Escenas del eclipse

Las pequeñas escenas de que vamos a dar cuenta a nuestros lectores no son inventadas, sino reales.

Están tomadas, como ahora se dice, del natural.

Son notas recogidas, en parte por nosotros mismos; en parte por un amigo que es gran observador de la Naturaleza y de la vida social también.

Es el día del eclipse y un tren va caminando a todo vapor hacia la zona de la totalidad, trasportando centenares y aun miles de personas, que van a presenciar alegres y bien dispuestas, es decir, dispuestas a reír y dispuestas a gozar, el maravilloso fenómeno.

Todos saben en qué consiste y casi todos tienen gran fe en la astronomía; pero de todas maneras, que acierten los astrónomos o que se equivoquen, será día de regocijo.

Si la Luna acude a la cita del Sol, se aplaudirá a los astrónomos. Si no acude o si se retrasa, con igual imparcialidad se les silbará. La gran justicia distributiva la aprendió nuestro pueblo en la plaza de toros, y está dispuesto a ponerla, si es preciso, en los cuernos de la Luna.

En un coche de tercera van dos mujeres de la clase humilde y de bastante edad. Una de ellas, de cara inteligente y bondadosa, aunque marchita por los años sin duda y por los trabajos de la vida. La otra, blanca, gordinflona y con mirada de idiota.

Esta última pregunta:

—¿Pero será verdad que hay eclipse?

Y le contesta la primera:

—¡No ha de haberlo, mujer! Pues a eso vamos.

La gordinflona menea la cabeza en señal de duda.

—¿Y cómo ha de saberse? Dicen muchas cosas y luego no resultan.

La de mirada inteligente se anima y trata de convencer a su compañera.

—Sí, mujer, eso lo tienen averiguado los sabios. ¿No ves tú que son cosas de la Naturaleza? Las cosas de la Naturaleza las aprenden los que estudian, pues si no, ¿para qué estudian? De lo que no saben nada es de las cosas de Dios; pero de la Naturaleza, ¡ya lo creo! La Naturaleza tiene cosas muy hermosas.

—No sé, no sé —dice la otra dudando todavía y empezando a dormirse.

Escena filosófica, verídica y digna de estudio por añadidura: sabe mucho la gente del pueblo.

En otro extremo del coche disputan dos hombres.

—Todo eso es mentira —dice uno de ellos, que, al parecer, está borracho—. Siempre dicen que hay clisis, y nunca hay clisis. Estos son embustes del Gobierno.

Y el otro, que no está tan borracho como su compañero, aunque lo estará dentro de poco según los tientos que le da a la bota, le corrige con severidad.

—Si no es una clisis, sino un eclipse, que son cosas distintas. Si es el Sol: ¿qué tiene que ver el Sol con el Gobierno?

—El Gobierno tiene que ver con todo el mundo —replica el primero con profundo convencimiento—. Si el Gobierno no lo permitiera, yo te digo que no había clisis o que todos íbamos a la cárcel.

Dicho esto con lengua trapajosa, con bocanadas de lo tinto y olor a vinazo.

En otro coche de tercera ríen y bromean unos cuantos; toda gente de buen humor y de los que no confunden la crisis gubernamental o la clisis, como decía el borracho, con el soberbio fenómeno astronómico que presenciarán en breve.

Saben perfectamente que el eclipse consiste en que la Luna se pone como pantalla entre el Sol y la Tierra. Han leído las explicaciones de los periódicos, y hasta se sienten capaces de tomar parte en el estudio del fenómeno: es una colección de astrónomos del cuarto estado.

—Yo voy a estudiar la temperatura… del vino —dice uno golpeando un porrón—, a ver si se enfría con el eclipse.

—Pues yo voy a estudiar los contactos —dice otro abrazando a una buena moza que va a su lado, y que le rechaza a empujones aunque sin enfadarse mucho—. Pero, mujer, ¿cómo ha de haber eclipse —vocifera el de los contactos— si te pones así?

Y todos ríen y gritan.

