Capítulo 12. Drácula.

 

~El muchacho de los ojos azules~

 

Aspiro, aún con los ojos cerrados entre las brumas del sueño, el aroma a antiguo. Así es como yo defino esa mezcla de olor a madera, a humo de la chimenea que, encendida o no, lo invade todo, a jabón hecho a mano con el que han sido lavadas las sábanas y a pipa de fumar. En definitiva, el olor a la casa de mis abuelos, que me trae recuerdos agradables, lejanos en el tiempo. Lo acompaña el sonido de las risas cuyo eco reverbera en mi mente. Por ello me hago el remolón, para alargar más este instante. No abro todavía los ojos. Debe ser ya bien entrada la mañana porque, tras los párpados cerrados, adivino que la luz inunda la habitación, cubriéndola con su brillo. Sólo con esto me basta para sentirme feliz, dichoso de, sencillamente, estar aquí. Casi espero oír la voz de mi abuela en el piso de abajo, entonando, como todas las mañanas, canciones de otra época, mientras limpia el caserón. Me extraña que no llegue hasta mi nariz la apetitosa fragancia de tostadas crujientes, recién hechas, y chocolate caliente esperándome sobre la mesa de la cocina. Pero eso ha desaparecido. ¿Seguirá mi abuela cantando por las mañanas en su apartamento de la costa? ¿Continuará mi abuelo fumando en su pipa mientras relata cuentos de seres mágicos y aventuras? No, claro que no. ¿A quién le iba a contar las historias? Ya no estoy yo para escucharlas o, más bien, es él el que ya no está para contarlas. Y, hablando de no estar, Anaïs no se encuentra a mi lado. Me incorporo. Tengo que parpadear varias veces hasta que dejo de sentirme agredido por tanta luminosidad. No hay rastro de ella en el cuarto. Por un momento, temo que haya vuelto a escaparse.

Salgo al pasillo. Recorro la casa. Ahora se parece más a la mansión, cuyas imágenes llenas de color y alegría atesoro en la memoria, que al oscuro edificio que he visitado durante estos últimos días.

Imagino dónde puede encontrarse Anaïs. Abro la puerta de salida. Bajo el umbral, diviso su silueta medio oculta tras un alto caballete. Se halla enfrascada en una de sus creaciones.

Me acerco con sigilo, intentando no perturbar su concentración. Me sitúo a su espalda y rodeo su cintura con mis brazos. Asomándome por encima de su hombro contemplo la obra: una auténtica explosión de luz y color. 

Dándole tiempo para terminar, dirijo mi vista hacia la construcción que se yergue ante nosotros. La de veces que he venido aquí y nunca me había fijado con atención en su fachada. Me propongo aprenderme cada detalle; ser capaz de retener su imagen en mi mente. El tejado de pizarra negra a dos aguas reluce bajo los rayos del sol. En eso no se diferencia de la mayoría de las casas del pueblo. Lo que la hace distinta son sus paredes de piedra, tapizadas parcialmente por el musgo, que comparte espacio con alguna que otra enredadera que nace de la misma roca, introduciendo sus raíces en pequeñas oquedades. Al igual que Anaïs, con sus largos vestidos acabados en campana, parece sacada de otra época, como si ambas hubieran viajado en el tiempo para emerger en este claro del bosque. Sin duda, Anaïs no podría haber encontrado un lugar mejor para vivir ni la mansión una inquilina más adecuada. Como si estuvieran hechas la una para la otra. Me siento ridículo al darme cuenta de que acabo de envidiar a la vivienda por hacer tan buena pareja con ella.

Finaliza su trabajo. Deja reposar el pincel en un bote con agua. La pintura que todavía lo empapaba comienza a diluirse. Se vuelve para dedicarme una sonrisa.

 —Te debo un lienzo –reconoce.

 —Sí, cierto.

 —Cierra los ojos –me pide.

Yo obedezco. Cuando miro de nuevo, me encuentro ante un precioso cielo con los colores del alba. Cojo la imagen, que no es la que estaba pintando.

 —Es muy bonito –hago notar.

 —Sí. Por eso te lo regalo. Te entrego mi primer amanecer.

 —Nuestro primer amanecer juntos, querrás decir –matizo.

 —Nuestro primer amanecer juntos –acepta.

 —Y espero que no sea el último. Aunque prefiero el atardecer. No hay que madrugar para verlo y es igual de magnífico. Pero me da que tú eres de dormir poco, ¿no?

—No te imaginas cuánto –afirma y, por su tono, se me antoja que sus palabras encierren alguna ocurrencia graciosa que no acierto a entender.

—¡Eh! Ya no resplandeces.

—No. Parece que eso sólo sucede con la aurora –explica, aunque ella tampoco se muestra muy segura de sus conclusiones.

 —Quizá tendrías que regresar a casa –aventura —. Te habrán echado en falta.

 —No, no lo creo –contesto, pensando en mi padre.

La última vez que hablamos había sido para mantener una discusión. Recuerdo haber dicho cosas que no debería, que le hicieron daño. Aquí, rodeado por el bosque y disfrutando de una bonita mañana con Anaïs, tengo la sensación de que todo lo ocurrido carece de importancia, de que es realmente fácil disculparme por mi comportamiento, perdonar el suyo, borrar todas nuestras disputas y hacer las paces.

 —Sigo pensando que sería buena idea que volvieras para asegurarte –insiste.

Reconozco que tiene razón. Es posible que mi padre se haya preocupado y  aún más después de lo que me contó sobre lo ocurrido en el bosque. No he tenido oportunidad de comprobar si sus palabras eran ciertas, ya que me indicó que los destrozos se habían producido en otra zona. La maleza que me rodea permanece intacta. Me veo tentado de comentarle algo a Anaïs, pero enseguida cambio de idea; no deseo alarmarla.

 —Ven conmigo –le propongo.

 —No sé si estoy preparada para conocer a tu familia, para mezclarme con más personas.

 —No me digas que vives sola, en mitad del bosque, en una casa sin luz eléctrica ni teléfono y tienes miedo de conocer a mi padre.

Continúa dudando, así que pienso con celeridad en otro argumento para persuadirla.

—Además, necesito que me ayudes con mi examen de francés. No se me da muy bien y encima estos días he estado distraído por tu culpa. Es justo que me eches una mano.

Sí, ha sido muy rastrero por mi parte acusarla a ella. Aunque sea verdad que he perdido mucho tiempo yendo en su busca una y otra vez, tampoco habría estudiado más de no haberlo hecho. Pero mis palabras logran el objetivo propuesto: convencerla.

—De acuerdo –accede al fin. 

En este momento soy consciente de que haré un ridículo espantoso cuando escuche mi ‘magnífica’ pronunciación. Me la imagino riéndose de mí. Estoy a punto de echarme atrás... No, no ahora que he conseguido que venga conmigo.

