Capítulo 15. Confesiones.

 

~El muchacho de los ojos azules~

 

Doy un sorbo a mi refresco.

Sigo enfadado con Pablo. He decidido no dirigirle la palabra hasta que se disculpe por sus acusaciones contra Anaïs. Eso implica buscarme nuevos amigos. Por lo menos, para no estar solo en los recreos. Así que, cuando en clase me he enterado de que una de las pandillas hacía planes para quedar esta tarde, no he dudado en apuntarme. A ellos no les ha importado. Con anterioridad al accidente de mi madre ya había salido con este grupo otras veces. Después, al igual que mi padre, yo también me aislé un poco de los demás.

Pero cuando resolví quedar fue antes de descubrir que Anaïs había vuelto. Ahora no dejo de preguntarme si me estará esperando en casa.

Hemos tomado uno de los bancos de la plaza del pueblo tras comprar unas pipas y una botella de Coca—Cola de dos litros. Somos cinco, dos chicas y tres chicos.

—¡Eh! ¡Vamos a brindar! –propone Roberto.

—¿Y por qué brindamos?

—¿Qué tal si lo hacemos por el ocho de David en francés? –sugiere Maia, guiñándome un ojo—. Hay que aprovechar la ocasión para celebrarlo, que los milagros sólo ocurren una vez.

Los demás se ríen.

—Me parece bien brindar por mi nota. Pero os aviso que me he propuesto mantenerla e, incluso, mejorarla –contesto.

—Te estás envalentonando.

Los cinco chocamos nuestros vasos de plástico, en los que hemos repartido la bebida. Algún recipiente demasiado lleno derrama un poco de refresco.

Bromeamos, nos reímos, hablamos mucho sin decir nada importante. Es miércoles, pero tenemos todo un puente por delante, así que como si fuera viernes. Noche de finde entre amigos. Imagino que la velada se prolongará durante horas, pero yo deseo escabullirme cuanto antes. ‘Volveré esta noche...’ Esa ha sido su promesa y lo que yo más ansío ahora es verla.

Apuro la última gota.

—Bueno, chicos, yo me marcho.

—¡Oh, vamos, qué dices! Si acabamos de llegar.

—Lo siento, es que mi padre me ha pedido que no tardara.

Esto de mentir engancha más que la droga.

Estoy a punto de abandonar la plaza. En ese instante, Maia me da alcance.

—¡Eh! Oye, yo sólo quería decirte, en nombre de todos, que me alegro de que hayas vuelto.

—Pero si nunca me he ido a ningún sitio.

Ella sonríe.

—No me refiero a que hayas vuelto físicamente, sino, ya sabes...

No, no sé de qué habla.

—En fin, cuando... lo de tu madre... pues, eso, que te alejaste un poco. No sé si me explico. Has estado distante.

Afirmo con la cabeza.

—Pues lo dicho, que nos alegramos de que hayas vuelto. Es evidente que estás mejor.

—Supongo que sí –contesto.

—No olvides que puedes venirte con nosotros siempre que quieras. Seguimos siendo tus amigos.

—Gracias.

Una vez terminada la conversación se aleja, de regreso al grupo.

Me encamino hacia mi hogar. ¿Me estará esperando allí? Sí, hay alguien esperándome. Una figura se encuentra frente a mi puerta. La luz de la farola más cercana no llega a bañar su silueta. Ésta se confunde entre las sombras y apenas soy capaz de distinguirla. Pero, ¿quién más podría ser? Sonrío y acelero el paso, contento.

He de reconocer de nuevo que Pablo posee algo de razón: el amor nos aturde, nos vuelve más vulnerables e incluso a veces, nos impide darnos cuenta de la realidad hasta que ya es demasiado tarde.

Eso es lo que me sucede en esta ocasión. No es hasta que me encuentro sólo a unos pasos cuando me doy cuenta de que no es ella. Todavía no consigo verle la cara, pero ese perfil no es el suyo. Me paro en seco. Recuerdo que sí hay alguien más que puede ser, alguien que me ha estado siguiendo, a quien no conozco, pero que ya sé que no es amigable.

Se acerca y deja que la luz artificial bañe su rostro. No, no es Anaïs, aunque guarda cierto parecido. Su piel es del mismo blanco mortecino. Sus rasgos son igual de bellos. Sí, estoy seguro de que cualquier chica me confirmaría que el joven que avanza con parsimonia hacia mí es apuesto, pero se trata de una hermosura distinta, en la que la belleza se torna cruel. Sus ojos, rojos como la sangre, brillan amenazadores. Ese fulgor que aprecié la primera vez tras la mirada de Anaïs y que cada día se ha ido quedando más y más oculto. Él, sin embargo, no lo esconde, permitiendo que centellee con vigor y lo refuerza con una sonrisa despiadada de perfectos dientes blancos. Es más alto que ella, pero no tanto como yo.

Todo esto lo percibo en un segundo, en el que el miedo me deja paralizado. No debería ser así; yo le saco por lo menos una cabeza y mi complexión es más fuerte que la suya por lo que puedo apreciar a simple vista. Si nos enfrentáramos, cualquiera diría que yo juego con ventaja. Pero mi instinto me dice que no. No está de acuerdo con el resto de mis sentidos, grita peligro y aconseja que lo más sensato es huir. Él es el león y yo la pobre gacela que corre asustada. No, peor aún, si fuera una gacela contaría con una gran velocidad que, quizá, sólo quizá, me diera la oportunidad de salvar mi vida. Pero yo ni siquiera dispongo de esa insignificante posibilidad de escape, ese mínimo salvoconducto. Porque cuando me doy la vuelta para echar a correr, me lo encuentro frente a frente, cortándome la retirada. Clava su siniestra mirada en mí, divertido. Sí, está disfrutando viendo mi apuro. Diría que incluso saborea mi pánico.

Observo que, a mi izquierda, con sólo alargar la mano, podría tocar la pared de mi casa. Por la ventana se ve luz. Mi padre debe estar en el salón, tumbado tranquilamente en el sofá leyendo algún libro o viendo la tele. Podría gritar, llamarlo. Me oiría y saldría en mi ayuda. Pero luego, ¿qué? ¿De qué serviría? De nada. El extraño joven se encargaría de él en lo que dura un parpadeo, antes incluso de que pudiera percatarse de la situación. No, si tengo que morir, mejor hacerlo solo. Si tengo que morir... Jamás pensé que a los dieciséis años tuviera ya que plantearme esto. Pero algo es muy claro: quiero que sea lo más rápido posible. Me armo de valor y enlazo mis ojos con los suyos. ‘Lo más rápido posible, por favor’ le imploro y estoy seguro de que él lo lee en mi mirada porque sonríe con maldad, dándome a entender que mi agonía será dolorosa y prolongada.

Sin darme tiempo a más, veo que se abalanza sobre mí y, de repente, me encuentro volando por los aires. Me golpeo de espaldas contra una farola. No es fruto de la casualidad, sino de una puntería certera. El impacto se lo llevan mi cabeza y mis hombros. Caigo de rodillas. El aturdimiento se adueña de mi cerebro. Apoyo las manos en la acera, en un intento de que todo deje de girar o, por lo menos, las baldosas, para que pueda levantarme. No me da tiempo. Pisa mi espalda y me empuja con fuerza, dejándome tumbado. Se ríe. Me da la vuelta de una patada para que lo mire a la cara.

 —Anaïs es mía –tiene un extraño acento —. No tuya.

Me pregunto si habla tan despacio y estirando las sílabas porque cree que me cuesta entender lo que dice o porque no domina el idioma; quizá sean ambas cosas.

