Capítulo 13. Sospechosos.
~El muchacho de los ojos azules~
Me muevo inquieto en la cama. Tengo frío. Me da la impresión de que la habitación está helada. Tiro de las mantas hasta taparme el cuello. Me hallo en ese extraño estado, tierra de nadie, entre la vigilia y el sueño. Deseo volver a este último reino, pero algo en mi mente no me lo permite. Alguna alarma activada sin yo saberlo, se mantiene parpadeante diciéndome que debo permanecer alerta. ‘¡Peligro! ¡Peligro!’. Intento hacer callar esa voz para poder seguir con mi descanso.
Noto una presencia extraña en mi habitación. Abro los ojos. Por un segundo creo vislumbrar dos destellos rojos. Oigo un golpe contra el suelo. Sin querer, se me escapa un grito que rasga el silencio de la noche. Me enderezo mientras mi mano busca con frenesí el interruptor de la lámpara de la mesilla. En su desesperado avance, hace caer el odiado despertador que reposaba tranquilamente sobre ella. Lo encuentro. La luz inunda el cuarto.
Realizo un rápido reconocimiento. Nada, no hay nada que antes de acostarme no estuviera. Todo aparenta permanecer en su sitio.
Algo llama mi atención. La ventana está abierta. La cortina que la cubre se agolpa en un lateral, descorrida para dejar paso libre. Su liviana tela se agita debido a las ráfagas de aire que entran. Su movimiento se me antoja fantasmal.
Me levanto y me asomo por ella. La calle se encuentra desierta. Erguidas como vigilantes, las farolas luchan contra la penumbra esgrimiendo la escasa luminosidad que son capaces de producir. Una de ellas parpadea, haciéndome guiños. Supongo que alguno de sus componentes debe hacer mal contacto. Ahí fuera tampoco hay nada que desentone. No se me ocurre mirar hacia arriba, ¿para qué? Sé que allí sólo encontraré las estrellas.
Observo atemorizado, que el picaporte de mi puerta ha comenzado a moverse. Mis miedos no se han evaporado del todo y no me atrevo a elucubrar quién o qué pretende entrar.
La aterradora imagen de mi padre con cara adormecida, vistiendo un pijama azul que se le ha quedado demasiado ancho, se muestra ante mí. Suspiro aliviado.
—¿Qué pasa, David? Te he oído gritar –se preocupa.
—Nada, nada. Es que se me ha olvidado cerrar la ventana al acostarme. El aire ha tirado algo y el ruido me ha asustado –miento. Últimamente me estoy convirtiendo en un experto.
—De acuerdo. Pues... en ese caso, buenas noches.
Me quedo solo. Bajo el cristal con fuerza, como si así resultara más difícil que se volviera a abrir. Echo la persiana, cosa que nunca acostumbro a hacer, ya que la luz no me molesta para dormir. Procuro calmarme. Ahora, con la ventana cerrada, como si mi habitación se tratara de una fortaleza cuya única entrada ha sido sellada, me siento protegido. La familiaridad de mi cuarto, de lo que hay en él, me otorga seguridad.
Analizo la situación con frialdad. ¿Estoy seguro de haber cerrado la ventana antes de acostarme? No. Es algo que siempre hago; forma parte de la rutina, como lo es lavarme los dientes o quitarme la ropa, pero se me puede haber pasado. Y, precisamente, porque es una acción mecánica, no logro confirmar si lo he hecho o no. Vale, supondré que la he dejado abierta. Por tanto el frío que sentía era a causa de este olvido. Ya está, asunto resuelto. Regreso a la cama. Al acercarme, observo el cuadro de Anaïs, ese que representa un amanecer, tirado junto al escritorio. Lo cojo. ¿Lo ha empujado el aire? Miro la estantería en la que estaba, reemplazando al otro. No, no es posible. La distancia hasta aquí no la recorre un objeto tan pesado por la acción del viento. Recuerdo haber oído un golpe. Debió ser el lienzo al impactar contra el suelo. Pero, ¿qué lo ha hecho caer? Vienen a mi mente los dos puntos de luz rojiza que me ha parecido descubrir. ¿Y eso qué ha sido? No tengo respuestas. Un bostezo hace que se me abra la boca. No es el mejor momento para ponerse a pensar. Regreso al calor de las mantas. Antes de poder darle más vueltas a lo ocurrido, caigo rendido.
Suena el reloj. Lo apago, molesto por sacarme con esa violencia de mi sueño. Creo que si me preguntaran cuál es el sonido al que más manía le profeso, contestaría sin dudar que el pitido de este aparato.
Cuando desperté la mañana anterior, Anaïs estaba a mi lado. Hoy no; estoy solo frente a un aburrido día de instituto. Lunes.
En el momento en el que el timbre del recreo anuncia el primer descanso, me precipito al patio en busca de Pablo. Debo asegurarme de que se le ha pasado el enfado. Lo localizo en uno de los pasillos del edificio. Me abro paso entre la masa de estudiantes que se apelotonan a la salida de las clases.
—¿Podemos hablar? –le pido, al llegar junto a él.
—No es que podamos, es que tenemos que hablar. Pero no aquí –niega.
La urgencia de su voz me sorprende. Comienza a andar y me indica que lo siga. Me conduce hasta un rincón apartado. Antes de sentarse en el suelo, lanza miradas a nuestro alrededor, cerciorándose de que nadie nos ha seguido ni nos vigila. Su extraña forma de actuar me desconcierta aún más.
Tomo asiento junto a él.
—Como ya sabes, mi padre trabaja en la redacción del periódico del pueblo –comienza a hablar.
—Sí –afirmo sin tener ni idea de adónde quiere ir a parar.
Me temo que el asunto que yo pensaba tratar no coincide con el suyo.