Monto en la bici. Me ofrezco a llevarla. Puedo ir todo el trayecto sobre los pedales mientras ella ocupa el sillín. Anaïs se niega.

—Iré corriendo.

—No podrás seguir mi ritmo.

—Probémoslo –me reta.

Comienzo a pedalear. En un principio avanza a mi lado, adecuando su paso a mi velocidad.

Recordando todavía su tono desafiante pruebo a dejarla atrás. Doy un tirón que la pilla desprevenida. Aun así, me alcanza sin dificultades, situándose a mi altura.

 —No quieras competir, porque perderás –me asegura.

 —¿Es una amenaza?

Se ríe. Comienza a ir más deprisa. La distancia entre nosotros se acrecienta. No voy a permitírselo. Intensifico la cadencia. Estoy a punto de alcanzarla. Vuelve a alejarse otro buen tramo. Se gira para sacarme la lengua como haría una niña pequeña.

Durante el resto del trayecto trato de darle alcance, pero cada vez que creo conseguirlo, que ya estoy tan cerca que alargando la mano podría agarrarla, Anaïs acelera, alejándose y, con ella, mis esperanzas e ilusiones. No lo logro en ningún momento. A mis oídos llega el sonido de su risa. Está jugando conmigo y se lo está pasando en grande. Mi orgullo herido, sin embargo, no disfruta tanto.

Al llegar a la carretera en la que desemboca el camino de tierra, se detiene.

 —¿Ya te has cansado? –le pregunto.

 —Qué más quisieras –me contesta—. Sólo quería decirte que te espero en tu casa. No quiero que nadie me vea corriendo tan rápido.

 —En tal caso seré yo el que te espere, ¿no?

Me dedica una sonrisa burlona. Al instante, desaparece de mi vista.

 

Cuando llego, la encuentro cómodamente sentada en un pequeño sillón situado en el porche. No revela ningún signo de fatiga. Guardo la bici en el garaje. Descubro complacido que el coche de mi padre no se encuentra allí. Mejor. Prefiero no tener más compañía que la de Anaïs.

—Tu velocidad tendrá algún límite. Te cansarás alguna vez, ¿no? –aventuro al reunirme con ella.

—Basta con que sepas que jamás conseguirás ganarme.

Al entrar, miro el reloj de la cocina. Ya es la hora de comer, dato con el que mi estómago hambriento se muestra de acuerdo.

Tras una breve visita guiada por la casa, pues no hay nada interesante que enseñar, caliento una pizza en el horno. Anaïs come un trozo. Me parece que es más por cortesía que porque le apetezca de verdad. Yo he permanecido sin probar bocado desde la comida con mi padre del día anterior, así que no tengo problema alguno en devorar el resto y aún me queda sitio para el postre.

 —¿Dónde están tus padres? –pregunta Anaïs mientras yo me sirvo tres bolas de helado en un tazón. No hace una temperatura como para tomarlo, pero es mi segundo vicio después de la bicicleta.

Tardo en contestar.

 —Supongo que mi padre estará en el hospital. Últimamente se pasa la vida allí.

 —¿Está enfermo?

 —No. Bueno, sí. Sí que está enfermo, pero no es por eso por lo que va al hospital. Es su trabajo; es cirujano.

Asiente dándome a entender que ha comprendido.

 —Y en cuanto a mi madre, ella está... –la palabra que viene a continuación se me atraganta. Decido cambiar el final de la frase —... en el cielo.

 —Vaya. Es una pena. Todavía le quedaba mucha vida por delante.

 —No te preocupes por ella. Mi madre era especial, era... un ángel caído en la tierra. Eso es lo que siempre le decía mi padre. Y todos los seres alados, antes o después, echan a volar. Supongo que ya tenía ganas de regresar a su hogar –digo, dándome cuenta de que las palabras de mi padre se han vuelto contra él —. Tampoco te preocupes por mí. Es algo que preferiría que no hubiera pasado, pero que he sabido aceptar. Además, no creo que nos haya abandonado del todo. Me basta con observar el cielo para estar seguro de ello: tiene el color de sus ojos.

 —Yo creía que tenía el color de los tuyos –me asegura Anaïs con una sonrisa.

 —Sí, bueno. Lo he heredado de ella. Además, ahora tengo otro ángel –afirmo mirándola fijamente.

Aparta el rostro. Se pone seria.

 —Ya te he dicho que no soy un ángel.

 —Cuéntaselo a alguien que no te haya visto brillar bajo la luz del sol.

 —David, va en serio, no estoy bromeando. No soy un ángel. No te confundas.

 —Está bien, está bien –me muestro de acuerdo, al ver que se ha enfadado de verdad.

 —Tú padre y tú no tenéis muy buena relación, ¿cierto? –demanda cambiando de tema.

Se me antoja algo tan obvio que no me cuestiono cómo puede estar al corriente de ello si nunca nos ha visto juntos.

 —No. Antes no era así. Mi padre nunca fue un hombre de muchas palabras, al contrario que mi madre, que podía hablar horas enteras sobre un mismo tema sin que nadie la interrumpiera. Sin embargo, pasábamos bastante tiempo juntos. Sobre todo, salíamos mucho a montar en bicicleta y dábamos largos paseos perdiéndonos por el bosque. También practicábamos otros deportes. Desde el día en que mamá murió, coincidiendo con una de nuestras salidas en bici, esto se acabó. Comenzó a ser más distante, a quedarse más tiempo en el hospital... hasta que llegó al extremo de no dejarse ver por casa durante días.

 —Eso es aún más triste. Deberíais reuniros de nuevo. La vida es muy corta y cuando ya no haya tiempo de arreglarlo os arrepentiréis de haberla vivido distanciados, separados por el miedo y el odio.

 —Nadie ha hablado de odio –me defiendo.

 —Correcto. Pero lo he visto en tus ojos al hablar de él. Sé que le guardas rencor por su comportamiento.

 —Bueno, ¿pasamos al francés? –sugiero, dando por terminada una conversación sobre un asunto con el que no me siento muy cómodo.

 

Quizá, después de esto, el idioma extranjero se convierta en mi asignatura favorita. Anaïs es mucho mejor maestra que Monsieur García o, simplemente, se trata de que es más fácil prestarle atención. ¡Lo difícil sería no prestársela! Y a ello hay que sumar que quiero agradarle y demostrarle que la estoy escuchando, por lo que avanzo con rapidez. Ahora entiendo a qué se refieren los profesores cuando hablan de la motivación a la hora de estudiar. No van desencaminados. Pronto puedo escribir frases en passé composé sin ningún error, algo que no había conseguido en todo el tiempo de castigo el viernes pasado. Sin embargo, mi pronunciación continúa siendo pésima. Menos mal que el examen de lectura y comunicación oral no es hasta la próxima semana.

