Capítulo 11. A la luz del sol.
~La prisionera de las sombras~
Los primeros rayos surcan el cielo. Lo noto en la luminosidad que adivino tras mis párpados cerrados. Un hormigueo que no recuerdo haber sentido en ocasiones anteriores, recorre mi piel. Me preparo para el dolor atroz, para esas llamas invisibles que consumirán mi cuerpo, que abrasarán mi ser.
Nada ocurre. Sigo esperando que llegue mi muerte definitiva. Pasan los minutos. Juraría que ya llevo una hora aquí expectante y todavía ninguna sensación desagradable ha hecho acto de presencia. Quizá todo haya acabado ya. Tal vez, ha resultado más rápido de lo que pensaba porque han transcurrido más años desde mi transformación y mi cuerpo se ha convertido instantáneamente en cenizas. Entonces... ¿ya estoy muerta? ¿Muerta de verdad?
No me atrevo a echar un vistazo a mi alrededor. ¿Es esto la muerte? ¿Me encuentro a las puertas del Infierno? Si tuviera la osadía de mirar, ¿vería una multitud de demonios que me observan socarrones, esperando el momento de abalanzarse sobre mí? ¿Se estarán riendo, con sus afilados dientes, de mi ingenuidad? Recreo la imagen en mi mente. Una enorme banda de horribles diablos armados con tridentes fabricados de pura maldad. Ocupan sus posiciones sobre el escarpado paisaje rocoso por el que discurre la lava procedente de un volcán en erupción, acorralando a una criatura que, en comparación, parece diminuta, desvalida, indefensa. Esa resulto ser yo.
Permanezco con los ojos cerrados, retrasando lo que inevitablemente debe ocurrir, demorando por unos segundos el horror que ha de prolongarse durante toda la eternidad. Una actitud estúpida de la que los perversos seres, cuya cabeza coronan dos retorcidos cuernos, se burlan, disfrutando así, aún más, del tormento de mi alma en pena. Debería abrirlos, pero aun en la muerte, soy cobarde.
¿Y si fuera el mismísimo Lucifer el que aguarda junto a mí? Tendría sentido que fuera él quien viniera a recibir al ente más dañino de la Tierra. Quizá me considere una de sus descendientes. Podría ser que Doryan procediera directamente de él y, por tanto, yo también. Esta escena me resulta aún más aterradora que la primera. Me imagino a Satán sentado en su trono de color negro como el corazón de los que acuden a él. Sus ojos sin fondo clavados en mí, su boca sin labios esgrimiendo una cruel sonrisa. Su cuerpo está recubierto de un pelaje rojizo del mismo tono que el fuego que cae tras su espalda, precipitándose en grandes cascadas. Un nuevo concepto de la palabra miedo se muestra ante mí. El monstruoso ser va a hablar, va a darme la bienvenida a su reino infernal. Va a dirigirse a mí...
—¿Ves como es verdad que brillas?
No. Esa voz no proviene de mis fantasías, no es la del Diablo. Sé a quién pertenece. ¡Es su voz! Esto no puede ser el Inframundo; tiene que ser el Cielo. Me es imposible dudar de ello si él está aquí. David. Ahora sí que no entiendo nada.
Decido, por fin, echar un vistazo. Abro los ojos. La verde naturaleza despliega su manto ante mí. Los árboles crecen a mi alrededor. Los pájaros saludan al recién nacido día con sus alegres trinos. ¡Hay luz! Una luz rosada que ilumina todo, llenando la escena de magia y aun más belleza. Y esa claridad también me ilumina a mí y yo no soy un montón de cenizas.
Pero tampoco se trata del Edén; esta estampa que se me antoja paradisíaca no es el Cielo. Y si lo es, Dios no posee mucha imaginación porque ha copiado el bosque en el que vivo y en el que estaba antes de morir... Por consiguiente... ¡no estoy muerta! ¿Es esto posible? Los rayos del sol han tomado el dominio del firmamento, su brillo recae sobre mí... y ¡yo no me quemo! ¿Acaso se trata de un regalo celestial? Un último recuerdo del mundo, del hermoso lugar que podría haber disfrutado de no haber sido una criatura condenada a las sombras. Si es así, sin duda, estoy agradecida por ello. No sé cuánto va a durar esta prórroga, pero pienso aprovecharla al máximo.
