Capítulo 5. Ira.

 

~La prisionera de las sombras~

 

Cuando se marcha me apoyo en la puerta. Dejo que mi cuerpo resbale hasta caer al suelo. Aprieto los puños con fuerza. Las uñas se clavan en mis palmas. Junto con nuestros dientes, son lo único capaz de dañar la piel de un vampiro. Noto un dolor intenso y sigo apretando. Abro las manos. Profundas marcas en forma de media luna las surcan. De ellas mana sangre. No es como la humana, no tiene vida, está muerta, envenenada.  

Las heridas se cierran. Mis manos se muestran intactas. El dolor se va. Me gustaría poseer la capacidad de detener el proceso, sentir daño, mucho; tanto como el que ha mostrado su rostro, tanto como el que ha teñido su voz. Me muerdo clavándome los colmillos en los brazos, destrozando las mangas del vestido. Me escuece debido a la ponzoña que desprenden mis caninos. Dejo escapar un gemido mientras tiemblo ligeramente. Pero no hay tormento tan grande como para igualar lo que siento en mi interior. De todas las cosas horribles que he hecho en mi vida, ninguna me parece tan ruin como haberle provocado ese sufrimiento.

En unos instantes, el fuego que recorre mis brazos se apaga. Las marcas de mis dientes desaparecerán antes de que tenga lugar el atardecer. Atardecer. Estoy deseando que el sol se esconda para poder salir y aplacar mi ira. Hago grandes esfuerzos para no destrozar el mobiliario de la casa. Todo continúa tal y como lo encontré y no quiero tocar nada, porque estos objetos tienen una historia, la de una familia y ahora sé que esa familia fue la de David.

Subo la escalera y me dirijo a la habitación que considero como mía por el mero hecho de que es en ella en la que guardo mis vestidos. Me tumbo en la cama. Al apoyar la cara en la almohada percibo el olor de su antiguo amo y descubro que, sin querer, he elegido el cuarto de David, aunque noto que hace tiempo que no lo utiliza.

No recuerdo a mi familia, a las personas con las que viví ni lo que sentía por ellas. Sin embargo, sí todo lo que aprendí en aquel tiempo, mi educación. Pero, fundamentalmente, están grabadas en mi mente las cosas desagradables que implicaba ser humana, los momentos en los que sufrí. He llegado a pensar, incluso, que en mi vida no hubo nada más que eso, sufrimiento. Sé cómo fue mi enfermedad y lo que era llorar. Me permitía liberar la angustia, la ira, la sensación de impotencia y el miedo. Puedo encontrar en mi memoria momentos en los que derramé abundantes lágrimas que tenían un sabor salado y hacían que los ojos se hincharan.

No consigo evocar a mi madre, su rostro, su cariño; todo eso se ha esfumado, como si nunca hubiera existido. No obstante, su voz suena clara en mi cabeza reprendiéndome por llorar, alegando que una dama tan hermosa no debería hacerlo, pues estropeaba su belleza.

Echo de menos el poder liberador del llanto. No es justo: sigo teniendo los mismos sentimientos de antes, incluso mucho más intensos, diría yo, pero ya no cuento con los medios de los que disponía para desahogarme. Anhelo la condición humana, tener un frágil corazón vivo que entregar a mi amor, David.

Pienso en Doryan. Desde que me marché me he obligado a olvidarlo o, al menos, ya que esto es imposible, no traerlo de regreso a mi mente. Pero rompo la promesa que me hice y recreo con todo detalle nuestra relación. Sí, hubo cariño, deseo, pasión... incluso creí amarlo. Ahora sé que nunca hubo amor, por lo menos no por mi parte. Porque, aunque han tenido que pasar cientos de años, por fin he experimentado algo que, creía, me estaba prohibido.

No fui capaz de reconocerlo la primera vez que lo vi, cuando la luna iluminó su rostro, pero, desde entonces, he estado enamorada. Y nada de lo que compartí con Doryan se asemeja a esta emoción. David me hace sentir viva. Durante años busqué el porqué de mi existencia. Ahora él me lo da, me ofrece una razón por la que mi peregrinar por las sombras merece la pena. Solamente los breves instantes que he disfrutado en su compañía, compensan todo lo soportado en este tiempo.

Pero no está bien. No puede ser. Yo no soy lo que él necesita. Cada segundo que pasa a mi lado se expone a un gran peligro. Todavía no estoy preparada; no confío en mi capacidad de autocontrol. En cualquier momento podría dañarlo y jamás me lo perdonaría.

