Capítulo 8. Contra reloj.
~El muchacho de los ojos azules~
—Buenos días –oigo un saludo a mi espalda.
Oh, vaya. Se me había olvidado que últimamente no soy el único morador de esta casa. Después de un año viviendo a mi aire, se me hace raro volver a tener que contar con la vigilancia paterna. Hasta este momento, he disfrutado de una libertad que, por cierto, no he aprovechado en absoluto y que, ahora que pretendo hacer uso de ella, se me niega.
‘Calma. Que no te delaten los nervios, actúa con normalidad. Sólo tienes que esperar a que salga para ir al trabajo’ –me tranquilizo.
—Hola –contesto.
—Ya estás vestido –observa Albert Einstein.
—Sí, eso parece –asiento de mal talante.
Paso a su lado de camino a la cocina.
Hago como que me preparo un tentempié, aguardando a que, de un momento a otro, se largue. Pero me sorprende sentándose a la mesa. ¡Un año que no desayuna en casa y justo esta mañana le da por romper la costumbre!
Me fuerza a continuar con este teatro un poco más. Me caliento un par de tostadas y las acompaño con un tazón de leche y cereales bañados en chocolate. Resulta que de verdad tengo hambre. Aun así, me obligo a comer despacio, dejando pasar el tiempo, dispuesto a salir corriendo en cuanto él se marche. Pero hoy aparenta no llevar prisa. Incluso hace algunos intentos de conversación. Todos fracasan porque yo no me digno a involucrarme y corresponder a sus esfuerzos. Mis piernas se agitan nerviosas debajo de la mesa. Bueno, no hay por qué esperar más. Salgo, cojo la bici, hago como que tomo la dirección del instituto por si él está mirando por la ventana y, cuando ya escape a su vista, giro en una esquina y pedaleo rumbo al bosque. Un plan perfecto. Termino mi desayuno apresuradamente y me pongo en pie de un salto.
—Me voy al insti –comunico.
No estoy seguro de que me haya entendido porque he hablado antes de terminar de tragarme lo que estaba masticando.
—No, espera –me detiene.
Vaya, sí que se ha enterado.
Genial, me sobra tiempo para desperdiciar.
—He pensado que hoy podría llevarte en coche –se ofrece asomando tras la puerta de la cocina por la que acabo de salir.
Me quedo helado. ¿Tiene telepatía o algo así? No puede ser casualidad que fastidie mis planes de esta forma.
—¿No tienes prisa por ir al hospital? –pregunto, pretendiendo salvarme.
—Vamos, pero si apenas me desvío del camino.
—Ya, bueno, gracias. Prefiero ir en bici.
—No digas tonterías. Aguarda, que enseguida me visto.
Mi padre sube a arreglarse. Estoy tentado de salir en este preciso instante y darle plantón como él ha hecho conmigo durante todo este tiempo. Carezco del valor suficiente.
Me siento en el sofá mientras lo oigo trasteando en el piso de arriba. Descubro que la clavija de la televisión está desconectada. Anoche me dormí viéndola, justo en el sitio en el que ahora me encuentro, lugar en el que no me he despertado. ¿Anaïs? Me la imagino mirando los botones del mando sin saber cuál pulsar y acabando finalmente por atacar al enchufe. Sonrío. ¡Cuánto le queda por aprender del mundo en el que vive! Regresa a mí la duda de si de verdad no habrá salido de una película de épocas pasadas, como pensé la primera vez que la vi. No, nadie podría haber inventado un personaje como ella. Su insólita y arrebatadora personalidad no puede ser concebida por una mente cualquiera.
Espero a que el coche azul salga del garaje. No puedo dejar de observar mi bicicleta, apoyada en una de las paredes blancas que poco a poco se han vuelto grises debido al humo del tubo de escape. Sus ruedas estáticas me suplican a gritos que las ponga en movimiento. Para colmo, me doy cuenta de que en uno de los radios se ha quedado enganchada una ramita procedente de algún arbusto, como si la bici la hubiera cogido de recuerdo, deseando volver al bosque. Y eso es lo que yo quiero.
