Capítulo 4. El fruto prohibido.
~El muchacho de los ojos azules~
Dejo que el agua fría empape mi cuerpo. Sí, tengo esa costumbre; me ayuda a despejar la mente. Me demoro más de lo necesario en la ducha.
Es miércoles. Solamente han pasado cuarenta y ocho horas desde que vi por última vez a Anaïs, pero mi sensación es que ha transcurrido un lapso de tiempo mucho más prolongado. Dos días en los que mi padre ni siquiera ha aparecido por casa.
No soportaré una mañana más de académica monotonía, no ahora que dispongo de la oportunidad de escapar de ella. Antes, las clases ya eran aburridas, pero como no tenía nada que hacer cuando terminaban, incluso estaba a gusto en el instituto, rodeado de gente que me hacía sentir un poco acompañado. En realidad, cada uno va a su rollo. Simulan escucharte, aunque se dedican a pensar exclusivamente en sus cosas.
Pero eso ha cambiado. Me doy cuenta de que tengo ganas de verla porque por fin hay algo en mi insulsa existencia que es diferente, interesante. Albergaba la certeza de que mis días eran una repetición, con ligeras variaciones, de la jornada anterior. Sin embargo, con Anaïs nunca puedo anticipar lo que sucederá. Esa chica es un misterio.
Tomo una decisión. Ya que la vida me ha ayudado a romper la rutina, ahora yo le ayudo a ella. Sé que no pasarán ni cinco minutos antes de que mi padre sea informado de que he faltado a clase sin justificación, pero no estoy seguro de que vaya a importarle.
No lo había hecho antes. Es una sensación estimulante saber que, mientras yo pedaleo con la bici, mis compañeros están soportando las mismas tediosas explicaciones de todas las mañanas y que, quizá, Pablo se pregunte, sorprendido, dónde o qué estaré haciendo.
Avanzo con rapidez y cierto nerviosismo, intentando llegar lo antes posible. Nunca el camino se me había hecho tan largo. Al arribar al claro del bosque, me paro en seco. Continúa reinando esa atmósfera de amenaza y falta de vida. No recuerdo haber tenido nunca esa percepción cuando visitaba a mis abuelos. Es como si yo no debiera estar aquí, como si fuera antinatural. En cierto modo, así es, pues el instinto sigue pidiéndome a gritos que me marche, que no entre en esa casa, pero, como en estos últimos días acostumbro a hacer, lo ignoro.
Llamo a la puerta. Al igual que la otra vez, Anaïs me abre ocultándose tras ella como si temiera algo. El interior permanece igual de oscuro, aunque en esta ocasión, las velas se encuentran ya encendidas. Cuando se cierra el portón, veo desaparecer la franja de luz que antes se colaba. Miro las ventanas tapadas con gruesas telas negras y entonces lo comprendo: lo que Anaïs teme es que entren los rayos del sol.
—¿Tienes algún problema con la luz? –inquiero mientras me dirijo hacia el sofá, en el que me siento para relajar mis piernas; necesitan reposar un poco tras el rápido pedaleo al que las he sometido. No espero invitación para hacerlo; me he sentado aquí tantas veces que me cuesta recordar que ésta ya no es mi casa.
—Además de hablar con poca educación, ¿no os saludáis en este lugar? –me contesta ella, eludiendo mi cuestión.
—Perdóname –me disculpo—. Hola.
—Eso está mejor –dice, mientras se sitúa en un sillón cercano. Permanece con la espalda bien derecha.
Hay suficiente espacio en el sofá como para que nos sentemos los dos, pero, como siempre, prefiere guardar las distancias.
—Ahora te toca a ti –le indico.
—Hola –me saluda.
—¿Tú tampoco vas a clase? –indago, olvidándome de mi pregunta inicial.
—¿Clase? –duda, como si la palabra le sonara, pero no acabara de ubicarla. Quizá todavía no conoce bien nuestro idioma, así que procuro ayudarle.
—Ya sabes, un sitio en el que hay unos profesores que te enseñan cosas que se suponen que son interesantes o que te van a servir en un futuro.
—Sí. Ya sé lo que es ir a clase –dice, contenta por acordarse al fin —. Pero en mi caso, eran los profesores los que venían a enseñarme a casa.
—Bueno, aquí también se dan situaciones de esas, pero sólo lo hace la gente rica. Los demás, vamos al instituto con chicos y chicas de nuestra edad.
—Suena interesante. Yo sólo me relacionaba con otros jóvenes cuando iba al teatro, bailes y actos sociales por el estilo.
Intento imaginarme la vida de Anaïs. Sus padres deben tener mucho dinero, personas refinadas que enseñan a sus hijos a tratar con respeto y educación a todo el mundo. Comienzo a entender su chocante forma de hablar, de vestir y de comportarse, al igual que el hecho de que haya elegido esta casa que, por lo espaciosa que es y su estilo clásico, le recordará a la suya.
—¿Y tus padres? ¿Dónde están? –curioseo.
—Murieron hace tiempo –contesta.
—Lo siento.
—No hay nada que sentir. La vida no puede detenerse. La posibilidad de morir es un gran lujo.
—¿Lujo? –cuestiono sorprendido.
