Capítulo 10. Error.

~El muchacho de los ojos azules~

 

La estancia se encuentra en penumbra. De los candelabros penden minúsculas estalactitas de cera solidificada, restos de las velas consumidas. En la chimenea brillan unas pequeñas ascuas, como joyas olvidadas entre la ceniza, insuficientes para dar calor. Hace frío. Pero no es eso lo que me ha despertado, sino su ausencia. De alguna forma, sé que Anaïs acaba de separarse de mi lado, donde hasta ahora había permanecido. Caigo en que es la segunda noche que dormimos juntos. Las imágenes de lo ocurrido apenas unas horas antes regresan a mi mente, nítidas. Cierro los ojos para recrearlas aún con mayor intensidad. Sonrío al pensar en la caricia de sus labios.

Noto que mi puño esconde algo en su interior. Lo abro para descubrir de qué se trata, pero la oscuridad reinante me lo impide. Me acerco a la lumbre. Prácticamente meto la mano entre los rescoldos. El oro reluce. Es la cadena que he visto antes colgar del cuello de Anaïs. La miro con detenimiento. El collar apenas pesa. La medalla redonda muestra una ‘A’ grabada. Le doy la vuelta. Detrás hay una fecha: 17—12—1578. No se me ocurre a qué acontecimiento puede hacer referencia. Vuelvo a estudiar la letra. ‘A’ de Anaïs. ‘A’ de amor, deduzco con una sonrisa. ‘A’ de adiós. La sonrisa se me borra. No quiero creerlo. No es cierto. No otra vez. La llamo. Nadie responde. Suelto una palabrota.

Está huyendo de mí. La cadena es una despedida, un recuerdo. Retorna a mi memoria la demostración que me ha hecho de lo rápido que es capaz de moverse. Estoy desperdiciando unos instantes maravillosos. Es posible que ya jamás la alcance. Aun así, tengo que intentarlo.

Salgo de la casa a toda pastilla. El aire frío me corta la respiración. Me gustaría volver a por mi ropa; la camiseta y la sudadera se han quedado dentro. Pero la puerta se ha cerrado y no poseo la llave.

No hay tiempo que perder. Bajo de un salto los escalones. Resbalo sobre la húmeda hierba salvaje. Necesito apoyar un brazo en el suelo para no darme de bruces contra él. Recobro el equilibrio. La lluvia recorre mi cuerpo en un gélido abrazo y las sombras me envuelven, obligándome a forzar la vista para poder ver algo. No con la velocidad que a mí me gustaría, mis ojos se acostumbran a la oscuridad. Distingo mi bici, tirada de cualquier manera.

 —Te pido perdón, vieja amiga –me disculpo corriendo hacia ella mientras mis pies descalzos se hunden entre los verdes tallos, sintiendo el tacto viscoso de la tierra mojada.

La enderezo. Giro la cabeza para ver el bosque que me rodea. Todo presenta el mismo aspecto. No puedo adivinar por dónde se ha ido Anaïs; hay mil direcciones posibles. A ello se suma que, incluso pasando a escasos metros de ella, ni siquiera la vería debido a la frondosa maleza y las negras nubes que cubren el cielo, ocultando la luz de las estrellas y la luna. El único camino abierto es el que yo tomo para llegar hasta aquí y estoy seguro de que no es el que Anaïs ha elegido. Tendré que aventurarme entre los árboles, esperando que la suerte se congratule conmigo. Sólo hay una dirección que me conduciría a Anaïs y un millón más que me separarían de ella. Me dejo guiar por mi intuición, pues no poseo referencia alguna.

Comienzo a dar pedales. Parpadeo para evitar que el agua se me meta en los ojos. Gracias al ejercicio, logro generar el calor suficiente para que los dientes cesen de castañearme, aunque mis dedos continúan agarrotados. Seguramente, lo único que consiga sea un buen resfriado. Si Anaïs quiere evitarme, si quiere marcharse, lo conseguirá. No hay nada que yo pueda hacer para impedirlo. Aun así, no me detengo. Grito su nombre con todas mis fuerzas; no dejo de repetirlo. Me pregunto por qué tiene que irse ahora que le he confesado mi amor; ahora que por fin estoy seguro de que ella también me quiere. Pero... si eso fuera cierto, no me dejaría, no seguiría huyendo. Quizá me haya equivocado.

