Capítulo 7. La bella y la bestia.

 

~El muchacho de los ojos azules~

 

Vuelvo a aventurarme en un mundo de pintura, un mundo sin vida, destrozado y en sombras.

Sé que es un sueño. Quiero despertar, pero no puedo. Intento abrir los ojos, ordenarle a mi mente que regrese a la realidad. No lo consigo. Estoy preso en este universo fantasmagórico.

Esta vez no tengo miedo; ya he estado aquí con anterioridad. No oigo gritos, por lo que no siento necesidad de correr. Me paro. Antes o después tendrá que sonar el despertador, todo acabará y quedaré libre al fin de esta pesadilla.

No soy una persona paciente, de esas que pueden sentarse en un charco de pintura y esperar a que éste se desvanezca. Mi carácter es activo y, tras unos segundos aguardando echado en el suelo, se me antoja que nunca escaparé. Necesito hacer algo, por inútil que parezca. Ocupar mi cerebro y mi cuerpo en alguna actividad o perderé la cordura.

Recuerdo que en las ocasiones precedentes, el sueño finalizó cuando llegué hasta el ciervo. Me pongo en pie; a buscar pues al animal. Comienzo a andar sin rumbo. Todo el bosque presenta el mismo aspecto: esa inmovilidad, esa paz antinatural. Las ramas no son mecidas por el viento; no se escuchan los sonidos habituales producidos por los animales nocturnos. Todo permanece inmutable bajo este cielo oscuro sin estrellas ni luna. Ni siquiera mis pasos generan ruido alguno al internarme más y más en esta maraña de árboles retorcidos, arrancados y cubiertos, ellos y el suelo, de sangre.

Acuden a mi cabeza las palabras de mi padre sobre los raros sucesos acontecidos. Estas imágenes no sólo están en mis sueños, sino que se han materializado en la realidad, escapando de mi mente. ¿O es al revés? ¿Se han escapado de la realidad para materializarse en mi mente? Da igual, lo importante es encontrar al ciervo para poder salir de aquí.

Las pesadillas se diferencian de los sueños en que las primeras producen miedo y los segundos no. Y esto es una pesadilla. No porque la estampa circundante me atemorice, sino porque temo que este lugar robe mi energía, mi alegría, mis ganas de vivir, convirtiéndome para toda la eternidad en un elemento más de este mundo muerto. El aura de soledad, de tristeza, de abandono... se va filtrando en mi ser, envenenando mi corazón. Tengo que salir de aquí, no deseo convertirme en un espectro, condenado a vagar sin dirección por este bosque sin fin.

Me aferro a los gratos recuerdos de mi vida, que me reconfortan con su calor. No puedo dejar que se esfumen, olvidar quién soy, que estoy vivo.

Mi padre barajaba la posibilidad de que un animal, una bestia feroz, fuera el responsable de lo ocurrido. Me recorre un escalofrío. Siento el peso del silencio sepulcral sobre mis hombros con una fuerza opresiva que hace que los pies se me hundan hasta los talones en el pastoso suelo.

Demasiada calma. Solamente conozco una cosa que produzca tan inmenso vacío: la muerte.

No sé cómo, pero al final siempre acabo corriendo. Bosque y más bosque. El paisaje es imperturbable, lleno de árboles con siluetas enroscadas cuyas ramas aparentan alargarse hasta mí, como garras, para arañarme la cara. Quiero librarme de este laberinto de troncos muertos. Pero los laberintos no son para escapar de ellos, sino para perderse y yo estoy perdido.

Conforme avanzo, la maleza se va espesando en torno a mí, me va cercando. Mejor dar la vuelta. Me paro. Ya no sé por dónde he venido. Giro sobre mí mismo. Todas las direcciones posibles me ofrecen el mismo panorama.

Entonces lo oigo. Un aullido desgarrador y terrorífico surca el aire, haciendo añicos la tétrica atmósfera del lugar, rasgándola como un afilado cuchillo que dejase sentir su frío filo en mi interior.

Sin pararme a pensar hacia dónde, retomo mi carrera. Ahora tengo miedo de verdad. Los aullidos me siguen. Unas veces, parecen producirse justo a mi espalda y otras, a miles de metros. Pero estoy seguro de que soy perseguido. Sin duda, prefiero el silencio sepulcral, presagio de muerte, a estos bramidos, amenaza inminente. Avanzo a trompicones entre las huesudas ramas que se me enredan en brazos y piernas, retrasando mi escapada. Aparentan surgir del suelo cuando menos me lo espero para agarrar mis tobillos, para hacerme tropezar...