El vehículo termina de salir. Veo parpadear la lucecita roja del mando a distancia de la puerta en la mano del conductor. Me quedo quieto, observando cómo mi bici desaparece poco a poco tras la lámina de metal y con ella, mis posibilidades de ir a ver a Anaïs, de impedir que se marche. Aún tengo el impulso de salir disparado hacia allí. Si actúo con rapidez mi padre no logrará detenerme.
La puerta culmina su lenta caída con un molesto chirrido. La contemplo durante unos segundos más, dándome la sensación de que soy yo el que se ha quedado dentro, de que, en vez de encontrarme fuera, estoy encerrado en el garaje y me han sellado mi única vía de escape.
Suena el claxon, sacándome bruscamente de mis pensamientos. Me giro. Me parece notar unos fríos dedos que se apoyan en mis hombros. Doy un respingo. Hasta este momento no me había enterado de que estaba lloviendo.
Abro una de las puertas traseras. He introducido ya el pie izquierdo, cuando mi padre me detiene.
—No, hijo, ponte delante –pide.
Cuando era pequeño, anhelaba sentarme en tan privilegiada posición. A veces, si íbamos despacio por el pueblo, me dejaba y yo apenas veía por encima del salpicadero. Luego me hice mayor y ya podía montarme en la primera fila, lo que hacía siempre que mi madre venía a recogerme al instituto. Eso me gustaba. Poseer el control del aparato de música y jugar con los botones del aire acondicionado me hacía sentir más adulto.
Pero ahora, hoy precisamente, no me apetece ponerme al lado de mi padre. Prefiero resguardarme en los asientos traseros. Con medio cuerpo dentro y medio fuera, mojándome bajo la lluvia, veo sus ojos marrones buscando mi cara en el espejo retrovisor que cuelga a su lado. Saco la mitad que tenía dentro. Me sitúo donde él me ha pedido. Cierro la puerta, quizá con más energía de la necesaria. Dejo caer la mochila a mis pies. El vehículo se pone en marcha en dirección al instituto. Me vuelvo para ver la carretera que dejamos a nuestra espalda, que lleva hasta Anaïs, que lleva hasta mi corazón. ¿La carretera que lleva hasta mi corazón? Vaya, Pablo va a tener razón y voy a acabar escribiendo poesía.
—¿Se te ha olvidado algo? –inquiere mi padre.
—No –niego, girándome para mantener la vista al frente.
—Estoy pensando cómo voy a volver –digo tras un corto silencio —. No tengo la bici.
—No te preocupes: yo te he traído, yo te recogeré –responde sonriendo.
—Genial –murmuro intentando aparentar estar tan entusiasmado con la idea como él. No me sale muy bien; creo que he dejado entrever cierto sarcasmo.
Los dos callamos y únicamente se oye el ruido de los limpiaparabrisas moviéndose de un lado a otro. Los sigo con la mirada. Izquierda, derecha. Izquierda, derecha. Me centro en cómo arrastran las gotas de agua adheridas al cristal y las conducen hasta un extremo, en el que forman diminutos ríos que se deslizan hacia abajo. Izquierda, derecha. Izquierda, derecha. Sí, no. Sí, no. ¿Anaïs ya se ha ido? Sí, no. Sí, no. Bueno, los limpias no son una margarita, pero también pueden dar su opinión. Dejo de presionarlos con mis preguntas, avergonzado. Me estoy comportando como una niñita enamorada.
Miro por mi ventanilla. La lluvia dificulta la visión. Los letreros que indican el nombre de las aldeas por las que vamos pasando surgen de repente ante nosotros cuando los tenemos a tan solo unos pocos metros. Me los sé de memoria porque cada día me veo obligado a hacer este camino de ida y vuelta. Cada pueblo que pasa estoy más cerca del instituto y más lejos de ella. Atisbo a mi padre por el rabillo del ojo, disimuladamente.
‘Tú tienes la culpa’ –le reprocho.
Sí, no. Sí, no. Las escobillas siguen con su movimiento. Mi acompañante carraspea con la vista fija al frente. ¿Qué pasa? ¿No se atreve a mirarme directamente a la cara? Acabo de descubrir otra faceta desconocida de mi padre: la de ser un cobarde. Si no lo fuera, no se habría tenido que refugiar en su trabajo; se enfrentaría a la vida, a su hijo.
