4.

 

Sa-bastet, Barbero y Peluquero Real, Grande de las Dos Tierras, había dispuesto para la maestra modista una amplia estancia de trabajo en la planta superior, una logia sostenida con una doble hilera de columnas campaniformes. Nidame estaba satisfecha del espacio, y también del diván en el que ahora estaba sentada mientras elegía diversos adornos para el traje de fiesta de la joven Ta-kamenet. De lo que no estaba satisfecha era del tiempo que le habían dado para concluir su tarea. ¡Un solo día! Al llegar la noche tendría que entregar un vestido fastuoso con el que aquella familia quería impresionar a su invitado. Nidame se preguntó por primera vez si debería haber aceptado el encargo, pero aquella bolsa de Deben de oro era mucho dinero (en realidad demasiado), así que no valía la pena lamentarse.

Lo que tenía que hacer era concluir la tarea y no dar más vueltas a aquel asunto. Para ello se había traído desde su residencia en la imperial Uaset, la capital de Egipto, a dos de sus aprendizas, que ahora se hallaban trabajando en el telar. La primera acuclillada moviendo los lizos para el paso de la trama, la segunda peinando el tejido desde el lado contrario. A Nidame le fascinaba ver el movimiento de cada lizo, esas pequeñas cuerdas mágicas anudadas, a través de las cuales se deslizaban cada uno de los hilos de lino, tensando la urdimbre, creando de la nada una prenda que hasta momentos antes sólo estaba en su imaginación.

La familia de Nidame se vanagloriaba de haber inventado el telar hacía no centenares sino miles de años. Cuando ella decidió abandonar su Mitanni natal para buscar nuevos mercados en la tierra negra de los egipcios, se había traído sus últimas innovaciones en aquel arte y las había aplicado al telar egipcio, que ya funcionaba desde hacía siglos, aunque era un invento muy posterior al telar asiático.

Nidame había hecho evolucionar el arte del telar creando el telar de marco, un gigantesco aparato que era capaz de fabricar no sólo vestidos sino grandes tapices. Su habilidad como modista y tapicera le había valido rápidamente la fama en la capital y, más tarde, diversos encargos de los hombres más poderosos del país. Pero daba igual cuantas cosas hubiera conseguido en la vida, lo cierto es que ahora estaba allí, en medio de una reunión a la que no quería asistir y rodeada de estirados kemit (como se hacían llamar los egipcios a sí mismos), que no le caían demasiado bien.

Amerniu entró en ese momento en la sala de las modistas y Nidame sonrió sin poderlo evitar. Pese a la fealdad de aquel hombre, su eterna sonrisa y su buena disposición para cualquier tarea le convertían en alguien encantador, que caía bien a todo el mundo. Su rostro, de pronto, ya no parecía tan apedazado ni la cicatriz que partía en dos sus mejillas tan terrible.

—La señora Nebet-ta quiere saber cómo va vuestro trabajo, maestra —dijo Amerniu, inclinando la cabeza.

—Puedes decirle que el trabajo estará a la hora pactada.

—Eso la hará muy feliz. Está muy preocupada porque nuestro invitado no tardará en llegar.

Nidame dudaba que nada ni nadie pudieran hacer feliz aquella mujer que caminaba por la villa de su hermano con un látigo, acaso a modo de recordatorio para el resto de inquilinos de su mando en aquella finca. La modista sonrió para sus adentros recordando la rechoncha figura de aquella mujer y su gesto nervioso.

—No soy exactamente un esclavo —dijo de pronto Amerniu, sin venir a cuento. Además, habló en mitanio, la lengua materna de ambos.

La modista despertó de su ensoñación y miró al asiático con gesto desconcertado. ¿Por qué le explicaba a ella un hecho semejante? Además, era un esclavo de la casa, por mucho que le hubieran ascendido a la dignidad de Administrador. Al menos, esa impresión se había llevado,

—He oído que te llaman esclavo incluso tus amos.

Amerniu se encogió de hombros.

—Supongo que es una forma fácil de englobar a la servidumbre. Criados pagados por un lado, sirvientes forzados o esclavos por otro. Pero yo no soy esclavo sino una expresión que los egipcios llaman... —Dudó. La pronunciación egipcia exacta del término era tan compleja que Amerniu desistió—. Soy alguien obligado por una promesa. La traducción a nuestra lengua sería “Forzado de por vida”. Forzado por una promesa.

—¿Qué tipo de promesa?

—Una realizada en el campo de batalla. Mi amo, Sa-bastet, me salvó la vida y yo acepté estar unido a su destino como su lacayo mientras él respire. Pero no soy su esclavo, soy alguien que le debe la vida y amarrado por esa promesa a su destino, que ahora es el de ambos.