Otra alternativa sería transformarlo, hacerlo como yo. Arrebatarle su vida, condenar su alma, convertirlo en un monstruo como Doryan hizo conmigo y permitir así que me odie como yo lo odié a él. Imposible, nunca le haré eso, nunca. Lo único que puedo y debo hacer es quitarme de en medio y dejar que sea feliz sin mí.

 

Sé que ya es de noche, mi cuerpo lo presiente. Ahora reinan las tinieblas. Sin esperar más, salgo y descargo la ira que ahoga mi ser. Me alejo todo lo que me es posible de la casa. Destrozo las piedras que encuentro a mi paso transformándolas en polvo; araño y arranco árboles para luego lanzarlos lejos y sí, mato animales. Ya sean pequeños o grandes, vuelen o se arrastren por el suelo. Sacrifico más de los que necesito para saciar mi sed. Normalmente me dedico a calmarla, teniendo cuidado de no mancharme: siempre lo hago con pulcritud. Pero esta vez no, dejo que su sangre me corra por las manos, que empape mi vestido, que gotee por mi barbilla, como hacía los primeros años con Doryan, liberando mi parte irracional. Quiero dar rienda suelta a mi siniestra naturaleza, recordarme que, por mucho que finja, yo no soy como ellos ni jamás lo seré. David se equivoca al juzgarme: no es capaz de ver la oscuridad de mi ser.

 —¡Y por supuesto, no brillo! –le grito al aire envuelta en un charco de sangre.

Me siento horrorizada, no por lo que estoy haciendo, sino por haberle mentido dejándole creer que soy alguien de quien es posible enamorarse. Porque lo peor de todo no es que yo lo ame, sino que en su mirada he visto que él a mí también y, eso, no puede ser. Es posible amar a un humano, pero no a un monstruo. Y la culpa es mía por no haberle hecho ver la criatura maligna que realmente soy.

 —¡¿Me oyes?! –exclamo al cielo. Mi voz resuena en todo el bosque —. ¡No brillo! ¡Las sombras no son un camuflaje, son mi esencia!

Sigo chillándole mil cosas más. Grito que debe apartarse de mí, que mi alma es sombría, que no hay más que maldad en ella.

 —¡Sobrevivo a costa de matar! ¡He asesinado a miles como tú! ¡Deberías odiarme por ello! ¡Tanto como yo te odio por no poder dejar de amarte!

Comienza a llover. Pronto, la lluvia se convierte en una tormenta. Los árboles se agitan con violencia, el aire ruge entre sus ramas. 

Me tumbo en la tierra mientras el agua se lleva la sangre que me rodea y empapa mis cabellos, manchándolos de barro. Los relámpagos parten el cielo. Iluminan el desolador escenario que he creado. Y los truenos ahogan mis gritos, porque sigo gritando. No sé a quién. Quizá al mundo entero; al Dios de mi infancia por obligarme a sufrir tanto, por dejarme sentir el amor, pero ponerlo fuera de mi alcance; a la naturaleza por permitirme existir, por darme el sustento; a los humanos por ser tan débiles; a Doryan por haberme hecho como soy; a David por ser un conejo estúpido y masoquista; y a mí misma por todo, por haber intentado engañarme creyendo que puedo cambiar, escapar de mi lúgubre existencia, cuando eso es imposible: yo soy lo que soy.

 

No sé cuánto tiempo he estado gritando. Llega un momento en el que ya no tengo nada más que decir, no me quedan insultos para nadie ni ganas de repetir lo que ya he chillado mil veces. Paro. Mi cuerpo y mis ropas están empapados, cubiertos de barro y sangre.

 —No brillo, no brillo –murmuro para mí misma—. No brillo.

Tras varias horas cosida al suelo, me levanto. Busco un río, dejándome guiar por mi oído. Encuentro una corriente de agua que avanza con fuerza y cuyo nivel no deja de aumentar debido a la lluvia torrencial.

Analizo mi vestido: ha quedado inservible. Me lo quito y lo rasgo reduciéndolo a pequeños trozos de tela que el viento arrastra con facilidad. Nunca me pongo zapatos. Es mucho más fácil ser silenciosa, trepar a los árboles o, simplemente correr, si voy descalza. Suelto los numerosos prendedores que sujetan mis largos cabellos y éstos se agitan libres, ondeando tras mi espalda.