Avanzo sin rumbo, moviéndome lo más rápido posible, sin saber si me acerco a Anaïs o me distancio cada vez más. Incluso puede que ya sea demasiado tarde para encontrarla.

Las ramas me arañan la cara, los brazos, la espalda, el pecho. Apenas veo el suelo por el que me muevo. En numerosas ocasiones estoy a punto de caerme por culpa de alguna piedra, raíz o irregularidad del terreno. Y una de esas veces el “a punto de caerme” se convierte en un “me caigo”. La rueda delantera se engancha en algo que no puedo distinguir. Como voy de pie sobre los pedales, sin tiempo de reacción, me precipito hacia delante, pasando por encima del manillar.

Antes de toparme bruscamente con la tierra, me araño la frente con el tronco de un árbol. Unas punzadas de dolor me recorren la muñeca izquierda, con la que he intentado amortiguar el golpe. Tirado en el suelo, mojado, manchado de barro, helado de frío, agotado, con el cuerpo lleno de arañazos y sintiéndome impotente, me rindo. Me quedo aquí tumbado.

He perdido a Anaïs para siempre. Nunca ha estado en mi mano el ser capaz de retenerla, porque ella es quien controla el juego, la que impone las reglas, la que decide cuándo se acaba. Y ha decidido que sea ya, cansada de mí, de jugar conmigo. Porque eso es lo que ha hecho mientras nos besábamos. Me ha dado a entender que me quería, que la había conseguido convencer, que se quedaría por mí. Pero todo era mentira.

Me incorporo. Limpio las hojas y otra suciedad adherida a mi pecho. Noto que algo caliente resbala por mi cara. Lo tanteo con la mano. Sangre. Me he abierto una brecha en la frente al darme contra el árbol. Con la escasa luz reinante, adivino mis dedos manchados con el líquido rojizo. Me siento débil por sangrar; por no haber podido mantener a Anaïs a mi lado. Ya no sé si las gotas que bañan mi rostro son de sangre o es que las lágrimas han sido capaces de abrirse camino hasta mis ojos de nuevo. Quizá sean una mezcla de ambas.

Ignoro cuánto tiempo permanezco aquí, temblando con violencia a causa del frío. La tormenta comienza a amainar, convirtiéndose en una leve llovizna. Es absurdo quedarse un segundo más en este sitio. Lo mejor es volver, secarme, ponerme mi ropa e irme a casa. No quiero estar en la mansión de Anaïs más tiempo del necesario, precisamente por eso, porque es su hogar, más bien su antiguo hogar, ya que a los dos nos ha dejado plantados a la vez.

Me doy cuenta de que desconozco por dónde he venido. Me resulta imposible orientarme. Las nubes se han retirado de forma parcial; ahora unas pocas estrellas y la luna brillan en el cielo. No consigo verlas debido a que los altos árboles las esconden, pero sí puedo apreciar su luz, que se cuela por los pequeños huecos entre las ramas. ¿Me habré alejado mucho de la antigua casa de mis abuelos? Quizá haya estado dando vueltas como un tonto o quizá haya recorrido varios kilómetros. No sabría decir qué posibilidad se acerca más a la realidad. En definitiva, me he perdido. El hecho de verme obligado a pasar toda la noche en el bosque sin más abrigo que mis pantalones, no se me antoja tan malo, no después de haber perdido a Anaïs.

Miro su collar que ahora pende de mi cuello. Me lo quito. Estoy enfadado con ella. En un arrebato de ira lo lanzo lejos, lo cual es una estupidez, ya que luego tendré que ir a buscarlo. Porque, por muy enfadado que me encuentre, no dejaré de amarla y esa gastada cadena es lo único que me queda de ella.

La veo brillar mientras describe volteretas en el aire antes de caer al suelo. Pero no cae. Se mantiene flotando, suspendida en el aire. Fuerzo los ojos intentado ver qué la sujeta. Supongo que debe haberse enganchado en alguna rama. Cuando comienza a avanzar hacia mí, descubro la silueta que la porta. Aunque no logre distinguirla con claridad entre las sombras, la reconocería en cualquier parte.