Agarra el cuello de mi camisa y tira de mí. Dejo de notar el suelo bajo mis pies. Vuelvo a caer, pero ahora se trata de una superficie distinta, irregular. Tardo un rato en reconocerla, hasta que me doy cuenta de que estoy sobre trozos de pizarra. ¡Es el tejado de mi casa! Corre un aire frío que me espabila, trayéndome de regreso al mundo. Pruebo a erguirme. Me duele todo el cuerpo. Recostado contra la chimenea por la que escapa el humo de la caldera me observa. Se aproxima con andares elegantes. Yo trato de poner todo el espacio posible entre nosotros. Es complicado mantener el equilibrio. Fijo la vista en mi oponente y ando hacia atrás dando pasos de ciego. Avanza un poco más y yo retrocedo. Mis pies no encuentran apoyo en el aire y me precipito al vacío. Logro aferrarme al canalón, en el que todavía queda un poco de agua estancada. Mi cara se roza con el plástico y me hago un corte en la mejilla derecha. Él se acerca y estruja con su elegante zapato mi mano izquierda. La suelto y me quedo colgando sólo de una. Procuro encontrar desesperadamente apoyo, pero la pared es totalmente lisa. ¿Por qué no se les ocurrió a mis padres poner aquí una ventana con una buena repisa? Las ventanas son buenas, dejan entrar la luz y en casos extremos podrían salvarte la vida. Bueno, en casos extremos no, sólo si te quedas colgando del tejado de tu casa mientras un pirado intenta matarte. ¿Cómo no pensaron que se podría presentar una situación así?

El pirado en cuestión va a proceder a aplastarme los dedos cuando se detiene; parece que esté olfateando el aire. Clava sus ojos en la herida de mi cara, de la que manan unas gotas de sangre que, en una cálida caricia, resbalan por mi piel. Algo en su expresión cambia, su refinamiento desaparece, esboza una sonrisa salvaje, inhumana. Y, en vez de hacerme caer, me agarra del brazo y me eleva hasta colocarme a su lado. No me suelta.

Su mano es fría. La miro y descubro que sus uñas están creciendo, se están convirtiendo en garras curvadas y letales. Levanto la vista horrorizado. Sus uñas no son lo único que ha crecido, de su boca entreabierta asoman unos afilados colmillos. Pega su cara a la mía y lame mi herida con la lengua. Y por el asco que ese gesto me produce; o porque mi cerebro se siente embotado, incapaz de digerir la información que lo satura; o por los golpes que he recibido; o tal vez, por todo en conjunto, pierdo el conocimiento y me sumo en las más negras y profundas tinieblas.  

~La prisionera de las sombras~

 

Mis letales estiletes recuperan su tamaño normal una vez saciada mi sed. Me paso la lengua por los dientes y por los labios para intentar borrar cualquier posible rastro. Quiero volver cuanto antes junto a David, pedirle perdón por una traición de la que él aún no es consciente. ‘¿Y ahora qué va a pasar? Todo ha cambiado. Doryan ha venido a buscarme y no me permitirá que lo abandone de nuevo.’ No, ahora no deseo pensar, únicamente me apetece tumbarme junto a David en su cama, observar su plácido dormir, ajeno a todo lo demás. En este instante me acuerdo de que Doryan también necesita cazar y los animales no son lo suyo. Todo el pueblo está en peligro; cualquiera de las personas que en él viven podrían convertirse en la siguiente víctima. He traído una bestia asesina. Los amigos de David, su padre o él mismo pueden morir por mi culpa, comprendo horrorizada. Echo a correr aún más rápido.

Me apresuro entre la maleza y más tarde por la carretera, sorteando los escasos coches con los que me cruzo.

Me sitúo frente a su casa. Mis peores temores se ven cumplidos. Doryan se encuentra sobre el tejado sujetando a David. Huelo su sangre. ¡Le ha mordido! En este momento, separa la cara y veo sus colmillos; están limpios. No lo ha hecho, constato aliviada. Pero se prepara para ello. ‘No, de eso nada. No me he esforzado tanto en contenerme para que ahora vengas tú a robarle la vida’.

Sin perder ni un instante, comienzo a subir por la pared con la facultad que descubrí poseer hace poco. Llego hasta el tejado, me impulso y me sitúo junto a Doryan. Con mis uñas le desgarro el brazo con el que sujeta a David. Deja escapar un grito de dolor y sobresalto. Estaba tan concentrado con su botín que no ha advertido mi presencia. David cae en cuanto él lo suelta. Salto y lo cojo en el aire antes de aterrizar en el suelo.

Lo miro; se halla inconsciente y tiene una herida en la cara, pero no es nada grave. Mis colmillos vuelven a aparecer, no activados por el olor de su sangre sino para ser usados como arma contra Doryan, que también ha bajado del tejado y se encuentra apenas a unos pasos de nosotros. Le gruño mientras estrecho a David entre mis brazos. Él se ríe.

 —Ese humano parece muy apetitoso, pero por aquí hay muchos más. ¿Por qué pelear por él? Se trata sólo de un bocado entre tantos. ¿O no es así, Anaïs? Dime, ¿me estoy equivocando?

No contesto.

 —Si tanto interés tienes, te lo cedo. Venga, muérdele, sacia tu sed con él –me anima—. ¿No hueles su sangre? ¿No la deseas?

Sí, la huelo y la deseo, pero jamás le haré daño. Niego con la cabeza, más para convencerme a mí misma que para dar respuesta a su pregunta.

 —¿No? En ese caso, deja que lo disfrute yo.

Da un paso hacia nosotros con los brazos alargados, ansioso por hacerse con él.

 —No te acerques –le ordeno y levanto el labio superior para enseñarle los colmillos, mientras dejo escapar otro gruñido.

 —Qué agresiva. ¿Ahora proteges a todas las personas o es que ésta es especial por alguna razón?

 —Deja a David en paz. No te atrevas a tocarlo –lo amenazo.

 —¿David? Así que nuestro humano tiene un nombre –dice divertido. Hace una pausa—. La verdad es que ya lo he hecho.

Bajo la vista para observarlo, en busca de más heridas. Le aparto el pelo de la cara con ternura.

 —¡Oh! Una escena muy conmovedora, mucho –observa Doryan llevándose la mano al pecho, allí, donde, de haber sido posible, tendría un corazón latiendo.

 —Dime, Anaïs. ¿Estás enamorada? ¿Te has enamorado de un mortal? –pregunta e inmediatamente después suelta una enorme carcajada.

Bajo la cara avergonzada.

 —¿Sabes? No estoy nada contento contigo. Primero te vas de mi lado por perseguir un sueño que, además de deshonroso, es utópico. Quieres ser humana, juegas a serlo, pero eso es im...po...si...ble –la última palabra la separa en sílabas para darle más fuerza. Cada una de ellas es como una gran losa que cae sobre mis hombros —. Y luego esto... En realidad no lo quieres, estás con él porque te hace sentir una de ellos, te hace creer que no eres tan diferente, esperas que su corazón caliente dé vida al tuyo.

 —Eso es mentira. Lo amo –le aseguro, porque si de algo estoy convencida es de ello.

Su mirada se endurece.

 —Es a mí a quien deberías decir eso. Yo te lo he dado todo. Te salvé de aquella enfermedad que te impedía siquiera caminar, te otorgué la inmortalidad y te he ofrecido mi amor. Cualquier cosa que me pediste fue tuya al instante. Quisiste un hogar estable y te ofrecí un castillo, como te mereces. Te regalé joyas, te traje los materiales que necesitabas para pintar. Te proporcioné placer. No puedes negarlo, Anaïs. Mucho más del que él puede ofrecerte con su frágil cuerpo. Si hasta sus besos te producen sufrimiento porque no puedes abandonarte a ellos.

Me sorprendo de lo seguro que está de eso último, de que sepa algo que sólo yo sé. Se da cuenta y vuelve a sonreír.

 —Sí, Anaïs. Lo he visto, lo he sentido. La poca sangre que he bebido de ti me ha bastado para eso. Él jamás podrá darte lo que yo. Estoy cansado de vivir sin ti y he venido a buscarte para que volvamos a estar juntos.

 —¿Cómo supiste dónde encontrarme? –demando interrumpiéndolo.

 —Por mi espía.

 —¿Qué espía?