Me lanzo de cabeza. Debe estar helado, pero eso es algo que yo ya no percibo. Tampoco necesito respirar, así que me sumerjo hasta el fondo. Allí permanezco oponiendo resistencia a la corriente mientras ésta limpia la suciedad de mi cuerpo. Dejo que el agua me acaricie, calmándome, purificando mi ser.

 

Sé que está a punto de amanecer. Emerjo a la superficie. De un salto me encaramo a un árbol que crece cerca. Y así, haciendo cabriolas de uno a otro para no volver a manchar mis pies, regreso a la mansión justo cuando el primer rayo de luz despunta tras el horizonte. 

~El muchacho de los ojos azules~

 

Corro. Reanudo la misma pesadilla que tuve hace unos días. Me adentro en un bosque tenebroso donde los árboles se retuercen creando siniestras siluetas. Sólo se escucha el sonido de mi respiración acelerada; no hay vida. Me muevo dentro de un mundo hecho íntegramente de pintura: la senda que transito, la espesura que atravieso... Todo es una ilusión. 

Resbalo en el suelo semilíquido. Me agarro a una rama, pero ésta se diluye en mi mano manchándomela de color marrón. ¡Todo es pintura! ‘Nada de lo que ves es real’ —me repito mientras me incorporo.

Intento despertar. Entonces oigo sus gritos: es Anaïs. Está sufriendo. Y eso sí es real, lo sé. Vuelvo a sumergirme en el sueño. Me pongo en pie y echo a correr siguiendo su voz. Comienza a llover. El agua arrastra la pintura, haciendo que el paisaje se vaya desdibujando. Tengo que encontrarla antes de que todo desaparezca. De tanto en tanto, mientras avanzo frenéticamente, un rayo se abre paso a través del negro cielo. Su luz me permite ver con más claridad. Preferiría que no lo hiciera: el bosque muestra una estampa desoladora, está destrozado. Alguien ha arrancado los árboles, sus troncos muestran señales de arañazos.

Me estoy acercando, cada vez escucho su voz más nítida, a pesar del estruendo de la tormenta. Otro rayo me ilumina y me permite apreciar que hay sangre por todos lados formando un reguero en el suelo y, aunque su visión me repugna y me aterra, sé que es el camino que debo seguir. ‘Es sólo pintura, sólo pintura’ —me repito.

Llego junto al ciervo de la otra vez. Me detengo. Ya no sé por dónde continuar; he perdido su voz. Contemplo los ojos negros y sin vida del venado. Éstos se tornan cada vez más grandes y acaban por absorberme.

Ya no estoy en el bosque. Ahora me hallo en un mundo de tinieblas. Avanzo a oscuras. Sólo existe el vacío.

De pronto la veo. Parece flotar en esta nada y a su alrededor un halo de sombras aún más densas la envuelve y la retiene prisionera. Me aproximo. Percibo su dolor, su tristeza. Quiere escapar, pero no puede. Introduzco la mano en su burbuja. Necesito llegar hasta donde se encuentra para poder consolarla, ayudarle y decirle que estoy con ella. No soy capaz de seguir avanzando; una fuerza invisible me impide pasar.

 —¡Anaïs! –la llamo. No me escucha —. ¡Anaïs!

Oigo que murmura algo. Me concentro en sus palabras.

 —No brillo, no brillo – susurra para sí.

 —¡Anaïs! ¡Mírame, estoy contigo!

 Esta vez sí consigo captar su atención. Se gira, buscándome.

 —¿David? –me llama.

No cree que esté aquí. Piensa que se lo está imaginando; lo veo en su rostro.

 —Sí, Anaïs, soy yo.

 —No brillo –me contesta.

 —Anaïs, yo no puedo atravesar este orbe de maligna energía, pero tú sí. Tienes que hacerlo, tienes que escapar de él. Vamos, dame la mano –le imploro mientras se la extiendo.

 —No, David. No puedo escapar. Esto es lo que soy; éste es mi interior.

 —No, Anaïs. Te han engañado. Ésta no eres tú.

 —¿Cómo lo sabes?

 —Lo sé porque te veo más allá de las sombras tras las que te ocultas. Te dijeron que no podías luchar contra ellas, pero es mentira. Deja a tu luz salir, permítele surgir y podrás liberarte. Eres capaz de ello. Estoy contigo.

 —¡Yo no brillo! –me grita —. ¡No hay luz en mi interior!