 —Estás sangrando –observa.

Me pregunto cómo es capaz de apreciarlo si yo apenas puedo concretar su rostro.

 —¿Se puede saber por qué has vuelto? –demando irritado.

Anaïs se aproxima. Su semblante parece triste.

 —David, yo... –comienza, pero se detiene —. Estás temblando. Debes tener muchísimo frío. Ven.

Me tiende una mano. Yo la rechazo. Pronto, la alegría de estar con ella me invadirá, pero por ahora, sigo enojado.

Me levanto y me sacudo el barro.

Anaïs eleva mi bici con una sola mano y carga con ella mientras me conduce  hacia quién sabe dónde.

Tras andar un par de minutos, reconozco el lugar en el que nos encontramos. Es el molino abandonado donde me refugié la noche de mi ‘escapada’ de casa, que más bien era un acto de rebeldía y no una fuga propiamente dicha. Dentro aguarda la mochila que preparé para la ocasión. Me alegro de haber metido una sudadera de repuesto. Me la pongo. El grueso tejido me ayuda a recuperar algo de calor. Como no es suficiente, extraigo la manta. La desdoblo y me envuelvo con ella mientras permanezco sentado en el suelo, apoyándome contra la única de las paredes que se mantiene completamente entera. Busco a Anaïs. Me contempla desde la puerta, dudando si acercarse más. Tendrá que darme una buena explicación si quiere que la perdone, pero aun así, no deseo que se congele. Le hago un gesto para que se sitúe a mi lado. Ella obedece y la cubro también. Estudia la herida de mi frente. Su rostro exhibe una mueca difícil de descifrar.

 —No puede tener tan mal aspecto como para que pongas esa cara –aseguro.

 —No, no tiene mal aspecto –me da la razón, apartando la vista.

Rebusco en un bolsillo de la mochila hasta encontrar el paquete de pañuelos de papel. Saco uno para limpiarme la sangre. No veo dónde se sitúa el corte, por lo que tanteo a ciegas. Anaïs coge mi mano. Reprimo un escalofrío al contacto con su piel. No por su baja temperatura, a la que ya me he acostumbrado, sino porque esta caricia trae a mi mente lo vivido hace poco en su casa... la cercanía de su cara... la textura de sus labios. Me conduce con cuidado. Dejándome guiar por ella, me seco la herida, que parece haber dejado de manar.

 —¿Tienes algún utensilio para hacer fuego? –pide.

Me pregunto para qué lo querrá, mientras le entrego un mechero. Algo que no se le puede negar a mi padre es que me ha enseñado a ir al monte siempre muy bien preparado. Recuerdo la primera acampada que hicimos. Yo era bastante pequeño. Fue en el jardín, para tener una experiencia inicial antes de salir a campo abierto. Tuve tanto miedo que acabé regresando a casa y metiéndome en la cama con mi madre. Unos años después, ya era todo un experto en el tema.

Anaïs estudia el encendedor sin saber cómo usarlo. Tras unos segundos, descubre sin necesidad de mi ayuda el mecanismo. Se le escapa una exclamación cuando la llama aparece de la nada. La acerca a los pañuelos tintados de rojo y los quema.

La miro sin entender por qué lo ha hecho.

 —La sangre atrae a los depredadores –aclara como respuesta a mi muda pregunta.

 —Ah, es cierto. Por la zona hay lobos y zorros, pero, que yo sepa, nunca han atacado a humanos; tienen bastantes animales para alimentarse.

 —Puede que la sangre humana huela mejor que la animal, ¿no crees? –opina.

Se suceden unos instantes de silencio incómodo. Ansío abrazarla y besarla de nuevo, pedirle que nunca jamás vuelva a abandonarme. Pero también sigo enfadado; me debe una explicación. Me cruzo de brazos y clavo la mirada en la antigua puerta del molino de agua para demostrarle una actitud hostil.

 —Sé que te he hecho daño. Lo siento –su tono suena sinceramente arrepentido.

Yo no le contesto. Tampoco me giro para darle la cara. Una disculpa es un buen comienzo, pero ambiciono algo más.

 —Entiendo que estés enojado. Si quieres que me vaya, dímelo.

Ahora sí fijo la vista en ella.

