? ¿Regresará con Doryan? ¿Buscará otro vampiro con el que poder compartir el resto de sus días infinitos? ¿Tendrá una lista interminable de amores humanos? Me duele pensar en todas estas posibilidades. Comprendo que es un sentimiento egoísta: si yo ya no estoy, ¿por qué no dejar que tenga a su lado a alguien que la haga feliz? ¿Por qué condenarla a vagar hasta el final de los tiempos en soledad? Lo suyo sería que me alegrara al saber que, seguramente, encontrará otro amor. Pero no es así; imaginarlo me disgusta.
Intento olvidar este asunto pensando en todo lo que compartiré con ella, en los buenos momentos que pasaremos juntos. Evoco a mis abuelos, lo felices que eran de haber formado una familia, lo alegres que se veían sus rostros cuando se sentaban uno junto al otro frente a la chimenea una vez la noche ya había caído. En esas ocasiones, yo me colocaba sobre la alfombra a los pies de mi abuelo y él me contaba antiguas historias mientras fumaba en su pipa. En su lugar nos veo a Anaïs y a mí. Sí, es una imagen hermosa. Sonrío. Pero entonces me doy cuenta de que algo no encaja. Lo identifico: el nieto. Nosotros nunca podremos tener una familia. No es posible, ¿verdad? No estoy seguro, tendré que preguntárselo más tarde.
De todas formas, aunque no haya nadie más con quien compartir nuestra felicidad, no pasa nada, nos la daremos el uno al otro. Espera, hay otra cosa que no cuadra. Vuelvo a dibujar la escena en mi mente. Ahí está: Anaïs. Ella no mostrará ese aspecto, nunca se hará vieja; su rostro no se arrugará, su pelo no perderá el color, su cuerpo no se marchitará. Porque permanecerá para siempre estancada en los diecisiete, inalterada por el paso del tiempo, como una fotografía. Pero yo no soy una fotografía, sino una cinta de vídeo que va grabando el transcurrir de las estaciones. Llegaré a cumplir dieciocho y los dejaré atrás sin detenerme más de trescientos sesenta y cinco días en ninguna edad. De vez en cuando, trescientos sesenta y seis, un día de regalo, un día más en el que aferrarme a la vida que avanza como una locomotora a todo gas y que yo, inútilmente, pretenderé detener. Porque ahora no importa y durante unos años tampoco, pero ¿qué pasará más tarde, cuando estemos andando por la calle y tenga que ver cómo otros hombres jóvenes, de la misma edad que ella aparenta, observan a esa hermosa chica que acompaña a su abuelo? La angustia crece en mi pecho.
Ha debido sonar el móvil de mi padre hace un rato, aunque ni siquiera lo he oído, enfrascado como estaba en mis pensamientos. Viene hacia mí con él todavía en la mano, tras ir a buscarlo al aparador de la entrada, allí donde se vacía los bolsillos nada más llegar a casa. Parece apesadumbrado.
—Lo siento David. Sé que estábamos realizando planes para hoy, pero acaban de llamar del hospital. Me han comunicado que una paciente a la que intervine ayer ha sufrido una hemorragia inesperada y hay que volver a meterla al quirófano.
Lo miro interrogante sin saber por qué me cuenta todo esto, pues mi cerebro sigue anclado en mi problema.
—No me pongas esa cara; compréndelo hijo, debo ir. Quizá más tarde encontremos la ocasión de hacer algo los dos juntos.
—Tranquilo, estás disculpado –acepto, al entender el motivo de su turbación.
—Regresaré lo antes posible –promete.
Me da un beso en la cabeza y se marcha. Poco después oigo el coche alejarse.
Mis sombríos pensamientos llenan el silencio reinante. A mi mente retorna una pregunta anterior: ¿buscará otro vampiro con el que poder compartir el resto de sus días infinitos? Se me enciende una lucecita. Es una idea que debo madurar bien, una elección muy importante para afrontarla en este momento; implica demasiado para ser tomada a la ligera.
—¿En qué piensas?
Levanto la cabeza y descubro a Anaïs sentada en la silla que mi padre ocupaba y que juraría que hace un instante estaba vacía.
—He oído que se iba y he bajado para acompañarte –se explica.
Apruebo con un gesto y le doy otro mordisco a mi tostada recubierta de mermelada de frambuesa, que ya se estaba quedando fría en el plato.
—No me has contestado –hace notar.
