Dos golfos, dos caminos y dos sueños

Éranse dos chicuelos, que figuraban dignamente en el noble escalafón de los golfos, con esperanzas ambos del ascenso inmediato, aunque no era fácil adivinar de qué naturaleza sería el ascenso.

Parecían de buena índole: las dos caras eran inteligentes, ninguno de ellos pertenecía al tipo del criminal nato; pero el contagio entre los hombres es poderoso, el microbio del mal es abundante, la influencia del medio ambiente es decisiva cuando está cargada de miasmas pútridos, y para un niño el porvenir es muy incierto. Podrá llegar a ser bueno, o podrá llegar a ser malo; en la mayor parte de los casos las circunstancias deciden.

Por el pronto, eran dos golfos simpáticos, y eran además grandes amigos.

La edad casi la misma, entre los nueve y los doce años: como se vacila al equilibrar los dos platillos de una balanza, el tiempo vacilaba al cargarles de años.

Vestían el mismo traje: el de la miseria, andrajos que tenían la pretensión de representar pantalones y blusas, con acuchillados de carne pura.

Pelos enmarañados, como lo es casi siempre el destino de los seres humanos; ojos vivos y luminosos, como lo es la aurora, y como lo es la juventud, viva y luminosa también; bocas muy grandes, cual corresponde al hambre; pies descalzos, que no se sabe quién resbala más en el mundo, si los pies desnudos, o los que visten bota de charol o zapatito con tacón derribado; y, por fin, manos ágiles y sucias, las manos limpias no siempre se encuentran.

No tuvieron padres, o no los conocieron, o quién sabe si serían hermanos; por lo menos eran hermanos en la miseria triste, aunque ellos la trocaron en alegría.

Ignoraban sus nombres, porque jamás un pariente, ni un bienhechor les llamó diciendo: «Ven aquí, Pedro; ven aquí, Juan»; si acaso algún agente de Orden Público les echó de un banco del Botánico o de la verja del Congreso; pero ése les puso mal nombre: «Fuera de ahí, pilletes», les dijo.

Pero si el Registro Civil no les dio nombre, la casualidad y sus altas hazañas nombre les dieron adecuado a sus cualidades.

El uno se llamaba Tragapanes, y este nombre no necesita ningún género de explicación, es como ciertos nombres heroicos de familias ilustres, que ellos por sí lo dicen todo.

El otro se llamaba Tragadoblas, y este explicación necesita; porque no es tan común tragarse una libreta, como tragarse una moneda de plata o de oro.

Es el caso, que un día iba nuestro golfo tras un caballero entre otros chiquillos del gremio. Y el caballero, al contar unas monedas, dejó caer una, y continuó sin advertirlo.

Todos los chicuelos se precipitaron a cogerla; pero nuestro golfo fue más listo, y para que los compañeros no se la quitasen se la tragó con rapidez pasmosa, y desde entonces todos le llamaron Tragadoblas.

Resulta de aquí que Tragapanes y Tragadoblas, por afinidades de afición y por facilidades en el tragar, fueron amigos inseparables.

Por de contado, que de la moneda tragada jamás se supo, a pesar de haberse practicado minuciosas investigaciones. Lo cual no es extraño; cuando el dinero desaparece, no hay quien lo encuentre.

Cuando iban juntos, y juntos iban siempre, los demás golfos decían: «Ahí van los tragones».

Un día de primavera, pero que más bien semejaba a un jirón desprendido del invierno, caminaban juntos, a campo traviesa, Tragapanes y Tragadoblas. Los días anteriores lo habían pasado muy mal en la población: mucha hambre, mucho frío, ninguna limosna, amenazas de los municipales, tal cual golpe de esos que flotan en la atmósfera y que, no atreviéndose a caer en una persona fuerte, caen sobre un niño; todas estas desventuras les habían hecho odiar la vida urbana, y les habían lanzado a la vida campestre, y por eso, a campo traviesa, iban Tragapanes y Tragadoblas, de mal humor, con los pelos más revueltos que de costumbre, los ojos menos brillantes, las bocas más abiertas y las manos metidas, ya que no en los bolsillos, en sendos desgarrones del pantalón.