Sé que va a empezar a hablar, en un nuevo intento de conversación. Antes de que lo haga, enciendo la radio. Sintonizo una emisora de música. Mi padre sacude la cabeza frustrado.
‘Lo siento, no hablo con cobardes’.
Debido a la lluvia, la señal no llega bien y la canción que en este momento suena se interrumpe con frecuencia, produciendo, más que una melodía, un molesto ruido. Veo que mi padre vuelve a querer hablar. Al mismo tiempo que él abre la boca, yo giro la rueda del volumen para ponerlo más alto. Quizá me paso un poco.
—¿Te importaría apagar eso? –pide, aunque mientras lo dice, él mismo se encarga de hacerlo. No quiero admitirlo, pero lo cierto es que mis oídos se lo agradecen—. Me apetece charlar contigo.
Desvía la vista del asfalto para observarme con una sonrisa. No, un año de olvido no se compensa con una simple sonrisa. Aunque no tengo en cuenta que, quizá, un año de olvido no borra quince de cariño.
—Pues a mí no me apetece –niego, a la vez que me giro para apoyar la cara en el cristal de mi ventanilla.
Es curioso. Hace una semana era yo el que procuraba unirnos, el que estaba deseando que mantuviésemos un sincero diálogo o que hiciéramos algo juntos. Pero eso era porque él entonces seguía alejándose, porque tenía miedo de perderlo para siempre. Sin embargo, ahora que mi padre vuelve a mí, con él regresan la decepción, la frustración, el miedo y el rencor que sentí cuando me abandonó, dejándome huérfano por completo. Antes, estaba tan preocupado por traerlo de vuelta, que no me di cuenta de todos los sentimientos negativos que guardaba hacia él. Y ahora todos ellos se manifiestan con fuerza. Es su turno de pasar por lo que yo he experimentado, que se define con una sola palabra: rechazo. No soy consciente de que esta cadena podría perpetuarse eternamente. Primero él me rehúye y yo intento que nos unamos; en el momento en el que él busca la reconciliación, yo me alejo como moneda de cambio por su anterior trato; cuando él se canse y vuelva a distanciarse como respuesta a mi actitud, entonces yo procuraré arreglarlo de nuevo... y así en una sucesión interminable. Pero no, ahora no pienso en eso. No quiero aceptar que los dos tendremos que ceder, que no debemos esperar a que haga todo el trabajo el otro.
Lo que mi padre ha hecho, todos los errores que cometió, todas las veces que debió estar y no estuvo... ocupan mi mente durante el resto del trayecto, llenando el silencio que se ha impuesto dentro del vehículo.
No me doy cuenta de que acabamos de llegar hasta que el automóvil no se detiene. Sin mirar a la persona que se sitúa a mi izquierda, abro la puerta. Saco una pierna, me agacho para recoger mi mochila y ahí es cuando, al percibir el movimiento oscilatorio de los limpiaparabrisas, recuerdo a Anaïs y la posibilidad de que ya la haya perdido para siempre. Abandono el coche, quedándome en la acera.
Espero hasta que mi padre se marcha. Contemplo el instituto. Me aseguro de que nadie esté mirando. El aguacero ha disuadido a cualquier remolón. En la entrada no se ve un alma. Me subo la capucha de la sudadera y comienzo a caminar. ¿Por qué no habré cogido un impermeable al advertir que estaba lloviendo? Ahora lo echo en falta. Y encima tampoco dispongo de mi bicicleta. Nunca he efectuado el recorrido de vuelta a casa andando. Me pregunto cuánto se tardará. Parece que hoy voy a resolver esta duda.
Para ayudarme, la lluvia que, como una tupida niebla, me impide ver más allá de un par de metros por delante de mí. Pero no me importa lo difícil que me lo pongan; tengo que ir a buscar a Anaïs y convencerla de que no se marche. Quizá cuando me presente allí, empapado tras el largo camino, ya sea demasiado tarde. Aun así, debo probar suerte.
Las luces de los coches avanzan a través de la tromba de agua como enormes luciérnagas agrupadas de dos en dos. Hasta que no pasan a mi lado no soy capaz de ver el automóvil en su totalidad. Uno de ellos se detiene. Yo sigo a buen ritmo sin inmutarme. No se me ocurre que haya parado por mí.