¡Qué alegre es un eclipse total!

—¡Atención, señores! —grita uno de los de la comparsa en un extremo del departamento; y sacando de entre papeles medio pan de dimensiones colosales, en el cual está embutida una redonda y dorada tortilla de patatas, eleva en alto el astro sabrosísimo y chilla con toda la fuerza de sus pulmones—: El sol, el sol; este sí que es un sol. Y ahora eclipse total.

Y con el medio pan que tiene en la otra mano tapa por completo la tortilla entre chillería, manoteo y retozos.

—¡Caballeros! A limpiar los instrumentos astronómicos —grita un astrónomo de tercera desenvainando una faca, con la cual se propone hacer pedazos al eclipsado astro y al medio pan que lo eclipsa.

La algarabía crece, pero domina una voz que grita casi colérica:

—Ese eclipse me lo como yo.

Dos coches más allá, un burgués que se la echa de entendido, les explica a otros burgueses en qué consisten los eclipses de sol.

—¿Vosotros no habéis visto ningún eclipse? —les pregunta con cierta pedantería tosca.

Y como los demás confiesan humildemente y un tanto avergonzados que no han visto ninguno, él toma de nuevo la palabra y desarrolla su teoría astronómica.

—Es muy sencillo —les dice, y sus compañeros le oyen respetuosamente—; muy sencillo, pero muy imponente y muy protuberante. Os digo que es lo que hay ver: sobre todo cuando llega la apoteosis. Yo vi el eclipse del año 60, y no sé lo que me pasó; pero aquello era una manificencia.

—¿Y qué es lo que se ve? —pregunta un pobre hombre con gran timidez.

Y el de la apoteosis contesta:

—Pues ahí está, que no se ve nada. ¿No sabéis qué es un eclipse? ¿Cómo queréis que se vea?

—Se verán las estrellas —dice alguno.

—Se ven y no se ven, porque todo pasa como un relámpago. La verdad es esta: que el Sol y la Luna riñen como dos liliputienses, ¿sabéis vosotros?, como un ratón y un gato: que te como, que no me comes; que te muerdo, que no me muerdes.

—¡Será una cosa atroz! —dicen los compañeros, convencidos de que van a ver una lucha horrible en el cielo.

Y siguen las explicaciones del sabio y las admiraciones de sus oyentes.

—Oye tú —le pregunta uno que no está muy convencido de toda aquella máquina astronómica del ratón y el gato—: ¿Qué quieres decir con eso de que el Sol y la Luna son dos liliputienses?

—Hombre, pues claro está; ¡pues apenas si son grandes!

Y todos le dan la razón.

Entretanto el tren continúa volando y acercándose a la zona de la totalidad.

En todos los coches se habla del eclipse; y aunque en algunos departamentos se desatina, la mayor parte de los viajeros saben lo que van a ver, comprenden lo que es un eclipse y hacen observaciones acertadísimas.

No hay que dudarlo: la cultura general del pueblo va creciendo, y solo por excepción, en algún idiota de nacimiento o en algún borracho se oyen despropósitos.

Borrachos dijimos, y no dijimos bien; porque acaso en aquella masa humana que corría a todo vapor a presenciar el eclipse, no había más que uno que no estuviera en su juicio: el que confundía los eclipses con las clisis, o crisis, como él pronunciaba. Y estas, después de todo, eran influencias de la política.

Pasando de los coches de tercera y segunda a los de primera, encontraremos nuevos tipos y podremos recoger nuevas instantáneas, o, como si dijéramos, nuevas notas, todas ellas sobre motivos del eclipse.

Un señor de color bilioso, de gesto avinagrado y de voz agria, se indigna contra el entusiasmo que el eclipse despierta.

