Capítulo 6. Despedida.
~La prisionera de las sombras~
Aparto con cuidado la gruesa cortina, apenas dejando entrever una mínima franja del cristal. Sí, ya ha anochecido. La oscuridad extiende su negro manto, proclamando su reinado sobre la tierra. Llegó el momento de las criaturas de la noche. La hora de salir a cazar.
Abandono la casa que desde hace poco tiempo se ha convertido en mi hogar. Es perfecta para mí, perdida en el bosque donde yo obtengo mi suministro de sangre.
Detecto movimiento. Me escondo tras la maleza, al acecho. Tres jóvenes ciervos se dirigen a un cercano arroyo al que bajan a beber. Ya me he alimentado de estos animales antes y ellos, de alguna forma, lo saben. Sospechan que existe peligro, que el depredador está cerca. Lo noto en su forma de moverse: cuidadosa, tratando de producir el menor ruido posible y en cómo sus orejas se orientan cada vez que se escucha el más leve de los sonidos. Me percato una vez más de su inteligencia, en la que antes no había reparado. Los humanos jamás intuyen que van a ser atacados, sin embargo, los animales sí. Quizá sea porque estos últimos acostumbran a tener que permanecer alerta para proteger su vida.
Pero ahora mismo, no estoy para planteamientos de este tipo. La sed de sangre es lo único a lo que presto atención. Se despierta en mí la parte agresiva, la bestia cazadora que llevo tiempo intentando aprender a controlar y a dejar escapar sólo en las ocasiones en las que yo así lo dictamine, ocasiones como ésta. Determino cuál va a ser mi presa: el macho que capitanea la expedición. Es un ejemplar poderoso, una criatura plena de fuerza, una sangre llena de vida. Con un tremendo salto, salgo de mi escondrijo y me abalanzo sobre ellos. Los animales emprenden una desenfrenada carrera por salvarse. Su velocidad les serviría si les atacara cualquier otra fiera: un lobo, un lince... Pero no es nada comparada con la mía. Sin embargo, al principio, les doy ventaja, dejo que se alejen como si me hubieran despistado, para luego lanzar una nueva embestida cuando menos se lo esperan. Sí, es divertido. Disfruto con este juego: oyendo el latido de sus corazones acelerados, observando sus ojos asustados, viéndoles caer al suelo de agotamiento y levantarse sin darse nunca por vencidos.
Son animales majestuosos; ni al huir pierden la elegancia. El adjetivo para describirlos es grácil: movimientos acompasados, armoniosos... Sus pezuñas parecen deslizarse sobre el suelo; sólo la tierra que levantan en su carrera demuestra que de verdad llegan a tocarlo.
Decido que la partida ha llegado a su fin. Estoy a punto de impactar contra el cuello del orgulloso líder de la manada, cuando el viento cambia de dirección. Entonces lo percibo. Un agradable olor flota en el aire. Un apetitoso aroma a vida. El inconfundible sabor de la sangre humana. ¡Un humano!
Es demasiado tarde para escapar de la trampa. Me ha costado mucho reprimir mi instinto asesino todos estos años, pero ahora el bocado prohibido ha venido a mí. En mitad de la noche, en mi territorio, me ha sorprendido en el momento de la caza, cuando la bestia está suelta. Y la bestia actúa por sí sola, sin escuchar ese débil susurro en mi cabeza que dice que no debo hacerlo. Dejo huir a los ciervos y cambio el rumbo. Pronto se muestra ante mi vista. Duerme bajo un almendro. Un macho joven. Olfateo con placer. ¡Ah, sangre humana! Los animales me sirven, me alimentan, pero no me sacian del todo; no son lo que mi cuerpo ansía.
~La prisionera de las sombras~
Espero a que se produzca el ocaso. He tomado una decisión. Me marcharé. Me iré de esta casa, de este pueblo, de este país. Encontraré cualquier otro sitio en el que vivir, lejos de David. Es lo correcto.
Mi memoria es mucho mejor que la de cualquier humano. Sé que jamás olvidaré un solo rasgo de su cara ni tampoco esa sonrisa suya de dientes inofensivos. Pero él sí me desterrará de su mente. Sólo nos hemos visto en tres ocasiones y lo normal es que ni siquiera sienta nada por mí. Evoco su mirada. Me resulta muy fácil leer en los rostros de las personas las emociones que están experimentando. Sí, he visto en sus ojos que está enamorado. Pero es posible que todavía no lo sepa, que aún no se haya dado cuenta. De todas formas, es muy joven; le queda por delante toda su corta vida. Encontrará a una chica con la que compartirla, que le dé todo aquello que yo no puedo ofrecerle. Será feliz sin mí. Y yo también seré feliz sabiendo que él lo es.
Tras unos pocos años, morirá, no sin antes ver crecer a sus hijos y reír con sus nietos. Quizá, con el transcurrir del tiempo, su vida caerá en el olvido, como la de tanta gente anónima cuya existencia pasa sin aportar nada a la historia de la humanidad. Pero yo seguiré llevando su recuerdo en lo más profundo de mi corazón, aún cuando los hijos de los hijos de sus hijos ya se hayan convertido en polvo.
Hijos. Algo que yo jamás podré darle. Me criaron desde pequeña para ser madre, convertirme en una buena mujer que le proporcionara descendencia a su marido y, de esta manera, perpetuar el apellido y conservar el patrimonio familiar. Pero yo nunca podré engendrar una criatura en mi vientre. ¿Cómo un cuerpo muerto va a crear vida? Por eso, nunca seré una buena mujer para él.
Me hago un ovillo en el suelo de la habitación donde pinto. Me rodean decenas de retratos de David. Lo he dibujado de cerca, de lejos, sonriendo, con cara sorprendida... Mi favorito es uno en el que muestra esa mirada que me dedicó antes de que le obligara a irse, con la que estuvo a punto de engañarme. Sus ojos me decían que yo no era una alimaña inmunda, sino una criatura de la que alguien podría enamorarse. Casi me convence...