—Bien. Normalmente, en ese periodicucho sólo dicen gilipolleces, nada sustancioso, noticias sin fuste. Pero ayer, mi padre estuvo escribiendo un artículo muy interesante.
Abre su mochila. Saca un ejemplar del noticiero y me lo tiende. Está fechado a día de hoy.
—Mira la portada –me pide.
‘Doble homicidio en nuestro bosque’ reza el titular en letras bien grandes. Y como subtítulo las siguientes palabras: ‘Noche romántica convertida en noche de terror’.
La fotografía muestra una imagen del bosque que me es tan conocido. Desentonando con la naturaleza, se aprecia un coche rojo aparcado.
—No les dejaron sacar instantáneas de los cadáveres –explica Pablo—. La policía no quería que se corriera la voz sobre lo sucedido y han dado muy poca información. Los escasos datos obtenidos para el reportaje se deben a una investigación particular.
Cuando me dispongo a ojear la noticia, mi amigo me arrebata el diario.
—No tenemos tiempo para que lo leas entero; a mi padre le gusta mucho adornarse. Te resumo yo lo importante.
Pablo realiza un rápido repaso visual de la página. Veo que ha subrayado algunas frases con rotulador fosforito.
—El caso es que ayer se echó en falta a dos personas del pueblo: un chico y una chica jóvenes, novios. A saber: se fueron juntos el sábado por la noche. Como el domingo, a la hora de comer, todavía no habían regresado, la madre de ella, tras intentar contactar sin éxito con su hija varias veces, llamó a la policía. Después de interrogar a los amigos de la pareja, supieron que habían planeado ir al bosque. En el coche, han encontrado pistas que apuntan a una velada romántica. Ya te imaginas: cena a la luz de las estrellas... y todo lo que viene después. Pero el caso es que las estrellas no les sonrieron... Encontraron los dos cuerpos a unos metros del vehículo. Como ya te he dicho, la policía se los llevó y no quiso dar detalles, pero parece ser, según las fuentes consultadas por mi padre, que les habían desgarrado la garganta.
—¡Vaya! –exclamo ante sus palabras—. Oye, hay que reconocer que estás destinado a continuar con la profesión paterna; eres todo un periodista.
—¡Oh, vamos! Espero hacer algo más grande con mi futuro. No insultes a mi inteligencia comparándome con esos mequetrefes.
—Eh, que sólo era un cumplido; no quería enfadarte.
—Ya, pues mejor no me interrumpas y así no metes la pata. Como iba diciendo, puesto que no llegaron a ingerir lo que tenían dispuesto para su acaramelado piscolabis, se supone que fueron asesinados la misma noche del sábado.
La noche del sábado. Recuerdo que yo estuve con Anaïs, hablándole de mi vida y luego nos dormimos juntos. Qué suerte tan dispar la mía y la de esa desafortunada pareja
—Y eso es más o menos todo –concluye Pablo.
—Vamos a ver: lo que me has contado lo pone en el periódico, ¿verdad?
—Sí, claro.
—Un periódico que cualquiera puede adquirir y leer.
—Sí.
—Entonces, ¿por qué me has traído hasta este rincón apartado para que no se enterara nadie? –cuestiono, refiriéndome a su paranoico comportamiento.
—Pues porque no he terminado. Eso es lo que pone; tenías que enterarte para lo que viene a continuación –explica misterioso.
—¿Y qué es lo que viene a continuación?
—¡Nuestra propia investigación de los hechos! –exclama emocionado.
Se apresura a sacar un cuaderno. Lo abre por una página concreta. Ha tomado notas hasta en los márgenes. Me pregunto cuántas horas habrá permanecido dándole vueltas al asunto.
—Verás, yo ya tengo hechas mis elucubraciones preliminares. Que sepas que vas a ser el único con quien las comparta, así que...
—Sí, sí. Me considero un privilegiado –digo yo, sin mostrar entusiasmo alguno.
—No me gusta nada esa actitud.
—Pero, ¿qué dices de actitud? ¿Te has fijado en la tuya? Estamos ante dos asesinatos y tú pareces más feliz que nunca.
—Y es cierto –asegura.
—No entiendo cómo puedes estar tan contento con lo ocurrido.
—Pues porque es calcadito a las películas que nos gusta ver.
—Dirás a las que a ti te gusta ver.
—Da igual. No me negarás que resulta de lo más...
—¿Aterrador?
—¡No! Interesante, excitante. En este pueblo nunca pasa nada. Esto da algo de vida a nuestros días, aunque no a los suyos –se ríe de su propio chiste.
Yo no lo secundo; no me ha hecho ninguna gracia.
—Eres un sádico –lo acuso.
—Puede. Venga, no seas aguafiestas.
—¿Qué fiesta? ¿Te refieres al funeral?
—No. Imagínatelo: podríamos formar equipo e investigar el caso. Tú y yo, los superagentes.
—No distingues la realidad de la ficción. Nosotros sólo tenemos dieciséis años y para eso ya está la policía.
—Bah, ellos llevan demasiado tiempo inactivos; necesitan sangre joven.
—Estás loco.
—Lo que tú digas. ¿Me dejas empezar ya?
—No sé si quiero oírlo.
—Tengo dos sospechosos –confiesa, apretando su cuaderno con actitud sobreprotectora, como si en él llevara escrita la solución de los mayores misterios de la humanidad y temiera que alguien intentara arrebatárselo.
—¿Dos sospechosos? ¿Te refieres a personas reales? ¿Del pueblo?
—No, de Pitufolandia. ¡Pues claro que son del pueblo!
—Alto, alto, Pablo, que una cosa es jugar a ser detectives y otra muy distinta es acusar de asesinato a las personas con las que vivimos. Eso ya me parece muy grave.
—Tú, primero escucha las razones por las que los acuso y luego ya los defiendes.
—Está bien. Voy a demostrarte que esto es una majadería.
Pablo mira sus anotaciones, para asegurarse de que no se le olvida ningún detalle.
