Capítulo 14. Reencuentro.

 

~La prisionera de las sombras~

 

He tomado una decisión: voy a desafiar las reglas del juego. Me quedo con David, aprovechando cada segundo de su corta vida, fingiendo que nada nos separa, que soy tan humana como él.

Corro hacia el bosque. Está anocheciendo. Deseo saciar mi sed antes de regresar. No puedo permitirme acudir a su encuentro con necesidad de sangre, por mínima que sea. No debo ponerlo en peligro.

Me interno en la maleza. Una desagradable sorpresa me espera. Gente en mi reserva de caza. Los observo desde lo alto de un árbol. Visten de uniforme y sobre sus coches, aparcados en el camino de tierra, brillan unas luces parpadeantes. Los identifico: policías. En este mundo son considerados una autoridad. ¿Por qué están aquí? Ignoro la respuesta, pero no quiero que permanezcan por más tiempo en mi territorio, por su propio bien y por mi promesa de no matar personas. Esto me recuerda la sed que siento. Los últimos días, pasados en una gran ciudad, apenas he podido alimentarme. Tuve que conformarme con unas escasas palomas. No me gustan los pájaros; el tacto de las plumas en la boca es una sensación ciertamente desagradable.

Los momentos vividos con David no hacen más que estimular mis deseos. Sonrío al recordar sus besos, la cercanía de su cuerpo... y su sangre fluyendo agitada. Mis uñas se clavan en la rama a la que me sujeto. Observo a uno de los agentes, una mujer morena, alrededor de treinta años, cuerpo en forma... Saboreo su olor en el aire, un bocado suculento. Una vida joven llena de energía, fuerte gracias al entrenamiento. Ummm, sí, delicioso.  Me agarro con más ímpetu y la madera se quiebra. Doy un salto y me coloco sobre otro árbol. Todos se vuelven al oír el crujido y acompañan la rama con la mirada hasta que da en el suelo. Ahora estoy más cerca de mi apetecible tentempié. Noto una punzada en mi boca, los colmillos están comenzando a crecer. ¡No! Tengo que salir de aquí. 

Me alejo con prontitud, brincando de copa en copa.

Llego al claro en el que se yergue la mansión. Desciendo, pero no me dirijo hacia la casa. Ahora lo que me apetece es cazar, cuanto antes mejor, lo más lejos posible de las personas que han invadido mi bosque. Por eso ni siquiera le dedico un vistazo.

He encontrado un rastro. Por el olor deduzco que se trata de un lobo. Sí, eso me satisface, un animal grande y que además presentará batalla, que medirá su fuerza con la mía.

Me abandono a mi búsqueda. El mamífero ha pasado hace ya un tiempo por aquí. Ocupo todos mis sentidos en localizar dónde se encuentra. Si no hubiera estado tan concentrada, habría intuido sin problemas la presencia que me seguía y que me daba alcance mientras yo intentaba cobrar mi pieza. El cazador cazado.

Descubro a mi presa, que a su vez está acechando a otra. Curiosa la cadena de cazadores que se ha formado. Me dispongo a atacar. Me hallo en pleno salto cuando algo impacta contra mi cuerpo. Me doy la vuelta en el aire y en vez de golpearme al caer, aterrizo sobre el suelo limpiamente, dispuesta a hacer frente a la amenaza. Sin embargo, al contemplar a mi oponente, me quedo paralizada. No puede ser. Me olvido de ‘respirar’, costumbre que me he obligado a adquirir aunque sigue siendo tan inútil como antes. Frente a mí hay otro vampiro. Me observa con sus ojos rojos listo para el combate. Me gruñe, enseñándome los colmillos. Los míos también sobresalen, preparados para defenderse. Pero yo no lo estoy. Me encuentro bloqueada ante la imposibilidad de lo que veo. Doryan y yo somos los únicos. No puede haber ningún otro.

Aquel que no puede ser se abalanza sobre mí. Para no existir, el topetazo que me da es bastante real. Me hace daño, a mí, que nada logra lastimarme, nada... excepto alguien como yo.