 —El murciélago que viajaba contigo. Hay todavía muchas cosas que no sabes... porque no te las he enseñado. Los vampiros somos capaces de controlar la mente de ciertos animales y los murciélagos son muy cercanos a nosotros; digamos que hay cierta complicidad. Establecí un vínculo con su cerebro y le ordené que te siguiera allí dónde fueras. A través de sus ojos, yo te observaba. Nunca hemos estado separados. He ido tras tus pasos, permaneciendo lo suficientemente lejos como para que no adivinaras mi presencia y lo suficientemente cerca como para poder llegar hasta ti.

—¿Me has estado vigilando? –pregunto enfadada.

—No creerías que iba a dejar que te fueras sin más, ¿verdad? ¿No ves que lo he hecho para protegerte? Sabía que si te cruzabas con otro vampiro te mataría. Me necesitabas a tu lado.

—No me mientas más. Deja de decir que todo lo haces por mí. Lo has hecho por ti. Eres un perfecto egoísta y además, engreído. Me seguiste porque no deseabas perderme. No me alertaste de tu presencia para no reconocer que me querías a tu lado. Confiabas en que fuera yo la que regresara escarmentada. Si así ocurría, tú tendrías el tiempo justo para retornar a nuestro castillo y fingir no haber salido de él, que no me esperabas; que tras suplicarte, me permitías de nuevo estar contigo, que me perdonabas. Pretendías que yo me mostrara arrepentida y tú interpretarías entonces el papel del comprensivo amante que disculpaba mi traición. Pero, por si acaso no volvía y tú me echabas de menos antes que yo a ti, decidiste seguirme y así no perder mi rastro.

La ira bulle en mi interior al darme cuenta de tantos embustes y engaños. Mi aventura ha sido una mentira; jamás escapé de Doryan, de su control.  Todo ha sido un espejismo.

—No tenías miedo de que me cruzara con otro vampiro, por si me mataba. ¡Tenías miedo de que me uniera a otro vampiro! –exclamo, cayendo en la cuenta de la verdad —. ¡Por eso me ocultaste la existencia de más como nosotros! ¡Querías que creyera que eras el único capaz de amarme!

—No puedes juzgarme por querer conservar el amor de mi mujer.

—¡No estamos casados! –le recuerdo—. Ningún cura bendijo nuestra unión.

 —Porque eso es una tremenda estupidez.

 —No; no lo hicimos porque no podemos pisar un lugar santo.

 —Eso es un detalle sin importancia. Yo nos uní cuando te transformé; no necesitamos a nadie más. Tú eres mía y se acabó.

—¡No lo soy! Ya no.

Nos contemplamos en silencio, retándonos con la mirada.

—Tú estabas al corriente de todo. Por eso has decidido hacer acto de presencia ahora, no unos años antes ni después. Viste algo que no te gustó –poco a poco voy entendiéndolo todo.

—¿Ah sí, Anaïs? Dime, ¿qué vi? ¿Qué es eso que no me gustó?

Él ya lo sabe, pero quiere que yo se lo diga.

—Jamás creí que fueras tan estúpida como para enamorarte de un humano –concluye cuando mi silencio se alarga demasiado.

—Al principio no te importó que viniera a mi casa, ¿verdad? Eso favorecía tus deseos de que yo volviera a matar. Creías que no sería capaz de resistirme. Tú le ordenaste al murciélago que le hiciera una herida para que su sangre brotara. ¡Querías que le mordiera!

Exhibe una sonrisa que demuestra lo orgulloso que está de sus planes.

—Pero luego nos viste besarnos. Eso no te agradó.

—No, obviamente no.

—Y por ello, a la noche siguiente te presentaste en mi hogar, pero yo no estaba allí. Tu ira y frustración la descargaste contra esos dos humanos que, por casualidad, merodeaban por el bosque. Y luego lo buscaste a él.

—Lo cierto es que al principio creí que se trataría de una aventura de una única noche, a la que él no sobreviviría.

—Una aventura como las que tú has debido mantener con unas cuantas mujeres en todo este tiempo, ¿verdad? Primero te adueñabas de su cuerpo y luego de su sangre.

—Eso es una acusación totalmente infundada por tu parte.

—Te conozco lo suficiente como para saber que no eres capaz de aguantar quince años de ayuno, Doryan.

—Otra acusación infundada.

—El caso es que cuando viniste y no me encontraste, buscaste pistas de mi posible paradero porque tu murciélago no me siguió.

—Cuando descubrí que te habías marchado y el muy idiota se había quedado allí, le retorcí el pescuezo.

Comprendo por qué el animal no fue tras de mí. Hasta entonces su trabajo de vigilancia comenzaba al atardecer y acababa con la primera luz del alba, que era el periodo de tiempo en el que yo tenía la oportunidad de huir. Por ello, la noche del viernes, la misma en la que Doryan nos vio besarnos y se puso en movimiento, sí debió seguirme. Pero una vez salió el sol, el murciélago regresó a la mansión para descansar. No podía prever que esa misma mañana la luz me daría la bienvenida a su reino.

Siento lástima por el pobre animal asesinado. Debo reconocer que le había cogido más cariño del que estaba dispuesta a aceptar.

—Eres tan ingenua...–comenta con suficiencia—. No sospechaste que su vida duraba demasiado para un simple quiróptero. Alargué su existencia y, además, le doté de nuestra velocidad para que pudiera seguirte. Él obtenía todo esto a través de nuestro vínculo mental.

Retomo el hilo de la exposición de los hechos, reconstruyendo todos los pasos de este taimado estratega.

—Diste con David, te desconcertó encontrarlo con vida y ya desde el primer momento quisiste matarlo. Pero si aún sigue aquí, es porque creíste que te conduciría hasta mí, que podría proporcionarte alguna de las pistas que buscabas. Como hoy he vuelto, ya no te era necesario y por eso has venido para acabar con él. ¿Me he equivocado en algo?

—Se te ha olvidado mencionar que mi sorpresa ha sido mayúscula cuando me he dado cuenta de que tu afecto por este humano sobrepasa los límites de lo que yo podía esperar. He descubierto tus cuadros. A mí nunca me has hecho un retrato. Me has formulado esa sarta de tonterías sobre lo que es el amor. Y al beber tu sangre, han salido como un torrente los recuerdos de tus vivencias con él, tus sentimientos. Parecía que toda tu vida centenaria se concentrara en únicamente unos días, aquellos que pasaste en su compañía. Y, por último, me encuentro con esa actitud tuya de rebeldía hacia mi persona. Así que esta noche he venido a dejar las cosas claras, a hacerle pagar por inmiscuirse en mi territorio, por desear lo que es mío.

 —¡Que no te pertenezco! –le repito.

 —Eso lo decido yo.

—Anaïs, entrégamelo –ordena tras una pausa.

Niego con la cabeza.

—Entrégamelo, deja que lo mate y te lo perdonaré todo. Regresaremos a nuestro castillo, del que nunca debí dejarte marchar. Retomaremos nuestra feliz existencia juntos, como si nada hubiera ocurrido –propone.

Me está ofreciendo su perdón, pero yo no lo quiero, porque no hay nada que perdonar.

—Nunca fui feliz contigo –anoto.

Se enfurece, deja de ser amable. Se acabaron los buenos modales y las buenas intenciones.

—Eres una insolente. ¿Quieres jugar? –pregunta señalando a David —. Muy bien, pues juguemos. He compartido tus sentimientos y sé que no te atreverás a transformarlo, a convertirlo en aquello que tanto odias, en lo que tú eres. De acuerdo, pues veamos cuánto tiempo consigues mantenerlo con vida.

Dicho esto, Doryan desaparece en la oscuridad de la noche. Avanza de espaldas, de tal manera que lo último que observo de él son sus brillantes ojos rojos fijos en mí y su siniestra sonrisa de colmillos afilados. Luego, las sombras lo engullen.

Llevo a David a su cuarto. Lo deposito sobre la cama. Me tumbo a su lado, esperando a que despierte.

~El muchacho de los ojos azules~

 

Abro los ojos. Junto a mí se encuentra Anaïs. Intento alargar el brazo hacia ella para acariciar su rostro, pero una sacudida de dolor me lo impide. Descubro que mi cuerpo está magullado, como si acabara de caerme por un barranco rodando ladera abajo, golpeándome por todas partes o como si me hubieran dado una buena paliza.