Clavo mi vista en ella. Me parece que no es la mejor ocasión para exponerle mi plan, sencillo, pero de consecuencias abrumadoras.
—Te has cambiado de ropa –aprecio.
—Sí, dejé mis maletas en tu cuarto, ¿recuerdas?
—Ese suéter te queda muy bien. No te lo había visto.
Acaricia la prenda de color crema.
—Formaba parte del octavo conjunto que me probé.
—Te estaba prestando mucha atención, pero es que todo te favorecía tanto que es difícil distinguirlos –me apresuro a añadir, intentado enmendar mi error.
—Lo que no te he enseñado es esto.
Se pone en pie y se alisa su falda azul marino que baja ajustada hasta las rodillas.
—No sabía qué pensarías de ella; puede que te parezca mal.
—¿Por qué iba a parecerme mal? –cuestiono.
—Pues porque enseño las piernas, prácticamente enteras. Cualquier hombre con el que me cruce podría verlas, adivinarlas a través de estas finas medias.
Me río ante su ocurrencia, liberando un poco la agitación de mi interior.
—Sigues con la mentalidad de tu época. Ahora las mujeres muestran la mayor parte de su cuerpo sin avergonzarse y a los chicos no nos molesta. De hecho, creo que nos gusta bastante.
Me dedica una mirada envenenada.
—Es un descaro observar a las mujeres de otros.
—En esta sociedad no. ¿Qué hay de malo en ello? Nosotros únicamente nos dedicamos a admirar la belleza a nuestro alrededor.
—Bien. También me compré una minifalda, aunque estaba segura de que no llegaría a utilizarla. ¿Por qué no me la pongo y vamos a dar una vuelta con tus amigos? A ver cómo sonríes cuando ellos admiren y disfruten la belleza de su alrededor.
Me ha desarmado; todos mis argumentos lanzados a la basura en un santiamén. Sólo de imaginar la situación, los celos me ponen enfermo. ¿Qué me pasa? Yo nunca he sido tan posesivo.
—Tú ganas –le concedo.
—Tenemos un invitado –indica Anaïs señalando la ventana de la cocina, que permanece abierta.
Observo la peluda cabeza de Dama asomar por ella.
—Es la gata de la vecina –le informo—. Habrá venido atraída por el olor del desayuno.
El animal se cuela dentro y conduce su rechoncho cuerpo hacia la mesa, avanzando por el mostrador. De repente se para y acecha a Anaïs. Su actitud cambia, se le eriza el pelo, saca sus garras y comienza a bufar, enseñándole los dientes.
—¿Por qué hace eso? –pregunto.
—Su instinto le dice que soy una amenaza, un depredador. Pero un animal con algo de inteligencia habría huido ya, no me retaría por un territorio que ni siquiera es el suyo.
—La verdad es que se pasea a sus anchas por esta casa.
—¿Quieres que me encargue de que no vuelva más?
—No estaría mal dejar de encontrarme el sofá lleno de pelos –contesto sin pensarlo. Me echo atrás en el acto—. No te propondrás matarla, ¿verdad? Es un incordio menor, no es necesario que...
—Tranquilo, sólo voy a asustarla –me interrumpe ella—. Nunca haría algo así delante de ti; es una parte de mí que prefiero que no presencies.
Suspiro aliviado. Por un momento había imaginado al pobre bichejo abierto en canal.
Anaïs emite un gruñido, aproximándose a la felina.
Dama da un respingo acompañado de un maullido lastimero y luego sale despavorida.
Anaïs la observa alejarse con gesto divertido.
—Ya puedes dejar la más apetitosa de las comidas junto a la ventana que no se atreverá a acercarse –me asegura.
—Me equivoqué la noche anterior: eres aterradora –bromeo.
Me aproximo a uno de los estantes de la cocina y saco una cabeza de ajo.
—¿De verdad que no te molesta en absoluto? –quiero asegurarme.
La coge sin problemas. Le da vueltas entre los dedos.
—Aparte de por el olor tan intenso que desprende, no tengo mayor inconveniente. Quizá los vampiros de vuestras películas sean demasiado sensibles de olfato.
Vuelvo a dejarlo en su sitio.
—¿Y qué hay de los espejos?
