El retrato y el pañuelo

I

Era un día, como tantos otros, en que la discordia civil ensangrienta las calles de la capital.

O dicho con más claridad, era un día de revolución.

Las turbas vociferaban por todas partes. Diríase que, espontáneamente, las piedras se amontonaban formando barricadas. Tras las barricadas, hombres con fusiles. Y de todas las gargantas brotaba el mismo grito de muerte.

Era un ¡muera! inmenso contra un hombre: el poderoso de ayer: el ministro omnipotente.

Con razón o sin razón, las turbas pedían su cabeza.

¡Quién hubiera osado defenderla! ¡Se hubiera necesitado mucho valor, mucho heroísmo o mucha abnegación!

En el piso principal de una casa a cuyos pies se alzaba formidable barricada, vivía uno de los protegidos de aquel mismo magnate cuya muerte ansiaban las masas populares.

Todo se lo debía el protegido al protector: posición, nombre y riqueza.

Humilde le encontró, mendigo casi. Le tendió su mano, le alzó a su nivel. Pero basta de historias: vengamos al momento actual: en un gabinete lujoso de aquella casa se paseaba inquieto un caballero como de unos treinta y cuatro años.

Era el amo de la vivienda; el protegido del ministro: su hechura, su favorito, su consejero.

Y cada vez más inquieto, más febril, daba vueltas y paseos a lo largo y a lo ancho, de la puerta de entrada al balcón y del balcón a la puerta.

Cuando llegaba al balcón se detenía y a él llegaban los gritos y las maldiciones de afuera, el ruido de la barricada, y los ecos de lejano tiroteo.

El caballero, llamémosle así, se iba poniendo cada vez más pálido.

¿Era de indignación? ¿Era de cólera? ¿Era de miedo?

Esto último nos parece lo más probable, por lo que luego se dirá.

De pronto, se presentó en la puerta una señora joven y guapa —porque el ser guapa aquella señora no perjudica al cuento, y la hermosura viste más que la fealdad.

Debía ser la esposa del caballero pálido, y también debía tener miedo según le temblaba la voz.

—¿Qué ocurre? —preguntó él.

Y ella le contestó:

—Que dicen que van a subir.

—¿Quiénes?

—Esos hombres: los de la barricada.

—¿Para qué?

—Para ocupar los balcones.

—Solo eso nos faltaba —exclamó el pobre hombre.

Y digo pobre hombre, aunque no era pobre, porque cuando el miedo pasa de cierto límite decoroso, todo hombre, por rico que sea, se convierte en un pobre hombre.

—¿Y qué hacemos? —agregó temblándole la voz tanto como a su mujer.

—¡Qué hemos de hacer! Dejarles entrar, porque si no será peor.

—¡Tienes razón! Nos iremos allá adentro.

Y ella le preguntó casi con espanto:

—¿Y eso? —señalando a un retrato en fotografía que rodeado de elegantísimo marco colgaba de la pared.

Era el retrato del magnate, del odiado del pueblo, del perseguido por las iras del populacho, y a la vez, del protector, del amigo, del correligionario.

—¡Es verdad! —exclamó nuestro hombre mirando al retrato con los ojos muy abiertos—. ¿Qué hacemos de eso? Si suben esas fieras y lo ven, nos asesinan.

—Nos asesinan —repitió ella como un eco.

—Hay que ocultarlo.

—¿Y si lo encuentran?

—Lo encontrarán de fijo.

—¿Pues qué hacemos?

—Romperlo y quemarlo.

—Es lo mejor.

Y se quedaron los dos mirando al retrato fijamente.

De pronto se volvieron y miraron al espacio: habían creído oír una risa burlona.

—Cuando pase esto —dijo ella—, compraremos otro.

—Sí, pero ese tiene su firma.

—Si al fin se salva le haremos que firme. Y si no se salva…

Y ella pensó filosóficamente:

—Si no se salva, ¿para qué lo queremos?