Me da la espalda. Siento que algo tira de mí separándome de ella. Cada vez estoy más lejos. Tengo que decírselo antes de que ya no pueda oírme.

 —¡Anaïs! –la llamo —. ¡Anaïs, escúchame!

Pero es tarde. No logro verla. Todo se ha desvanecido.

 —Te amo –mis últimas palabras las digo ya en mi habitación, sentado sobre la cama, despierto, lejos de mi sueño.

Suspiro procurando calmarme.

 —Te amo –repito.

¿Así que Pablo tiene razón? ¿Cómo es posible? ¿En tan poco tiempo?

He estado tan ocupado tratando de descifrar sus misterios, tratando de entenderla... que no lo he visto venir.

Recreo la primera vez que la contemplé; me pareció muy hermosa. Desde entonces, ya no conseguía quitármela de la cabeza y, aunque me echó de malas maneras, tenía unas ganas incontrolables de estar de nuevo con ella. Era como si la hubiera esperado durante toda mi vida.

Recuerdo nuestro abrazo. Sentí que lo único que quería era tenerla junto a mí, en un instante que se prolongara por toda la eternidad.

Imagino cómo sería besarla, bueno, sólo lo intento porque no me siento capaz. Jamás me atreveré, aunque basta con pensar en sus labios para que se me acelere el corazón.

Gracias al sueño del que acabo de despertar, ahora sé que algo la aleja de mí, algo de lo que ella no cree que pueda liberarse. Y también conozco las palabras que debería haberle dicho antes de que me echara y que debo decirle cuando vuelva a verla. Porque habrá un nuevo encuentro. No hay fuerza en el Universo tan poderosa como para apartarme de su lado. ‘Nada nos separará nunca’ —me prometo. Ni siquiera ella misma. Pienso en la forma con la que me pidió que me fuera, en que me dijo que no quería que regresara. Una gélida garra oprime mi corazón. En este momento, suena el despertador y comienzo con mi rutina.

 

 El día se sucede como cualquier otro en el instituto. A excepción de que hoy me esfuerzo realmente por seguir las palabras de los profesores para tomar apuntes. Lo hago porque requiere atención y me deja menos margen para pensar en otras cosas y eso es lo que ahora necesito.

 

Cuando llego a casa me llevo una sorpresa al comprobar que mi padre se encuentra allí. Nunca se ha quedado dos días seguidos a comer, aunque ayer fui yo el que no estuvo, pues me salté el almuerzo. Prepara arroz blanco y huevos fritos. Lo cierto es que, para ser una de las pocas veces que guisa, podía haberse lucido más, pero por lo menos, se acuerda de que tiene un hijo. Nos sentamos en la mesa de la cocina —la del comedor se queda demasiado grande para nosotros dos— el uno frente al otro. Al principio, sólo se oye el sonido de los cubiertos y el zumbar del frigorífico.

Resulta bastante incómodo estar tan cerca de una persona y a la vez sentirla tan distante, tanto como para que no haya un solo tema de conversación. Creo que prefiero las ocasiones en las que no se encuentra presente; al menos, conmigo mismo hablo sin problemas y las comidas no resultan tan violentas.

Me doy cuenta de que apenas conozco a mi padre; no tengo ni idea sobre qué dialogar. Ya no sé qué tenemos en común; ignoro qué nos une. Bueno, sí, hay una cosa: la memoria de mi madre. Pero no es el tema más apropiado. Qué ironía, lo único sobre lo que coincidiríamos y acerca de lo cual podríamos conversar durante horas, está totalmente prohibido.

Pienso con rapidez. Quizá le siga gustando el ciclismo, pero qué decir: ‘¿Te acuerdas que antes montábamos juntos en bici?’ ‘Sí, justo en el momento en el que sucedió el accidente estábamos perdidos en el monte.’ No, eso tampoco vale.

¿Debería interesarme por su trabajo? Respecto a eso sí que le gustaría hablar, ya que se pasa la mayor parte de su vida en él, pero ¿y yo? ¿Quiero sacar a colación el hospital, ese lugar a varios kilómetros de casa en el que se refugia y que utiliza para apartarse de mí, para tener una excusa por la que no verme? No, creo que no me apetece mucho.