Ya no tengo tan claro que todo sea un sueño del que se pueda despertar sin más y que aquello que me sigue no logre hacerme daño. La fiera que hizo los estragos en el bosque ronda por aquí y quizá su ansia de muerte no se haya saciado. No queda nada que destruir en este mundo del que esa poderosa criatura es ama y señora. Ha acabado con todo. Salvo conmigo. Yo soy lo único con vida y por tanto, el monstruo quiere aniquilarme. Me he colado en su territorio y ahora viene a por mí y, con seguridad, no será para charlar amablemente. Ah, qué bien, todavía conservo el sentido del humor. Eso me servirá de mucho en el momento en el que la bestia se lance sobre mí. Le podré hacer reír mientras me devora.

¿Es posible morir en un sueño? ¿Cuando mueres en un sueño, tu mente se queda para siempre perdida entre las sombras y ya no despiertas nunca? ¿Pero es que, acaso, es esto un sueño? Preguntas para las que no poseo respuesta. Lo único que sé es que este universo onírico, se me antoja muy real.

Lanzo miradas asustadas hacia atrás a cada paso que doy, temeroso de que, de repente, un enorme animal salte sobre mi espalda sin que lo vea venir. Y, al volver la vista hacia delante, tengo miedo de encontrármelo justo frente a mí. ¡Basta! No estoy hecho para ser paciente y tampoco para no dar la cara. Es seguro que me las voy a tener que ver con ese bicho, así que mejor ser yo quien decida cuándo. Prefiero defenderme a huir, atacar a defenderme. Oigo un nuevo aullido y esta vez me apresuro a seguir el sonido. No dejaré que me encuentre; seré yo quien dé con él. ¿Qué haré cuando lo descubra? ¿Cuál es mi plan, mi táctica de combate? Sinceramente, ninguna. Creo que optaré por la improvisación, no por nada, sino porque es lo único con lo que cuento.

No sé por dónde continuar. Me paro a escuchar. Otro grito inhumano reverbera en el aire, perdiéndose en el eco de este mundo muerto. Sigo su estela. Cada zancada me acerca más al monstruo. Hasta que por fin lo veo. A través de las ramas adivino su silueta: un descomunal lobo, erguido sobre sus dos patas traseras y encorvado hacia delante. Sus manos acaban en afiladas garras y de su hocico asoman unos temibles colmillos. Es la idea que yo siempre he tenido de un licántropo. Malditos sean Pablo y sus películas de terror. Es él quien me ha metido estas imágenes en la cabeza.

Pero me he equivocado; la criatura no está interesada en mí; no soy yo a quien persigue. Hay otra figura a su lado, en la que el hombre lobo tiene sus pequeños ojos amarillos clavados. El corazón me da un vuelco cuando la reconozco.

 —¡Anaïs! –grito, saliendo de mi escondite.

El monstruo tiene su babeante hocico a escasos centímetros de su rostro. Ella ha bajado la cara en un gesto de repugnancia. No, de repugnancia no, de rendición, de resignación.

 —¡Anaïs! –vuelvo a llamarla.

Me apresuro a situarme a su lado. Me mira a través de los mechones de pelo que le caen sobre sus negros ojos, llenos de tristeza.

El hombre lobo parece no poder verme ni oírme, ya que no me hace caso. Continúa con su vista fija en Anaïs.

 —Ven conmigo –le pido —. Apártate de él.

 —No puedo –me contesta levantando su mano izquierda. Alrededor de su muñeca luce una argolla de metal de la que sale una cadena de gruesos eslabones que va a morir a una pulsera enroscada alrededor del peludo brazo del enorme animal. ¡Están encadenados!

 —Debo irme, David.

Niego con la cabeza.

 —¿Es que no lo entiendes? –me pregunta —. Es lo mejor.

 —¿Lo mejor? ¿Lo mejor para quién? –cuestiono sin entenderla.

 —Para ti. Me voy por tu seguridad. ¿No lo ves? –dice haciendo tintinear la cadena delante de mi cara —. Me llevaré a la fiera conmigo y tú estarás a salvo.

 —¿Y qué pasa contigo?

No me responde. Continua hablando como si no me hubiera oído.