La próxima vez lo estoy esperando. Al intentar agredirme, lo esquivo y le araño la cara con mis garras. Su sangre escurre entre mis dedos. Eso lo enfurece aún más. Consigue tumbarme en el suelo. Sus manos aprietan mis hombros para impedir que me levante. Constato que es mucho más fuerte.

—Maldita pariah –masculla—. Voy a matarte.

No hace falta que me avise, ya he visto sus intenciones. Pero, ¿es posible matar a un vampiro? Creía que la respuesta era negativa. Claro, que también creía que el que en este mismo instante me amenaza no existía.

¿Cuántas veces he anhelado morir de verdad? Muchas. Y en el momento presente, en el que mi deseo va a cumplirse, ya no lo quiero. No ahora que he decidido darnos una oportunidad a David y a mí.

Muerdo una de las manos de mi agresor. Agarro con la boca su dedo índice y lo retuerzo. Oigo el chasquido del hueso al partirse. Aúlla de dolor. No obstante volverá a encontrarse en perfecto estado dentro de unas horas. Dentro de unas horas... Soy consciente de que nuestro combate podría alargarse indefinidamente en el tiempo. Los dos hiriéndonos y más tarde recuperándonos. Sólo que no estamos en igualdad de condiciones: él sabe cómo matarme; yo lo desconozco. Así pues, mi única opción de sobrevivir es defenderme hasta que amanezca y él tenga que huir. Porque no podrá mostrarse al sol, ¿verdad? ¿O se nos ha concedido este regalo a todos los vampiros a la vez?

Pruebo a erguirme, aprovechando la distracción. No me lo permite. Rodea mi garganta con las dos manos, ejerciendo presión. ¿Quiere ahogarme? Qué estupidez, debe conocer tan bien como yo, que no necesito respirar. Comienza a empujar mi rostro, tirando de la mandíbula. No, su objetivo no es ahogarme, pretende separarme la cabeza del cuerpo. ¿Puedo regenerarla por completo? Lo dudo. ¿Es ésta la forma de matar a un vampiro, la decapitación? Él parece convencido de que sí y yo no deseo comprobarlo.

Tiro de sus muñecas intentando alejarlas de mí. Compruebo una vez más que su fuerza es superior a la mía. Oigo mi cuello crujir. Comienzo a sentir punzadas de dolor. Pataleo desesperada.

En este momento, aquél que amenazaba mi vida es derribado. Todavía tumbada en el suelo, me giro para observar qué ha ocurrido. Dos vampiros forcejean a mi lado. ¿Otro más? Y, por si fuera poco, el recién llegado no se muestra más amistoso que el primero. Me ignoran enzarzados en su pelea, pero antes o después, uno de ellos vencerá y vendrá a por mí. No pierdo más tiempo en estudiarlos y comienzo a correr, alejándome, perdiéndome en el bosque.

Transcurridos unos minutos, me detengo. No debo abandonar la protección de la tupida maleza. En campo abierto sería más fácil localizarme. Me quedo agazapada entre unos matorrales. Adopto una posición inmóvil. Si soy silenciosa no podrán encontrarme. Carezco de un corazón cuyo latir testimonie mi presencia y tampoco poseo sangre viva que me delate con su olor.

Algo avanza hacia mí. Demasiado sigiloso para tratarse de un humano o animal, pero lo suficientemente ruidoso como para que yo lo detecte. Comprendo que la batalla ha finalizado y el vencedor me busca. Mi única alternativa es quedarme cobijada hasta que amanezca, confiando en que el sol no sea tan benigno con él como lo es conmigo.

Está cerca. Sus pasos suenan próximos. Lo veo aparecer entre los árboles. Mi vista se ve obstaculizada por las hojas y ramas tras las que me oculto, pero puedo apreciar su figura. Me fijo entonces en su rostro. Una palabra escapa de mis labios, evidenciando mi posición.

—Doryan.

Él se gira; me ha descubierto. Sus ojos carmesíes se clavan en mí. Abandono mi escondite, abriéndome paso entre la espesura.

—Anaïs –me llama él.