Iban a correr el mundo, a correr aventuras, y a ver si en algún campo el naciente trigo se había convertido espontáneamente, ya que no en sabroso pan, en respetable mendrugo.

Iban de mal humor, como es natural; hablaban poco, y cuando hablaban era para reñir.

Y marchaban a la par, sin saber hacia dónde y casi llevando el paso como ejército hambriento que quiere concluir pronto la jornada o para encontrar la ración o para encontrar la muerte.

Al atravesar un matorral Tragadoblas detuvo a su compañero, y, señalando hacia una piedra lisa y redonda y medio oculta entre la hojarasca, le dijo con cierta socarronería:

—Ahí tienes una libreta, Tragapanes; cómetela, que aunque está dura tú tienes buenos dientes.

Y el otro, señalando hacia una hoja seca y amarilla, desprendida sin duda días antes de su tallo, y que por su forma redonda y porque, herida por un rayo de sol, brillaba con brillo amarillento, imitando bien o mal a distancia una moneda de oro, le dijo a Tragadoblas:

—¡Mira qué moneda tan rica! Trágatela.

Y Tragadoblas recogió la hoja y se la tragó en efecto, diciendo con tono de triunfo:

—Yo tengo mejor estómago que tú.

Estas bromas infantiles parecía natural que hubieran puesto de buen humor a los golfos; pero no fue así, porque siguieron silenciosos y huraños y dispuestos a reñir de nuevo.

Hay días en que cualquiera está de mal talante y dispuesto a regañar con otro que también lo esté, como allá en las alturas se encuentran en días tempestuosos dos nubes cargadas de electricidades contrarias, y se apedrean con granizo y se maltratan a latigazos de centellas con furor.

Los dos golfos de nuestra historia eran por entonces, pongo por caso, dos pequeñas nubes tempestuosas.

Y continuaron marchando hacia adelante, impulsados por fuerzas desconocidas, como las nubes desconocen el viento que las empuja. Las nubes están todavía muy atracadas, no conocen la rosa de los vientos. Toda nube es un enorme analfabeto vestido de jirones y andrajos.

Al fin llegaron los dos golfos a un punto en que la senda que seguían dividíase en otras dos.

En la vida sucede esto muchas veces.

Y aquella fue ocasión providencial o diabólica para que estallase la enemiga de los dos chicuelos.

Tragadoblas se empeñó en que habían de tomar la senda de la derecha, y bastó que expresase este deseo para que Tragapanes se empeñase en que habían de ir por la senda de la izquierda.

¿Quién tenía razón? ¿Cuál era la buena senda?

Ellos lo ignoraban, y la razón que cada uno tenía no era otra que la sinrazón del compañero.

Se emperró Tragadoblas en ir por la derecha, y otro tanto se emperró Tragapanes en ir por la izquierda.

—Pues yo no voy por esa —dijo el uno.

—Pues yo no voy por la tuya —dijo el otro.

—Ninguna de las dos es nuestra.

—Las dos lo son.

—¿Vienes conmigo?

—Voy por donde quiero.

—Pues anda con Dios, Tragadoblas.

—Vete al cuerno, Tragapanes.

Y cada golfo tomó por su senda preferida, mirándose los dos al separarse con una mezcla de tristeza y enojo.

—¿No vienes? —gritó el uno.

—Ven tú —gritó el otro.

—No, y no.

—Pues como quieras.

Y apretaron el paso, y se perdieron de vista.

La tarde iba muy de caída. El sol se había puesto. La luna asomaba su disco. La obscuridad, una obscuridad plateada por el brillo del astro, se extendía por montes y por llanos; así sobre la veleta del campanario, que hacía pujos por asomarse al cielo, como sobre la hormiga, que en la boca del hormiguero se detenía un instante levantando sus antenas; sobre Tragadoblas y Tragapanes, que caminaban muy aprisa, como si alguien les esperase, y que iban pensando con las mismas palabras: «¿Por dónde irá el otro? ¿A que no le encuentro más?».

