Prefacio.

 

En otro tiempo, en otro lugar.

 

“Sangre de mi corazón,

mi pequeño niño,

mi pequeña flor.

Cierra los ojos, querido,

yo calmaré tu dolor.

Me llevaré tus miedos.

No temas,

siempre tendrás mi amor.”

 

La cálida luz de la mañana acarició su cuerpo dormido. Movió ligeramente los ojos bajo sus párpados aún cerrados. Una suave brisa entró por la ventana semiabierta haciendo ondular las vaporosas cortinas de seda, trayendo consigo el olor de los almendros en flor. Se desperezó sin prisa, aspirando con avidez el dulce aroma.

  —¿Ya os halláis despierta, mi niña?

  —¿Me estabas cantando una nana? –preguntó la joven sonriendo a su aya, que se encontraba junto a la cama, velando por ella.

 —Para asegurarme de que tuvierais hermosos sueños –contestó la criada con un gesto alegre y complacido que iluminó su rostro—. Mandaré que os preparen el desayuno –anunció mientras colocaba algunas almohadas bajo la cabeza de su señora para ayudarle a incorporarse.

 —Está bien, pero antes de irte, abre del todo la ventana.

La doncella obedeció y se marchó, haciendo crujir el suelo de madera bajo sus pies.

Proveniente del exterior, se escuchaba el melodioso canto de los pájaros festejando el nacimiento del nuevo día.

Cerró los ojos, permitiendo que el armónico sonido acariciase su alma. Mientras, su cuerpo era bañado por el tibio calor de los madrugadores rayos de sol que atravesaban su fino camisón blanco.

Los gritos de los mercaderes en la plaza, así como el ruido de los carros que transitaban de aquí para allá, indicaban que la ciudad también acababa de despertarse.

Decidió que, cuando pudiera volver a moverse, plasmaría en un lienzo la ventana de su cuarto. Pintar. Hacía mucho que no deslizaba sus pinceles sobre la tela. Sus padres nunca habían visto con buenos ojos que una joven noble malgastara su tiempo en tales menesteres, reservados sólo a los hombres. Pero debido a la insistencia de la muchacha le habían permitido hacerlo, a condición de que lo guardara en secreto.

El olor a pan recién horneado se coló en la habitación. Prestó atención de nuevo a la vida que se desarrollaba más allá de su lecho, fuera de los aposentos que se habían convertido en su prisión. Desde que contrajo la enfermedad que amenazaba con su muerte, no había vuelto a salir de esas cuatro paredes. Deseaba volver a caminar. Apartó las sábanas. Con gran esfuerzo, movió las piernas dejándolas colgar de la cama. Se deslizó cautelosa hasta sentir el contacto del suelo bajo sus pies e, impulsándose con las manos, trató de enderezarse.

Un abrazo protector la atrapó en el aire antes de que se diera de bruces contra la tarima.

 —No, mi ama, no debéis intentarlo –le dijo con cariño su aya, ayudándole a tumbarse.

No protestó; un intenso dolor de cabeza dejaba patente su precario estado de salud. Se aferró a su doncella mientras todo a su alrededor giraba vertiginosamente.

 —¿Qué significa esto? –preguntó una voz furiosa desde la entrada.

La criada se giró al reconocer a la señora de la casa que miraba con el ceño fruncido el desayuno, que se había desparramado por el suelo al dejar caer la bandeja para ayudar a su ama.

 —Disculpadme, señora –murmuró agachándose presta para recoger el estropicio.

 —Ha sido culpa mía, madre, no le regañéis –intervino la joven.

La mujer mandó salir a la sirvienta. Cuando se quedó a solas con su hija, fue a sentarse junto a la cama, ocupando la silla en la que la doncella había velado su sueño.

 —Acabo de hablar con el doctor –informó.

 —¿Y bien? –inquirió la noble, aunque ya sabía la respuesta. Llevaba mucho tiempo haciéndose a la idea.

 —Nada. No sabe qué más hacer. Ninguna de sus curas ha funcionado, al igual que las de todos los médicos que te visitaron anteriormente. ¡Ay! Mi querida hija –exclamó entre sollozos, mientras le acariciaba la cara.