Quince años sin vernos. Eso apenas es tiempo para nosotros, pero tras el momento de verdadero terror que he vivido, su familiaridad me reconforta. No logro evitar agradecer que sea él quien esté aquí y no alguien dispuesto a hacerme daño. Me precipito en sus brazos. Observo que su camisa está rasgada. Comprendo que ha aparecido de repente para socorrerme. Doryan, atento a mi mirada, se desprende de la blusa, inservible ya, mostrándome su torso desnudo. Acaricio con mi mano allí donde las garras lo han herido. Su piel se está regenerando.

—Me has salvado.

—No iba a permitir que te hicieran daño —contesta.

—¿Qué ha ocurrido con el otro vampiro?

—Lo he matado.

—¿Cómo?

—De la misma forma que él pensaba hacer contigo.

Me llevo las manos al cuello instintivamente, como si todavía debiera protegerlo.

—Tranquila, ya estás a salvo –dice apartando mis manos.

Besa mi garganta, justo sobre las dos pequeñas marcas que permanecen en ella, la única cicatriz que mantiene mi cuerpo, la constatación de lo que soy, de lo que él me hizo, de que a partir de aquel momento le pertenezco. Dos heridas que significan demasiado en comparación con su pequeño tamaño. Las he cubierto con maquillaje para que David no pueda verlas nunca, para fingir que no existen. Pero el ojo de Doryan no es humano; él las percibe sin dificultad y está orgulloso de ellas.

Advierto cómo todas mis fantasías se desmoronan ante el peso de la realidad. Mis intentos de engañarme a mí misma pensando que puedo cambiar, que podré vivir feliz con David. Tengo ya demasiados años, he vagado mucho tiempo por estas tierras y debería saber que la vida no es bella, que no es un sueño; es una pesadilla que a veces nos confunde con sus colores y nos hace creer que deseamos experimentarla, pero es mentira. Antes o después hay que despertar y a mí me toca ahora. No he sido honesta conmigo misma, no puedo cambiar lo que soy. Nunca podré olvidarlo; de eso ya se encargará Doryan.

—Te he echado de menos –confiesa.

Carezco del valor suficiente para decirle que yo a él no. Aunque quizá, tampoco sea del todo cierto. Antes de conocer a David sí que lo añoré bastante, sobre todo los primeros años.

Comienza a besarme. Mi primer impulso es apartarme, pero su boca sabe a sangre humana. Eso despierta mis instintos tanto tiempo reprimidos. No logro resistirme, la recorro con mi lengua, la saboreo. Y una parte de mí se siente bien, le gusta. Besos desenfrenados que se prolongan infinitamente. Ninguno de los dos tiene necesidad de pararse a coger aire. Me abandono sabiendo que no le haré daño. No me reprimo: cuando mis colmillos sienten la necesidad de morder, no los contengo. Le obligo a tumbarse en el suelo y se los clavo en el cuello. Su sangre fluye hasta mí. No alimenta, ni siquiera tiene buen sabor porque está muerta. Pero al beber un vampiro de otro se comparten sentimientos. Saboreo sus emociones: la alegría de que me encuentre de nuevo con él, su pasión, sus ganas de poseerme. Y, a través de este canal, su deseo me invade, se mezcla con el mío y hace que me olvide de todo. Ahora sólo anhelo tenerlo más cerca. Me separa de su cuello para poder alcanzar mis labios otra vez. Me besa con avidez, como si necesitara beber de mi boca tanto como precisa sangre fresca.

Llega su turno. Noto el dolor de los colmillos al clavarse, pero éste se desvanece en seguida y me siento fluir cuando comienza a absorber, creando esa íntima conexión entre nosotros. Me dejo ir, introduciéndome en su cuerpo a través de sus labios. Pero él se separa con un movimiento repentino. Escupe como si le quemara. Este gesto me duele. Ha tirado mi sangre, me ha rechazado, despreciado. Se lleva una mano a la garganta como si un ser invisible la estuviera apretando, ahogándolo. Con la otra, se agarra a mi brazo para no caerse. Pero los vampiros no se ahogan, no necesitan sujetarse, no se caen.

 —¡Doryan! ¿Qué te pasa? –pregunto asustada.