Ya era noche cerrada, pero de luna llena, y Tragadoblas, que con cierto desaliento había acortado el paso, se dirigió hacia unas sombras que debían ser las casas de una aldea.

Antes de llegar a poblado, pero poco antes, vio unas tapias, a trechos aportilladas, y detrás de las tapias observó las sombras de unos árboles, que debían ser cipreses, y cuyas puntas blanqueaban los rayos de la luna.

El golfo tenía ya cierta experiencia de la vida, y por lo tanto de la muerte, y comprendió que aquello era un viejo cementerio.

Como para pasar la noche con tranquilidad más confianza le inspiraban los muertos que los vivos, penetró resueltamente en el sagrado recinto por una de las brechas, y empezó a explorarlo, buscando dónde pasar la noche con relativa comodidad. En punto a comodidades, los pobres golfos no suelen ser exigentes, y Tragadoblas no lo era.

Vagando de un lado a otro, por entre hierbas, losas hechas pedazos y cruces derribadas, llegó al borde de un hueco cavado en el terreno, y que debía ser una fosa no utilizada todavía.

Tragadoblas no era supersticioso, ni era cobarde; pensó que en el fondo de la fosa estaría al abrigo del viento, y que la tierra blanda era mejor colchón que el banco de una plaza o el escalón de un portal.

Resueltamente, como hombre de energía y de gran espíritu filosófico, al fondo de la fosa se arrojó en menos tiempo que se dice.

Al caer tropezó con otro cuerpo, que, a juzgar por la sacudida que dio y la interjección enérgica que acompañó al movimiento de sorpresa y protesta, era un cuerpo vivo, que allá en la sombra se dio a conocer al intruso, y que, para mayor sorpresa de este, resultó ser el propio Tragapanes.

En un punto del camino se habían separado, sendas distintas habían seguido, y al llegar la noche, en el fondo de la misma fosa habían vuelto a reunirse.

—Para esto —dijo Tragapanes con cierta filosofía infantil—, no valía la pena de habernos separado.

Si los restos humanos que poblaban el cementerio hubieran podido hablar, le hubieran dicho que así es la vida y así es la muerte.

Habían reñido en pleno día; en aquel hueco negro se reconciliaron, y abrazados estrechamente para darse calor, se durmieron los dos chicuelos.

Se durmieron y soñaron.

Soñó Tragadoblas que crecía, que era hombre, que era militar, que llegaba a mandar ejércitos, que obtenía victorias, que las muchedumbres lo aclamaban, que llegaba a ser rey, que subía a un trono, y otros mil disparates de esos que forjan los sueños, mundo de fantasmas en que los seres parecen de vapor, el tiempo no se mide y los sucesos pasan como nubes que se lleva el viento.

Toda una vida, menos densa que la vida real, acaso tan real como esta.

Y entretanto, Tragapanes soñaba que crecía, que era hombre, que no pasaba de mendigo, que reñía con otro del mismo oficio, que le hería de muerte, que le llevaban a la cárcel y luego ante un juez, y a muerte le condenaban, y al día siguiente subía al patíbulo.

Y casi al mismo tiempo llegaron los dos sueños a iguales alturas, y desde ellas empezaron a bajar: el rey tuvo que huir, corrió por los campos y llegó a un cementerio, y agonizando cayó en una fosa.

El mendigo sufrió su pena, murió en garrote vil, pero siguió sintiendo sensaciones, y creyó que a un cementerio le llevaban y que le arrojaban en una fosa en la cual se encontraba con su compañero.

Y despertaron a la vez, el uno diciendo: «¡Vaya un sueño!», y el otro: «¡Qué trifulca!».

De un salto se pusieron en pie, abrazados todavía, y las dos cabecitas asomaron por encima de la fosa, con los pelos llenos de tierra, las caras sucias, pero los ojos brillantes.

Y el sol naciente acarició con sus primeros rayos las dos cabezas de los dos golfos, que asomaban por encima de los bordes de la fosa.

Era la vida brotando con el día del fondo más negro de la muerte.

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