Todo el numerito de ayer fue para persuadirme a mí misma de que esos ojos azules mentían. Soy un engendro, una bestia asesina y eso nunca podré cambiarlo. Así que me marcharé.
‘Me iré lejos, muy lejos, donde no me sea posible causarle daño alguno’ —me reitero una y otra vez a mí misma.
Sé que es lo mejor para los dos, para que él pueda ser feliz. Aun así, una parte de mí se rebela ante la idea. En ocasiones, decidir entre hacer lo que deseas y hacer lo correcto es muy doloroso; ésta es una de ellas. Pero tengo que ser fuerte. Porque él no lo será: volverá. No importa que le haya dicho que no lo haga, sé que vendrá tarde o temprano y tiene que ser después de que ya me haya ido.
Otra opción de la que dispongo sería mostrarme tal y como soy, montar la escena de ayer delante de sus propios ojos. Pero no seré capaz de ver el miedo y la repulsión en su rostro sin odiarme a mí misma de por vida y ésta va a ser muy, pero que muy larga. Prefiero que guarde un buen recuerdo de mí, el de una chica de extraños ojos rojos que desapareció sin dejar rastro. Además, olvidará primero a la joven inofensiva que al vampiro salvaje. Este último se le quedaría grabado para el resto de su existencia, impidiéndole dormir por las noches. Y ya le he provocado bastante sufrimiento; no quiero además traumatizarlo de esa manera.
‘Me marcharé, me marcharé, me marcharé’. Quizá si lo repito muchas veces sea más fácil llevarlo a cabo. Ya no poseo la facultad de derramar lágrimas, pero en mi interior algo llora desconsoladamente. ¿El amor, tal vez? Un sentimiento que creía que me estaba prohibido, que era incapaz de experimentar. ¿Cómo una criatura maligna que se alimenta de vida va a sentir amor? ¿Es posible que un corazón muerto pueda sentir este dolor tan atroz al romperse en mil pedazos? ¿Puede un corazón de sombras, que ya no late, amar de esta forma tan descontrolada y apasionada?
Acaba de anochecer. Tras el crepúsculo siempre viene ese despertar del instinto cazador, esa agudización de mis sentidos, ya de por sí bien dispuestos. Es la hora de partir. Me llevaré uno de sus retratos, junto con todos los recuerdos imborrables. Recuerdos. Eso es lo único que me quedará. Anhelo uno más. ‘Sólo uno’ —me convenzo.
Esta noche, iré hasta su casa y me quedaré para verlo dormir, para asegurarme de que está bien. Simplemente retrasaré mi viaje un día. Luego desapareceré. Mañana, en cuanto el sol se esconda, pero esta noche... esta noche me despediré de él. Lo acompañaré en sus sueños. Aspiraré su aroma a vida por última vez. Ayer bebí mucha sangre, más de la que en realidad necesito, así que no hay temor a que me descontrole. Mi cuerpo se encuentra saciado.
Abro la puerta de la mansión. Me advierto un poco nerviosa. Oigo un aleteo a mi lado. Me vuelvo. Ahí está el murciélago. No lo entiendo. Los animales huyen de mí. El claro en el que se yergue mi casa ha sido abandonado por toda vida capaz de desplazarse. Y sin embargo, este pequeño mamífero se empeña en seguirme, en hacerme compañía. Habitaría en mi anterior castillo y, por alguna razón que no acierto a comprender, se vino conmigo para cruzar de punta a punta todo el continente, siguiéndome durante mi largo peregrinaje que dura ya años. Su presencia no me incomoda, por eso no me deshago de él. En el fondo, no somos tan diferentes. Los dos nos alimentamos de lo mismo y nos movemos en la noche. Quizá por eso no me tema. A lo mejor me ve como una especie de líder, como un murciélago más grande.
—Quieto –le ordeno sin elevar la voz, pero con autoridad —. Esta noche te quedas aquí.
No quiero que me acompañe. No hoy que voy a ver a David. Recuerdo cuando le mordió; lo hizo porque no está acostumbrado a la presencia humana y se asustó. Pero eso no cambia el hecho de que, por su culpa, estuve a punto de perder el control debido a la visión y el olor de la sangre.
El animal obedece. Vuela hasta perderse dentro de una de las habitaciones. Lo miro mientras se aleja, abriéndose paso por la oscuridad; ni él ni yo necesitamos la luz para ver. No suelo prestarle atención, actuando como si no existiera. Esta es la primera vez que le dirijo la palabra. Pero en el fondo, he desarrollado una especie de afecto por el quiróptero. Después de todo, los últimos quince años han sido una etapa de profundos cambios en mi vida, que he afrontado con su única compañía.
Salgo a la noche del bosque. Mi desarrollado oído capta innumerables sonidos que rápidamente identifico. Olfateo el aire. Ahí está su rastro, ese olor inconfundible a humano. David. Ha transcurrido sólo un día desde la última vez que estuvo aquí. Todavía es reciente. Lo sigo con facilidad. Se trata de la única persona que pasea por este lugar desde hace tiempo; no hay confusión posible.
En un momento, abandono el frondoso arbolado. El camino en el que se pueden apreciar las marcas dejadas por las ruedas del vehículo que David utiliza, desemboca en una carretera vieja y estropeada.
Desde que abandoné a Doryan, me he preocupado de ponerme al día, sobre todo a partir de mi llegada a esta casa, que cuenta con una enorme biblioteca en la que encontré cientos de libros de todas las épocas que describen el desarrollo y los avances de la humanidad. Gracias a ellos aprendí que el mundo no es plano, pero sí mucho más grande de lo que pensaba; que la Tierra es una pequeñísima mota de polvo en un inmenso Universo. ¡Hay tantas cosas que ahora se conocen! Me asombra la cantidad de nuevos hallazgos que se han realizado mientras yo me escondía en una cueva. Con sus cortas mentes, su visión defectuosa, su oído atrofiado, su olfato prácticamente inexistente, las muchas horas gastadas en dormir y comer, su velocidad de tortuga... han conseguido elevarse en el aire, descubrir nuevos planetas, encontrar la cura para numerosas enfermedades, dominar la luz... Si ellos han sido capaces de tantas cosas, ¿qué habríamos logrado Doryan y yo si nos lo hubiésemos propuesto?