Anaïs me indica que la siga y me conduce hasta el baño del piso inferior. Se coloca frente al que hay sobre el lavabo. Al principio, la pulida superficie continúa inalterada, como si nadie hubiera irrumpido en la estancia. Paulatinamente, comienza a formarse su figura. Fijándome con atención, descubro que no es ella. Bueno, sí que lo es, pero distinta. Viste un vaporoso camisón blanco. Su rostro sigue siendo hermoso, aunque ha perdido esa perfección abrumadora que lo caracteriza y los rasgos son menos afilados. Los ojos están enrojecidos y un poco hinchados. Conserva su palidez, que ahora le otorga un aspecto mortecino, enfermizo. La piel posee una cierta transparencia, pues se aprecian los vasos sanguíneos bajo ella. Se muestra débil, con una mirada cansada, la de alguien derrotado por la vida. No parece creíble que logre mantenerse en pie.
Anaïs levanta una mano y su efigie repite el movimiento.
—Ésta soy yo cuando era humana. Los espejos nos muestran cómo éramos justo antes de ser transformados. Contemplas a una dama del Renacimiento, muy enferma, como se puede apreciar –me explica. El reflejo dibujado en el cristal mueve la boca acompasando sus palabras.
Estudio esa sombra de lo que ahora es. Me produce una sensación extraña, como si... como si... No sé explicarlo, no puedo, pero no tiene nada que ver con el momento presente.
—Entonces ya eras muy bella. Yo también habría querido casarme contigo –comento, intentando ignorar ese sentimiento.
Cierra los ojos.
—Es una imagen patética, insultante. Entiendo el odio que Doryan le profesa a los espejos, ahora que sé que también ha sido humano. Es fácil adivinar lo que debe sentir un ser como él, que se cree el soberano del mundo, que es fuerte, poderoso, que no encuentra rival a su altura en este planeta, al verse como era antes, débil, insignificante... mortal.
—Dijiste que ser humano era maravilloso.
—No para él. Es como si a una mariposa, capaz de volar de flor en flor, el insecto más hermoso y delicado, le recuerdas que una vez fue una oruga de cuerpo tosco, de horrendos colores apagados y recubierto de pelusilla, que debía arrastrarse por el suelo, estar a los pies del resto de la creación… ¿Lo entiendes?
—Supongo que sí.
—Por eso, cada vez que veía un espejo lo destruía. Incluso iba de hogar en hogar robando los que encontraba a su paso. Los traía a nuestro castillo y luego los rompía de todas las formas imaginables, sin dejar nunca que la superficie reflejara su cuerpo. Hay una cripta en la que el suelo está recubierto por una alfombra de cristales rotos. Solamente uno sobrevivió a su ira. Era de cuerpo entero, poseía un marco de oro esculpido con tanta belleza, que le pedí que no lo destruyera. Aceptó de mala gana. Aunque supongo que, a estas alturas, ya lo habrá reducido a polvo.
Guarda silencio. Pasea la mirada por esa evocación de lo que fue.
—Yo, sin embargo, les agradezco lo que hacen. Me impiden olvidar que también estuve en vuestro lugar, que hubo un tiempo en el que mi cuerpo se rompía con facilidad, en el que estaba atada al sueño, al hambre, al frío... en el que yo fui la presa y no el cazador. Aunque me resulta odioso verme tan débil y enferma. Ojalá me hubieras conocido antes, cuando era una joven llena de vida, con un corazón latiendo en mi pecho.
Me sorprendo ante la facilidad que tengo para imaginar lo que me pide. En mi mente aparece su figura, llevando un vestido de época de un color anaranjado, como los rayos del sol al atardecer. El pelo recogido en un costoso peinado. A lomos de un corcel blanco, asiendo las riendas con sus guantes de piel marrón.
La escena se sucede como el fugaz flash de una cámara y se desvanece rápidamente, como si se tratara del humo de una vela ascendiendo por el aire hasta perderse en el cielo. Intento retenerla, volver a crearla, pero no lo consigo. No puede atraparse el humo con las manos.
—¿Estás bien? –se interesa Anaïs al ver el gesto de mi rostro.
—Sí, sí –respondo con presteza, regresando a este mundo—. Pensaba en la enfermedad.
—La fragilidad del cuerpo humano no tiene comparación con mi nueva forma, pues nada es capaz de dañarla.
—¿Nada, nada? –pregunto, poco convencido. Será resistente, pero tanto como nada...
—Únicamente otro vampiro puede herirme, ahora que ya ni siquiera la luz me quema.