¿Y el tema de su familia? Mi padre no es de Galicia, sino de Madrid. Allí fue donde conoció a mi madre. Él estaba estudiando medicina y ella fue a la capital a pasar unos días con una amiga suya de la infancia que asistía a clase en la misma facultad que mi padre, con el que se entendía bastante bien. Y esa amiga común fue quien los presentó. Los cuatro días que duró su viaje fueron suficientes para que cayeran perdidamente enamorados el uno del otro. En cuanto acabó la carrera, corrió a Galicia para estar con ella. Cambió la gran ciudad y las múltiples posibilidades que ésta le ofrecía por una aldea en la que ni siquiera había instituto. Por eso, todas las mañanas me veo obligado a coger mi bici y desplazarme a otro pueblo cercano. Me llevaba él en coche, pero eso fue antes de que un muro invisible creciera entre nosotros.

Su familia se quedó en Madrid y, de vez en cuando, íbamos a visitarlos, aunque no con demasiada frecuencia. De hecho, tengo un primo a punto de cumplir dos años y todavía no lo he visto, exceptuando unas fotos de recién nacido que nos envió mi tía por correo. Me pregunto si mantendrá el contacto con ellos. Lo dudo.

Con celeridad busco otros temas, mientras mastico con la mirada fija en el plato para no tener que enfrentarme a la imagen de mi padre, tan distinta de la de antes. Hasta hace poco tiempo, era un hombre que se preocupaba por cuidar su cuerpo, manteniéndolo en forma. Me inculcó la importancia de la actividad física para gozar de una buena salud. Yo lo aprendí a la perfección: salgo con la bici y por las mañanas, antes de ir al instituto, realizo mis series de ejercicios para trabajar los músculos. Pero él lo ha olvidado. Se me antoja demasiado delgado debido al exceso de trabajo, la mala alimentación y el dolor por la pérdida. Su espalda se ha encorvado. Parece que quisiera esconderse del mundo encogiéndose sobre sí mismo. Sus bíceps, los que yo pretendía igualar, han desaparecido. Bueno, eso me ha ayudado a conseguir el sueño de niño de que mis brazos tuvieran mayor grosor que los suyos. Aunque no lo puedo considerar un gran mérito porque, en definitiva, él es ahora una pobre caricatura del hombre que yo admiraba. Soy consciente de lo viejo que aparenta ser: las ojeras, las arrugas de su frente, el pelo que comienza a clarear... Me rebelo ante su aspecto. Los padres de mis compañeros muestran algunos de estos signos, pero él tiene unos cuantos años menos. Nada más acabar la carrera, se casó con mi madre y, apenas diez meses después, vine yo al mundo. Tenía los padres más jóvenes de toda la clase, pero nadie lo diría viendo al hombre que ahora se sienta frente a mí.

Levanta sus huidizos ojos del arroz y me sorprende observándole. Añado a mi lista de cosas que han cambiado el hecho de que ahora luce una barba desaliñada de al menos tres o cuatro días, cuando antes se la afeitaba cada mañana porque, si no, mi madre no le permitía besarla, alegando que pinchaba.

Imagino que el gesto de mi rostro en este momento no dice precisamente ‘te quiero’ o ‘me alegro de que comas conmigo’ o ‘qué rico lo que has preparado’, cosas que, por cierto, podría haberle dicho. Trato de cambiar mi expresión y poner una sonrisa, pero me sale una mueca extraña que quizá sea peor que la cara que tenía antes.

 —Qué tiempo más lluvioso, ¿verdad? –comenta, evitando que sus ojos se crucen con los míos, mientras se concentra en la ventana en la que van impactando las gotas de agua.

Hasta este instante no me había percatado de que fuera estaba lloviendo.

¡El tiempo! ¿Cómo no se me ha ocurrido antes este tema tan socorrido y fácil? Por fuerza, los dos tendríamos que estar de acuerdo respecto a esto.

 —Sí, muy lluvioso –contesto.

 —Habrá mucho barro –observa.

 —Sí, lo habrá –vuelvo a darle la razón.

Menudo diálogo de besugos. Son las primeras palabras que nos dirigimos después del ‘hola’ con el que nos hemos saludado, las primeras después de haber discutido el otro día y de que él se marchara dolido.

Sonrío al recordar que esa noche conocí a Anaïs. Aunque ella me ha pedido que no vuelva, ya he decidido que el sábado me plantaré en la puerta de su casa dispuesto a esperar todo lo que haga falta hasta que se digne abrirme. Tenemos que hablar seriamente. ¿Sobre qué? Aún no lo he definido; creo que irá encaminado hacia lo que siento por ella. Pero ahora no es momento de pensar en esa conversación; mi prioridad es solucionar la que tengo entre manos.