Los mortales son mucho más que alimento, son una especie que lucha con ingenio contra sus limitaciones y debilidades. En el momento en el que me controle lo suficiente como para estar en condiciones de mezclarme con ellos, les ayudaré a seguir avanzando.
Los libros de historia han contribuido mucho a que sea capaz de rememorar la sociedad en la que me crié, en la que fui educada. En mi anterior vida, creí asistir al momento álgido de la evolución, una época de numerosos avances culturales. Sin embargo, ahora sé que viví en el Renacimiento, un periodo en el que las personas apenas conocían su mundo. Pertenecí a una noble y adinerada familia. Mi apellido me permitió recibir enseñanza y poder disfrutar de tiempo libre que dedicar al entretenimiento, al no tener que ocuparme de esos trabajos que mantenían a la plebe atareada todo el día. Nunca me faltó de nada. Todo me lo proporcionó una simple palabra colocada detrás de mi nombre, de la que ahora ni siquiera me acuerdo.
Y en esas enciclopedias he visto automóviles. Pero es la primera vez que veo uno en vivo y en directo. Tan cerca, que puedo sentir la corriente de aire que deja a su paso, el horrible olor que le caracteriza, el ruido de sus pequeñas piezas internas encajando y moviéndose con celeridad. Por supuesto, no es tan rápido como un vampiro, pero sí mucho más que cualquier caballo. Me pregunto cómo logran soportar estas velocidades. Sus cuerpos están hechos para desplazamientos lentos. Otra faceta de los humanos: la de saber adaptarse a las diferentes situaciones y a las cambiantes circunstancias. Son capaces de alterar sus hábitos con gran facilidad. La complexión física de la población actual es muy diferente a la de mi época. Cualquiera de los que convivieron conmigo no podrían haber resistido tales aceleraciones, sin embargo, los hombres de ahora lo hacen sin inmutarse. Han evolucionado. Sin duda, son seres magníficos. Deberían sentirse orgullosos de ser lo que son.
Aquí el rastro se pierde ligeramente tras el desagradable tufo de los coches. Hago un esfuerzo para reencontrar la pista.
Cuando pasa uno de esos vehículos a mi lado, salto encima. Lo abandono de inmediato para lanzarme al techo de otro que avanza en sentido contrario al anterior y sigue la dirección del olor de David. Me quedo en cuclillas sobre él. En su interior viajan un macho y una hembra. Percibo sus aromas. Escucho sus respiraciones y un sonido de fondo muy molesto que consiste en un golpeteo continuo. No tengo necesidad de utilizar este transporte; llegaría antes por mi propio pie, pero me hace ilusión probarlo.
El ruido que oía dentro cesa.
—¡Eh! ¡Que es mi canción favorita! –protesta el hombre.
—¿No has notado nada? –inquiere la voz de mujer—. Parece que algo ha caído sobre nosotros.
—Imaginaciones tuyas.
El sonido vuelve a escucharse. ¿Cómo no va a estar su sentido del oído atrofiado, si lo machacan de esta manera?
El camino gris se bifurca. Salto al suelo cuando el coche toma la carretera que no sigue el rastro de David. Corro siguiendo su aroma. Me vienen a la memoria mis cacerías junto a Doryan.
Arribo al pueblo. El olor a vida me golpea con fuerza. Mi instinto asesino se despereza, alertado. Lleva mucho tiempo queriendo volver a saciarse de sangre humana. Los animales me alimentan y en cierta medida me calman, pero no tienen comparación con las personas. Recuerdo su extraordinario sabor; quince años no han sido suficientes para olvidarlo. Tan dulce, tan fresco. Me obligo a apartar estos pensamientos cuando me doy cuenta de que he elevado el labio superior, dejando al descubierto mis caninos que comienzan a alargarse y mis manos se han curvado imitando unas garras. Me concentro en adoptar una pose normal: de observador, no de cazador. Espero hasta que mis colmillos regresan a su lugar oculto en mi boca.
Camino despacio, como andaría uno de ellos, adentrándome poco a poco en el olor cada vez más intenso, preparada para salir corriendo en cualquier momento si veo que me descontrolo.
Advierto una presencia. Me giro para fijar mis ojos en él. Me está observando. Se encuentra sentado en un aparato parecido al que tiene David, pero más robusto, con ruedas más gruesas. Lo identifico: se trata de una moto. La enciende. El vehículo ruge como si fuera un animal furioso y deja escapar una densa nube de humo. Se acerca, avanzando sin prisa. Leo la expresión de su rostro que dice: ‘Soy peligroso, pero a ti no te haré daño porque, por ahora, me interesas’. ¿Cómo pueden los humanos ser tan tontos? No se percatan de la amenaza, no ven el peligro en mí. Sólo se fijan en mi cuerpo, que les resulta hermoso y quizá aparente debilidad.
—Hola, muñeca –saluda con un guiño de ojo—. ¿Te has perdido?
Su actitud petulante me recuerda a Doryan. Este chico disfrutaría siendo un vampiro, matando a los que una vez fueron como él.
En lo que dura un parpadeo suyo, lo evalúo con la mirada. Viste una chaqueta negra abierta y sin mangas, que deja ver unos musculosos pectorales, pues debajo no lleva camisa. Los pantalones presentan varios agujeros aunque me da la sensación de que no son accidentales sino hechos a propósito. Percibo el frío que tiene debido a la ligera tensión de su cuerpo. Pero no hará nada por taparse; esos marcados abdominales son su seña de identidad. De su cuello cuelga una cadena plateada y de una de las orejas un pendiente. ¿Ahora son los hombres los que se adornan con joyas y no las mujeres? Sin duda, me queda mucho por aprender de esta nueva sociedad. Sociedad de la que, por cierto, por muy avanzada que sea su tecnología, los modales y forma de vestir dejan mucho que desear. El descarado que se presenta ante mí va verdaderamente horrendo, desde la cresta de su pelo hasta sus ropas de mendigo.