—¿Ninguna otra cosa? Entiendo que lo de los ajos sea una tontería, pero tenemos armas muy peligrosas y potentes.
Anaïs sacude la cabeza ante mi incredulidad.
—Ven –me indica.
Va hasta la cocina. Coge un enorme cuchillo con el que yo he visto a mi madre cortar gruesos filetes de carne de un solo golpe, incluso huesos de pollo. Lo alza con una mano y apoya el otro brazo sobre la encimera, remangándose primero el suéter.
—Anaïs, espera, ¿qué vas a hacer? –exclamo alarmado.
Demasiado tarde. Baja con fuerza la hoja afilada impactando contra su miembro desnudo.
—¡No! –grito horrorizado.
Pero, para mi sorpresa, su antebrazo no es amputado. En su lugar, el cuchillo se quiebra por la mitad y una parte sale volando por los aires. Cae a mis pies con un ruido metálico. La recojo.
Me acerco a Anaïs, la agarro por la muñeca y examino el lugar donde ha recibido el golpe. Nada, ni una sola marca, ni un ligerísimo corte.
—¡No vuelvas a hacer eso! –le prohíbo, todavía conmocionado por lo que podría haber pasado… si fuera humana, claro—. Me has asustado muchísimo.
Le arrebato el mango de madera para impedir que pruebe a realizar otra locura.
—No te alarmes. Mira, estoy bien. ¿Lo ves? Tenía que demostrártelo.
Tiro los dos trozos a la basura, escondiéndolos entre los demás desperdicios para que mi padre no los vea. ¿Cómo explicarle que se haya roto?
—¿No sabes que tengo un delicado corazón humano? Otra ocurrencia de esas y se me para –le advierto.
—No vuelvas a dudar de mí y ese corazoncito tuyo se ahorrará sufrimiento.
—Está bien. ¿Y ahora qué quieres que hagamos?
—Me gustaría ir un momento a mi casa.
—¿Por qué? –contesto inquieto. Me asusta la recién descubierta necesidad de que permanezca a mi lado.
—Porque a partir de ahora no pienso dejarte solo; prácticamente voy a vivir aquí. No es que desee acabar con tu intimidad –se apresura a aclarar—, lo hago para que estés seguro. Si alguna vez te molesta mi presencia, no tienes más que decírmelo y desapareceré sin por ello dejar de velar por tu vida.
—No me gusta cuando desapareces.
—Me estaba refiriendo a esperar sobre tu tejado.
—De todas formas no será necesario. Pero, ¿qué tiene eso que ver con ir a tu casa?
—Es que quiero traer mi material de pintura; es algo muy importante para mí. Mis cuadros son la forma que tengo de expresarme, con la que muestro lo que siento, con la que me desahogo. Mi vía de escape, mi refugio en un lugar en el que no soy lo que soy, en el que no existe la muerte ni la eternidad. Mi universo fuera del tiempo, del espacio.
—Lo entiendo.
—Bien, volveré enseguida. ¿Serás capaz de no correr riesgo de muerte mientras estoy fuera?
—Prometo no realizar ninguna actividad peligrosa, como intentar amputarme un brazo con un cuchillo de carnicero –aseguro.
Anaïs va a marcharse. Recuerdo que ahora no está sola en su casa. Doryan esperará allí a que llegue la noche para poder salir. Pienso en todo el tiempo que ellos han compartido, en el que han estado juntos.
—Voy contigo –me ofrezco.
—Pero David, eso hará que nos retrasemos.
—No importa. Me gusta ir al bosque.
Unos minutos después, nos encontramos los dos andando a mi ritmo, de camino a la mansión.
Es un paseo agradable, con el aroma a naturaleza húmeda y a eucalipto. Hacía mucho tiempo que pasaba por aquí sin prestar atención al paisaje. De las verdes hojas, aún cuelga alguna gota de agua que brilla con los colores del arco iris al incidir sobre ella los rayos del sol. Los helechos extienden sus cuerpos sobre el suelo, formando una suave alfombra. El musgo abraza las rocas y los árboles, envolviéndolos con su manto, como si se tratara de un papel de regalo a medio quitar. ¿Cómo no me he dado cuenta antes de lo hermoso que es todo?
Me paro para aspirar con fuerza este aire puro, intentando de esta forma empaparme de tanta belleza, obligarla a entrar en mi pecho por medio de los pulmones y que se expanda por todo mi ser, llenándolo de vitalidad.