En Egipto no había demasiados esclavos. Menos de una cuarta parte de la servidumbre eran esclavos. Además, en su mayoría, eran personas a las que la mala fortuna les había arruinado y se vendían a si mismos para no morir de hambre. A cambio de techo y comida, una cierta seguridad en la vida, aceptaban servir a su señor hasta el final de sus días. Nidame no encontraba una gran diferencia entre lo que Amerniu le explicaba (ser un esclavo de guerra) y ser un esclavo por deudas como muchos egipcios, pero como para su compatriota parecía importante, inclinó la cabeza en señal de comprensión.

—Los hijos de la Tierra Negra de Egipto son gente extraña. Tienen sus costumbres. Nosotros estamos ahora en su país y debemos adaptarnos.

—Sí, claro, adaptarse. —El tono de voz de Amerniu se volvió más débil, como si estuviese pensando en alguna otra cosa— El concepto de “Forzado de por vida” es muy antiguo. Los reyes predinásticos, hace más de mil años, ya organizaban expediciones para raptar trabajadores forzados. Les dejaban dos opciones: Morir o convertirse en “Forzados de por vida”. Los egipcios son un pueblo misericordioso, con mucho ingenio, al que le gustan los juegos de palabras.

La modista enarcó una ceja, sin terminar de entender a dónde quería llegar Amerniu. Un sonido a su espalda le hizo volver la cabeza. A una de sus ayudantes se le había caído uno de los carretes de madera que guardaban las bovinas de lino. Nidame le lanzó una mirada de preocupación.

—Lo que no entiendo es por qué me explicas todo esto, Amerniu —dijo la mujer.

Pero cuando volvió la vista, el esclavo, el “Forzado de por vida”, ya no estaba. Se había marchado tan silenciosamente como había llegado. Lanzando un suspiro, sin saber muy bien lo que acababa de suceder, Nidame regresó a sus tareas.

Media hora después, luego de observar que el trabajo de sus aprendizas era excelente (sólo tuvo que deshacer un par de puntadas del revés para que hicieran juego con las del derecho) decidió darse un descanso y se dirigió lentamente hacia los jardines. También tenía algo de curiosidad porque sabía que el invitado estaba a punto de llegar, así que no le costó mucho buscar una excusa para descender de la segunda planta y dejar a la más antigua de sus aprendizas a cargo del telar. Luego de atravesar las largas columnas de zócalos de piedra, que sostenían el techo, pasó junto al recibidor y el altar al dios Amón del vestíbulo, camino de la terraza de la entrada norte. Desde allí alcanzó los jardines. Nada más llegar se encontró con la visión a su izquierda del esclavo Amerniu, en la entrada principal de la mansión, alzando una larga vara mientras golpeaba el suelo y decía:

—Tengo el honor de presentaros a Ire-ti, antiguo Maestro de los jardines del Doble Palacio de Ity-tawy, Amigo del rey Menkheperre Tutmés, Vida, Salud y fuerza, y Grande de las dos tierras de Eg...

Un hombre completamente calvo y de aspecto afable, que Nidame había tomado por un esclavo, avanzó lentamente hasta Amerniu y le puso una mano en el hombro, diciendo:

—Ire-ti es ya suficiente, amigo. Todos esos nombres y títulos no los oía desde hacía años y ya no forman parte de mí, de la persona que soy ahora.

El antiguo jardinero real avanzó entonces resueltamente por un corto sendero que llevaba a un templete, un hermoso pabellón de madera labrada junto a un enorme granado. Le acompañaba un perro pequeño y muy bajo, de apenas dos codos de largo y tal vez ni siquiera uno de alto. El animal movía el rabo de un lado para otro y olisqueaba a su alrededor, sin perder de vista a su amo, que seguía con su paso calmo en dirección al templete. Allí le esperaba Sa-bastet, el señor de la casa, vestido con un traje de lino de primera calidad de color rojo sangre; a su lado su hermana Nebet-ta, vestida también con lino fino de colores chillones (la moda de la corte), postrándose ante su invitado casi hasta besar el suelo. Por último, se hallaba la joven Ta-kamenet, que inclinó muy levemente la cabeza.

—Es un placer tenerte en esta casa, Gran Maestro de los Jardines. ¡Alabados sean los dioses! —entonó Sa-bastet con la misma voz melodiosa que un sacerdote en un templo.

—¡Alabado sea Amón y la madre Mut! Nos haces un gran honor, Maestro. No somos dignos —añadió Nebet-ta, incorporándose lentamente de su genuflexión anterior y juntando las manos en señal de respeto.