—No –contesto a su pregunta—. Sé perfectamente dónde debo ir.
—¿Y quieres que te lleve a ese sitio? –ofrece, señalándome el espacio que hay detrás de él.
—No –vuelvo a negar.
Comienzo a andar siguiendo el olor de David. Ya tengo bastante con preocuparme por un humano. No necesito a otro y mucho menos, a uno que parece anhelar ver mi lado oscuro.
Él me sigue, amoldando la velocidad de su vehículo a mi paso. Yo he adoptado un ritmo tranquilo para no levantar sospechas. Se asemeja demasiado a Doryan. Lo odio al instante sólo por eso y no es bueno que un vampiro te odie. Noto mi autocontrol a punto de ceder. Como siga incordiando, me abalanzaré sobre él sin poder evitarlo.
—Es peligroso que una chica tan guapa vaya sola de noche –comenta.
‘No tan peligroso como hacerme enfadar’ –pienso para mis adentros.
—Podrías encontrarte a alguien como yo –continúa.
No lo miro. Estoy muy concentrada intentando ocupar mi mente contando las baldosas que piso para no pensar en el gusto que me daría abrirle la garganta. Aun así, mi cerebro puede prestar atención a muchas cosas a la vez y sé que está sonriendo por el modo en el que suena su voz.
Diecisiete. Dieciocho. Diecinueve.
—¿Sabes? Eres la primera que me dice que no cuando le ofrezco montar en mi moto.
Veinte. Veintiuna. Veintidós.
—Eso te convierte en una chica muy interesante.
Veintitrés. Retorcerle el pescuezo, demostrarle lo que es el miedo de verdad... No, eso no, las baldosas. Veinticuatro. Veinticinco.
Se gira. Con un impulso obliga a su moto a saltar el bordillo para atravesarla en la acera impidiéndome el paso, quedando frente a mí. Me detengo. La sucesión de baldosas se acaba y con ella mi concentrada cuenta.
Me mira con una sonrisa de lobo hambriento, igual que la que Doryan dedica a los humanos antes de hundirles los colmillos en el gaznate. Ahora el aroma de su sangre satura mi nariz. A través de su fina piel veo fluir sus venas. Sería un bocado delicioso y además se lo está buscando. Sin lograr resistirme, doy un paso al frente con los ojos cerrados, atraída por su olor.
—Eso es, nena –dice volviendo a sonreír. La sonrisa del triunfo, como si él me tuviera atrapada a mí y no yo a él.
—Sí –susurro mientras alargo mis manos, rodeándole el cuello. Ahora yo también sonrío. Siento latir su sangre bajo mis dedos. Sangre.
Interpreta mi gesto como una caricia amorosa y me sujeta por la cintura, acercándome aún más a su cuerpo. Aspiro. Qué bien huele. Tiene su vista fija en mis labios. Adivino lo que se propone. Pero antes de que su boca llegara a su destino, la mía ya estaría succionando en su garganta. Cierra los ojos. Se inclina para besarme. Perfecto, ni siquiera lo verá venir.
Me da tiempo a situar mis labios justo sobre su yugular. Siento el calor que emana de su cuerpo. Sus brazos rodean el mío. Esto me recuerda el abrazo que David me dio. ¡David! Para eso he venido hasta aquí, para despedirme, no para robar sangre. ¡David! No puedo matar a un humano, que podría ser su vecino, su amigo o él mismo. Por él, por mí. Me aparto, liberándome bruscamente de esta jaula de deseo.
Salgo corriendo, ahora sí, a una velocidad de verdad. Desaparezco tan rápido que cuando abra los ojos ya no verá ni la cola de mi vestido escabullirse tras la esquina. Ya no sigo el olor de David; mi intención es alejarme de este ser al que he estado a punto de liquidar y de su ruidosa máquina escupe—humo.
Me detengo. Habiendo puesto ya suficiente espacio de por medio, me dispongo a orientarme de nuevo en mi búsqueda. Me encuentro en una calle vacía. A ambos lados hay casas, cuyos moradores deben estar ya cenando pues me llega el olor de su poco apetitosa comida. Rememoro las rosquillas de David, para él dulces, para mí tan insípidas como un trago de aire.
Salto contra la pared de la casa que queda a mi derecha. En cuanto mis pies la tocan vuelvo a impulsarme, ahora hacia la de la izquierda. Aterrizo con elegancia en su tejado. Elegancia. Algo que también viene en el lote. Mis movimientos no tienen nada que ver con los toscos y torpes meneos de las personas.
Me siento sobre las pizarras. Intento calmar mi instinto cazador, para lo que no ayuda mucho que a mi nariz llegue el aroma de los cinco cuerpos calientes y rebosantes de sangre que hay dentro del hogar sobre el que me sitúo y los tres del de enfrente, los cuatro del de al lado, los dos del contiguo a éste... Aunque no esté obligando al aire a penetrar en mis pulmones, percibo a todos los habitantes del diminuto pueblo. Quizá sea más difícil de lo que pensaba. Pero no voy a darme por vencida. He venido a despedirme de David, a verlo por última vez y eso es lo que haré.
Olfateo a mi alrededor. Al principio, me cuesta identificar su rastro entre tanto ser vivo, pero, tras unos segundos, lo hallo. Cada humano posee su olor propio y característico; no encontraría dos iguales. Avanzo sobre las tejas; no quiero volver a cruzarme con nadie más. Diviso una casa. Sé que es la suya. Está bastante separada, demasiado como para que pueda alcanzarla con un único impulso. En la vivienda más cercana a la suya detecto una sangre vieja, sin esa oxigenación abundante propia de los jóvenes y también la de un animal que reconozco como un gato, una hembra ya entrada en años tomando como referencia su media de vida. No me gustan los gatos.