 —¿Crees que quiero que te vayas? —increpo, sorprendido de que todavía pueda siquiera dudarlo.

 —Si me lo pides, lo haré –me asegura.

 —Anaïs, ¿cómo puedes esperar que yo...

 —¡Pídemelo! –me implora —. Dime que me quieres lejos, que deseas que te deje en paz.

 —No, Anaïs. No voy a pedírtelo. No te quiero lejos, no deseo que me dejes en paz. Eres tú la que está empeñada en esa idea.

Me ha irritado de verdad. Ella me suplica que le dé una razón para alejarse de mi lado, para no tener que preocuparse de que le pese la conciencia mientras lo hace, pues sería por mi propia voluntad.

 —Eres una cabezota de campeonato –le digo —. ¿No puedes entender que yo jamás querré otra cosa que estar contigo? Pero si estás tan dispuesta a dejarme atrás, si significo tan poco para ti, ¿por qué darme esperanzas? ¿Por qué permitir que te besara, si luego ibas a negarme tu amor, obligándome a vivir con el recuerdo del sabor de tus labios? Un recuerdo que nunca volvería a ser real. Eso es un comportamiento muy cruel.

 —David... –me implora poniéndome un brazo en el hombro.

Me zafo de su caricia con un violento gesto.

 —Significas mucho para mí –confiesa dolida.

 —Eso no te impidió abandonarme –le reprocho.

 —Tú no lo entiendes.

 —Ya. Y tú lo arreglas todo tratándome como un idiota integral que no entiende nada y al que no merece la pena darle una mínima explicación.

Suspira sin saber qué contestar.

 —¿Por qué has vuelto?

Anaïs realiza varias tentativas de responder, pero en ninguna llega a completar una sola palabra. Tras dudarlo un rato, recupera el habla.

 —¿Te acuerdas de lo que me dijiste en la mansión?

No sé a cuál de todas las cosas que he dicho se refiere, pero asiento con la cabeza.

 —No te contesté –continúa Anaïs —. Tenía que haberte dicho que yo también te amo.

 —Tienes una extraña forma de demostrarlo –critico, impidiéndome mostrar la verdadera alegría que me han producido sus palabras. Sí, con eso basta para perdonarla.

 —No, David. Tú no puedes verlo, pero he procurado alejarme de ti por tu bien, para no hacerte daño –declara.

 —Pues es precisamente daño lo que me has hecho.

Baja la cabeza.

 —Lo sé. Y ya te he dicho que lo siento.

Me froto los ojos con sueño.

 —Deberías dormir un poco más –aconseja Anaïs.

 —¿Para que puedas volver a escabullirte? De eso ni hablar.

 —Te prometo que no me volveré a ir –me asegura.

 —¿Qué ha pasado con todo eso de que no podemos estar juntos, de que me harás daño si te quedas?

 —No debería rendirme sin intentarlo –dice, aunque no estoy seguro de que eso responda a ninguna de las dos cuestiones.

—¿No escaparás entonces?

Niega.

—¿Me lo prometes?

—Te prometo que no escaparé, al menos… no esta noche.

Por ahora me conformo con eso. Me abandono al sueño antes de poder plantearle alguna otra pregunta. Y, por una vez, tengo un descanso apacible, sin extraños mundos de pintura de los que zafarse.

~La prisionera de las sombras~

 

Deja de llover. A través de un agujero en el techo se ve el cielo poblado de estrellas que titilan transmitiendo su débil brillo. Fuera del viejo molino, accionado en su día por un rudimentario sistema que aprovechaba la fuerza del agua, el viento frío ruge con ímpetu, agitando las ramas de los árboles.

En varios metros a la redonda, cualquier tipo de vida con capacidad para desplazarse se ha largado o escondido. Todos los animales perciben el aura de peligro que me envuelve. Una voz en sus cabecillas grita ‘¡Depredador!’. Todos, menos el que descansa entre mis brazos. Quizá los humanos no lo noten porque su instinto de supervivencia se haya atrofiado. Tal vez presten más atención al exterior que a lo que ellos sienten y, como nosotros mostramos una apariencia tan similar a la suya, se dejan engañar por lo que ven. Esto no es justo, ya que no les ofrece oportunidad alguna de huir, aunque pensándolo bien, tampoco tendrían ninguna opción de escapar una vez que un vampiro los seleccionara como objetivo. No obstante, acaso sea mejor así. De esta forma, sus últimos instantes en la vida no son de miedo, sino, simplemente, de dulce ignorancia.