Miro en torno a mí, deseando empaparme de todo, absorber por la vista este bello amanecer. Los intensos colores de mi alrededor me hacen daño en los ojos, acostumbrados a la penumbra, pero no los ciegan. Percibo unos pasos vacilantes a mi espalda. Me vuelvo. David abandona el molino, todavía con cara somnolienta. Me observa ligeramente sorprendido aunque, para sorpresa la mía, que no encuentro explicación razonable a lo que ocurre. Dirijo la vista a mi cuerpo. Comprendo entonces el porqué de su extrañeza: de mi piel, en la que todavía siento un ligero cosquilleo, emana una leve luminosidad, como si se tratara de las cristalinas aguas de un río reflejando los rayos del sol. Me concede cierto aspecto etéreo, de no ser nada más que eso: un reflejo. Se me antoja que seré capaz de ver a través de mi mano. Hago la prueba. Mi hipótesis resulta incorrecta. Mi carne sigue siendo física, material, opaca.
—Sabía que brillabas –me asegura David llegando junto a mí.
Me coge la mano.
—¿Qué me has hecho? –le pregunto sin salir de mi asombro.
No hay otra interpretación posible. Tiene que haber sido él. Antes de conocerlo, yo habría ardido. Eso no es algo de lo que Doryan me haya convencido; lo he experimentado yo misma, en mis propias carnes. Y ahora, aquí estoy, de pie a plena luz del día.
—¿Yo? –contesta él —. Yo no he hecho nada; eres tú.
Lo miro, intentando descifrar por su gesto si miente o no. Su semblante es tranquilo, sincero. Me dedica una sonrisa llena de amor.
—No me engañas. Sé que me escondías esto; por eso tenías todas las ventanas cerradas y sólo salías de noche.
Me acaricia la cara con ternura. Me besa en los labios.
—Eres muy hermosa –me susurra al oído —. ¿Un ángel?
Me aparto de él, molesta por su suposición.
—Oh, lo siento. He prometido no preguntarte qué eres –se disculpa malinterpretando mi reacción.
—No, David. No soy un ángel –le aseguro con dureza.
‘Todo lo contrario’ —añado en mi mente.
Busca con la mirada algo a mi espalda. Deduzco que pretende descubrir unas sedosas alas de plumas blancas. Va a llevarse una decepción. Pero no es eso lo que su rostro muestra, sino, de nuevo, sorpresa. Me doy la vuelta en un raudo movimiento. No puede ser verdad. No puede haber encontrado aquello que buscaba.
—No tienes sombra –hace notar.
Así que es eso lo que ha visto.
En el suelo, la silueta de David aparece dibujada en negro. Su mano, que todavía sujeta la mía, está extendida en el aire agarrando algo que no se encuentra allí, porque la tierra, como él ha descubierto, no revela mi presencia. Asiento con la cabeza, dándole la razón. Esto es algo de lo que tampoco tenía constancia, debido a que, al vivir de noche, jamás pude advertirlo. De noche nada tiene sombra; todo es sombra.
—Tal vez no estoy aquí realmente. A lo mejor no existo de verdad –aventuro con voz trágica.
El semblante se le entristece. Me planteo con temor que haya descubierto mi secreto, que en su cabeza se hayan encajado todas las piezas para darme el nombre que tengo. Me suelta. Aparta la vista. ¡Oh, no! ¡Me ha desenmascarado y ahora me rechaza! Esto es bueno, tendría que estar contenta, ahora no me impedirá que me aparte de él. Y sin embargo, no puedo sentir otra cosa en mi interior que un profundo dolor por su repudio, unas profundas ganas de correr hacia él, de engañarle si es necesario, para que me admita a su lado. Irónico. Todo este tiempo queriendo huir de él y ahora que me lo pone tan fácil, lucharía por quedarme.
—Por esto no me querías, ¿verdad?
No entiendo a qué se refiere. Aun así, el alivio me invade al saber que sus pensamientos han seguido otros derroteros, que es posible que todavía no sospeche la bestia sanguinaria que soy.
—¿A qué te refieres?
—A que me rechazaste por esto.
—¿Por qué?
—Pues porque no soy como tú. Eres tan perfecta, tan hermosa, tan rápida, tan... llena de luz. Yo no soy nada, un simple humano del montón, que no puede correr a tu velocidad y que no brilla. Es normal que no me quieras. No te merezco. Prefieres a alguien como tú, alguien perfecto.
Sus palabras no pueden hacerme sino sonreír. Qué equivocado es su planteamiento: cree que la parte problemática de la relación es él.
David interpreta mi sonrisa como respaldo a sus palabras. Comienza a andar hacia el molino.
—Entiendo que escojas algo mejor. No puedo reprocharte que quieras irte –murmura sin mirarme.
En un parpadeo, me interpongo en su camino. Se echa hacia atrás debido al sobresalto que le produce mi repentina aparición.