 —¿Cómo se dice “labios”? –inquiero, mientras Anaïs lee lo que he escrito en el cuaderno.

 —Lèvres.

 —¿Y besar?

 —Baiser.

 —En tal caso. Je veux baiser tes lèvres. ¿He formado bien la frase? –digo aplicando uno de los contenidos repasados: la conjugación del verbo vouloir que significa “querer”.

 —Sí, aunque tu acento deja mucho que desear –asiente Anaïs, antes de cumplir mi petición.

 —Je t´aimereitero con mis labios todavía sobre los suyos.

 —Eso ya está mejor. Aunque es fácil decir sólo dos palabras.

 —Para ser exactos son tres.

  —Deux.

 —Trois.

 —Deux.

Trois.

Acabo con nuestra riña silenciando sus palabras con un nuevo beso.

 —¿Y si lo dejamos por el momento? –sugiero —. Ahora me toca a mí enseñarte algo.

 —¿Qué? –cuestiona ella, con una sonrisa que dice: ‘¿De verdad crees que hay algo que yo no sepa y tú puedas enseñarme?’.

 —En primer lugar, la tele se apaga con el botón rojo del mando. No es necesario que la desenchufes. Y me gustaría verte apañándotelas con Internet. Pero hoy voy a enseñarte a montar en ‘el artilugio de dos ruedas’, al que aquí, en España, no sé los franceses, nos gusta llamar bicicleta.

 —Está bien –accede.

Nos ponemos de pie. Me fijo en su largo vestido. En la vieja mansión pega ese estilo, pero aquí, en el salón de mi casa, desentona notablemente.

 —No podrás pedalear con eso; se te enganchará en todos lados. Deberíamos buscarte algo más... actual.

Se estudia durante unos instantes, como si se preguntara por qué su ropa no es actual.

 —Ven. Quizá te sirva alguna prenda de mi madre –le propongo.

 —¿Estás seguro de que no te importa? –demanda, respetuosa por su recuerdo.

 —Pues claro que no.

Subimos a la habitación de matrimonio. Descubro que mi padre no se ha atrevido a tocar ninguna de sus cosas. Todo permanece tal y como la muerte de mi madre lo dejó.

—Quizá a tu padre sí le importe –aventura Anaïs—. No es mi deseo incomodar a nadie.

 —A ella le habría gustado que diéramos su ropa y otras pertenencias a quien las necesitara, no que se quedaran en el armario cogiendo polvo –comento.

Miro dentro. Saco unos vaqueros y una camiseta rosa. Elijo a propósito esta última; me apetece verla con un toque alegre de color.

 —David, te has equivocado: esto es ropa de hombre –dice levantando los pantalones.

 —No, son de mujer.

Los observa desconcertada.

 —¿Las chicas llevan esto?

 —Sí, de hecho muy pocas llevan falda o vestido. Cuando dijiste que venías de lejos, te referías a que venías de muy lejos, ¿verdad? –inquiero pensando en una población aislada, perdida en medio de las montañas.

 —No te haces ni idea de lo lejos que vengo.

 —Yo no lo he comprobado, pero tengo entendido que los pantalones son bastante más cómodos, por eso la mayoría de las chicas los prefieren –explico para terminar de convencerla.

 —Bueno pase, pero eso no –niega señalando la camiseta.

 —¿Qué problema tienes? Está claro de es de mujer. Si lo dices por el tono, creo que algo de color no te vendrá mal. Quiero decir, el negro te queda muy bien, es decir, tú estarías guapa con cualquier cosa, pero...

 —No, no es por el color –me interrumpe al ver que empiezo a irme por las ramas—. Preferiría algo de cuello alto.

 —Ah, vale.

Es tiempo perdido intentar comprender a las chicas en sus ideas sobre moda.

 —Esa me viene bien –señala una camisa blanca.

Se la entrego.

La acompaño hasta el baño.

 —Tardo un segundo –me asegura, antes de cerrar la puerta.

Recuerdo un anuncio de unos años atrás en el que un hombre se preguntaba: ‘¿Cuánto es un segundo para una mujer?’. Sonrío y me dispongo a esperar. Me basta con haber vivido quince años con mi madre para saber que las mujeres tardan en vestirse. Da igual que la ropa les espere ya preparada y seleccionada; se las apañan misteriosamente para demorarse. Pero esta vez, un segundo es de verdad un segundo. Anaïs sale antes de darme siquiera la oportunidad de apoyarme en la pared. No sólo se ha cambiado, sino que también se ha recogido el pelo en una alta coleta. Sus largos mechones ondulados, ahora oscilan a su espalda a cada movimiento. Lo que dije antes es verdad: con cualquier cosa está arrebatadora. Me fijo en que sus pies van embutidos dentro de unas botas marrones que esconden parte de los vaqueros.

 —Son mías. Las tengo desde hace ya mucho tiempo –me aclara al darse cuenta de que las observo—. Me las he puesto antes de venir aquí.

 —¿Son de piel auténtica? –indago al percatarme de su textura.

Ella asiente, bajando las escaleras que llegan al salón. 

Elijo como lugar de aprendizaje mi propia calle, ya que es muy poco transitada. Primero monto yo, para enseñarle cómo debe colocarse y mover las piernas. Luego bajo el sillín para ajustarlo a su menor estatura y le pido que suba mientras le sujeto la bici perpendicular al suelo.

 —Vale, muy bien. Comienza a pedalear despacio y yo te sostendré en equilibrio –le indico.

 —No creo que sea necesario.

 —¿Cómo?

 —Que me sujetes. Soy capaz de hacerlo sola.

 —Es más difícil de lo que crees –le aseguro —. Yo tardé varios años en quitarme los ruedines y mi padre tuvo que sostenerme muchas veces hasta que pude ir solo.

 —Mira y aprende.

Se pone en marcha, despreciando mi ayuda. Cuento mentalmente para saber el tiempo que tarda en irse al suelo. No le vendrá mal una lección de humildad. Pero no se cae. Se aleja por la carretera como si llevara toda su vida montando en bicicleta. Al llegar al final, en vez de volver, se pierde tras la curva.

 —¡Vale! Demostrado. No hay nada que se te dé mal –le grito.

¿Es que se ha empeñado en asesinar mi orgullo? Ya van dos puñaladas certeras. Siento cómo se contorsiona dentro de mí, agonizando.

A lo lejos oigo su risa. Levanto la vista al cielo. Descubro que ya está anocheciendo. ¿Tanto tiempo hemos pasado estudiando? No me he dado cuenta; las horas en su compañía parecen sucederse con demasiada rapidez.

 —¡Eh!

Me vuelvo. Anaïs reaparece al final de la calle.

 —¿A qué esperas? He visto que tienes ahí otra de éstas –me indica señalando mi bici —. Vamos.