Aterrizo en la acera que conduce hasta mi objetivo: un bonito chalet con fachada de granito que cuenta con un porche acristalado y un jardín bastante desatendido del que emana un perfume a hortensias y narcisos.
Rodeo el edificio hasta dar con una ventana iluminada. Me asomo con cautela. Si no fuera porque es imposible, afirmaría que me da un vuelco el corazón al verlo. Ahí está, sentado a la mesa, terminando de cenar. El flequillo descuidado le cae tapando parcialmente sus ojos azules. Me sorprendo admirando su belleza. No tiene esa hermosura fría de Doryan, esos rasgos afilados, esa sonrisa impecable y peligrosa. David es distinto por completo. Su cara me parece perfecta, incluso con todas las imperfecciones que observo, como si todo en ella estuviera en el lugar indicado. Una pequeña cicatriz que rasga su mejilla, me resulta adorable por el simple hecho de pertenecerle a él, de formar parte de su rostro.
Un hombre, que aparenta más años de los que la juventud de su sangre indica, se sitúa frente a él. David lo mira como si se tratara de un extraño. Sin embargo, yo puedo apreciar que debe ser su padre o, por lo menos, un hermano mayor porque sus perfiles son increíblemente similares. No hablan apenas.
Cuando se levantan, trabajan en equipo para lavar los utensilios de la mesa, objetos de los que antes conocía el nombre, pero que hace mucho tiempo que he olvidado. Desconozco cómo se llama esa cosa redonda en la que se sirve la comida o esa otra semejante a un peine.
Me entusiasmo al ver su compenetración. Esto es por lo que me alejo de él, porque no puedo arrebatarle su familia, su vida. Los observo desde la ventana, apartándome con celeridad las pocas veces que sus ojos se desvían en esta dirección.
Al finalizar, el hombre le dedica una sonrisa llena de amor. Es una sonrisa idéntica a la que David me dirigió ayer. Me alegro. Cuando me marche, sabré que lo dejo con gente que lo ama. Aunque su relación es un poco extraña, estoy convencida de que el que supongo será su padre, lo quiere y cuidará de él. No obstante, mientras me rondan estos pensamientos, ocurre algo inesperado: después de ese gesto lleno de cariño, baja rápidamente la cabeza, reflejando el dolor en su rostro. Se marcha sin más. Leo en su cara que se acaba de acordar de algo, o quizá de alguien y eso le ha puesto triste. Ha sido al mirar a David. No se despiden con un ‘buenas noches’; tampoco se dan un beso.
Aprecio que David se siente infeliz. No lo considero justo. Él es tan bueno, siempre preocupado por los demás o, por lo menos, por mí... No puedo irme de aquí hasta que vea su expresión cambiar, hasta asegurarme de que lo abandono rodeado de felicidad.
Sale de la habitación. Lo pierdo de vista. Espero unos instantes antes de abrir la ventana empujando el cristal hacia arriba. Me cuelo dentro. Me asomo a la puerta entornada. Se halla muy cerca, de pie, dándome la espalda. Parece adivinar mi presencia porque comienza a girar sobre sí mismo para darse la vuelta. Me da tiempo a apartarme. Mi movimiento es tan violento y repentino que hace que la puerta se balancee. Oigo sus pasos acercándose. No tengo ningún sitio en el que esconderme. Ya está aquí. Salto hacia arriba por instinto y me quedo adherida al techo, como si mis pies y manos se hubieran pegado a él. ¡Vaya! He necesitado que pasen varios siglos para descubrir que disfruto de la capacidad de agarrarme a una pared totalmente lisa.
David entra. Se sitúa justo debajo de mí. El latido de su corazón es acelerado; eso indica que lo he asustado. Poco a poco se va apagando la intensidad, conforme se tranquiliza. Me alegro de haberme recogido el pelo porque, si no, mi larga melena hubiera llegado hasta su cabeza. Mira en todas direcciones. Bueno, en todas no. Se le olvida mirar hacia arriba, pero, ¿para qué va a hacerlo? ¿Quién imaginaría que tiene colgada encima de él a la criatura más peligrosa del mundo? Se aproxima a la ventana. Otea el exterior y luego la cierra. Da media vuelta y se marcha.
Me relajo. Avanzo por el techo, por el simple placer de hacerlo. Ni siquiera la ley de la gravedad puede conmigo. En estos últimos días estoy averiguando muchas cosas interesantes, inéditas. Es increíble que, con todo lo que ha durado mi vida, todavía haya algo que pueda sorprenderme. Después de dar varias vueltas a la cocina, regreso al suelo. Me poso sin provocar el más leve sonido. Vuelvo a vigilarlo. Lo veo tumbado en el sofá, observando algo que queda fuera de mi alcance visual, debido a que me lo tapa una pared. Eso se me resiste todavía: ver a través de cuerpos sólidos.
Espero tranquilamente hasta que su respiración se torna más pausada y adquiere un ritmo constante. Sé que se ha dormido. No ha tardado mucho; debía de estar muy cansado.
Me acerco con cautela. Me aseguro de que su sueño es profundo, chocando mis palmas junto a él. No se inmuta en absoluto. Lo que antes miraba y yo no podía atisbar es un televisor. En mi biblioteca leí sobre ellos y me pareció un invento fascinante. Me quedo un rato observando, intentando deducir el complejo mecanismo que le hace funcionar. Pero las imágenes no son muy apropiadas: están llenas de sangre y violencia y no es el momento de despertar mi instinto cazador. Me propongo apagarlo. David sujeta en su mano una cosa alargada y con botones que debe servir para controlar el aparato, pero desconozco cómo proceder. Se siguen oyendo disparos y gritos humanos que me hacen evocar mi vida con Doryan. A esos gritos les seguía siempre el sonido de los colmillos clavándose en un cuello, antesala de la dulce succión... Me paso la lengua por mis afilados dientes. Clavo la vista en la gruesa vena que cruza la garganta de David. Ummmm... ¡No! Me aparto de un salto.