—No David, te equivocas. Yo te amo; ya te lo he dicho. No he intentado apartarme de ti por tu culpa, por lo que tú eres, sino por lo que yo soy. De hecho, deberías ser tú el que huyera de mí.
—Yo jamás huiría de ti –me asegura.
—Y, por descontado, no quiero a nadie como yo. Odio a los que son como yo, igual que me odio a mí misma por no poder renunciar a mi naturaleza.
Él me abraza.
—No, Anaïs. Nadie puede odiar algo tan hermoso como tú –me confiesa al oído.
No tiene ni idea de lo que dice. No ve lo distantes que se encuentran las apariencias de la realidad. Pero sus palabras, aun cargadas de ignorancia, me consuelan de alguna forma.
—Yo también te amo –añade.
Regresamos a la mansión. Contemplo todo como si fuera una niña recién nacida y, en cierto modo, así es: acabo de ser recibida en el reino de la mañana. El mundo que ahora me rodea es nuevo para mí, un universo entero por descubrir. Lo que más hermoso me parece es el cielo cambiante del amanecer. Por él se suceden todas las combinaciones imaginables de malva y naranja. Sobre ese paraíso de color, las nubes flotan deslizándose a merced del viento. Me gustaría disfrutar del privilegio de saltar aún más alto para llegar a tocar una; se muestran tan irresistibles... Estoy segura de que serán suaves y delicadas como una caricia.
Al bajar la cabeza, soy consciente de que David me mira con gesto divertido. Para él, este espectáculo que se desarrolla a nuestro alrededor es algo normal y cotidiano, tanto que ya no se da cuenta del valor que tiene, del tesoro que le regalan cada día. Yo, sin embargo, llevo cientos de años sin poder contemplarlo.
Por las montañas circundantes, se desliza ladera abajo la niebla acumulada durante la noche, cubriendo el valle como si de una efímera aparición se tratara. Y no sólo mi vista es gratamente complacida, sino también mi oído. En un radio cercano a nosotros, debido a mi presencia, impera una silenciosa paz interrumpida sólo por el ruido producido por David, tanto el que emana de su cuerpo en funcionamiento como el que hace al andar. Pero, a lo lejos, del bosque procede una dulce melodía de vida, compuesta por el canto de los pájaros; los correteos de los animales diurnos buscando comida, zambulléndose en el agua para refrescarse, llamándose unos a otros; la brisa de la mañana agitando las hojas de los árboles que producen un murmullo de voces hablando en una lengua incomprensible... Desearía que David también contara con mi desarrollado sentido para poder percibir todo esto. ¿Podrá él oír a la ardilla que unos metros a nuestra derecha salta de una rama a otra? ¿Sabrá que bajo nuestros pies, un topo escarba un profundo túnel? No, me temo que no. Aunque también está feliz deleitándose con mi alegría, de la que desconoce el motivo.
Se me hace corto el trayecto hasta la casa. Anhelo seguir disfrutando del exterior, pero los humanos necesitan muchas horas de sueño y él todavía está cansado.
Entramos. Cuando me sumerjo en la penumbra me invade una especie de miedo. Me pregunto si podré volver a exponerme a la luz o si este regalo de manos desconocidas ha llegado a su fin. Ardo en deseos de salir otra vez fuera y comprobar si mi cuerpo se convierte en cenizas, pero lo primero es David. Se dirige hasta la habitación cuyos armarios guardan mi ropa.
—Éste era mi cuarto –me informa.
Ya lo sabía; había detectado su aroma en él.
—Los primeros años de mi vida los pasé aquí. Cuando mis padres se casaron, él acababa de terminar la carrera y ella comenzaba su trabajo como empleada en la pastelería de la que luego acabaría siendo dueña. Al principio, tuvieron que vivir con mis abuelos. Más tarde, reunieron el dinero suficiente y nos mudamos a la otra casa –continúa explicándome.
Se acerca a una estantería. En ella hay cuentos infantiles y una colección de coches de juguete. Supongo que todo ello debió acompañarlo en su niñez.
—Siempre que venía a pasar unos días con mis abuelos en vacaciones me apropiaba de este dormitorio –concluye.
Por su cara, ligeramente nostálgica, deduzco que debe de estar sumido en sus recuerdos.
—¿Sabes? Sin ser consciente de ello, elegí tu alcoba como mía –le comento.
—Oh, en ese caso, no quiero privarte de tu cama; tú también querrás echarte.
—No te preocupes por mí. Hay muchas dependencias.
—Podríamos compartirla –sugiere.