—Bien, tras una larga reflexión, teniendo en cuenta todos los datos de los que disponía, he llegado a concluir que uno de los sospechosos podría ser el Vespa y su banda.
—¿Raúl?
—Tío, cómo eres. Él se lo curra para ponerse un mote guay y vas tú y se lo chafas –me regaña.
—Bueno, es que tampoco me parece un mote muy currado.
—Cierto, pero qué vamos a esperar de un cerebro de mosquito.
—Venga, no lo insultes.
—Ya claro, como a ti nunca te ha robado el bocadillo ni se ha metido contigo...
Me río al traer a mi mente alguna que otra vez en la que Pablo había venido corriendo a pedirme protección porque ellos lo amenazaban.
—Sabes que en el fondo nunca te harían daño; son todo fachada. Van de tipos duros con sus motos y sus navajas, pero que yo sepa, no han agredido nunca a nadie –argumento.
—Los defiendes porque a ti te tratan bien. Yo creo que te ven como un futuro fichaje para el grupo y por eso son amables.
—Lo dudo; no me imagino con ellos. ¿Por qué dices que iban a quererme en la pandilla?
—Pues porque tienes esto –explica apretándome con fuerza el brazo—. Ellos buscan músculo, no cerebro, para poder dar puñetazos como el que me diste a mí.
—Creía que ya lo habíamos olvidado.
—Lo habrás olvidado tú. A mí, se encarga de recordármelo el espejo. ¡Menudo moratón tengo!
—Ya te dije que lo sentía. Pero, a lo que íbamos. ¿Por qué son sospechosos?
—Fácil, porque esa panda de macarras son los únicos a los que se les ocurriría hacer algo así. Son violentos y, como tú bien has dicho, llevan navajas.
—Sí y también he dicho que lo de las navajas es sólo fachada.
—Ya, claro, pero usar algo que tienes es más fácil que si no lo tienes, ¿no?
—Vale, vamos a ver: tú hipótesis es que siguieron a la pareja hasta el bosque y allí los mataron, ¿cierto?
Pablo asiente.
—¿Y por qué iban a hacer eso?
—¡Ajá! Aquí viene la parte fuerte de mi argumentación, una pista clave que me costó tiempo conseguir. Tras interrogar a ciertas personas, descubrí que la chica fue novia de uno de ellos. Y ya sabemos lo malos que son los celos. Aquí, un inciso: como puedes comprobar, yo tenía razón y las chicas sólo nos meten en líos.
—Primero, no es seguro que tu idea sea cierta, por lo que no puedes culparla a ella de...
—Pero aun así –me interrumpe, haciéndome perder el hilo de mi discurso—, si el chaval no hubiese tenido novia, no habría ido al bosque y encontrado tan trágico final. Da igual si lo mataron por ella o no.
—Vale, las chicas siempre tienen la culpa –acepto para continuar con la conversación—. Pero sigo sin creer que ellos estén detrás de todo esto. No son tan brutos.
—Mi querido David, ése es tu problema: te fías de todo el mundo. Nunca sospechas de nadie. Eso te hace muy vulnerable. Cuando menos te lo esperes, te apuñalarán por la espalda. Pero sí, es posible que, como dices, no sean tan brutos. No obstante, no hay que olvidar que tienen tendencia a emborracharse y el alcohol nubla la mente, haciendo desaparecer la cordura y la poca inteligencia con la que cuentan.
A eso ya no sé qué objetar. Lo cierto es que Pablo no ha dejado ningún cabo suelto; posee respuestas para todas mis posibles discrepancias.
—De todas formas –continúa él—, aunque mi sospecha está muy bien fundamentada, yo mismo la he considerado improbable en el instante en el que se me ha ocurrido la segunda. Esta última me convence mucho más; estoy seguro de haber dado en el clavo.
—Venga, sorpréndeme.
Me dispongo a escuchar su teoría que, si es la que él prefiere, se anuncia mucho más disparatada e inverosímil.
—¿Quién es tu siguiente sospechoso? –pregunto, deseando finalizar esta conversación de una vez.
—Bueno, el caso es que no te va a gustar... Promete que no te enfadarás y esperarás a oír todo el razonamiento hasta el final antes de ponerte a gritar.
—Sí, prometido –contesto sin pensar. No veo el momento de acabar con esto.
—Ah, y nada de puñetazos.
—Concedido: nada de puñetazos.
—Promételo.
—Prometido —y ya van dos veces.
—Bien, pues mi segundo sospechoso, más bien sospechosa, es tu amada novieta.
—¡¿Anaïs?!
Me pongo en pie. No me lo puedo creer.
—Ya te has pasado de la raya. Entiendo que no te cayera bien y que creas que va a interponerse en nuestra amistad y todo eso, pero de ahí a acusarla de... ¡Esto es una locura!
—Has prometido no chillar, ¿recuerdas? Así que baja esos humos y la voz, que nos van a escuchar. Vuelve a sentarte y déjame que te cuente.
Le obedezco en lo primero y ocupo de nuevo mi lugar junto a él, pero antes de que pueda hablar, lo hago yo.
—Da igual lo que hayas escrito en tu estúpido cuaderno. Ella no ha podido ser porque la noche del sábado la pasamos juntos; durmió en mi cama.
Por un momento, deja aparte sus pesquisas para mostrar una sonrisa que no me gusta nada, mientras eleva una ceja.
—Así que... compartisteis cama, ¿eh? No vas a ser tan inocente como pensaba.
—No es lo que tú te crees –aseguro.
—Ya, claro, un chico y una chica adolescentes se meten en la misma cama para rezar, ¿no?
—Mira, no me hagas caso si no quieres, pero no ocurrió lo que estás insinuando y ella está descartada como sospechosa por lo que te acabo de contar.