Sus negros cabellos, así como sus ojos, del mismo color, contrastaban con la palidez extrema de su piel, causada por la enfermedad.

 — Por favor, os lo ruego, no lloréis –pidió apoyando sus delgados dedos sobre la mano de su madre.

 —¿Y cómo no voy a hacerlo? Tu padre ha mandado llamar a los más prestigiosos galenos, hemos enviado mensajeros en busca de remedios hasta los confines de la Tierra y… ¿para qué? –realizó una pausa—. Eres tan joven, tan bella... éste no debería ser tu destino. Ahora mismo tendrías que estar casada con un hombre de buena posición que asegurara tu felicidad de por vida. ¿Por qué Dios nos envía esta penitencia? Nosotros nunca hemos hecho daño a nadie. Nuestra vida ha transcurrido siguiendo siempre fielmente el camino del Señor. Jamás hemos faltado a una misa, blasfemado o cometido pecado alguno, ¿por qué entonces nos castiga?

 —Calmaos –suplicó la muchacha—. Voy a morir...

 —¡No! ¡Te prohíbo que digas eso!

 —No, madre, no lo neguemos más. Voy a morir y pretendo, antes de hacerlo, deciros algo.

 —No, mi vida, por favor, no te despidas de mí, todavía no –imploró apretando con angustia a su hija contra el pecho.

 —Quería que supierais lo mucho que os amo –continuó, haciendo un gran esfuerzo para hablar—, a vos y a padre. Os agradezco todo lo que habéis hecho por mí, la educación recibida y vuestro cariño. Es mi deseo que, tras mi paso al otro lado, procuréis ser felices, evitando recordar constantemente mi ausencia. Yo estaré bien. Pronto partiré al Reino de los Cielos y allí esperaré nuestro reencuentro. No lloréis por la separación, sino alegraos al pensar en el dulce abrazo que compartiremos cuando vuelvan a reunirse nuestras almas –sonrió—. Secaos esas lágrimas, madre.

 

La doncella encendió unas velas al percatarse de que la luz que entraba se hacía insuficiente. La joven, desde su lecho, ya no percibía el paso del tiempo. Sus horas transcurrían desdibujadas por el sopor del sueño, interrumpido esporádicamente para ingerir algo de alimento, aunque su apetito se iba extinguiendo, al igual que su vida. El único contacto que mantenía con el mundo exterior era esa ventana que, en los últimos meses, se había convertido en su más preciado tesoro. Por la estrecha franja de cielo que vislumbraba a través de ella, supo que atardecía.  

Le pareció un crepúsculo precioso, perfecto para ser el último. ¿Para qué aguardar más? Odiaba sentirse prisionera, la preocupación que causaba a sus padres, esa espera infinita. Deseaba no demorar su inevitable final, acabar de una vez con la situación. Hubiera preferido vivir, por supuesto, pero sabía que eso ya no era posible, así que quería, por lo menos, irse cuanto antes, con la poca entereza que le quedaba. Una vez recibido el sacramento de los Santos Óleos, sentía que ya podía morir en paz. No quedaba nadie más a quien decir adiós. ¿Nadie? Quizá sí hubiera alguien. Se mordió el labio inferior, valorando si debería o no hacerlo. Tenía que confesárselo antes de marcharse. Intentó sacarse esa idea de la cabeza. ¿Qué sería de su dignidad? Ella, ante todo, velaba por su reputación y el honor de su familia... pero para qué iba a servirle el orgullo una vez que sus ojos no volvieran a abrirse. Bastante humillante era ya su situación.

 

 —¿Me habéis mandado llamar, señora? –preguntó el mozo de cuadras, apareciendo tras la puerta.

 —Así es –confirmó acomodándose sobre sus almohadones. Luego se dirigió a su criada—. ¿Os ha visto alguien?

 —No, mi ama, he seguido vuestras instrucciones.

 —Bien, márchate pues. Y… muchas gracias.