Lo zarandeo; está rígido. Paulatinamente vuelve a moverse, despertando de su entumecimiento.

 —Tu sangre me envenena –explica.

Niego sin comprender.

—No es posible, ya las has bebido en numerosas ocasiones. Jamás ha ocurrido nada.

—Sí, pero eso fue antes de que te convirtieras en una pariah.

—El otro también me llamó así. ¿Qué significa?

—Un pariah es un vampiro que se alimenta de sangre animal, una vergüenza para nuestra especie, un renegado.

—¿Me estás diciendo que hay más como yo? –inquiero, emocionada ante esa perspectiva.

—No. Se dieron sólo dos casos en la antigüedad. Ambos fueron asesinados. Como comprenderás, no eran del agrado del resto.

Con esas palabras arranca de raíz mis ilusiones.

—Por eso me atacó –deduzco, recordando a la criatura a la que Doryan ha dado muerte.

—Sí.

—¿Cómo supo que era una pariah y no un vampiro normal?

—Porque tus ojos ya no son rojos; han recuperado el color que tenían cuando eras humana.

—Pero antes de atacarme no me había visto los ojos.

—No. Entonces te atacaba por ser un vampiro. Supongo que él debía de habitar por aquí cerca. Cuando se enteró de tu presencia en la zona, decidió eliminarte, asegurar su coto de caza. No nos gusta compartir. De todas formas, al ser tú una vampiresa quizás hubierais llegado a un acuerdo, pero tus ojos te delataron.

—¿Y cómo sabía que yo estaba aquí?

—En realidad, debía buscarme a mí. Maté a dos humanos.

—¡¿Mataste a dos humanos?! –digo horrorizada.

Por un instante, me aterra la idea de que uno de ellos sea David, al fin y al cabo quién si no, iba a internarse en el bosque. Pero desecho ese temor; acabo de hablar con él.

—Es lo que hacemos los vampiros, Anaïs, matamos –me recuerda con severidad—. Les desgarré la garganta después de beber su sangre para que no se apreciaran las dos marcas en el cuello cuando los encontraran y así no imaginaran la causa de su muerte.

—Creo que la sociedad de hoy en día se ha vuelto muy escéptica. No lo habrían relacionado con un vampiro.

—Pero eso no es suficiente como para engañar a uno de los nuestros –continúa con su aclaración, haciendo caso omiso de mi comentario. No le gusta que le interrumpan—. Vino a por mí, pero te encontró a ti.

Recapacito sobre todo lo que me ha dicho.

—Hay más como nosotros. Me engañaste –le acuso.

—Lo hice porque te quiero.

—¿Qué hay de amor en una mentira? –increpo.

—¿Acaso tú nunca has mentido a alguien a quien quieres? ¿Siempre le has dicho la verdad, toda la verdad? –pregunta él como respuesta.

Lo dice como si se tratara de un comentario inocente, casual. Como si insinuara que yo no fuera sincera con él, porque ¿a quién más quiero aparte de él? Doryan no lo sabe, no puede saberlo. Pero yo sí. David. Es cierto que no le he dicho toda la verdad.

Recuerdo que hace unos instantes me he besado con Doryan, he compartido mi sangre con él y he estado a punto de compartir mi cuerpo. ¿Qué he hecho? He traicionado a mi amor. Me siento terriblemente mal. Me levanto y comienzo a andar.

—¿A dónde vas? –demanda Doryan.

—A cazar. Me han interrumpido cuando daba alcance a mi presa.

Sin embargo, en vez de buscar un nuevo bocado, regreso a mi mansión.

Me doy cuenta de que los paños negros vuelven a cubrir las ventanas. Comprendo que Doryan la ha ocupado en mi ausencia. Pero yo no los quiero ahí. Ya no pertenezco a la oscuridad, he vivido en la luz y no pienso renunciar a ella nunca más. Y mi hogar debe ser luminoso, todo lo posible. Entro. Me acerco a la primera ventana. Tiro de la tela.

—Si los quitas, tendré que volver a ponerlos –hace notar.

Me ha seguido. Ahora se apoya en el marco de la puerta, todavía abierta.