 —¿Cómo te encuentras?

 —He estado mejor –confieso —. ¿Qué me ha sucedido?

 —¿No recuerdas nada? –inquiere Anaïs.

A mi cabeza acuden imágenes borrosas intercaladas con espacios en negro. Ella lee el desconcierto en mi cara.

—Curiosa es la mente humana; cuando no es capaz de entender algo o de asimilarlo, sencillamente lo borra –observa—. Un mecanismo de protección.

 —Espera, tengo una cosa –hago un esfuerzo —. Había un tipo, sí, un joven con ojos rojos que lleva unos días siguiéndome. Tenía mucha fuerza y se movía tan rápido como tú. Estaba enfadado conmigo, no sé por qué.

Realizo una pausa para tratar de rescatar más detalles.

 —Ah, sí. Creo que ya lo sé: dijo que tú eras suya, no mía.

La contemplo para ver si esas palabras tienen algún sentido para ella. Al bajar los ojos, me da a entender que sí.

 —Anaïs, ¿quién era?

Mira hacia otro lado.

 —Digamos, que es mi antiguo... compañero.

—¿Compañero de qué? –expreso mi desconcierto.

—De existencia.

—Anaïs, por favor, no estoy para acertijos. Habla claro, en un idioma en el que pueda entenderte.

—Vivíamos juntos.

—¿Como compañeros de piso? –aventuro. Ahora sí que empiezo a aclararme y lo que voy comprendiendo no me gusta.

—No, más bien como marido y mujer.

 —¿Que es tu marido? ¿Marido? ¡Marido! ¿Estás casada? –me pongo de pie de la sorpresa. La cabeza me da vueltas y se me nubla la visión, por lo que vuelvo a dejarme caer en la cama.

 —No exactamente, pero algo similar.

 —A nuestros años la gente no se casa, ni siquiera hemos alcanzado la mayoría de edad –me detengo dándome cuenta de que todavía no le he hecho esta pregunta—. ¿Cuántos años tienes?

 —Depende de cómo quieras considerarlo.

 —¿Eso qué viene a significar? –pregunto cada vez más confuso.

 —Pues que, técnicamente, no llegué a cumplir los dieciocho.

 —Querrás decir que todavía no has cumplido los dieciocho, no que no has llegado a cumplirlos.

 —No, quiero decir que no llegué a cumplirlos y que no los cumpliré nunca.

 —Podrías explicarte con más claridad, por favor. Estoy haciendo un esfuerzo por seguirte, pero me lo estás poniendo muy difícil.

Suspira.

 —Creo que éste es el momento de que sepas la verdad –susurra —. Toda la verdad.

 —Sí, eso suena bien.

Me mira con tristeza.

 —Cambiarás de parecer en cuanto la sepas. Ya no me querrás junto a ti.

Anaïs coge mi mano derecha y la apoya sobre su corazón. Nos quedamos así unos instantes mientras espero que siga hablando, pero permanece callada. La observo interrogante.

 —¿Qué sientes, David? –consulta.

No entiendo a qué se refiere. Quizá quiere que le diga que siento su amor, pero no se me antoja la ocasión más apropiada para metáforas románticas, pues la impaciencia por obtener las respuestas que busco se ha apoderado de mí.

 —¡Nada! Anaïs, no siento nada –le respondo frustrado, esperando que continúe con su explicación.

 —Exacto –dice y clava sus ojos en los míos con intensidad, dándome a entender que ahí está el quid de la cuestión.

Entonces me doy cuenta de que no noto el latido de su pecho.

Cojo una de sus muñecas y, conteniendo el aire, le busco el pulso. No lo encuentro. ¡No puede ser! Palpo su cuello desesperado. Tiene que estar ahí. Tampoco hallo el característico bum—bum. En su lugar, mis dedos tropiezan con algo. Retiro la mano y me doy cuenta de que están manchados de un polvo blanco. Froto allí donde he tocado una pequeña irregularidad de su piel.

 —Te dije que nada de maquillaje –le recuerdo, sin dejar de arrebatárselo.

Ante mis ojos queda expuesta una pequeña cicatriz o, mejor dicho, dos marcas sonrosadas. Ella extiende la cabeza para que las aprecie más fácilmente. Las reconozco; las he visto en esas películas que a Pablo tanto apasionan.

 —Vampiro –murmuro.

Anaïs intenta esbozar una sonrisa, pero no lo consigue. Me aparto y me sitúo frente a la ventana. Me asomo a la noche. Fuera, los árboles son mecidos con violencia por el aire

 —Vampiro. Vampiro. Vampiro –quizá si lo repito muchas veces la palabra adopte un nuevo significado o carezca totalmente de él.

Las piezas del puzle comienzan a encajar en mi cabeza; casi soy capaz de oír el ruido que hacen. A mi mente vuelven los instantes vividos, ahora esclarecidos. Recuerdo la cara del de los ojos rojos al oler mi sangre y sus terroríficos colmillos.

Todo tiene sentido. La reacción de Anaïs cuando vio ‘Drácula’, lo poco que parece entender este mundo, los dos asesinatos, sus pinturas tan sangrientas, las reflexiones sobre la muerte y la eternidad, su afinidad con un murciélago, la piel fría, su miedo por la luz. Al pensar en eso me doy cuenta de que algo no cuadra.

 —¿Los vampiros soportáis la luz? –pregunto, sin volverme. Me recorre un escalofrío. He cuestionado en segunda persona; ya la considero uno de ellos. Pero eso es precisamente lo que es, ¿no?

 —No, el sol nos quema.

 —A ti no.

 —Antes lo hacía. Igual que mis ojos eran rojos, pero ahora se han tornado negros, como cuando estaba viva. En un principio pensé que se trataba de algo relacionado contigo, pero resulta que tiene que ver con la sangre de la que me alimento.

—¿Has bebido mi sangre?

Me vuelvo para mirarla, horrorizado por un momento. Regresan burlonas mis propias palabras ‘Daría mi sangre por ti’. Pero, ¿es que no eran ciertas, acaso? La observo, sentada en mi cama, cabizbaja. Caigo en la cuenta de que no me importa que me la haya robado, si eso la ha alimentado, si la ha sustentado. Si la necesitara para seguir sonriendo como sólo ella sabe hacerlo, yo mismo se la ofrecería.

 —¡No, por supuesto que no! –asegura.

Me siento decepcionado, celoso de que otras personas hayan podido ofrecerle ese elixir y yo no.

 —¿Por qué? –demando.

Esa sensación de celos continúa ahí. Resulta estúpido. Procuro apartar esta emoción de mi mente.

 —Porque eso es lo que me prohibí hacer. Hace quince años dejé de matar personas y comencé a cazar animales. Ese cambio es lo que ha hecho que tolere la luz, que mis ojos recuperen su color y que mi sangre envenene a los que siguen manteniendo una dieta a base de humanos.

 —¿Entonces, tú no matas gente? –quiero asegurarme.

 —No. Durante mucho tiempo fue así, pero ya no.

 —Él sigue haciéndolo, ¿verdad? –aventuro, refiriéndome al que poco antes ha intentado poner fin a mi vida.

 —Sí, por eso lo abandoné. Yo quería probar algo diferente y él no. Creía que no volvería a verlo, pero ha regresado para tenerme de nuevo a su lado. Y no le ha gustado enterarse de nuestra relación.

Nos quedamos en silencio. No se me ocurre nada más que decir.

Mi vista vaga por la habitación sin centrarse en nada en particular. Mientras, mi cerebro trabaja a toda máquina para tratar de digerirlo todo. Una palabra martillea con fuerza en mi cabeza: ‘vampiro’.

Anaïs se acerca y agarra una de mis manos.

 —David...

Percibo su tacto frío. Siempre ha sido así, pero ahora sé lo que significa. ¡Vampiro! Me libero con brusquedad y doy unos pasos para alejarme de ella.

Me dedica una mirada dolida, pero resignada.

 —¿Quieres que me vaya?