Una vez solos, le pidió al joven que se sentara junto a su lecho. Éste obedeció mientras, escondiéndose tras sus greñas, contemplaba a su señora con afán. Desde que enfermara, no había vuelto a verla y nadie sabía el sufrimiento que eso le había producido. Su rostro se mostraba demacrado y su cuerpo había adelgazado en exceso, pero, aun así, le pareció increíblemente hermosa. Bajó la cabeza para no ser descubierto en su atrevimiento.

 —¿Qué tal se encuentra mi yegua? –se interesó ella.

 —En excelentes condiciones. Es un ejemplar magnífico, aunque está impaciente por llevaros sobre su lomo una vez más.

 —Me temo que no va a ser posible.

El sirviente tembló en su interior.

 —No digáis eso, mi ama. Os pondréis bien, ya lo veréis.

 —No, no lo haré. No debemos seguir alimentando falsas esperanzas. Por este motivo, me gustaría regalárosla; sé que la queréis mucho y que cuidaréis de ella con esmero, como siempre habéis hecho.

 —Os lo agradezco. Poseéis un corazón muy generoso –contestó haciendo amago de irse.

 —Esperad, todavía no he terminado.

 —Perdonadme –se disculpó tomando asiento de nuevo.

La dama, tras una profunda pausa para recuperar el aliento y quizá también para asegurarse de lo que iba a pronunciar a continuación, miró directamente a los ojos al sirviente.

 —¿Me amáis?

El joven desvió la mirada al comprobar que sus esfuerzos por ocultarlo no habían dado resultado.

 —Os ruego me dispenséis –volvió a excusarse.

 —No habéis respondido a mi pregunta, niño de los caballos. ¿Me amáis?

 —Sí, mi señora, desde nuestro primer encuentro, cuando los dos éramos apenas unos críos. A partir de ese momento no he podido apartaros de mi pensamiento ni de mi corazón. El saber que vos aún respiráis me da fuerza para seguir viviendo. Pero, ya lo sabíais, ¿verdad?

 —Sí.

 —Suplico disculpéis mi insolencia.

 —No os he hecho llamar para reprenderos, sino para pediros un favor antes de morir.

 —Haré lo que deseéis.

 —Os pido un beso.

El mozo levantó la cabeza sorprendido.

 —Mi primer y último beso –susurró la joven.

 —Pero, mi señora, no puedo hacer lo que me pedís. Sería una afrenta hacia vuestra persona. Es un honor que no me corresponde a mí, un simple criado. Jamás me atrevería a mancillar vuestros labios.

 —Acabáis de decir que haríais lo que os pidiera.

 —Sí, pero eso no.

 —Tomáoslo como una orden; no debéis desobedecer a vuestra ama.

 —Sí, si sus deseos van contra ella misma.

 —No, si vuestro corazón lo anhela.

Los dos jóvenes se contemplaron en silencio. La noble vio en los ojos del sirviente cómo se diluía su resistencia.

 —¿Por qué, mi señora? –preguntó.

 —Porque yo también os amo.

El niño de los caballos se estremeció al oír esas palabras, palabras que ni siquiera se había atrevido a soñar. Se acercó despacio, temeroso de estropearlo todo.

 —Será nuestro secreto –murmuró ella.

 —Será nuestro secreto –convino él, antes de que sus labios se juntaran.

Un beso, un leve contacto, efímero... pero fue lo más maravilloso que jamás habían experimentado. Un segundo alargado en el tiempo, tras el cual se observaron directamente, sin más mentiras, sin más sentimientos escondidos, reprimidos. Sólo dos miradas cristalinas, puras, capaces de leerse la una a la otra, compartiendo el ansia de prolongar un poco más ese momento. Y sus labios volvieron a fundirse, abandonados a la intensidad del amor que los unía.

—Habéis dicho uno –recordó él, separándose al fin.

—¿Acaso lleváis la cuenta?

—Suman más de uno, sin duda.

Ella se apartó, recostándose sobre sus almohadones. Notó cómo su corazón se comprimía y esta vez no tenía nada que ver con sus emociones; era una realidad física: comenzaba a agonizar. Unos ligeros temblores delataron su sufrimiento interno.

—¿Os encontráis bien? –se preocupó.