De la barricada subieron no gritos, sino aullidos, y las culatas de los fusiles empezaron a golpear en la puerta de la calle.

—Pues pronto —exclamó ella.

—Sí, pronto —dijo él—. Porque esos salvajes van a entrar.

Con lo cual, entre marido y mujer descolgaron el cuadro, sacaron el retrato y volvieron a colgar el marco, que se quedó así como una boca abierta, que acaba de dar una carcajada, y en cuyo hueco unos hubieran escrito «ingratitud», otros «cobardía», casi todos «prudencia».

Entre la mujer y el marido hicieron añicos el retrato y añicos aún más pequeños el nombre, la firma y la cariñosísima dedicatoria.

Y se llevaron los pedazos allá adentro para darles fuego y convertirlos en ceniza, que en casos tales toda precaución parece poca.

El gabinete se quedó solo y el marco vacío.

¡Cuántos marcos tan vacíos como este hay por el mundo!

Hasta aquí el retrato. Vamos al pañuelo.

II

Pesquis era un granuja de nueve o diez años. Y le llamaban Pesquis porque hay que confesar que el muchacho era listo.

Si tuvo padres, problema un tanto dudoso, ni él los conoció, ni los conoció nadie.

Dijérase que había brotado espontáneamente en las calles de Madrid y de su propio barro, por no sé qué maravillosa fermentación espontánea.

Nada sabía, porque nada le enseñaron: ¡que cuando algo quisieron enseñarle, por ejemplo, a robar pañuelos, lo aprendió tan bien como el primero! Porque Pesquis tenía mucho pesquis y mucha pupila y dedos muy sutiles.

¡Pobre chico! Después de todo, era aplicado, y hasta pundonoroso: que si al robar algún pañuelo, por inesperada torpeza, le cogían con la mano en el bolsillo, de vergüenza se ponía rojo.

Pero entendámonos: no por la vergüenza de robar, sino de robar torpemente. En todos los oficios, aun en los más modestos, hay su miajita de pundonor.

Este era Pesquis el granuja: el que sabía primorosamente robar pañuelos.

Pasemos ahora a Tití.

Tití era una chicuela próximamente de la misma edad que Pesquis: menuda, vivaracha. Precisamente por la viveza de sus movimientos le dio Pesquis el nombre de Tití un día que los dos miraban una mona que con gorro colorado iba en compañía de un saltimbanqui y de un oso por las calles de la coronada villa.

Y Pesquis y Tití se querían con todo el cariño de que eran capaces: con esos cariños de la infancia que son los más puros, los más espontáneos y los más verdaderos de la vida, porque son los más limpios de egoísmo.

Pasaban juntos casi todas las horas del día, exceptuando las horas de oficina, por decirlo así. A saber: aquellas en que Pesquis tenía que robar pañuelos y en que Tití tenía que pedir limosna para una madre baldada (que no existía) y cinco hermanitos tan fantásticos como la madre.

Por la noche ambos entregaban al contratista o maestro los honradísimos productos de sus trabajos respectivos.

¡Ni qué sabían ellos lo que era honra! ¡Ni quién grabó en sus cerebros las líneas divisorias entre el bien y el mal! ¡Ni en qué vocabulario de la virtud aprendieron el abecé!

La vida era alegre cuando estaban juntos; era triste cuando les separaba el deber, quiero decir, el robo y la limosna.

El bien, la honradez, la alegría, solo tenían para Pesquis un nombre: el de la monuela Tití; solo un nombre tenían para Tití: el del noble y valeroso Pesquis.

Y así iban viviendo. Jugueteando en los días de calor; apretado uno contra otro en las noches frías de invierno, en que sus risas y sus juegos salpicaban de iris la lluvia y de carcajadas el viento helado.

Si hubieran sabido lo que significaba la palabra Dios y les hubieran preguntado si existía, sin vacilar hubieran dicho que sí. ¡Porque de no existir Él, quién era capaz de haber creado a Tití para Pesquis y a Pesquis para Tití!