Debo apagar este chisme. Repaso todo lo que he leído. El conocimiento que busco aparece: para funcionar necesita un suministro de electricidad —otro descubrimiento fabuloso—. Por algún sitio debe llegarle esa energía. Veo una especie de cola que sale por detrás del artefacto, yendo hasta la pared. Deduzco que tiene que ser por ahí. Agarro el extremo que se mete en el tabique. Tiro de él. Al instante se acallan las voces y el ruido.
Ahora estamos solos. David y yo. Me coloco a su lado. Se encuentra sentado en una posición que no debe ser cómoda, con el cuello extendido hacia atrás. Recuerdo que su cuerpo es débil; enseguida se magulla. Decido llevarlo a su cama para que pueda reposar plácidamente. Lo cojo en brazos con sumo cuidado, como una madre cogería a su bebé. Apoyo su cabeza en mi hombro y su cálido aliento golpea mi frío pecho. Lo estrecho contra mi cuerpo, cuidando de no aplastarlo. Su peso es insignificante para mí. Subo las escaleras buscando los dormitorios. Me dirijo hacia donde su olor es más notorio. Llego hasta una habitación. Debe tratarse de la suya. Lo deposito sobre la cama. Le quito los zapatos antes de taparlo con las sábanas; los humanos son muy susceptibles a los cambios de temperatura. Dejo caer su cabeza con suavidad sobre la almohada.
Efectúo un rápido reconocimiento de la estancia. Está muy colocada, lo cual no me cuadra con su carácter. Esperaba encontrar más desorden. Cuenta con un armario grande, un escritorio y una estantería en la que se agrupan libros y lo que identifico como discos de música. En la pared, cogidos con chinchetas, hay pósters de los más recientes ganadores del Tour de Francia, ordenados cronológicamente. También cuelga una foto en la que se ve a David de pequeño abrazando a una mujer que tiene sus mismos ojos azules. Y otra en la que aparece con unos años más y otro chico de su edad.
Vuelvo a prestar atención a David. Me tumbo a su lado. Cierro los ojos. Me dejo envolver por el pacífico arrullo de su respiración y el rítmico bum bum de su corazón: los sonidos de la vida. Permito que me acaricien, soñando, por un momento, que me pertenecen, que soy yo quien los genera.
Trato de recordar cómo es dormir. Me esfuerzo por imaginarlo. Debe ser algo así como un lapso de tiempo de desconexión, de inactividad mental, pero no corporal, ya que tu cuerpo sigue funcionando sin que lo dirijas. Una situación en la que no percibes lo que hay a tu alrededor, en la que estás fuera de este mundo, de esta experiencia...
No puedo. Me es imposible fantasear con un instante de silencio, en el que mi mente deje de hostigarme con sus continuos pensamientos; con un solo instante en el que el exterior desaparezca para existir únicamente mi interior, sumirme en él. No, no puedo.
Resulta frustrante para un cerebro tan poderoso y ordenado, que lo archiva todo y al que no se le pasa ningún detalle, intentar sacar información de unos recuerdos incompletos, inexactos, diluidos por el tiempo. Mis comienzos como vampiro son las evocaciones más nítidas y sin embargo, de los primeros años de mi vida humana no queda nada. No atesoro imágenes de cuando era bebé. Desconozco qué se siente al ser mecido en los brazos de una madre, al tener el llanto como único medio de expresión, al dar tu primer paso o decir tu primera palabra. Porque, yo pasé por todo eso, ¿verdad? No lo tengo claro. Está borrado.
Y ahora no soy capaz de saber qué se siente al dormir. Miro a David, su semblante se muestra sereno, tranquilo. Los problemas, la tristeza que le produce el señor que se sentaba en la cena frente a él, el dolor que le causé al pedirle que se marchara... nada es capaz de seguirle a través del sueño. Quizá dormir sea eso, olvidar las preocupaciones y permanecer en paz, al menos por unas horas. Lo cierto es que los humanos se empeñan en vivir sus cortísimas vidas llenas de estrés y agobio, inquietándose por los más mínimos detalles que ahora, desde mi perspectiva, cuando la mía ya ha acabado, no tienen ninguna importancia. Nada debería ser más prioritario que estar con los seres queridos, demostrarles su amor y disfrutar de todas las cosas hermosas que este mundo les ofrece. Porque su existencia es muy breve, demasiado, y nunca saben cuándo puede acabar, cuándo pueden cruzarse con un ser como yo. Los días de David podrían haber llegado a su fin. ¿Qué le habría ocurrido entonces a ese hombre de la mirada nostálgica? Seguramente se hubiera vuelto más triste aún, pensando en que no fue capaz de disfrutar junto a su hijo por culpa de su melancolía.
Puedo recordar lo importante que era cuidar mis modales, demostrar ser una educada dama para que mis padres se sintieran orgullosos, para encontrar un buen marido que me colmara de atenciones y al que darle descendencia que, en el caso de ser féminas, gozarían de una vida que se reduciría a lo mismo que la mía: ser educadas para buscar otro hombre que las hiciera todavía más ricas para que pudieran criar a sus propias hijas como unas perfectas damas para encontrar un buen marido... Mi vida se habría limitado en su totalidad a encontrar un buen partido. Daba igual que yo lo amara o que él me amara a mí. Triste, muy triste. Todavía puedo recitar las normas de conducta, la forma de danzar, de comer, de hablar... pero soy incapaz de describir los rasgos de la cara de mis padres; ni siquiera conozco sus nombres. Pero lo más penoso de todo es no poder recordar el sentimiento que tenía hacia ellos, ninguna palabra de amor que me dirigieran, si es que alguna vez lo hicieron. Si me fuera permitido volver atrás sabiendo lo que ahora sé, conociendo lo que es importante de verdad... viviría de una forma muy distinta: menos tiempo de noble dama y más de hija agradecida o de hermana, porque también desconozco si los tenía o no.
