PRIMERA CARTA

Señora:

Tomo la pluma para daros una prueba innegable de que considero vuestros deseos como órdenes. Entonces, y por desagradable que sea mi tarea, volveré a recordar esas escandalosas etapas de mi vida, de las que ya he salido, para disfrutar de todas las bendiciones que pueden otorgar el amor, la salud y la fortuna; estando aún en la flor de la juventud, y no siendo demasiado tarde para emplear los ocios que me proporcionan mi gran fortuna y prosperidad, cultivando mi entendimiento, cuya naturaleza no es vil, y que ha ejercitado, aun dentro del torbellino de placeres relajados en el que me vi envuelta, más observaciones sobre los caracteres y las costumbres mundanas de lo que es frecuente entre las que practicaban mi desgraciada profesión, quienes contemplan todo pensamiento o reflexión como su principal enemigo, los mantienen a la mayor distancia posible ó los destruyen sin piedad.

Odiando mortalmente todo prefacio innecesariamente largo, no os haré perder más vuestro tiempo y no intentaré disculparme; preparaos para ver la parte libertina de mi vida, escrita con la misma libertad con que la llevé.

¡Verdad! La verdad cruda y desnuda es la palabra, y no me tomaré el trabajo de arrojar ni un velo de gasa sobre ella, sino que pintaré las situaciones tal como aparecieron naturalmente ante mí, sin cuidarme de infringir esas leyes de la decencia que nunca se aplicaron a unas intimidades tan candorosas como las nuestras, ya que vos tenéis demasiado entendimiento y demasiado conocimiento de los mismos originales para desdeñar remilgadamente a sus retratos. Los hombres más grandes, los que tienen gustos más refinados e influyentes, no tienen escrúpulos en adornar sus habitaciones privadas con desnudos, aunque se pliegan a los prejuicios vulgares y piensan que no serían un decorado decente en sus escalinatas o en sus salones.

Habiendo sentado estas premisas más que suficientes, me lanzo de cabeza en mi historia personal. Mi nombre de soltera era Frances Hill. Nací en un pueblecito cercano a Liverpool, en Lancashire, de padres muy pobres y creo, piadosamente, extremadamente honestos.

Mi padre, que había quedado baldado de las piernas, no podía realizar las faenas más laboriosas del trabajo del campo y, tejiendo redes, aseguraba su magra subsistencia que no mejoraba mucho porque mi madre mantuviera una escuela para niñas de la vecindad. Habían tenido varios hijos, pero ninguno vivió mucho, aparte de mí, que recibí de la naturaleza una constitución perfectamente sana.

Mi educación, hasta los catorce años, fue de las más vulgares; leía o más bien deletreaba, escribía con letra ilegible y bordaba torpemente; eso era todo. Y el fundamento de mi virtud no era más que una total ignorancia del vicio y la cautelosa timidez que caracteriza a nuestro sexo en esa tierna etapa de la vida, cuando los objetos alarman o atemorizan más que nada por su novedad.

Claro que este temor se cura con frecuencia, a expensas de la inocencia, cuando la señorita, gradualmente, logra no mirar a un hombre como a una criatura de presa que va a devorarla.

Mi pobre madre había dividido tan completamente su tiempo entre sus pupilos y sus pequeñas tareas domésticas que había dedicado muy poco a mi instrucción, ya que por su propia inocencia de toda maldad, nunca pensó ni remotamente en preservarme de ella.

Estaba yo por cumplir quince años cuando sufrí la peor de las desgracias, perdiendo a mis tiernos y cariñosos padres que me fueron arrebatados por la viruela con pocos días de diferencia; mi padre murió antes, apresurando así el fin de mi madre, y dejándome huérfana y sin amigos, ya que mi padre se había afincado allí accidentalmente y era originario de Kent. La cruel enfermedad que había sido tan fatal para ellos también me había atacado, pero con síntomas tan suaves y favorables que pronto quedé fuera de peligro y —cosa que no aprecié enteramente en aquellos momentos— sin ninguna marca. Omitiré referir aquí la pena y la aflicción que naturalmente sentí en una ocasión tan melancólica. Pasó algún tiempo y el atolondramiento de la edad disipó prontamente mis reflexiones sobre la irreparable pérdida, pero nada contribuyó tanto a reconciliarme con ella como las ideas que de inmediato me metieron en la cabeza de ir a Londres a servir, en lo que una tal Esther Davis me prometió ayuda y consejo, ya que había venido a ver a sus amigos y, después de unos días, debía retornar a su colocación.

Como ahora ya no me quedaba nadie vivo en el pueblo, nadie que se preocupara por lo que pudiera sucederme o que pusiera peros a este proyecto, y como la mujer que cuidaba de mí desde la muerte de mis padres más bien me animaba a seguir adelante, pronto tomé la resolución de lanzarme al ancho mundo y dirigirme a Londres para hacer fortuna, una frase que, por cierto, ha arruinado a más aventureros de ambos sexos, provenientes del campo, que los que se beneficiaron de ella.

Tampoco Esther Davis se privó de hacerme reflexionar, animándome a aventurarme con ella, aguijoneando mi curiosidad infantil con los hermosos espectáculos que se podían ver en Londres: las Tumbas, los Leones, el Rey, la Familia Real, las maravillosas funciones de teatro y ópera; en una palabra, todas las diversiones que podía esperar quien estaba en su situación; sus detalles hicieron dar vueltas a mi cabecita.

Tampoco puedo recordar sin reírme la inocente admiración, no desprovista de una pizca de envidia, con la que nosotras, chicas pobres cuyos vestidos para ir a la iglesia no superaban las camisas de algodón basto y las faldas de paño, admirábamos los vestidos de satín de Esther, sus cofias ribeteadas con una pulgada de encaje, sus vistosas cintas y sus zapatos con hebillas de plata; imaginábamos que todo eso crecía en Londres e influyó grandemente en mi determinación de tratar de obtener mi parte.

Sin embargo, la idea de llevar consigo a una mujer del pueblo, fue motivo de poca monta para que Esther se comprometiera a hacerse cargo de mí durante mi viaje a la ciudad, pues, según me dijo con su estilo peculiar, «muchas chicas del campo hicieron fortuna para ellas y sus familias, ya que preservando su virtud, algunas habían hecho tan buenas relaciones con sus amos que se habían casado con ellos, y ahora tenían carruajes y vivían a lo grande y felizmente, y hasta algunas habían llegado a ser duquesas; la buena estrella lo era todo y ¿por qué yo no?», añadiendo otras historias con la misma finalidad, que me pusieron ansiosa de iniciar ese prometedor viaje y de dejar un lugar que, aunque fuera aquel donde había nacido, no contenía parientes que pudiese extrañar y se me había vuelto insoportable a causa del cambio de los tiernos usos por la fría caridad con que se me recibía, aun en la casa de la única amiga de la que podía esperar cuidados y protección. Sin embargo, fue tan justa conmigo como para convertir en dinero las fruslerías que me quedaron después de saldar las deudas y los entierros, y en el momento de la partida puso en mis manos toda mi fortuna, que consistía en un magro guardarropas, guardado en una caja muy portátil y ocho guineas con diecisiete chelines de plata, metidos en una cajita de muelle, que eran el tesoro más grande que jamás hubiese visto y que me parecía imposible se pudiera gastar enteramente. Por cierto que estaba tan poseída por el júbilo de ser dueña de una suma tan inmensa, que presté muy poca atención al buen consejo que se me dio junto con ella.

Entonces, Esther y yo tomamos plazas en el coche de postas de Londres. Pasaré por alto la poco interesante escena de la despedida en la que dejé caer algunas lágrimas, mezcla de pena y alegría. Por las mismas razones de insignificancia, me saltaré todo lo que me sucedió en el camino, como el carretero que me miraba empalagosamente y las trampas que me tendieron algunos de los pasajeros, que fueron evitadas gracias a la vigilancia de Esther, quien, para hacerle justicia, cuidó maternalmente de mí, al mismo tiempo que me cobraba su protección obligándome a hacerme cargo de los gastos del camino, que sufragué con la mayor alegría, sintiendo que aún estaba en deuda con ella.

Por cierto que se cuidó de que no nos estafaran ni cobraran con exceso y también de comportarse lo más frugalmente posible, la prodigalidad no era su vicio.

Llegamos a la ciudad de Londres bastante tarde, una noche de verano, en nuestro medio de transporte, lento, pese a que seis caballos tiraban de él. Mientras pasábamos por las anchas calles que llevaban a nuestra posada, el ruido de los coches, las prisas, las multitudes de peatones, en una palabra, el nuevo paisaje de tiendas y casas me agradó y me asombró al tiempo.

Pero imaginad mi mortificación y mi sorpresa cuando llegamos a la posada y nuestras cosas fueron bajadas y entregadas y mi compañera de viaje y protectora, Esther Davis, que me había tratado con tierna solicitud durante el viaje y no me había preparado con ningún signo precursor del golpe abrumador que estaba por recibir, cuando, como digo, mi única amiga en este extraño lugar, asumió conmigo un tono extraño y frío, como si temiera que me convirtiera en una carga para ella.

Entonces, en vez de prometerme que continuarían su asistencia y sus buenos oficios, con los que yo contaba y que nunca había necesitado tanto, pareció considerarse, en apariencia, dispensada de sus compromisos para conmigo por haberme traído, sana y salva hasta el final del viaje, y pareciéndole que su proceder era natural y ordenado, comenzó a besarme para despedirse mientras yo me sentía tan confundida, tan herida que no tuve el espíritu ni la sensatez suficientes como para mencionar las esperanzas que había puesto en su experiencia y en su conocimiento del lugar donde me había traído.

Mientras yo me quedaba allí, estúpida y enmudecida, cosa que ella atribuyó, sin duda, tan sólo a la preocupación de la despedida, una idea me procuró, quizás, un ligero alivio al oírle decir que, ahora que habíamos llegado felizmente a Londres y que ella estaba obligada a volver a su colocación, me aconsejaba, sin ninguna duda, que yo también obtuviera una lo antes posible; que no debía atemorizarme ante esa idea, ya que había más colocaciones que iglesias; que me aconsejaba ir a una agencia de colocaciones y que si se enteraba de alguna cosa, me buscaría y me la comunicaría; que mientras tanto, debía buscar un alojamiento y comunicarle mis señas; que me deseaba buena suerte y esperaba que Dios me concediera la gracia de mantenerme siempre honesta y no ser la desgracia de mi familia. Con esto, se despidió de mí y me dejó como se dice en mis propias manos, con tanta ligereza como yo me había confiado a las suyas.

Cuando quedé sola, totalmente desamparada y sin amigos, comencé a sentir con amargura la severidad de esta separación, cuyo escenario había sido una pequeña habitación de la posada; en cuanto me volvió la espalda, la aflicción que sentía a causa de mi desvalida situación estalló en un río de lágrimas que aliviaron infinitamente la opresión de mi corazón, aunque aún seguía atónita y totalmente perpleja en lo que se refería a mi futuro.

La entrada de uno de los mozos acrecentó mi incertidumbre, al preguntarme secamente si necesitaba algo. A esto respondí inocentemente que no, pero que deseaba que me dijera dónde podría obtener una habitación para pasar la noche. Dijo que hablaría con su ama que por cierto vino, y me dijo en tono seco, sin interesarse por la inquietud que veía en mí, que podía tener una cama a cambio de un chelín y que, como suponía que tenía amigos en la ciudad (aquí suspiré profundamente, pero en vano), por la mañana podría arreglar mi situación.

Es increíble la pequeñez de los consuelos que la mente humana puede hallar en medio de una gran aflicción. La seguridad de tan sólo una cama donde descansar aquella noche calmó mis agonías, y sintiendo vergüenza de comunicar a la dueña de la posada que no tenía amigos a quienes recurrir en la ciudad, me propuse dirigirme, a la mañana siguiente, a una agencia de colocaciones, para lo que disponía de unas señas escritas en el reverso de una balada que me había dado Esther. Contaba con que allí me informarían sobre una colocación adecuada para una chica del campo, como yo, donde pudiera ganarme la vida antes de que mi pequeño capital se consumiera. En cuanto a las referencias, Esther me había repetido con frecuencia que podía contar con que ella las obtendría; por afectada que me hubiese sentido por su abandono, seguía contando con ella y comencé a pensar, afablemente, que su procedimiento era natural y que sólo mi ignorancia de la vida había hecho que yo lo considerara, al comienzo, bajo una luz desfavorable.

En consecuencia, a la mañana siguiente me vestí con todo el cuidado y el aseo que permitía mi rústico guardarropas y, después de dejar mi caja especialmente recomendada a la posadera, me aventuré sola, y sin encontrar más dificultades que las que pueden asaltar a una chica campesina de apenas quince años, para la que cada tienda era una trampa para los ojos, llegué a la deseada agencia de colocaciones.

Estaba dirigida por una mujer anciana que recibía a los parroquianos sentada frente a un libro, muy grande y ordenado, y varios rollos con señas de colocaciones.

Me dirigí entonces a este importante personaje, sin levantar los ojos ni observar a las personas que había a mi alrededor, que aguardaban allí con el mismo propósito que yo, y haciéndole una profunda reverencia me ingenié para tartamudear mis necesidades.

La señora, después de oírme, con toda la gravedad y el ceño fruncido de un ministro de Estado, y habiendo visto con una sola mirada quién era yo, no respondió, pero solicitó el chelín preliminar; al recibirlo me dijo que las plazas para criadas eran muy escasas, especialmente porque yo parecía algo delicada para los trabajos duros; pero que miraría en su libro y vería si podía hacer algo por mí. Me solicitó que esperara un poco, mientras despachaba a otros clientes.

Ante esto, retrocedí un poco, muy mortificada por una afirmación que conllevaba una incertidumbre fatal, incertidumbre que mis actuales circunstancias no me permitían soportar.

Finalmente, reuniendo mi coraje y buscando distraerme de mis desasosegados pensamientos, me aventuré a levantar un poco la cabeza y permití que mis ojos recorrieran la habitación, donde se encontraron de frente con los de una dama (porque así la juzgué, en mi extremada inocencia) que estaba sentada en un rincón, cubierta con un manto de terciopelo (nota bene: en pleno verano) y sin cofia; era muy gorda, rubicunda y cuando menos cincuentona.

Parecía que quería devorarme con los ojos, mirándome con fijeza de arriba abajo, sin cuidarse de la confusión y los rubores que me causaba su mirada fija, rubores y confusión que fueron, sin duda, mi mejor recomendación, pues le indicaban que yo era adecuada para sus propósitos. Después de un rato en el que examinó estrictamente mi aspecto, persona y figura que yo, por mi parte, procuré mejorar estirándome, irguiendo la cabeza y mostrando mi mejor aspecto, avanzó y me habló con mucha gravedad:

—¿Buscas una colocación, querida?

—Sí, si le place —le dije, mientras hacía una profunda reverencia.

Ante esto, me comunicó que ella misma había venido a la agencia a buscar una sirvienta; que creía que yo serviría, si aceptaba sus enseñanzas; que estaba dispuesta a considerar mi aspecto como recomendación; que Londres era un lugar vil y malvado; que esperaba que yo sería dócil y que me mantendría alejada de las malas compañías; en una palabra me dijo todo lo que una profesional de experiencia en la ciudad podía decir, que fue más de lo necesario para engañar a una ingenua e inexperimentada doncella campesina que temía convertirse en una vagabunda y, por lo tanto, debió aceptar la primera oferta de refugio, cuanto más si ésta venía de una dama tan grave y amatronada, como me aseguró mi imaginación que era mi nueva ama. Estaba siendo contratada ante las narices de la buena mujer que dirigía la agencia, cuyas astutas sonrisas y encogimientos de hombros no pude dejar de observar; inocentemente pensé que demostraban su complacencia porque había encontrado tan prontamente una colocación, pero como supe más tarde, esas viejas brujas se entendían muy bien y éste era un mercado al que la señora Brown, mi ama, concurría con frecuencia, a la caza de mercancías frescas que pudiesen ofrecerse para el uso de sus clientes y su propio provecho.

La señora estaba tan satisfecha con su ganga que, temiendo, según creo, que un buen consejo o algún accidente me apartaran de ella, me llevó solícitamente en un coche a mi posada donde reclamó mi caja y le fue entregada, gracias a mi presencia, sin que nadie pidiera explicaciones acerca del sitio donde me conducía.

Habiendo terminado con eso, ordenó al cochero que se dirigiera a una tienda en St. Paul Churchyard, donde compró un par de guantes que me entregó, renovando entonces sus órdenes al cochero para que nos condujera a su casa en la calle..., donde desembarcamos ante su puerta, luego de que yo fuera alegrada y animada durante el camino con los embustes más plausibles, en los que de cada sílaba sólo se podía concluir que yo había tenido la enorme buena suerte de caer en manos del ama más cariñosa, por no decir amiga, que el mundo entero podía proporcionarme; por tanto, atravesé su puerta con la más completa confianza y exaltación, prometiéndome que en cuanto estuviese un poco asentada, comunicaría a Esther Davis la extraordinaria fortuna que había tenido.

Podéis estar segura de que mi buena opinión acerca de mi empleo no disminuyó ante la aparición de un salón de estar, al que fui conducida y que me pareció magníficamente amueblado, a mí, que no había visto más salas que las comunes de las posadas del camino. Había dos espejos en los entrepaños de la pared y un aparador en el que brillaban unos platos, dispuestos para lucir; todo eso me persuadió de que debía haber entrado a servir en una familia muy reputada.

Aquí mi ama comenzó a representar su papel, diciéndome que debía ser alegre y libre con ella; que no me había tomado para ser una criada común, para realizar las faenas domésticas, sino para que fuera una especie de compañera para ella y que si yo me comportaba como una buena chica sería más que veinte madres para mí, a todo lo cual respondí sólo con las más profundas y torpes reverencias y unos pocos monosílabos como «¡sí!», «¡no!», «¡claro!»

Finalmente, mi ama hizo sonar la campanilla y entró la robusta doncella que nos había abierto la puerta.