Me doy cuenta de que, al reflexionar sobre los vampiros en general, lo hago como si existieran más, aunque Doryan fue muy tajante al respecto: nosotros dos somos los únicos. Lo cierto es que comienzo a albergar dudas sobre esto.

Desde que comencé mi vida en solitario, es como si una tela negra, que hasta ahora tapara mis ojos, hubiera caído. No puedo dejar de plantearme cosas sobre mí misma, sobre mi historia, sobre mi propia naturaleza. Cuestiones para las que tendré que hallar las respuestas yo sola; no hay nadie para mostrarme el camino. El no saber me pone furiosa.

Observo mi medalla, que ha retornado a su lugar alrededor de mi cuello. Es lo único que conservo de mi experiencia humana. La llevaba la noche en la que Doryan me transformó y desde entonces permanece conmigo. Sé que la letra es la inicial de mi nombre, pero no dejo de aventurar qué puede significar la fecha: quizá el día que me la regalaron, quizá algún acontecimiento importante en mi vida... Tampoco sé de dónde procede, quién me la dio o si yo misma quién me hice con ella. Los primeros años, al mirarla o tocarla, intentando evocar mi pasado perdido, pequeñas imágenes emergían a la luz desde las profundidades de mi mente, pero hace mucho tiempo que ya no me transmite ninguna información.

Tal vez, estar en contacto con las cosas que tuve de humana, me ayude a recordar. Mala suerte haberme dado cuenta demasiado tarde, cuando todas mis antiguas pertenencias son ya un montón de polvo olvidado por el paso de los años. Aunque en este momento caigo en que sí habrá una cosa que permanecerá justo donde la dejé: París. El lugar en el que se desarrolló mi existencia, en el que respiré, en el que mi corazón latió y que no he vuelto a pisar desde que conocí a Doryan. Es más, ahora que lo pienso, él nunca quiso acercarse por allí. Solamente hay una explicación posible: que supiera que si volvía a mi lugar de nacimiento, allí donde reí, hablé, lloré... viví, podría rememorar cosas que, por alguna razón, no quiere que yo sepa. Si lo abandoné hace quince años, fue porque no compartía su forma de ver el mundo, pero ahora comienzo a desconfiar de sus palabras, a sentir que me ocultaba algo. Decido que tendré que viajar a Francia.

Pero, por el momento, otros asuntos me requieren aquí. Miro a David. Duerme apaciblemente apoyado en el suelo. Quizá sea menos importante recuperar un pasado que disfrutar de un presente o forjar un futuro. ¿Forjar un futuro? No; debo sacarme esa idea de la cabeza. David y yo jamás podremos tener una vida juntos. ¿Por qué he vuelto entonces? Todavía no lo sé. Esta misma noche iba a marcharme cuando él apareció y seguía dispuesta a hacerlo antes de que me besara. Un simple roce de nuestros labios. Y sin embargo, para mí ha significado mucho más que las caricias llenas de deseo y pasión de Doryan, mucho más que cuando compartíamos nuestra sangre o nuestro cuerpo. No, sin duda los besos de David no se parecen a los suyos. Además, ese contacto me ha recordado algo... No soy capaz de precisarlo, pero me ha traído a la memoria un instante ya vivido, un sentimiento remoto, un beso dado con labios humanos... Procuro concretar más la sensación. Hay un recuerdo que lucha por destaparse. Me sumerjo en él. Estoy tumbada en un lecho con un suave camisón blanco. Mi cuerpo está débil, la muerte me reclama...

Abandono esta imagen de inmediato. Sé que sufrí una grave enfermedad de la que Doryan me salvó, si se le puede llamar salvar a condenarme a estar muerta sin poder disfrutar del descanso eterno. Siempre he evitado las remembranzas de esos dolorosos días. Un ser como yo, el más poderoso sobre la faz de la Tierra, no se siente a gusto identificándose con un cuerpo tan fácil de destruir, tan... poca cosa.