—Señor Almeida.
Me giro al oír el apellido de mi madre. Me acerco a la ventanilla bajada del coche. Por ella asoma una cara con un poblado bigote grisáceo y unas gafas redondas de reborde dorado. Monsieur García, mi profesor de francés, otra de las razones por las que odio esta asignatura. En el instituto suelen llamarnos por nuestros nombres de pila. Pero él no; siempre lo hace por el apellido. Este es el primer año que me da clase. Desde el principio, tengo una duda que no me he atrevido a plantearle: ¿por qué soy una excepción? ¿Por qué me llama por el segundo apellido en vez de por el primero como a todo el mundo? Estoy convencido de que es para meter el dedo en la llaga, para obligarme a recordar una y otra vez que mi madre está muerta.
—Si no me equivoco, sus pasos no le llevan por el buen camino –anota, taladrándome con su mirada.
Me quedo callado. Qué voy a decir; me ha pillado con las manos en la masa y poner excusas estúpidas no arreglará nada.
—Suba –ordena mientras me abre la portezuela.
Me siento a su lado. Arranca el coche. Dentro hay un penetrante olor a humo de puro que me hace toser repetidas veces.
—Está adquiriendo el muy mal hábito de saltarse las clases, señor Almeida.
Otra de las manías de Monsieur García es la de hablarnos de usted y exigir por nuestra parte el mismo trato.
No contesto. Él prosigue.
—Habrá que hacer algo para corregir esta conducta –hace como si pensara durante unos frustrantes segundos, pero, en cuanto vuelve a hablar, sé que lo tenía ya todo preparado—. Se perdió usted mi clase del miércoles, así que quizá no se haya enterado de que tenemos examen el lunes.
—Estoy informado –contesto.
—Bien, puesto que esa hora fue de repaso y a usted no le vendría nada mal, teniendo en cuenta sus últimas calificaciones, ¿le apetecería quedarse al acabar la mañana conmigo para recuperarla? –lo dice como si fuera un ofrecimiento, un favor que él está dispuesto a hacerme y que yo gozo de la posibilidad de rechazar o aceptar; pero en realidad es una imposición. ¿Es que todo el mundo se ha puesto de acuerdo para estropearme los planes? No sólo tendré que esperar a que termine el insti, sino también a que Monsieur decida que ya me ha castigado lo suficiente y, a buen seguro, tenemos una idea muy distinta de lo que ese concepto significa.
—Pero es que viene a recogerme mi padre –respondo, intentando librarme.
—No se preocupe; ya me encargo yo de informarle.
Así pues, me veo obligado a permanecer en el instituto toda la mañana. Mientras los profesores hablan, únicamente puedo pensar en que es posible que en estos mismos instantes esté perdiendo a Anaïs. Rezo porque sea cierta mi sospecha de que no saldrá hasta que haya atardecido. Pero sólo es eso, una sospecha o, más bien, un deseo. Y si no se ha ido, ¿qué le diré? ¿Qué argumento la convencería para que se quedara?
Cuando suena el timbre a las dos y media, como todos los días, los alumnos se apelotonan en puertas y escaleras, anhelando escapar de esta prisión. Hoy es viernes. Comienza su fin de semana. Pero el mío todavía no. Bajo con desgana hasta el seminario de francés, esperando que el viejo profesor se haya olvidado de mi castigo. Para mi desgracia, Monsieur García podría olvidarse de enseñarnos los exámenes, de decirnos la nota de algún trabajo o de recordarnos la tarea del día siguiente, pero jamás, jamás, de un castigo.
No sé cuánto tiempo estuve cumpliendo mi sanción, pero a mí me pareció interminable y a mi estómago, que se retorcía de hambre, también. No sólo repasamos el control del lunes, sino todo el curso. Supuse que él ya habría comido porque sus explicaciones eran lentas y se repetía una y otra vez.