Esto me recuerda mis excursiones cuando era pequeño, cuando todavía sentía que el mundo era un lugar por explorar y me parecía que detrás de cada arbusto, entre las copas de los árboles... se escondía un secreto, un misterio por desvelar, un tesoro que encontrar. Pero hace ya mucho que el bosque ha dejado de ser mágico para mí. ¿Es eso lo que significa madurar, convertirse en adulto? ¿Dejar que la vida pase de ser un apasionante cuento de hadas, en el que ir llenando una página cada día vivido, a convertirse en un monótono transcurrir del tiempo, en el que nos cuesta encontrar una razón para sonreír? Creemos que debemos hacer algo para ser felices, que necesitamos que nos den una agradable sorpresa, que alguien nos haga reír... cuando en realidad la felicidad no depende de las cosas que nos pasan. Deberíamos sentirnos así simplemente por tener el privilegio de estar aquí, de ser, no de hacer.
Anaïs me observa, procurando adivinar la razón por la cual me he detenido. Le devuelvo la mirada con gesto alegre. Agradecido porque, aunque ella piensa que es lo contrario, me está descubriendo la vida, me la está devolviendo. Hay muchas formas de estar muerto.
No entiende el motivo de mi alborozo, pero se muestra contenta al verme tan risueño. A través de mí, regresa a ella el júbilo que me regala.
Seguimos caminando hasta que la maleza se abre y nos permite contemplar el antiguo caserón. Me fijo en que los trapos negros han regresado a su posición, tapando las ventanas. Nos paramos frente a ella.
—¿Está dentro? –pregunto para asegurarme.
Anaïs asiente.
—Quédate aquí –ordena.
~La prisionera de las sombras~
Oigo un ruido de tela que se rasga. Me planteo qué es lo que lo produce, pero la respuesta me viene al instante: Doryan está rompiendo mis cuadros, arañándolos.
Entro en la casa. Al cerrar la puerta, viene a recibirme. En su mano todavía lleva un trozo de lienzo. Lo deja caer con indiferencia. El jirón coloreado aterriza en el suelo, quedando arrugado como si fuera un simple despojo.
—Sabía que volverías –asegura—, pero no que además me traerías la comida. Es todo un detalle por tu parte.
Clava sus ojos carmesíes en la puerta como si pudiera ver a través de ella a David.
—No es tu comida, ni él ni ningún otro humano –añado. Luego le indico con un gesto que me siga.
—Ven.
Comienzo a andar por uno de los pasillos y él me acompaña intrigado.
Llego a una sala enorme, cuya entrada custodian dos gruesas puertas de roble. Las abro y, antes de poner un pie en la estancia, puedo percibir el aroma del papel, el olor de los libros. Ante nosotros aparece la biblioteca, con sus altas estanterías repletas de volúmenes. Me acerco a una de ellas llena de enciclopedias sobre la historia humana, los descubrimientos y avances de la sociedad.
—Mira, Doryan. Aquí está recogido todo lo que el ser humano ha hecho desde su creación. ¿Recuerdas cómo vivíamos en nuestra época? Observa el mundo de ahora. Hay muchas cosas que han cambiado. El hombre ha sido capaz de dominar el fuego, canalizar el agua, desplazarse por el aire y aprovechar aún mejor todo lo que la tierra le da. En apenas unos años, han ideado la bombilla, que da luz cuando el sol se oculta; han desarrollado la tecnología, que permite comunicar a personas situadas en dos partes del mundo muy distantes entre sí y que, además, hace más cómoda su vida; han inventado transportes más rápidos y seguros; han...
—Ya veo que te apasiona el tema, pero ¿me vas a explicar por qué tiene esto que interesarme?
—¿No te das cuenta, Doryan? Ellos han podido hacerlo. ¿No ves todo lo que nosotros podríamos haber realizado de habernos preocupado por algo más que cazar? Imagina la ayuda que les habríamos prestado. Todavía estamos a tiempo, tenemos toda una eternidad para contribuir a un mundo mejor con las cualidades de las que disponemos. Y eso, a su vez, haría que nuestra larga vida tuviera un sentido, un propósito y que compensáramos el mal que hemos hecho hasta ahora.
—El problema es que, ni tengo ningún mal que compensar, ni ganas de ayudar a esos seres inferiores.
—Es que ellos no son inferiores. Son distintos, menos dotados para algunas cosas, pero más para otras.
