Capítulo 1. Despertar.
Cerca de un pueblo perdido en Europa del Este, 1995.
~La prisionera de las sombras~
Oscuridad. A mi alrededor sólo hay oscuridad. Aquí estoy, sentada sobre el frío suelo de piedra, rodeada de lienzos esparcidos por la estancia en perfecto desorden. Los estrechos ventanucos permanecen ocultos tras unas gruesas cortinas negras. De todas formas, no necesito luz para ver, ya no. El polvo que cubre los cuadros, a modo de tenue neblina, no me impide apreciar sus colores: negro y rojo, penumbra y sangre, miedo y muerte. Eso es lo único que reflejan mis pinturas, lo único que hay en mi vida. ¿Vida? ¿Es posible hablar de vida para alguien cuyo corazón no late? Un corazón muerto, sumido en siniestras tinieblas. Un corazón de sombras...
Así es mi corazón desde aquella noche en mi lecho, cuando la existencia de la joven enferma acabó para dar comienzo la de una atroz criatura que se alimenta de sus semejantes, dejando a su paso un rastro de muerte. Eso soy yo. Mis recuerdos como humana se encuentran muy borrosos. Sólo algunos rostros desdibujados y nombres olvidados constituyen mi pasado.
Al despertar me notaba extraña, desorientada.
—Bienvenida otra vez al mundo –me saludó él.
Un gruñido salió de mi boca como respuesta. Me puse en pie. Me sentía fuerte, poseía vitalidad, una energía que jamás había tenido. Pero también notaba una necesidad imperiosa que me dominaba: estaba sedienta, muy sedienta. Me enseñó cómo calmar esa sed, una sed de sangre, de muerte.
Los primeros años transcurrieron sin preocupaciones. Él cuidaba de mí y yo seguía sus directrices. Viajábamos de un sitio a otro. Nos ocultábamos de día, ya fuera en bosques, cuevas o en casas de las que nos adueñábamos. Nos alimentábamos de noche. Yo disfrutaba de mi nueva condición, persiguiendo a mis víctimas, desgarrando sus gargantas, viendo el miedo en sus ojos, oyendo sus gritos, bebiendo su sangre... Y también disfrutaba de él; estaba conmigo, cazábamos juntos, me dejaba siempre las presas más tiernas y jugosas. Era mi guía entre las tinieblas.
Pero, con el tiempo, maduré; me convertí en un vampiro adulto y entonces recordé quién había sido, la cultura cristiana que me habían inculcado y me di cuenta del monstruo que era ahora. El falso amor que creía sentir se esfumó, ocupando su lugar el odio por haberme transformado en esa horrible criatura. Quise alejarme de él, dejar de comportarme como un animal y volver con mis padres. Pero hizo que me diera cuenta de la situación en la que me encontraba: para nosotros el tiempo no había pasado, sin embargo, mi familia debía haber muerto varios lustros atrás y, aunque estuviesen vivos, no me aceptarían entre ellos. Ahora era un engendro dejado de la mano de Dios. Me rechazarían, huirían de mí, me temerían igual que hacía el resto de la humanidad. Él era el único que podía comprenderme, que podía amarme, pues nosotros estábamos solos en este mundo.
Al ser consciente de que tenía razón, deseé poner fin a mi existencia, mas... ¿cómo se mata a alguien que ya no está vivo? Sólo se me ocurrió mostrarme al sol para que quemara mi cuerpo hasta convertirlo en polvo, pero era un proceso muy doloroso y se necesitaba mucha determinación para resistir sin correr al amparo de la oscuridad.
Lo intenté varias veces. La primera, nada más sentir que comenzaba a arder, me refugié de inmediato en las sombras, recuperándome de las heridas. Volví a realizar la misma operación días después. Nunca tuve el valor suficiente. Era increíble el instinto de supervivencia que todavía conservaba, considerando que ya había muerto. En la última ocasión aguanté más. Caí al suelo mientras veía cómo mi cuerpo se convertía en cenizas. Mis ojos se cegaron y quedé sumida en un mundo de profundo tormento, sabiendo que pronto desaparecería... Pero él me rescató. Se expuso a la luz para salvarme. Me cogió en sus brazos y me llevó a una zona segura. Según me dijo, permanecí una semana inconsciente. Fue lo más parecido a dormir desde que comencé mi actual vida.
Cuando desperté, mi organismo se había regenerado por completo. Él estaba indignado, sí, muy enfadado por mi comportamiento. Hizo notar lo desagradecida que era. Me había dado la vida eterna, me había convertido en la mujer más poderosa del mundo... Estos argumentos ya no me convencían. Pero entonces me dijo algo que me sobrecogió: me recordó la idea del Averno y el miedo que durante la infancia me habían transmitido mis padres, reapareció.