 —¿Qué tal el instituto? –se interesa mi padre.

Parece que hoy sí tiene ganas de hablar, que a su manera, bastante pobre por cierto, intenta acercarse a mí y romper las barreras entre nosotros.

 —Bien. He estado algo despistado, pero he decidido empezar a esforzarme y subir las notas. Empiezo hoy –no es del todo mentira; no es del todo cierto.

 —Bien, bien. Eso está bien.

Me pregunto si de verdad se ha molestado en mirar los últimos boletines que he traído a casa o, simplemente los ha firmado como si fueran uno más de los informes que hace a cientos cada día en el trabajo. ¿Se ha dado cuenta de que este curso suspendo todo menos educación física? Los profesores están preocupados. Antes iba bien, aprobaba y mantenía unas calificaciones medias. Cierto que no destacaba por arriba, pero tampoco lo hacía por abajo, como ocurre ahora.

 —¿Y hay alguien especial? –inquiriere con la vista baja, como si se avergonzara de plantear esta cuestión.

Me atraganto con la comida. Comienzo a toser como un loco hasta que escupo un trozo de pan que había mojado en la yema del huevo.

 —¿Por qué lo preguntas? –digo tras beber agua.

Por el calor que noto, sé que tengo las orejas coloradas, aunque no podría decir si es por haber estado a punto de ahogarme o por el rumbo que está tomando el asunto.

 —Bueno —hace una pausa nada más empezar la frase. Sin duda no se encuentra cómodo. Ya somos dos —, ayer Pablo comentó algo. Dijo que no te habías ausentado porque estuvieras enfadado conmigo, sino que hay una chica por medio.

Lo examino durante unos segundos. No quiero contarle nada de Anaïs. Me da la sensación de que al mantenerla en secreto, esos ratos compartidos ganan en intimidad. Es como si por hablar de ella fuera a esfumarse en el aire. ¿No dicen que los deseos no hay que revelarlos porque, si lo haces, no se cumplen? Pues yo la deseo a ella.

Pienso qué podría decir para evitar el tema. Al fijarme en cómo juguetea con el arroz amontonándolo a un lado del plato con el tenedor, sé que está nervioso y tampoco va a insistir mucho para que se lo cuente.

 —¿De verdad quieres que hablemos de chicas? –le interrogo.

 —No, lo cierto es que no –contesta.

‘Perfecto porque yo tampoco.’

 —Me sentía en la obligación de hacerlo –se justifica.

‘Llevas un año desatendiendo tus obligaciones de padre. No te preocupes por dejar pasar una más’ –estoy tentado de decírselo en voz alta, pero al final me contengo, conformándome con gritarlo para mis adentros. Al menos, hoy intenta acortar las distancias. No es como para fastidiarlo ahora.

Bueno, es mi turno; él se ha interesado por el insti, ahora me toca a mí preguntar por su trabajo.

 —¿Sigues yendo al bosque? –se me adelanta.

 —Sí, ¿por qué?

 —No me parece buena idea que vayas solo. Ha ocurrido algo muy raro.

 —¿De qué hablas?

Ahora sí que me estoy interesando de verdad.

 —Me ha comentado un compañero que esta mañana temprano fue al monte. Le gusta pasear por él cuando ha llovido. El olor a mojado le relaja. Así que, antes de ir al trabajo, se ha pasado por allí y lo que se ha encontrado es de todo menos relajante.

 —¿Qué se ha encontrado? –lo apremio en cuanto él hace una pausa.

 —Bueno, estaba muy alterado, así que no creo que haya que tomarse muy en serio todo lo que ha dicho, ya sabes que la mente...

 —Sí, sí, lo sé –en realidad no lo sé, pero lo detengo antes de que empiece a irse por las ramas, dándome una lección de medicina —. ¿Qué es lo que ha dicho?

 —Pues que ha visto árboles, de por lo menos medio metro de diámetro, partidos por la mitad, destrozados. En la corteza se pueden ver marcas de garras.

Me estremezco al contrastar la similitud con mi sueño. Las palabras de mi padre ilustran perfectamente las imágenes que he visto esta noche.

 —Pero eso no es lo peor –continúa —. Animales muertos.

 —¿Animales muertos?

 —Por todas partes, desgarrados. La zona estaba llena de sangre.

Trago saliva; la sangre también aparecía en mi sueño.