La observo. Su bello rostro está pendiente de mí. Su piel es pálida. ¡Vampiro! Sus labios rojos son el único toque de color. Pienso en su caricia, en sus besos. No, no quiero que se vaya. Pero inmediatamente caigo en que esos mismos labios han besado miles de gargantas, que por ellos ha corrido la sangre de innumerables personas inocentes que han hallado ahí su final. ¡Vampiro!

 —Sí, por favor –contesto.

 —Lo siento, David. Yo no elegí ser lo que soy, pero entiendo que no lo aceptes. Adiós.

 —¿Te vas para siempre? –pregunto.

 —Sí, si es lo que tú deseas. ¿Lo es?

Debería serlo. Lo sensato sería quererla lo más alejada de mí. Pero me da pánico pensar en no volver a verla nunca más. No puedo tomar esa decisión ahora mismo.

 —No sé, tengo que reflexionar.

 —En el momento en el que lo tengas claro, comunícamelo.

Dicho esto, Anaïs desaparece por la ventana. Si empezara a cobrar por cada vez que alguien entra o sale por ella, me haría rico. En los últimos días, ha estado más transitada que la puerta.

Al quedarme solo, me dejo caer sobre la cama. Cierro los ojos. Procuro poner orden en mis pensamientos. Anaïs es un vampiro. Por una parte, esta revelación me hace sentir engañado por no habérmelo confesado antes; por haber dormido junto a ella, sintiéndome tan feliz cuando me estaba abandonando en los brazos del mayor peligro para mi vida que podía imaginar; por haber besado su boca sin saber que ésta ocultaba dos mortales colmillos deseosos de clavarse en mi cuello; por haber querido entregarle mi corazón cuando el suyo ni siquiera latía. Pero al instante, surgen pensamientos opuestos: me lo advirtió desde el primer momento, intentó apartarse de mí y fui yo quien le rogó que permaneciera conmigo, quien afirmó que no le importaba desconocer la verdad, que la aceptaba tal y como fuera... quien decidió besarla. Porque fui yo quien se enamoró; ella nunca me obligó a hacerlo.

La puerta de mi cuarto se abre interrumpiendo mis elucubraciones.

 —¿Te apetece cenar ya? –pregunta mi padre asomando la cabeza.

 —Ve tú, no tengo hambre.

Se da cuenta de que estoy mal porque me estudia preocupado.

—¿Te pasa algo?

‘Sí, mi novia es un vampiro y está casada con otro que, como es lógico, quiere exterminarme’ –me gustaría poder contestarle, pero la jornada ya ha sido bastante movidita como para ganarme, encima, una visita al psicólogo.

 —No, no es nada –digo en su lugar.

Me observa con esa mirada que ponen los padres cuando se están concentrando en leer los pensamientos de sus hijos.

 —¿Ha habido algún problema con Anaïs?

¡Ha funcionado! La mirada funciona. Pero, ¿de qué sorprenderse? Si los vampiros existen, los padres pueden tener telepatía perfectamente.

 —Sí, algo así –confieso.

Mientras no me vea obligado a mencionar ciertos detalles que motivarían que dudara de mi cordura, no me hará ningún mal revelarle un trocito de la verdad.

 —¿Vas a concretar un poco más? –me pide.

 —Bueno, es que estoy pensando en nuestra relación. Creo que es posible que no vaya a funcionar.

 —Es muy normal, hijo. Cuando sales con una persona te planteas muchas veces si será duradero, si es eso lo que quieres, si no se acabará todo y tú te quedarás con el corazón destrozado... Las dudas son habituales. Surgen porque nos da pavor abandonarnos sin reservas –me explica, dedicándome una sonrisa.

No me lo puedo creer, mi padre dándome una charla sobre el amor. Es algo que me esperaría de mi madre, pero de él... ¡jamás!

 —A veces, el miedo nos impide vivir la vida. Te lo digo yo, que soy un ejemplo palpable –continúa él —. No podemos quedarnos paralizados, dejar que el amor se marche por temor a perderlo. ¿Te das cuenta de lo paradójico que es? Nos asusta perder el amor y sufrir por ello y, para evitar ese dolor, lo dejamos escapar. Es un contrasentido. Hijo, lo más importante siempre es el amor; tu madre me lo enseñó muy bien. Quieres a esa chica, ¿no es cierto?

 —¿Cómo estás tan seguro de ello?

 —El día que me la presentaste, al indicarle que se acercara, lo vi en tus ojos. Ese brillo es inconfundible. ¿La amas?

 —Sí –afirmo sin pensarlo, sin apenas dejar transcurrir un segundo, porque es lo que siento, porque es la única certeza que tiene mi corazón.

 —Entonces, nada más importa. El amor vence todas las barreras y obstáculos que se le presentan.

 —¿Y en tu caso? ¿Puede el amor superar a la muerte? –pregunto y, no sólo por la curiosidad de saber qué pasa con su historia, sino también porque esa respuesta podría aplicarse a mi situación.

 —También, David, también puede. Pero hay que darse cuenta; esa es la parte que más me ha costado a mí. Tú me has hecho verlo. Me has ayudado a tomar conciencia de que permanece a mi lado aunque su cuerpo ya no esté. ¿Quién si no, crees que te está diciendo estas palabras? ¿Yo? ¿Me habrías imaginado alguna vez hablando sobre el amor? Nunca. Y, sin embargo, aquí estoy, dándote el mejor de los discursos y tengo la sensación de que es ella la que habla, pues sabe lo que necesitas oír. Y como tu corazón se ha cerrado y no quiere escuchar, ha tenido que acudir a mí para susurrármelo y que yo te lo transmita.

Sonrío.

 —En tal caso, gracias mamá; me has ayudado mucho.  

 —Ahora te dejo para que reflexiones. Si te viene el apetito, estaré abajo.

Se marcha y vuelvo a quedarme solo con mis pensamientos. Regreso al punto donde me encontraba antes de ser interrumpido. ‘Fui yo quien se enamoró; ella nunca me obligó a hacerlo’. ‘¿La amas?’ –acaba de preguntarme mi padre. ‘Sí’ –he contestado sin dudarlo. Y así es, en eso nadie me ha engañado. La amo y punto. Eso es lo único que tengo claro tras las revelaciones de esta noche que han hecho que me replantee todo mi mundo, todo lo que he considerado mi realidad, en lo que hasta ahora había creído. La amo y eso es lo único que importa. ¿Acaso algo ha cambiado en Anaïs después de que yo supiera la verdad? No, nada es distinto. Soy yo el que ha modificado la forma de mirarla, la manera de pensar en ella. ¿Y qué si es un vampiro? Ya lo era antes de que me enamorara y eso no me impidió que lo hiciera y ahora tampoco lo hará.

Recuerdo su mirada dolida y a mí mismo pidiéndole que se marchara. ¿Cómo es posible que haya sido tan tonto? Me asomo a la ventana por la que se cuela la brisa nocturna. Sólo puedo ver oscuridad. ¿Qué esperaba? ¿Descubrirla allí de pie, aguardando armada de paciencia hasta que yo dejara de comportarme como un imbécil? Habrá regresado a su casa. ‘A una casa en la que le aguarda cierta compañía’ –hace notar una voz en mi cabeza. Aún me siento más estúpido: prácticamente la he empujado a sus brazos. Él viene desde quién sabe dónde a buscarla porque quiere volver con ella y yo la echo de mi lado. Está claro quién de los dos se puede apuntar el tanto. Por un instante, me figuro lo que podrían estar haciendo ahora: me lo imagino besándola, abrazándola, diciéndole todas esas cosas bonitas que yo debería haberle dicho. La envidia bulle por todo mi cuerpo.

 —Anaïs, regresa conmigo, por favor –le susurro al viento.

Mi mente sigue dispuesta a hacerme sufrir. Recrea todos los años que han pasado juntos. Ella no ha concretado cuándo se convirtió en lo que es, pero a juzgar por lo perdida que anda, debió ocurrir hace bastante tiempo.

 —Anaïs –la llamo otra vez.