—Martha —dijo la señora Brown—. Acabo de tomar a esta joven para que se cuide de mi ropa blanca, de modo que apresúrate y muéstrale su cuarto; te ordeno que la trates con tanto respeto como a mí, porque me gusta prodigiosamente y no sé qué no haría por ella.

Martha, que era una mala pécora y estaba habituada a esos fingimientos, la comprendió perfectamente, me hizo una especie de media reverencia y me pidió que subiera con ella; consecuentemente me enseñó una bonita habitación, luego de subir dos tramos de la escalera de atrás, en la que había una hermosa cama donde, según me dijo Martha, yo dormiría con una joven dama, una prima de mi ama que —me aseguró— sería muy bondadosa conmigo. Luego comenzó a alabar afectadamente a ¡su buena ama!, ¡su dulce ama! y ¡qué feliz era yo de haberla hallado! Yo no hubiese podido decirlo mejor. Añadió otras cosas del mismo estilo que hubiesen provocado las sospechas de cualquiera menos las de una tonta sin experiencia, para quien la vida era nueva y que tomó cada una de sus palabras tal como ella quiso que las tomara; vio con rapidez qué clase de agudeza era la mía y me midió perfectamente al silbar de modo que me sintiera complacida con mi jaula y no viera los barrotes.

En medio de estas falsas explicaciones acerca de la naturaleza de mis futuros servicios, nos llamaron nuevamente y fui introducida otra vez en el mismo salón, donde había una mesa tendida con tres cubiertos; ahora mi ama tenía consigo a una de sus chicas favoritas, una notable administradora de su casa cuyo oficio era preparar y domar a las potrancas jóvenes para que se avinieran a la montura. Por esta razón me fue adjudicada como compañera de cama y, para que tuviera mayor autoridad, se le confirió el título de prima, por parte de la venerable presidenta de ese colegio.

Aquí soporté un segundo examen que terminó con la completa aprobación de la señora Phoebe Ayres, que tal era el nombre de mi tutora, a cuyos cuidados e instrucciones fui afectuosamente recomendada.

La cena estaba ya en la mesa y, para continuar tratándome como a una compañera, la señora Brown, con un tono que no admitía discusión, dispuso prontamente de mis humildes y confusas objeciones acerca de la conveniencia de sentarme con su señoría, cosa que con mi humilde linaje me parecía no podía estar bien ni ser cosa natural.

En la mesa, la conversación fue mantenida por las, dos señoras y llevó consigo muchas expresiones de doble sentido, interrumpidas de tanto en tanto por bondadosas declaraciones dirigidas a mí, todas tendientes a confirmar y fijar mi satisfacción con mi presente condición; aumentarla, no podían, tan novicia era yo entonces.

Ahí se acordó que yo debía mantenerme en la parte alta de la casa y fuera del alcance de la vista durante unos pocos días, hasta que me procurasen las ropas adecuadas para el papel de acompañante de mi señora, observando mientras tanto que mucho dependería de la primera impresión que causara mi figura; como ellas pensaban, la perspectiva de cambiar mis vestidos aldeanos por atavíos londinenses hizo que la cláusula de confinamiento fuera bien digerida por mí. Pero la verdad era que la señora Brown prefería que no fuera vista ni hablara con nadie, ni con sus clientes ni con sus palomas (como llamaban a las chicas que les proporcionaba clientes hasta haberse asegurado un buen comprador para la virginidad que, al menos en apariencia, yo había traído para ponerla al servicio de su señoría.

Para ahorrar minutos que no tienen importancia dentro de mi historia, pasaré por alto el intervalo hasta la hora de ir a acostarse, durante el cual quedé cada vez más complacida con las perspectivas que se abrían ante mí de un servicio fácil con esta bondadosa gente y, después de la cena, fui llevada a la cama por la señorita Phoebe, quien observó en mí una cierta resistencia a desnudarme y cambiarme delante de ella, de modo que cuando la doncella se retiró, se acercó a mí y comenzó a desprender mi pañoleta y mi vestido y me alentó a que siguiera desnudándome. Sonrojándome aun porque me veía desnuda bajo mi camisa me apresuré a meterme bajo las mantas y fuera de la vista. Phoebe rió y no pasó mucho tiempo antes de que se tendiese a mi lado. Tenía unos veinticinco años, según sus sospechosos informes, en los que, por las apariencias, habían desaparecido unos buenos diez años; también había que tomar en cuenta los estragos que había realizado en su constitución una larga carrera de mercenaria que ya la había situado en esa rancia etapa en que las de su profesión se ven reducidas a hacer pasar a los visitantes en vez de recibirlos.

En cuanto esta preciosa sustituta de mi ama se hubo acostado, ella, que nunca dejaba pasar una ocasión de lujuria, se volvió hacia mí y me abrazó y besó afanosamente. Eso era nuevo y extraño para mí, aunque considerándolo un fruto de la pura bondad que, por lo que yo sabía, podía ser la moda en Londres, y con el propósito de no quedarme atrás, devolví el beso y el abrazo con todo el fervor de la perfecta inocencia.

Envalentonada con esto, sus manos se volvieron muy libres y recorrieron todo mi cuerpo con toques, apretones y presiones que más me entusiasmaron y sorprendieron por su novedad que me chocaron o alarmaron.

Las lisonjeras alabanzas que mezclaba con estos escarceos contribuyeron no poco a sobornar mi pasividad y como no conocía el mal, no lo temí especialmente de alguien que previno cualquier duda sobre su femineidad conduciendo mis manos hasta un par de pechos que colgaban blandamente, con un peso y volumen que distinguía su sexo de forma más que suficiente, para mí al menos, que nunca había hecho otra comparación...

Yo yacía allí, tan mansa y pasiva como ella deseaba, mientras sus libertades no me provocaban otras emociones que las de un extraño y, hasta ese momento, no experimentado placer. Cada una de mis partes estaba abierta y expuesta a las licenciosas rutas de sus manos que, como un fuego fatuo, recorrían todo mi cuerpo y deshelaban a su paso cualquier frialdad.

Mis pechos, si no es una metáfora demasiado audaz llamar así a dos montecillos firmes y nacientes que apenas habían comenzado a mostrarse y a significar algo para el tacto, ocuparon y entretuvieron durante un rato a sus manos hasta que, deslizándose hacia abajo, por un suave camino, pudo sentir el suave y sedoso plumón que había nacido unos pocos meses antes y que ornaba el monte del placer prometiendo esparcir un umbrío refugio sobre la sede de las sensaciones exquisitas que había sido, hasta ese momento, lugar de la más insensible inocencia. Sus dedos jugueteaban y trataban de enredarse en los brotes de ese musgo que la naturaleza ha destinado tanto al abrigo como al ornamento.

Pero, no contenta con esos sitios exteriores, ahora buscó el sitio principal y comenzó a retorcer, a insinuar y finalmente a forzar la introducción de un dedo en lo más vivo, de forma tal que si no hubiera procedido con una gradación insensible que me inflamó más allá del poder de la modestia, haciendo que no opusiera resistencia a sus progresos, hubiese saltado de la cama y gritado pidiendo auxilio ante sus extrañas embestidas.

En cambio, sus lascivos tocamientos encendieron un fuego nuevo que retozaba por todas mis venas y se fijaba con violencia en ese centro que le ha otorgado la naturaleza, donde ahora las primeras manos extrañas se ocupaban de tocar, apretar, cerrar los labios, abrirlos nuevamente, dejando un dedo dentro hasta que un «¡Oh!» hizo saber que me hacía daño donde la estrechez del pasaje intacto le negaba la entrada.

Mientras tanto, mis miembros extendidos y lánguidos mis suspiros y jadeos, conspiraban para asegurar a esa ramera llena de experiencia que yo me sentía más complacida que ofendida por sus acciones, que ella salpicaba con repetidos besos y exclamaciones como: «Oh, ¡qué encantadora criatura eres!... ¡Qué feliz será el primer hombre que te transforme en mujer!... ¡Oh! ¡Si yo fuera hombre!», y otras expresiones entrecortadas, interrumpidas por besos tan fieros y fervorosos como cualquiera de los que he recibido del otro sexo.

Por mi parte, estaba transportada, confundida y fuera de mí; sentimientos tan nuevos eran demasiado para mí. Mis ardientes y alarmados sentidos estaban en un tumulto que me robaba toda mi libertad de pensamiento; lágrimas de placer brotaban de mis ojos y aliviaban un poco el incendio que ardía en todo mi ser.

La misma Phoebe, la ramera de pura raza para quien todas las formas y recursos del placer eran conocidos y familiares, hallaba, aparentemente, en este ejercicio de su arte para domar jovencitas, la gratificación de uno de esos gustos arbitrarios que son totalmente inexplicables. No es que odiara a los hombres, ni que no los prefiriera a su propio sexo, pero cuando hallaba una ocasión como ésta, la saciedad de los placeres del camino trillado y quizás también una secreta parcialidad, la inclinaban a sacar el mayor placer posible, donde quiera que lo encontrara, sin distinción de sexos. Con ese propósito, la certeza de que con sus caricias me había inflamado lo suficiente para sus propósitos, bajó suavemente la ropa de cama y me vi extendida y desnuda, mientras me subía la camisa hasta el cuello, en tanto que yo no tenía la fuerza ni el sentido necesarios para oponerme a ello. Hasta mis sonrojos expresaban más el deseo que la modestia, mientras que la vela que había quedado encendida (sin duda, a propósito) iluminaba todo mi cuerpo.

—No —dice Phoebe—. Querida niña, no debes pensar en ocultarme todos esos tesoros. Mi vista debe recrearse tanto como mi tacto... Debo devorar con mis ojos ese pecho naciente... Soporta que lo bese... Aún no lo he mirado lo suficiente... Déjame besarlo una vez más... Qué carne blanca, firme y suave tienes aquí... Oh, déjame ver la pequeña, amada y tierna abertura... Esto es demasiado, ¡no puedo soportarlo!... Debo... Debo...

Aquí, tomó mi mano y en un transporte la llevó a donde fácilmente podréis suponer. Pero ¡qué diferencia en el estado de la misma cosa! Un amplio matorral de ásperos rizos denunciaban a la mujer adulta y completa. Y luego, la cavidad a la que guió mi mano la recibió fácilmente. En cuanto la sintió en su interior, se movió hacia adelante y hacia atrás con una fricción tan rápida que terminé por retirarla, mojada y pegajosa, tras lo cual Phoebe se compuso un tanto, y luego de dos o tres suspiros, de unos desgarradores ¡Oh! y un beso que pareció exhalar su alma a través de sus labios, volvió a cubrirnos con la ropa de cama. No diré qué placer había encontrado, pero sí sé que las primeras chispas incendiarias, las primeras ideas corrompidas, las cogí esa noche; y que el conocimiento y la comunicación con la maldad de nuestro propio sexo es, con frecuencia, tan fatal para la inocencia como todas las seducciones del otro. Pero sigamos. Cuando Phoebe recuperó la calma, que yo estaba muy lejos de disfrutar, me sondeó arteramente acerca de todos los puntos necesarios para dirigir los designios de mi virtuosa ama y, de mis respuestas, surgidas de mi genuina naturaleza, no tuvo razones más que para prometerse todo el éxito imaginable, siempre que dependiera de mi ignorancia, mi dulzura y el ardor de mi constitución.

Después de un prolongado diálogo, mi compañera de cama me dejó reposar y quedé dormida de puro cansancio, a causa de las violentas emociones que me había provocado; la naturaleza (que había sido agitada con demasiado fervor para no apaciguarse de alguna forma) me alivió por medio de uno de esos sueños lascivos cuyos transportes son apenas inferiores a los de los actos de la vigilia.

A la mañana siguiente desperté a eso de las diez, muy contenta y descansada. Phoebe se había levantado antes que yo y me preguntó bondadosamente cómo estaba, cómo había descansado y si estaba pronta para desayunar, evitando cuidadosamente, al mismo tiempo, aumentar la confusión que yo sentía al mirarla a la cara, insinuando algo sobre la escena nocturna en la cama. Le dije que si le complacía, me levantaría y emprendería cualquier tarea que le placiera encomendarme. Phoebe sonrió: luego la doncella trajo el té y yo terminaba de ponerme mis ropas cuando entró, contoneándose, mi ama. Yo esperaba que me dijera algo o me regañara por haberme levantado tan tarde, pero me llevé un agradable chasco cuando me cumplimentó por mi aspecto puro y fresco. Yo era «un pimpollo de hermosura» (ése era su estilo) «y cuánto me admirarían los más finos caballeros», a todo lo cual mis respuestas, os lo aseguro, no desmintieron mi buena crianza; fueron tan simples y tontas como ellas pudieran desear y sin duda, les proporcionaron mayor satisfacción que si hubiesen demostrado que yo había sido ilustrada por la educación y el conocimiento del mundo.

Tomamos el desayuno y no bien se habían llevado la bandeja cuando llegaron dos atados de ropa blanca y vestidos; en una palabra, todo lo necesario para ataviarme, como ellas decían, enteramente.

Imaginaos, señora, cómo palpitaba de alegría mi coqueto corazoncito ante la visión de un corsé blanco, bordado en plata, usado, por cierto, pero ofrecido como si fuera nuevo; una cofia de encaje de Bruselas, zapatos con cordoncillos y todo el resto en proporción. Galas todas de segunda mano, procuradas con prisas para la ocasión por la diligencia y la industriosidad de la buena señora Brown, quien ya tenía en su casa a un comerciante ante quien iban a exhibirse mis encantos, pues no sólo había insistido en contemplar el terreno previamente, sino también en que me rindiera inmediatamente a él en caso de ser de su gusto; habiendo concluido, con mucha sabiduría, que un lugar como aquel en que yo me encontraba era de los menos adecuados para confiar en que cuidarían de un bien tan perecedero como la virginidad.

La tarea de vestirme y emperifollarme para el trato fue dejada en manos de Phoebe, quien la desempeñó, si no bien, al menos a satisfacción de mi impaciencia por verme vestida. Cuando terminó y me miré en el espejo fui, sin duda, demasiado cándida para ocultar mi infantil gozo ante el cambio; un cambio que, en verdad, fue para peor, ya que me favorecía mucho más la prolija simplicidad de mis vestimentas rústicas que ese atavío chabacano, incómodo y cursi, cuya impropiedad en mí no podía ser ocultada.

Sin embargo, los cumplimientos de Phoebe, en los que no olvidó mencionar su participación en mi atavío, ayudaron no poco a confirmar las primeras ideas que concebí acerca de mi persona. Dicho sin vanidad, era entonces tolerable como para justificar que yo gustase y quizás no esté fuera de lugar que os esboce un retrato no mejorado de ella.

Yo era alta, pero no demasiado para mi edad que, como os dije anteriormente era de apenas quince años; mi figura era esbelta y mi cintura fina, ligera y libre, sin deberle nada al corsé; mis cabellos eran de un brillante color castaño rojizo y caían junto a mi cuello en bucles suaves como la seda, ayudando no poco a destacar la blancura de una piel lisa; mi cara era demasiado rubicunda aunque de rasgos delicados y óvalo suave, salvo donde mi barbilla se dividía, con un efecto nada desagradable; mis ojos eran tan negros como imaginarse pueda, más lánguidos que brillantes, excepto en ciertas ocasiones, en que me han dicho que despiden fuego con facilidad; mis dientes, que siempre había preservado cuidadosamente, eran pequeños, blancos e iguales; mi pecho se alzaba con gracia y se podía distinguir más la promesa que el tamaño real de los senos redondos y firmes, promesa que se cumplió poco después. En una palabra, yo tenía todos los detalles de belleza que se exigen generalmente o, al menos mi vanidad me impide contrariar la decisión de nuestros soberanos jueces, los hombres, ya que todos los que conocí, por lo menos, se pronunciaron en mi favor y he conocido, en mi propio sexo, personas que me hicieron justicia, mientras otras me alabaron sin sospecharlo, al tratar de criticar detalles de mi persona y mi figura que eran obviamente excelentes. Reconozco que me alabo con demasiada fuerza pero, ¿no sería ingrata con la naturaleza y con unas formas a las que debo tantas bendiciones del placer y la fortuna si suprimiera, afectando modestia, la mención de dones tan valiosos?

Así, entonces, estaba vestida y no pasó por mi cabeza la idea de que esos alegres atavíos no eran más que las galas que viste la víctima para el sacrificio; inocentemente, yo lo atribuía a la amistad y la bondad de la dulce señora Brown quien (olvidaba mencionarlo), fingiendo guardar mi dinero en lugar seguro, logró que le entregara sin vacilar lo poco (así lo considero ahora) que me quedó después de los gastos que me había ocasionado el viaje.

Después de un rato muy agradable pasado frente al espejo, en el que poco me admiré a mí misma, ya que mi vestido se llevó la mejor parte, fui enviada abajo, al salón, donde la anciana me saludó y me deseó que disfrutara de mi vestido nuevo; no sintió vergüenza al decir que me quedaba como si durante toda mi vida no hubiese usado más que las ropas más finas, pero ¿podía ella decir algo que yo me lo tragara como una necia? Al mismo tiempo me presentó a otro primo creado por ella, un anciano caballero que se puso de pie cuando entré a la habitación y pareció algo ofendido porque sólo le presenté la mejilla; un error que, si lo era, corrigió inmediatamente, pegando sus labios a los míos con un ardor que su aspecto no me había predispuesto a agradecer; su aspecto que, como digo, no podía haber sido más chocante y detestable, porque feo o desagradable eran términos demasiado suaves para comunicar una idea justa de él.

Imaginaos un hombre de más de sesenta años, bajo y mal conformado, con un color cadavérico y amarillento, grandes ojos saltones que miraban como si lo estuvieran estrangulando, una boca sobresaliente a causa de que sus dientes parecían más bien colmillos, labios lívidos y un aliento fétido; además había algo tan horrible en su sonrisa que lo volvía espantoso y hasta peligroso para una mujer encinta; sin embargo, pese a que su conformación era una burla de la naturaleza, su ceguera ante sus numerosas deformidades era tal que pensaba que había nacido para gustar y que ninguna mujer podía mirarlo impunemente. De acuerdo con esa idea había gastado grandes sumas en desventuradas mujeres que podían obligarse a fingir amor a esta persona, mientras que con quienes no tenían el arte o la paciencia necesarios para ignorar el horror que inspiraba, se comportaba con brutalidad. La impotencia más que la necesidad, hacían que buscara en la variedad la provocación que necesitaba para llegar al colmo del disfrute, del que se veía privado, con frecuencia, por el fracaso de sus fuerzas; eso le provocaba siempre ataques de rabia que dirigía, tanto como osaba, hacia los inocentes objetos de su ataque de deseo momentáneo.