Él se ríe.
—¿Serías tan amable de ilustrar tus palabras con ejemplos y decirme en qué cosas están más dotados que nosotros? –pregunta escéptico.
—Ellos pueden evolucionar, se adaptan a los cambios. Sin embargo, nosotros estamos congelados, igual que nuestros cuerpos. Somos criaturas a las que no les resulta fácil abandonar las costumbres, la mentalidad con la que vemos el mundo. A mí me supuso un gran esfuerzo integrarme en esta sociedad y todavía me cuesta no volver al viejo patrón de pensamiento. Por eso entiendo que a ti también te parezca difícil, que sea duro al principio. Únicamente, te pido que lo intentes, que tengas valor para afrontar ese cambio. Yo te ayudaré, te guiaré por el camino. Sólo inténtalo, por favor.
—No necesito tu ayuda para avanzar por ningún camino –contesta con desprecio, como si eso fuera un insulto para él. En nuestra época, el hombre que requería el consejo de una mujer no era un hombre—. Hablas de un cambio, ¿un cambio hacia dónde? ¿Hacia volverme humano? ¿Cogerles cariño y ponerme a sus pies? ¿Ocultar lo que soy para fingir ser como ellos? No necesito ninguna transformación, ni recorrer el camino ese del que me hablas, porque soy lo que quiero ser. Estoy orgulloso de mi naturaleza, como tú también deberías estarlo. Mírate, te has vuelto débil, has resucitado tu corazón para que se vea obligado a seguir sufriendo, para que deba soportar las injusticias y las maldades de este mundo en el que reinan la mentira, la avaricia y el egoísmo de sus gentes. Nadie volverá a ser así conmigo, porque yo lo seré más que cualquiera.
Al principio me desconciertan sus palabras. Enseguida me doy cuenta de que se está refiriendo a su vida anterior, de que quizá su existencia no fue agradable. Soy consciente de hasta qué punto ese insignificante lapso de tiempo y lo que en él le aconteció es importante, de cómo puede marcar lo que ahora es.
Lo miro con tristeza, imaginando qué pudo sucederle para que se comporte así. Me acerco y cojo su cara entre mis manos tiernamente como tantas otras veces he hecho.
—Doryan, ¿por qué no me lo cuentas? Háblame de ti, de cuando fuiste humano. Es algo que nunca has compartido conmigo. Sabré entenderte, te ayudaré.
Se aparta molesto.
—Ya te he dicho que no necesito tu ayuda para nada.
—Hay dolor en tu corazón.
—Yo no tengo corazón. Y no siento el dolor; eso es algo reservado para esa escoria que son los mortales, con sus debilidades y defectos.
Se da la vuelta para marcharse. No puedo permitir que se vaya; no se presentará un momento mejor que éste para que hablemos del tema. Lo abrazo por detrás y apoyo mi cabeza sobre su hombro.
—Doryan... –pronuncio su nombre con dulzura.
Gira la cara para observarme con una sonrisa en los labios, pero el gesto se congela en su rostro cuando me observa.
—¡Sientes lástima! ¡Sientes pena! –se percata, zafándose de mí—. Lo he visto en tu forma de mirarme. Lo haces como alguien que observa a un animalito sufrir, a un bebé desamparado. Yo no soy nada de eso, no me confundas con tus abyectos protegidos. No soy la basura que ellos son: ¡seres despreciables! ¡Todo lo que hay aquí es pura inmundicia!
Extiende un brazo y lo mueve a su alrededor para abarcar la sala. Toma el libro que más cerca se encuentra de él y lo rompe por la mitad.
—¡No! –grito horrorizada.
Da un salto y se encarama a una estantería. Agarra otro ejemplar y comienza a arrancarle las hojas a puñados. Llego junto él y se lo arrebato. Salta de nuevo, agarrándose a otro estante más alto, donde continúa destruyendo la cultura que en ellos hay recogida. No me es posible detenerlo, porque cada libro que salvo de sus manos es sustituido por otro.
Me fijo en el gran ventanal que preside la biblioteca. Tiro de la tela negra que Doryan ha fijado a la pared con clavos. La luz inunda la estancia. Emite un chillido infernal cuando su cuerpo se abrasa. Cae al suelo. Sus ojos me buscan encolerizados, pero la luz le quema la vista. Vuelve a aullar y sale apresuradamente de la habitación, cerrando la puerta tras de sí.