Es inútil; no va a venir. Me aparto de la ventana y la cierro con fuerza.

Me doy la vuelta abatido. Tendré que esperar hasta mañana para ir a su casa a pedirle disculpas, ¡y a saber lo que tiene planeado para mí el de los ojos rojos!

Se me escapa una exclamación cuando la veo sentada sobre mi cama, sonriéndome.

 —¡Estás aquí! –constato antes de acercarme a abrazarla.

 —Me has llamado.

Intento besarla, pero ella se aparta.

 —¿Y si te muerdo? –pregunta.

 —Confío en ti –le aseguro y vuelvo a probar.

Me lo impide de nuevo.

 —¿Y mis colmillos? ¿No te dan miedo?

 —No –contesto y, como mejor que con palabras es demostrar las cosas con hechos, comienzo a besarla apasionadamente.   

 —Lo siento, he sido un idiota. Mira que me ha costado mantenerte junto a mí y voy y lo estropeo. Pensaba que ya estarías con... –me detengo, no sólo porque desconozco su nombre, sino porque no me apetece hablar de él.

 —En realidad no te he dejado del todo. Estaba en tu tejado.

 —¿Has escuchado la conversación con mi padre?

 —No, si tú no quieres.

Sonrío ante su ocurrencia

 —No me importa, llevaba razón en todo. Y tú, ¿por qué te has quedado? ¿Sabías que cambiaría de idea?

 —No, de hecho estaba segura de que no querrías ningún contacto conmigo nunca más. Me he quedado porque estás amenazado de muerte y yo soy lo único que puede protegerte.

 —Ah, así que estoy amenazado de muerte.

Anaïs asiente con la cabeza.

 —Pues qué bien. Qué encanto de hombre te buscaste.

 —Yo no lo escogí. Es más, creo que lo único que he elegido en toda mi vida ha sido sustituir a los humanos por animales como alimento... y a ti. En todo lo demás, no tuve opción.

 —Parece una historia interesante. Quizá sea hora de que me la cuentes; yo ya te conté la mía.

—De acuerdo, si de verdad quieres saberlo... –concede.

—Sí –le aseguro.

—Ponte cómodo, porque puede que vaya para largo.

Me acomodo en mi silla de estudiar. La observo expectante.

—Nací en Francia, concretamente en París. Mi época se ha catalogado más tarde como...

Se detiene.

—Creo que ese dato es irrelevante. Mejor que no lo sepas –añade.

—No, espera, quiero saberlo.

—¿Seguro?

—Sí.

—No sé, ten en cuenta que la diferencia de edad entre nosotros es insalvable.

—Ya me he hecho a la idea. Vamos, dímelo.

—Está bien. Viví en el Renacimiento.

Se me escapa un silbido.

—Vaya, de eso hace muchísimo tiempo.

—Sí. ¿Continúo?

—No, un momento, estoy echando cálculos.

Permanecemos unos instantes en silencio.

—¿Y bien? –me apremia.

—He llegado a una conclusión.

—¿Cuál?

—Que tenías razón, la diferencia de edad es aplastante. Lo siento, tendré que buscarme alguien más joven que, como mucho, participara en la Revolución Francesa –bromeo.

Me golpea suavemente el brazo.

—No pienso seguir hablando. Te estoy contando mi vida y tú te lo tomas a mofa –me riñe.

—Reír por no llorar.

—¿Lo ves? Así no hay quien pueda. Esto es una falta de respeto –dice cruzándose de brazos.

—Vale, ya paro. Perdóname.

Silencio.

Me incorporo y le doy un beso en la mejilla.

—Venga, por favor, sigue –le pido.

No contesta, así que comienzo a besarle toda la cara repetidas veces.

Se le escapa una sonrisa.

—¡Ahí está! ¿Lo ves? Te he hecho sonreír; ahora te toca continuar con tu relato.

—Está bien. Pero lo hago porque si no, tendré que secarme con una toalla. Como te iba diciendo, nací en París, durante el Renacimiento, en el seno de una familia de la nobleza. No estoy segura de haber tenido hermanos; mis recuerdos humanos están muy borrosos y algunos detalles se me escapan. Poseía un apellido, que ahora no soy capaz de concretar, pero sé que era  importante. Me aleccionaron para que lo portara orgullosa y me abrió las puertas de una vida acomodada. Me refiero a las comodidades de la época, claro, que no tienen comparación con las que tú disfrutas. Me enseñaron a leer y escribir, además de filosofía, teología, geografía, astronomía, matemáticas, música... Los modales de una dama, la forma de saludar, los distintos tratos que debía dar a las personas según su clase social, la postura que debía adoptar al caminar, al inclinarme; la elegancia al comer, cómo hablar y qué decir en presencia de gente de notoriedad... También a montar a caballo, que creo que es lo que más interesante te va a parecer. Yo, por mi parte, aprendí el arte de la pintura, aunque era algo que no estaba muy bien visto para una doncella. Hubiera sido más apropiado que empleara mi tiempo en la costura, confeccionando laboriosos bordados. Mi se basaba en normas protocolarias y actos públicos, tales como acudir al teatro y a los bailes de sociedad... incluso ir a la iglesia era más para guardar las apariencias que por devoción a Dios. Únicamente vivía para encontrar un buen marido, un hombre que cumpliera los requisitos que mis padres exigían y al que yo le fuera de agrado. Y sucedió. Convinieron mi matrimonio. Pero entonces apareció una terrible enfermedad que se propagó con rapidez por mi cuerpo robándome poco a poco la vida, obligándome a permanecer en cama sin poder moverme. Mi familia y futuro esposo buscaron una cura. Trajeron a infinidad de médicos ante mí, pero ninguno supo poner remedio a mi mal. Al cabo de un tiempo, mi prometido, desalentado, anuló nuestro compromiso. Mis padres perseveraron. Se gastaron una gran fortuna en intentar que recuperara la salud perdida. Cuando ya estaba a las puertas de la muerte y ni siquiera yo mantenía la esperanza, una noche se presentó Doryan. Me ofreció sanar mi cuerpo a cambio de que me convirtiera en su esposa. Me transformó para evitar mi muerte. Fue horrible.

—¿Cómo te conviertes en vampiro?

—Verás, cuando uno te muerde, pueden pasar dos cosas: si te saca toda la sangre, que es lo normal, mueres. Si no bebe toda, el veneno de la mordedura se extiende por los vasos sanguíneos y también mueres, aunque de otra forma, pasando a convertirte en uno de ellos. Durante el periodo de transición, te encuentras en una especie de estado vegetativo, encerrado dentro de ti mismo. Sólo eres consciente de aquello que ocurre en tu interior, que se ha convertido en un infierno. Es como si te estuvieras quemando vivo, como si por tus venas corriera el fuego. Una sensación muy parecida a la que nos produce la luz del sol. La rapidez del cambio depende de la sangre extraída. A menor cantidad, más leve es el dolor, pero mucho mayor el tiempo que lo padeces. Si se bebe mucha, el proceso apenas dura unos días, pero la agonía es mayor. En mi caso, Doryan escogió el camino rápido. Cuando desperté de ese trance, me esperaba con mi primer bocado. Me lanzó un muchacho a mis pies. Él ya le había mordido para que el olor de la sangre ayudara a mis instintos a activarse y porque mis colmillos todavía no estaban listos. No dudé lo que debía hacer con él.

He debido adoptar alguna mueca desagradable, porque ella se interrumpe.

—Oh, lo siento. No tienes por qué saber los detalles. No me he dado cuenta. Debe ser bastante repulsivo para ti.   

—Lo cierto es que un poco sí. Piensa que quizá fuera un antepasado de un antepasado de un antepasado de un lejano antepasado mío –añado con humor para quitarle hierro al asunto, pero no puedo ocultar que se me han revuelto las tripas.

