Capítulo 9. Al fin, definitivamente, quizá.

 

~La prisionera de las sombras~

 

Mis instintos se despiertan. El atardecer acaba de producirse. Abro la puerta dispuesta a marcharme. Un sonido inesperado me sorprende, como si el bosque entero estuviera latiendo. Entonces lo identifico: lo que se escucha es un corazón humano, acelerado debido al nerviosismo y a un ejercicio físico extenuante. Podría tratarse de cualquier persona, pero tengo una sospecha que se confirma en cuanto olfateo el aire. David. Dispongo del tiempo suficiente; puedo salir corriendo y él ni siquiera me verá. Pero no quiero irme así, escapando, huyendo. Yo he tenido la oportunidad de despedirme; él también la merece. Aunque su presencia aquí no hace otra cosa más que entorpecer mi partida, no porque me retrase, sino porque sé que si hablo con él, me costará abandonarlo. ¿Por qué ha venido? ¿Por qué complicarlo todo? Debo librarme de él antes de que mis fuerzas flaqueen.

~El muchacho de los ojos azules~

 

Por un momento me dejo abatir. He llegado tarde. Pero entonces la veo, de pie sobre el último escalón de piedra. Hace tan solo dos días estuve con ella. Sin embargo, debido al miedo a perderla, se me antoja que hiciera mucho más.

Sé que está esperando por mí, para decirme adiós. Nunca me había parecido tan hermosa. Sólo tendré una oportunidad para convencerla, si no, la perderé para siempre. Salto de la bici. Dejo que caiga al suelo de cualquier manera.

Me acerco despacio, casi con miedo de que sea una efímera ilusión que vaya a desvanecerse en el aire. Inspiro profundamente, pretendiendo normalizar mi respiración, jadeante tras el esfuerzo.

Comienza a llover con fuerza, más incluso que esta mañana. Una ininterrumpida y densa cortina de agua se precipita sobre nosotros. No me importa. A ella tampoco. Me sitúo al pie de las escaleras. Ahora nuestros ojos quedan a la misma altura. Nos contemplamos en silencio. No se me ocurre por dónde empezar. Sí, sé con exactitud lo que quiero declararle, pero no cómo expresarlo.

Recuerdo mi segundo sueño, aquel en el que estaba atrapada en una burbuja de sombras. Al hacerlo, aparece nítido en mi mente lo que debo decir. Cinco letras, tres sílabas, dos palabras. En apariencia tan cortas y, sin embargo, lo dicen todo; tan simples y tan difíciles de expresar: te amo.

Eso es en verdad lo que siento por ella. Un amor que soy incapaz de explicar, irracional, pues apenas nos conocemos... pero un amor verdadero. Esa certeza se halla en mi interior. Es como si toda mi vida la hubiera esperado, como si siempre hubiera sabido que debemos estar juntos. Un sentimiento que no puede ignorarse. Pero mi boca se niega a pronunciar esas palabras.

Estoy paralizado, como si ningún músculo consiguiera responderme. ¿Quién fue el iluminado que dijo eso de las mariposas en el estómago? Más bien un enjambre de abejorros punzantes y malhumorados.

Aquí estamos, empapados, los dos de pie, sin dejar de observarnos y sin decir nada. La miro directamente a los ojos, que parecen relucir en la oscuridad que nos rodea. Intento transmitirle con la mirada todo lo que siento, lo que no soy capaz de confesarle. Espero que, a través de ella, Anaïs pueda leer en mi corazón. Desconozco si lo logra, pero yo sí consigo atisbar su interior. Veo miedo, inseguridad, pero también amor y en este momento sé que me quiere. Sonrío. Anhelo abrazarla, quitarle todos sus temores. Pero mi cuerpo sigue sin despertar.