La noble intentó calmarlo con una sonrisa, demasiado forzada para ser tomada en serio.

—Ésta sería una buena ocasión para morir –reconoció.

—No, no... Por favor...

—Quiero partir con vuestro recuerdo en mi mente, vuestro sabor en mis labios y vuestro amor en mi corazón.

Un nuevo escalofrío sacudió su cuerpo. Él asió su mano, intentando transmitirle toda la energía que ella ya no poseía. Le habría dado su vida, si con ello hubiera podido salvarla.

Cerró los ojos; el sueño se iba apoderando de su cuerpo. ¿Sería éste el definitivo, aquel del que no despertaría? Antes de abandonarse a él, pronunció en un último suspiro el nombre de su sirviente, por primera vez en su presencia, por primera vez en voz alta. El nombre del niño de los caballos.

Cuando se durmió, tras contemplarla durante unos instantes, el criado abandonó la alcoba. Demasiado tiempo había permanecido ya en una estancia en la que jamás debió entrar.

 

La luna proyectaba su luz desde su privilegiada atalaya, dueña del mundo, cuando se despertó. Hacía frío. Las velas se habían apagado, la oscuridad reinaba y experimentó una profunda soledad. Se apartó un mechón de pelo que, empapado en sudor, caía sobre su frente. Su piel estaba ardiendo.

La ventana se encontraba abierta. Por ella se colaba una corriente de aire; de ahí el motivo de su incomodidad. Iba a llamar a su nodriza para que la cerrara cuando dos puntos luminosos en medio de la noche captaron su atención. Sacudió ligeramente la cabeza; sin duda la fiebre le provocaba alucinaciones. Pero los destellos rojos continuaban allí. Es más, comenzaron a moverse, aproximándose. Pudo entonces observar una silueta de apariencia humana: un hombre cuyos ojos brillaban con el color de la sangre. Supo que ya había visto antes esa mirada, pero su mente febril no recordaba cuándo ni dónde.

—¿Quién sois? ¿Qué queréis? ¿Cómo habéis entrado? –interrogó asustada, pero manteniendo la firmeza en su voz.

—Son muchas preguntas, ¿no os parece? –contestó él con un acento disimulado casi a la perfección y con un tono sugerente, cautivador, que consiguió turbarla—. No obstante, os concederé el placer de contestar a todas. ¿Cómo he entrado? Tenéis la respuesta ante vuestros ojos –dijo, a la par que señalaba la ventana abierta.

—Se encuentra a más de tres metros de altura –objetó.

—Bueno, no creo que sea necesario ahondar en detalles. ¿Qué quiero? Os quiero a vos. ¿Quién soy? Aquel capaz de poner fin a vuestros males, de curar vuestro cuerpo; el único que puede hacerlo.

—No os creo. Muchos lo han intentado antes y todos fracasaron.

—No me comparéis con ellos; me insultáis. Yo conozco la causa de vuestra enfermedad y, reitero, sé cómo hacer que desaparezca… siempre y cuando estéis dispuesta a sanaros.

—¿Qué pedís a cambio? –la dama había aprendido que en este mundo nada se regalaba—. Mis padres pueden ofreceros todo aquello que deseéis.

El extraño dejó escapar una carcajada. Se sintió furiosa; nadie tenía licencia para reírse de ella. No lo permitiría ni aun en su lecho de muerte.

Mademoiselle, poseo más riquezas que todas las que vuestra familia sería capaz de atesorar en su vida, un castillo mil veces más grande que esta humilde morada y más poder que ningún hombre.

—Entonces, decidme, ¿qué queréis?

—Creo que ya he contestado a esa pregunta: os quiero a vos. Yo os libro de la muerte y vos venís conmigo, os convertís en mi mujer. Me parece un intercambio justo: os devuelvo la vida y vos la compartís con mi persona, ¿no estáis de acuerdo?

Tuvo la sensación de que el trato que le proponía este apuesto desconocido escondía mucho más de lo que aparentaba. Sintió que la propuesta consistía en vender su alma al diablo. No sabía de dónde procedía este presentimiento; tampoco se imaginaba en ese momento lo acertado que era.