 —No sabe qué ha podido causar tal destrucción. Cree que quizá se trate de una fiera de gran tamaño y muy violenta, pero es raro; nunca antes habíamos tenido noticias de una criatura de estas características en el bosque.

Recuerdo la noche en la que conocí a Anaïs, aquella en la que creí ser atacado por un bicharraco enorme. Me había convencido de que fue una invención; ya no estoy tan seguro.

 —Quizá no debería habértelo contado; te has puesto pálido –observa mi padre—. Pero es importante que lo sepas. Sé que frecuentas el lugar.

 —Gracias, no pasa nada.

 —Yo sólo quería decírtelo para que tuvieras cuidado. De todas formas, esto ha sucedido lejos de donde tú acostumbras a ir.

Asiento con la cabeza. Pienso en Anaïs, sola en casa.

Me levanto de la mesa sin haber terminado.

 —No tengo más hambre; me voy a mi cuarto –anuncio.

Cambio de planes. No esperaré al sábado. Voy a ir a verla ahora mismo.

Subo la escalera. Entonces suena el teléfono. Mi padre lo coge.

 —¡David! –me llama —. Es Pablo.

Me apresuro a llegar a mi habitación y utilizar el terminal que reposa sobre mi escritorio para contestar.

 —Hola, tío –saludo.

 —¿Qué tal lo llevas? –se interesa mi amigo.

 —¿El qué?

 —¿Qué va a ser? El examen de matemáticas de mañana. Como suspenda, mi madre me mata. Ha amenazado con quitarme la consola. No puede hacerme eso. Tienes que ayudarme.

Vaya, lo había olvidado, pero ahora no quiero estudiar. Sólo deseo ver a Anaïs.

—¿Yo? Creo que soy el menos indicado.

—¿Qué dices? Si tú lo pillas genial.

—Sí, pero el no haberle echado ni siquiera un vistazo dificulta un pelín que pueda explicarte de qué va.

—Bueno, pues así lo estudiamos juntos.

—No sé...

—Oh, vamos, no me hagas esto. ¿No lo has oído? Como catee me quitan la Play. ¡Me quieren quitar mi vida! ¿Crees que podría considerarse asesinato?

—Lo dudo. Teniendo en cuenta que...

—No te desvíes del tema –me interrumpe—. Me urge ayuda y puesto que eres el único tío de clase dispuesto a quedar conmigo, te toca arrimar el hombro.

—Tendrías más amigos si...

—No necesito un psicoanálisis –vuelve a interrumpirme—, sino un cerebrito que me ayude en mates.

—Tú nunca colaboras, ¿por qué tendría yo que acudir en tu rescate? –inquiero utilizando su frío razonamiento.

—Porque tú no eres como yo. Siempre que puedes, echas una mano. Tú sí crees en la amistad y por eso sé que no me vas a dejar colgado. Además, también necesitas estudiarlo.

 —Verás, es que ahora estoy ocupado.

 —¿Haciendo qué? –pregunta. Está claro que no lo voy a convencer fácilmente.

 —Eh... cosas.

 —¿No estarás pensando en ir a verla?

 —No, no, que va –miento.

 —Tío, si quieres imitarme, tendrás que hacerlo mejor. No sabes mentir. ¿Qué parte de ‘no quiero volver a verte’ no entendiste?

 —La parte en la que me planto delante de su puerta y, por pura pesadez, me deja pasar.

 —O a lo mejor sale su padre y te manda por ahí –aventura él.

No le he contado que Anaïs vive sola. Tampoco pienso hacerlo ahora.

 —Creo que su padre no será problema –contesto.

 —Me da igual. No puedes ir y se acabó –me prohíbe enfadado.

 —No entiendo qué tienes contra ella.

 —Te lo advertí y no iba en broma: las chicas son lo peor. No hacen más que romper viejas amistades entre los chicos.

Así que se trata de eso. Está celoso, pero no de mí, sino de ella. Tiene miedo de que le robe a la única persona que lo aguanta. Quizá todo su rollo de ir de chulo y pasar de los demás sea sólo fachada. Tal vez sí que requiera un poco de afecto de vez en cuando.

 —Oh, vamos. Eso no va a pasar entre nosotros –le aseguro.

 —¡Te digo yo que sí! Como vayas a verla, dejamos de ser colegas para siempre. Ya me has oído. Como no vengas en veinte minutos a mi casa para que me expliques la mierda ésta, te buscas a otro mejor amigo, porque de éste te puedes ir olvidando. ¿Entendido? O tu roba—cerebros de otra galaxia o yo.