 —Podrás ser feliz –finaliza como despedida.

Comienza a andar, dándome la espalda.

 —No me busques; no me encontrarás –me advierte sin volverse para mirarme.

Se aleja, con paso lento pero seguro, mientras el hombre lobo la acompaña como un dócil perrito. No es él quien tira de ella, sino ella de él.

 —Anaïs, por favor, no te marches, no me dejes para siempre –le ruego.

Cada vez se distancia más. Trato de seguirla. No me es posible. Algo me empuja en sentido contrario. Lucho contra esa fuerza, clavando los pies en el suelo sin dejar de gritar su nombre. El cielo se ilumina ligeramente, con una luz que no es luz. Está amaneciendo en este mundo extraño. No creía que eso fuera posible. Lo último que veo son dos siluetas recortadas contra el horizonte, sobre esa mancha roja que se extiende por el firmamento, como si lo cubriera de sangre todavía fresca. Una de las figuras, elegante, de largos cabellos que se agitan con un aire inexistente; la otra encorvada y tosca, ambas unidas por una cadena de recio metal.

 —¡Jamás podré vivir sin ti! ¡Jamás podré ser feliz sin ti! –grito y, como la última vez, digo las palabras acertadas demasiado tarde porque ya me hallo de nuevo en mi habitación.

Abro los ojos. La luz comienza a colarse en mi cuarto por la ventana. Supongo que es esa claridad la que ha irrumpido en el sueño. Dejo escapar el aire de mis pulmones, pretendiendo obligarles a calmarse, a recuperar su ritmo normal. Mis brazos están levantados hacia el techo, como intentando agarrarme a un asidero imaginario. Los bajo de golpe.

Retiro inmediatamente mi mano derecha al tocar la manta y percibir que se encuentra helada. Me incorporo. La tanteo, ahora con las dos manos. Descubro que, en efecto, esta parte de la cama está fría. A mi nariz llega entonces un olor que me es conocido: la frescura del bosque en el que se sitúa la casa de mis abuelos, mezclada con el sabor a otra época, a algo lejano. Es la misma esencia por la que me dejé embriagar cuando la abracé. Así es como huele Anaïs. Mi madre decía que cada persona tenía una fragancia especial, inconfundible. Solía comparar la humanidad con un enorme jardín en el que cada uno, como si de una flor se tratara, exhibía su propio perfume. Recuerdo que ella, al igual que su pastelería, olía siempre a dulce, a desconocidos postres experimentales que ya, sólo por el aroma, yo comenzaba a paladear.

Tengo la certeza de que Anaïs ha estado aquí, tumbada a mi lado. Pero eso carece de sentido. Me dejó claro que no quería volver a verme. Oigo la puerta de mi casa cerrarse con fuerza. Me asomo a la ventana con el tiempo justo de poder vislumbrar una sombra negra. No logro identificarla porque desaparece en un santiamén. Estaba ahí y, al segundo siguiente, ya no. Me ha parecido que portaba algo bajo el brazo. No puedo estar seguro de nada. Ha sido tan rápido que es posible, incluso, que lo haya imaginado.

Me doy cuenta de que he dormido con la ropa puesta, que ahora se encuentra arrugada. Mientras intento recordar cuándo me acosté la noche anterior, dejo vagar la mirada por mi cuarto. Me detengo en un punto concreto. El lienzo de Anaïs no permanece donde lo coloqué. Se desvanecen todas las dudas: ella ha estado aquí. Me pregunto por qué se ha llevado el cuadro; era un regalo. Me basta con recordar mi sueño para obtener la respuesta, que me golpea con intensidad: se marcha, está huyendo de mí y no quiere dejar rastro.

Salgo disparado de mi habitación, de mi casa. No me importa ir descalzo. Voy hasta el lugar en el que la he visto desaparecer.

 —¡Anaïs! –grito mientras la busco con la vista.

 —¡Anaïs! –la llamo asomándome a todas las calles que convergen con la mía.

Nada. Vacío y en silencio; así es como me recibe el pueblo. Muerto, como mi universo de pintura.

Corro por el asfalto, clavándome la gravilla en los pies. No paro de gritar su nombre. Continúo hasta allí donde terminan las casas. Me detengo sin aliento y agotado. Mi cuerpo todavía no acaba de despertarse. Siento el azote del aire frío de la mañana a través de mi camisa empapada en sudor. Los pies también los tengo helados; están sangrando. Me doy por vencido. Así no llegaré a ninguna parte.