—Sí. Figúrate lo que sería vivir eternamente –lo dice con gran pesar, como si ella pudiera imaginarlo—. Lo que torna interesante a la vida es que puede perderse en cualquier momento. Esto hace que los humanos la vivan con intensidad, que luchen por ella.
Recapacito unos instantes sobre sus palabras.
—Bueno, tal vez tengas razón. Quizá acabara siendo aburrido. Quizá el peso de la soledad terminara aplastándote, aunque la cosa cambiaría si tuvieras alguien con quién compartirla.
—Sí, pero yo no cuento con nadie.
—Ahora me tienes a mí –afirmo y alargo mi mano para coger la suya.
Noto la frialdad de su piel.
—Estás helada – señalo.
Me doy cuenta de que en toda la casa reina una baja temperatura.
—Encenderé la chimenea –anuncio.
Antes de que diga nada, me levanto y salgo fuera por una puerta trasera. Parpadeo cuando mis ojos, acostumbrados al tenue resplandor de las velas, son atacados por la luminosidad del exterior.
En un lateral de la casa, hay un corral con gallinas y cabras. Al lado, se encuentra el almacén de leña. Al pasar por delante del redil, me sorprende no percibir el fuerte olor a animal. Me acerco. Descubro que está vacío. Es normal que Anaïs prefiera comprar la comida a tener que encargarse de una tarea tan desagradable.
Ahora creo comprenderla, saber qué le mueve a actuar. Yo sólo he perdido a mi madre, pero ella ha perdido a sus dos padres. Eso explica que se haya marchado de su país, donde los recuerdos serían demasiado dolorosos; que vista siempre de negro; las imágenes de sus pinturas, todas trágicas; que su nombre le traiga malos recuerdos... Lo explica todo... o eso es lo que yo quiero creer para justificar así su comportamiento.
No me parece justo que alguien tan joven tenga que sufrir tanto. Se halla completamente sola.
Cojo varios troncos y los coloco en la chimenea, tal y como mi abuelo me enseñó. Deben estar en contacto para que el fuego se transmita, pero dejando huecos entre unos y otros que permitan circular el oxígeno en cantidad suficiente para una buena combustión. Enciendo una cerilla; con ella una piña y la introduzco entre los palos. Las primeras llamas comienzan a calentar la habitación y contribuyen también a iluminarla, dotando a los objetos de sombras bailarinas.
—¿Mejor? –le pregunto a Anaïs, que sigue sentada en su sillón.
Vuelvo a tocar su mano. Continúa gélida. Me siento a su lado y la abrazo, en un acto totalmente improvisado, sin pararme a pensar en que apenas nos conocemos, en que no tenemos esa confianza. Sólo me mueve mi afán de acabar con su frío, de darle mi calor.
Dos sensaciones contradictorias se adueñan de mí. Una, muy agradable, como si toda mi vida hubiera esperado tenerla entre mis brazos y no quisiera soltarla. Deseo poder detener el tiempo para que este instante dure eternamente. Pero otra sensación muy distinta lucha contra la primera y me empuja a apartarme de ella, a estar lo más lejos posible. Igual que si pretendiera aferrarme a una espada ardiendo; lo inteligente sería alejarse. Quizá yo no lo sea, porque no lo hago. En vez de eso, la abrazo con renovado ímpetu.
Ella se encarga de poner fin a mi dilema interior. Se levanta, liberándose de mi caricia.
—Casi lo olvidaba. El último día me trajiste un regalo. Ahora quiero devolverte el detalle. Tengo algo para ti –me anuncia sin mirarme, dándome la espalda. Me pregunto si la habré ofendido.
Se aleja con su andar pausado y elegante. Tras verla doblar la esquina para internarse en un pasillo, me quedo solo en el salón. Observo el fuego crepitando en el hogar.
~La prisionera de las sombras~
Hasta que no llego a la habitación de mis cuadros no me detengo. Cierro la puerta tras de mí. Ni siquiera el olor a pintura puede disimular el suyo, el olor a vida y sangre caliente, de humano. El olor de David. Todas las noches abro las ventanas de par en par esperando que el aire se lo lleve, pero el aroma persiste. Es como si se empeñara en esconderse entre mis cabellos, como si se pegara a las paredes, como si no quisiera marcharse. Pero ni comparación a cuando él está realmente presente: su fragancia lo llena todo.
Los humanos tienen un olor muy intenso, delicioso, que hace removerse al monstruo que habita en mí y que pretendo controlar, tarea que la cercanía de David dificulta sobremanera. Aunque soy más fuerte de lo que pensaba. Si no, no podría haber resistido el último día, aquél en el que el murciélago que revolotea a sus anchas por mi mansión le mordió, haciendo manar su sangre.
Me apoyo contra una pared. Dejo de ‘respirar’, intentando no percibir su olor. Sólo ‘respiro’ cuando lo tengo delante. La primera vez que nos encontramos, me di cuenta de que, de alguna manera, me confundía con un débil humano. Eso era lo que yo buscaba; integrarme en su mundo, pasar por uno de ellos. Todavía no me sentía preparada, quería dejar correr unos años más, pero él me dio la oportunidad y si descubría que era diferente, no podría haberlo dejado marchar. Desvelaría mi secreto, así que opté por fingir. Obligué a mis pulmones a coger y soltar aire, a recordar cómo lo hacían cuando aún estaba viva.