Saco del garaje la de mi padre. Voy en su busca. Acaba de desaparecer de nuevo tras las casas. Me sonríe cuando le doy alcance.

 —¿Quieres que volvamos a competir o prefieres dar un paseo juntos? –propone.

 —No conseguirás ganarme con la bici –asevero —. Llevo practicando este deporte toda la vida y tú ni siquiera sabías cómo se llamaba en lo que vas montada.

 —Así que eliges competir.

 —Hasta esa señal de allí.

 —Uno –comienza a contar.

 —Dos –continúo yo.

 —¡Tres!

Salgo disparado. Tras avanzar unos metros, me doy cuenta de que no me acompaña. Giro la cabeza. Ella se mantiene en la línea de salida.

 —¿Qué haces? –le pregunto parándome.

 —Te doy ventaja. Vamos, sigue.

 —Como desees –contesto, poniéndome en marcha otra vez—. Únicamente estás contribuyendo a tener una derrota aún más aplastante.

Tras unos segundos, veo su rueda adelantar la mía. Aprieto el ritmo, no puedo dejar que me gane con la bici, en eso no. Pasa a mi lado. Se gira para mirarme.

 —Observa, sin una mano –dice, soltando la izquierda, sin disminuir su velocidad.

Realizo el sprint de mi vida, un verdadero acelerón a muerte. Ella llega antes por poco, aunque me da la impresión de que podría haberme sacado más distancia si hubiese querido.

 —Y el alumno supera al maestro –proclama triunfal, mientras me sonríe con sus blancos y perfectos dientes.

 —Te comportas como una niña pequeña –le recrimino dolido.

Mi orgullo recibe el último golpe, el que traerá su fin. Aun así, tiene tiempo de arrastrase moribundo y humillado por mis entrañas, retorciéndolas.

 —¿Hubieras preferido que te dejara ganar? –demanda.

 —No, por supuesto que no.

 —Eso he pensado yo.

Me dispongo a ponerme en movimiento.

 —Espera, ¿y mi beso? –me detiene, acercando su bici a la mía.

 —¿Qué beso?

 —Pues el que se lleva el ganador –responde.

 —No recuerdo haber apostado nada.

 —Bueno, si no quieres...

No la dejo acabar. Y esta vez no me detengo en sus labios sino que me abro paso hasta su boca, besándola con intensidad. Ella gime e intenta apartarse. Yo la sujeto por la nuca con una mano y la atraigo hacia mí, mientras con la otra agarro el manillar de la bici para que no se caiga.

Suena un claxon. Levanto los párpados, sobresaltado. Un coche espera frente a nosotros. A través del cristal puedo reconocer al chico que se encarga de la botica. En el pueblo quedan pocos jóvenes de su edad; la mayoría no vuelven tras marcharse a estudiar. Prefieren vivir en grandes ciudades con modernos centros comerciales y propuestas de ocio más diversas.

Me coloco en la acera, avergonzado. Al pasar, me dedica una pícara sonrisa acompañada de un levantamiento de ceja y del elocuente gesto de su mano derecha, lo cual contribuye a que me sienta aún más abochornado.

 —Creo que ahora toca el paseo juntos –propone Anaïs.

 —De acuerdo. Han arreglado un camino que discurre al lado de nuestro río, el Caldo. No es el Amazonas, pero no está mal.

La guío por el pueblo hasta llegar al comienzo de la senda que sale cerca de un balneario que se encuentra a las afueras. Pasamos al lado de una piscina de piedra excavada en el suelo. El vapor se eleva hacia el cielo como una bruma mágica.

Avanzamos lentamente, el uno junto al otro.

 —Me complace ir en bici –comunica Anaïs —. Me recuerda cuando montaba a caballo.

 —¿Sabes galopar?

Asiente.

 —Vaya, eso es genial. A mí siempre me han fascinado los caballos. A veces sueltan algunos por aquí para que pasten y me gusta venir a verlos. Me sorprendo al darme cuenta de que, de alguna forma, me resultan familiares. No sé, es como si fuésemos viejos amigos. Nunca he tenido la oportunidad de subirme en uno. Debe ser algo maravilloso.

 —Pues yo te daré la oportunidad –promete Anaïs.

Creo en su palabra. La considero de esa clase de gente que consigue todo lo que se propone.

Nos cruzamos con varias personas que no conozco, así que supongo que serán huéspedes del hotel. Cada vez que esto ocurre, Anaïs las mira de forma extraña. Parece esperar una reacción por su parte, como que la señalaran con el dedo o que echaran a correr.

 —¿Te encuentras bien? –me preocupo.

 —Sí, sí. Es que se me hace raro. Todas las personas que vemos nos saludan. Algunas nos sonríen, incluso. Y otras, sencillamente, nos ignoran.

 —Bueno, eso es lo normal.

 —Me consideran una de ellos –continúa sin dedicarle ninguna atención a mi comentario—. Como si yo no fuera peli... –se detiene y me observa, preguntándose si ha hablado demasiado.

 —¿Cómo si no fueras qué?

 —Nada. Como si fuera una de ellos –repite—. Creía que eras el único conejo tonto.

 —¿Me vas a explicar eso del conejo de una vez?

 —Todavía no.

 

Volvemos a mi casa cuando las farolas ya han despertado de su letargo diurno para iluminar las calles.

 —Hay alguien dentro–me indica Anaïs deteniéndose en la acera.

—¿Sí? Será mi padre.

—No, es un chico joven –da más detalles.

—Ah, en ese caso es Pablo.

—¿Y quién es Pablo? –curiosea, mientras seguimos avanzando.

—Es mi mejor amigo. Lo somos desde la guardería.

—Quizá deba irme. Sí, será lo mejor.

—No, por favor, quédate –le ruego —. Te caerá bien; es muy majo.

¿Pablo es majo? Lo cierto es que creo que soy el único que lo considera así.

 —No sé. Tú eres la primera persona con la que hablo desde hace mucho tiempo. No me he relacionado con nadie más.

—Tranquila –le susurro.

Guardamos las bicis en el garaje. Luego, entramos en la vivienda. Me asomo a la puerta. Anaïs permanece escondida tras de mí. Compruebo que, efectivamente, Pablo se ha adueñado de mi sofá. Sus pulgares se mueven frenéticos mientras juega con su PSP.

—¿Dónde te habías metido? –me interroga, sin levantar la vista de la pantalla—. Deberías pensar en comprarte un móvil, como cualquier chico normal de nuestra edad. Es imposible localizarte.

 —¿Y tú qué haces aquí? –pregunto yo a su vez, algo molesto por la intromisión, que interrumpe mi tiempo de intimidad con Anaïs.

 —¡Tierra llamando a David! ¡Es sábado! –contesta como si con eso lo esclareciera todo.