—No sé qué pasa entre ese hombre y tú –le digo a David en un susurro —, pero no desperdicies esta oportunidad para perdonar, para amar. Quiérelo. Él te quiere; lo he visto en sus ojos. Estoy convencida de que es tu padre. Si es así, deberías estar agradecido por haberte dado la vida. Es el mejor regalo, algo; no la desaproveches odiando, no sea que luego te arrepientas cuando ya no haya vuelta atrás.
Sigue durmiendo, sin atender a mis palabras. A mí me gusta creer que, de alguna forma, las está oyendo y que, aunque no sea consciente de ello, su mente las registrará y las pondrá en práctica algún día.
Me quedo otro rato mirándolo, embelesada. Le aparto un mechón de la cara y me concentro en ella. Deseo repasar todos sus rasgos por última vez. Asegurarme de que jamás olvidaré esta imagen, por mucho tiempo que pase; que nunca se volverá confusa como la de mis padres. Reviso cada pequeño detalle. Por un momento, me gustaría que estuviera despierto, que me mirara con sus ojos azules. Sería el mejor recuerdo: su mirada de amor. Pero no puede ser. Si se despertara, no sería capaz de decirle adiós, que es lo que he venido a hacer. Porque me pediría que me quedara y yo no tendría la fuerza suficiente para marcharme. Qué paradójico, soy capaz de derribar una de estas resistentes casas de granito si me lo propongo, de tumbar a un oso enfurecido, vencer a un tigre hambriento... pero un simple mortal basta para debilitar mi voluntad, para obligarme a buscar un nuevo lugar, aunque me encuentro realmente a gusto aquí. Un joven que no sabe nada del mundo, que pone en peligro su vida por querer estar conmigo. Un simple mortal del que estoy enamorada.
—Mi estúpido conejillo de comportamiento suicida –lo nombro con cariño mientras acaricio su mejilla. Es un gesto leve, de apenas unos segundos, pues no pretendo alertarlo con mi tacto frío. Es el primer humano que toco por el placer de hacerlo, la primera piel que no perderá su calor después de que yo la sienta porque, hasta ahora, todos a los que he tocado están muertos. Bueno, a excepción del de la moto con el que me he cruzado esta misma noche, pero ha estado muy cerca de no volver a lucir nunca más su sonrisa lobuna. Se ha salvado gracias a David, porque pensé en él. Y cuando sienta deseos de romper mi promesa, haré lo mismo y así, jamás mataré de nuevo. Por el recuerdo de David, por él, por mí.
Permanezco toda la noche a su lado, observando, escuchando. No vuelvo a acariciarlo; no merezco sentir su calor, robárselo. Aunque, pensándolo con detenimiento, tampoco debería encontrarme aquí. No después de haberle pedido que se fuera de mi casa y que no regresara jamás. Lo eché de mi hogar para venir ahora a colarme en el suyo. No tiene sentido. Ni siquiera sé si él consentiría que yo estuviese en su habitación, que lo observara mientras duerme.
Me levanto, preguntándome si estará enfadado conmigo o si se enfadaría al enterarse de lo que he hecho esta noche; si me odia por lo que le dije o si me odiaría al descubrir lo que soy. Le mentí haciéndome pasar por una chica más.
No, sin duda, no debería estar aquí. No después de haber matado a miles de seres como él. No cuando, de habernos cruzado unos pocos años antes, le habría atacado para beberme toda su sangre. No es de justicia que me deleite con su compañía, tocarlo, que él se preocupe por mí, que me haga rosquillas... amarlo. Porque nunca podré compensar todo el mal que he hecho.
Pronto amanecerá. Tengo que encontrarme bien resguardada cuando ocurra.
Me siento en el borde de la cama.
—Me marcho, David. Me voy lejos. No me busques; no me encontrarás. Quizá no logres entenderlo, quizá no te guste, pero es lo mejor. Soy peligrosa, David, y jamás estarás a salvo a mi lado. Esto no debería haber pasado. Yo no tendría que haberme enamorado de ti. No merezco gozar de un sentimiento así. Me voy para darte la vida, para que puedas ser feliz con una humana que tenga un corazón bombeante que entregarte, un calor que regalarte. Me alejo para que puedas vivir seguro junto a tu familia, la presente y la que vendrá.
El deseo de poder llorar retorna a mí. Pero es mejor así, un adiós sin lágrimas, sin abrazos, sin palabras de consuelo... no soy digna de nada de ello. Me va más una despedida silenciosa; desaparecer.
—Vive –le ruego —. Vive con amor y alegría. Sé feliz; sólo te pido eso. Por mí, por ti.
Ya está, ya he acabado. Ahora me toca irme, salir de su existencia para vagar condenada a la soledad del recuerdo de un amor que jamás pudo ser y que no fue.
Me dirijo a la puerta. Entonces veo mi cuadro, colocado en un estante vacío, bien visible. Me aproximo a él. Lo cojo. Después de todos mis crímenes, robar será apenas una travesura. Es necesario. Nada que me evoque. Ningún rastro tras de mí.
El amanecer se acerca presto.
Observo una última vez a David. Ha comenzado a dar vueltas y a moverse inquieto. Parece que no esté descansando bien.
Abro la puerta.
—¡Anaïs! –grita como si me encontrara a varios metros de él, no a unos pasos.
Me quedo helada en el sitio. He sido muy cuidadosa, apenas he hecho ruido. Incluso cuando le hablé lo hice susurrando; muy posiblemente, su oído humano ni siquiera lo percibió.
Me giro para enfrentarme a sus ojos azules, pero permanecen cerrados; sigue durmiendo.