Este, entonces, era el monstruo al que me había condenado mi escrupulosa benefactora, quien durante mucho tiempo lo había abastecido; me había hecho bajar a propósito para que me examinara. Por lo tanto, hizo que me quedara de pie ante él, que me diera la vuelta; luego me quitó la pañoleta y le señaló la agitación, la forma y la blancura de un pecho que empezaba a llenarse. Luego me hizo andar y hasta utilizó lo rústico de mi paso para hinchar el repertorio de mis encantos; en una palabra, no omitió ningún truco, a los que él sólo respondió con graciosos gestos de asentimiento, que a mi me parecían espantosos; de vez en cuando, lo miraba de reojo y al encontrar su mirada ansiosa y fiera, desviaba la mía a causa del horror y el miedo, cosa que él, sin duda y de acuerdo a su carácter, atribuyó al pudor de una doncella o, por lo menos, su fingimiento.

Sin embargo, poco después fui despedida y conducida hasta mi habitación por Phoebe, quien se mantuvo cerca de mí, sin dejarme sola, con tiempo para hacer las reflexiones que se le hubiesen ocurrido naturalmente a cualquiera que no fuese idiota acerca de la escena que había tenido lugar; pero, aunque me avergüenza confesarlo, mi invencible estupidez o mi portentosa inocencia eran tales que todavía no había comprendido las intenciones de la señora Brown, no viendo en su pretendido primo más que a una persona extremadamente desagradable que no tenía nada que ver conmigo salvo porque mi agradecimiento hacia mi benefactora me hacía tratar con respecto.

Con todo, Phoebe comenzó a explorar el estado y los latidos de mi corazón con respecto al monstruo, preguntándome si aprobaría a un caballero tan distinguido con vistas al matrimonio. (Supongo que le llamaba caballero distinguido porque estaba cubierto de encajes.) Le respondí con naturalidad que nunca había pensado en un marido, pero que si tuviese que escoger uno con seguridad lo haría entre los de mi clase. Mi aversión por el asqueroso aspecto de ese desgraciado hacía que me sintiese mal dispuesta hacia todos los «caballeros distinguidos» y confundía mis ideas, como si todos los de su rango hubiesen salido del mismo molde que él. Pero Phoebe no se dio tan fácilmente por vencida, y continuó sus esfuerzos por ablandarme y suavizarme con respecto a los propósitos de mi recepción en tan hospitalario hogar y mientras hablaba del otro sexo en general, no tenía razones para desesperar de obtener un asentimiento, que muchas razones tenía para suponer que sería fácil obtener de mí; pero también tenía demasiada experiencia para no descubrir que la particular aversión que sentía por ese espantoso primo sería un obstáculo difícil de superar a la hora de consumar el negocio de mi venta.

Mientras tanto, la madre Brown había convenido las condiciones con el viejo borracho lascivo; según supe después, debía pagar anticipadamente cincuenta guineas a cambio de la posibilidad de atentar contra mí y cien más cuando sus deseos se vieran totalmente complacidos, triunfando sobre mi virginidad; en cuanto a mí, quedaba enteramente a la merced de su complacencia y su generosidad. Habiéndose convenido este injusto contrato, se sintió tan ansioso de tomar posesión que insistió en tomar el té conmigo esa misma tarde, circunstancia en la que quedaríamos solos; no prestó atención a las advertencias de la intermediaria de que yo no estaba suficientemente preparada y madura para semejante ataque, de que era demasiado novata y salvaje, habiendo estado apenas veinticuatro horas en su casa; la impaciencia es un rasgo de la lascivia y la vanidad del individuo lo defendió de la suposición de una resistencia que fuera más allá de lo corriente en una doncella, en tales trances, por lo que rechazó las proposiciones de demorar el encuentro y la terrible prueba quedó fijada, aunque yo lo ignorase, para esa misma tarde.

A la hora de la comida, la señora Brown y Phoebe se dedicaron a acumular elogios sobre ese maravilloso primo y sobre lo feliz que sería la mujer a la que concediera sus favores; en una palabra, las dos chismosas agotaron sus recursos retóricos para persuadirme de que lo aceptara: que el caballero había quedado encantado conmigo a primera vista... que haría mi fortuna si yo era buena chica y no estropeaba mi suerte... que debía confiar en su sentido del honor... que quedaría encaminada para siempre y tendría una carroza para ir al extranjero... y todas las cosas que podían hacer perder la cabeza a una chica tonta e inocente como era yo entonces. Afortunadamente, mi aversión había echado raíces tan profundas en mí y mi corazón estaba tan bien defendido por mis sentidos que, faltándome el arte de enmascarar mis sentimientos, no les di esperanzas de que su empleador tuviera éxito, por lo menos no muy fácilmente, conmigo. Los vasos se vaciaban y llenaban rápidamente con el propósito, supongo, de que mi cálido temperamento fuese un aliado en el momento del inminente ataque.

Así, me retuvieron mucho tiempo en la mesa y a eso de las seis de la tarde, después de haberme retirado a mis habitaciones y cuando el té estuvo servido, entró mi venerable ama, seguida de cerca por el sátiro que entró sonriendo de la forma que era peculiar en él y, con su odiosa presencia me confirmó en los sentimientos de aborrecimiento que había dado a luz su primera aparición.

Se sentó frente a mí y, mientras tomábamos el té, me devoró con los ojos de un modo que me causaba dolor y confusión, cuyas manifestaciones se explicaba por mi timidez y por no estar acostumbrada a recibir visitas.

Una vez terminado el té, la acomodaticia anciana alegó un negocio urgente (lo que era, por cierto, verdad) para alejarse y me aconsejó seriamente que atendiera con bondad a su primo hasta que volviera, en su interés y en el mío propio; y entonces con un «Por favor, señor, sed muy bueno, muy tierno con esta dulce niña», salió de la habitación, dejándome con los ojos fijos y la boca abierta ya que lo brusco de su partida no me había dado tiempo para oponerme a ella.

Ahora estábamos solos y ante esa idea sufrí un ataque de temblores. Estaba tan atemorizada, aunque sin saber con precisión por qué ni qué debía temer, que me quedé en el diván, junto al fuego inmóvil y petrificada, sin vida ni espíritu, sin saber donde mirar ni cómo moverme.

Pero no se me permitió permanecer en ese estado de estupefacción; el monstruo se puso en cuclillas a mi lado en el diván y sin más ceremonias ni preámbulos rodeó mi cuello con sus brazos y acercándome a él por la fuerza, me obligó a recibir, a pesar de mis esfuerzos por desasirme, sus pestilentes besos, que me agobiaron totalmente. Descubriendo que estaba casi sin sentido y no me resistía, arrancó mi pañoleta y dejó lo que allí estaba a disposición de sus ojos y sus manos. Yo seguía soportando todo sin resistirme hasta que, alentado por mi pasividad y mi silencio, ya que me sentía incapaz de hablar o gritar, intentó acostarme en el diván y sentí su mano en la parte inferior de mis muslos desnudos que estaban cruzados y él intentaba abrir... Oh, entonces desperté de mi pasivo sufrimiento y alejándome de él con una prisa para la que no se hallaba preparado, me arrojé a sus pies y le supliqué con los tonos más conmovedores que no fuera rudo y que no me hiciera daño.

—¿Hacerte daño, mi querida? —dijo el bruto—. No voy a hacerte daño. ¿La vieja no te dijo que te amo...? ¿Que seré muy generoso contigo?

—Sí que me lo dijo, señor —dije yo—, pero no puedo amaros, ¡ciertamente no puedo! Por favor, dejadme sola... ¡Sí! ¡Os amaré tiernamente si me dejáis sola y os marcháis...!

Pero el viento se llevaba mis palabras. Ya sea que mis lágrimas, mi actitud o el desorden de mis ropas se transformaran en nuevos incentivos o que estuviera bajo el dominio de deseos que no podía refrenar, roncando y echando espuma a causa de la lascivia y la rabia, renovó sus ataques, me aferró y nuevamente intentó extenderme e inmovilizarme en el diván; sólo tuvo éxito en lo primero y logró tirar mis enaguas por encima de mi cabeza, dejando a la vista mis muslos que yo mantenía obstinadamente juntos. Y no pudo, aunque lo intentó con la rodilla, forzarlos a abrirse lo suficiente como para poder controlar el acceso a la avenida principal; se había desabotonado el chaleco y los calzones, pero sólo sentí su peso sobre mí mientras yacía luchando indignada y muriendo de miedo. De pronto, se detuvo bruscamente y se levantó jadeando, resoplando, maldiciendo y repitiendo «¡viejo y feo!», porque así lo había llamado, muy naturalmente, en el ardor de mi defensa.

Según lo comprendí después, aparentemente el bruto había provocado, con su ansiedad y sus forcejeos, el período final de su ardiente paroxismo de lujuria, cuya potencia era demasiado breve como para cumplir enteramente su propósito, por lo que mis muslos y mi ropa interior recibieron la efusión.

Cuando todo pasó, me invitó con un tono de desagrado a ponerme en pie, añadiendo que no me haría el honor de volver a pensar en mí; que la vieja bruja tendría que buscar otro crédulo; que él no sería engañado por el falso pudor de una campesina inglesa; que suponía que yo había perdido mi virginidad con algún patán rústico en el campo y había venido a vender el resto en la ciudad; una andanada de insultos que escuché con más placer que cualquier mujer enamorada las protestas de amor de su adorado amante, porque, incapaz como me sentía de aumentar mi odio y aversión por él, consideré sus vehementes quejas como una defensa ante la posibilidad de que renovara sus odiosas caricias.

Sin embargo, pese a que los propósitos de la señora Brown se habían hecho evidentes, ni mi alma ni mi mente abrieron los ojos y no podía abandonar mi dependencia con respecto a la vieja bruja, ya que me consideraba suya en cuerpo y alma o, más bien, trataba de engañarme a mí misma pensando bien de ella; por lo que decidí esperar lo peor en sus manos antes que ser arrojada a la calle para morir de hambre, sin un penique ni un amigo a quien recurrir: esos temores fueron mi desatino.

Mientras esa confusión de ideas pasaba por mi cabeza y yo descansaba pensativa junto al fuego, con los ojos llenos de lágrimas, el cuello aún desnudo y la cofia caída durante la lucha, de modo que mis cabellos estaban en el desorden que podéis suponer, la lujuria del villano comenzó a fluir nuevamente, supongo, contemplando aquel capullo juvenil que se presentaba ante su vista, un capullo todavía no disfrutado que, por supuesto, aún no le era indiferente.

Después de una pausa, me preguntó con voz mucho más suave si me reconciliaría con él antes de que volviera la anciana, para que todo estuviera bien y me devolviera su afecto; al mismo tiempo se ofreció a besarme y acariciar mis pechos. Pero ahora mi extremada aversión, mis temores, mi indignación, actuando sobre mí, me dieron una energía que no me era natural, de modo que soltándome de él, corrí hacia la campanilla y la hice sonar antes de que se diera cuenta, con tanta violencia y efecto que atrajo a la doncella para saber qué sucedía, o si el caballero deseaba algo; y antes de que él pudiera continuar hacia mayores extremos la doncella se precipitó en el cuarto y viéndome tendida en el suelo con los cabellos en desorden y la nariz ensangrentada, cosa que ayudaba no poco a dar un aire trágico a la escena, y a mi odioso perseguidor que seguía tratando de conseguir sus finalidades sin dejarse conmover por mis llantos y mi zozobra, se sintió confundida y no supo qué decir.

Sin embargo, por más que Martha estuviese preparada y endurecida para este tipo de transacciones, toda la femineidad tendría que haber desaparecido de su corazón para que pudiese haber visto esto con indiferencia. Además, y por el aspecto de las cosas, imaginó que los negocios habían ido más lejos de lo que había sucedido realmente y que la cortesía de la casa se había consumado realmente en mí, dejándome en el estado en que me veía; con esta idea, instantáneamente tomó partido por mí y aconsejó al caballero que bajara y dejara que me recuperase y que «pronto me pasaría todo... que cuando la señora Brown y Phoebe, que habían salido, volvieran, se ocuparían de que todo fuera para su mayor satisfacción... que no perdería nada teniendo un poco de paciencia con la pobrecita niña... que por su parte estaba atemorizada... no sabía que decir ante una cosa así... pero, que se quedaría a mi lado hasta que el ama volviera a casa». A medida que la criada decía todo eso con tono decidido, el monstruo comenzó a percibir que las cosas no se arreglarían aunque se quedara; tomó el sombrero y salió de la habitación murmurando y frunciendo el ceño como un mono viejo, de modo que quedé libre de su detestable presencia.

En cuanto se hubo ido, Martha me ofreció su asistencia solícita con mucha ternura, y quiso traerme unas gotas de llantén y acostarme; a esto último me opuse denodadamente temiendo que el bellaco retornase y se apoderase de mí gracias a esa ventaja. Sin embargo, con mucha persuasión y seguridades de que esa noche no sería molestada, me convenció de que debía reposar; por cierto, estaba tan debilitada a causa de la lucha, tan afligida por mis medrosos recelos, tan aterrorizada, que no podía sentarme y apenas respondía a las preguntas con que la curiosa Martha me acosaba y me asombraba.

Además, tan cruel era mi destino que temía enfrentarme con la señora Brown como si yo fuera la criminal y ella la persona agraviada, un error que no consideraréis tan extraño si discernís que ni la virtud ni los principios habían tenido participación alguna en mi defensa, sino sólo la particular aversión que había concebido por el primer brutal y aterrador invasor de mi tierna inocencia.

El tiempo que transcurrió hasta que la señora Brown volvió a casa lo pasé en los sobresaltos de miedo y desesperación que podéis fácilmente, suponer.

Alrededor de las once de la noche mis dos señoras volvieron a casa y, habiendo recibido un informe bastante favorable de Martha que había bajado corriendo a abrirles, ya que el señor Crofts (así se llamaba mi bruto) se había marchado de la casa después de aguardar a la señora Brown hasta que su paciencia se agotó, subieron ruidosamente las escaleras y viéndome pálida, con la cara ensangrentada y todas las señales del más total desaliento, se esmeraron más en consolarme y animarme que en hacerme los reproches que temía mi debilidad, pese a tener yo muchos más justos y más fuertes que dirigirles a ellas.

La señora Brown se retiró y Phoebe finalmente se acostó a mi lado; en parte por las respuestas que le di y en parte por su método propio de satisfacerse palpablemente, descubrió pronto que yo estaba más asustada que herida; ante eso, supongo, y teniendo sueño, reservó sus lecciones e instrucciones para la mañana siguiente; así, me abandonó a mi desasosiego, ya que después de darme vueltas y revueltas durante la mayor parte de la noche, atormentándome con ideas falsas y aprensiones, caí, por pura fatiga, en una especie de sopor delirante del que desperté a última hora de la mañana, con una fuerte fiebre; circunstancia decisiva para que quedase liberada, al menos por un tiempo, de los ataques de un miserable infinitamente más terrible para mí que la misma muerte.

Los interesados cuidados que se me dispensaron durante mi enfermedad, con la finalidad de ponerme nuevamente en condiciones de cumplir los compromisos de la alcahueta y soportar nuevas pruebas, tuvieron, sin embargo, un efecto tal en mi índole agradecida que hasta me sentí en deuda con quienes buscaban mi ruina procurando mi restablecimiento. Y, sobre todo, por mantener fuera de mi vista a ese brutal violador, el culpable de mi enfermedad, cuando descubrieron que sufría conmociones ante la mera mención de su nombre.

La juventud se recupera pronto y unos pocos días fueron suficientes para vencer el furor de mi fiebre; aunque lo que más contribuyó a mi perfecto restablecimiento y a mi reconciliación con la vida fue la oportuna noticia de que el señor Crofts, que era un mercader con importantes negocios, había sido arrestado a petición del rey, con casi cuarenta mil libras de fianza, a causa de haber conducido un comercio de contrabando; que sus asuntos estaban en situación tan desesperada que, aunque se sintiera inclinado a hacerlo, no dependía de su voluntad renovar sus designios para conmigo, ya que había sido instantáneamente arrojado en prisión.

La señora Brown, que había cobrado sus cincuenta guineas, tan inútilmente adelantadas, perdidas todas las esperanzas de las cien restantes, empezó a contemplar con ojos más favorables la forma en que lo había tratado; y como habían observado que mi temperamento era perfectamente dócil y se conformaba a sus opiniones, todas las chicas que formaban su rebaño fueron autorizadas a visitarme y tuvieron su oportunidad de disponerme, con sus conversaciones, a que me entregara a la señora Brown para que me dirigiera.

De acuerdo con eso, las dejaron entrar a mi habitación y la traviesa e irreflexiva alegría con que esas atolondradas criaturas consumían sus ocios me hizo envidiar una condición de la que sólo veía el lado bueno; tanto que ser una de ellas se transformó en mi ambición, una disposición que todas cultivaban cuidadosamente. Ahora sólo deseaba recuperar la salud para estar en condiciones de sobrellevar la ceremonia de iniciación.

Las conversaciones, los ejemplos: en una palabra, todo contribuía en esa casa a corromper mi nativa pureza que no estaba enraizada en la educación; ahora el inflamable fundamento del placer, que tan fácilmente ardía a mi edad, obraba extrañamente en mi interior y el hábito de la modestia en que había sido criada, y no educada, comenzó a evaporarse como el rocío bajo el calor del sol, por no mencionar que hice vicio de la necesidad a causa de los constantes temores que sentía de ser echada a la calle.