Debe leer el desconcierto en mi cara, porque retoma la palabra.

 —¡Nuestra noche de cine!

 —¡Ah! Es verdad –exclamo dándome una palmada en la frente—. Lo había olvidado.

 —¿Ves? Se confirma mi hipótesis de que la loca del bosque te ha sorbido el cerebro –dice antes de que yo tenga tiempo para reaccionar y detenerlo.

Anaïs sale de detrás de mi espalda.

—Me presento como la loca del bosque –saluda con gesto severo.

Pablo la estudia con la mirada. Decide ignorarla, para centrarse en mí.

 —¿Se puede saber por qué la has traído? –demanda enfadado —. Esto es una traición a nuestra amistad.

 —Oh, venga. ¿De qué vas? No pasa nada. En mi sofá caben más de dos personas sin ningún problema. Bueno, si una no se tumba como lo has hecho tú, ocupando todo el espacio.

 —No se trata del sitio. Es que... es que... ¡Va! Yo me largo.

Anaïs se apresura a abrirle la puerta, solícita.

Me interpongo en el camino de Pablo.

 —Venga, tío.

 —O ella o yo –me susurra para que Anaïs no lo oiga.

 —Pablo, no me hagas esto –le pido.

 —Ella, ¿verdad? La elegirías a ella.

Me empuja para quitarme de en medio, pero esta vez es Anaïs la que lo detiene, al parecer, arrepentida por su comportamiento inicial.

 —No hace falta que te vayas. Yo ya me marchaba –dice, dándose la vuelta.

 —No, no. Espera –imploro.

Genial, ahora debo pararlos a los dos.

 —Apuesto a que nunca has visto una peli; te gustará –le aseguro. Luego me giro hacia Pablo —. Quédate tú también. Tengo rollitos de primavera; no puedes resistirte a ellos.

 —Vale, de acuerdo –cede—. Pero no quiero tener que soportar una sesión de besuqueo. A la primera miradita acaramelada, me abro.

Pablo ya está convencido. Se acomoda de nuevo en el sofá y reanuda su partida.

Anaïs sigue indecisa, junto al marco de la puerta.

 —Anaïs, por favor.

 —Creo que no soy del agrado de tu amigo. Estaréis mejor solos.

La cojo de la mano. Su fría temperatura ya no me llama la atención. Tiro de ella hacia el interior.

 —Por favor –repito —. Será una experiencia más que tachar de tu lista de cosas inéditas por hacer.

Asiente, dándome a entender que acepta mis argumentos. Accede a quedarse.

 —¿Es que no has oído lo que acabo de decir? –increpa Pablo, observándonos con el ceño fruncido —. Prohibido contacto físico.

Suelto a Anaïs.

 —Ni que fueras mi padre.

 —Alguien tendrá que encargarse de realizar su papel.

Pablo y yo nos dirigimos a la cocina para preparar la cena. Anaïs se queda en el salón dejándonos hablar a solas. Saco el famoso plato chino precocinado del frigorífico y preparo la sartén.

Mi amigo le lanza miradas asesinas, aprovechando que está de espaldas a nosotros.

—Qué suerte tienes, capullo. Sí que está buena –afirma —. No me extraña que estés obsesionado.

Me concentro en el aceite que pongo a calentar, para no molestarme por su comentario. Ciertamente es guapa, pero esa no es la razón por la que estoy tan enamorado de ella, sino algo mucho más profundo, imposible de describir.

—Pero no hay nada de siniestro en ella. Más bien parece un niñita pija y consentida.

—Está claro que os habéis caído bien a la primera –comento.

—Es culpa suya.

—Pero, ¿qué dices? Eres tú el que se ha puesto borde.

—Yo soy borde con todo el mundo. También contigo y a ti no te importa.

—Quizá llevo mucho tiempo acostumbrándome.

—Además, primero te echa de su casa, te dice que no quiere volver a verte y ahora tiene la cara de presentarse ella aquí, por favor. Ya te digo yo que es una consentida. Ahora quiero esto, ahora lo dejo... Ahora te quiero a mi lado, ahora te mando lejos...

—Estás exagerando; ella no es así.

—Y entonces, ¿a qué se debe su cambio de parecer?

—Es una larga historia –zanjo.

—Una larga historia que, por lo que veo, no me vas a contar –adivina Pablo, enfadado.

Nos quedamos en silencio. Le doy la vuelta a los rollitos para que se doren por el otro lado.

—¿Ya la has visto desnuda?

La cuestión me pilla desprevenido. Esta vez me molesto de verdad.

—¡Pero de qué vas!

—Traduciré eso como un no.

—Te estás pasando –le advierto.

—Oh, vamos. No canalices tu enfado hacia mí, que la estrecha es ella. Yo sólo lo decía porque si está así con ropa, imagínate...

Mi puño impacta contra su cara. Hasta que no exclama de dolor no soy consciente de que le he pegado; ni siquiera recuerdo haber dado esa orden a mi cerebro.

—Lo siento –me disculpo inmediatamente—. Ha sido sin querer.

—¡Y una mierda! –niega tocándose la nariz para asegurarse de que no hay hemorragia—. ¿Es que no sabes todavía que me magullo con facilidad?

—Te juro que ha sido un acto reflejo; no era mi intención.

Voy hasta el congelador y saco una bolsa de hielo para calmar la hinchazón que comienza a formarse.

—Deja de entrenar, tío. Debería ser ilegal estar tan fuerte.

—O ser tan blando –rebato.

—Acabas de agredirme y encima me insultas.

—Vale, vale. Tienes razón. Te pido perdón otra vez. Vamos a ver la película y a disfrutar de la noche, ¿de acuerdo? –propongo con un tono de voz afable y amistoso—. Y como compensación te doy uno de mis rollitos. Así tocas a cuatro y yo sólo a dos.

—Creo que eso puede considerarse chantaje. No es tu estilo, pero acepto.

Saca de un estante las palomitas dulces y las mete al microondas.

 —¿Cuál toca hoy? –pregunto, mostrando más interés del que en realidad poseo.

La cara se le ilumina, olvidando momentáneamente nuestra disputa.

 —Para esta velada he elegido un clásico –me confiesa emocionado.

¡Genial! Ser un clásico implica que la habremos puesto por lo menos veinte veces.

 —¡El conde Drácula! –exclama mostrándome el DVD que carece de carátula porque se la habrá bajado de Internet.

Me he equivocado: no nos la hemos tragado veinte veces. En este caso, son ya más de un centenar aunque, eso sí, en distintas versiones.

Resoplo.

 —A partir de ahora voy a ser yo el que elija la cartelera. Tú eres muy repetitivo.

 —Lo siento, pero no se permiten historias románticas empalagosas, así que, seguiré eligiendo yo. Además, ésta es una nueva que no hemos visto, listillo.