Me deja marchar. Estoy seguro de que tiene que haber anochecido ya, pero, para mi sorpresa, la luz del sol que se cuela a través de las negras nubes, que han hecho un alto en su diluviar, me recibe a la salida. Veo el coche azul esperándome, aparcado junto a la acera. Me aproximo. Mi padre no se muestra nada contento. Supongo que querrá echarme una buena bronca. Sólo espero que sea rápida para poder internarme de una vez por todas en el bosque. Pero, si piensa regañarme, lo pospone. Sus entrañas también deben estar gruñendo con fuerza porque, antes siquiera de saludar, me aborda con una pregunta.
—¿Tienes hambre? Deberíamos ir a comer a algún sitio.
—No –miento, pero mis tripas me delatan.
Exhibo una sonrisa nerviosa a la vez que me llevo las manos al vientre, como si eso pudiera calmarlas.
Mi padre y yo acabamos en el bar de la plaza de este pueblo. Un lugar con un penetrante olor a aceite de fritura que se adhiere a la ropa, impregnándola. Pero es el único sitio en el que nos pueden servir comida a las cinco de la tarde. Mientras comemos no hablamos; nos concedemos una tregua pactada sin necesidad de palabras.
En el camino de vuelta también se impone el silencio. Pero, nada más cerrar la puerta tras nosotros, se desatan las hostilidades.
Ahora me agarro fervientemente a la hipótesis de que Anaïs esperará a que el sol se oculte. En mi mente se yergue un enorme reloj de arena cuyo contenido no para de caer mientras observo el avance del astro rey. Miro el del salón: las seis y media. ¡Qué poco queda para el atardecer!
—Siéntate –ordena mi padre.
Yo obedezco. Me acomodo en el sofá. Él permanece de pie frente a mí. Supongo que es para ayudarse a sí mismo, para darse algo de valor y recordarse que está por encima de mí, lo cual sería difícil de creer si los dos nos situamos al mismo nivel, pues ya le saco media cabeza.
—¿Se puede saber dónde ibas? –pregunta.
Compruebo que Monsieur le ha puesto al corriente de todo. Yo nunca he mentido a mis padres y tampoco lo haré ahora, pero no es necesario decir toda la verdad.
—Al bosque.
—¿Por qué?
—Me ayuda a tranquilizarme, a escapar de la vida. Me recuerda cuando tú y yo dábamos largos paseos en bici –contesto sin mentir en nada; eso es lo que siento. Muchas veces me he refugiado en él desde que mi madre murió. Me doy cuenta de que mi última frase ha sido un golpe bajo. Ahora él también se siente culpable; ya no soy el único que tiene que disculparse. Uno a cero a mi favor. Sonrío; no se me ha pasado el enfado con mi padre.
—Nunca antes habías faltado a clase sin motivos –dice él. Noto cómo va perdiendo el poco aplomo que ha conseguido reunir de camino a casa—. ¿Qué es lo que te ocurre?
Por un momento me atrae la idea de confesarle la existencia de Anaïs, contárselo todo, como antes, que le revelaba hasta el más pequeño detalle de mi vida. Pero ese tiempo pasó. No deseo hablarle de ella; no quiero compartirla.
Miro por la ventana. El sol continúa su recorrido inexorable. Casi puedo oír la arena deslizándose hasta la burbuja inferior del reloj de cristal. Ha llegado la hora de acabar con todo esto.
—No sé, antes el insti era agradable: veía a los amigos, hacía bromas sobre los profesores, me ponía contento cuando sacaba una nota más alta de lo normal... Todo eso ha desaparecido. Ya no hay nada que me atraiga de ese lugar –me estoy yendo por las ramas y la arena sigue cayendo, pero anhelo sincerarme. Me da la impresión de que por fin me está escuchando y, bueno, eso es lo que llevo esperando un año—. Todo se ha vuelto monótono, sin alegría. Aunque no es sólo el instituto, también esta casa y su agobiante soledad.
Mi padre se mira las manos como si en ellas tuviera apuntada la respuesta. Se quita las gafas y se frota el puente de la nariz con nerviosismo. Va al comedor y trae una silla para sentarse frente a mí.
—Yo... lo siento –dice al fin.
No, no es eso lo que quiero, no me sirve. No he esperado tanto tiempo para escuchar un triste ‘lo siento’.