Dejo de investigar en mi mente. Lo importante es que el beso de David me hizo cambiar de idea y pensar que merecía la pena arriesgarse e intentarlo.

Lo invité a mi casa. Acaricié su rostro. Correspondí a sus tiernos labios con cuidado, sofocando el fuego que despertaban en mi interior, reprimiendo las ganas de apretarlo con más fuerza, de dejarme llevar. No por el ansia de su sangre, sino por el de su cuerpo, que también me atraía con intensidad. Pero debía tener cuidado porque, simplemente con abrazarlo, podría quebrar sus frágiles huesos. Y había sido capaz de controlarme, de tocarlo sin hacerle daño. Pero entonces ocurrió lo que más temía: estuve a punto de morderle y eso originó que volviera a determinar que marcharme era lo mejor. Abandoné la mansión mientras dormía. Y le dejé mi collar, el último vestigio de mi vida humana. Porque era eso lo que quería regalarle, lo que me hubiera gustado tener para compartir con él: una vida humana.

Me fui con paso lento, cazando algunos pequeños animales desafortunados que no se apartaron de mi camino con la suficiente presteza. Beber de ellos me ayudó a sentirme más fuerte, más decidida, aunque mi corazón muerto seguía retorciéndose de dolor. A mis oídos llegaban sus gritos pronunciando mi nombre, pero yo seguí alejándome, aunque sabía que estaba sufriendo por mí. Eso era precisamente lo que pretendía evitar y no estaba logrando. Me recriminé por haberlo besado; ahora ya no sería tan fácil para él olvidar. No hice caso a sus desesperadas voces y seguí mi camino hasta que olí su sangre; eso me obligó a volver. No por el deseo de beberla, sino por asegurarme de que se encontraba bien, que la herida de la que manaba no era nada grave. Porque me distanciaba de él para proteger su vida y no tendría sentido hacerlo si David la perdía intentado ir tras de mí. Guiada por mi olfato, llegué hasta donde estaba. Me acerqué despacio, controlando mi instinto. Lo vi en el suelo, con su pecho desnudo, temblando de frío. La lluvia mojaba su cuerpo, escurriéndose por él. Mezcladas con ella, las lágrimas corrían por sus mejillas, las mismas que hacía unos instantes yo estaba acariciando. Me pareció tan indefenso, tan... humano. Quise protegerlo y poder borrar su dolor.

Y aquí me encuentro ahora, en este viejo edificio, sentada junto a su cuerpo dormido. Me fascina la habilidad de las personas para abstraerse de la realidad. A mí también me gustaría ser capaz de olvidarme de todo, aunque fuera por un efímero instante. Hasta el momento, ya se me antojaba que mi existencia era cruel y sin sentido, pero ahora tengo la certeza de que me han enviado al Averno. ¿Por qué me dan algo tan dulce, tan hermoso como el amor y me impiden poder disfrutarlo, me lo niegan después? Saber que hay una vida maravillosa que nunca podré vivir. Ese es mi infierno particular.

Permanezco toda la noche junto a David. Indecisa, sin saber qué hacer. Todavía convencida de que lo mejor es abandonarlo y dejar que sea feliz llevando una vida normal. Pero también soy consciente de que ya no seré capaz de irme, de que no tendré la fuerza necesaria para darle la espalda otra vez porque, como le he confesado, lo amo y, lo que es aún peor, él también a mí. Nunca me he sentido amada. Es una sensación hermosa que, por otro lado, me asusta. Tengo miedo de que David me convenza y me haga sentir una criatura a la que alguien puede amar, olvidándome de lo que realmente soy. Si esa situación se diera, sería aún más peligrosa. Los malos que saben que lo son, pueden sentir remordimientos y dudar de sus acciones, pero aquellos que no se consideran como tales, jamás podrán arrepentirse ni buscar otra forma de ser. Eso es lo que le pasa a Doryan, que no ve nada vituperable en lo que hace porque cree que es lo correcto, para lo que él existe.