—Ser una pariah implica algunos cambios, ¿verdad? Aparte de los ojos, me refiero. Puedo mostrarme a la luz del sol, no me daña y mi sangre envenena a los que como tú, se alimentan de humanos. ¿Hay algo más?

—También debes tener en cuenta que tu velocidad y tu fuerza se ven disminuidas –contesta.

—¿Eso es todo?

—Sí.

Debo reconocer que no sé si está mintiendo. Una vez que soy consciente de que me ha ocultado cosas, no puedo confiar en él. Pero su semblante no me da pistas sobre sus pensamientos. ¿Cómo, tras siglos enteros de convivencia, no soy capaz de saber si me engaña? ¿Cómo es que lo conozco tan poco? Sin embargo, él a mí sí me conoce; estoy segura de que sabe interpretar cada gesto de mi cara.

—También te reservaste esto. Te propuse subsistir de animales y tú me hiciste creer que era una locura, que era imposible. No me confesaste que antes ya hubo quien lo intentó. Me hiciste dudar.

—¿No te das cuenta de que lo hice para protegerte? ¿Qué les pasó a los otros? Los mataron. Sabía que si continuabas por ese camino, a ti también te matarían.

—¿Y tú, no vas a matarme? –le reto.

—Podría si quisiera.

—¿Y por qué no lo haces? Soy una pariah, ¿no?

—Pero pronto dejarás de serlo.

—¿Ah, sí?

—Voy a encargarme de ello personalmente.

—¿Vas a obligarme?

—Si es necesario, lo haré –asegura.

Ha cerrado la puerta. Ahora se sitúa junto a mí. Me arrebata el paño negro y vuelve a colocarlo en su sitio.

—¿Por qué estás aquí? Cuando te dejé me prohibiste que volviera. No obstante, ahora eres tú el que viene a mi encuentro.

—Estoy aquí para protegerte. ¿Qué habría ocurrido si no llego a intervenir en el bosque, Anaïs?

No respondo. Giro la cabeza para esquivar sus ojos. Él me agarra por la barbilla para obligarme a darle la cara. Me estudia.

 —Has cambiado mucho –observa—. Mírate.

Sé que se refiere a mi nuevo aspecto: mi ropa y peinado. Ya que mi rostro, aparte de mis ojos, se mantiene igual, inmune al paso del tiempo.

 —Me he modernizado; estaba totalmente desconectada de este mundo.

 —¿Desconectada? –inquiere extrañado.

—También he actualizado mi lenguaje. Ahora hay términos nuevos que definen mucho mejor la realidad actual.

 —Si no te hubieras marchado, podríamos habernos modernizado juntos, si es que eso tanto te preocupa –me reprocha.

Lo dice como si a él no le hubiera importado acompañarme en este viaje, aunque en verdad, lo que ocurre es que le irrita que yo vaya un paso por delante.

 —Estás demasiado anclado en los viejos patrones y costumbres. Te gustan, nunca los habrías cambiado. ¿Sabes? Ahora la mujer es independiente. Elige con quién casarse o si le apetece hacerlo, no está obligada. Puede vivir en su propia casa, proceder como le dé la gana sin el consentimiento de un hombre, sin su supervisión. No necesitan a nadie y yo no te necesito. No te quiero aquí.

Su mirada se endurece; está enfadado. Antes de mi marcha en ningún momento le había plantado cara. Nunca había contado mi opinión, porque siempre se hizo lo que él decía. Era el rey, mi rey y a los monarcas no les gusta que se les subleven los súbditos.

Me empuja y me aprisiona entre su cuerpo y la pared.

 —No te permito que me hables así. Yo estaré donde quiera estar y tú permanecerás a mi lado, que es donde te corresponde. ¿Me has entendido?

Fijo la vista en él, desafiante y no contesto. Sus colmillos brillan en la oscuridad, dándome a entender lo enojado que está. Me agarra del cuello y me eleva en el aire unos centímetros.

 —Te he preguntado que si me has entendido –repite.

Como sigo sin hablar me clava las uñas en la carne. Suelto un gemido de dolor. Él aprieta más fuerte.

