Aureus. Un trozo de papel entregado a un cura en un confesonario, acompañado de un mito. La marca. Vuelvo a dibujar su brújula y dejo que mi imaginación siga las líneas de su diagrama. Aureus. Vuelvo a garabatear la palabra, tanteo el sonido de las sílabas. Au. Re. Us. Del latín aurum, que significa «oro». En lenguaje figurado significa glorioso, excelente, magnífico. Seguido de las negras llaves de san Pedro, situadas a modo de barrera, una posición defensiva. Vuelvo a comprobar las connotaciones católicas. San Áureo, obispo y mártir de Maguncia, Alemania, asesinado por los hunos junto a su hermana. También: tesoro. Véase el Codex Aureus de san Emerano, libro carolingio del siglo V con los evangelios. Tamborilean mis dedos sobre el teclado del ordenador. A continuación, Aurelio. Obispo de Cartago y compañero de san Agustín de Hipona, activo en el siglo IV, responsable del establecimiento de la doctrina cristiana y la erradicación de las principales herejías de la época. El padre Canet lo llamó la «señal de la Sibila». Se me rompe la mina del lápiz. Clic, clic, raspa sobre el papel. Otra vez. Ella se refería a un nombre. Un nombre. Un nombre. Me distrae el movimiento de dos cuervos que se enfrentan en las ramas al otro lado de mi ventana. Graznan y pelean feroces, pero a mí me tranquilizan. Vino frío que me desciende por la garganta y me da calor al tiempo.

A U R E U S

Intercambio el orden de las primeras tres letras.

U R A E U S

Mi lápiz se queda en el aire. Uraeus. De los jeroglíficos egipcios: «cobra enhiesta», del griego ouraios o tal vez sobre la cola. Los egipcios celebraban la belleza y la sabiduría de la serpiente, y la escogieron como símbolo de la divinidad, la realeza y el poder. La cobra no podía parpadear, así que era la siempre vigilante guardiana de los reyes, erguida sobre la máscara de oro de Tutankamón. El Uraeus pudo haber sido también una representación de la antigua diosa Uadyet, una deidad con cabeza de serpiente del Egipto predinástico, el fértil seno del reptil, protectora del Bajo Egipto; su oráculo habitaba en la ciudad de la región que recibía su nombre en honor de la sierpe, PerUadyet, o «la casa de Uadyet», de donde se rumoreaba que habían surgido los oráculos de la antigua Grecia. Se lucía su imagen para bendecir a las mujeres en el parto. Uadyet, derivado del símbolo jeroglífico: papiro. O «la del color del papiro». Uady significa «de color verde» en referencia a las hojas de la planta; diosa del famoso símbolo ancestral del ojo de la luna, el uadyet, más adelante llamado «el Ojo de Horus». El símbolo central de los siete brazaletes de oro, lapislázuli, cornalina y fayenza hallados en las tumbas de los reyes momificados y los colgantes de antaño enmarcados por el águila y la cobra, erguidas en cornalina… La diosa Uadyet es la serpiente de dos cabezas, o la matriarca con cabeza de león…, un amuleto contra el mal de ojo, y la protección ctónica para el paso sin peligro al inframundo, la marca de un rey sobre la tierra, icono del dominio y del poder de Egipto. Aureus-Uraeus. ¿Una relación descabellada? Me freno. Céntrate en las llaves. Ese símbolo está claro. Las llaves cruzadas de san Pedro, el papa de Roma. Pedro, la Piedra. Feroces dientes gemelos, al mismo tiempo una barrera y un atractivo. Protectoras y reveladoras.

Entonces caigo.

Siento una resonancia.

En las tripas. Obra en consecuencia.

Una copa de vino en mi escritorio improvisado, portátil abierto. Las fotografías de su rostro pegadas en la ventana. Cenicero con seis colillas. Dos tazas de café a medio beber. Subo las fotos de mi cámara, los bocetos que ella dibujó cuando era una adolescente. Apóyate en ellos. El pequeño listín de teléfonos de color negro sobre la mesa. Su letra es tan delicada, tan rápida. Paso las hojas del listín.

Siempre me dio demasiado miedo llamar a esos números —irrumpe la voz de Villafranca en mis pensamientos—. A todos los nombres masculinos. Pensé: «Le preguntaré a cada uno de ellos. ¿Fuiste tú? ¿Le hiciste tú perder la cabeza? ¿La querías?». Pero no deseaba conocer esa versión de mi hija.