—Todo eso es mentira. Las gentes van a ver el eclipse como irían a los toros o a una fiesta cualquiera; a un día de campo o a una merienda. Diversión y bullanga es todo eso. Y tampoco el eclipse merece más. Yo he visto uno: no sé qué año, pero he visto uno; y les aseguro a ustedes que no me produjo el menor entusiasmo. Todo eclipse es un fenómeno vulgarísimo que no tiene nada de admirable. Que la Luna se pone delante del Sol; ¿y qué? ¿Vamos a tener por eso mejor cosecha? ¿Vamos a tener mejores gobiernos? ¿Va a descender la criminalidad? ¿Van a bajar los cambios, siquiera?

—Pero el espectáculo es hermoso —le arguyó otro señor con cierta timidez—. Dicen que la corona causa asombro.

—A los que no saben de lo que se trata, acaso; pero a mí, les aseguro a ustedes que no me causó asombro, ni siquiera sorpresa. Pero se ha puesto de moda el eclipse, y para ser persona de buen gusto hay que mostrarse asombrado, maravillado, estupefacto. Pues yo no: suceda lo que quiera, yo tengo el valor de mis convicciones, y aunque se hunda el mundo, sostendré que el eclipse de Sol es un fenómeno insignificante.

Y el hombre se enfadaba de veras, y como ha dicho un insigne escritor, estaba a punto de hacer cuestión personal la cuestión del eclipse.

En otro coche, también de primera, dos jóvenes muy elegantes, muy pálidos y revelando indiferencia y cansancio, hablaban en voz baja; pero no debían de hablar del eclipse, sino de sus amores; de menudencias del club; de escándalos de la corte; de carreras de caballos, y, cuando más, de toros.

Al fin uno de ellos dijo:

—Oye, chico, ¿te va a divertir el eclipse?

Y el otro le replicó:

—Me parece que no, ¿y a ti?

—A mí tampoco; pero como todo el mundo va, es preciso ir.

—Dicen que la Luna se pone muy pesada y que se arrima mucho al Sol.

—Lo que yo he oído decir es que el Sol le saca los cuartos a la Luna.

—Buen par de golfos estarán los dos.

Y volvieron a sus asuntos.

En otro tercer coche iba una señora elegantísima, con su hija, que era una rubia divina; un verdadero sol de hermosura.

Al lado de la niña se hallaba un caballero, de más de cincuenta años, grueso, elegante, muy elegante y lujoso, con la cara encendida o por el calor o por los rayos de hermosura de la rubia.

Se había quitado el sombrero y ostentaba una calva soberana, una verdadera luna llena.

Bien puede decirse sin abusar de la metáfora, que la niña era el sol y el caballero de la calva la luna.

Enfrente iba un joven de veintidós años, de ojos cariñosos y de aspecto simpático; elegante sin afectación, pero con cierta cortedad o timidez en toda su persona.

La rubia y el joven se miraban siempre que podían, pero no cambiaban ni una palabra.

En cambio, el señor grueso y elegante, con elegancia que revelaba riqueza pero no distinción, colmaba de atenciones a la madre y a la hija.

En aquellas tres personas se adivinaba un drama o, por el pronto, una comedia.

Los personajes debían de ser: la niña del pelo rubio y de los ojos azules; dos pretendientes, el señor grueso y el joven; y la mamá prestando su apoyo decidido al pretendiente rico.

En este grupo también se trataba del eclipse.

La niña, por sostener la conversación, dirigía preguntas, que el señor grueso satisfacía a su manera, acumulando con gran pedantería vulgaridades y desatinos.

—Según parece —decía—, le gustan a usted mucho los eclipses, Pepita.

Y Pepita sonreía, miraba de reojo al joven y replicaba:

—No sé; no he visto ninguno, ¿y usted?

—Yo he visto muchos —decía el pretendiente rico—; es decir, he visto las fotografías. El cielo se queda negro; la Luna se queda negra, y solo se ven algunas ráfagas de luz. Me parece a mí que en esto del eclipse se exagera mucho.

—Pues yo vi un eclipse parcial —decía la mamá— a través de un vidrio ahumado, y el Sol parece una yema de huevo revuelta. Vamos, muy feo; muy feo.

—Muy exacto, señora, muy exacto —dijo el señorón.