Regreso a mi casa sin prisa, mientras la baja temperatura me ayuda a espabilarme del todo. Entro en mi hogar con el ánimo por los suelos. Vuelvo a tumbarme en la cama, en el sitio que Anaïs había ocupado. Aspiro su aroma. Cierro los ojos y me imagino abrazándola.

Recuerdo que me quedé dormido en el sofá. ¿Me trajo ella hasta aquí? No, eso es imposible; no podría con mi peso. Debió de ser mi padre. ¿Él sí podría conmigo? Antes, por supuesto, pero ahora... ya no estoy tan seguro. Sin embargo, descartando que sea sonámbulo, uno de los dos tendrá que haberme subido por las escaleras hasta mi cuarto. Otro misterio más que sumar al resto, a todos los que envuelven la figura de Anaïs.

Son muchos asuntos por desvelar, muchas preguntas por contestar. Dudo de que alguna vez vaya a obtener la solución a todos los enigmas. Ahora eso no me importa. Me hace feliz saber que ha venido a mi casa, que se ha acostado junto a mí. Por un instante barajo una posibilidad, una idea absurda... Noto cómo se me acelera el pulso sólo por imaginar que mientras dormía, ella me hubiera besado. Sé que es algo imposible, que nunca lo haría, pero en el mundo de los sueños todo puede ser y, como alguien dijo, soñar es gratis. No le hago daño a nadie por recrear esa escena en mi mente, tanto que casi llego a creérmela. Imagino el leve roce de sus labios carmesíes. Me llevo los dedos a los míos intentando adivinar por el tacto si ella los ha tocado. Es una tontería, los besos no dejan marcas, sólo en el corazón, pero esperaba sentir la caricia fría de su piel pasando la mano por mi boca. No la descubro. Tengo que admitir que me hace sentir un poco decepcionado. Anaïs no me besaría; tendré que ser yo quien se lance. Como siempre, la tarea de romper las distancias recae sobre mis hombros. Claro que eso nunca podrá suceder si me abandona.

Sé que todo lo que he visto ha sido más que un simple sueño. Desconozco qué parte de realidad y de ilusión hay en él. Intuyo que esconde un mensaje para mí, una metáfora de lo que está ocurriendo, un acertijo que tengo que descifrar. Recapacito: la chica a la que quiero me abandona, se va porque cree que es lo mejor para mí. Pero se equivoca; yo jamás estaré bien si ella no se encuentra a mi lado.

Miro el espacio libre que ha dejado el cuadro. Así serán mis días sin Anaïs: un hueco vacío, un cuerpo sin vida. Exactamente como mi padre.

Lo que me falta por comprender es el porqué. Por qué cree que yo estaré mejor sin ella. Hay algo que me oculta, que da sentido a todas sus rarezas y que, ahora lo sé, no tiene nada que ver con la muerte de sus padres. Algo que escapa a mi lógica y comienza a tomar tintes sobrenaturales. No deseo dejar mi fantasía correr, contagiarme de las locas ideas de Pablo, pero… ella no es como el resto. Nadie que yo conozca puede desaparecer sin más, colarse en una casa ajena sin delatar su presencia. No entiendo muchas cosas y la situación no pinta muy halagüeña. Aun así, sonrío al reparar en que, por lo menos, tengo que descartar mis temores de que me echara porque se dio cuenta de lo que yo sentía y a lo que ella no correspondía. Si se va por mi seguridad, será que le importo. No es mucho, pero mejor que nada.

Ahora debo convencerla de que no se marche. ¿Valdría con decirle que la quiero, que no me preocupa estar en peligro por su amor, que la aceptaré tal y como es y que ni siquiera tiene que confesarme aquello que no le apetezca? No sé si con eso bastará, pero es lo único de lo que dispongo. No hay tiempo que perder. ¿Se habrá ido ya? Recuerdo que no le gusta la luz del día; quizá espere a que caiga la noche. En tal caso, poseo de margen hasta el crepúsculo, aunque mejor no arriesgar. Decido que, por segunda vez en esta semana, faltaré a clase. Sé que no está bien, que quizá mi padre se preocupe, mas no puedo permitirme perderla.

 

Cuando suena el despertador, ya estoy listo para irme.

Corazón de sombras
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