—¿Y también estaba contigo cuando ocurrió esto? –inquiere mostrándome otro periódico ya pasado.
Lo abre por una página concreta. Le echo un vistazo. La noticia señalada por mi amigo narra el macabro escenario en el que se había convertido el bosque. Recuerdo que mi padre me lo comentó y que yo soñé con una imagen similar a la que muestra la fotografía: árboles arrancados, animales muertos...
No, cuando eso aconteció no estaba conmigo. De hecho, coincidió con la noche en la que me echó de su casa y me dijo que no deseaba volver a verme.
—Tomaré tu silencio como un no. Admítelo, en ese bosque nunca ha ocurrido nada. Llega ella y comienzan a suceder hechos inexplicables. Y, obviamente, esa chica esconde algo, algo gordo. Si no, ¿cómo justificarías que a veces tenga tanta prisa por que te marches de la mansión? No quiere que descubras cosas. ¿Y qué me dices de sus cuadros?
—Pero si ni siquiera los has visto –protesto.
—Yo no, pero tú sí y me contaste que eran espeluznantes y llenos de sangre. Dime, ¿hay algo más espeluznante o sangriento que dos asesinatos?
—¿Qué te parecen tres?
—Ahora eres tú el que se lo toma a risa –observa—. No voy a repetirte lo mismo que te dije la primera vez que me hablaste de ella, pero sigo creyendo que llevaba razón al desconfiar.
—Has visto demasiadas pelis de terror.
—¡David! –exclama zarandeando el diario delante de mi cara—. Esto no es una peli; no me lo he inventado. Es real, puedes comprobarlo tú mismo. Mira, no digo que fuera ella la que los matara, de hecho, no creo que esa niñita irritante sea capaz de algo así, por favor, no vaya a romperse una uña. Pero no está sola, debe haber alguien más detrás de esto: su familia, una banda de sicarios contratados por ellos... ¡Qué sé yo! El caso es que está relacionada. Sabe qué está ocurriendo y por eso debemos interrogarla. Porque más importante que averiguar el quién es el porqué.
—Ya, pero no creo que seas capaz de mantener una conversación civilizada con ella; antes os arrancáis los ojos.
—Yo no, pero tú...
—¡Por eso me lo has contado todo! No es que quisieras compartir tus investigaciones con tu mejor amigo, es que pretendías que me compinchara contigo porque me necesitas para que le saque información a Anaïs.
—A ser posible, sin que ella se dé cuenta –matiza Pablo—. Aunque tampoco parece muy inteligente la chica esa.
—Ni lo sueñes. Considero que todo esto es una tontería para dar algo de emoción a tu vida. No hay una mafia secreta en nuestro pueblo ni asociaciones clandestinas ni bandas de asesinos y no, Anaïs no tiene nada que ver en todo esto.
Y sin más, me marcho, dejándolo solo. Mientras avanzo de regreso a clase, le doy vueltas a lo que me ha dicho. Es cierto que desde que Anaïs está aquí han acontecido cosas misteriosas; ella misma es un misterio. No he querido detenerme a pensar en su naturaleza; me basta con saber que tiene algunas ‘facultades’. No deseo conocer nada más porque siento que, si lo hago, comenzaré a volverme loco.
‘¿Y si te digo que no soy humana?’ me preguntó en una ocasión. Las implicaciones de esa frase me dan vértigo. Está claro que prefiero conservar mi ignorancia, dulce ignorancia, actuar como si no pasara nada. Pero sí pasa algo, que muy cerca de su casa se han producido ya dos actos violentos. Recuerdo entonces lo ocurrido esta noche; su cuadro estaba en el suelo. Por primera vez, considero la posibilidad de que sí que hubiera alguien en mi habitación. Me doy cuenta de que esa supuesta persona podría no estar buscándome a mí, sino a ella. Trataba de encontrar pistas sobre su paradero. ¿Alguien persigue a Anaïs? Eso explicaría por qué intentó apartarse de mí diciéndome que me ponía en peligro; por qué ha tenido que marcharse unos días, para ocultarse, para ponerse a salvo; por qué vivía sola en el bosque; por qué reaccionaba con miedo ante la gente; el porqué de esas gruesas cortinas tapando las ventanas…
Creo que empiezo a comprender sus temores y, aunque me pese, debo admitir que Pablo no va tan desencaminado. ¿Y si hay alguien que quiere encontrar a Anaïs, que quiere hacerle daño, incluso matarla? Si eso es así, yo, por relacionarme con ella, también estoy en peligro. No puedo saber hasta qué punto. Y ante esta posibilidad, curiosamente, no me preocupo por mí, sino por ella. No dejaré que nada ni nadie la lastime. Pero no lograré protegerla si no sé dónde está. Pretendo aliviarme considerando que, si yo desconozco su paradero, su perseguidor tampoco estará al corriente. Se ha cuidado muy bien de no dejar rastro.
Estos pensamientos me corroen por dentro durante toda la mañana, en la que no vuelvo a cruzar una palabra con Pablo.
Cuando llego a casa, mi padre me espera allí. Entro con el tiempo justo de ver a Dama escapar de la cocina con el envase de los macarrones precocinados que se están haciendo en el microondas. Sale triunfal con su trofeo en la boca. Deduzco que debe haberlo robado de la basura. Se tumba en la alfombra del salón y comienza a lamer los restos adheridos al plástico con glotonería. ¿Es que no le dan de comer a este animal?
Pongo la mesa. Unos minutos después, mi padre sirve el plato. Supongo que se avecina otro almuerzo de abrumador silencio. Pero, para mi sorpresa, él comienza a hablar nada más sentarse.
—David, quiero que me prometas que no vas a volver a ir al bosque. Hay muchos otros sitios por los que pasear con la bici; tenemos caminos por todas partes. Y, además, podrías probar con la de carretera; quizá te guste la velocidad que se consigue alcanzar en el asfalto.