Comienza a hablar sin parar sobre el reparto, el director y los efectos especiales que convierten este clásico en un moderno film de acción. Estas últimas palabras suenan tan publicitarias que debe haberlas copiado del anuncio promocional. Siento verdadero alivio al verme obligado a interrumpir su discurso para indicarle que la cena  ya está en su punto.

Nos acomodamos los tres en el sillón. Me sitúo en medio para evitar hostilidades, aunque no puedo interponerme entre sus comentarios cargados de veneno.

Cuando en la pantalla comienza la película, ambos callan. Anaïs parece emocionada.

Apenas transcurridos unos minutos, me giro para observarla disimuladamente. Descubro que ya no está aquí. La busco con la mirada, pero no la encuentro.

—Enseguida vuelvo –le comunico a Pablo.

—Como quieras, pero si no te das prisa, te quedarás sin palomitas –advierte, metiéndose otro puñado en la boca, como si quisiera dotar de veracidad sus palabras.

Me levanto. Voy asomándome a las distintas habitaciones. Primero la busco en los baños, pero como no doy con ella, examino el resto de la casa.

La hallo en mi cuarto, asomada a la ventana abierta mientras se agarra con ímpetu al marco de la misma.

Se da la vuelta al oírme llegar.

 —Drácula es un vampiro, ¿verdad? –me pregunta.

Asiento. Ha tardado muy poco en atar cabos; el protagonista todavía ni lo sospecha.

 —¿Por qué hacen películas de vampiros?

Tengo la sensación de que su tono ha sonado enfadado.

 —Pues... no lo sé. Hoy en día hacen películas de casi todo, desde dulces princesas que tienen castillos en las nubes y vuelan en pegasos hasta una invasión alienígena que destruye nuestro planeta, pasando por todos los mitos y personajes fantásticos que existen y el vampiro es uno de ellos.

 —¿Y tú te quedas sentado tan tranquilo viendo cómo mata personas, cómo disfruta causando dolor?

Esto es increíble; ahora me está acusando a mí, como si fuera un compinche de Drácula.

 —Anaïs, son historias ficticias. Eso es lo bueno que tienen, que las ves tranquilamente, sabiendo que nada de lo que en ellas ocurre es real, aunque por unas horas, puedes jugar a que sí lo es.

 —Pues no creo que jugar a que Drácula es real sea divertido. Es una criatura maligna que disfruta del poder que tiene para matar.

 —Es que es así como son los vampiros, engendros bebedores de sangre. Su naturaleza es oscura; su única razón de ser es robar vidas.

 —¡Cállate! –me ordena dedicándome un gesto dolido—. No puedes juzgar algo que no conoces. Tú sólo ves la parte mala, que es la que se muestra en esa horrible recreación. No te das cuenta de que los vampiros no eligen ser lo que son: seres condenados, obligados a vagar en las sombras.

En su voz se adivina la tristeza. Me acerco y la abrazo, intentando reconfortarla.

 —Eres increíble Anaïs, capaz de compadecerte de cualquier persona, tomando su sufrimiento como el tuyo propio.

Se sucede una pausa.

—Tranquila, los vampiros no existen –le aseguro.

—En el pueblo del que yo vengo, los habitantes creen que sí, que en el castillo situado en lo alto de la colina viven dos. Les hacen ofrendas para aplacar su ira y que no la desaten contra ellos.

Sus palabras refuerzan mi idea de que procede de una pequeña población abandonada en medio de ninguna parte, un lugar que el siglo XXI se ha olvidado de visitar.

 —David, si uno de ellos intentara escapar, rebelarse contra su esencia y sus instintos, si procurara dejar de ser un monstruo, ¿serías capaz de verlo de otra manera? –me interroga, mirándome a los ojos.

 —Bueno, lo cierto es que no me imagino a Drácula repartiendo flores por las calles –comento pretendiendo hacerla sonreír, pero en vez de eso ella endurece su semblante aún más.

 —Estoy hablando en serio, David. ¿Aceptarías a un vampiro? ¿Te harías amigo de uno si él decidiera dejar de ser como los demás? 

 —No lo consideraría una decisión inteligente –alego con sinceridad —. Mejor no arriesgarse; podría tener un mal momento y olvidar sus buenas intenciones.

 —Así que no lo harías –sentencia Anaïs. Ahora su rostro no es severo, sino profundamente triste.

Respuesta equivocada.

Se libera de mis brazos para dirigirse hacia la puerta.

 —Creo que debería irme; es tarde –dice.

No pienso dejar que se vaya así. La agarro por la muñeca.

 —Lo haría por ti –confieso.

Se vuelve para observarme.

 —Si tú me pidieras que me hiciera amigo de un vampiro, lo haría. Si eso te hiciera feliz, lo haría.

 —¿De verdad?

 —Sí. Anaïs; por ti lo daría todo. Te daría toda mi sangre, mi vida si me la pidieras.

 —No digas eso –susurra —. No sabes lo mucho que implican tus palabras.

 —Implican que te quiero.

Nos abrazamos de nuevo. Abro los ojos con el tiempo justo para ver a Pablo asomado a la puerta guardando su móvil de última generación en el bolsillo de sus pantalones.

 —¿Qué ha pasado? –pregunta —. Estábamos viendo la peli y os habéis pirado los dos.

Lo miramos sin contestar.

 —Bueno, mejor no respondáis –determina—. Está muy claro lo que ha pasado. Y ahora, siendo fiel a mi palabra, debería marcharme, pero todavía quedan rollitos y la historia está en lo mejor, así que lo pasaré por alto. Además, os he sacado unas fotos muy monas. Podré echarles un vistazo cuando necesite fingir que estoy enfermo; me ayudarán a vomitar.

Entiendo para qué ha usado el móvil.

 —Bórralas ahora mismo –le ordeno.

 —Lo que tú digas, tío –concede solícito, mientras toquetea algunos botones.

No me fío de que lo haya hecho de verdad, es más, su rápida claudicación confirma mis sospechas. Luego tendré que adueñarme de su teléfono y encargarme personalmente del asunto.  

 —Seguiré sin vosotros –anuncia antes de darse la vuelta.

 —Ve tú también si quieres –ofrece Anaïs —. Yo no pienso verla.

 —No importa, me quedo contigo. Entiendo que he sido muy poco delicado. Es tu primera película y tendría que haber buscado una menos... impactante. Pero, por si te ayuda a sentirte mejor, al final a Drácula lo matan –le desvelo.

 —¿Lo matan? –pregunta interesada —. ¿Cómo?

 —Le atraviesan el corazón con una estaca.

 —¿Con una estaca? ¿Te refieres a un trozo de madera como otro cualquiera?

 —Sí.

Anaïs se echa a reír.

 —Eso es aún más absurdo que lo del ajo y la sal.