La primera vez que nos encontramos... Me lancé sobre él en el bosque. Estuve a punto de matarlo, de volver a ser una asesina. Mi instinto estaba demasiado desbocado; no conseguía dominarlo. Pero en ese momento, la luna iluminó su rostro y me detuvo. Su cara me evocó algo que yacía oculto entre mis recuerdos más borrosos, pero lo suficientemente fuerte como para hacer que mi parte racional emergiera de las sombras, salvándole la vida. Sin embargo, no fui capaz de saber qué era. Desde entonces, lo he buscado en sus rasgos, pero, sea lo que sea, no sale a la luz. Quizá fueron sus facciones humanas las que me hicieron acordarme de mi propósito de no matar a ninguno de ellos, me dije esa noche. Pero en el fondo, sabía que no era esa la razón.
Tras perdonarle la vida, lo llevé a mi casa porque estaba inconsciente y no pretendía que le pasara nada malo. ¡No sólo no quería matarlo, sino que además deseaba velar por su seguridad! Inaudito. Y él me confundió con una chica normal. Le seguí el juego porque no debía sospechar nada. Fue fácil, las personas son más ingenuas de lo que recordaba. Ni siquiera desconfió al ver el color rojo sangre de mis ojos. Debería haber bastado una mirada para darse cuenta de que no era natural. Pero no sospechó y se marchó. Y yo me felicité por haber superado la prueba.
No esperaba que volviera y, mucho menos, que me ofreciera su amistad. Absurdo, como si un conejo le abriera su corazón a un lobo. Pero más absurdo todavía es que el lobo anhele la amistad del conejo, que desee fingir ser un herbívoro de orejas largas para poder continuar junto a su amigo, que no le importe la tortura que supone para él permanecer cerca del pequeño mamífero que, con su olor, despierta sus instintos asesinos. El lobo prefiere pasar esos malos ratos, en los que no puede dejar de luchar consigo mismo, a no volver a estar junto al conejo. Una historia tan descabellada, que va contra las leyes naturales y, sin embargo, real.
El conejo acaba de abrazar al lobo. Y a mí me ha gustado sentir su calor alrededor de mi cuerpo, que por primera vez, no me ha traído a la mente el fluido rojo que corre por sus venas otorgándole esa temperatura. He deseado que él se quede así para siempre, rodeándome con sus brazos, que si quisiera, podría romper como si de finas ramitas se tratara, pero que, no obstante, me parecieron capaces de protegerme. ¿Protegerme? ¿De qué? No hay nada que pueda hacerme daño. Quizá me protegieran de mí misma.
Pero eso no puede ser. No está bien que me abrace y tampoco que yo disfrute de que lo haga. Por eso me he alejado de él.
Me pongo en movimiento; David me espera.
Recorro la habitación. Me detengo ante un retrato. Es el primero que pinto. Y no sólo es ese el detalle que lo hace especial, sino su luminosidad. Observo a mi alrededor; sólo veo sombras. Desde que nací a mi segunda vida, todo ha sido tenebroso y eso es lo que mi pintura ha reflejado. Hasta ahora. Una luz se está abriendo paso hacia mí, llegando a mi corazón muerto.
Vuelvo a observar el lienzo. David me devuelve la mirada con sus ojos azules. Mi memoria de vampiro es prodigiosa; registra cada detalle de lo que ve, oye, huele o palpa. No he necesitado que pose para mí; sus rasgos ya han quedado grabados en mi mente. En el cuadro muestra esa vacilante sonrisa suya y su rostro está iluminado por el pálido reflejo de la luna, como la primera vez que lo vi. Deslizo la mano por la tela como si pudiese acariciar su cara.
‘No puedes, Anaïs, no puedes’ –me digo—. ‘No puedes enamorarte del conejo’.
~El muchacho de los ojos azules~
Regresa enseguida. Apenas han transcurrido unos segundos. Ha colocado sus manos a la espalda para que no vea lo que transporta. Deseo que retorne, que ocupe su lugar en el sillón, en el que yo continúo esperándola y sentir de nuevo el contacto de su piel. Pero ella mantiene la distancia y, esta vez, se sienta en el sofá, quedando frente al fuego cuyo palpitar se refleja en su nívea tez. Es hermosa, sí, sin duda. Sus rasgos son afilados, de barbilla estrecha y pómulos marcados. Sus labios, pequeños y gruesos, de tonalidad intensa, aportan el único toque de color a su rostro. Pero lo más llamativo de su cara son esos ojos negros que parecen no tener fin y que brillan como las estrellas. Siempre que me pierdo en ellos noto cierto mareo; es como si a través de su mirada pudiera contemplar toda la eternidad. Y también está esa sensación de temor que experimento cada vez que se clavan en mí. Pero, aun así, me encanta abandonarme en ellos.
—Vamos, dime ya qué es lo que ocultas –la apremio mientras me ladeo, procurando ver lo que hay tras su espalda y obligarme así a dejar de mirarla.
—Intenta adivinarlo –me contesta con una sonrisa juguetona.