—¿Qué piensas que pasará si mueres? –me preguntó—. ¿Que unos ángeles te conducirán al paraíso en el que te esperan tus seres queridos?
Se rió.
—Allí ya no hay lugar para nosotros.
—¡Pero no es mi culpa! ¡Tú me hiciste lo que soy! –le chillé.
—¿Acaso le importa a alguien? El Dios en el que todavía crees, después de que te ha dado la espalda durante tantos años, es un Dios vengador, castigador, que no te perdonará todo el mal que has hecho. Te mandará directamente al Infierno.
Me estremecí al rememorar todo lo que me habían dicho cuando era humana.
—¿De verdad es tan horrible nuestra vida? –inquirió ahora con un tono conciliador, mientras acariciaba mi cara con ternura.
—No –contesté.
No volví a intentar poner fin a mis días. Odiaba lo que era, en lo que me había transformado, pero tenía miedo, un verdadero pánico a lo que me podría esperar más allá; porque, si nosotros éramos una pequeña parte del Infierno en la Tierra, ¿cómo sería el resto? No quería saberlo. Así que continúe con esa existencia de la que ya no disfrutaba, pero que aprendí a aceptar.
Yo deseaba tener un hogar de nuevo. Una vez más, me concedió aquello que anhelaba. Me condujo hasta el gigantesco castillo del que parecía conocer cada rincón y que me aseguró pertenecía a su familia desde hacía siglos. Lo cierto es que las altas torres y los largos pasillos ricamente adornados, se adaptaban perfectamente a su persona, que se deslizaba por los corredores como una sombra sigilosa. Se creía el rey del mundo y todo rey posee una imponente fortaleza en la que habitar.
Con los años, recordé lo mucho que disfrutaba con la pintura y volví a practicarla. La sociedad había evolucionado y ahora resultaba muy sencillo conseguir los materiales que necesitaba. Y no sólo eso: vestidos, joyas... Todo lo que quisiera, él me lo proporcionaba sin costarle ningún esfuerzo, demostrándome que no sólo sabía robar sangre.
Y aquí estoy, en mi alcoba, dedicada a mis cuadros que, debido a la rapidez con la que los realizo y a la cantidad de tiempo del que dispongo, son ya miles. En ellos reflejo mi vida, lo que siente mi corazón y éste es el resultado.
Me pongo en pie, me acerco al caballete, coloco un lienzo en blanco y comienzo a pintar. Quiero que esta obra sea diferente, luminosa. Desde que renací no he vuelto a ver la luz, así que retrocedo hasta mis recuerdos más antiguos. Trato de evocar mi ciudad, sus edificios de piedra, sus gentes y sus calles rebosantes de vida. No lo consigo; apenas unas sombras confusas. Las imágenes de mi mente se encuentran tan turbias que el resultado final es un conjunto de colores que hacen tentativa de semejar alguna forma. Lo único que se ve más o menos claro es lo que aparenta ser la torre de una iglesia. ¿Y la luz? No he sido capaz de plasmarla. Me dejo llevar por un arrebato de furia. Araño el cuadro de arriba abajo, desgarrando la tela. Gruño, tirándolo al suelo, que se mancha de pintura aún húmeda.
Paseo nerviosa entre mis otras creaciones. Sólo me topo con miradas de miedo y sufrimiento. Deseo salir de aquí. Escapar de las sombras, dejar de matar, de ser un monstruo. Pero todos estos deseos son imposibles. Jamás podré renunciar a beber sangre, porque esa es mi naturaleza.
Contemplo un cuadro en el que he representado a una mujer agachada en el suelo, escondiéndose tras un arbusto para huir de nosotros. Viene a mi mente una estampa de mi vida humana, un día cuando era pequeña. Procuro retenerla, pero es inútil; pasa de forma fugaz. Sin embargo, es suficiente. Durante un segundo he vuelto a ver a un joven cervatillo perseguido por perros bajo una lluvia de flechas que, en un instante de la carrera por salvar su vida, adoptó la misma posición que esta mujer.
Se me ocurre una idea.