Comprendo que está al tanto de la noticia que me ha comentado Pablo. Eso le ha hecho preocuparse por mí. Me hago el inocente, fingiendo no saber nada.
—¿Y eso por qué?
—Están ocurriendo sucesos extraños; preferiría que no te acercaras a ese lugar.
—¿Cómo de extraños?
—Extraños y punto –zanja. Creo que se le ha olvidado que ya tengo dieciséis años, que puede contármelo sin que luego me asalten las pesadillas—. ¿Me harías el favor de hacerme caso?
—Sí, supongo que sí.
Yo tampoco quiero que me asesinen y Anaïs por ahora no habita en la vieja mansión, así que no merece la pena volver por allí.
—¿Te preocupas por mí? –inquiero de pronto. No hay reproche en mi voz, sólo sinceras ganas de conocer la respuesta.
—Pues claro que me preocupo por ti. Qué preguntas tienes.
—¿No sería más fácil si yo no estuviera, si desapareciera?
—No –niega él con rotundidad.
‘No’, un sencillo monosílabo, apenas dos letras. ‘No’, contestación de menos de un segundo. No obstante, ese único golpe de voz me reconforta de una forma inesperada.
A la hora de la cena, mi padre vuelve a mostrarse parlanchín. Me parece que, desde que me vio acompañado en casa, se ha propuesto estar presente todas las noches.
—Siento mi comportamiento del otro día con Anaïs –se disculpa.
No respondo.
—Entiendo que para ti es una persona importante, ¿no? –aventura—. ¿Una amiga?
—Sí –afirmo sin dejar muy claro a cuál de sus dos cuestiones lo hago.
—Ya, ¿y es una amiga con la que tienes mucha intimidad?
—Papá, puedes confiar en mí si te digo que tenemos la intimidad justa para que no tengas que preocuparte, ¿vale? –procuro dejar claro el asunto.
—De acuerdo.
—Bien.
—No es del pueblo, ¿cierto? Bueno, y si lo es, por lo menos no se ha puesto nunca enferma, porque no me suena haberla visto por el hospital.
—No, no es de por aquí. Hace poco que vive en la casa de los abuelos.
—Ah, así que su familia y ella son los nuevos inquilinos.
—Sí.
—Quizá podrías volver a traerla y yo intentaría ser más amable y tal vez... no sé, conocerla un poco –ofrece después de un rato.
Me duele reconocer que no sé dónde está, que se ha marchado sin darme explicaciones. Así que trato de escudarme tras una evasiva.
—El caso es que no creo que seas capaz de mantener una conversación con ella.
—¿Por qué?
—Pues porque si ya te cuesta hablar conmigo, ¿qué pasará ante un extraño?
—David... –comienza con tono de excusa, pero lo piensa mejor —. Tienes razón. Tienes razón.
—¿En qué tengo razón?
—Durante todo este año he andado muy perdido. Pensaba que si me aislaba del mundo, el dolor no llegaría a alcanzarme. Pero es todo lo contrario; lo único que he conseguido ha sido convertirme en su prisionero.
Al fin estamos manteniendo la charla que deberíamos haber tenido hace tiempo. Le animo a retomar la palabra
—Y lo siento, lo siento mucho. Ahora te pido perdón por haberte...
—¿Ignorado? –propongo como término más apropiado.
—Por haberte ignorado y por todo el sufrimiento que mi actitud te haya podido ocasionar. Fui muy egoísta y cometí un grave error. Pero quiero que sepas que sí que me importas y que, por supuesto, me preocupo por ti. David, siempre has contado con mi amor más sincero. Puedo asegurarte que mi cariño nunca ha sido fingido, ni tienes que ganártelo.
Me doy cuenta de que, en el fondo, ya lo sabía, pero necesitaba oírselo decir.
—Yo... siento las cosas que afirmé; sé que estuvieron mal –me disculpo a su vez.
—Vaya par que estamos hechos, ¿eh? Haciendo sufrir a quien más nos importa.
—Al menos somos capaces de reconocerlo.
Los dos sonreímos. Y ese gesto se convierte en el sello de nuestra reconciliación. Todavía no está todo el trabajo terminado. Tendremos que seguir esforzándonos para recuperar nuestra antigua relación, pero al menos, ahora los dos estamos de acuerdo en luchar por ello. Es la primera piedra del monumental puente que construiremos para poder salvar el abismo que nos separaba.
—¿Sabes? Tienes sus mismos ojos. Por eso, al mirarte a la cara, la veo a ella –confiesa.
—La gente dice que soy más parecido a ti –le recuerdo.
—Se equivocan. Tú sonrisa es la suya.
—Pues mamá decía que sonreía igual que tú.
Mi padre se encoge de hombros.
—No lo sé. Quizá sea cosa de los padres, que siempre desean ver al otro en sus hijos. El caso es que por eso me costaba tanto permanecer a tu lado, observarte. Porque hacerlo me recordaba que ella ya no estaba. El otro día, cuando faltaste a clase y desapareciste sin decirle nada a nadie, me di cuenta de que me equivocaba: tú no eras un cruel recordatorio, sino el mayor regalo que me dejó. Porque ella vive en ti. Y no puedo permitirme perderla dos veces.
Las mejillas de mi padre están surcadas de lágrimas. Cojo mi silla y la sitúo a su lado. Se las seco igual que él hacia con las mías cuando yo era pequeño. Nos abrazamos con fuerza y, al notar que el agua salada se desliza por mi cara, ya no sé si procede de mis ojos o de los suyos.
—He sido un estúpido. Espero que puedas perdonarme, David.
—Ya te he perdonado –le aseguro.
—Bien, porque tenemos un montón de cosas que hacer juntos para recuperar el tiempo perdido. Tendré que volver a poner mis piernas a tono si quiero salir en bici contigo o no podré pillarte.