—Te pido perdón otra vez; tendré más cuidado. El caso es que Doryan me explicó mi nueva naturaleza y yo la acepté. Entonces me gustaba. Me sentía fuerte, poderosa, nada podía pararme. Y lo tenía a él para acompañarme por este aún inexplorado mundo de infinitas posibilidades. Al principio, me traía el alimento, porque tenía miedo de que, en presencia humana, mi instinto cazador se enardeciera en demasía y comenzara a morder descontroladamente, sin necesidad, creando numerosos vampiros a mi paso o dando a conocer nuestra existencia. Oh, vaya, he vuelto a entrar en detalles.

—No pasa nada, continúa.

—Bien. Yo era como una niña pequeña que tiene que aprenderlo todo de nuevo. Durante años, vagamos por muchas tierras, yendo de un lugar a otro, llevando una vida salvaje. Nos refugiábamos de la luz en los sitios que encontrábamos: cuevas, casas abandonadas...  Un día, le pedí un hogar estable y él me condujo a un castillo que había pertenecido a su familia. Mi nueva vivienda se encontraba cerca de un pueblo remoto en Europa del Este que, al igual que nosotros, era una pequeña isla que permaneció inalterada en el mar del tiempo a los vientos del cambio. Sus habitantes eran muy supersticiosos y sabían de nuestra condición. Rodearon el poblado con sal que renovaban cada año; de sus casas colgaban cabezas de ajo y todos portaban al cuello crucifijos. Era inútil; nada de eso surte efecto. Y también, dos veces al año, nos enviaban un tributo: un presente para asegurarse de que no atacáramos sus hogares. Cada 21 de diciembre mandaban a nuestro castillo a un joven cuyas manos aún no hubieran trabajado la tierra y en el solsticio de verano, una hermosa doncella. Me parece una costumbre horrible, ¡inmolar a sus propios hijos para salvar al resto! Pero a Doryan le halagaba esta consideración, le hacía sentirse un dios al que ofrecían sacrificios y por eso, nunca cazábamos a nadie de la aldea, a no ser que se saliera de sus límites, más allá del círculo de sal. En su lugar, nos desplazábamos a otras ciudades. Hace quince años decidí cambiar. Sentí que no deseaba seguir con esa vida, por catalogarlo de alguna manera. Le expuse mi idea de alimentarnos a base de animales. Él la rechazó, pero yo continué empeñada en llevarla a cabo y resolví marcharme. Me dijo que si me iba no volviera. Yo me armé de valor y me lancé sola a un mundo que no conocía. Mi intención era, poco a poco, ir integrándome en vuestra sociedad y llegar a vivir en una pequeña ciudad sin suponer un peligro para nadie.

»Vine a lo que en mi época era el fin del mundo, el hogar de los monstruos. Me he ido moviendo de un lugar a otro, cada vez más cerca de un núcleo de población. Un día encontré la mansión de tus abuelos y se me antojó perfecta para mí. Era como las que recordaba de mi vida humana. Se hallaba en medio de un bosque en el que cazar y a poca distancia de la gente. De una de sus ventanas colgaban las palabras: ‘Se vende’.

Recuerdo ese cartel y también que pensé que era inútil, pues nadie lo vería. De hecho, la compraron gracias al anuncio en Internet.

—Determiné que la quería para mí y, sin más, me instalé. Un día llegó un hombre.

—El coleccionista de antigüedades –reconozco.

—Puede. Seguía pensando que toda la sociedad era tan supersticiosa como los que habitaban cerca de mi castillo, así que me dediqué a dejar patente alguna de mis capacidades sobrehumanas y amenazarle con que si no me entregaba la casa, acabaría con su vida entre grandes tormentos. Me lanzó la llave antes de salir corriendo despavorido. Hasta ahora no se ha atrevido a volver. Dijo algo de que yo era la hija muerta.

—Supongo que te confundió con el espectro de mi madre. Mi abuelo le comentaría que se desprendían de su hogar porque su recuerdo estaba muy presente. Creo que se tomó las palabras literalmente.

Me imagino al pobre hombre huyendo de un fantasma. Quizá Anaïs esté haciendo lo mismo, porque los dos nos echamos a reír.

Una vez paramos, retoma el hilo de la narración.

—Luego el destino me condujo hasta ti. ¿Recuerdas que la noche que nos conocimos creías que te había atacado un animal salvaje?

Asiento con la cabeza.

—Fui yo. Estuve a punto de matarte. David, quiero que seas consciente de ello. Estaba de caza cuando tu olor llegó hasta mí. En esos momentos, resulta muy difícil reprimirse. Me abalancé sobre ti. Faltó poco para que te mordiera y bebiera toda tu sangre, dando fin a tu vida. Y no ha sido la única vez.

—Sí, pero no lo hiciste –constato, viendo su cara de sufrimiento al imaginar esa posibilidad.

—Sí… no sé por qué. Me encontraba fuera de control. Iba a clavarte mis colmillos cuando la luna iluminó tu rostro y sucedió: me recordaste algo o a alguien y no pude hacerlo. Te llevé a mi hogar para que no murieras de frío; temblabas muchísimo. Al despertarte, te eché porque no estaba segura de poder controlar el deseo. Pero lo que no me esperaba era que volvieras. Y tú regresaste, cargado de buenas intenciones, con ganas de agradarme, de tratarme como a una de vosotros. Me pareció la oportunidad perfecta para intentar integrarme. Comencé a fingir. Luego me ofreciste tu amistad. Me resultó increíble que quisieras hacerlo; fue un detalle muy bonito para mí. Ahí comenzó lo del conejo tonto.

—Ah, por fin vas a explicármelo.

—Sí, bueno, es bastante sencillo. Hice una metáfora: yo era una loba y tú un conejo tonto que se exponía inocentemente al peligro. Ahora mismo, agradezco que lo hicieras.

»Me di cuenta de que me estaba enamorando. No me pareció que eso estuviera bien. Es una relación peligrosa, antinatural. Así que traté de mantenerte alejado, pero tú te empeñaste en permanecer junto a mí. Al descubrir el nuevo efecto que tenía la luz en mi cuerpo, pensé que quizá no fuera tan disparatado, que no fuésemos tan distintos una vez que yo pude regresar al mundo del día y decidí intentarlo.

—Me alegro de ello. Eres lo mejor que me ha pasado en la vida.

—David, ¿cómo puedes decir eso? ¡Soy lo peor que te ha podido pasar! Tendrías que padecer pesadillas conmigo. ¿Has escuchado la parte del discurso en la que se dice textualmente que estuve a punto de matarte? Una vez en el bosque, otra en mi casa por culpa del murciélago, otra, también allí, la noche que nos besamos y me dejé llevar demasiado. Y no sólo eso, sino que además ahora Doryan se ha propuesto acabar contigo.

—Me da igual; todos esos riesgos merecen la pena por ti.

Anaïs se incorpora, dando unos pasos nerviosos por la habitación.

—No deberías decir esas cosas ni mucho menos sentirlas. ¡No puedes amarme! ¡Estoy muerta!

Yo también me pongo en pie y voy hasta ella. La rodeo con mis brazos, como si fuera capaz de protegerla así de sus preocupaciones internas.

—¿Muerta? No lo creo. ¿Sabes? Mi madre tenía un poema que le gustaba mucho. Solía recitarlo en voz alta. Espera un momento, a ver si soy capaz de acordarme.

A mi mente acude su voz, pronunciando cada palabra con pasión y entrega total.

—Ya lo tengo, decía así:

“La mente tiene mil ojos,

 uno sólo el corazón;

 y, aun así, la luz de toda una vida

 se extingue cuando muere el amor”.

—Francis W. Bourdillon —reconoce.

—¿Ya te lo sabías?

—He leído todos los libros que encontré en la casa de tus abuelos. Puedo recordar cada palabra, cada letra, cada signo de puntuación. Esa estrofa en concreto, estaba subrayada con rotulador fluorescente rosa.

—Debió de ser mi madre.

—Seguro.

—¿Y qué crees que quiere expresar el poema? –le pregunto.

—Es sólo eso, un poema, ya está. No tiene por qué significar nada; basta con que sea hermoso.

—Mi madre siempre afirmaba que todo poema tiene un sentido. Por eso te he recitado éste, porque lo que yo entiendo es que la vida se acaba cuando no hay amor, por lo tanto, mientras haya amor habrá vida. Dime, ¿es tu corazón capaz de amar? ¿Puedes apreciar la belleza y verla a tu alrededor?