 —Si tú lo dices –contesto inseguro. A saber con qué métodos se defienden, allí de donde ella viene, de los malos espíritus.

Verla contenta me produce una extraña felicidad que se propaga por mi cuerpo y pronto comparto sus risas, no porque encuentre nada gracioso, sino por el simple hecho de manifestar mi alegría.

 —La próxima vez te pondré Bambi –le prometo.

 —¿Sin sangre?

 —Sin sangre –aseguro.

 —En ese caso, de acuerdo.

Permanecemos uno frente al otro, mirándonos. Sus ojos de color azabache parecen brillar con la escasa luz que se cuela por la ventana, procedente de las farolas de la calle. Acaricio con las yemas de los dedos su marmóreo rostro hermosamente esculpido. Cuando mi mano desciende para acariciar su cuello, rozando la piel con ternura, ella detiene su avance cogiéndola entre las suyas. Me besa la palma.

 —Háblame de tu vida –me pide —. Quiero saber todos los detalles. Cuéntame.

 —No es muy interesante –le aviso.

 —No digas tonterías; claro que lo es.

 —Como quieras –concedo.

Nos acomodamos en la cama.

Comienzo hablando de mis padres, narrando su historia. Mi madre, que nunca había salido de esta pequeña aldea, habitaba con mis abuelos en la mansión del bosque, como lo habían hecho sus antepasados. Mi padre nació en Madrid, siendo el tercero de cuatro hermanos. Él entró en la facultad de medicina. Ella no quiso estudiar para no tener que alejarse de su familia y del tranquilo lugar en el que se crió. En vez de eso, se puso a trabajar en la pastelería del pueblo. Sus dulces gustaron tanto que supusieron un gran aumento de la clientela. La dueña, una mujer ya muy mayor, le estaba muy agradecida; la quería mucho. Cuando murió, le dejó el negocio.

 Sus vidas eran muy distintas y alejadas la una de la otra. Era casi imposible que llegaran a conocerse, pero mi madre tenía una amiga que la convenció para armarse de valor y viajar hasta la capital durante un puente para hacerle una visita. Ella accedió y su valentía se vio recompensada cuando le presentó a un compañero con el que estudiaba y que resultó ser el amor de su vida. En cuanto él terminó la carrera, se vino a Galicia para casarse. A los diez meses, vine yo al mundo. Esta amiga común fue mi madrina en el bautizo. Antes solía venir a vernos, pero tras la muerte de mi madre no ha vuelto.

Luego le hablo de mi infancia. De que Pablo y yo nos hicimos inseparables prácticamente desde el primer día de guardería y de que él siempre estaba deseando venir a mi casa por los bizcochos y pasteles que mi madre preparaba cuando recibía visita. Le cuento la pasión por la bici que mi padre me transmitió. Las comidas, todos los domingos, en casa de mis abuelos, a las que acudíamos con una buena cantidad de rosquillas. En esta parte, me obliga a prometerle que le enseñaré a hacerlas.

Le detallo pequeñas anécdotas o situaciones graciosas y le hablo de mis divertidas fiestas de cumpleaños. Le explico lo aburrido que era tener que ir al colegio y más tarde al instituto, a lo que ella replica que le parece una experiencia maravillosa y que debería agradecer que la educación pueda llegar a todo el mundo.

Le confieso lo mucho que había querido a mis padres y el dolor por la pérdida de mi madre. Me avergüenzo al notar que unas acusadoras lágrimas amenazan con derramarse. Intento secármelas ipso facto, pero ella me detiene.

—Llorar es hermoso –opina.

—Es de débiles –corrijo.

—No hay debilidad alguna en tener sentimientos. Es más, hay que ser valiente para atreverse a mostrarlos en público.

Lloro en sus brazos hasta que me siento en paz. Por primera vez estoy convencido de que de verdad lo he superado, de que hasta ahora había una losa de tristeza que me pesaba en el corazón y que ésta acaba de desaparecer, haciendo que mi ser sea más ligero que nunca; podría echar a volar en cualquier momento y robar del cielo la más hermosa de las estrellas para regalársela a Anaïs.

Más tarde, le hablo de cómo se lo tomó mi padre y de lo resentida que está nuestra relación desde entonces. Advierto que, junto con la tristeza, el rencor y la ira hacia él se han esfumado.

Por último, le cuento, como si se tratara de otra persona, mis encuentros con una misteriosa chica en el bosque. De cómo, al principio, dudé de su cordura y de que, finalmente, me había enamorado de ella. Le describo lo mejor que puedo la emoción que me embarga.

 —Acariciar su piel suave es un enorme placer. Pero besarla, no hay nada como sentir sus labios en los míos. Jamás había experimentado algo así –digo concluyendo mi relato.

 —Es una lástima que ella no esté aquí para que tengas la oportunidad de saborearla –contesta siguiéndome el juego.

 —Una lástima –afirmo.

La rodeo con mis brazos y continúo con el beso que había interrumpido el aprendiz de boticario. Un beso íntimo y ávido, mucho más que una simple caricia. Tras unos gloriosos instantes en los que apenas nos separamos para respirar, ella apoya sus manos en mi pecho y me empuja. La miro con el único deseo de volver a sentir su cuerpo junto al mío.

—Para, por favor –me suplica con un gemido.

No es lo que yo quiero. Cada centímetro de distancia entre nosotros me quema. El único pensamiento que domina mi mente es seguir sumergiéndome en su boca y en sus ojos leo que ella también lo ansía, pero, con una gran fuerza de voluntad, respeto su petición. Dejo caer la cabeza pesadamente sobre la almohada mientras recupero el aliento.

 —Necesito salir fuera unos segundos –pide Anaïs.

 —Sí, yo debería bajar a ver a Pablo –respondo, sintiéndome mal por haberme olvidado de él.

 —Se ha ido –anuncia ella.

 —¿Cuándo?

 —Hace ya tiempo, mientras hablabas del accidente de tu madre. Se acabó la película y se marchó sin despedirse.

 —Mañana lo llamaré –me prometo a mí mismo.

Anaïs se ausenta unos minutos. Cuando vuelve, anhelo repetir los instantes vividos, pero ella prefiere seguir recordando mi vida. Acabamos mirando entretenidamente los numerosos álbumes de fotos que inmortalizan esos días ya pasados.

No recuerdo en qué momento me quedo dormido.

 

A la mañana siguiente, continúa a mi lado. No me hace falta abrir los ojos para saberlo. Su mano está agarrando la mía y su cabeza descansa en mi hombro, de tal forma que sus largos mechones negros caen sobre mi cuello. Disfruto de esa leve caricia y sumerjo mis dedos entre sus cabellos. Despacio, voy levantando los párpados y la luz del día, que entra por la ventana, me muestra su blanco rostro dormido. Me parece que es lo más bello que nadie pueda haber visto nunca. Y deseo tener ese regalo toda la vida: nada más despertar, encontrar su cara junto a la mía, ser su sonrisa lo primero que vea. Estaría de mucho mejor humor durante el resto de la jornada; incluso el instituto se me antojaría más llevadero.