—Por mucho que entrenes, no podrás hacerlo. Ya te ganaba antes, así que...
—Te dejaba ganar.
—No mientas para salvar tu orgullo.
—Que no, que es cierto.
—Ja, pues tendrás que demostrármelo. ¿Cuándo te viene bien que fijemos la competición? Te concederé un plazo razonable para que te pongas en forma.
—Primero tendré que darle un repaso a mi vieja bici.
—No, ya lo hice yo y además la he utilizado en un par de ocasiones –le confieso.
Luego retomamos la cena, mucho más animados que antes. A mi padre todavía se le escapa alguna lagrimita que intenta ocultar sin éxito. Le sonrío dándole a entender que lo he visto y él me devuelve el gesto. Y, por primera vez en meses, siento que volvemos a ser una familia. Hay muchas cosas de las que hablar, de las que ponerse al día. Pero ahora tengo la certeza de que lo haremos, de que conseguiremos volver a ser los de siempre. Estoy contento, aunque el hecho de que Anaïs no esté aquí, empaña mi felicidad. Me encantaría tenerla a mi lado, decirle que mi padre y yo hemos hecho definitivamente las paces.
—¿Sabes? Esto está realmente bueno –digo señalando mi plato.
—David, te estás comiendo los macarrones que han sobrado esta mañana. No pueden estar mejor que antes. Y la comida precocinada no tiene comparación con la casera que tomábamos a diario.
—Tienes razón, pero a mí me parece que es la mejor cena que he probado en mi vida.
Más tarde, me encuentro paseando por las vacías calles teñidas de anaranjados tonos por la luz de las farolas, con una bolsa de basura orgánica en la mano. Llego hasta el regimiento de contenedores, cada uno de un color, formando una especie de extraño arco iris incompleto. Un arco iris muy maloliente, aprecio, arrugando la nariz. Levanto la tapa del de color verde oscuro y dejo caer dentro mi contribución a que el tufo siga siendo igual o peor.
Me vuelvo de camino a casa. Subo la cremallera de mi chaqueta y me meto las manos en los bolsillos. No me he dado cuenta del frío que hace. ¿Antes hacía esta temperatura?
Sigo andando. En este momento, la veo. Una figura apoyada con cierta arrogancia en la esquina de la calle por la que yo he venido y por la que debo irme. La penumbra la envuelve, por lo que no logro apreciar ninguno de sus rasgos. Retrocedo unos pasos, pero la silueta ya ha desaparecido. Dudo de si me la habré imaginado. Sí, quizá haya sido una broma pesada de mi subconsciente.
Percibo una presencia helada a mi espalda. Me giro. En una décima de segundo, observo un rostro cerca del mío. Antes de ser capaz siquiera de reaccionar, ni un simple pestañeo, se ha evaporado. Pero esta vez sí que he apreciado sus rasgos o, por lo menos, uno: sus ojos son del color de la sangre.
Recuerdo los dos puntos rojos que vi anoche en mi habitación; ahora sé que eran esos ojos; no fue invención mía. Igual que no me he imaginado a ese individuo oscuro. Y yo, como Pablo, paso a tener un sospechoso de los asesinatos y estoy seguro de acertar, aunque no poseo argumentos convincentes. Me basta esa mirada que destila crueldad y odio.
Por primera vez en mi vida me hago una pregunta: ‘¿Voy a morir?’. No deseo esperar a que me den la respuesta. Echo a correr hacia mi casa sin dejar de vigilar todas las sombras y girando la cabeza a cada paso que doy. La escena me recuerda a la ya vivida en uno de mis sueños, sólo que aquí no me salvará despertarme y el ser que me persigue no es un producto de mi mente agitada. Esos ojos rojos son muy reales, de la misma forma que el miedo que han conseguido provocarme.
Abro la puerta casi sin aliento y la cierro con llave nada más pasar.
Antes de acostarme, bajo la persiana de la ventana. Dieciséis años sin usarla y ahora, dos días consecutivos, doy gracias de que esté ahí. Sé que eso no alcanza a protegerme, pero me da algo de seguridad, me hace pensar que estoy más aislado del exterior.
No logro dormir bien; no dejo de dar vueltas y de encender la lámpara de noche cada vez que oigo, o imagino oír, un pequeño ruido. Definitivamente, dejo iluminada mi habitación. Pero esa luz no puede seguirme más allá de mis párpados cerrados, no puede acompañarme por el mundo de los sueños, allí donde siniestros ojos inyectados de sangre me persiguen. Y entre una pesadilla y otra, rememoro una pregunta de Anaïs, una pregunta sin sentido, como la mayoría de las que ella hacía. ‘¿No te asustan mis ojos rojos?’ Su eco se pierde en mi mente. ‘Mis ojos rojos. Mis ojos rojos. Mis ojos rojos’.
Por una vez me alegro de que suene el despertador, indicándome que esa noche de angustias y temores llega a su fin. Cuando me giro para apagarlo, leo en su pantalla: ‘Tuesday’. ¿Martes? ¿Sólo es martes? ¿Cómo una semana de la que sólo ha transcurrido un día se me puede antojar tan larga? Quizá porque ella no está aquí.
Mi padre ha decidido retomar su costumbre de llevarme en coche al instituto, como hacía antes.
Estudio el cielo a través del cristal. Se ha vuelto a encapotar. Grises nubes lo cubren, ahogando los rayos de sol que buscan pequeños huecos entre las vaporosas masas de agua para colarse. Una fina llovizna comienza a caer. Los limpiaparabrisas inician su monótono baile. Sin querer, vuelvo a consultarles una duda, como si se trataran de mis videntes privados. ‘¿Voy a morir?’ ‘¿El de los ojos rojos va a matarme?’. Digo ‘el de’ y no ‘la de’ porque me pareció distinguir que era un hombre, aunque no soy capaz de asegurarlo del todo; fue demasiado breve nuestro último encuentro.