En el momento en el que las palabras abandonan su boca, sus orejas enrojecen al ser consciente de ellas. Sólo intentaba hacerme un ofrecimiento inocente, pero se ha dado cuenta demasiado tarde de que su propuesta sonaba más comprometida. Si yo fuera humana, también me habría sonrojado. Porque es una proposición que, en el fondo, anhelo aceptar. No obstante, debo reconocer que no es posible; sería peligroso. No puedo dejarme llevar; eso sólo podría acabar de una forma: con su muerte.
—Podemos dormir juntos –contesto, dejando claro el asunto.
Me tumbo a su lado y cierro los ojos. Me rodea la cadera con su brazo. Tras unos minutos, finjo dormirme, imitando su respiración acompasada y la relajación de su rostro que observé la otra noche.
Se cree mi interpretación y, tal y como yo hice en su habitación, se queda unos instantes contemplándome. Luego dibuja mis labios con sus dedos, recorriendo con las yemas su contorno.
Pronto se rinde al sueño. Lo abandono en su descanso. Me dirijo a la habitación más cercana; necesito comprobar una cosa. Descorro la cortina que tapa la ventana. Por costumbre o por instinto, me echo a un lado, huyendo del foco de luz que brota de ella y se extiende por la estancia. Me oculto en un pequeño rincón que permanece en sombra, entre un armario de madera y la pared. Alargo una mano, sacándola de mi guarida, preparada para retirarla cuando note el dolor. Siento un pequeño hormigueo, pero mi miembro no comienza a arder. Lentamente, muestro todo mi cuerpo, exponiéndolo vacilante. No me hace daño.
Voy por toda la casa quitando los oscuros trapos que coloqué a modo de defensa. Pronto, la mansión se llena de color y los rayos del sol bailan a mi alrededor, contagiados de mi alborozo.
Cojo unos cuantos lienzos en blanco y mi caja de pinturas. Salgo fuera. Quiero atrapar tanta belleza como presencio.
El alba ya se ha completado cuando traspaso el umbral. Levanto mi vista al cielo. Deseo conocer qué color muestra ahora, a pleno día. Compruebo, asombrada, que es del mismo tono que los ojos de David. Este detalle me emociona, pues con la cabeza dirigida hacia las alturas, fije la vista donde la fije, contemplo su mirada.
Sitúo el caballete en el suelo. Sus patas se hunden en la hierba regada por el rocío. Tomo el primer lienzo. Color, color, color. Nada de oscuridad. Me cuesta más de lo normal efectuar las mezclas. Soy una experta en todos los matices de negro y rojo, pero los que ahora utilizo son totalmente distintos.
Mi esfuerzo se ve recompensado cuando, ante mí, veo recreado un hermoso amanecer, idílico, compuesto por cálidos colores que se difuminan y entremezclan, carentes de forma. Dedico unos instantes a su mera contemplación. Sigo creyendo que el fenómeno se debe a él; algo ha debido de hacerme. Quizá el amor de David me haya purificado.
Un ligero cambio, leve, sutil... pero importante, respecto a la idea que poseo sobre mí misma, comienza a tener lugar en mi interior. Por primera vez considero que, con un poco de suerte, tengo alguna posibilidad de escapar de las sombras, de dejar de ser una criatura oscura, condenada. Soy consciente de que sigo siendo peligrosa, una cazadora, pero si aun así se me permite gozar de la caricia del sol en mi piel, ¿por qué no se me va a permitir disfrutar del amor? Tal vez, David y yo tengamos una oportunidad; lo nuestro pueda funcionar.
¿Renunciaría a la luz por considerar que no la merezco? No. Pienso pasar cada segundo regalándome la vista con ella. De igual forma, no renunciaré a David por creer que soy indigna de su amor. No, ya no. No pretendo seguir huyendo. Sé que será difícil, peligroso, pero quiero intentarlo. Y él también, aunque todavía no llegue a comprender lo que hay en juego. Deseo vivir todo lo que me sea posible a su lado. Al fin y al cabo, las vidas humanas son cortas. Apenas un suspiro, que no dejaré escapar, que aprovecharé y alargaré todo lo que sea capaz. Sí, me quedaré y juntos haremos frente a los problemas que se nos planteen.
El primero de ellos será contarle la verdad. Tengo que armarme con el valor suficiente para decirle lo que soy, confiar en su comprensión y perdón. Quizá esa revelación haga que todo acabe, que se aleje de mí. Pero es él quién debe tomar la decisión. No puedo seguir engañándole, dejar que exponga su vida sin tan siquiera saberlo. Sí, tendré que decírselo. No obstante, hoy no. Hoy disfrutaré de este regalo que se me brinda y nada empañará la felicidad que ha traído consigo.