Y cuelga. Me quedo estupefacto mirando el teléfono. Se le han cruzado todos los cables. ¿De verdad cree que vamos a dejar de ser amigos? Intento evocar alguna ocasión en la que nos hayamos enfadado. No encuentro ninguna. Y no me apetece que ésta sea la primera vez. Suspiro. Bueno, ella ya se ha enojado conmigo. Por lo menos puedo tener contento a Pablo.

Salgo de mi casa y me dirijo hacia la suya. Si se nos da bien y avanzamos rápido, quizá consiga ir a verla después. Así que me esfuerzo por ir progresando con presteza. Pero Pablo, no sé si a propósito o de puro zoquete que es, asimila más lento que un caracol. ¿Cómo ha llegado este tío a cuarto?

Cuando acabamos, el ocaso cubre el cielo con sus colores. Estoy tan cansado que sólo de pensar en el largo paseo en bici se me quitan las ganas. Me doy por vencido; Pablo se ha salido con la suya. Pero me prometo que mañana me las apañaré como sea para estar con ella.

Ceno con mi padre que, por segunda noche consecutiva, se queda en casa. Quizá escaparse de vez en cuando no sea tan mala idea. Mientras comemos, hablamos de temas insustanciales. Deberíamos sostener conversaciones más serias, de esas que sólo mantendrían un padre y un hijo. Pero, por ahora, seguimos hablando como si fuésemos dos extraños que acaban de conocerse. Como si después de años, te encontraras con un compañero de la infancia, del que hace tiempo que no sabes nada y te das cuenta de que no estás seguro de si vuestros gustos, aficiones… siguen siendo los mismos. Así que, acabas charlando superficialmente sin tocar ningún tema personal ni dar tu opinión sobre nada por miedo a equivocarte y llenando con sonrisas huecas esos espacios de silencio incómodo. Sí, así es nuestro diálogo, pero por lo menos nos hablamos, lo cual ya es un avance.

Al terminar, lavamos los platos como en aquellos tiempos en los que éramos una familia de verdad. Él los enjuaga y me los pasa para que los coloque en el lavavajillas. Es divertido jugar a volver a ser un niño, cuando entre mi padre y yo no se abría un enorme abismo. Al pasarme el último cubierto, me mira y sonríe. La primera vez que lo hace desde que murió mamá. Por unos segundos, parece que su mirada recupera el brillo que tenía por aquel entonces; resurgen los ojos de mi verdadero padre. Pero rápidamente, se apagan y se muestran viejos y marchitos. Baja la cabeza.

 —Estoy cansado; voy a acostarme –acierta a murmurar antes de desaparecer tras la puerta.

Sé lo que ha pasado: mis ojos azules le han recordado a mi madre. Le doy un puñetazo al frigorífico. Tengo que dejar de descargar mi ira con el mobiliario; sólo consigo hacerme daño. Pero ahora estoy enfadado y repito el golpe. Damos un paso hacia delante y dos hacia atrás; así no llegaremos a ninguna parte. 

Yo también salgo de la cocina. Me quedo de pie en el centro del salón sin saber bien qué hacer. Una ráfaga de aire me golpea la nuca. Me giro. La puerta, que he dejado entornada, se balancea ligeramente como si alguien la hubiera empujado. Me acerco despacio, sintiendo cómo el latido de mi corazón me martillea fuerte en las sienes.

Me sitúo junto a ella. La abro con cautela, hasta que choca contra la pared y puedo ver la estancia en su totalidad. Está vacía. Nos hemos dejado una ventana abierta. No recuerdo que durante la cena lo estuviera, pero así debe haber sido. Y esta ventana es la culpable de la corriente fría que he sentido y de la oscilación de la puerta. Tras aspirar el aire fresco del exterior, la cierro, bajando el cristal.

Regreso al salón. Oigo cómo mi padre se lava los dientes. Luego se ducha. Por último, deduzco que se ha metido en la cama cuando la casa vuelve a quedarse en silencio, como si yo fuera de nuevo el único que la habita.

Me siento en el sofá y pongo la tele con el volumen bajo. Cambio de canal reiteradas veces. A estas horas no hay nada de calidad.

A los pocos minutos, me quedo dormido, mecido por los disparos y gritos procedentes de la película cuyo argumento no llego a conocer del todo. Creo que se trataba de un robo.

Corazón de sombras
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