 

Los minutos siguen pasando. Pronto amanecerá. Es irónica la frase de ‘el amanecer de una vida’ porque para mí, el amanecer significa la muerte, aunque claro, lo mío no debe considerarse vida. Me fijo en el molino, su estructura a medio derruir, los numerosos agujeros en sus paredes y tejado, la abertura en la que, antaño, debió haber una puerta. Nada impide el paso a la luz. Este edificio no me protegerá. Debo volver a la mansión. Mi instinto me avisa de que es poco el margen del que dispongo. Hasta ahora, nunca había arriesgado tanto y siempre volvía a un lugar seguro cuando aún faltaba suficiente tiempo para el alba. Últimamente, me estoy descuidando. Despiste que puede costarme la vida. Miro a David. Él sigue durmiendo tan tranquilo. Yo podría llegar sin problemas si avanzo a mi velocidad, pero no a la de él. Me reprendo por mi estupidez; deberíamos haber vuelto de noche, pero la preocupación por que su frágil cuerpo cogiera frío y enfermara hizo que prefiriera acudir aquí. La casa quedaba demasiado lejos.

Tengo que irme. Cuando despierte y no me encuentre, creerá que he vuelto a abandonarlo, que he roto mi promesa. A saber qué hará. Quizá vaya en mi busca alocadamente, perdiéndose y yo no podré salir tras él hasta que vuelva a caer la noche. A imaginar la de disparates que es capaz de hacer durante todas esas horas, como el de salir tras de mí bajo la lluvia sin apenas ropa en plena oscuridad. Queda otra alternativa: contarle mi secreto, soportar que me mire con repulsión, con miedo, que sea consciente del monstruo que soy, escuchar sus gritos mientras sale corriendo. Esto pondría fin a mi dilema; él ya no me querría a su lado. Pero no me siento capaz, no soportaría contemplar sus ojos llenos de odio.

La idea surge en mi mente, aquella que lo arreglará todo. Sí, el sol es la solución. Ya no tendré que evitarlo, no me preocuparé toda la eternidad por el dolor que le causé dejándolo, no sentiré que no merezco su amor un día más... porque no viviré un día más. Beso sus labios con cuidado. No quiero pensarlo; no quiero dudar. La decisión está tomada. Una salida cobarde que a la vez requiere para su realización una gran dosis de valor por mi parte. Me planto de pie frente a la puerta, de cara al este, esperando el abrazo del astro rey.

Recuerdo todas las veces que lo intenté y no fui capaz. Ahora será distinto. Sigo temiendo lo que me esperará al otro lado, a ese Infierno en el que pagaré por todos mis pecados. Pero no es posible que haya nada peor que esto y, aunque lo hubiera, seré feliz de no haber arrastrado a David conmigo. David. Él y su vida me dotarán de la fuerza necesaria para aguantar, para sentir el horrible dolor y soportar la transformación de mi cuerpo en cenizas.

Cierro los ojos. La aparición del sol es ya inminente. Aprieto los dientes para no chillar; no deseo despertarlo y convertirlo en testigo del desagradable espectáculo. Moriré en silencio, sola. Sin grandes despedidas ni palabras de consuelo. Cuando Morfeo lo libere de su dulce abrazo, de mí sólo quedarán partículas esparcidas por el aire, polvo. Jamás sabrá lo que pasó de verdad. Sí, es injusto. Sufrirá al pensar que finalmente no pudo retenerme a su lado, pero yo ya no estaré para lamentarme por su dolor. Reconozco que es un razonamiento egoísta. Escapar es lo que me propongo, a un lugar en el que no me alcancen ni sus súplicas ni el latido de su corazón dolido. Aunque, tal vez, no sea tan egoísta, al fin y al cabo, es por su bien, para evitarle un mal mayor.

No se me ocurre otra solución. Huir es de cobardes, pero para mi huida he de ser valiente. Suicidio. Es una horrible palabra; suena mal en mi cabeza. Pero, técnicamente, consiste en acabar con tu propia vida y, puesto que lo mío no es vida, que ya estoy muerta, que carezco de un corazón bombeante... esto no es un suicido.

Es algo que debería haber ocurrido mucho tiempo atrás. Poner fin a esa transición que comenzó con mi enfermedad. Dejar que suceda aquello que se evitó esa noche de hace ya tantos siglos. Nunca debió pasar, fue un error y los errores hay que enmendarlos y es lo que voy a hacer ahora. Sólo se trata de eso, de enmendar un error. Un grave error.

Corazón de sombras
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