Al poco, ella también despierta. Me contempla con sus profundos ojos.

 —Buenos días –la saludo.

Bajamos a la cocina. Preparo un chocolate caliente para cada uno acompañado de unos croissants. Mientras desayunamos, me fijo en ella. No posee el aspecto de alguien que acaba de levantarse. Su pelo no está revuelto, su mirada no es somnolienta; ni un solo bostezo, ni un solo estiramiento.

Hemos pasado toda la noche anterior hablando de mi vida y la suya despierta la curiosidad en mí.

 —Ya te dije que estaba intentando olvidar, empezar de cero –me contesta apartando su mirada cuando le pregunto—. Mi vida comienza el día que te conocí. No deseo poseer otro pasado.

Seguimos estudiando francés. Tengo la certeza de que este examen lo aprobaré, aunque Monsieur se creerá que todo el mérito es suyo. Sólo espero que, vistos los buenos resultados, no coja como costumbre quedarse conmigo durante unas horas extra después de clase cada vez que vayamos a tener un control.

 —Viene un coche –me avisa Anaïs.

 —Será mi padre –aventuro —. ¿Quieres conocerlo?

 —Si tú quieres que lo conozca...

Tras unos minutos, escuchamos la llave girando en la cerradura. Me apresuro a ir a su encuentro y, en un acto impulsivo, lo abrazo. Se queda estupefacto. Permanece quieto sin saber bien qué hacer. Yo lo aprieto con más fuerza, pretendiendo que le llegue toda la felicidad que siento. Nunca se me han dado demasiado bien las palabras y no sería capaz de decirle lo mucho que me disgusta lo que ha ocurrido entre nosotros, de expresar cuánto lo eché de menos, de pedirle perdón y de contarle que quiero que volvamos a estar como antaño. No, las palabras no me servirían para todo esto, pero espero que el abrazo baste que, a través de este contacto, él pueda entenderlo.

 —Tengo que presentarte a alguien –le confieso, soltándolo al fin.

Anaïs permanece observando la escena, apartada, asomada a la barandilla de la escalera. Le hago un gesto para que se acerque.

 —Papá, ésta es Anaïs. Me estaba echando una mano con el francés. Te prometo que con su ayuda subiré la nota.

Ella se coloca a mi lado. Hace una pequeña inclinación de cabeza como muestra de respeto y saludo.

Mi padre continúa sin saber cómo reaccionar. Me mira pidiéndome auxilio. Tengo la impresión de que ha pasado demasiado tiempo encerrado en su despacho.

Disimuladamente, muevo mi mano para indicarle que se la dé. Él extiende la suya hacia ella.

 —Encantado –murmura.

Ahora es Anaïs la que duda unos instantes antes de corresponder al saludo. Pero cuando por fin se decide a estrecharle la mano, él la retira con ademán brusco. Su actitud cambia.

 —¿Por qué lleva su ropa? –pregunta enfadado.

Anaïs todavía viste los vaqueros y la camisa de mi madre. Ha sido un error por mi parte no darme cuenta de ese detalle y de que mi padre no reaccionaría bien.

 —Papá, no es el momento.

 —¿Por qué lleva su ropa? –repite.

 —Un segundo –le pido a Anaïs.

Cojo a mi padre del brazo y lo conduzco hasta la cocina.

 —Es que hemos tenido un problema con la suya –le explico —. Y no iba a ponerse la mía.          

 —¿Qué tipo de problema? ¿Cuánto tiempo lleva aquí? –inquiere, todavía molesto.

 —Desde por la mañana –miento.

 —¿Y sus padres saben dónde está?

 —Por supuesto –otra mentira.

Me siento mal; no me gusta engañarlo. Quizá, si se mostrara más abierto o más comprensivo, podría contarle la verdad, pero ahora mismo no es la ocasión más adecuada para confesarle que hemos pasado toda la noche juntos. No lo entendería, ni él ni ningún padre.

 —¿Los conoces?

 —Claro. Son muy amables conmigo, justo lo contrario de lo que estás siendo tú con ella –ya puestos a mentir...

 —No me gusta que estéis en casa solos.

 —Pues no nos dejes tú solos. ¿Qué le voy a hacer yo si te pasas la vida fuera?

Me asomo por la puerta entornada para ver a Anaïs. Ya no está. Resoplo. A estas alturas, debería haber aprendido que es una chica propensa a darse a la fuga en cuanto le quito los ojos de encima.

La llamo y la busco. Subo a  mi habitación. Encuentro la ropa que le he dejado, pulcramente doblada sobre la cama. La acompaña una nota de papel.

No era mi intención que discutierais por mí. Estaré unos días fuera. No me busques. Tranquilo; volveré. Suerte con tu examen, aunque no la necesitas. 

Miro la hoja arrancada de mi cuaderno, adornada con su elegante caligrafía. ‘Estaré fuera unos días.’ ‘Estaré fuera unos días.’ Esta frase obceca mi mente. Leo la improvisada misiva repetidas veces. ‘Volveré.’ ¿Cuándo? ¿Cuándo? ¿Cuándo volverá? ¿No habrá decidido marcharse de nuevo y su promesa sólo es una mentira para que no me preocupe y, en el momento en el que quiera darme cuenta, sea ya demasiado tarde? No, no es posible. Anaïs no miente. Claro, que yo tampoco lo hacía y ahora mismo acabo de mantener con mi padre una conversación llena de embustes. Mi padre. Me asomo a la escalera; sigue esperando en el salón.

 —Gracias, papá –le grito—. Has hecho que se vaya. Era una mañana maravillosa hasta que has aparecido. ¿Por qué no vuelves al hospital? Seguro que te echan en falta para amargar la vida a alguien más. Ah, y no te olvides de llevarte esto, ya que tan importante es para ti –añado, a la vez que le lanzo la ropa de mi madre.

Luego me encierro en mi habitación dando un portazo. Volvemos adonde estábamos antes. Hace nada me encontraba dispuesto a perdonarlo y ahora le chillo. Él tiene la culpa de que haya vuelto a esfumarse. Lo peor es que no sé cuándo volveré a verla y esta duda me martillea en el cerebro con fuerza. ¿Cuándo? ¿Cuándo? ¿Cuándo?

Recuerdo que debo llamar a Pablo, pero ahora no me apetece. Ya lo veré mañana en el instituto.

Mi padre y yo no volvemos a dirigirnos la palabra en todo el día, ni siquiera durante la comida o la cena.

Corazón de sombras
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