El agua que cae sin cesar está fría. No me incomoda. Me encuentro justo donde quiero estar, contemplando su belleza. Pero ella rompe este instante mágico. Gira la cabeza hacia su izquierda como si hubiera algo muy importante que ver entre la tupida maleza. En realidad, lo hace para dejar de contemplarme a mí, para romper el íntimo vínculo que se ha creado entre nosotros,

 —¿Por qué estás aquí? Te dejé claro que no volvieras –recrimina alzando la voz lo justo para que el ruido de la lluvia y del vendaval, que agita con violencia la copa de los árboles, no ahogue sus palabras.

Me hace dudar. Dudo de que haya estado a punto de irse, de que me quiera, incluso de qué estoy haciendo aquí. Creo habérmelo imaginado todo: mis sueños, su estancia en mi casa... ilusiones mías, fantasías de un loco enamorado, desesperado. Por un momento me considero un estúpido por luchar contra viento y marea para venir a verla. Un imbécil por enamorarme de una chica que desea estar lo más lejos posible de mí.

Bajo la mirada avergonzado. Observo mis deportivas cubiertas de barro. Me pregunto si yo también presentaré un aspecto tan lamentable. Decido darle la espalda y alejarme. Ya no pinto nada en este lugar. No merece la pena seguir calándome hasta los huesos.

Comienzo a andar en dirección a mi bici. Me acuerdo de lo triste que se mostraba Anaïs en mi sueño. Me detengo. Bah, sólo era una ensoñación; no debo considerarla como algo real. Un paso al frente.

Viene a mi mente la certeza de que anoche estuvo en mi cuarto. Me detengo de nuevo. Bueno, esto cada vez se me antoja menos seguro. Otro paso adelante.

Ahora caigo en la ausencia de mi cuadro. ¡Alto! Eso sí que no me lo he inventado, es real. Su vacío es algo físico, palpable el hueco que ha dejado libre. Armado con esta verdad recupero la confianza que he estado a punto de perder y no, no me iré, no desaprovecharé mi oportunidad. Media vuelta. Con largas zancadas me planto otra vez ante ella, al pie de las escaleras.

 —No he venido a verte a ti; he venido a por mi cuadro –le contesto enfadado porque ella sea tan buena engañándome y porque yo haya estado a punto de picar.

Anaïs no se esperaba esta respuesta. Me parece que vacila un segundo.

 —¿Por qué crees que lo tengo yo?

 —¿Acaso no es cierto?

No pretende explicarse; pues bien, yo tampoco lo haré.

No dice nada. Subo un escalón; vuelvo a estar más alto que ella. Le estoy ganando terreno y no sólo físicamente; percibo que sus barreras comienzan a derrumbarse.

 —Quiero que me lo devuelvas –ordeno. Tal vez mi voz suena más dura de lo que pretendía.

 —No te serviría de mucho; está hecho pedazos.

 —En ese caso, tendrás que pintarme otro antes de irte.

 —¿Por qué supones que me voy?

 —Eso no importa, sino por qué lo haces.

—Lo que afirmas sigue siendo una suposición tuya –rebate.

—Y tú sigues sin darme ninguna respuesta clara y eso no es una suposición.

Se aprieta contra la puerta. Cierra los ojos. Se muestra tan desvalida que de nuevo ansío abrazarla, pero soy consciente de que ésta es mi ocasión, de que debo aprovechar este instante de fragilidad.

—¿Por qué te marchas? –repito la cuestión.

 —No lo entenderías –susurra.

 —Pues prueba a explicármelo –le pido con amabilidad, subiendo otro escalón.

Me mira implorante, suplicándome con sus ojitos de ciervo asustado que la deje en paz, que no le ponga las cosas más difíciles de lo que ya son. Pero no puedo permitirme perderla.

 —Anaïs, por favor, no te vayas, no me dejes.

 —Tú no lo entiendes; no sabes nada –asegura, apretando los puños.

Se me antoja que va a echarse a llorar. No lo hace.

Me sabe mal causarle tanto sufrimiento, originarle dolor.

Me sitúo a su misma altura sobre la escalera. Tomo una de sus frías manos entre las mías.

 —Es posible, pero sí sé una cosa. Sé que no podría vivir sin ti.

Clava en mí sus ojos negros, que han perdido todo lo que los tornaba amenazantes.