—Pues yo no os quiero ni a vos ni a vuestra milagrosa curación –sentenció—. Ahora marchaos antes de que llame a la guardia.

—Permitidme que os diga que no les temo. ¿No aceptáis mi propuesta?

—No.

—Sois una mujer muy hermosa, demasiado joven como para desperdiciar esta oportunidad. ¿No deseáis vivir?

—No con vos.

No podía entender de dónde procedía su osadía, su determinación. Ese hombre le estaba ofreciendo todo lo que ambicionaba: poder levantarse de esa cama, disfrutar de los años de existencia que le restaban y, además, un marido, uno a la altura de su noble cuna, incluso mejor del que le correspondía, si sus palabras eran ciertas. Sin duda, era lo que necesitaba. Sus padres estarían contentos, verían cumplidos sus sueños. Ellos no habrían dudado en cerrar el trato. Y, sin embargo, algo le impedía tomar la decisión correcta, la que dictaba la razón. Quizá fuera por el extraño resplandor de sus ojos, por su afilada sonrisa, por su forma de aparecer… El inesperado pretendiente no le transmitía confianza, no se sentía segura en su presencia.

Se había acomodado en la cama, sentado a su lado. Ella percibía que de su cuerpo emanaba frío, un frío que la envolvía y le estaba robando el poco calor que le quedaba; le robaba la vida.

—¿Acaso pertenecéis a otro hombre? –inquirió él, acercándose un poco más.

La escasa luz que se colaba por la ventana iluminó su rostro. La joven observó que era atractivo. Pero no se trataba de una belleza a la que estuviera acostumbrada; ésta le hacía estremecerse, le infundía terror.  

—No –contestó la dama. Era cierto: no pertenecía a otro hombre, aunque su corazón sí.

Su cuerpo vibró de dolor. Abrió la boca en una desesperada búsqueda del aire que no llegaba a sus pulmones que, como si estuvieran llenos de agua, la estaban ahogando.

Él la contempló indiferente.

—Como podéis observar, no os queda mucho tiempo; mejor no lo perdáis en absurdas disquisiciones. ¿No os amedrenta sumiros en unas profundas tinieblas de las que jamás saldréis? ¿No os aterra la muerte? Yo puedo libraros de ella; dejadme que os salve. Cuando os atrape entre sus garras, ya será demasiado tarde.

Continuaba en la lucha por obligar a su cuerpo a seguir funcionando. ¿Y si ese sufrimiento no acabara nunca? ¿Y si no hubiera nada más? ¿Y si ese hombre tenía razón y terminaba vagando entre las sombras por el resto de la eternidad, perdida para siempre? Hasta ese instante, había estado preparada. Se hubiese entregado a la muerte con confianza, pero ese extraño visitante había despertado su temor, consiguiendo sembrar en su mente las dudas.

Se estaba muriendo. Ésta era su última noche y donde antes sólo había seguridad, ahora se abría un profundo abismo… por el que pronto se precipitaría. Las lágrimas comenzaron a bañar su rostro, nublándole la visión. Parecía que mirara al mundo bajo las aguas de un estanque. Se hundía y su cuerpo se negaba a nadar. Sumida en la angustia, en un último intento por salvarse, se aferró a la mano del caballero. En cuanto notó sus dedos fríos cerrándose sobre ella, aprisionándola, se arrepintió. Quiso soltarse, pero él la apretó con fuerza.

—Trato hecho –selló el pacto con una sonrisa complacida.

Con sus últimas fuerzas, intentó negar con la cabeza. No lo consiguió. Quiso hablar. Él apoyó un dedo sobre sus labios.

Shhh, tranquila. No temáis. Pronto seréis mi reina de la oscuridad y nada os volverá a dañar; os haré la soberana del mundo.

A través de la cortina de sus propias lágrimas, vio cómo se inclinaba sobre su rostro. Se horrorizó ante la idea de que fuera a besarla, pero su objetivo no era ese.

Unos afilados colmillos brillaron en la noche antes de hundirse en su cuello.

 

A la mañana siguiente, encontrarían su lecho vacío.

 
Corazón de sombras
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