Pronto estuve recuperada y a ciertas horas se me permitía recorrer la casa pero, prudentemente, se me impidió ver a nadie hasta la llegada de Lord B..., de Bath, a quien la señora Brown, de acuerdo con la generosidad que había demostrado en ocasiones parecidas, se proponía ofrecer la exploración de mi chuchería, que tan grande valor imaginario sustenta; y como su señoría era esperado en la ciudad en menos de dos semanas, la señora Brown juzgó que yo estaría totalmente renovada en belleza y lozanía para entonces, proporcionándole un mejor negocio que el que había hecho con el señor Crofts.

Mientras tanto, yo había sido tan completamente transformada, como dicen ellas, obedecía tan mansamente sus órdenes, que aunque se hubiese abierto la puerta de mi jaula no se me hubiese ocurrido volar a otro sitio por preferido, a donde estaba; tampoco tenía el buen sentido necesario para lamentar mi condición, sino que aguardaba tranquilamente lo que la señora Brown quisiera ordenar para mí; y ésta, por su parte, por sí misma y por medio de sus agentes, tomó todas las precauciones necesarias para calmar y adormecer cualquier reflexión justa sobre mi destino.

Sermones sobre moral por encima del hombro; una vida de placer pintada con los colores más alegres; caricias, promesas, trato indulgente: en una palabra, no faltaba nada para domesticarme por entero y para impedirme que saliera a pedir un mejor consejo en otro lugar. ¡Ay de mí! Ni siquiera pensaba en ello.

Hasta ahora, la corrupción de mi inocencia sólo se debía a las chicas de la casa; sus lascivas conversaciones en que la modestia estaba lejos de ser respetada, las descripciones de sus encuentros con hombres, me habían dado un tolerable conocimiento de la naturaleza y los misterios de su profesión, al tiempo que provocaban un cosquilleo de sangre caliente y florida por todas mis venas; pero por encima de todo mi compañera de cama, Phoebe, cuya alumna directa era, apuró sus talentos para darme los primeros matices del placer, mientras la naturaleza, estimulada y desenfrenada con tan interesantes descubrimientos, padecía una curiosidad que Phoebe avivaba arteramente: llevándome de pregunta en pregunta con sus sugerencias, me explicó todos los misterios de Venus. Pero no podía quedarme mucho tiempo en una casa como ésa sin ser testigo presencial de más de lo que podía imaginar por sus descripciones.

Un día a eso de las doce, habiéndome recuperado completamente de mi fiebre, me encontraba en el gabinete de la señora Brown desde hacía media hora, descansando en la cama turca de la doncella, cuando oí un crujido en la alcoba, separada del gabinete solamente por dos puertas en cuyos cristales había unas cortinas de damasco amarillo, no tan cerradas como para evitar que una persona, desde el gabinete, pudiese ver toda la habitación.

Inmediatamente me deslicé suavemente y me coloqué de forma tal que, viendo todo minuciosamente, no podía ser vista y ¿quién entró, sino la venerable madre Abadesa en persona? Fue introducida por un joven granadero de caballería alto y musculoso, moldeado en el estilo Hércules; en una palabra, el elegido por la dama de más experiencia en todo Londres en esos asuntos.

¡Oh! Cuán quieta y silenciosa quedé, para que ningún ruido fuera obstáculo para mi curiosidad; o atrajera a la señora al gabinete.

Pero no había muchas razones para temerlo, porque estaba tan enteramente absorbida por su presente preocupación que no podía desperdiciar su atención en ninguna otra cosa.

Tuvo gracia ver esa figura gruesa y torpe derrumbarse a los pies de la cama, frente a la puerta del gabinete, de modo que yo obtuve una visión completa de sus encantos.

Su enamorado se sentó a su lado; parecía ser hombre de pocas palabras y estómago fuerte, ya que dedicándose instantáneamente a lo más esencial, le dio algunos vigorosos besos y metiendo las manos en sus pechos, los extrajo del corsé con lo que, haciendo escarnio de su confinamiento, se soltaron, balanceándose a la altura del ombligo, por lo menos. Mis ojos nunca habían contemplado un par tan enorme, ni de peor color, lánguidos, blandos y confiadamente contiguos; sin embargo, siendo como eran, ese patán parecía manosearlos con incomprensible gusto, tratando en vano de confinar o cubrir a alguno de ellos con una mano apenas más chica que una pierna de cordero. Después de jugar con ellos durante un rato, como si valieran la pena, la acostó con un gesto brusco y levantando sus enaguas las transformó en una máscara que cubría su cara ancha y roja, que nunca se sonrojaba más que a causa del licor.

Mientras él se hacía a un lado, durante un minuto, más o menos, desabotonando su chaleco y sus calzones, los muslos gordos y pulposos de la señora Brown colgaban y todo su grasiento panorama quedó abierto a mis ojos; un portillo como una boca muy abierta, sombreado por un matorral grisáceo parecía tendido como la bolsa de un mendigo que aspira a ser llenada.

Pero prontamente mis ojos fueron atraídos por un objeto más llamativo que los absorbió por entero.

El robusto semental se había desabotonado y exhibió, desnuda, rígida y erecta, esa maravillosa máquina que yo no había visto nunca y que a causa del interés que el centro de mi placer comenzaba a sentir, contemplé atentamente con los ojos muy abiertos; pero mis sentidos estaban demasiado conmovidos, demasiado preocupados por esa zona, ahora inflamada, de mi persona, para observar más que la configuración general del aspecto y el cariz de ese instrumento, del cual el instinto natural, más que lo que había oído, me informaba con fuerza que debía esperar el supremo placer que la naturaleza había fijado en el encuentro de esas partes, tan admirablemente adaptadas entre sí.

El joven galán no demoró mucho en darle dos o tres sacudidas, blandiéndola; luego se arrojó sobre la mujer y, como su espalda estaba ahora vuelta hacia mí, sólo pude dar por sentado que se había sumergido, a causa de la dirección en que se movía y la imposibilidad de errar un mojón tan llamativo. Ahora la cama se sacudía y las cortinas resonaban tanto que apenas podía oír los suspiros y los murmullos, las palpitaciones y los jadeos, que acompañaron a la acción desde el primero hasta el último momento; la visión y la audición de todo ello me conmovieron hasta el alma e hicieron que cada vena de mi cuerpo transportara fuego líquido; la emoción se volvió tan violenta que casi me cortó la respiración.

Preparada, entonces, y dispuesta como estaba por las pláticas de mis compañeras y los minuciosos detalles que me había proporcionado Phoebe, no es extraño que semejante visión diera el último golpe mortal a mi nativa inocencia.

Mientras ellos estaban en el calor de la acción, guiada sólo por la naturaleza, metí la mano dentro de mis enaguas y con dedos de fuego cogí y luego inflamé el centro de todos mis sentidos; mi corazón palpitaba como si quisiera escaparse de mi pecho; respiraba con dolor; retorcía los muslos, pellizcaba y apretaba los labios de esa hendidura virginal y, siguiendo mecánicamente el ejemplo de las manipulaciones de Phoebe y en la medida en que pude lograr la penetración, provoqué finalmente el éxtasis crítico, el flujo fundente en el que la naturaleza, agotada por el exceso de placer, se disuelve y muere.

Después de eso, mis sentidos recobraron la frialdad suficiente para observar el resto de la transacción de la feliz pareja.

El joven apenas había desmontado, cuando la anciana se irguió inmediatamente con todo el vigor de la juventud, derivado, sin duda, del reciente refresco y, obligándole a sentarse, comenzó, a su vez, a besarle, a palmear y pellizcar sus mejillas y a jugar con sus cabellos, cosas que él recibió con un aire de indiferencia y frialdad que me mostraron que había cambiado mucho desde el momento en que había penetrado en la brecha.

Pero mi pía gobernanta que no tenía inconveniente en utilizar auxilios, abrió una pequeña caja con cordiales que estaba cerca de la cama y le hizo beber un buen trago de aguardiente, después de lo cual y de unos parlamentos amorosos, la señora se sentó en el mismo lugar, a los pies de la cama con el joven de pie a su lado y ella con la mayor desfachatez imaginable, desabotonó sus calzones y quitando la camisa sacó su instrumento, tan encogido y disminuido que no pude menos que recordar la diferencia, al verla así abatida y levantando apenas la cabeza; pero nuestra matrona, llena de experiencia, frotándola con sus manos logró que se hinchara hasta alcanzar el tamaño y la erección que tenía antes.

Admiré entonces, en esta nueva oportunidad con una mejor vista, la textura de esa parte esencial de los hombres: la llameante cabeza roja al descubierto, la blancura del fuste, el matorral de pelos rizados que oscurecía sus raíces, la bolsa redondeada que colgaba de ella; todo absorbía mi vehemente atención y renovaba mi ardor. Pero como la cosa principal estaba ahora en el punto al que los trabajos de la industriosa dama la habían traído, ésta, que no deseaba postergar el cobro de sus esfuerzos, se tendió y atrajo suavemente al joven encima de ella y así terminaron, de la misma forma que antes, el antiguo acto.

Cuando todo hubo acabado, ambos salieron amorosamente enlazados; pero antes, la anciana le había obsequiado, por lo que pude observar, tres o cuatro monedas ya que él era no sólo su favorito, en virtud de sus actuaciones, sino un cliente de la casa de cuyos ojos se me había preservado con gran cuidado, en caso de que no hubiese tenido la paciencia de aguardar la llegada de mi señor y hubiese insistido en ser su catador, en vista de que la anciana estaba muy sujeta a él como para atreverse a oponérsele; pues todas las chicas de la casa lo recibían por turno y la anciana sólo de vez en cuando para corresponder al trato que allí recibía; un trato del que difícilmente se le podría acusar que no ganase.

En cuanto les oí bajar, me deslicé silenciosamente hacia mi propio dormitorio en el cual, afortunadamente, nadie me había echado de menos; allí respiré más libremente y di rienda suelta a las cálidas emociones que semejante encuentro había despertado en mí. Me tendí en la cama y me estiré deseando ardientemente y requiriendo cualquier medio de distraer o aliviar la rabia y el tumulto de mis deseos, nuevamente encendidos que señalaban con fuerza hacia su polo: un hombre. Palpé la cama como si buscara algo que pudiese aferrar en mi ensoñación y, al no encontrarlo, podría haber llorado a causa de la frustración: todo mi cuerpo ardía con un fuego estimulante. Finalmente, recurrí al único remedio posible, el de los vanos intentos de digitación, para los que la pequeñez del escenario no proporcionaba aún lugar de acción y donde el dolor que me causaban los dedos, esforzándose por ser admitidos, aunque me procuraron una ligera satisfacción momentánea, inicia un temor del que no podría liberarme hasta que me comunicara con Phoebe y recibiera sus explicaciones.

La oportunidad, sin embargo, no se produjo hasta la mañana siguiente, porque Phoebe llegó a acostarse mucho después de que yo me durmiera. En cuanto las dos estuvimos despiertas, fue muy natural llevar nuestra charla en la cama hasta el tema que me inquietaba; la relación de la escena de amor qué había presenciado por un azar me sirvió de prefacio.

Phoebe no pudo escuchar mi historia hasta el final sin interrumpirme más de una vez con sus carcajadas; además, la ingenuidad de mi relato aumentó su diversión.

Pero cuando trató de descubrir cómo me había afectado el cuadro, sin disminuir ni ocultar las agradables emociones que me había inspirado, le dije, al mismo tiempo, que una observación me había dejado perpleja de forma muy considerable.

—¿Sí? —dijo ella—. ¿Qué fue?

—Bueno —respondí yo—, habiendo comparado curiosa y atentamente el tamaño de esa enorme máquina que, por lo menos para mi atemorizada imaginación, no parecía ser menor que mi muñeca y larga como tres manos, con el de la pequeña y tierna parte mía que estaba prevista para recibirla, no podía concebir que fuera posible darle paso sin morir, quizás padeciendo terribles dolores —ya que ella sabía muy bien que hasta un dedo metido allí me causaba un dolor insoportable—. En cuanto a la de mi ama y la tuya, puedo distinguir de forma palpable las diferentes dimensiones comparadas con la mía, palpables al tacto y visibles al ojo, de modo que, en una palabra, por grande que sea el placer prometido, temo el dolor que pueda acarrearme el experimento.

Ante esto, las risas de Phoebe redoblaron y mientras yo aguardaba una solución seria de mis dudas y aprensiones, sólo me dijo que nunca había oído hablar de una herida mortal causada en tal parte por esa terrible arma y que conocía algunas chicas más jóvenes y tan delicadamente conformadas como yo, que habían sobrevivido a la operación; que en verdad había una gran diversidad de tamaños en esas partes debidos a la naturaleza, los partos y estiramientos frecuentes debidos a máquinas despiadadas, pero que a una cierta edad y hábito del cuerpo ni aquellos más experimentados podían distinguir bien a la doncella de la mujer, suponiendo una ausencia de todo artificio y que todo estuviera en su lugar natural; pero como la casualidad había puesto en mi camino una visión de esa clase, ella me procuraría otra, que deleitaría mis ojos con más delicadeza, y sería muy útil para curar mis temores ante esa imaginaria desproporción.

Luego me preguntó si conocía a Polly Philips.

—Sin duda —dije yo— es la joven rubia que fue tan afectuosa conmigo cuando estuve enferma y ha estado, según me has dicho, sólo dos meses en esta casa.

—La misma —dijo Phoebe—. Debes saber entonces que es la mantenida de un joven mercader genovés a quien su tío, qué es inmensamente rico y le quiere muchísimo, ha mandado aquí con otro mercader, inglés amigo suyo, so pretexto de cobrar unas deudas, aunque, en realidad para que satisfaga su gusto por viajar y ver mundo. Conoció por casualidad a esta Polly durante una visita y como se aficionó a ella, hace que le valga la pena reservarse enteramente para él. Viene a verla dos o tres veces por semana y ella lo recibe en el gabinete pequeño que hay sobre las escaleras, donde la disfruta con un gusto que es, supongo, propio de su ardor o —quizás— de los caprichos de su país. No diré más, pero mañana es su día y verás lo que sucede entre ellos desde un sitio que sólo conocemos tu ama y yo.

Podéis estar segura de que con las inclinaciones que estaba adquiriendo, no puse objeciones a su proposición y me sentí en cambio, ansiosa por verla consumada.

A las cinco de la tarde del día siguiente, Phoebe cumplió su promesa; vino a buscarme a mi habitación y me hizo señas para que la siguiera.

Bajamos en silencio por la escalera del fondo y abriendo la puerta de una alacena oscura donde se guardaban algunos muebles viejos y unas cajas de licores, me introdujo detrás suyo. Cerrando la puerta detrás de nosotras no teníamos más luz que la que entraba a través de una larga hendedura en el tabique que nos separaba del gabinete donde se iba a desarrollar la acción, de modo que sentándonos en las cajas, podíamos ver fácil y claramente todos los objetos (sin ser vistas) acercando los ojos a la hendedura, donde un panel se había torcido o separado un poco en el otro lado.

El joven caballero fue la primera persona que vi, dándome la espalda y contemplando una estampa. Polly aún no había llegado, pero en menos de un minuto se abrió la puerta y entró; al sentir el ruido de la puerta él se volvió y se acercó a recibirla con un aire de gran ternura y satisfacción.

Después de saludarla, la condujo hasta un diván que había frente a nosotras donde ambos se sentaron y el joven genovés le sirvió un vaso de vino y unos bizcochos napolitanos en una bandeja.

Finalmente, después de intercambiar unos besos y preguntas en un inglés vacilante por una de las partes, él comenzó a desabotonarse y rápidamente se desvistió, quedando en camisa.

Como si ésa hubiese sido la señal para quitarse todas las ropas, un plan que se veía favorecido por el calor reinante, Polly comenzó a quitarse los alfileres y como no tenía corsé, en un instante quedó en camisa, gracias a la oficiosa ayuda de su galán.

Cuando él vio eso, sus calzones quedaron inmediatamente desatados en la cintura y las rodillas y se deslizaron sobre sus tobillos; el cuello de su camisa también fue desabotonado; luego, besando alentadoramente a Polly robó, como si dijéramos, la camisa de la joven que estando —supongo— habituada y familiarizada con sus humores se sonrojó, pero menos que yo, cuando la vi completamente desnuda, tal como había salido de manos de la naturaleza, con sus cabellos negros sueltos y flotando alrededor de su deslumbrante cuello blanco y sus hombros, mientras el encarnado profundo de sus mejillas se transformaba gradualmente en nieve, porque tales eran los tonos y el brillo de su piel.

Esta joven no podía tener más de dieciocho años: su cara era dulce y regular, sus formas exquisitas; no pude dejar de envidiar sus maduros y encantadores pechos, maravillosamente llenos, pero tan redondos y tan firmes que se sostenían burlándose de cualquier corsé; luego sus pezones, que apuntaban en direcciones diferentes, marcaban una deliciosa separación. Por debajo, el delicioso trecho del estómago terminaba en una hendedura difícil de distinguir que, modestamente, parecía retirarse hacia abajo y buscar refugio entre dos muslos carnosos y redondos; los pelos rizados que cubrían su delicioso frente la vestían con la más rica marta cebellina del universo. En una palabra, era, evidentemente, un tema para que los pintores le rogaran que posara, y delinearan la belleza femenina en todo el orgullo y la pompa de la desnudez.

El joven italiano (aún en camisa) la contemplaba, transportado por la visión de unas bellezas que podrían haber enardecido a un ermitaño moribundo; sus ojos ansiosos la devoraban mientras ella cambiaba de actitud según sus deseos; sus manos no se veían excluidas de su parte de la fiesta, sino que vagabundeaban a la búsqueda del placer sobre cada pulgada de su cuerpo, tan bien calificado para proporcionar las más exquisitas sensaciones.

Mientras tanto, no pude evitar la observación del bulto que había en la parte delantera de la camisa del joven, que sobresalía y mostraba el estado en que estaban las cosas detrás del telón; rápidamente se la quitó, deslizándola sobre su cabeza y ahora, en cuanto a desnudez, no tenían nada que reprocharse recíprocamente.