—¡Anaïs! –vuelve a exclamar con esa pronunciación que me resulta tan extraña, tan distinta a la de Doryan. La primera vez me lo recordó, ya que fue el único que me nombró en cientos de años. Trajo a mi mente la vida de la que intentaba escapar. Pero, sin duda, no suena igual; él jamás utilizaría ese tono de súplica, con el miedo a perderme que ha impregnado este último grito.
Unos minutos para el despuntar del alba.
—Anaïs, por favor, no te marches, no me dejes para siempre –me pide todavía con los ojos cerrados.
Me quedo quieta, mirándolo. ¿Por qué me llama? ¿Cómo sabe que me voy? Caigo en la cuenta de que los humanos pueden ver cosas en sueños, imaginarlas. ¿Por qué David sueña conmigo, con que desaparezco? Es como si conociera mis intenciones.
En su rostro veo que lo está pasando mal. Eso no me gusta. Me voy para que sea feliz, no para que sufra.
El cielo se intuye cada vez más claro a través de la ventana de su cuarto. He apurado demasiado. Debo llegar a casa antes de quedar reducida a cenizas. Salgo de la habitación. Una vez en la calle, me detengo unos instantes para ubicarme y trazar la ruta más corta hasta mi lúgubre morada.
Corro como nunca por salvar mi vida, una vida que no merece la pena, en la que ya no me queda nada, pero que aun así quiero conservar. Por la carretera oigo aproximarse un vehículo. Viene directo hacia mí. Lo veo de frente. Salto. No me entretengo en distribuir mi peso, en aterrizar con suavidad como en las dos ocasiones anteriores. Mi pie se hunde en el techo, a la vez que se escucha la chapa arrugarse. No me importa; esos humanos jamás se imaginarán lo que ha ocurrido. El siguiente paso lo doy ya sobre el camino de tierra que conduce a mi hogar. No me molesto en seguirlo; demasiadas curvas innecesarias. Atajo por entre los frondosos arbustos. No dispongo de tiempo para apartarme, para esquivar las ramas que se precipitan hacia mi cuerpo. Abro mi propia senda, arrasando con todo lo que se interpone entre mi objetivo y yo. Nada me detiene. En mi cabeza resuena una palabra: “¡Anaïs! ¡Anaïs! ¡Anaïs!”. Es el grito de David. Ya no sé si de verdad lo escucho con mis oídos o es mi mente la que crea ese eco incesante.
Amanece. Los primeros rayos del sol despuntan. Mis ojos ven disminuida su visión. Sigo corriendo sin parar a mirarme. Pronto sentiré que me quemo por dentro y mi piel comenzará a convertirse en polvo. Debo continuar avanzando mientras mis piernas aún puedan hacerlo y ponerme a salvo. Únicamente dependo de mí misma; Doryan ya no está a mi lado para devolverme al refugio de las sombras de las que nunca debí salir. Las partes dañadas ya se regenerarán, pero para ello tengo que arribar a tiempo. Siento que la luz incide sobre mi piel. No desvío mi vista de la silueta de la mansión que empieza ya a adivinarse entre el paisaje nemoroso. Pronto aparecerá el dolor.
Pero el dolor no hace acto de presencia. Llego junto a la casa. De un salto, me sitúo sobre el tercer escalón. Abro la puerta, entro y, sin perder ni un instante, la cierro tras de mí.
Espero. No he notado ninguna quemadura. Bajo despacio la vista hacia mis manos. Ver cómo se te deshacen los miembros no es agradable en absoluto. Me preparo para ese horror. Pero nada ha cambiado. Mis manos siguen intactas; todo mi cuerpo lo está. No así mi atuendo, que presenta desgarrones por todas partes. Me lo quito. Es el segundo que pierdo en dos días. No puedo seguir a este ritmo o me quedaré sin qué ponerme. No creo que vaya a encontrar algo parecido en la sociedad actual. Bueno, tampoco me importa mucho. Tras quince años ataviándome con las mismas ropas, no estaría mal un cambio. Mis vestidos me los proporcionó Doryan, por ello son todos negros, como a él le gusta. Quizás algo de color me viniera bien.
Lo importante ahora es que estoy ilesa. Tal vez al correr tan rápido, los rayos de luz no pudieron incidir sobre mí o puede que el follaje me haya protegido lo suficiente. Fuera como fuese, el caso es que no me he quemado.
Estudio el cuadro. No lo he soltado, pero me habría dado lo mismo si lo hubiera hecho: está destrozado. La carrera a través de la maleza no le ha sentado nada bien. Termino de romperlo y lo lanzo encima de mi vestido inservible.
Voy a por otra cosa que ponerme. No tengo mucho donde elegir; ya sólo me restan dos. Cojo uno al azar. Descubro al murciélago colgando de una de las vigas de madera del techo. Se halla envuelto en sus alas que forman una especie de capullo que lo cobija. Se me antoja una flor todavía no abierta que naciera del cielo. Aparta ligeramente sus membranas para mirarme. Sus ojos parecen decir: ‘¿Dónde has estado toda la noche? Has apurado mucho el tiempo; no juegues con el sol.’
No hace falta que me lo recuerden; ya sé que no debo hacerlo.
Bajo al salón. Mi cuerpo no está cansado pues eso es algo que no puedo sentir, incluso después de haberme dado la carrera contra reloj más dura de mi existencia. Sólo estoy sedienta. Debo compensar mi esfuerzo con sangre. Pero ahora me está vedado salir a cazar; es de día.
Si fuera humana me sentaría en el sofá. Pero no lo soy. Mantenerme de pie en la misma postura, quieta durante horas, incluso días enteros, no es problema para mí. Y eso es lo que hago. Permanezco aquí, en el centro de la estancia, como una negra sombra que se confunde entre la oscuridad de la casa. No me preocupo por la planificación del viaje: me dirigiré en cualquier dirección, no importa cuál. Cuando amanezca, me refugiaré en algún lugar sumido en las tinieblas y de noche, caminaré hacia donde el destino quiera llevarme, así hasta encontrar un sitio agradable en el que instalarme.
En cuanto el sol caiga, me iré sin volver la vista atrás.