Ire-ti se detuvo. Había caminado por el sendero, flanqueado por pequeñas estatuas y parterres florales, moviendo a derecha e izquierda su bastón de madera de cedro con un cascabel en la punta. Vestía un sencillo faldellín, un Shendyt de lino de primera calidad pero sin ningún ornamento. Nidame, que conocía bien el funcionamiento de la moda y los sastres egipcios (no en vano eran sus competidores en la capital) se sorprendió por ello. La gente que podía pagarse un tejido de esa clase, se hacía plisar el faldellín, y completaba el conjunto con un cinturón, aparte de llevar al cuello un collar de cuentas de vidrio a imagen y semejanza del Usej que portaba el propio faraón. Pero Ire-ti iba desnudo de cintura para arriba como un sencillo campesino, no llevaba adornos y no se movía con la afectación de un noble egipcio. 

El invitado, que había permanecido en silencio un instante, dijo por fin:

—El placer y el honor son míos, quieran los dioses cuidar de vosotros y de vuestra casa.

Inclinaron todos de nuevo la cabeza en señal de respeto, mientras Nidame, desde la terraza meneaba su propia cabeza pensando en todas esas formalidades y ceremonias de las que gustaban los hijos de la Tierra Negra.

—Te presento a mi hija, la hermosa Ta-kamenet —dijo entonces Nebet-ta, recogiendo del suelo su látigo, que debía habérsele caído del pliegue de su vestido mientras hacía una última reverencia.

Ire-ti sonrió y dio un paso al frente al tiempo que Ta-kamenet hacía lo propio. Chocaron y rieron ambos azorados. Entonces, un brillo extraño se formó en los ojos de la muchacha, que estiró las manos y tocó el rostro del jardinero siguiendo lentamente el contorno de su frente, de sus orejas, circunvalando el rostro hasta alcanzar finalmente la barbilla. De forma sorprendente, Ire-ti hizo lo propio y, clavando su bastón en el suelo, tomó con ambas manos las mejillas de la joven moviendo lentamente sus dedos y descendiendo hasta su boca. Luego las retiró bruscamente como si él también hubiese hecho extraño descubrimiento.

—¿Sois ciego, Maestro de los Jardines? —preguntó entonces Ta-kamenet.

—No de nacimiento —repuso Ire-ti, tras una pausa—. Me quedé ciego hace unos años. Fue algo progresivo, pero llegó el día en que no fui capaz de realizar mis servicios en los jardines del Rey. Por eso estoy retirado.

—Ya entiendo —observó Ta-kamenet en tono frío—. Si sois tan amable, maestro, querría haceros una pregunta personal.

Se hizo el silencio. Nebet-ta suspiró aterrada e intentó pellizcar el brazo de su hija, que eludió la garra de su madre y se mantuvo a un palmo del invitado, todavía con una de sus manos sobre su rostro.

—No es necesario que hagáis la pregunta —informó Ire-ti—. Yo mismo os daré la respuesta. Hace días recibí una invitación de nuestro soberano Menkheperre Tutmés, Vida, Salud y Fuerza, instándome a acudir a la residencia de verano de su Barbero y Peluquero real, el noble Sa-bastet. Escribí a vuestro tío de inmediato aceptando la invitación y preguntando la causa de la misma, que su Majestad no me había revelado. Vuestro tío me contestó dando una fecha para la visita y cortésmente eludiendo la cuestión. Yo mismo no he sabido la razón de mi visita hasta este momento.

—Perdonad —dijo entonces Ta-kamenet—, pero no es eso lo que quería preguntaros.

Ire-ti sonrió con gesto de dolor y replicó:

—Queríais preguntarme si estoy casado. Habéis razonado por vos misma que ese podía ser el fondo de la cuestión. —El maestro de los Jardines hizo otra pausa, sabiendo que todas las miradas estaban fijas en él— La respuesta es que lo estaba, pero mi esposa y la mayor de mis hijas murieron de unas fiebres hace dos años. Ahora estoy soltero y no busco esposa pero, por lo visto, no debí dejar bastante claro mi deseo y alguien decidió organizar este viaje.

«Meritre, mi mujer, era la amada sin igual, la estrella que brilla en el firmamento al inicio de un año perfecto. No puedo, no podría, no sabría... sustituirla.

La voz de Ire-ti se había quebrado, pero todos oyeron lo suficiente para entenderle. La estrella Sotis, que mucho más tarde sería conocida como Sirio, era un símbolo para los egipcios. Su aparición en el firmamento marcaba la crecida del río Hapi (el Nilo), el momento más importante para los campesinos y para todo el pueblo. Así, un año que comenzaba con la llegada de Sotis en el día prefijado, dando comienzo a una inundación que regara los campos y asegurara el sustento para todos... era llamado “un año perfecto”. Por extensión, cuando tu pareja llenaba tu corazón de dicha, hasta hacerlo rebosar como la crecida del Nilo, era llamada también en los poemas “la estrella que brilla en el firmamento al inicio de un año perfecto”.