El joven caballero, según suponía Phoebe, tenía unos veintidós años, era alto y de miembros proporcionados. Su cuerpo estaba muy bien formado y era vigoroso, con hombros altos y pecho amplio; su rostro no era notable en ningún sentido, salvo por una nariz más bien romana; sus ojos eran grandes, negros y brillantes y sus mejillas sonrosadas resultaban más atractivas porque su cutis era oscuro; no de ese color polvoriento que excluye la idea de frescura, sino de ese tono claro y oliváceo que, resplandeciente de vitalidad, deslumbra quizás menos que la blancura, pero sin embargo, complace más cuando gusta. Sus cabellos, demasiado cortos para ser atados, no caían más que hasta su cuello en rizos cortos y sueltos; tenía unos pocos vellos alrededor de los pezones que guarnecían su pecho con un estilo fuerte y varonil. Luego, su gran porra, que parecía nacer de un macizo de pelos rizados que se extendían desde los muslos hasta el ombligo, estaba dura y erguida, mostrando un tamaño que me hizo sentir temor, por simpatía, pensando en la pequeña parte tierna que sería el objeto de su furia; ahora estaba expuesta a mis ojos, porque inmediatamente después de quitarse la camisa, él había empujado a Polly suavemente sobre el diván, de forma tal que éste amortiguó su voluntaria caída. Sus muslos estaban separados al máximo y descubrían en su centro la marca del sexo, la roja grieta de carne, cuyos labios enrojecidos marcaban una pequeña línea color rubí, una dulce miniatura cuya vida y delicadeza nunca podría alcanzar el pincel coloreado de Guido.

En ese momento, Phoebe me dio un codazo, para prepararme a una pregunta susurrada. ¿Acaso yo pensaba que mi flor era mucho más pequeña? Pero mi atención estaba demasiado absorta, demasiado ocupada por lo qué veía, para poder responder.

A estas alturas el joven caballero había cambiado la posición de Polly que ya no yacía a lo ancho sino a lo largo del diván, pero sus muslos seguían abiertos y la flor estaba a su disposición, de modo que arrodillándose entre ellos, exhibió para nosotras una visión lateral de su fiera y erecta máquina que amenazaba con desgarrar a su tierna víctima, que yacía sonriendo al ariete erguido y no parecía rechazarlo. El mismo contempló su arma con algo de placer, y guiándola con la mano hacia la invitadora hendedura separó Ios labios y la alojó (después de algunos enviones con los qué Polly parecía colaborar) hasta la mitad. Pero allí se atascó, supongo, a causa de su grosor creciente; la retiró y mojándola con saliva, volvió a introducirla y con facilidad la envainó hasta la empuñadura, momento en que Polly exhaló un suspiro que no se parecía en nada a un quejido de dolor; él empujaba, ella se alzaba, al principio con suavidad y cadencia regular, pero finalmente los transportes comenzaron a ser demasiado violentos para observar ningún orden ni medida; sus movimientos eran demasiado rápidos, sus besos demasiado fieros y fervientes para que la naturaleza pudiera mantenerlos mucho tiempo; ambos parecían transportados y sus ojos despedían fuego.

—¡Oh!... ¡Oh!... No puedo soportarlo... Es demasiado... Muero... Me voy... —eran las expresiones del éxtasis de Polly; los gozos del joven eran más silenciosos, pero pronto unos murmullos quebrados, suspiros conmovedores y finalmente una última embestida, como si hubiese deseado elevar por la fuerza el cuerpo de Polly y luego la inmóvil languidez de sus miembros, demostró que el momento final había llegado para él; ella mostró signos de unírsele por los alocados movimientos de sus manos, los ojos cerrados y el profundo sollozo que exhaló, pareciendo expirar en una agonía de arrobamiento.

Cuando él terminó su embestida y salió de ella, Polly quedó inmóvil, sin hacer el menor gesto; estaba sin aliento, aparentemente a causa del placer. El volvió a colocarla a lo ancho del diván, incapaz de sentarse, con los muslos abiertos entre los cuales pude observar una especie de líquido blanco, parecido a la espuma, que colgaba en los labios exteriores de esa herida recién abierta que ahora brillaba con un rojo más oscuro. Entonces ella se levantó y lo abrazó, no pareciendo molesta por la prueba a que la había sometido; por lo menos si se juzgaba por el cariño con que lo miraba y se aferraba a él.

Por mi parte, no pretenderé describir lo que sentí en mi interior durante la escena, pero desde ese instante, adiós a todos los temores de lo que un hombre pudiera hacer con mi cuerpo; ahora se habían transformado en deseos tan ardientes, en anhelos tan ingobernables que podría haber cogido al primer miembro de ese sexo por la manga y haberte ofrecido esa fruslería, cuya pérdida, imaginaba ahora, sería una ganancia que nunca sería demasiado pronto para que se produjera.

Phoebe, que tenía más experiencia y para quien esos espectáculos no eran nuevos, no pudo, sin embargo, permanecer indiferente ante una escena tan cálida y retirándome suavemente de la grieta por miedo de ser oída, me guió tan cerca de la puerta como fue posible, mientras yo permanecía totalmente pasiva y obediente a sus indicaciones.

Allí no había lugar para sentarse ni acostarse, pero poniéndome con la espalda contra la puerta levantó mis enaguas y con sus activos dedos visitó y exploró esa parte mía donde ahora el calor y la irritación eran tan violentos que me sentía enferma y pronta a morir de deseo; el roce de sus dedos en ese lugar crítico tuvo el efecto del fuego en un tren y su mano le enseñó hasta qué punto estaba yo herida y ablandada por la visión que me había procurado. Satisfecha, entonces, por su éxito en aliviar un ardor que hubiese provocado mi impaciencia mientras veía la continuación de las transacciones de nuestra enamorada pareja, me llevó nuevamente hasta la hendedura, tan favorable a nuestra curiosidad.

Ciertamente, sólo nos habíamos alejado de ella unos instantes y sin embargo, a nuestro retorno, vimos que todo estaba muy bien encaminado para recomenzar las tiernas hostilidades.

El joven forastero estaba sentado en el diván de frente a nosotras, con Polly en sus rodillas; ésta le rodeaba el cuello con los brazos, de modo que la extremada blancura de su piel contrastaba de forma nada desagradable con el suave y brillante tono oliváceo de su amante.

¿Quién podría haber contado los fieros e innumerables besos dados y recibidos?, en los que pude a menudo descubrir que intercambiaban la estocada aterciopelada cuando ambas bocas tenían dos lenguas y parecían recibir la mutua inserción con gran gusto y deleite.

Mientras tanto, el campeón de cabeza roja del muchacho, que hacía poco había salido del pozo domado y confuso, se había recuperado hasta una condición inmejorable y estaba gallardo y empenachado entre los muslos de Polly que, por su parte, no dejaba de mimarlo y mantenerlo de buen humor, acariciándolo y hasta recibiendo su extremo aterciopelado entre los labios que no le correspondían; yo no podía saber si lo hacía para procurarse un placer o para volverlo más voluble y facilitar su entrada, pero tuvo un efecto tal que el joven caballero pareció, por el brillo de sus ojos, que resplandecían con más esplendor en su rostro arrebolado, recibir un aumento en su placer. Se puso de pie y tomando a Polly en sus brazos la abrazó y dijo algo en voz demasiado baja para poder oírlo, llevándola entonces hasta el extremo del diván y deleitándose en castigar sus muslos y su trasero con ese rígido vergajo suyo que los golpeaba gracias al impulso que le daba con la mano y los hacía resonar, sin lastimarla más de lo que se proponía, ya que ella parecía encontrar en ello un gusto tan juguetón como él.

Pero imaginad mi sorpresa cuando vi a ese joven pícaro y holgazán acostarse boca arriba y tirar de Polly hasta colocarla encima suyo; ésta, cediendo a su humor, lo montó y con las manos condujo a su favorita ciega hacia el sitio adecuado y, siguiendo su impulso se apoyó directamente sobre la punta llameante del arma del placer en la que se empaló, por la que fue atravesada y clavada en toda su envergadura; de este modo quedó sentada unos instantes sobre él, disfrutando y saboreando su situación, mientras él jugaba con sus provocadores pechos. A veces, Polly se inclinaba para recibir sus besos, pero finalmente el aguijón del placer los impulsó a acciones más fieras: entonces comenzó la tempestad de subidas y bajadas que, para el combatiente más bajo eran, arremetidas, al tiempo que cruzaba las manos sobre ella y la acercaba a él con dulce violencia: los invertidos golpes del martillo sobre el yunque trajeron prontamente el momento crítico, en el que todos los signos de una conspiración conjunta para el éxtasis nos informaron del punto en que se hallaban.

En cuanto a mí, no podía soportar lo que estaba viendo; me sentía tan abrumada, tan inflamada por la segunda parte del mismo juego que, enloquecida hasta un grado insoportable apreté y aferré a Phoebe, como si ésta tuviese los medios para aliviarme. Esta, complacida conmigo y compadeciendo la situación en que me hallaba, me condujo hasta la puerta y abriéndola tan silenciosamente como pudo logró que pudiésemos salir sin ser advertidas y volvió a conducirme a mi habitación donde, incapaz de sostenerme en pie a causa de la agitación que me invadía, me dejé caer en la cama donde yací transportada y totalmente avergonzada por lo que sentía.

Phoebe se tendió a mi lado y me preguntó jocosamente «si ahora que había visto al enemigo y lo había considerado con atención aún sentía temor ante él, o si pensaba que podría aventurarme a presentarle batalla».

A todo eso no respondí ni una palabra; suspiré, pues apenas podía respirar: Ella cogió mi mano y habiendo levantado sus enaguas la llevó hacia esas partes donde ahora, que sabía más, eché de menos el principal objeto de mis deseos; al no hallar ni la sombra de lo que deseaba en un sitio donde todo era tan llano y tan hueco, la exasperación que sentía casi hizo que retirara mi mano, pero temí parecer poco complaciente. Abandoné entonces mi mano enteramente a sus manejos y ella la usó como le pareció adecuado para procurarse la sombra, más que la sustancia de un placer. Por mi parte, deseaba ahora un alimento más sustancioso y me prometí tácitamente que no seguirían entreteniéndome mucho tiempo con estas tonterías entre mujeres, aunque la señora Brown no me proporcionara prontamente los objetos específicos. En una palabra, yo tenía todo él aspecto de no ser capaz de aguardar la llegada de mi señor lord B..., aunque se lo esperaba para dentro de pocos días; y no lo aguardé porque el mismo amor se hizo cargo de mí, a pesar de los intereses en juego.

Dos días después de haber presenciado la escena del gabinete, me levanté a eso de las seis y dejando dormida a mi compañera de cama bajé silenciosamente, sin más idea que la de tomar el fresco en un pequeño jardín situado junto a nuestro salón del fondo, al que mi confinamiento me impedía el paso cuando venían visitantes a la casa. Ahora el sueño y el silencio reinaban en ella.

Abrí la puerta del salón y me sentí muy sorprendida al ver junto al fuego casi extinguido a un joven caballero, instalado en el sillón de la señora Brown, Con las piernas apoyadas en otra silla, profundamente dormido y dejado allí por sus desaprensivos compañeros que lo habían emborrachado y se habían marchado, cada uno con su manceba, mientras él quedaba atrás, por cortesía de la anciana matrona que había preferido no molestarle obligándole a marcharse en esas condiciones a la una de la mañana; lo más probable es que no hubiese ninguna cama desocupada. En la mesa estaban aún el ponche y los vasos, en el desorden habitual después de una parranda de borrachos.

Pero cuando me acerqué para mirar al borracho descarriado... ¡Dios mío! ¡Qué espectáculo! ¡No! Ni el paso de los años, ni los cambios de mi suerte podrán borrar nunca la impresión, parecida al rayo que sus formas produjeron en mí... ¡Sí! Adorado objeto de mi primera pasión, soy dueña para siempre del recuerdo de tu primera presencia ante mis maravillados ojos... ¡Te llamo, estás presente y te veo, ahora!

Figuraos, señora, un mozalbete rubio, de dieciocho o diecinueve años con la cabeza reclinada en uno de los lados del sillón, con los cabellos rizados en desorden, sombreando irregularmente un rostro en el que la lozanía de la juventud y la gracia viril conspiraban para fijar mis ojos y mi corazón. Hasta la languidez y la palidez de su cara, en la que el momentáneo triunfo del lila sobre el rosa se debía a los excesos de la noche, daba una inexpresable dulzura a los más finos rasgos que se pueda imaginar. Sus ojos, cerrados por el sueño, exhibían los bordes de los párpados bordeados por largas pestañas sobre las cuales ningún lápiz podría haber dibujado dos arcos más regulares que los que adornaban su frente que era alta, perfectamente blanca y suave. Luego dos labios bermejos que hacían pucheritos y se presentaban hinchados, como si una abeja acabara de picarlos, parecían desafiarme a abusar del encantador durmiente si la modestia y el respeto que en ambos sexos son inseparables de una verdadera pasión, no hubiesen frenado mis impulsos.

Pero viendo el cuello de su camisa abierto y un pecho más blanco que un copo de nieve, el placer de contemplarlo no pudo sobornarme para alargar la contemplación poniendo en peligro una salud que comenzaba a ser la principal preocupación de mi vida. El amor que me volvía tímida me enseñaba también a ser tierna. Con una mano temblorosa tomé una de las suyas y lo desperté tan dulcemente como me fue posible; él se sobresaltó y mirándome algo desconcertado al principio, dijo con una voz cuyas armoniosas vibraciones llegaron directamente, a mi corazón:

—Por favor, niña: ¿qué hora es?

Se lo dije y añadí que podría coger frío si seguía durmiendo con el pecho descubierto en el aire fresco de la mañana. Agradeció eso con una dulzura que armonizaba perfectamente con la de sus rasgos y sus ojos; estos últimos estaban ahora muy abiertos y me observaban afanosamente, llevando el ardor de su fuego vivaz directamente a mi corazón.

Parece que habiendo bebido en exceso antes de llegar al burdel con algunos de sus jóvenes amigos, no había estado en condiciones de seguir la batalla junto a ellos y coronar la noche con una amante; de modo que viéndome medio vestida no dudó de que era una de las pupilas de la casa, enviada para reparar su pérdida de tiempo; pero aunque tuvo esa idea, que era muy obvia sin duda, quizás porque mi aspecto lo impresionó más de lo común o quizás por su cortesía natural, se dirigió a mí con un tono nada grosero, aunque yo le pareciera una de las pupilas de la casa que había llegado para divertirle; y dándome el primer beso que haya recibido de un hombre en mi vida, me preguntó si le concedería el favor de mi compañía, asegurándome que valdría la pena para mí. Pero aunque mi recién nacido amor, ese domador de la lascivia, no se hubiese opuesto a una capitulación tan pronta, el miedo de ser sorprendida por la casa fue un obstáculo suficiente a mi asentimiento.

Le dije entonces en el tono que me dictó el amor, que por razones que no tenía tiempo de explicarle, no podía quedarme en su compañía y quizás no volviera a verle; un suspiro nacido en el fondo de mi corazón acompañó esas palabras. Mi conquistador que, según me dijo después, había quedado muy impresionado por mi aspecto, y gustaba de mí tanto como podía pensar en gustar de cualquiera que estuviera en mi situación, me preguntó rápidamente si quería ser su mantenida y dijo que tomaría un alojamiento para mí y me liberaría de cualquier compromiso que yo pudiera tener con la casa. Temerario, súbito, mal sopesado y hasta peligroso, como podía ser ese ofrecimiento de un perfecto desconocido, siendo ese desconocido un jovenzuelo atolondrado, el prodigioso amor que sentía por él había puesto un encanto en su voz que no pude resistir y me cegó a cualquier objeción; en ese instante había muerto por él, ¿creéis entonces que podría haber resistido una invitación a vivir con él?

Así, mi corazón latiendo con fuerza ante su proposición dictó mi respuesta, después de una breve pausa, de que aceptaría su ofrecimiento y escaparía con él de la forma que más le complaciera y que estaba a su entera disposición, para bien o para mal. Desde entonces, me pregunté muchas veces por qué una tan grande facilidad no lo disgustó o no me hizo parecer barata a sus ojos; aunque el destino había arreglado todo de manera tal que, a causa de sus temores ante los peligros de la ciudad, hacía algún tiempo que estaba buscando una moza a quien tomar a su cargo y como mi persona le había caído en gracia, fue gracias a un milagro del amor que concluimos nuestro trato en ese instante, sellándolo con unos besos, con los que tuvo que contentarse, en la esperanza de gozos más ininterrumpidos.

Pero nunca la amorosa juventud se preocupó de poner en una persona más cosas que pudieran justificar que una chica perdiera la cabeza y le hiciera desafiar todas las consecuencias con tal de seguir a un galán.

Porque además de todas las perfecciones de la belleza masculina que se reunían en su persona, tenía un aire de pulcritud y gentileza, una cierta elegancia en el porte de su cabeza, que lo distinguían aún más; sus ojos eran vivaces y llenos de expresión; todo su aspecto conllevaba algo que era al mismo tiempo dulce y lleno de autoridad. Su complexión hacía palidecer a la más encantadora rosa, mientras su inimitable, tierno y vivido resplandor la salvaba del reproche de falta de vida, de cruda y pastosa, que se hace generalmente a quienes son tan rubios como él.

Nuestro pequeño plan consistía en que a la mañana siguiente me levantaría a las siete (cosa que pude prometer de inmediato porque sabia donde encontrar la llave de la puerta de la calle) y él me esperaría al final de la misma con un coche, en el que conducirme sin riesgo; después de eso enviaría recado y pagaría cualquier deuda en que yo hubiese incurrido durante mi estancia en casa de la señora Brown quien, según él pensaba, quizás no quisiera desprenderse de alguien tan bien dotado para atraer clientes.

En ese momento yo le sugerí que no mencionara en la casa el haber visto a mi persona, por razones que le explicaría cuando tuviésemos más tiempo. Y entonces, por miedo de malograr nuestros proyectos si éramos vistos, me arranqué de su lado con el corazón sangrante y me deslicé sin ruido hasta mi cuarto donde encontré a Phoebe profundamente dormida todavía y, quitándome a toda prisa mis pocas ropas, me acorté a su lado, con una mezcla de alegría y ansiedad que es más fácil de concebir que de expresar.