Regreso a la imagen. Las llaves de la ciudad de Roma. Tal vez significan algo tan simple como «Pere», en catalán, ¿no? ¿O será Pedro? No utilizó los nombres de pila para el orden alfabético, pero sigo impertérrita y continúo leyendo de manera metódica el grueso de las entradas hasta que llego a cinco mágicas letras escritas en azul. Peter. Pienso en el pescador. El ceñido rabillo de su «r» termina en una floritura nítida. Para mi sorpresa, el nombre está en inglés, y el apellido es Warren. Junto a éste, Natalia dibujó un minúsculo juego de llaves. El número de una línea de teléfono fija. Alargo la mano hacia el móvil. One, two, skip to my Lou. Fly’s in the buttermilk, shoo, fly, shoo. There’s a little red wagon, paint it blue.[7] Le doy vueltas y más vueltas. Marco el número. El auricular en el oído. La boca abierta.

Lost my partner, what’ll I do? I’ll get another one, prettier than you.

Skip, skip, skip to my Lou.[8]

Da señal la llamada. Y vuelve a darla.

Clic. Crrrrinc, crrrrunk.

Hola, has contactado con el número de teléfono de Peter Warren. Por favor, deja tu mensaje…

Me quedo sin aire de golpe. Vuelvo a llamar. No hay respuesta. Esta vez no, decido. Ningún mensaje.

Peter Warren. Tecleo su nombre y «Barcelona» en la barra de búsqueda de Google. Muy abajo en los resultados viene una serie de vínculos a unas reseñas publicadas en la revista británica de viajes Bulldogs Abroad, en los que se detallaba la vida nocturna de la ciudad. Hay una pequeña fotografía del hombre adjunta al tercer artículo, que recomienda una ruta de bares vinculada al legado de carácter religioso de ciertos lugares de la ciudad. Piel morena, amplia sonrisa, facciones pixeladas. El cuarto artículo, escrito en 1998 y vuelto a publicar en un blog, es una crítica de la espectacular interpretación de una inocente Natalia Hernández de dieciocho años. El autor cita unas palabras de la actriz.

De vuelta en mi escritorio, llamo a Fabregat. Tengo mis dudas. No le hables del sacerdote. El trozo de papel. Me lo dieron a mí…, y no a él. En cambio, lo que hago es centrarme en una corazonada —una sensación nebulosa—, mi número de circo.

—¡Buena chica! —me grita al teléfono.

—¿Puedes hacer algo por mí…? —le pregunto lentamente—. No sé hasta dónde llegan tus posibilidades, pero…

—¡Suéltalo ya! No tengo todo el día. ¡El partido del Barça empieza dentro de diez minutos!

—Tengo un nombre para ti.

—¿A quién buscamos?

—A Peter Warren.

—¿Algo más?

—Un número de teléfono. —Se lo dicto.

—A ello. —Fabregat cuelga.

Arrastro los pies hasta la cocina y me preparo una taza de té con mi peso inclinado sobre la encimera. Cuando hierve el agua, escojo camomila y suelto la bolsita en una taza amarilla. Asciende el vapor. Una mancha de color marrón se filtra en el agua.

Fabregat me devuelve la llamada casi de inmediato.

—Se marchó de Barcelona hace diez años. Vendió un apartamento en Gràcia. No tiene papeles de residencia. Es ciudadano británico. Va y viene en los meses de verano. Parece que ha entrado este año por el control de pasaportes, y no hay registro de su marcha. No paga impuestos. Gorrón. ¿Ayuda esto? El número de teléfono pertenece a una casa de Capileira, el Cortijo del pino —atruena, claramente complacido—. Ahora les pido a mis chicos que lo comprueben…, cualquier británico soltero en aquel pueblo.

El tiempo se me pasa volando. Encuentro desagradable el sabor del ambiente; Natalia Hernández me ha vaciado de emociones. Cojo el teléfono y llamo a Peter Warren. Salta su voz: Hola, has contactado con el número de teléfono de Peter Warren. Por favor, deja tu mensaje…

Sin respuesta. Me hierve la sangre de irritación. ¿Quién coño es este tío? ¿Qué está haciendo en Andalucía? Está aquí ilegalmente…, ¿sin papeles? ¿Antecedentes policiales, tal vez? Nada serio. Una pelea en un bar de Sevilla en 1989. ¿Pueden encontrarlo? Fabregat es un cazador rápido. ¿Dónde estaba él en 1996, el año en que Cristina murió y Villafranca se marchó de gira?