—Pues ni idea –digo. Es la pura verdad. No sé qué puedo esperar de alguien como ella.
—Te voy a dar lo mismo que tú me trajiste.
—¿Me has hecho rosquillas? –pregunto sorprendido. Esperaba algo más original de su parte.
Se encoge de hombros de la misma manera que yo lo hago. Comprendo ahora cómo es capaz de aprender tan rápido a comportarse como una chica normal: me imita. Copia mi forma de hablar, mis gestos, mis muecas... dándoles luego su particular toque de elegancia y clase.
Alarga los brazos. Sostiene algo rectangular cubierto con una tela blanca. Lo cojo y lo destapo. Sí, son rosquillas, pero no como las mías. Lo que me ha entregado es un lienzo en el que se ven mis dulces colocados sobre un plato en una mesa, que identifico como la que hay en la cocina de mis abuelos. Realmente pinta bien; parece una foto más que un dibujo. Cada detalle tiene una precisión admirable. Estoy seguro de que hasta las vetas de la madera sobre la que reposa el plato se corresponden fielmente con la realidad.
—¿Te gusta? –se interesa.
—Por supuesto. Pintas de maravilla. Aunque esta obra no se asemeja en nada a las demás que vi.
—No –niega con una sonrisa —. Es muy diferente. Fíjate en la claridad que hay.
La contemplo. Sí, tiene razón. Sobre las rosquillas incide un haz de luz azulada y metálica.
—Pero no es el sol –observo.
—No. Lo dibujé de noche, dejando que la luna entrara por la ventana de la cocina.
—¿Y a qué se debe este cambio? –inquiero, recordando los cuadros oscuros con los que he tenido pesadillas.
Anaïs se mantiene en silencio, dudando si confesármelo o no.
—A ti –contesta al fin.
La miro sorprendido; no esperaba esta respuesta.
—¿A mí?
—Sí, David, a ti. De alguna forma, has iluminado mi oscuro mundo. Eres un naciente rayo de luz que se va abriendo paso entre las tinieblas. Gracias. Gracias por luchar contra las sombras y hacerlas retroceder, gracias por atreverte a llegar a mi interior, gracias por ofrecerme tu amistad, por ser un conejo tonto… Eres mi luz.
Lo suelta todo de carrerilla, sin detenerse a tomar aire, como si quisiera expulsar las palabras de su boca lo antes posible, sin tiempo para arrepentirse de pronunciarlas. Estoy seguro de que si le pido que me lo repita, no lo hará.
Permanezco sin saber qué decir. Nunca había conocido a nadie así. Anaïs es sincera, directa. Se ha expresado con una intensidad abrumadora, excepto lo del conejo tonto, que no entiendo a qué se refiere.
¿Qué responder ante tanta gratitud? ¿Que no me la merezco? Porque eso es lo que opino. ¿Yo su luz? Eso es imposible. Lo único que sé hacer es huir de las cosas desagradables o los problemas, pedaleando lejos con mi bici. Y aunque no comparto la idea que tiene de mí, sus palabras han hecho que se me acelere el corazón y que tenga aún más ganas de sentarme a su lado y abrazarla. No lo hago por miedo a que se marche otra vez, a que se aleje de mí. Me quedo quieto, sujetando el cuadro, sin saber cómo proceder. Estoy obligado a decir algo. Después de las cosas tan bonitas que ella me ha dedicado, no es una opción callarme, dejarlo correr y ya está. Me exprimo los sesos intentado encontrar alguna respuesta que esté a la altura de su declaración. Las palabras no quieren fluir.
—¿Qué puedo contestar? Me has dejado sin habla –revelo al fin, sin que se me haya ocurrido otra cosa mejor.
—Pues no digas nada –sentencia.
Quizá para Anaïs el silencio no sea tan incómodo como para mí. ¡Claro que tengo que decir algo!
—Ha sido una bonita metáfora –observo —. Aunque no me imagino siendo la luz de ninguna persona y mucho menos de alguien como tú, que brillas por ti misma.
—Yo no brillo –niega—. Contempla a tu alrededor; estamos prácticamente en penumbra.
—Sí. Es un camuflaje. Te vistes de negro y te rodeas de oscuridad para ocultar tu brillo, para intentar ahogarlo, porque si no, deslumbrarías a cualquiera.
—No sabes lo que dices –se opone. Parece enfadada —. Me rodeo de sombras porque es el único lugar en el que puedo vivir, porque son mi naturaleza. Si no lo ves es porque no quieres.
Su rostro no lo muestra, pero en sus ojos percibo tristeza.
—No quería enfadarte –me arrepiento —. Sólo intentaba hablar en plan poético, como lo has hecho tú. Veo que no se me ha dado demasiado bien.
—¿Qué era eso de ser un conejo tonto? –pregunto, pretendiendo cambiar de tema.
Sonríe. Sí, lo he conseguido, he hecho que vuelva a estar contenta.
—Algún día te lo explicaré –promete divertida —. O puede que no –añade.
Nos contemplamos en silencio con una sonrisa. Pero tras unos segundos, se pone seria. Desvía sus ojos.
—No me mires así –me pide.