Los riesgos de que la señora Brown descubriera mis propósitos, los desengaños, la ruina, la miseria, todo se desvaneció ante esa llama recién encendida. La idea de ver, de tocar, de estar aunque sólo fuera durante una noche con el ídolo de mi tierno corazón virgen, me parecía una felicidad situada por encima del precio de mi libertad o de mi vida. Podía hacerme mal: ¡que lo hiciera!, él era el amo. Sería feliz, muy feliz, recibiendo la muerte de sus amadas manos.

De este tenor fueron mis reflexiones de todo el día; cada minuto de él me pareció una pequeña eternidad. ¡Con cuánta frecuencia miré el reloj! Si hasta sentí la tentación de adelantar sus tediosas agujas, ¡como si eso hubiese hecho pasar el tiempo! Si las de la casa me hubiesen observado, habrían sospechado algo extraordinario a causa de la turbación que no podía evitar; especialmente cuando durante la comida se mencionó al muy encantador joven que había estado allí y se había quedado a desayunar. «Oh, qué hermosura la suya... Hubiese muerto por él... Se quitarán el sombrero cuando le vean pasar...» y otras tonterías por el estilo eran, sin embargo, como arrojar aceite a un fuego cuyo resplandor me costaba mucho esfuerzo ocultar.

Las fluctuaciones de mi mente durante todo el día produjeron un efecto bueno: a causa de la pura fatiga dormí tolerablemente bien hasta las cinco de la mañana cuando me levanté y habiéndome vestido aguardé, bajo la doble tortura del miedo y la impaciencia, que llegara el momento señalado. Llegó, finalmente la querida, crítica, peligrosa hora, y entonces, sostenida sólo por el coraje que me daba el amor me aventuré en puntillas escaleras abajo, dejando atrás mi caja por miedo a ser sorprendida saliendo con ella.

Llegué a la puerta de calle, cuya llave estaba siempre en una silla al lado de nuestra cama, al cuidado de Phoebe, quien no teniendo la menor sospecha de mis designios de alejarme (tampoco, por cierto, los había tenido yo hasta el día anterior) nunca la había ocultado. Abrí la puerta con mucha cautela; el amor que me daba fuerzas, me protegió también y ahora, a salvo en la calle, vi a mi nuevo ángel guardián aguardando junto a la puerta ya abierta de un coche. No sé como llegué hasta él; supongo que volé, porque en un instante estaba en el coche, con él a mi lado, con sus brazos rodeándome y dándome el beso de bienvenida. El cochero tenía sus órdenes y se puso en marcha.

Mis ojos se llenaron instantáneamente de lágrimas, pero lágrimas del más delicioso placer; encontrarme en brazos de ese bello joven era un embeleso en el que nadaba mi pequeño corazón. El pasado y el futuro no me preocupaban. El presente era todo lo que mis sentidos podían soportar, sin desfallecer. Sin contar los más tiernos abrazos, las expresiones más tranquilizadoras que pretendían, por su parte, asegurarme de su amor y de que nunca me daría razones para arrepentirme del audaz paso que había dado al confiarme enteramente a su honor y su generosidad. Pero ¡ay! yo no tenía mérito en eso, ya que era impulsada por una pasión tan impetuosa que no podía resistirla: había hecho lo que había hecho porque no podía evitarlo.

En un instante, porque el tiempo había quedado aniquilado para mí, llegamos a una fonda de Chelsea, que brindaba su hospitalidad a las parejas en busca de placer, donde un desayuno con chocolate había sido preparado para nosotros.

Un simpático anciano lleno de experiencia, que dirigía el establecimiento y entendía muy bien la vida, desayunó con nosotros y mirándome sutilmente de soslayo nos deseó felicidad y dijo: «que hacíamos una buena pareja, ¡pardiez!, que muchos caballeros y damas usaban su casa pero que nunca había visto una pareja tan bella... estaba seguro de que yo era una pieza nueva... Tenía un aspecto tan campesino, ¡tan inocente! Bueno, ¡mi esposo era un hombre afortunado!...» Toda esta charla vulgar de posadero no sólo me dio placer y me tranquilizó sino que me ayudó a olvidar mi confusión por estar con mi nuevo soberano, con quien, ahora que se acercaba el momento, temía quedarme sola: una timidez más relacionada con el verdadero amor que con la modestia de una doncella.

Lo deseaba, lo adoraba, podría haber dado mi vida por él y, sin embargo, no sé cómo ni por qué, temía la ocasión que había sido el objeto de mis más furiosos deseos; mi pulso latía en medio de un fluir de ardientes deseos. Esta lucha de pasiones, sin embargo, este conflicto entre la modestia y los deseos amorosos me hizo estallar nuevamente en sollozos que él tomó, como había hecho antes, sólo como los restos de inquietud y emoción ante la brusquedad de mi cambio de condición, al entregarme a sus cuidados y, consecuente con esa idea, dijo e hizo todo lo que creyó que me tranquilizaría y animaría.

Después del desayuno, Charles (el querido nombre familiar con que de aquí en adelante me tomaré la libertad de distinguir a mi Adonis), con una sonrisa llena de significación, me tomó gentilmente de la mano y dijo:

—Ven, querida; te mostraré una habitación que tiene una bella perspectiva de unos jardines.

Y sin esperar respuesta, cosa que me alivió mucho, me condujo hasta una alcoba fresca y luminosa donde la observación de perspectivas estaba fuera le lugar, salvo por las de una cama, cuyo aspecto fue lo que inclinó a Charles a tomar seguramente la habitación.

Charles aseguró el pasador de la puerta y luego corrió, me tomó en sus brazos y levantándome del suelo con sus labios pegados a los míos me llevó, temblorosa, jadeando, desfalleciente, a causa de los suaves temores y los tiernos deseos, hasta la cama donde su impaciencia no le permitió desvestirme más allá de soltar mi pañoleta y mi vestido y desatar mi corsé.

Ahora mi pecho estaba desnudo y se alzaba latiendo con ardor, presentando a su vista y su tacto la firme redondez de un par de senos jóvenes, como se pueden imaginar en una joven que no había cumplido los dieciséis años, recién llegada del campo y nunca tocada; pero ni siquiera su orgullo, su blancura, su forma, su agradable resistencia al tacto, pudieron retener a sus inquietas manos de vagabundear; por el contrario, mis enaguas y mi camisa fueron prontamente levantadas y el más fuerte centro de atracción quedó a la merced de la tierna invasión. Aun así, mis temores hicieron que cerrara automáticamente los muslos, aunque el mero roce de sus manos al insinuarse entre ellos los separó y abrió una brecha para el ataque principal.

Durante todo este tiempo yo estaba generosamente expuesta al examen de sus ojos y sus manos, tranquila y sin oponer resistencia; eso confirmó la opinión desaprensiva en que basó su proceder de que yo no era una novicia en estos asuntos ya que me había sacado de un lupanar común y yo no había dicho nada para enterarlo de mi virginidad; si lo hubiese hecho hubiera pensado antes que lo tomaba por tonto, capaz de tragar una cosa tan improbable, aun cuando yo fuera dueña de ese queridísimo tesoro, esa mina escondida, tan ansiosamente buscada por los hombres que nunca la buscan más que para destruirla.

Estando ya demasiado excitado para soportar demoras, se desabotonó y sacando la máquina de los asaltos amorosos, la dirigió seguidamente, encaminándola a una brecha ya abierta... ¡Entonces!... Entonces, por primera vez, sentí ese cartílago rígido y duro como un cuerno golpeando contra mi tierna parte, aunque imaginaos su sorpresa cuando descubrió, después de varios vigorosos enviones, que me hicieron muchísimo daño, que no había hecho el menor progreso.

Me quejé, tiernamente, pero me quejé: «No puedo soportarlo... me hace mucho daño...» Aun así, no pensó más que, siendo yo tan joven, el tamaño de su ariete (pocos hombres pueden rivalizar en tamaño con él) creaba la dificultad; y que posiblemente yo no había sido gozada por nadie tan bien dotado como él; porque la idea de que mi flor virgen no había sido cosechada no entraba en su cabeza y le hubiese parecido perder tiempo y palabras el preguntarme acerca de eso.

Nuevamente lo intentó sin lograr la entrada, sin penetración; ahora el dolor fue más intenso, aunque mi extremado amor hizo que soportara los terribles tormentos casi sin un quejido. Finalmente, después de repetidos e infructuosos intentos, se acostó, jadeante, a mi lado, besó mis lágrimas y me preguntó tiernamente cuál era la causa de tantas quejas y si no había soportado mejor a otros de lo que lo soportaba a él. Respondí con una sencillez encaminada a persuadirlo de que él era el primer hombre que me usaba así. La verdad es poderosa, y casi siempre creemos lo que deseamos ardientemente.

Charles, a quien las evidencias de sus sentidos habían predispuesto a aceptar que mis pretensiones de virginidad no eran enteramente apócrifas, me cubrió de besos y me suplicó, en nombre del amor, que tuviera un poco de paciencia, ya que se cuidaría tanto de no hacerme daño como si se tratara de sí mismo.

¡Ay de mí! El conocimiento de su placer fue suficiente para que me sometiera gozosamente a cualquier sufrimiento que pudiera costarme.

Ahora continuó sus intentos con más cuidado: primero puso una de las almohadas debajo mío, para dar una elevación más favorable al blanco de su puntería, y otra debajo de mi cabeza para descansarla; luego, abriendo mis muslos y colocándose de pie entre ellos, los apoyó sobre sus caderas, aplicando entonces la punta de su aparato en la ranura que intentaba invadir. Era tan pequeña que apenas podía estar seguro de haber apuntado bien. Miró, palpó, quedando satisfecho, y luego, empujando furiosamente hacia adelante la prodigiosa rigidez de su porra, usada como un ariete, separó aquellas partes, insertando la punta de la máquina entre los labios. Al sentir esto, mejoró su ventaja y continuó golpeando en línea recta, aumentando a la fuerza la penetración, aunque causándome un dolor tan intolerable, debido a la separación de los bordes del suave pasaje por ese cuerpo duro y grueso, que podría haber gritado; pero como no estaba dispuesta a alarmar a toda la casa, contuve el aliento y mordí mis enaguas que estaban sobre mi cara, metiéndomelas en la boca. Finalmente, la suave textura de ese conducto cedió ante los fieros embates y entró un poco más en mi interior; ahora desaforado, y habiendo perdido el control de sí mismo, conducido por la furia y el ardor del miembro que actuaba con una especie de rabia nativa, Charles penetró rompiéndolo todo, empujó, arrastró y, con un violento y despiadado impulso, empapado en sangre de virgen, enterró su arma hasta la empuñadura...

¡Oh! Entonces toda mi resolución me abandonó; lancé un grito y me desvanecí a causa del lacerante dolor; luego él me dijo que, al retirar su máquina, cuando terminó la emisión, mis muslos quedaron empapados en sangre que fluía desde el pasaje herido y desgarrado.

Cuando recobré el sentido me encontré desnuda y en la cama, en brazos del dulce y despiadado asesino de mi virginidad que se lamentaba tiernamente de mi estado y sostenía en su mano un cordial que no pude rechazar, viniendo del aún amado autor de tanto sufrimiento; mis ojos, sin embargo, empapados en lágrimas y lánguidamente fijos en él, parecían reprocharle su crueldad y preguntarle si ésas eran las recompensas del amor. Pero Charles, para quien yo era infinitamente más valiosa por este completo triunfo sobre mi doncellez, que tan poco había esperado, enternecido por el sufrimiento a que me había sometido, buscando el máximo de placer para sí, calmó su exaltación y se esforzó con tanta dulzura y tanto ardor en calmar, en acariciar, en confortar mis suaves quejas que por cierto respiraban más amor —que resentimiento— que finalmente ahogó todos mis dolores en el placer de verle, de pensar que le pertenecía, que era ahora mi único dispensador de felicidad y, en una palabra, mí destino.

Sin embargo, la llaga estaba demasiado sensible, la herida demasiado abierta y sangrante para que la bondad de Charles me sometiera a otra prueba; como no podía moverme ni caminar por la habitación, dio orden de que nos trajeran la comida a la cama, donde no pude menos que comer el ala de una gallina y tomar dos o tres vasos de vino ya que era mí adorado joven quien me servía y me hacia probarlos, con esa dulce e irresistible autoridad que el amor le había dado sobre mí.

Después de la comida, cuando se hubieron llevado todo menos el vino. Charles, con mucha desfachatez, pidió permiso, leyendo en mis ojos que ya lo había otorgado, para meterse en la cama conmigo y comenzó a desvestirse; yo no podía observar sus progresos sin sentir extrañas emociones de miedo y placer.

Ahora estaba en la cama conmigo por primera vez, en pleno día y cuando empujando hacia arriba su camisa y la mía apoyó su resplandeciente cuerpo desnudo contra el mío... ¡Oh, delicia insoportable! ¡Oh, rapto sobrehumano! ¿Qué dolor podría haber hecho frente a un placer tan lleno de transportes? Ya no sentí el escozor de mis heridas de abajo sino que me enrosqué sobre él como un zarcillo de viña, como si temiera que alguna parte de su cuerpo no fuera tocada o estrechada por mí y devolví sus anhelantes besos y abrazos con el gusto y el fervor que sólo el verdadero amor conoce y que la mera lujuria nunca alcanza.

Sí, aún ahora, cuando la tiranía de las pasiones ha terminado y por mis venas no corre más que una tranquila corriente fría, el recuerdo de esos momentos que tanto me afectaron durante mi juventud todavía me alegra y rejuvenece. Dejadme continuar, entonces. Mi hermoso joven estaba ahora pegado a mí en todos los dobleces y pliegues en que podíamos acercar nuestros cuerpos; cuando no pudo refrenar la fiereza de sus renovados deseos, soltó a su corcel e insinuando suavemente sus muslos entre los míos, deteniendo mi boca con besos de fuego líquido hizo una nueva irrupción y, renovando sus embestidas, atravesó, desgarró y forzó el camino por los tiernos pliegues heridos que le concedieron entrada con un dolor menos severo que cuando abrió la brecha por primera vez. Pese a eso, tuve que ahogar mis gritos y lo soporté con la pasiva fortaleza de una heroína; pronto sus embestidas, más y más furiosas, sus mejillas color escarlata, sus ojos dados vuelta en un ferviente trance, algunos suspiros y un estremecimiento agónico anunciaron la proximidad del éxtasis. Yo sufría mucho todavía para participar de él.

Pero cuando sucesivos encuentros me endurecieron y habituaron, comencé a entrar en el puro y verdadero disfrute de ese placer de los placeres, cuando la cálida efusión atraviesa las arrebatadas vísceras; ¡qué torrentes de deleite!, ¡qué ardientes transportes!, ¡qué agonías de placer!, demasiado fieras, demasiado poderosas para que la naturaleza las sustente; no hay duda que hace bien en proporcionar el alivio de una deliciosa disolución momentánea, cuya proximidad es indicada por un tierno delirio, un dulce estremecimiento en el momento de emitir esos suaves líquidos en los que se ahoga el disfrute cuando uno se extiende lánguidamente y muere en la descarga.

Cuán a menudo, cuando la rabia y el tumulto de mis sentidos se apagaba después del flujo, me he preguntado, en una tierna meditación, si la naturaleza había previsto que una de sus criaturas fuera tan feliz como lo era yo. ¿Y qué significaban todos los miedos a las consecuencias puestos en el platillo, contra una noche dé disfrute de algo tan profundamente del gusto de mis ojos y mi corazón como ese delicioso, tierno, incomparable joven?

Así pasamos toda la tarde, hasta la hora de la cena en un continuo círculo de delicias amorosas, besos, caricias, juegos y todo el resto de la fiesta. Finalmente, nos sirvieron la cena, antes de la cuál Charles se había puesto sus ropas, no sé por qué razón, y sentándonos junto a la cama hicimos mesa y mantel de la cama y las sábanas, mientras Charles no permitía que nadie me sirviera más que él. Comió con muy buen apetito, y parecía contentó de verme comer a mí. Por mi parte, estaba tan encantada con mi fortuna, me sentía tan transportada por la comparación de las delicias en las que nadaba ahora con la falta de sabor de todas las escenas anteriores de mi vida, que mi dicha me parecía barata, aun arriesgando la ruina, o el peligro de que no durara. Mis posesiones del presente eran todo lo que cabía en mi cabecita.

Esa noche dormimos juntos, cuando después de jugar repetidas partidas de placer, la naturaleza, cansada y satisfecha nos entregó en brazos del sueño; los de mi adorado joven me rodeaban y la conciencia que tenía de ello hizo que hasta el sueño fuese delicioso.

Desperté la primera, a última hora de la mañana y observando a mi amante que dormía profundamente, me solté con suavidad de sus brazos, respirando apenas, por temor a turbar su descanso; mi cofia, mis cabellos, mi camisa, todo estaba en desorden, a causa del trato que habían recibido, y aproveché la oportunidad para ajustar y disponerme lo mejor que pude, mientras miraba de vez en cuando al joven dormido con indescriptible cariño y deleite y, reflexionando sobre todo el daño que me había hecho, reconocí que el placer había recompensado generosamente mis sufrimientos.

Era pleno día. Yo estaba sentada en la cama, cuyas ropas estaban amontonadas y enrolladas a causa de nuestros bruscos movimientos y del pesado calor veraniego; no pude rehusarme un placer que me solicitaba de forma irresistible: la ocasión de deleitar mis ojos con todos esos tesoros de belleza juvenil que había disfrutado y ahora yacían casi enteramente desnudos, ya que su camisa estaba liada en un perfecto manojo; el calor de la estación y el cuarto me tranquilizaban en cuanto a las consecuencias. Me incliné sobre él, tan enamorada, y devoré todos sus encantos dormidos con tan sólo dos ojos, cuando hubiese deseado tener cien, por lo menos, para disfrutar más plenamente de la contemplación.

¡Oh, si pudiera pintar su figura como la veo ahora, presente todavía en mi imaginación transportada! Una perfecta belleza masculina se ofrecía a mi vista. Pensad en un rostro sin un defecto, resplandeciendo como un pimpollo de frescura primaveral, a esa edad en que la belleza es de los dos sexos y que la primera sombra de pelusa sobre su labio superior comenzaba apenas a aparecer.