 —No, David, no puedes decir eso. Te equivocas.

Me estremezco cuando pronuncia mi nombre.

Realiza un vago intento por retirar su mano, pero yo la sujeto con más fuerza aún.

 —Anaïs, por favor, quédate conmigo.

No contesta, baja la cabeza. Su cara queda cubierta por sus mojados mechones negros, escondida tras ellos.

Me acerco aún más. Vale, ha llegado el momento.

 —Anaïs, yo... –tomo aire —. Yo...

 —¡No! –me interrumpe, liberando su mano con un gesto brusco —. No lo digas, David. No puedes. No lo hagas más complicado.

Ahora que me he armado de valor no voy a dejar que ella lo estropee.

 —¡Pues te lo voy a decir, quieras o no! –afirmo.

Mi tono enfadado, decidido, cargado de determinación la pilla desprevenida. Levanta la cabeza sorprendida.

Nos quedamos en silencio, observándonos bajo la impetuosa lluvia. Hasta este momento no me había dado cuenta de lo juntos que estamos. El corazón me palpita con celeridad. Las palabras se me olvidan. Me inclino ligeramente. El tiempo parece detenerse, congelarse, haciendo eterno ese instante que transcurre hasta que mis labios se topan con los suyos, resbaladizos por el agua. La beso. Como una caricia. Los ojos cerrados. Mis manos colgando a ambos lados de mi cuerpo sin saber qué hacer con ellas. Y mis labios en los suyos. Sólo dura unos segundos. Me aparto lo suficiente para poder hablar, manteniendo mi nariz  y mi frente apoyadas en las suyas.

 —Anaïs, te quiero –le confieso, cogiendo sus manos—. Me da igual que no seas como yo.

Aleja su cara para poder mirarme. Unas gotas resbalan por su frente.

 —¿Lo sabes? –pregunta entre asustada y sorprendida.

Asiento, cuestionándome a la vez qué se supone que debería saber. ¿Qué sé? Lo cierto es que prácticamente nada, sólo intuyo que ella es diferente a los demás, a mí, pero no podría decir en qué sentido.

—Entremos –decide, volviéndose hacia la puerta.

Tira de una cadena que lleva al cuello, cuyo final se perdía bajo el escote del vestido y de la que cuelga una llave antigua. La reconozco. Al quitárselo para abrir, el collar arrastra a otro, mostrándose ante mí por primera vez. Lo observo: es una sucesión de finos eslabones dorados, de oro me atrevería a afirmar, de los que pende una medalla redonda con una ‘A’ grabada.

Paso tras ella, no sin antes dejar mis zapatillas manchadas fuera, junto con los calcetines mojados. Anaïs enciende los candelabros. Yo me ocupo de crear un buen fuego que haga huir el frío de la mansión. Consigo que unas anaranjadas llamas florezcan en la chimenea. Me quito la sudadera empapada y la extiendo sobre el respaldo del sillón. La camiseta también chorrea, así que me desprendo de ella. Me vuelvo para descubrir que Anaïs me observa fijamente. Intento reprimir una sonrisa mientras desvío la vista. Ahora me alegro de repetir mi serie de ejercicios todas las mañanas, cuyo resultado es visible. Observo a mi orgullo henchirse.

Me siento en la alfombra, frente al hogar, apoyando mi espalda contra la mesa para mantenerla erguida. Ella se coloca a mi lado. Me doy cuenta de que ha reemplazado su vestido mojado por uno nuevo, también negro, sin que yo la echara en falta en ningún momento. La rodeo con un brazo, temeroso de que vaya a apartarse, a rehuirme como ha hecho otras veces, pero no lo hace. De hecho, deja reposar su cabeza sobre mi hombro.

—¿Qué es lo que sabes? –inquiere poniendo voz a mis anteriores pensamientos.

—Pues... sé que no eres como yo –admito.

—No sabes qué soy, ¿verdad? Sólo que soy distinta.

Me mira retadora, triunfal al ser consciente de que desconozco su secreto.