—¿Así cómo? Te he mirado como hago con todo el mundo.
—No, no es cierto. No me mirabas como debe mirarse a alguien a quien acabas de conocer y de quien apenas sabes nada.
—Y tú me has dicho cosas que no se dicen a alguien a quien acabas de conocer y de quien apenas sabes nada.
—Tienes razón –concede—. No tendría que haberlo hecho; ha sido un error.
Se pone en pie.
—Lo mejor será que te vayas. Tú sí tienes una familia que te estará esperando –dice dándome la espalda. Noto cómo en la última frase remarca que yo sí y ella no, intentando dejar claro que somos diferentes.
Me acerco y le pongo una mano sobre el hombro.
—Anaïs, por favor...
—No, David; no está bien –me interrumpe apartándome la mano —. No deberías estar aquí.
—¿Te das cuenta de que es la tercera vez que me echas de tu casa, de tres veces que he venido? –interpelo en un susurro con el que pretendo que sea consciente del daño que me está haciendo, de que no deseo apartarme de su lado.
—Lo lamento; tal vez no debas volver nunca más.
—No, no digas eso. No sé qué he hecho mal, pero lo arreglaré, te lo prometo. No me apartes de ti, no para siempre –le suplico.
Ella continúa de espaldas. Aguardo a que se dé la vuelta, a que me mire. Pero no lo hace y sé que no lo hará. Ya me ha demostrado en otras ocasiones que puede aguantar sin moverse un buen rato.
Me doy por vencido. Con paso lento y la cabeza gacha, me dirijo hacia la puerta.
—David –me llama.
Me vuelvo rápidamente, esperanzado.
—Llévate el cuadro. Es un regalo –me indica.
El cuadro. Confiaba en que me dijera que me quedara, que volviera a observarme con sus ojos negros y su sonrisa traviesa, pero ella lo único que quiere es que me lleve el cuadro. Odio ese lienzo por darme falsas esperanzas. Aun así, decido quedármelo, porque es suyo. Sólo por eso, deseo conservarlo, tener algo de ella conmigo. Lo cojo y lo envuelvo con la tela blanca en la que Anaïs me lo ha entregado.
Me detengo con la mano en el pomo de la puerta.
—Quizá debieras saber que esta mansión en la que ahora vives tú, era la casa de mi familia. Como ves, está vacía. Hace tiempo que yo tampoco poseo una familia –le confieso antes de irme.
No sé por qué, pero me ha parecido importante que lo sepa.
Luego me marcho.
De camino al pueblo rememoro nuestra conversación, intentado ver dónde he metido la pata. Sus palabras resuenan con fuerza en mi cabeza: ‘Eres mi luz’. Pues no me ha servido de mucho porque me ha acabado echando igualmente. Entonces caigo en la cuenta de algo y su afirmación ya no se me antoja tan hermosa: teme a la luz, la evita por alguna razón que todavía desconozco y me ha comparado con ella. Eso explica que también se esconda de mí.
¿Por qué es todo tan complicado? La mayoría de las veces no termino de entender a qué se refiere. Ahora mismo, no sé si lo que me ha dicho es bueno o malo. Y cuando le dedico algo bonito con toda mi intención, ella se lo toma a mal y ya, si la miro de forma especial, monta en cólera. No, sin duda Anaïs no es una chica normal. Por eso me resulta tan difícil comprenderla y por eso precisamente quiero estar con ella; contradicciones de la vida.
Pero bueno, me ha hecho un regalo, pienso reparando en el cuadro envuelto. Y eso es algo positivo, ¿verdad? ¿O simplemente es una compensación por el detalle que yo había tenido con ella? Estoy hecho un lío. Y la sensación que tengo desde que Anaïs me ha pedido que me vaya y no regrese, no ayuda en nada. Es como si mi corazón se estuviera encogiendo sobre sí mismo, pretendiendo tornarse lo más pequeño posible, deseando desaparecer. ¿Por qué me siento tan mal? Al fin y al cabo, apenas nos conocemos; sólo la he visto tres veces. Toda mi vida ha transcurrido sin ella, así que puedo seguir viviendo sin su presencia. Es más, mucho mejor: no tendré que romperme la cabeza descifrando sus palabras, que aparentan decir mucho más de lo que dan a entender; soportar sus repentinos cambios de humor; ni ver la amenaza reflejada en sus ojos.
Sus ojos. He vuelto a meter la pata; ya casi me estaba convenciendo y voy y recuerdo sus ojos. Todos mis intentos de hacerme creer que es mejor que no volvamos a vernos, vuelan por los aires y otra vez experimento esa maldita impresión de que ya la echo de menos, de que ha transcurrido una eternidad desde que no la veo, de que quiero volver corriendo a su lado. Pero sé que si lo hiciera, no serviría de nada porque ni se dignaría a abrirme la puerta. Me lo ha dejado muy claro: no quiere que regrese a su hogar.
Llego a mi casa agotado, interiormente destrozado y con un revoltijo de emociones imposibles de ordenar.
Dejo caer la bici de cualquier manera.
Entro deseando tirarme en el sofá y enterrar la cara entre los cojines mientras la tele ahoga mis pensamientos con sus sonidos y parloteos del todo intranscendentes. Pero cuando abro la puerta, descubro que el sofá ya se encuentra ocupado y la tele puesta.