Todavía está cegado y lo oigo chocar contra un mueble. Un jarrón se rompe. Eso me enfurece aún más. No permitiré que siga destrozando las cosas de esta mansión: es mi casa y él no la respeta. Abro las puertas y corre a refugiarse en un rincón en sombras.
Destapo todas las ventanas que hay a mi paso y le obligo a ir cediendo terreno. En su torpe huída, va tirando todo aquello que se interpone en su camino. Sube las escaleras para esconderse en el piso de arriba, pero la luz ya lo inunda todo y nada más llegar al último peldaño, tropieza y cae pesadamente sobre el suelo de madera. Se hace un ovillo intentado cubrirse la cara con sus brazos medio convertidos en cenizas. Continúa bramando como un animal herido.
Ahí tirado, parece tan indefenso, tan desamparado... Recuerdo el dolor que yo sentí en mi cuerpo, el mismo que ahora él está experimentando. Lo empujo hasta la habitación más cercana, cuya ventana sigue cubierta. Cierro la puerta tras él y tapo las rendijas.
Una vez dentro, cesan sus lamentos. Ahora su cuerpo se está regenerando con rapidez, pero no podrá salir de esta habitación hasta que caiga la noche debido a que el resto de la casa está iluminado.
—Doryan –lo llamo para saber si me escucha.
Al otro lado me contesta un gruñido.
—Lo siento; únicamente quería que dejaras de destrozar mis cosas. No era mi deseo provocarte sufrimiento. Soy consciente del daño que produce la luz del sol, pero no se me ocurría otra forma de detenerte. No tendré que volver a hacerlo si respetas lo que es mío.
~El muchacho de los ojos azules~
Anaïs se asoma a la puerta y me indica que puedo pasar. Cuando lo hago, observo un monumental caos a mi alrededor.
—¿Qué ha pasado aquí? ¿Te ha visitado un tornado?
—Doryan.
Esa es toda su respuesta.
Vamos hasta la habitación donde ella suele pintar, en la que la vi por primera vez. Y si lo de fuera es un caos, lo que hay dentro no tiene nombre.
Anaïs se queda en la entrada contemplando consternada sus obras reducidas a polvo. Tras reponerse, avanza con los puños apretados. Busca algo que haya sobrevivido a la furia de Doryan. Sus pinceles están hechos trizas, la pintura que todavía permanecía sin usar, ahora adorna las paredes a chorretones y sus cuadros son sólo astillas de madera y jirones de tela esparcida por el suelo en pequeños fragmentos.
Anaïs encuentra un lienzo que permanece intacto. Me fijo en su imagen. ¡Soy yo!
—¿Me has hecho un retrato? –pregunto halagado.
—Te he hecho muchos –contesta resignada.
Se agacha y coge uno de los restos inservibles ya. En él se observa parte de una cara. Reconozco mi ojo derecho, tapado parcialmente por un mechón de pelo.
—Parece que están muy claras sus intenciones: hacerme trocitos como a mis dobles –comento, intentando sonar divertido para animar a Anaïs que, aunque no quiera dejarlo ver, está afligida por la destrucción de sus queridas creaciones. Lo sé, lo leo en su mirada. Pero las palabras no suenan tan bien como esperaba. No suenan bien en absoluto. Quizá se deba a que tienen un sentido literal, terriblemente literal.
Hallo otra obra entera. En ella se aprecia mi rostro y sobre él, con pintura roja aplicada con el dedo, porque espero que sea pintura y no otra sustancia del mismo color, hay tres letras: R.I.P.
Un escalofrío me recorre de arriba a abajo. La dejo caer.
—Vámonos, aquí ya no queda nada –sentencia Anaïs.
Salimos del cuarto y regresamos al salón.
—Por cierto, ¿dónde está...? –demando al recordar que no nos encontramos solos.
Me señala las escaleras que llevan al piso superior. La puerta que hay frente a ellas permanece cerrada y unos oscuros trapos cubren todo resquicio.
—¿Quieres decir que puede salir en cualquier momento? –inquiero nervioso, imaginando que, en estos mismos instantes, abandona la habitación y se lanza sobre mí con su rapidez sobrehumana. Sus ojos del color de la sangre no se me han borrado de la mente. Doy unos pasos hacia atrás.
—David, tranquilo –dice ella, observándome con una sonrisa infantil que demuestra lo graciosa que le ha parecido mi reacción. Se está riendo de mi miedo. ¡Cómo para no tenerlo!