Niego con la cabeza. No me he planteado que todas las cosas que la hacen tan peculiar pudieran reunirse en una palabra para darle un nombre concreto.

 —Pero no me importa –añado.

 —¿De verdad? –cuestiona probándome, aprovechándose de la debilidad que ha observado al percibir la duda en mi rostro —. ¿Y si te digo que no soy humana? ¿Contabas con eso?

Me fijo en sus facciones, pretendiendo deducir si es una broma. Ella permanece seria. No, sin duda no bromea. Empiezo a darme cuenta de la magnitud del asunto.

 —Bueno... –vacilo —, no. No lo había considerado. Únicamente te he visto desaparecer esta mañana. Estabas en la acera al lado de mi casa y al segundo siguiente te habías esfumado.

Recuerdo mi hipótesis de que haya cargado con mi peso desde el sofá de mi casa hasta la cama.

 —Y también creo que eres fuerte –confieso —. Más fuerte de lo que aparentas, me refiero.

Anaïs asiente valorando mis argumentos, aunque eso no significa que confirme ninguno de ellos.

 —No tienes ni idea –concluye al fin —. Sospechas algo, pero al igual que antes, todo lo basas en suposiciones.

 —Pero lo de no ser humana, ¿va en serio? –quiero asegurarme.

Una sonrisa divertida ilumina su cara, aunque sus ojos reflejan tristeza.

 —¿Te asusta? –pregunta con cierta sorna.

Sí. Eso escapa a mi lógica, a la idea del mundo que me han enseñado. Es una posibilidad espeluznante.

Por su cara deduzco que espera una respuesta. No, ella nunca podrá ser aterradora; ella es Anaïs. Me dan igual todos los secretos que oculte, sólo anhelo que permanezca a mi lado.

 —No –contesto con determinación —. En ese caso, ¿qué eres?

Pregunta inadecuada. Baja la cabeza y se escabulle de mi brazo. Va a levantarse. Vuelve a apartarse de mí, a encerrarse en sí misma. No lo permitiré, no ahora que por fin está compartiendo conmigo lo que hay en su interior.

 —Anaïs, espera –la detengo —. Vale, lo siento. No pretendía incomodarte. No hace falta que me lo confieses si no quieres. Como ya te he dicho, no me importa. Me da igual lo que seas; sólo quiero estar contigo.

 —Pero es que, David, no lo entiendes, no podemos estar juntos.

 —¿Es que tú no quieres estar conmigo?

 —No es eso, es que... es que...

Me mira, incapaz de terminar la frase.

 —¿Es que qué? –la apremio.

 —Simplemente, no puede ser –comunica al fin —. Yo no puedo amarte.

Sus palabras me duelen. Clavo la vista en la chimenea, donde infinitud de cambiantes llamas bailan siguiendo el ritmo del arder de los troncos.

 —¿Por qué, entonces, fuiste a mi casa, Anaïs? –la interrogo con los ojos todavía fijos en el fuego.

 —Porque... porque...

No me creo haber sido capaz de dejarla sin habla dos veces en tan poco tiempo. Ella, que siempre aparenta saber qué decir.

Al contemplarla intuyo lo que no se atreve a expresar, lo mismo que me había pedido que yo no le dijera a ella. Sonrío. Primero se muestra desconcertada, pero al final acaba sonriendo también. Volvemos a besarnos. Otra leve caricia. La empujo hacia atrás. Acabo echado sobre ella, aprisionando su pequeño cuerpo bajo el mío. Sus cabellos negros se esparcen alrededor de su cabeza como una aureola que enmarca su cara. Apoyo mi mano derecha en su mejilla. Anaïs se frota contra ella, como haría un gatito, eso sí, un minino de piel helada. La estrecho aún más fuerte, queriendo hacer desaparecer ese frío perpetuo que la acompaña, darle mi calor.

 —¿No te doy miedo, David? –me pregunta en un susurro.

 —No. Al principio sí que me parecías amenazante, pero ya no.

 —¿No te asustan mis ojos rojos?

La miro desorientado. ¿De qué habla?

 —Tus ojos no son rojos –le aseguro —. Son negros, de un negro precioso.