Ta-kamenet, que sabía de sobras todo esto por los libros, estaba demasiado enfadada para conmoverse con las palabras del maestro jardinero. En lugar de ello, dijo en voz alta, volviéndose hacia su madre:

—Dos personas ciegas de buena familia y cercanas al rey. Pensar que sus limitaciones van a unirlas me parece un pensamiento cruel. Creo que ya sé a quién se le ocurrió esta estúpida reunión de discapacitados.

—Oh, Amón bendito, ¿cómo te atreves? —terció entonces Nebet-ta.

Madre e hija manotearon entre chillidos de rabia mientras al resto de los presentes se le escapaba una sonrisa.

Ire-ti se enjugó una lágrima que había aparecido rodando por su mejilla. Avanzó un par de pasos a su izquierda y, guiado por su fino oído, alargó una mano, interponiéndose entre las dos mujeres.

—Tal vez todo esto sea una crueldad —opinó el maestro—, tal vez no. Tal vez sea sólo un gesto de buena voluntad mal encaminado. Un error bienintencionado si así lo preferís. Pero no importa. Como yo no busco esposa, esta velada y el resto de los días de mi visita no tienen porqué incomodarnos. Creo que sería una buena idea disfrutarlos, como buenos amigos, y olvidar la razón inicial. ¿No es así, joven Ta-kamenet?

La muchacha pareció reflexionar durante un instante. Luego sonrió y tomó del brazo a Ire-ti. Así, entrelazados, el antiguo Maestro de los Jardines y la adolescente avanzaron camino del huerto, formado por coquetos cuadrados de cultivos que se extendían en la lejanía, esa lejanía que ellos no podían ver y en la que aguadores llenaban vasijas de barro del estanque para regar algunas zonas de difícil acceso, allí donde el sistema de riego no alcanzaba.

—Puedo oler vuestras higueras, justo donde comienzan los frutales —explicó Ire-ti señalando hacia adelante y un poco a la derecha, con el brazo que sujetaba Ta-kamenet; mientras, con el otro, removía la tierra con un movimiento de experto, valiéndose de su bastón de ciego acabado en un cascabel.

—¿Podéis saber qué hay plantado en nuestro huerto sólo por el olor? —dijo Ta-kamenet, maravillada

—Cuando los dioses decidieron quitarme la vista, poco a poco fui desarrollando nuevas aptitudes e intentando vencer la oscuridad que se cernía sobre mí, potenciando otros sentidos. La higuera, por otro lado, desprende un olor muy fuerte y característico, que hasta un jardinero principiante puede aprender a reconocer. Con el tiempo vos también podréis oler el jugo lechoso de la higuera, o un pétalo de una rosa, a veinte codos de distancia. Todo en la vida es cuestión de práctica y de repetición. Todo...

Las palabras de Ire-ti se helaron en su boca. Poco después, todos pudieron oír el sonido de unos pasos a la carrera. El perro que acompañaba a Ire-ti gruñó y enseñó los dientes. Era el principio del bufido del animal, que el Maestro de los Jardines había reconocido como una señal de peligro, lo que le había hecho callar.

—¿Qué sucede, Hocico Plateado? —preguntó Ire-ti.

El perro se colocó delante de su amo y se levantó sobre sus cuartos traseros, protegiéndolo de una posible amenaza. Pero el desconocido no estaba interesado en el antiguo Maestro de los Jardines. Pasó de largo junto a la pareja y del can. Continuó frenético su carrera en dirección al templete, donde aún se hallaban los señores de la casa y casi toda la comitiva. Se trataba de uno de los ayudantes de riego, esos que estaban llenando sus vasijas de agua hacía un instante. El hombre terminó su carrera y se inclinó ante Sa-bastet.

—Mi señor, ha sucedido algo terrible —dijo el hombre después de una pausa para recuperar el aliento.

—Explícate —exigió Sa-bastet.

—Yo iba… Iba a coger agua… Y le vi.

—¿Qué viste? Explícate bien, por el amor de los dioses.

—Yo me incline a coger agua… Y vi algo extraño en el fondo… Metí la mano… Oh, ¡Poderoso Min, ayúdame! ¡Por favor, Señor de las Nubes! —Min era el dios tutelar de la ciudad de Ipu, y las gentes nacidas en los contornos le eran muy devotos. El aguador estaba besando un amuleto que llevaba colgado del cuello y balbucía cosas sin sentido.

Nebet-ta alargó la mano y golpeó con el mango de su látigo en el hombro del esclavo arrodillado.

—Explícate de una maldita vez, haragán. ¿Qué demonios has visto dentro del estanque?

El hombre dio un respingo y se acarició la parte superior del brazo, donde la carne comenzaba ya a enrojecer. Pronto se formaría un cardenal.

—Hay un cadáver, mi señora —dijo, mirando a Nebet-ta con los ojos inyectados en sangre.