Cierto día, Pesquis le puso los puntos a un elegante caballero en quien creyó descubrir cara de panoli.

Y sépase que este caballero —porque así le conviene al autor del cuento, y porque el creador hace lo que quiere de sus criaturas— es el mismo que el del cuadro anterior, y casi pudiéramos decir que el del cuadro del retrato.

Pesquis olfateaba un soberbio pañuelo de batista que el caballero, con ademán señoril, había dado al viento y había metido después en el bolsillo del gabán.

Con lo cual Pesquis sintió una noble ambición: la de robar aquel pañuelo, como en efecto lo robó, con sus manitas finas, sutiles y bastante sucias por añadidura. Pormenor que en la literatura moderna no puede darse por inútil.

Sin embargo, un momento después el caballero notó que había desaparecido su pañuelo de batista. Frunció el olímpico entrecejo, miró alrededor, vio al chicuelo; pero pasaba mucha gente y no pudo tener seguridad completa de que aquel granuja de cara tan inocente fuese el ladronzuelo.

Como el caballero era persona de gran seriedad y prudencia y no le gustase dar escándalos en la calle, no tomó determinación alguna violenta, limitándose a seguir maquinalmente al granuja.

Bien lo notó Pesquis, que era por todo extremo listo; pero no quiso huir, que era delatarse; y calle adelante siguió sin apresuramientos ni zozobras visibles, con las manos metidas en los bolsillos, deteniéndose en los escaparates de las tiendas y encaminándose adonde sabía que estaba Tití, para darle en un revuelo la prenda robada, como había hecho tantas veces. Porque Pesquis llevaba ya muchos años en tan honrosa carrera.

El caballero siguió detrás sin perderle de vista, porque también era hombre terco y de honrados sentimientos por añadidura; y odiaba el robo en general, y en particular cuando en su perjuicio se ejercía.

Y así, el niño y el caballero llegaron adonde estaba Tití; y llegaron a punto de presenciar una diminuta tragedia.

Porque, precisamente en el momento en que llegaron, se distrajo Tití mirando a Pesquis; y un coche que rápido pasaba la echó por tierra. No la atropelló por completo; pero dio la niña con la frente en una piedra; se hizo una ancha herida y la cara se le inundó de sangre.

El mundo se le vino encima al pobre Pesquis: se le encogió el corazón, y un grito de angustia, que fue extraña mezcla de aullido y de sollozo, se le escapó de la garganta.

Se arrojó sobre Tití; la levantó en sus brazos; le pasó las manitas por la cara y por la frente, con lo cual no le atajó la sangre, sino que la esparció.

Y en aquel momento metió la mano en el pecho, por un movimiento instintivo, pensando que en él llevaba el pañuelo robado, y que era muy fino, y que tan fina batista sería de gran alivio para la herida de Tití.

Al ir a sacar el pañuelo, levantó los ojos y se encontró con los del caballero fijos en él. Vaciló un instante; pero la herida de Tití seguía arrojando sangre muy roja. Y levantando los hombros en señal de soberano desprecio y de sublime desvergüenza, que debió estremecer de amor y de alegría a las esferas, sacó el pañuelo y lo aplicó sobre la frente de Tití.

El caballero se fue sobre él y le dijo con tono de soberana autoridad:

—¡Ah, tunante! Debía entregarte a los guardias de orden público, más que por ladronzuelo, por tonto y por imprudente. ¿No has visto que yo estaba aquí?

Y el chiquillo, mirándole con los ojos llenos de lágrimas, le contestó:

—¡Qué importa! ¡Si estaba echando Tití sangre por la frente!

El caballero dio media vuelta y se alejó. Acaso por caprichos extraños de la imaginación había creído ver flotando en el espacio un marco vacío y un pañuelo ensangrentado que extendido por mano misteriosa se ajustaba a su hueco y lo llenaba.

Y el cuento no dice más sobre la historia de Pesquis y Tití.

Con lo cual termina el segundo cuadro: telón rápido.