—¿Dónde estabas? –me pregunta Pablo.
—No necesito que hagas de padre –contesto de mal humor.
Cierro de un portazo, molesto porque la intimidad y soledad, en las que pensaba refugiarme, me han sido negadas. Subo a mi habitación. Deposito el cuadro con cuidado sobre mi escritorio. Pongo la música a todo volumen. Y tras quitarme las deportivas, sin desabrocharlas siquiera, me dejo caer sobre la cama.
Pablo no tarda ni un minuto en aparecer bajo el marco de la puerta.
—Tenemos que hablar –me dice levantando la voz para que lo escuche por encima de tanto jaleo.
—¿Es que ahora mantenemos una relación de pareja? –refunfuño escondiendo la cabeza entre las sábanas —. Lárgate.
Creo que se ha marchado cuando, súbitamente, la música que me martillea los tímpanos desaparece. Me destapo la cara. Veo a mi amigo sentado junto a mí. No; está claro que ha decidido no dejarme en paz.
—¿Qué quieres? –le demando de malos modos.
—Hablar.
—¿Luego te marcharás?
—Por supuesto.
—De acuerdo –concedo sentándome sobre la almohada.
Repara en el cuadro, todavía tapado con la tela blanca.
—¿Qué es esto? –curiosea alzándolo.
Se lo arrebato de un manotazo.
—Mejor no lo mires, no sea que desenmascares en él la clave para desvelar el misterio de un asesinato –replico sin enseñárselo.
—Puede que de un asesinato no, pero acabas de darme la pista que necesito para adivinar las respuestas a todas las preguntas: has estado en el bosque con la chica nueva y eso es suyo. ¿Lo has robado?
—¿Qué? Claro que no lo he robado. Me lo ha dado Anaïs.
—¿Anaïs? Así que ya tiene nombre.
Me callo molesto. He decidido no contarle nada más de ella a Pablo. Bueno, a partir de ahora así será: no pienso decirle ni una sola palabra.
—Me parece fatal –me regaña.
—¿El qué? ¿Que tenga nombre?
—No. Que hayas hecho pellas sin mí. Eso no se le hace a un amigo. Me has abandonado, teniendo que soportar las clases mientras tú ligoteabas con Anaïs. Ni siquiera me la has presentado.
—No estaba ligoteando –me apresuro a matizar.
—Entonces está aún peor que no me hayas llevado.
—He ido en bici. ¿Te sientes capaz de pedalear hasta la casa de mis abuelos?
—No, pero sí de echarle el guante al scooter de mi prima. Seguro que a Anaïs le hubiera molado un paseo en moto por el bosque. Solos ella y yo.
—Y luego me reprendes a mí por dejarte fuera de mis planes –le recuerdo golpeándolo con un cojín. Me molesta más de lo que hubiera imaginado que fantasee con una reunión romántica con ella.
—Oye, que tú no saques partido a tus oportunidades no significa que yo tenga que hacer lo mismo.
Aprovecha mi relajación para apoderarse del cuadro y echarle un vistazo. Su rostro muestra un gesto de decepción.
—Creía que pintaba imágenes siniestras –comenta—. Esto... en fin, está muy bien hecho, pero es una ñoñez.
—Pues a mí me gusta –rebato, recuperándolo.
—Vamos, confiésalo. Esa chica te ha hecho algo. Estás de un blandengue insoportable.
—O es que tú te has vuelto más cretino.
—Puede.
—¿Por qué estás aquí? –inquiero—. No es tu estilo preocuparte por los demás.
—En primer lugar, por descontado que no me preocupo por ti; es sólo que confiaba en que tendrías algo interesante que contar. Bueno, lo cierto es que supuse que estarías con ella y tenía la intención de conocerla. En segundo lugar, se lo he prometido a tu padre.
—¿Mi padre?
—Él sí que parecía muy preocupado. Al venir me lo encontré hecho un manojo de nervios. Nada más que lo llamaron del instituto, acudió a casa para comprobar que estabas bien y como no te encontró, se quedó esperando a que volvieras. Pensó que quizá fuera una travesura que nos traíamos entre manos tú y yo, pero cuando he llegado después de clase a preguntar por ti, se ha dado cuenta de que te has pasado todo el día por ahí completamente solo. ¿Y sabes qué? Se sentía fatal, creía que era culpa suya todo lo que te estaba pasando.
—¡Es que es culpa suya! ¡No le importo en absoluto! –estallo.
—¿Te repito que lleva toda la mañana esperándote? Le importas mucho más de lo que crees.
—Ah, ¿sí? Muy bien y ¿por qué no está aquí?
—Ha habido una urgencia en el hospital; era cuestión de vida o muerte y él es el mejor cirujano. Aun así no quería irse. Deseaba estar cuando regresaras. He tenido que convencerlo, asegurándole que yo te esperaría.
Guardamos silencio. No sé qué decir. Que mi padre se preocupe por mí es algo nuevo.
—Y puesto que le he hecho un favor a tu padre, tú podrías compensármelo avisándome la próxima vez que vayas a dejarte caer por la mansión del bosque, ¿vale?