—¿Crees que después de un año entero ignorándome lo vas a arreglar con un ‘lo siento’? ¿Crees que gracias a esas dos palabras todo volverá a ser igual? –pregunto enfadado. Ahora Anaïs se ha evaporado de mis pensamientos; únicamente está mi padre y el resentimiento que guardo hacia él.
Se queda callado, sin saber qué decir.
—David, lo siento, pero...
—¡Lo siento! ¡Lo siento otra vez! –grito interrumpiéndolo —. ¡No me sirve! ¡Yo soy quien lo siente! ¡Yo he sentido la soledad! La sensación de que a nadie le importaba, de que no valía lo suficiente como para que alguien me atendiera o se preocupara por mi dolor. Llegué a creer que toda mi vida había sido una mentira, que realmente nunca me quisiste y que sólo fingías por ella, porque deseabas que mamá estuviera orgullosa de lo mucho que amabas a su hijo y, en cuanto se fue, demostraste lo que de verdad sentías: que yo no significaba nada para ti.
Sí, ahora estamos teniendo la conversación que deberíamos haber tenido mucho tiempo atrás. Las lágrimas se agolpan en mis ojos al recordar esos primeros días, esas primeras semanas en las que había buscado su apoyo, su consuelo y no lo encontré, en las que de verdad creí lo que ahora acabo de decir. Y sí, por fin, tras unos meses de ser tema tabú, acabo de sacar a mi madre en una conversación con mi padre.
—David, yo..., yo...
—¿Tú qué? ¿Lo sientes? Pues, ¿sabes qué? No me lo creo, no creo que sientas hacerme daño. Porque sigo pensando que es verdad, que fingías por ella.
Mi padre hace una mueca de dolor cuando pronuncio la palabra ‘ella’.
—Hijo, debes entender que es difícil para mí. Yo perdí mucho y...
—¡Sí! –vuelvo a interrumpirlo —. ¡Tú perdiste a tu mujer en ese accidente! Pero yo, ¡yo perdí a mi madre! Eso es algo de lo que no te das cuenta. ¡Perdí a mi madre con quince años y lo que necesitaba en ese momento más que nada era un padre! ¡Un padre! ¡Los dos nos habríamos ayudado mutuamente a superarlo! –hago una pausa para coger aire. Cuando recobro la voz, ya no chillo, utilizo un tono de resignación —. Pero me di cuenta de que no sólo había perdido a mi madre, sino también a mi padre. Y lo más triste es que, al principio, pensé que era culpa mía, que yo era el culpable por no haber hecho lo suficiente para merecer tu amor.
Los dos permanecemos en silencio unos segundos. Me alegro de que mi padre no me esté mirando a la cara para que así no pueda ver que los ojos me brillan reteniendo a duras penas las lágrimas.
—Mamá habría sabido cómo actuar si se hubiera dado el caso contrario. Ella era fuerte. Me habría dado su apoyo, no habría huido de mí como has hecho tú.
—Hijo...
—¡No! No te permito que me llames así. Tú no eres mi padre, al menos no el que yo conocía.
Me pongo en pie y me dirijo a la puerta de salida. No quiero seguir hablando con él; ya le he dicho todo lo que tenía que decir.
—¡David! –me llama —. Regresa aquí.
Me giro con la mano en el pomo, pero no por obedecer, sino porque tengo una última cosa que añadir.
—¿Sabes? Creo que mamá no se habría casado contigo si hubiera sabido cómo eras de verdad, que abandonarías a vuestro único hijo… si hubiera sabido lo cobarde y egoísta que eres.
Dicho esto, me marcho dando un portazo. Cojo mi bici. Pedaleo con furia. No suavizo el ritmo hasta que me hallo en el camino de tierra, ahora barro. Respiro el aire fresco, húmedo, dejando que el olor a naturaleza mojada, a limpio, me llene los pulmones. Y entonces, las lágrimas comienzan a correr por mis mejillas. Me bajo de la bici por miedo a caerme, cuando mis ojos se nublan tanto que ni siquiera puedo ver por dónde voy. Me siento sobre una piedra tapizada con musgo. Lloro como un niño pequeño que no tiene los brazos ni de su padre ni de su madre para encontrar consuelo en ellos.