La separación de los hinchados rubíes de sus labios parecía exhalar un aire más dulce y puro que el que inspiraban; ¡ah, qué violencia me costó abstenerme de un beso tan tentador!

Luego un cuello exquisitamente formado, agraciado en la parte posterior y a los lados por cabellos que jugueteaban formando rizos, conectaba la cabeza a un cuerpo de formas perfectas y muy vigorosa contextura en el que toda, la fuerza de la edad viril estaba oculta y suavizada, en apariencia, por la delicadeza de su complexión, la suavidad de su piel y la corpulencia de su carne.

La plataforma de su pecho blanco como la nieve, construida con proporciones masculinas, presentaba en la cúspide roja de cada pezón, la idea de una rosa a punto de abrirse.

Su camisa tampoco me impidió observar la simetría de sus miembros, la exactitud de sus formas, cayendo hacia los riñones, donde la cintura termina y comienza la redondez de las caderas; donde la piel lisa, suave y blanquísima parecía bruñida, estirada sobre la firme redondez de la carne madura, formando hoyuelos a la menor presión, donde el tacto no podía detenerse, deslizándose como en la superficie del más pulido marfil.

Sus muslos, maravillosamente conformados, de una redondez florida y lustrosa que disminuía gradualmente al acercarse a las rodillas, parecían pilares capaces de sostener el hermoso armazón, en cuya parte inferior no pude observar sin algunos restos de terror y algunas emociones tiernas, a ese terrible aparato que no mucho tiempo antes se había introducido con tanta furia, había desgarrado y casi arruinado esas suaves y tiernas partes mías que no terminaban de escocer por los efectos de su ardor... Pero ¡miradlo ahora! Alicaído, reclinando su cabeza roja semicubierta sobre uno de los muslos, tranquilo, dócil y aparentemente incapaz de las travesuras y las crueldades que había cometido. Luego la hermosa mata de pelos, formando suaves rizos alrededor de sus raíces, su blancura, las venas transparentes, la flexible suavidad del fuste yaciente, enrollado y encogido, chato, lánguido y alzado entre los muslos por su apéndice globular, esa maravillosa bolsa de dulces tesoros de la naturaleza que descansaba redonda y envuelta en las únicas arrugas que pueden gustar, perfeccionaba la perspectiva y todas juntas formaban el cuadro más interesante y conmovedor de la naturaleza, seguramente superior a los toscos productos que proporcionan la pintura, la estatuaria o cualquier arte y son comprados por sumas inmensas, mientras su visión en la vida real es considerada de muy escaso gusto, salvo por los pocos a quienes la naturaleza ha dado una imaginación fogosa, cálidamente dirigida por un juicio seguro hacia la fuente, hacia el original de la belleza, hacia la inigualada composición de la naturaleza, que está por encima de la imitación artística y fuera del alcance de las riquezas que no pueden pagar ese precio.

Pero todas las cosas llegan a un fin. Un movimiento del angelical joven, en la intranquilidad del despertar, volvió a colocar su camisa y las ropas de la cama en una posición que hizo imposible la visión de esos tesoros.

Entonces volví a acostarme y llevando mis manos hacia la parte de mi cuerpo en que los objetos que había estado mirando estaban organizando un motín más fuerte que sus heridas, mis dedos encontraron el camino abierto; pero no tuve mucho tiempo para considerar la gran diferencia que había allí entre la doncella y la mujer de ahora, porque Charles despertó y volviéndose hacia mí me preguntó bondadosamente si había descansado bien. Y dándome apenas el tiempo necesario para responder, dejó en mis labios uno de sus ardientes besos arrebatadores que voló como una flecha hasta mi corazón y desde allí irradió a todo mi cuerpo; finalmente, como si quisiera vengar orgullosamente el examen que había hecho a hurtadillas de sus bellezas desnudas, retiró a puntapiés las ropas de cama y levantando mi camisa lo más posible, disfrutó, a su vez, y paseó su mirada por todos los dones que la naturaleza había otorgado a mi persona; sus activas manos también recorrieron cada parte de mi cuerpo. La deliciosa austeridad y la dureza de mis pechos todavía inmaduros, la blancura y la firmeza de mis carnes, la juventud y la regularidad de mis rasgos, la armonía de mis miembros, todo pareció confirmar su satisfacción por el convenio; pero cuando sintió curiosidad por explorar los estragos que había cometido en el centro de su fiero ataque, no sólo dirigió sus manos hacia allí sino que, colocando una almohada debajo, me dispuso favorablemente para sus juguetones propósitos de inspección. Y quién podría describir el fuego que brilló en sus ojos mientras suspiros de placer y tiernas exclamaciones eran todas las alabanzas que podía proferir. A estas alturas, su máquina rígidamente erecta pudo ser admirada por mí en su mejor estado y bravura. El mismo la palpó, pareció satisfecho con su condición y sonriendo como un ángel cogió una de mis manos y la llevó con gentil autoridad, hasta ese orgullo de la naturaleza, hasta esa suntuosa obra maestra.

Yo, resistiéndome apenas, no pude evitar el palpar lo que no podía abarcar, una columna del marfil más blanco, maravillosamente veteada con venas azules, coronada por una cabeza descubierta del más vivo bermellón; ningún cuerno podía ser más duro y rígido, pero tampoco ningún terciopelo más suave y delicioso al tacto. Entonces guió mi mano más abajo, hacia esa parte donde la naturaleza y el placer guardan concertadamente sus provisiones, tan bien sujetas y colgadas de las raíces de su primer instrumento y ministro, que también podría ser llamado su tesorero; allí me hizo palpar claramente a través de su suave cubierta, el contenido, un par de bolas redondeadas que parecían juguetear adentro y eludir cualquier presión, salvo la más tierna, que viniese de fuera.

Pero ahora, esa visita de mi tierna y cálida manecita en esas partes tan sensibles habían echado a andar una furia tan ingobernable que desdeñando cualquier preludio, y aprovechando mi conveniente postura, se descargó la tormenta donde yo la aguardaba con impaciencia; finalmente, entonces, sentí la brusca inserción entre los complacientes y divididos labios de la herida, abierta ahora a la vida, donde la estrechez ya no me hacía sufrir dolores intolerables y sólo presentaba a mi amante la resistencia que aumentaba su placer, la de la ajustada apretura de esa tierna y cálida vaina en torno al instrumento al que estaba tan admirablemente ajustada, que ahora se metía en casa tan inflamado de placer que me sofocaba y me cortaba la respiración, seguido por las mortales embestidas, los besos innumerables, cada uno de los cuales era un gozo inexpresable ¡y todo ése júbilo se perdía en una multitud de gozos aún mayores! Pero ese desorden de la naturaleza era demasiado violento para durar. Los recipientes, tan agitados e intensamente calentados, pronto hirvieron y, desbordados, extinguieron momentáneamente el fuego. Mientras tanto, todos estos regodeos y retozos habían consumido la mañana, de modo que fue necesario unir el desayuno y la comida.

En los intervalos de calma, Charles me dio la siguiente versión de sí mismo, que resultó ser enteramente cierta. Era hijo único de un padre que, teniendo un pequeño puesto en Hacienda, vivía por encima de sus medios y había dado a este joven caballero una magra educación: no le había enseñado ninguna profesión, sino que había decidido ubicarlo en el ejército, comprándole un nombramiento de alférez, siempre que pudiese reunir el dinero o procurarlo mediante un préstamo, sin esforzarse demasiado en ninguno de los dos sentidos. Con tan mediocre plan había permitido ese padre poco previsor que un joven tan prometedor llegara a la edad viril, o cerca de ella, en la total ociosidad y, además, no había hecho ningún esfuerzo por comunicarle siquiera las advertencias más comunes acerca de los vicios de la ciudad y los peligros de toda suerte que acechan a quienes carecen de experiencia y precaución. Vivía en su casa, a discreción de su padre que tenía una querida y, por lo demás, siempre que Charles no le solicitara dinero era indolentemente bondadoso con él; podía dormir fuera cuando lo deseaba; cualquier excusa servía y hasta sus reprimendas eran tan livianas que parecían más bien una complicidad con su falta que un intento de control. Pero, para satisfacer sus necesidades de dinero, Charles, cuya madre había muerto, tenía una abuela que le adoraba. Esa señora tenía una considerable renta y con regularidad se separaba de todos los chelines que le sobraban para dárselos al favorito de su corazón, cosa que irritaba no poco a su padre; éste se enfadaba, no porque ella alimentara de esa forma las extravagancias de su hijo, sino porque prefería a Charles antes que a él. Pronto veremos qué giro fatal iba a tomar esa envidia mercenaria en el pecho de un padre.

De todos modos, gracias al generoso cariño de su abuela, Charles estaba en condiciones de mantener a una querida como yo, que se contentaba tan fácilmente en razón de su amor; mi buena fortuna me puso en su camino, tal como lo he relatado, justo cuando estaba buscando una.

En cuanto a su humor, su permanente dulzura hacía que pareciera destinado a la felicidad doméstica: era tierno, naturalmente cortés y de maneras delicadas; nunca sería por culpa suya que roces y animosidades encresparan una calma que él estaba tan bien calificado para mantener o restaurar. Aun no teniendo esas grandes y brillantes cualidades que constituyen el genio o se prestan para llamar la atención del mundo, tenía todas las humildes que componen los méritos sociales más gratos: el simple sentido común, combinado con todos los dones de la modestia y el buen carácter, provocaban, si no la admiración, el amor y la estima, que son mucho más hermosos. Pero como lo que primero había atraído mi mirada y fijado mi pasión era la belleza de su persona, yo no era buen juez de esos méritos interiores, que luego tuve amplias ocasiones de descubrir y que, quizás, en esa época de turbación y ligereza, hubiesen conmovido muy poco a mi corazón si hubiesen estado alojados en una persona que era el deleite de mis ojos y el ídolo de mis sentidos. Pero volvamos a nuestra situación.

Después de la cena, que tomamos en la cama en un voluptuoso desorden, Charles se levantó y despidiéndose apasionadamente de mí por unas horas, se marchó a la ciudad donde concertando sus intenciones con un astuto abogado joven, fueron juntos a lo de mi ex venerada señora, de donde el día anterior me había fugado y con la que estaba decidido a arreglar cuentas de modo que yo no tuviese nada que temer por ese lado.

Con esta finalidad emprendieron el camino, pero entonces el Templario, su amigo, meditando acerca de las informaciones que le había proporcionado Charles, vio razones para encarar la visita de otro modo y, en vez de ofrecer satisfacciones, exigirlas.

Cuando entraron, las chicas de la casa rodearon a Charles, a quien conocían, ya que a causa de la hora temprana de mi fuga y de la perfecta ignorancia de que Charles me hubiese visto nunca, y no teniendo la menor sospecha de que había colaborado en mi huida, estaban, a su manera, tratando de recuperar el tiempo perdido; en cuanto a su compañero, lo tomaron probablemente por una posible nueva víctima. Pero el Templario pronto cortó sus avances inquiriendo por la vieja dama con quien —dijo con rostro grave— tenía algunos asuntos que discutir.

La señora bajó inmediatamente y después de que las señoritas abandonaran la habitación, el abogado le preguntó con severidad si conocía y si no había atraído con añagazas, pretendiendo contratarla como criada, a una jovencita recién llegada del campo llamada Frances o Fanny Hill, describiéndome entonces con tanto detalle como pudo gracias a la descripción de Charles.

Es característico del vicio temblar ante los requerimientos de la justicia, y la señora Brown, cuya conciencia no estaba enteramente tranquila en lo que a mí se refería, por mucho que conociera la ciudad y por mucha práctica que tuviera en mentir ante los peligros de su vocación, no pudo evitar la alarma ante la pregunta, especialmente cuando él siguió hablando de jueces de paz, de Newgate del Old Bailey[1], de sumarios por dirigir un lenocinio, del cepo, y de todo el resto del proceso natural. Ella que, como es lógico, imaginaba que yo había depositado una queja contra su casa quedó muy turbada y comenzó a protestar y dar mil excusas. Pero, para abreviar, ellos salieron triunfantes con mi caja que, si la señora Brown no hubiese estado tan confusa, podría haberles disputado y no sólo eso, sino con una certificación y renuncia de cualquier demanda de la casa, sin más gasto que un cuenco de ponche que, junto con el disfrute de las comodidades de la casa les fue ofrecido y no aceptaron.

Charles actuó todo el tiempo como un acompañante casual del abogado que lo había llevado allí porque conocía la casa y no parecía interesarse en el problema, pero tuvo el placer lateral de escuchar la confirmación de todo lo que yo le había dicho, en la medida en que los temores de la alcahueta le permitieron detallar mi historia que, si nos guiamos por la facilidad con que entró en componendas, no eran pocos.

Phoebe, mi bondadosa tutora Phoebe, había salido, posiblemente tratando de hallarme; si no hubiese sido así, quizás la historia que habían inventado Charles y su amigo no hubiese sido aceptada con tanta facilidad.

Estas negociaciones, sin embargo, requirieron algún tiempo que a mí me hubiese parecido mayor, sola como estaba en una casa extraña, si la posadera, una mujer maternal a quien Charles me había recomendado con liberalidad, no hubiese venido a hacerme compañía. Bebimos té y su charla me ayudó a pasar el tiempo muy agradablemente ya que él era el tema, pero cuando cayó la tarde y pasó la hora fijada para su retorno, no puede evitar la melancolía de la impaciencia y los tiernos temores que se cernieron sobre mí y que nuestro tímido sexo suele sentir en proporción a la fuerza del amor.

Pero no hube de sufrir mucho tiempo: su aparición me recompensó y los suaves reproches que había preparado para él expiraron antes de llegar a mis labios.

Yo estaba todavía en cama, incapaz de usar mis piernas más que con mucha torpeza y Charles se precipitó hacia mí, me cogió en sus brazos, mientras yo levantaba y extendía los míos para recibir su amado abrazo, rindiéndome cuentas, interrumpidas por muchos dulces paréntesis de besos, del éxito de sus gestiones.

No pude evitar la risa, ante el susto que había pasado la anciana, para el que mi ignorancia y, por cierto, mi inocencia no me habían preparado. Aparentemente, ella había supuesto que yo había huido para refugiarme en casa de algún pariente que había recordado en la ciudad, a causa de mi disgusto con su actitud y procedimientos para conmigo y que la solicitud venía de allí, ya que, como Charles había previsto con buen juicio, ningún vecino había visto, a esa hora temprana, las circunstancias de mi huida en el coche ni había notado su presencia; tampoco se tenía en la casa la menor sospecha de que yo hubiese hablado con él y, mucho menos, de que hubiese cerrado un súbito trato con un perfecto desconocido; así, la cosa más improbable no es siempre aquella que no debemos creer.

Cenamos con toda la alegría de dos jóvenes atolondrados que veían colmadas todas sus aspiraciones y como yo había entregado gozosamente a Charles toda la carga de mi futura felicidad, no pensaba en nada más que en el exquisito placer de poseerlo.

A la hora adecuada vino a acostarse y en esta segunda noche, como el dolor había desaparecido casi por completo, saboreé a grandes tragos los transportes del más perfecto goce; nadé, me sumergí en la felicidad, hasta que ambos quedamos profundamente dormidos, consecuencia natural de los deseos satisfechos y los ardores apaciguados; sólo despertamos para renovar nuestros embelesos.

Así, disfrutando al máximo del amor y de la vida, nos quedamos diez días en nuestro alojamiento de Chelsea; durante ese tiempo, Charles se cuidó de dar un aspecto favorable a sus salidas de casa y de mantener sus excelentes relaciones con su cariñosa abuela, de la que extraía constantemente provisiones suficientes para solventar la carga que yo constituía para él, una bagatela en comparación con sus más irregulares placeres anteriores.

Entonces, Charles me transportó a un alojamiento privado, amueblado, en la calle D..., en St. James, donde pagaba media guinea semanal por dos habitaciones y un gabinete en el segundo piso; lo había estado buscando durante algún tiempo y resultaba más conveniente para sus frecuentes visitas que el lugar donde me había alojado antes, una casa que dejé con pena, ya que por haber sido escenario de la primera posesión de mi Charles y de la pérdida de esa joya que no puede perderse dos veces, me era muy querida. El posadero no tuvo razones para quejarse más que porque la generosidad de Charles hizo que lamentara perdernos.

Llegando a nuestro nuevo alojamiento, recuerdo que lo consideré muy bueno, aunque era bastante común, a causa de su precio; pero aunque Charles me hubiese llevado a una mazmorra, su presencia hubiese hecho que me pareciera un pequeño Versailles.

La dueña de casa, señora Jones, nos condujo hasta nuestro apartamento y con gran volubilidad nos explicó cuán conveniente era: «su propia doncella nos serviría... personas de la mayor calidad se habían alojado en su casa... el primer piso estaba alquilado a un extranjero, secretario de una embajada, y a su dama... yo parecía una dama de muy buen carácter...» Ante la palabra dama me sonrojé, lisonjeada en mi vanidad; eso era demasiado fuerte para una chica de mi condición, ya que, aunque Charles había tenido la precaución de vestirme en un estilo menos chillón y ostentoso que el de las ropas que tenía cuando huí con él, y de hacerme pasar por su esposa con la que se había casado en secreto y que no exhibía a causa de sus amigos (la vieja historia), me atrevería a jurar que eso pareció apócrifo a una mujer que conocía la ciudad tan bien como ella; pero ése era el menor de sus cuidados. Era imposible tener menos escrúpulos de los que ella tenía y como su única preocupación era alquilar sus habitaciones, la verdad hubiese estado lejos de escandalizarla o hacer que rompiera el pacto.

Un esbozo de su aspecto y su historia personal os dispondrá a comprender el papel que iba a desempeñar en mi vida.