—No creo que haya próxima vez.
—¿Por…?
—No quiere volver a verme.
—¿Por robarle un lienzo? –aventura Pablo.
—Lo cierto es que no sé bien por qué –confieso, rodeando mis rodillas con los brazos.
Me contempla unos instantes.
—Se te ve bastante abatido –anota.
Me encojo de hombros, como viene siendo mi gesto habitual. Sin duda, prefiero al Pablo que sólo se preocupa por él mismo y no hace comentarios sobre mi estado de ánimo. Ha elegido un mal día para ponerse caritativo.
—¿Cuántas veces te has visto con ella?
—Sólo tres –contesto.
Son realmente escasas, pero de alguna manera, verla se me antoja ya parte de mi vida.
—Vaya. Es muy poco para que te hayas enamorado.
—¿Qué? No estoy enamorado de... –me callo. ¿Es posible que me haya enamorado de Anaïs? No me lo había planteado hasta este momento—. ¿Por qué dices eso?
—Mírate: totalmente deprimido porque no quiere verte más. Pero si hasta te has saltado las clases para estar con ella.
No se me ocurre nada con lo que rebatir sus argumentos.
—¿Ves? Las chicas son criaturas de lo más perverso. Comprueba lo que hacen con nosotros –me señala con un dedo—. Lo peor que te puede pasar es enamorarte de una. Son verdaderos monstruos diseñados para robarnos el cerebro y luego disfrutar haciendo sufrir a sus pobres muñecos, cuya voluntad han anulado.
Me echo a reír.
—Sí, sí, tú ríete.
—¿Estás hablando de las chicas o de uno de los alienígenas de tus cómics?
—¡Es que las chicas son alienígenas! Ciertamente, no es posible que provengan del mismo planeta que nosotros.
—No dices más que tonterías.
—¡Oh, no! ¡Ya es demasiado tarde! ¡Te ha sorbido todo el coco! ¿Qué te está ordenando realizar con su control remoto? ¿Quiere que le pintes las uñas de los pies? ¿O prefiere que le peines el pelo?
Le doy un puñetazo amistoso en el brazo. No le he dado fuerte, pero él aprieta los labios para reprimir una queja.
—Pero si tú eres el primero –lo acuso.
—¿Yo?
—¿Quién era el que quería dar un paseo romántico por el bosque con ella? ¿Quién se queda embobado mirando cada vez que pasa a nuestro lado una chica en el instituto?
—¡Eh! No con todas, sólo con las que merecen la pena.
—Así que el sospechoso número uno reconoce el delito –comento triunfal.
—Sí, pero no confundas las cosas. Yo me deleito la vista. Hay gente que disfruta contemplando obras de arte en un museo; yo disfruto viendo esculturas móviles. Y sí, claro que me gustaría liarme con alguna de ellas, con cualquiera, da igual. Pero no sería nada más que eso: un lío. Algo pasajero que, antes de empezarlo, ya eres consciente de que se acabará. Y cuando termine, pues sin problemas, a otra cosa mariposa.
—Lo dices muy sobrado, como si fueras un experto en el tema, pero los dos sabemos que eso no te va a ocurrir; ninguna se fija en ti.
Mi amigo me lanza una mirada que indica claramente: “Esa matización sobraba”.
—Quizá sea porque dices cosas como éstas –añado.
Él decide ignorar mis últimos comentarios y continúa donde lo dejó.
—Pero estar enamorado es algo muy diferente. Si quieres a alguien le das el poder para hacerte daño. Por eso tú sufres por tu padre, porque por mucho que digas que no te importa, la cara de dolido que pones al hablar de él demuestra que sí lo quieres y eso te hace vulnerable. Ahí radica mi fuerza. Nadie puede herirme porque nadie me importa lo suficiente como para tener ese poder.
—Creo que tu actitud pasota se te está yendo de las manos. No me dirás que tu familia no te importa.
—¿Familia? ¿Te refieres a esas personas con las que estoy obligado a convivir hasta que sea mayor de edad?
Ansío pensar que está fingiendo, que lo que dice no es verdad, que su rostro indiferente, impasible ante lo que declara, es sólo una máscara, una más de las mentiras a las que tanto se está aficionando. Pero parece hablar en serio. Y ahora me da miedo preguntarle por nuestra amistad. Temo que con esa misma cara imperturbable me diga que sólo soy un chico con el que matar el tiempo en los recreos, con el que echar sus partidas a la Play. Alguien a quien no le importaría reemplazar en cualquier momento. Eso sí, si algún otro le ofreciera su amistad. Como sólo lo he hecho yo, pues se conforma conmigo. Y como cada vez dudo más de su respuesta, no formulo el interrogante. Porque él a mí sí me importa y, como ha dicho, eso le otorga la capacidad de hacerme daño. He entrado en un terreno peligroso. Para salir de él, retomo el tema principal, del que nos hemos desviado.
—¿Y por qué dices que estoy enamorado?
—Pues porque se te nota en la mirada.
Me acuerdo de Anaïs, de cuando me ha dicho que la miraba de una forma especial. Entonces no sabía a qué se refería, pero ahora me pregunto si Pablo y ella hacen alusión a lo mismo.