Y al fin el tren llegó a su destino; bajaron en tumulto los viajeros y se esparcieron por el campo, escogiendo cada cual, según sus propias inspiraciones, la conveniente posición estratégica.

Se hablaba menos; se reía menos.

Los unos no hablaban porque comían; los otros porque esperaban con cierta emoción el momento solemne.

Y el eclipse empezó.

Ya muerde, ya muerde la Luna con su negra sombra el dorado disco del Sol.

Los dos jóvenes del coche de primera están tendidos contra un ribazo, mostrando cansancio, indiferencia y aburrimiento. Uno de ellos dirige la vista a los astros en conjunción, a través de un vidrio ahumado; el otro ni siquiera mira.

—Oye, chico —dice el primero—; ya le quitó la Luna un buen pedazo al Sol. Así desportillado, ¿sabes tú a lo que se parece?

—No sé —contestó el otro distraído.

—Pues mira; se parece a aquello del Quijote, ¿comprendes?

—No comprendo nada. Una vez empecé a leer el Quijote y leí veinte hojas, y no pude leer más.

—Pues se parece a aquello… a aquello… ¿cómo se llamaba?… sí, hombre, sí… a aquello de Mambrino… ¿no recuerdas?… la bacía del barbero… que era no sé qué cosa de Mambrino.

—Ya te he dicho que no pude acabar el Quijote.

—¿Quieres mirar?

—Ahora no; cuando empiece el eclipse total. Dicen que eso es lo mejor del eclipse. ¡Puede ser! Pero hasta ahora, el eclipse es lo que te dije antes: una cosa muy aburrida. El eclipse es una lata.

Y siguieron los dos tan aburridos como siempre, sin volver a ocuparse del yelmo de Mambrino.

Más lejos, la señora elegante, la niña rubia, el rico mofletudo y el joven tímido forman un grupo, en que todos los ojos se dirigen al eclipse que avanza. Entre la niña y el joven está el pretendiente de los cincuenta cubriendo con su obesidad la esbelta figura de la encantadora niña.

Para el joven enamorado este es el verdadero eclipse; eclipse de amores ternísimos por groseras codicias.

Y a punto en que iba a comenzar el eclipse total, de tal suerte se colocaron los personajes, que la calva y redonda cabeza del maduro pretendiente eclipsaba el sol de hermosura de la niña. ¡Este sí que era el eclipse de un sol por una luna! Y para que la imagen fuera más exacta, el espléndido cabello rubio de ella, dispersándose en hebras mil y en flotantes tufos por la agitación y el movimiento, rodeaba en la perspectiva, a los ojos del joven, la calva del odiado rival. Era una luna con aureola de sol.

—Este sí que es eclipse total —exclamó el joven sin poder contenerse.

Y el enamorado gordinflón dijo, metiendo los ojos por un cristal ahumado:

—Todavía no, pero ya va a empezar.

Y, en efecto, empezó y brotó la maravillosa aureola.

Aprovechando este momento de admiración y sorpresa, la niña le dio al joven, por detrás del señor mayor, un billetito perfumado. Con lo cual ni ella ni él vieron el eclipse.

Pero extasiados lo contemplaban los otros dos personajes.

Ha terminado el eclipse. Es noche cerrada. El tren viene de regreso a Madrid. Se apagaron los entusiasmos, las alegrías y las nobles emociones. El cansancio y el sueño luchan con los recuerdos.

Hasta otro eclipse.

Los dos jóvenes displicentes no vuelven ni más aburridos ni más preocupados que a la ida. En aquellas inteligencias sí que hay eclipse total.

El señor bilioso es el único que continúa jurando que el eclipse ha sido un fiasco.

Uno de sus amigos le apoya en tono zumbón.

—Tiene usted razón: la función celeste ha sido un fiasco, y la prueba es que no se repetirá mañana. El empresario de allá arriba la retira del azulado cartel.

—Sin embargo, ha sido muy aplaudida —dice otro.

—Por la claque y los amigos —ruge el aristarco.

El tren entra en las agujas. Decididamente no hay más eclipse solar.