Rutina del martes: el mismo horario, los profesores de siempre, idénticos cotilleos… ¡No, espera! Eso ha cambiado. Por los pasillos, en los recreos, en reuniones casuales en los baños, mediante notitas, con susurros en clase durante las explicaciones... un tema en exclusiva es el que se comenta: el doble asesinato. Todos hacen hipótesis, conjeturas... Cada vez que pienso en ello, no puedo evitar imaginarme que lo último que vieron esos desdichados fue una mirada de inquietantes ojos rojos y me cuestiono si también será eso lo último que vea yo. Sí, tengo miedo, porque me da la sensación de que ese tipo me está siguiendo o, más bien, vigilando. Pero a quién voy a contarle algo así. La única persona que se me ocurre es Anaïs. Estoy seguro de que lo entendería y podría arrojar algo de luz al tema. He desarrollado la sospecha de que guardan relación, ya sea porque él estaba mirando su cuadro cuando estuvo en mi habitación o porque desapareció de mi vista igual que lo hizo ella.
‘Te necesito, Anaïs. ¿Cuándo volverás?’ Pero este día tampoco recibo noticias suyas.
‘Wednesday’ me saluda a la mañana siguiente el despertador.
Hoy nos entregan los exámenes de francés a cuarta hora. Dejo de pensar en Anaïs por un instante para concentrarme en la nota. ¿Qué habré sacado? En anteriores ocasiones no sentía este nerviosismo; sabía que iba a suspender. Pero la última vez me esforcé de verdad. Y ahora me pregunto si lo hice bien, si será suficiente para aprobar. Quiero demostrarme a mí mismo que soy capaz de superar esta asignatura, que no hay nada que se me resista.
—Señor Almeida —Monsieur me nombra.
Me levanto, avanzo hasta su mesa y alargo la mano para coger esa hoja de papel que él sostiene boca abajo. Escruto su rostro. Nada, su gesto no me dice nada; totalmente inexpresivo, ni una pista. La agarro y, sin poder resistirlo, le doy la vuelta ahí mismo. Miro la nota. ¡Vaya! Una fuerte decepción me golpea. Debo de haberlo hecho fatal porque me ha puesto dos ceros, uno encima del otro. ¡Eh! No, espera, no son dos ceros, es un ocho. ¡Un ocho en francés! No puedo creérmelo, ¿no será una especie de broma? Levanto la vista hacia la cara de Monsieur García intentando adivinar si está de guasa conmigo. En este momento, ocurre un milagro, algo inexplicable: me sonríe. Dura sólo un segundo, pero yo lo he visto, ¡ha sonreído! ¿Es posible que este frío y distante profesor se sienta feliz de que su peor alumno apruebe? ¿Pudiera ser que me tuviera algo de aprecio? No, eso es descabellado; sonríe porque cree que ha sido gracias a él. Que se crea lo que quiera, a mí me basta con haberme superado. Mi buena nota consigue alegrarme la mañana, haciendo que olvide mis temores.
Pero esa alegría no es nada comparada con la que me embarga unas horas más tarde.
A mi padre le ha surgido una urgencia, así que ha llamado a la madre de Pablo para que me lo hiciera saber y me recogiera junto a su hijo. Durante el camino, me veo obligado a ser testigo de una de sus habituales disputas. Tras tantos años de amistad, me he acostumbrado a la mala relación que mantiene con su madre. ¿Por qué le regaña esta vez? Porque lo han pillado con chuletas, porque no ha hecho la cama antes de irse, por su vestimenta tan poco cuidada, quizá por... Hay tantas cosas por las que discuten, que no alcanzo a enumerarlas todas. No me siento a gusto teniendo que asistir al espectáculo. Deberían ser ellos los que se avergonzaran. Sin embargo, soy yo el que está incómodo. Ahora recuerdo por qué rechacé la oferta de la madre de Pablo de llevarme y traerme todos los días. Prefería hacer el trayecto en bici y enfrentarme a las inclemencias del tiempo antes que soportar sus riñas cada mañana por duplicado. Me basta y me sobra con sufrirlo en las ocasiones en las que voy a su casa.
El coche se para frente a mi hogar con un molesto chirrido del freno. Me compadezco del viejo automóvil: él no puede librarse del castigo de tener que aguantarlos.
Abandono el vehículo y me despido, después de darles las gracias por traerme. Los buenos modales son a veces absurdos, ¿de verdad debo darles las gracias? Deberían dármelas ellos a mí por no liarme a gritos con los dos. Se ponen en marcha y se alejan. Me giro hacia mi casa. Entonces la veo. De pie al lado de la puerta. Corro hasta ella y la abrazo.
—Anaïs –susurro.
—Sólo han pasado tres días desde la última vez que nos vimos –me recuerda.
—Ya lo sé, pero se me han hecho interminables. ¿Dónde has estado?
—¿No me notas nada diferente? –pregunta, separándose de mí y girando con los brazos extendidos para que pueda verla bien.
Sí, sí que está distinta. Lleva ropa actual. Su pelo también ha experimentado cambios. Antes, recogido en un complejo peinado o suelto tras la espalda; ahora, con un corte moderno que deja caer un mechón a modo de flequillo sobre su cara, tapando parcialmente el ojo derecho.
—¿Has actualizado tu armario y tu imagen? –aventuro.
—No solo eso. ¡Me he actualizado a mí misma! Cuando estuve en tu casa, me di cuenta de lo poco que sabía de este mundo, tu mundo. Me he informado, me he integrado en él. Quiero ser una adolescente normal. Bueno… o por lo menos, me conformaré con simularlo a los ojos de los demás.
—A mí me gustabas como eras antes.
—Sí, lo sé. Pero se apreciaba mucho que no era como tú. Tu padre, por ejemplo, se habría dado cuenta. Quiero compartir tu vida, quiero ser parte de ella y para eso, primero necesito comprenderla.