Salgo de la habitación. Recorro los pasillos a oscuras y bajo varios tramos de escaleras, espantando a mi paso ratones y arañas que por allí moran. Al fin, llego a una mazmorra subterránea. En la antigüedad, debió servir de sala de torturas, a juzgar por los macabros y crueles utensilios que todavía se conservan en ella. Un candelabro colgado en la pared alumbra débilmente la estancia. Éste es su cuarto. Sobre las baldosas hay esparcidos miles de trozos de cristal. Le encanta robar espejos para luego destrozarlos; los tira contra el suelo, los rompe a martillazos o con sus propias uñas. Sólo ha sobrevivido a su ira uno de cuerpo entero que trajo una noche. Era de tal belleza y riqueza en la elaboración del marco que yo le rogué que no lo destruyera y ahí sigue, en alguna parte del castillo tapado con una gruesa tela y una no más fina capa de polvo.
En una vieja mesa de madera reposan sus diarios. Los ha titulado “Memorias del Señor de la Oscuridad”. Sus páginas están redactadas con sangre. Como coagula rápidamente, necesita que esté manando en el mismo momento de la escritura, por lo que para ello, utiliza pequeños animales que atrapa entre los muros de nuestro castillo e introduce la pluma directamente en su corazón aún palpitante o en sus diminutas venas. Un pinchazo tras otro, alargando su muerte en una cruel agonía.
Dice que su vida es ya muy larga y teme en algún momento olvidar detalles de la misma. Yo jamás he leído ni una sola página de esos manuscritos, ¿para qué? A mí sí me gustaría olvidar.
Piso los fragmentos de cristal con mis pies descalzos, sin miedo a cortarme. Crujen bajo mi peso, fracturándose en trozos aún más pequeños. Al fondo de la estancia se encuentra su colección de ataúdes. Otra de sus aficiones favoritas es profanar cementerios y, de vez en cuando, se trae algún que otro féretro que le ha llamado la atención quién sabe por qué. Le gusta, luego, encerrarse en ellos y fingir estar muerto. Quizá sea en esos ratos cuando se le ocurren originales formas de atormentar a los humanos y aterrorizarlos. Al fin y al cabo, si se vive para siempre, se dispone de mucho tiempo que perder. Yo odio el hedor a descomposición que emana de esas cajas, pero a él debe gustarle el olor a muerte. Abro la primera; no hay nada en su interior. Oigo un crujido, me vuelvo. Lo veo salir de uno de los ataúdes.
—¿Me buscabas? –pregunta con una sonrisa que muestra sus afilados colmillos—. Pensé que estarías pintando.
—Lo estaba –respondo.
Se acerca y comienza a besarme.
—Yo también te echaba de menos –murmura en mi oído—. Creo que cabemos los dos en un féretro.
—Sabes que no me gustan tus estúpidas cajas.
—Eso es porque no tienes sentido del humor.
—No veo dónde reside la gracia.
—En que nosotros nunca necesitaremos una de ellas. Somos inmortales, querida.
—Querrás decir que somos muertos que juegan a estar vivos a costa de otras vidas. Somos parásitos.
Él se ríe.
—Somos lo que queramos ser. Nada puede detenernos. Y sigo pensando que sería muy excitante amarnos dentro de un ataúd.
Lo miro escandalizada.
—Eso es demasiado macabro incluso para ti, Doryan –contesto indignada, apartándolo de mí.
—Bueno, pues en cualquier otro lugar que te apetezca –propone con otra de esas sonrisas suyas que también esboza antes de lanzarse contra algún indefenso ser humano.
—No, Doryan, no he venido para eso. Deseo plantearte una cuestión –me paro unos segundos, en los que lleno mis pulmones de aire. Acción que, aunque ya no es necesaria, me otorga la suficiente seguridad como para decir lo que expreso a continuación—. Quiero volver.
—¿A cazar? Todavía no se ha puesto el sol.
—No, me refiero a que quiero volver al mundo real, a la humanidad; ser una más entre ellos.
—No creo que los humanos se devoren unos a otros –replica poniéndose serio.
—Es que ya no deseo seguir matando gente.
—¿Y de qué piensas alimentarte? Ya sabes que por mucho que procures controlar tu sed, habrá un momento en el que ya no podrás más y te lanzarás a por la primera persona que tengas a tu alcance.
—Subsistiré a base de animales –confieso. Esa es la idea que se me ha ocurrido. No es seguro que vaya a funcionar, pero debo probarlo. Cuando aún vivía, también comí animales y eso no me convirtió en un monstruo; estaba permitido.