—Puedo verte a ti; tú eres bello y te amo –contesta ella clavando sus profundos ojos negros en los míos.

—Pues entonces, estás viva. No importa que tu cuerpo no respire, que tu corazón no lata. Mientras ames, estarás viva.

—En ese caso, tú eres mi vida, mi amor, mi puente entre la vida y la muerte.

—Así es el amor: un puente entre lo visible y lo invisible –concluyo.

—No me lo habías dicho –murmura Anaïs con la cabeza apoyada en mi pecho.

—¿El qué?

—Que eras poeta.

—No lo soy. Ya te he confesado que lo que he recitado no es mío.

—No me refiero a eso, sino a todo lo demás. Ha sido precioso, gracias.

—Todas mis palabras las has inspirado tú.

Sonríe.

—Te quiero –susurra.

—Y yo te amo –replico.

—Eso no vale; has dejado lo que yo he dicho como si fuera poca cosa.

—Es que es poca cosa. Acabo de convertirme en poeta por ti y tú sólo eres capaz de decirme ‘te quiero’.

—Está bien, pensaré algo más original. Ahora deberías dormir, es tarde.

—¿Y tú, no necesitas meterte en un ataúd o colgarte de algún sitio? –consulto inseguro.

—Pablo te ha puesto demasiadas películas. Nosotros no dormimos.

—¿Nada?

—Nada.

—Debe quedarte mucho tiempo libre.

—Mucho. Y todo lo dedico a pensar en ti. ¿Te das cuenta? Eso ha sido más original.

—Que va, está también muy visto.

—Pero, ¿con cuántas chicas has salido?

—¿Yo? Con ninguna. Al contrario que tú, que te guardaste el pequeño detalle de estar casada.

—No estamos casados –se defiende.

—Bueno, no importa, ya lo discutiremos mañana. Es cierto que ahora tengo ganas de dormir –reconozco. Mis ojos deben realizar un gran esfuerzo para permanecer abiertos.

Bajo su atenta mirada me quito la camiseta y los pantalones, quedándome en ropa interior. Me introduzco en la cama.

—¿Te quedarás esta noche?  

—Velaré tu sueño –asiente ella.

Antes de acomodarse junto a mí se agacha sobre el escritorio para apagar la luz del flexo que ilumina la habitación. Su cadena de oro oscila en el aire, colgando de su cuello.

—No me has contado la historia de ese medallón que siempre llevas –comento.

Dirige una de sus manos al pecho para atraparlo entre sus dedos. Lo mira durante unos instantes, como si en él tuviera escrita la respuesta. Finalmente, levanta la cabeza para observarme.

—La desconozco. Ya te he dicho que hay detalles que no recuerdo. Es como si toda mi vida estuviera escrita sobre un viejo libro que ha sido sumergido en el agua y la tinta se ha corrido, dejando unas partes legibles, otras difíciles de interpretar y, la gran mayoría, borradas. Todo lo que te conté me ha costado años deducirlo. Este collar lo llevaba el día que desperté a mi nueva existencia. Es lo único que conservo de mi vida humana.  

—¿Y no sabes qué significa la fecha grabada por detrás?

—Me lo he preguntado muchas veces, pero por ahora continúa siendo un misterio. Algún día lo descubriré, espero.

—Ya verás como sí.

Anaïs se tumba a mi lado. Por la ventana entra un ligero resplandor procedente de la luna que me permite apreciar su rostro bañado en plata.

—Buenas noches –me desea.

Cierro los ojos a la espera de que el sueño se apodere de mí. Pero vuelvo a abrirlos a los pocos segundos.

—Primero, quiero ver una cosa –anuncio.

Dirijo una mano hasta sus labios y dejo al descubierto sus caninos. Son como los de cualquier otra persona.

—No tienes colmillos –observo.

—No quieras verlos. Únicamente aparecen cuando se despierta nuestro instinto cazador, es decir, cuando vamos a morder. Así que, mejor que nunca los contemples.

 —Creo que a Pablo no le importaría que eso supusiera su final con tal de poder admirarlos. De hecho, me parece que la vida se ha equivocado: me ha dado a mí su sueño, que no es otro sino vivir una historia sobrenatural.

—Querrás decir historia de terror.

—Tú no eres terrorífica.

—¿Y por lo que has pasado hace unas horas? Has estado a punto de morir.

—Pero tú me has salvado. Claro, que si fuese un cuento de hadas, yo sería el que tendría que rescatarte a ti. No es muy común que sea la princesa la que socorra al príncipe.

—Si te sirve de consuelo, todavía no he conseguido ponerte a salvo. El juego acaba de comenzar.

—¿Juego?

—¿Has oído alguna vez eso de ‘tu vida no es un juego’?

—Sí.

—Pues para Doryan, sí lo es. Por eso hoy te ha dejado marchar. Le atrae la idea de esta cacería. Tú eres la presa y hay dos equipos: uno que intenta poner fin a tu vida, él, y otro que intenta protegerte, yo. La eternidad puede resultar muy aburrida. Esto es sólo un fugaz entretenimiento para Doryan. Procurará que dure un tiempo hasta que, finalmente, se canse. No sé qué estará planeando ahora mismo, pero quizá tengamos unos días de tranquilidad hasta que mueva ficha.

—Pero este juego no es justo; sólo él puede triunfar.

—¿Tan seguro estás de que no podré protegerte?

—No, no es eso. Es que nosotros nunca podremos ganar. Él buscará una y otra vez la forma de darme muerte, porque mientras tú venzas seguirá habiendo presa. Sólo si muero llegará este juego a su fin y, entonces, él será el campeón.

—No dejaré que eso ocurra, te lo prometo.

—En ese caso, la situación se prolongará toda mi vida.

—Pues yo velaré todo ese tiempo por tu seguridad.

—Confío en ti.

—David –me llama tras unos instantes.

—¿Sí?

—Eres consciente de que no puedes revelarle a nadie mi naturaleza, ¿verdad?

Claro que soy consciente; si fuera diciéndolo por ahí me tomarían por loco. Pero, en lugar de decirle esto a Anaïs, contesto con una promesa.

—Será nuestro secreto.

Por unos instantes se muestra desconcertada.

—¿Qué pasa? ¿He dicho algo que no debía?

—No, no. Es que... No sé.

Ahora estoy yo tan desconcertado como ella. Anaïs parece estar esforzándose mucho por concretar aquello que la ha alarmado, pero la frustración al no ser capaz de lograrlo es patente en su rostro. Prefiero no presionarla.

Se rinde.

—Será nuestro secreto –acepta al fin.

Vuelvo a cerrar los ojos. Sí, sin duda estoy viviendo uno de los sueños de Pablo. Sueños... Eso me recuerda todos los que yo he tenido con Anaïs. Ahora entiendo su significado: las sombras que la rodeaban y que habían hecho su alma prisionera… No me creyó cuando le dije que podía escapar, pero quedó demostrado la mañana en la que la luz del día le abrió los brazos y nos mostró su verdadero interior, que brilla como la superficie de un mar de aguas cristalinas. También cobra sentido el último, aquel en el que estaba ligada a un hombre lobo. Éste simboliza su parte salvaje, sus instintos, como Anaïs lo ha catalogado. Está encadenada a su naturaleza de vampiro y por eso quería alejarse de mí, para llevarse con ella su parte asesina y de esta manera protegerme.

—Pero las cadenas se pueden romper –murmuro sin percatarme de que lo hago en voz alta.

—David, ¿de qué cadenas hablas? –pregunta Anaïs, que no ha seguido el curso de mis pensamientos.

—De las del hombre lobo –contesto.

—Los hombres lobo no existen –me asegura.

Levanto mis párpados para mirarla divertido.

—Ni los vampiros, ¿no?

 

Sorprendentemente, esta noche no me visitan nuevas pesadillas. Quizá sea porque la fría mano que aprieto entre las mías, me aporta seguridad.

 
Corazón de sombras
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