—¿Quieres compartir mi vida?
Anaïs asiente con la cabeza mientras sonríe. Creo que el corazón va a explotarme de gozo, de amor. Vuelvo a rodearla con mis brazos y la beso.
—Sabes a fresa –observo.
—Es el brillo de labios.
—No, Anaïs, nada de maquillaje; te prefiero al natural.
—De acuerdo. Como tú quieras.
—¿Entonces te fuiste por eso?
Realiza un asentimiento mudo.
—¿No estabas en peligro?
Ríe.
—Claro que no. ¡Qué tontería!
Ahora que la tengo aquí delante, mis miedos me parecen infundados. ¿Por qué iba nadie a querer hacerle daño?
—Pasemos dentro, ¿te parece? –ofrezco.
Me fijo en las dos grandes maletas apoyadas en la pared.
—¿Y eso? –curioseo.
—Son mis nuevas pertenencias; sobre todo ropa. He elegido prendas de diversos colores para no ir constantemente de negro, como tú dijiste. Espero que te guste.
—Si te lo pones tú, me gustará –le aseguro.
Mientras comemos, me cuenta todas las cosas inéditas que ha descubierto. Yo la escucho divertido, sin creerme que una persona pueda hablar durante un cuarto de hora de lo maravilloso que es el agua corriente y otros mil detalles más que para mí son tan normales.
Y cuando ya no queda nada en los platos, aún sigue contándome más y más, mientras los dos permanecemos tumbados en mi cama. Así pasa el tiempo, sin que nos demos cuenta. Y su continuo monólogo me impide dar voz a los sucesos de los que, deduzco, no está al corriente.
—Ahora quiero mostrarte lo que me he comprado y tú me dices cómo me ves, ¿vale?
—¿Es que ya has terminado de enumerarme los milagros del mundo moderno?
—Enseguida regreso –me promete, cogiendo una de las maletas y saliendo camino del baño.
A los pocos segundos, reaparece en la puerta con un nuevo conjunto.
—¿Qué te parece?
—Estás perfecta, como siempre.
Realiza un gesto complacido y se marcha otra vez.
Así en una sucesión inagotable y lamento no disponer de un diccionario de sinónimos en el instante en el que empiezo a quedarme corto en piropos, aunque quizá ya haya utilizado todas las palabras que pueden usarse para describir la belleza.
—¿Por qué no te cambias aquí? –le propongo cuando me informa de que va a empezar con la segunda maleta.
Me dedica una sonrisa pícara.
—Como quieras, pero no vas a poder ver nada –me advierte.
—¿Y qué vas a hacer para evitarlo?
—Esto –contesta y antes de acabar de hablar, su camiseta de manga corta roja ha sido reemplazada por otra.
—¡Eh! Así no vale. Tienes que ir más lenta.
Ella se ríe y se cambia también los pantalones a tal velocidad que no soy capaz de apreciarlo.
—¿Qué me dices de éste?
—Ya te lo he dicho, Anaïs. Estás perfecta, maravillosa, hermosísima, sublime, muy guapa, te favorece... Eres la belleza en persona; todo te queda bien. No me preguntes más.
—Lo siento –se disculpa —. ¿Te he aburrido?
—No. Bueno, es posible que un poco, aunque eso no sería así si te cambiaras un pelín más despacio.
—¿Así de despacio? –inquiere desabrochándose la blusa de formal sensual.
Esta vez sí logro ver su sujetador blanco con lunares azules.
—Bastante mejor.
Deja caer la prenda al suelo y se sube a la cama de rodillas. Se sitúa a mi lado. La rodeo con mis brazos y comienzo a besarla. La empujo para que se tumbe y acaricio su blanco vientre. Le doy un beso encima del ombligo y de ahí voy subiendo hasta regresar a sus labios.
Me obliga a separarme y me quita la camiseta. Volvemos a abrazarnos y noto cómo se me pone la piel de gallina y no es por el contacto frío de la suya. Anaïs apoya la cabeza sobre mi pecho y cierra los ojos.
—¿Qué haces?
—Escucho tu corazón. Me gusta mucho su sonido.
—Eres su reina. Si tú dejas de latir, dejo de latir yo.
Me dedica una mueca triste.
—No sabes lo que dices. No tienes ni idea –niega consternada.
Voy a preguntarle qué es lo que he dicho, cuando se levanta.
—Viene tu padre –me informa.
Oigo la puerta de la calle abriéndose.
—Tengo que irme –dice Anaïs poniéndose la blusa.
—¿Cuándo volverás?
—No te preocupes –me tranquiliza ante la alarma de mi voz—. No voy a esfumarme de nuevo. Volveré esta noche; te lo prometo. Te dejo las maletas. Más tarde, las traslado a mi mansión.
Ante mi mirada atónita, se deja caer desde la ventana. Corro a asomarme por ella, esperando verla tirada en el suelo, con su cuerpo roto de dolor. ¡Acaba de caer desde una altura de, al menos, cuatro metros! Con la preocupación patente en el rostro, la localizo. Sorprendido, constato que se encuentra ilesa. Sonríe desde el césped de mi jardín. Me dice adiós con la mano y desaparece de mi vista.
Al cerrar la cristalera, recuerdo que la noche en la que había alguien en mi cuarto, también la encontré abierta. ¿El de los ojos rojos la utilizó para entrar y más tarde para salir, al igual que ahora ha hecho ella? Estoy seguro de que debió ser así. Me llevo una mano a la cabeza. ¡Se me ha olvidado por completo! No he avisado a Anaïs de lo que ha ocurrido durante el tiempo que ha estado fuera. En su presencia, todo se ha evaporado de mi mente. Me viene a la memoria la voz de Pablo diciéndome que las chicas te lavan el cerebro. Algo de razón sí que tiene.