 —¿Son negros? –duda. Lo dice como si el hecho de ser rojos fuera lo más normal del mundo y sin embargo el color negro fuera de extraterrestres.

Yo asiento con la cabeza.

 —Un negro precioso –repito.

Sonríe, extrañada pero complacida.

La beso en el centro de la frente, luego en la punta de su pequeña nariz y por último en los labios, curvados todavía en una sonrisa.

~La prisionera de las sombras~

 

Noto su cuerpo caliente. Está tan cerca... Atrapo su labio superior entre los míos y lo dejo resbalar lentamente. Cuando queda libre, percibo su aliento en mi cara. Un aliento de vida. Está vivo. Desliza sus labios hasta mi oreja. La besa con delicadeza, sin prisas. Su cuello queda justo frente a mi boca. A través de su piel la veo: una hermosa yugular bien definida. Sangre humana, que late produciendo un sonido que deleita mis oídos. Bum, bum. Bum, bum. Su corazón la impulsa con fuerza, con la fuerza del amor que siente por mí. Yo también lo amo y quiero hacerlo mío. Siento que su vida y su sangre me pertenecen. Mis caninos crecen hasta convertirse en largos colmillos que asoman fuera de mis labios entreabiertos. David es mío. Anhelo tenerlo aún más cerca, permitirle entrar en mi cuerpo, que su rojo elixir discurra por mi organismo muerto llenándolo de vida, de su vida. Y él me la está ofreciendo, ansía dármela.

Esta vez es distinto, no quiero morder para saciar mi sed como siempre he hecho; ni porque la ira me domine, como pasó la noche anterior con el chico de la moto. Es la primera ocasión en la que me propongo hacerlo por amor. Y este deseo es mucho más fuerte que ninguno que haya experimentado, más de lo que puedo controlar, porque aquí no se enfrentan la parte racional y la animal, las dos están de acuerdo.

Como si estuviera al tanto de mis pensamientos, mordisquea el lóbulo de mi oreja con ternura. Si él tiene permiso para morder, yo también. Acaricio mis colmillos con la lengua, disfrutando por anticipado de su sabor. Cojo su cuello entre mis manos con delicadeza y lo atraigo aún más hacia mí. David, que todavía no se ha percatado de nada, no opone resistencia. Aspiro su olor como si de él dependiera mi vida y, en cierta medida, así es. Sonrío mientras me dispongo a atravesar su piel. Quizá sea capaz de no matarlo, me controle y lo transforme, convirtiéndolo en un ser como yo y así podremos estar juntos toda la eternidad. Pero quizá... quizá no sea capaz de dominarme, quizá...

—Te amo, Anaïs –me susurra al oído.

Me detengo para disfrutar de sus palabras, para dejar que resuenen en mi cabeza. Se me antojan más agradables que la más hermosa de las melodías. Yo también lo amo; quiero que lo sepa, de la única manera que yo sé expresárselo. Pronto estaremos juntos. Nada podrá separarnos, porque su sangre fluirá dentro de mí.

‘¿Es esta la forma de demostrarle tu amor?’ —pregunta una débil vocecilla que acaba de hacer acto de presencia en mi mente. La hago callar de inmediato, pero su eco continúa reverberando. ‘¿Es esta la forma de demostrarle tu amor?’ Soy consciente de mis manos en su garganta, agarrándola posesivamente, de mis caninos listos para morder, para matar. ‘¿Qué estás haciendo, Anaïs?’ Y en ese momento despierto del hechizo de la pasión y el anhelo. Me quito de encima a David. Salgo de la casa por una de las puertas traseras. Necesito alejarme de él.

Tomo asiento en unas escaleras protegidas por un tejadillo. ¿Cómo he sido tan egoísta? He estado a punto de morderle, de beber su sangre. Y todavía lo deseo, porque mis colmillos siguen sobresaliendo, claro indicador de ello. Me abrazo las rodillas y me estremezco. Experimento la mayor de las repulsiones hacia mí misma, hacia lo que soy, hacia lo que he estado a punto de hacer.