Debería sentirme bien, triunfante por haber ganado la discusión, por haber vertido toda mi ira sobre aquél que la producía, por haberle hecho tanto daño con mis palabras como él me hacía con sus actos. Pero no es la emoción del campeón la que me embarga, sino la pena del perdedor, del corredor que quedó cuarto, teniendo a su alcance el podium, habiéndolo visto muy de cerca pero quedándose al final fuera de él. He perdido a mi padre, a mi familia, la única que me quedaba.
No sé cuánto tiempo ha pasado desde que comencé a llorar; sólo sé que me he vaciado y no tengo más lágrimas que derramar. Sigo queriéndolo. Da igual el daño que me haya hecho, sigo queriendo a mi padre. No deseo romper nuestra relación para siempre. Preferiría no haberle hecho sufrir.
—Papá –murmuro como si él estuviera a mi lado y pudiera oírme.
Levanto la cabeza. Cuando me fijo en el cielo, recuerdo mi acuciante carrera contra reloj. Anaïs. Vuelvo a subir en la bicicleta. Mi conflicto familiar debe esperar. Ahora lo importante es no perder a la única persona que me queda, si es que todavía no es demasiado tarde.
No pienso en qué le diré, en qué pasará si ya se ha marchado o en cómo reaccionaré si se niega a recibirme. Únicamente pienso en avanzar lo más deprisa que pueda por este lodazal; en llegar a tiempo. Noto cómo a mi alrededor cada vez hay menos luz. Mi ritmo, dificultado por el estado en el que se encuentra el camino debido a la lluvia, no es suficiente. El sol pedalea más rápido. Aprieto los dientes; no le dejaré ganar.
~La prisionera de las sombras~
Miro mis cuadros, aquellos que muestran el rostro de David. Los he apartado de los demás. No puedo llevármelos. Son demasiado aparatosos y acabarían estropeándose si me veo obligada a resguardarme en alguna cueva húmeda o a errar bajo la lluvia. Tendrán que quedarse. De todas formas, me sé su cara de memoria. Además, aquí estarán bien. Dentro de unos cuantos años, los suficientes para asegurarme de que su vida humana ya haya acabado, podré volver a esta mansión. En ella los tendré aguardándome.
Cada vez se aproxima más el atardecer. Pronto será la hora de partir. Evoco la última noche, cuando me tumbé a su lado escuchando su corazón, cuando él gritó mi nombre y me pidió que no me marchara... Sacudo la cabeza intentando quitarme esos pensamientos. Tengo que irme ya, antes de que no sea capaz de hacerlo. Me planto frente a la puerta, preparada. En cuanto se produzca el ocaso, saldré corriendo.
~El muchacho de los ojos azules~
La arena sigue cayendo presta en mi reloj mental. Muevo las piernas sin descanso; los músculos trabajan a todo su potencial, entregados al esfuerzo. Agarro con firmeza el manillar, que se tambalea inquieto. Cada piedra, cada raíz que asoma de la tierra es una nueva trampa, un nuevo escollo a superar. Las ruedas se quedan atrapadas en el barrizal, hundiéndose en él como mis pies lo hacían en la pintura del sueño. Y ese mismo lodo lo escupen al girar, manchando mi ropa, mi cuerpo, mi cara. La bici se ladea. Estoy a punto de caer. Freno. Me detengo, todavía en precario equilibrio. Echo un pie al suelo para apoyarme. Me falta el aliento. Estoy esforzándome más que nunca y aun así una voz cruel en mi mente me dice que no llegaré a tiempo, que todo es inútil, que posiblemente ya se haya marchado. Observo que la rueda delantera acumula tal cantidad de barro adherido a su alrededor que comienza a chocar con la horquilla; así no podré avanzar. Desmonto. Busco una piedra. Gracias a ella consigo eliminar el suficiente como para que gire y mi carrera pueda continuar. No dispongo de más tiempo que perder. Sigo pedaleando. Toda la velocidad que pueda alcanzar es poca.
Diviso al fin el claro; aparece ante mí la imponente silueta del edificio. Su tejado se alza al cielo y, al seguir su perfil y mirar la bóveda celeste, soy consciente de que ya ha anochecido.