—¡Ahí está! –exclama mi amigo triunfal —. ¿A que estabas pensando en ella?
—No es cierto –miento.
—Pues claro que sí; has puesto la mirada.
—¿Qué mirada?
—¿Sinceramente? Mirada de gilipollas.
—¡Eh! Sin faltar.
—Vamos, admítelo: te ha sorbido el cerebro, que es mi forma de decir que estás
enamorado.
—Bueno, la verdad, es que eso ya no importa, porque, como te he dicho, no quiere volver a verme.
—¡Tanto mejor! –exclama contento.
Hago un gesto de contrariedad.
—Vale, vale, no me mates con los ojos. ¿Sabes? Me he desbloqueado un nuevo nivel del último videojuego. ¿Te hace si lo probamos?
—De acuerdo. Esta conversación me está poniendo de los nervios.
—Ok, pero con una condición –me advierte.
—¿Cuál?
—Que no te pongas a escribir poemas y, si lo haces, no me los enseñes.
El cojín con el que le he atacado antes, le impacta ahora en plena cara. Se aparta de mí, hinca su rodilla derecha en el suelo y se lleva las manos al corazón.
—¡Oh, Anaïs! Mi mundo se torna oscuro si tú no estás en él. El sol se apaga y el cielo se muestra negro como la boca de un lobo –exclama en un intento de sonar poético, aunque sin duda, su voz no fue creada para recitar versos de amor.
—No serías capaz de enamorar a nadie con eso –mascullo.
—¿Y qué tal esto? ¡Oh, Anaïs! Si tú eres un bote de pintura yo quiero ser el pincel que se introduce en él.
En esta ocasión es el libro de lectura que nos han mandado en clase de lengua lo que le lanzo, ya que lo tenía a mano. Por suerte, lo esquiva. Si no, estoy seguro de que le habría abierto una brecha. Se lo habría tenido bien merecido.
—Eres un salido –le insulto. Mis palabras no llegan a sus oídos, ahogadas por sus risotadas.
—Pero si yo sólo lo decía porque le gusta pintar –contesta. Sí me ha oído —. Ya sabes, mojar el pincel.... en la pintura.
Vuelve a reírse de sus propios chistes.
Los dos nos marchamos a casa de mi amigo. Su madre me ofrece una rica comida que saboreo con gusto. Hace tiempo que no como algo casero.
El resto de la tarde la paso con Pablo, hasta que suena el teléfono y resulta ser mi padre que ya ha regresado y pregunta por mí.
Abro la puerta. Dentro me espera él. Los dos nos quedamos observándonos sin saber bien qué decir. Recuerdo que la última vez que nos vimos acabamos discutiendo y que se marchó enfadado. Quizá debería arreglar esto, decir algo para disculparme. Tal vez con un abrazo bastaría o, a lo mejor, tendría que explicarle por qué he desaparecido esta mañana, hablar sobre cómo se ha estado comportando últimamente, sobre mamá y el dolor de su pérdida. Quizá, quizá, quizá…
Hay muchas cosas que podría decir, que debería hacer para arreglar nuestra situación, pero no hago nada. Él tampoco. Y aquí estamos, como dos estatuas, uno frente al otro, en silencio.
Me mira a los ojos por un momento. Puedo ver lo hundidos que están los suyos, rodeados por profundas ojeras que las gafas no pueden ocultar. Él baja rápidamente la cabeza, como si en mí hubiera visto algo que le molestara. ¿Qué pasa, ya no es capaz de mirarme a la cara? ¿Tan extraños nos hemos vuelto el uno para el otro? Pero entonces adivino lo que él ha visto: a su añorada esposa. Mis ojos son idénticos a los suyos. Leo el dolor en su rostro. Quisiera intentar consolarlo.
Recuerdo la imagen risueña de mi madre mientras imagino qué habría dicho ella. Pero no me viene su sonrisa, con la que dejaba ver todos sus dientes, sino otra muy distinta que los esconde apretando los labios: Anaïs. Me doy cuenta de que yo necesito tanto como mi padre ser consolado. Me pregunto si ahora mismo mostraré una expresión similar a la suya. Resulta irónico: los dos estamos en el mismo barco y ninguno puede ayudar al otro. Mi madre sí habría sabido cómo proceder, qué decir. Pero mi padre no es ella.
—No voy a cenar, no tengo hambre –anuncio.
Me doy la vuelta y me marcho a mi habitación.
Llamo a Maia, una compañera de clase y vecina del pueblo, buena amiga de la infancia, para informarme de los deberes y apuntes que me he perdido. Copio los ejercicios que han mandado. Ella se interesa por lo que me ha ocurrido esta mañana, a lo que respondo con una evasiva. Luego se ofrece a ayudarme con las tareas del instituto, pero rechazo su oferta amablemente; no me apetece estar con nadie ahora.
Cuando cuelgo, me quedo mirando el trozo de papel pintarrajeado en el que he apuntado los deberes. Éstos, junto a todos los que durante la semana no he hecho, suman ya una buena cantidad.
Acabo durmiéndome sobre el cuaderno de química con un boli en la mano y el flexo encendido. De todas formas, no iba a ser capaz de ponerme al día, así que...