Oigo a David llamándome desde el interior. Me gustaría poder ser él, dejarme llevar sin más, abandonarme a nuestro amor sin saber que se trata de un juego mortal.

Justo cuando mis dientes terminan de esconderse, aparece tras de mí.

~El muchacho de los ojos azules~

 

De repente me veo tumbado sobre la alfombra. Anaïs, que hace poco se encontraba atrapada bajo mi cuerpo, ha desaparecido. Ninguna pista delata que hace un segundo estaba aquí. Como si se tratara de un espectro, se ha esfumado en el aire. Me pongo en pie, confundido. La llamo. No obtengo respuesta. Me quedo aquí plantado, como un idiota, sin saber qué hacer. Una corriente de aire frío agita las llamas de la hoguera. La sigo. Me conduce hasta una puerta abierta. Al asomarme, descubro a Anaïs sentada en el suelo, sobre unos escalones. Me acomodo a su lado.

 —¿Qué ha pasado? –inquiero.

La lluvia repiquetea sobre el tejado que se alza encima de nosotros. No me mira. Me cuestiono qué habré hecho mal ahora. Se muestra abatida. Intento animarla.

 —¿Cómo haces eso de desaparecer? –curioseo.

Funciona, porque me dirige un gesto si no alegre, al menos divertido.

 —No desaparezco, me muevo rápido.

 —¿Cómo de rápido?

 —¿Ves esa piedra? –dice, señalándome uno de los guijarros que hay sobre la tierra.

Asiento, a la vez que clavo la vista en él. Parpadeo aturdido cuando deja de estar ahí; he perdido la referencia. Retorno mi atención a Anaïs, interrogante. Me contempla jovial. Extiende su mano derecha hacia mí. La abre para enseñarme la palma y lo que en ella reposa.

 —¿Has ido hasta allí y has vuelto? –pregunto asombrado.

Ni siquiera he sido consciente de que se haya movido.

 —Exacto –afirma.

 —¡Guau! ¡Es increíble!

Anaïs ríe mostrándome su perfecta dentadura, tan blanca que parece brillar.

Mi cuerpo tiembla a causa del frío exterior. Mi torso continúa desnudo, esperando a que mi ropa se seque.

 —Pasemos dentro –sugiere ella, percatándose.

Entramos cogidos de la mano. Regresamos al salón. Me tumbo en la alfombra. Se acomoda a mi lado, sentada. Toma mi cabeza y la deja descansar en su regazo. Su larga melena se balancea haciéndome cosquillas en el cuello.

 —¿Sabes? Es el momento perfecto para que me eches –comento—. Fuera está lloviendo a cántaros y me estoy encontrando realmente a gusto. Suelen ser las condiciones que se dan cuando me obligas a irme.

Anaïs asiente con tristeza.

 —Lo siento –se disculpa —. Te prometo que esta vez no lo haré.

 —¿Dónde está el chupasangre? –curioseo.

Se levanta de un salto, horrorizada.

 —¿Por qué dices eso? ¡Nadie va a chuparte la sangre!

Me pregunto por qué se habrá alarmado tanto.

 —Me refería a tu murciélago. No lo he visto revolotear por aquí –me apresuro a explicar.

Anaïs se calma. Vuelve a adoptar la postura anterior, relajada.

—No lo sé. Es de noche, habrá salido a buscar alimento –contesta encogiéndose de hombros de la misma forma que lo hago yo.

 —¡Eh! Ese gesto me lo has copiado –anoto.

Ella me pasa una mano por el pelo con ternura.

 —Te he copiado muchas cosas.

El fuego me hace entrar en calor. La delicada luz de las velas le otorga a la escena un toque irreal. Desconozco qué hora es. Debe ser muy tarde porque me noto cansado, aunque quizá sólo se deba a todas las emociones vividas en tan escaso tiempo. Tengo mucho que asimilar. Sin quererlo, los ojos se me van cerrando poco a poco.

 

Cuando despierto, Anaïs se ha marchado.

Corazón de sombras
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