—No puede escapar de ahí. La luz es su carcelera y la oscuridad su prisión.
Claro, él no puede exponerse a los rayos del sol. No estoy en peligro, pero eso no consigue que olvide que mi potencial asesino me espera tras esa fina tabla de madera. Ahora mismo me está escuchando, está dejando que mi olor a humano, a sangre viva, inunde sus pulmones y se está ya relamiendo pensando en mi sabor. La noche pasada regresa a mis pensamientos. Un flash: su mirada de depredador. Otro flash: sus afilados colmillos asomando bajo sus labios. Y uno más: mi retrato, R.I.P. Nunca una puerta se me había antojado tan frágil, tan insuficiente, tan... Quiero irme de aquí.
Nos ponemos en marcha. Me resisto a darle la espalda a las escaleras y avanzo cauteloso, girando continuamente la cabeza para vigilarlas por encima de mi hombro.
El camino de tierra se me hace mucho más largo que a la ida. No logro evitar sentir unos peligrosos ojos clavados en mi espalda, como un cuchillo, como dos colmillos. No ayuda mucho a distraerme el mutismo de Anaïs. Me pregunto si se debe al siniestro total de sus cuadros o habrá algo más.
Respiro aliviado cuando me es posible divisar las primeras casas del pueblo.
En este momento, emerge de su silencio.
—Me gustó nuestro paseo en bici, ¿quieres que esta tarde lo repitamos? –propone.
—Por supuesto.
—Bien. Nos vemos.
Me da un beso de despedida en la mejilla.
—Espera, ¿a dónde vas?
—A por nuevo material de pintura –responde un segundo antes de desaparecer.
Llego solo hasta mi casa. En ella, mi padre me aguarda con la mesa ya puesta para comer. Le explico que he ido con Anaïs a dar una vuelta y él lo acepta como excusa por mi tardanza. Está de buen humor; no quiere que nada vuelva a hacernos discutir, a interponerse entre nosotros.
Más tarde, me siento en mi escritorio para hacer los deberes, sin dejar de observar expectante el lento avance de las agujas del reloj que preside mi mesilla de noche. Curioso el tiempo: se estira o se acorta a su antojo. ¿Es realmente una realidad? Cuando estoy con ella, las horas parecen minutos. Cuando su presencia me falta, ocurre al revés: los minutos se convierten en horas. Algo tan subjetivo no debe ser demasiado real. Quizá el tiempo sea una invención nuestra y únicamente exista un continuo presente que nosotros nos esforzamos en segmentar en pequeñas unidades. Pero la eternidad no puede medirse, es una línea sin fin que continúa para siempre. Esa eternidad que le ha sido otorgada a Anaïs, pero que a mí se me ha negado.
‘La posibilidad de morir es un gran lujo’ –me había dicho una vez ella, antes de que sospechara el trasfondo de sus palabras, que ahora cobran mayor sentido.
‘¿Lujo?’ –cuestioné sorprendido.
‘Sí. Figúrate lo que sería vivir eternamente’.
‘Bueno, tal vez tengas razón. Quizá terminara siendo aburrido. Quizá el peso de la soledad acabara aplastándote, aunque la cosa cambiaría si tuvieras alguien con quien compartirla.
‘Sí, pero yo no tengo a nadie’.
‘Ahora me tienes a mí’ –afirmé en esos momentos, cuando todavía no era consciente del abismo que nos separaba y en el que, antes o después, todo el mundo termina por caer; del que nadie puede salvarse y que recibe el nombre de ‘muerte’. Pero eso de que nadie puede salvarse es falso. Anaïs ha conseguido alcanzar el otro lado y si ella lo ha hecho, yo también; seguiré sus pasos.
—Ahora me tienes a mí –repito en voz alta y, esta vez, sí soy consciente de lo que esta frase implica.
Esta es mi gran idea: cruzar el umbral de la muerte para lograr obtener la vida eterna. Saltar más allá de la profunda sima. Pero para ello necesito su ayuda, necesito que ella me dé el paracaídas, las alas que me salvarán de estrellarme contra el suelo. Y eso va a ser lo más difícil: convencerla de que lo haga. Ya estoy seguro de su negativa antes siquiera de mencionárselo. Pero lograré persuadirla, porque es muy complicado luchar contra nuestros propios deseos y ella lo anhela tanto como yo.