Dejo escapar un ‘sí’ ahogado.

 —Más te vale –dice lanzándome por los aires. Aterrizo en equilibrio sobre la barandilla que acompaña la escalera. Doy un salto y me coloco sobre los peldaños, los subo y me encierro con un portazo en la que he elegido como mi habitación, la que antes fuera de David.

Me dejo caer en la cama, mientras las heridas que me ha producido se cierran. Abrazo la almohada. Todavía huele a él, más que antes, debido a que hace poco durmió sobre ella. Evoco cuando descubrí que podía exponerme a la luz, cuando me acosté a su lado en este mismo lecho y me hice la dormida para que no sospechara. Fue la mañana después de que nos besáramos, de que él se atreviera a dar ese paso sin ser consciente de lo que estaba haciendo. A mi mente acuden más recuerdos, los pocos momentos que hemos compartido y que ahora me parecen lejanos, efímeros. Los únicos que podremos compartir, porque Doryan ha vuelto y no se va a marchar sin mí.

Sí, me encantaría ser capaz de llorar. En esta situación, sería genial disponer de lágrimas para dejar escapar mis miedos, mi certeza de que he regresado al Infierno, de que mi pequeña escapada al Cielo ha llegado a su fin. Y cuanto más alto te encuentras, más duele la caída.

Poco después, la puerta se abre. Doryan se sitúa a mi lado.

 —Mi princesa oscura –me susurra.

Yo continúo sin mirarle. Él me aparta el pelo de la cara con delicadeza. 

 —Me gusta el cambio que te has hecho –comenta jugueteando entre sus dedos con un mechón de mi flequillo.

 —No lo creo; es demasiado moderno para ti –respondo.

 —Todo lo tuyo me gusta.

 —Excepto mis decisiones –hago notar con acritud.

 —Sólo si son equivocadas. Pero tú elegiste esta casa y me encanta, se asemeja a las de antes. Podemos vivir aquí todo el tiempo que quieras.

 —Vivir es un eufemismo para lo que nosotros hacemos.

 —¿Por qué muestras esa actitud? Pensé que te alegrarías de verme.

 —He cumplido la condición que me impusiste; no he vuelto a buscarte.

 —Debes entenderme; estaba enfadado, querías abandonarme.

 —No, yo únicamente quería cambiar de vida. Fuiste tú el que no quiso acompañarme en ese camino.

 —Mi amor... –dice él con ternura, dándome un suave beso en la mejilla.

Sí, cuando se lo propone puede resultar muy cariñoso.

 —Tú no sabes lo que es el amor.

 —¿Y qué es lo que siento por ti?

 —Posesión. Convencimiento de que soy tuya. Es todo lo contrario, Doryan –me vuelvo para mirarlo a los ojos —. El amor es libertad, entregarse al otro por propia voluntad, sin necesidad de control, respetando sus deseos y anteponiendo su felicidad a la tuya.

 —Yo quiero hacerte feliz.

 —Eso no es cierto.

 —Déjame demostrarte que sí lo es –me pide, introduciendo una mano bajo mi camiseta—. Al menos esta ropa parece más fácil de quitar; los otros vestidos tenían muchos botones en la espalda.

¿Cómo se las arregla? ¿Cómo es capaz de lograr que un escalofrío recorra mi cuerpo en respuesta a su contacto? Debo apartarme de él, no caeré de nuevo. Por David, por mí.

—Tengo que ir a cazar –me excuso—. Siento verdadera sed.

Unos segundos después, ya estoy corriendo en busca de un buen botín. Me concentro en rastrear, en olfatear el aire intentando olvidar, ahogar ese horrible sentimiento de culpa y odio hacia mí misma al recordar mi escena con Doryan en el bosque. ‘¿Cómo he podido hacerte esto, David?’ Si Doryan no hubiera parado, si mi sangre no le hubiera producido ese extraño efecto, ¿habría llegado hasta el final, olvidándome por completo de él? Y me duele admitir que seguramente la respuesta a esa pregunta hubiera sido un ‘sí’. ‘Lo siento. Te juro que no volverá a pasar’.

Corazón de sombras
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