Pasa un día con desgana. Vuelvo a llamar al teléfono fijo. Obstinada.

Hola, has contactado con el número de teléfono de Peter Warren…

Dejo un mensaje, con calma, serena. Mi nombre y mi número. Y mi interés en hablar con él —eufemísticamente— sobre su «época en Barcelona». A continuación, consulto al Gran Oráculo de Google. C-A-P-I-L-E-I-R-A. Búsqueda de imágenes. El Cortijo del pino. Aparece de inmediato. Un alquiler de vacaciones para el verano, ocupado por el dueño durante el invierno. Le paso los detalles a Fabregat. Después, el ayuntamiento, turismo, cualquier cosa me vale. Consigo un número del pueblo. Un bar de la localidad. Lo garabateo. ¿Cuántos habitantes?

528.

¿Un pueblo tan pequeño? Lo tienen que conocer. Todo el mundo lo conocerá. Llamo a la oficina de turismo del ayuntamiento y hablo con Juan, que admite que sí, que hay un hombre que coincide con esa descripción. ¿Pedro?

¿Está allí ahora?

Puede ser.

¿Ahora?, pregunto.

No sé. Levanto sus sospechas.

Le digo que volveré a llamar más tarde. Telefoneo al bar y doy con una alegre mujer con la voz ronca. ¿Cómo?, pregunta desconcertada. ¿Con quién quiere hablar?

Estoy tratando de encontrar a mi tío.

—Su teléfono móvil no funciona. Dígale que tengo que hablar con él de manera urgente. Sobre Natalia.

Ese Píter Guarren. Sí. Por aquí anda. El inglés. ¿Al inglés? Sí, claro que lo conozco —añade con amabilidad—. Pues claro que la ayudaremos, por supuesto.

A la mañana siguiente, el sujetador deportivo es lo primero, un elástico incómodo que aprieta en la carne. Mallas negras, camiseta suelta de manga larga, preparada para el invierno, el pelo recogido, oculto por el momento. Cojo el billete de metro, las llaves, música, lo meto en un bolsillo, cierro la puerta, bajo la escalera dando tumbos medio grogui, me vuelvo a quitar el sueño de los ojos, los guiño, abro la puerta de dentro, me echo un segundo vistazo en el espejo por si acaso. Esta parte del ritual siempre es un error. Tengo mala cara, hinchada del sueño. Cierro los ojos. Suena un mensaje en mi móvil. Notícies? Has esmorzat? Fabregat quiere saber si ya he desayunado. No hago caso del reflejo, después clic, puerta abierta, libertad, escapada a la calle y a correr. Subo y dejo atrás el monumento a los catalanes caídos, la llama eternamente encendida al oeste del apartamento. Saludo a las gárgolas de Santa Maria del Mar. Los barrenderos limpian como locos los adoquines con sus graciosos cochecitos verdes…, y sigo corriendo. Via Laietana arriba, la gran plaza central de la ciudad —la plaça de Catalunya—, me meto sólo un poquito (tampoco hay que exigirse demasiado) en los ferrocarrils. Cojo un tren hacia la montaña, para el funicular de Vallvidrera. Vertical. Subo hasta la carretera de les Aigües. Escapo del tren, me adentro en arena, cactus, tierra abierta, brisa marina, una mañana de radiante sol blanquecino. Átate los cordones de las zapatillas. Vamos. Respira. Corre. Y mientras tú corres la ciudad se despierta. Asciende más alto el sol en el cielo sobre el mar. ¡Estás viva! Al compás de mi respiración. El sudor me mancha la parte baja de la espalda, y siento que me libero del frío. Se vierte la luz sobre los tejados de terracota. Se levanta el polvo. El pensamiento tranquilo.

Cuando regreso a mi apartamento, me siento ante el escritorio y preparo el trabajo del día. He programado una llamada a Bingley para informarlo de cómo van las cosas, que siguen avanzando. A las diez de la mañana suena el teléfono. Un número desconocido. Espero. Decido. Entonces lo cojo. La voz entra como un saludo directo de los cielos:

—Hola… —Sílabas en inglés que reconozco. Con claridad y precisión—. Soy Peter Warren. —Hace una pausa—. Creo que podría tener lo que está buscando.