—¿De animales? –repite furioso —. ¿Has visto alguna vez un lobo devorando berenjenas y lechugas? ¿Un lince cuidando su propio huerto? ¡Somos cazadores! ¡Y nuestra presa son los humanos! ¿Crees que ellos no nos matarían si tuvieran la oportunidad? En mi vida, vi multitud de veces cómo quemaban en la hoguera a mujeres a las que acusaban de brujería. A nosotros nos harían lo mismo si eso diera fin a nuestra existencia. Harían cualquier cosa para aniquilarnos porque, aunque no te guste reconocerlo, somos criaturas del diablo. ¡Somos el mismísimo diablo! ¡Acéptalo de una vez!
—¡No! –grito, intentando no escuchar sus palabras que me hieren y hacen que me odie porque sé que son ciertas.
No presto atención al hecho de que se le ha escapado una mención de su vida humana, de la que nunca me ha dicho nada. Yo siempre había creído que él no sufrió ningún cambio, que ya era así desde la creación del mundo.
Si pudiera, rompería a llorar, pero eso es algo que queda fuera de mi alcance.
—No quiero ser un monstruo, no quiero ser el diablo. Quiero buscar otra opción.
—¿Qué opción? Deberías estar agradecida. Te di la vida eterna, te hice la reina del mundo, nada conseguirá oponerse a ti.
—¿Qué rey del mundo no puede mostrarse a la luz del sol? ¡El rey del mundo es Dios! –chillo encolerizada.
Él se lanza sobre mí, tirándome al suelo. Me gruñe enseñándome los colmillos.
—Ése a quien mencionas no existe. Es una mentira creada por los humanos para esconder su miedo y debilidad. ¡No te atrevas a nombrarlo en mi castillo! Es un insulto a mi persona. ¿Me has entendido? –pregunta incorporándose.
Nos quedamos unos instantes en silencio. Yo permanezco sentada, cabizbaja.
—¿Deseas marcharte? ¿Ser un animal de circo? Pues hazlo. Vete esta misma noche, adonde tú quieras. Pero, al descubrir que lo que buscas es imposible, no te atrevas a volver.
Hace una pausa.
—Dime, ¿todavía quieres irte? –inquiere fijando en mí sus ojos rojos llenos de rabia.
—Sí –aseguro con una determinación que estoy lejos de sentir.
Veo la ira reflejada en su mirada. Si pudiera morir, me habría matado con ella. En el fondo, cuando me ha hecho la proposición, esperaba que dijera que no, que el miedo me paralizara; pero la decisión está tomada. Es mi oportunidad de cambiar.
Pretendo actuar como una persona, bueno, casi, pues jamás podré exponerme a la luz del sol y mis ojos nunca dejarán de ser de un intenso color rojo.
La noche ha caído; es la hora. Ensillo el caballo. Contemplo por última vez mi antiguo hogar. Esto va en contra de todo lo que me habían enseñado: mi única aspiración en la vida debía ser encontrar un buen marido y existir por y para él, acatando sus órdenes y haciéndolo feliz. Sí, esa era la educación heredada de mi madre. Y Doryan es un buen marido, capaz de cuidar de mí y proporcionarme todo lo que necesito. Cierto es que no hemos dado fe de nuestra unión ante Dios, pero asumí que el hecho de que él me hubiera transformado me convertía en suya.
Dudo. Tengo miedo. No sé adónde ir ni cómo es el mundo que me espera fuera, pues debe haber cambiado mucho. Todavía puedo volver atrás y suplicarle que me perdone por mi atrevimiento. Pero eso no me serviría de nada; debo por lo menos intentarlo.
¿Y si fracaso? ¿Me aceptará de nuevo? Ha dejado muy claro que si me marcho, no vuelva. ¿De verdad voy a echarlo todo a perder por mi sensiblería? ¿Qué me importan a mí los humanos? Yo soy un ser superior. Este plan es una tontería. Mi sitio se halla aquí, junto a Doryan, mi amor, el único capaz de comprenderme.
Me dispongo a desmontar para regresar junto a él. En este momento, viene a mi mente el recuerdo de nuestra última cacería. Los gritos de pánico, de dolor. La mirada de esa niña a la que robé la sangre. Una mirada que me imploraba piedad, que rogaba por su vida. Agarro las riendas con fuerza. No, no volveré a matar nunca más. Ya nada puede hacerse por esa tierna criatura, pero su pérdida no será en vano. Jamás olvidaré sus grandes ojos suplicantes y eso me ayudará a seguir con mi propósito.
Fustigo al caballo. Se pone en marcha. Quiero alejarme de aquí lo más rápido posible, dejar atrás mi vida de sombras.
Envuelta por el ruido del galope y seguida del polvo que levantan los cascos al avanzar sobre la tierra, arañándola, me alejo en busca de una nueva realidad.