Tenía unos cuarenta y seis años, era alta, delgada y de pelo rojo, con una de esas caras triviales y ordinarias que se ven por todas partes y pasan inadvertidas. En su juventud había sido mantenida por un caballero que, al morir le dejó cuarenta libras al año de renta en consideración de una hija que había tenido con ella; hija que ella vendió a los diecisiete años por una suma no muy considerable a un caballero que se marchaba como enviado al extranjero y que llevó consigo, a la que trató con gran ternura y con quien se casó secretamente, según se dice; pero insistiendo constantemente en que ella no mantuviera la menor correspondencia con una madre tan baja como para negociar con el fruto de sus entrañas. Pero como no tenía más preocupación ni más pasión que la del dinero, eso no la inquietó más que porque perdía la posibilidad de obtener regalos u otras ventajas posteriores al trato. Indiferente, entonces, por la constitución de su naturaleza a cualquier placer que no fuera el de incrementar su fortuna por cualquier medio, principió a actuar como procuradora privada, para lo que se hallaba no mal dotada a causa de su apariencia grave y decente, por la que a veces arreglaba alguna boda; en una palabra, cualquier cosa que pudiera significar una ganancia era tomada en cuenta por ella. Conocía bien los hábitos de la ciudad, no sólo por haber vivido en ella sino por observarla constantemente tratando, además de la promoción de la armonía entre ambos sexos, en préstamos privados y otros secretos provechosos. Alquilaba la casa en que vivía y le sacaba el máximo de provecho, arrendando alojamientos, y aunque poseía por lo menos tres o cuatro mil libras, no se permitía ningún gasto y fiaba su subsistencia en lo que podía exprimir de sus inquilinos.

Cuando vio que una pareja tan joven llegaba bajo su techo, sin duda pensó inmediatamente en cómo podía ganar el máximo con nosotros, por todos los medios que existen de ganar dinero, los cuales quedarían a su alcance, según juzgó correctamente, a causa de nuestra situación e inexperiencia.

En ese santuario y bajo las garras de esa arpía, fijamos nuestra residencia. No sería muy interesante para vos ni agradable para mí entrar en los detalles de los medios mezquinos de que se valía para esquilmarnos; indolentemente, Charles prefería soportarlos antes que tomarse la molestia de mudarse, ya que las diferencias en nuestros gastos eran poco importantes para un joven caballero que no pensaba en límites ni en economías y una campesina que lo ignoraba todo.

Allí, sin embargo, bajo el ala de mi bienamado soberano pasé las horas más deliciosas de mi vida; tenía a mi Charles y, en él, todo lo que mi tierno corazón podía desear o anhelar. Me llevaba al teatro, a la ópera, a bailes de disfraz, a todas las diversiones de la ciudad, las que sin duda me complacían, pero me complacían infinitamente más porque él estaba conmigo, me lo explicaba todo y disfrutaba, quizás, con las naturales expresiones de sorpresa y admiración que semejantes espectáculos suscitan al principio en una campesina para quien eran nuevos esos placeres; para mí, probaban el poder y el dominio total de la única pasión de mi corazón, una pasión en la que se concentraban cuerpo y alma y que no me dejaba lugar para saborear en la vida más que el amor.

En cuanto a los hombres que veía en esos lugares o en otros cualesquiera, sufrían tanto en la comparación que hacían mis ojos entre ellos y mi Adonis que no tuve que reprocharme ni la infidelidad de un pensamiento pasajero acerca de ellos. Charles era él universo para mí y todo lo que no era él, no era nada.

Mi amor era, en una palabra, tan excesivo, que llegó a aniquilar cualquier sugestión o chispa de celos, porque una idea que sólo tendiera en esa dirección me provocaba tormentos tan indescriptibles que mi egoísmo y el temor a algo peor que la muerte me hicieron renunciar para siempre a considerarlos; tampoco tuve, por cierto, ocasión de ello, porque si os narrara aquí varias instancias en las que Charles me sacrificó a mujeres más importantes de lo que oso insinuar (lo que, considerando su aspecto, no era de extrañar) podría ciertamente daros pruebas de su inconmovible constancia, pero ¿no me acusaríais de recalentar un festín con el que mi vanidad tendría que haber quedado satisfecha tiempo ha?

Cuando descansábamos de nuestros activos placeres, Charles se complacía instruyéndome, de acuerdo a sus propias luces, en muchos detalles de la vida que yo ignoraba totalmente, a consecuencia de mi nula educación; y no permití que una sola palabra cayera en vano de la boca de mi encantador maestro; quedaba suspendida de cada sílaba y recibía como oráculos todo lo que decía; los besos eran la única interrupción que no me rehusaba a admitir, de unos labios que respiraban todos los perfumes de Arabia.

En poco tiempo, los progresos realizados me permitieron probar la profunda atención que había prestado a todo lo que me había dicho, repitiéndoselo casi palabra por palabra y, para demostrarle que no era sólo un papagayo sino que reflexionaba y profundizaba en ello, agregaba mis propios comentarios y preguntaba, pidiendo más explicaciones.

Mi acento campesino y la rusticidad de mi paso, mis modales y mi porte comenzaron a desaparecer, tan rápidas eran mis observaciones y tan eficaces mis deseos de volverme cada día más digna de su amor.

En cuanto al dinero, aunque me traía constantemente todo el que recibía, fue con gran dificultad que logró que lo guardara en mi tocador; en cuanto a las ropas, podía obligarme a aceptarlas sólo por complacerlo con la elegancia de mis vestidos, más allá de lo cual no abrigaba ambiciones. Para mí los mayores sacrificios hubiesen constituido un placer y lo hubiese mantenido con la mayor de las alegrías; imaginaos entonces si hubiese podido albergar la idea de ser una carga para él. Mi desinterés era tan natural y poco afectado, venía tan directamente de mi corazón, que Charles no podía menos que sentirlo y si no me amaba tanto como yo a él (el único punto de dulces desacuerdos entre nosotros), se las arreglaba, por lo menos, para darme la satisfacción de creer que era imposible que un hombre fuera más tierno, más sincero y más leal que él.

Nuestra dueña de casa, la señora Jones, venía con frecuencia a nuestro apartamento del cual yo no salía nunca, por ningún pretexto, sin Charles; no pasó mucho tiempo sin que descubriera, con poco esfuerzo, que nos habíamos saltado la ceremonia en la iglesia y supiera cuáles eran los términos en que se basaba nuestra unión. La circunstancia no la disgustó, considerando los designios que tenía para conmigo, designios que ¡ay! pronto podría ejecutar. Pero mientras tanto, su propia experiencia de la vida le permitía ver que cualquier intento, por indirecto o disfrazado que fuera, de distraer o romper los lazos que unían nuestros corazones, sólo serviría para que perdiera dos inquilinos de los que sacaba buenas ventajas y que harían humo su comisión, ya que uno de sus clientes le había ofrecido una comisión si me corrompía o lograba, por lo menos, separarme de mi amante.

Pero la brutalidad de mi destino le ahorró rápidamente la tarea de separarnos. Ya había pasado once meses con esta vida de mi vida, meses que habían transcurrido en una rápida corriente de delicias; pero una cosa tan violenta nunca puede durar. Yo estaba embarazada de tres meses, una circunstancia que podría haber acrecentado su ternura si eso hubiese sido posible, cuando el mortal e inesperado golpe de la separación cayó sobre nosotros. Pasaré rápidamente sobre los detalles que aún me hacen temblar cuando los recuerdo; hasta hoy no comprendo cómo ni por qué medios pude sobrevivir.

Había pasado dos días interminables sin saber de él, yo que no respiraba, que no existía más que por él, y nunca había pasado veinticuatro horas sin verle o tener noticias suyas. Al tercer día mi impaciencia era tan fuerte, mi alarma tan severa que me sentí enferma; siendo incapaz de soportar más tiempo mi desazón, me derrumbé en la cama y mandé por la señora Jones, que siempre había colmado mis desasosiegos. Apenas tuve las fuerzas y el ánimo necesarios para hallar las palabras y suplicarle, si quería salvarme la vida, que encontrara alguna forma de saber qué había sido de su único sostén. Me compadeció de una forma que aumentó mi aflicción, en vez de disimularla, y salió a cumplir mi encargo.

No tuvo que ir muy lejos para llegar a casa del padre de Charles que vivía cerca, en una de las calles que desembocan en Covent Garden. Allí fue a una taberna y desde ella envió por una doncella cuyo nombre le había dado yo, como el de la más adecuada para informarla.

La doncella acudió rápidamente y, con la misma rapidez, cuando la señora Jones le preguntó qué había sido del señorito Charles, la familiarizó con el destino del hijo de su amo que, al día siguiente de ocurrir, ya no era un secreto para los sirvientes. Había tomado medidas muy seguras para castigar cruelmente a su hijo por interesar más que él a su abuela, aunque usó un pretexto bastante plausible para quitárselo de encima de forma secreta y abrupta, por temor a que el cariño de la abuela se hubiese opuesto a que abandonase Inglaterra emprendiendo el viaje que había concertado para él. El pretexto fue que era indispensable asegurarse una considerable herencia que recaía sobre él a causa de la muerte de un rico comerciante (su hermano) en una factoría de los mares de Sur, acerca de lo cual había recibido recientes noticias junto con una copia del testamento.

Para lograr su resolución de alejar a su hijo había hecho los preparativos necesarios para despacharlo; cerró trato con el capitán de un barco cuya puntual ejecución de sus órdenes se aseguró por medio del principal propietario de la nave y, en una palabra, concertó sus medidas tan secreta y efectivamente que mientras su hijo creía que recorrería el río durante unas horas, fue detenido a bordo del barco, se le prohibió escribir cartas y se le vigiló más estrechamente que si hubiese sido un criminal.

Así me fue arrebatado el ídolo de mi corazón, obligado a emprender un largo viaje, sin llevar consigo un amigo ni recibir una línea de consuelo, excepto una seca explicación e instrucciones de su padre acerca de cómo debía proceder cuando llegara al puerto de destino, que incluían unas cartas de recomendación para un agente que estaba allí; todos estos detalles no los supe hasta algún tiempo después.

Al mismo tiempo, la doncella añadió que estaba segura de que esa forma de tratar a su gentil señorito sería la muerte de su abuela, cosa que se probó como cierta, ya que la anciana señora, al enterarse, no sobrevivió ni un mes y como su fortuna consistía en una renta anual de la que nada había ahorrado, nada dejó que valiera la pena mencionar a su tan envidiado favorito; pero se negó redondamente a ver al padre antes de morir.

Cuando la señora Jones volvió y observé su aspecto, parecía tan despreocupada y casi complacida que me dije que iba a tranquilizar a mi torturado corazón, dándome buenas noticias; pero eso era un cruel engaño de la esperanza: esa mujer brutal atravesó mi corazón con un puñal, diciéndome con toda la frialdad imaginable que había sido enviado a un viaje que duraría cuatro años, por lo menos (en esto exageró maliciosamente), y que lo más razonable era pensar que no volvería a verle; todo eso con detalles tan concretos que no pude evitar creerla ya que, en conjunto, eran demasiado ciertos.

Apenas había terminado su informe cuando me desvanecí y después de varias convulsiones sufridas mientras estaba sin sentido, perdí la querida prenda del amor de mi Charles. Pero los condenados nunca mueren cuando deben hacerlo y es proverbial la fortaleza de las mujeres.

Los crueles e interesados cuidados que se tomaron para salvarme, preservaron una vida odiosa que, en vez de la felicidad y los gozos que la habían llenado, súbitamente no presentaba más perspectivas que el más profundo dolor, horror y la más aguda aflicción.

Así yací durante seis semanas, mientras la juventud y la naturaleza luchaban contra los amistosos esfuerzos de la muerte que yo invocaba constantemente, buscando en ella alivio y liberación; pero la muerte fue débil y finalmente me recuperé, en un estado de estupefacción y angustia que amenazaba mi razón y podría conducirme al manicomio.

Sin embargo, el tiempo, ese gran consolador, comenzó a suavizar la violencia de mis sufrimientos y a adormecer mis sensaciones. Recuperé la salud, aunque conservaba un aire apenado, desanimado y lánguido que, robándome los colores de mi complexión campesina, la volvieron más delicada y patética.

Mientras tanto, mi dueña de casa me había proporcionado lo necesario y se había cuidado de que no me faltara nada; en cuanto vio qué estaba en condiciones de satisfacer sus propósitos, una noche, mientras cenábamos juntas, me felicitó por mi recuperación cuyo mérito se atribuyó por entero, y después de esa introducción siguió con un terrible y grosero epílogo.

—Ahora, señorita Fanny —me dijo—, está bastante bien y podrá quedarse en el apartamento tanto tiempo como lo desee; ya ve que durante tanto tiempo no le he pedido nada, pero en verdad, tengo derecho a exigirle una suma de dinero que debe ser pagada.

Y sobre eso, me presentó una cuenta de cantidades vencidas y no pagadas por el alquiler, la comida, los gastos de botica, enfermera, etc., que sumaba un total de veintitrés libras, diecisiete chelines y seis peniques. Para pagarla, lo único que tenía en el mundo (y ella lo sabía muy bien) eran siete guineas de mi querido Charles que por casualidad habían quedado en mi poder. Al mismo tiempo, ella quería saber cuándo podría saldar la deuda. Me eché a llorar y le dije en qué condiciones estaba, añadiendo que vendería los pocos vestidos que tenía y que trataría de pagar el resto lo antes posible. Pero mi angustia, que convenía a sus designios, la endureció más aún.

Me dijo fríamente, que «sentía mucha compasión por mis desgracias pero que debía hacerse justicia, aunque le dolería mucho enviar a prisión a una niña tan frágil...» Al oír la palabra «prisión» se me heló la sangre y mis temores actuaron con tanta fuerza que palideciendo y desfalleciendo como un criminal ante la visión del patíbulo, estuve a punto de desvanecerme. Mi dueña de casa que sólo quería asustarme hasta un cierto punto, y no causar un estado corporal poco adecuado para sus designios, comenzó a calmarme nuevamente y me dijo, en un tono más suave y compasivo que «sería culpa mía si la obligaba a llegar a esos extremos, pero que creía que existía un amigo que podría arreglar todo a nuestra mutua satisfacción y que lo traería a tomar el té esa misma tarde y que esperaba que pudiéramos llegar a solucionar todos nuestros problemas». No respondí nada: estaba muda, confundida, aterrorizada.

La señora Jones, sin embargo, considerando que era mejor actuar mientras mis temores estaban muy vivos, me dejó sola con los terrores de una imaginación herida de muerte por la idea de ir a prisión, y que se aferraba a cualquier posibilidad de salvarse por un principio de supervivencia.

Permanecí media hora en esta situación, devorada por la pena y la desesperación; cuando volvió la señora Jones y observó mi mortal abatimiento, fingió sentir piedad y trató de animarme. Me dijo que «las cosas no serían tan malas como yo imaginaba si me comportaba con sensatez» y terminó diciendo que «había traído a un caballero muy honorable a tomar el té conmigo y que me aconsejaría muy bien acerca de la mejor manera de solucionar mis problemas». Después de lo cual, y sin aguardar respuesta, salió y volvió con este honorable caballero, cuya honorable alcahueta había sido la señora Jones en esta y en otras ocasiones.

El caballero, al entrar en la habitación, me saludó con mucha cortesía; yo apenas tuve las fuerzas y la presencia de ánimo necesarias para responder con una reverencia, mientras la casera, que se encargaba de hacer los honores de esta primera entrevista (ya que no recordaba haber visto nunca a este caballero), dispuso un asiento para él y otro para sí misma. Durante todo ese tiempo, nadie dijo una palabra, lo único que yo podía hacer era mirar estúpidamente a mi visitante.

Se preparó el té y mi dueña de casa, poco dispuesta, supongo, a perder su tiempo dijo, observando mi timidez ante este completo desconocido:

—Vamos, señorita Fanny; levante la cabeza, hija, y no deje que la pena estropee su bonita cara. ¡Vaya! Las penas sólo duran un tiempo; vamos, ¡libérese! Aquí hay un cumplido caballero que ha sabido de sus infortunios y está dispuesto a servirla. Debe tratar de conocerle mejor; no se ponga puntillosa y cierre el trato mientras pueda.

Ante esta delicada y elocuente arenga, el caballero, viendo que yo parecía asustada y asombrada y, por cierto, incapaz de responder, le reprochó que dijera las cosas de una manera tan brusca, más apta para ofenderme que para inclinarme a aceptar los beneficios que me ofrecía; luego, dirigiéndose a mí me dijo que «conocía perfectamente toda mi historia y los detalles de mi desgracia, que reconocía la crueldad de mi caída, tratándose de alguien tan joven como yo... que desde hacía tiempo gustaba de mi persona y que por esa razón se había dirigido a la señora Jones, allí presente, pero que habiendo sabido que yo estaba totalmente comprometida con otra persona había perdido toda esperanza de éxito hasta que se había enterado de mi súbito cambio de fortuna, momento en que había dado orden a mi dueña de casa para que no me faltara nada y que si no se hubiera visto obligado a viajar a La Haya a causa de sus negocios, él mismo me hubiese atendido durante mi enfermedad... que a su vuelta, que había tenido lugar el día anterior, enterado de mi curación, se sirvió de los buenos oficios de mi dueña de casa para serme presentado y que estaba tan enfadado como yo, molesto por la forma en que se había conducido, so pretexto de obtener su felicidad y que, para demostrarme cuánto desaprobaba ese procedimiento y cuán lejos estaba de aprovecharse de mi desventajosa situación y de tratar de asegurarse mi gratitud, pagaría, en ese mismo momento y en mi presencia, mi deuda y me entregaría el recibo, después de lo cual yo quedaría en libertad de rechazar o aceptar su oferta, ya que no deseaba forzar mis inclinaciones».

Mientras me exponía sus sentimientos, me aventuré a levantar la vista y observar su figura, que era la de un agradable caballero, bien hecho, de unos cuarenta años, vestido con ropas corrientes, que llevaba un enorme anillo de diamantes en uno de sus dedos; sus reflejos me deslumbraban cuando movía su mano al hablar y me dieron una idea más elevada de su importancia. En pocas palabras, podía pasar por lo que se llama generalmente un gentilhombre, dotado de la distinción natural de los de su nacimiento y condición.

Sin embargo, no respondí más que con lágrimas a todos sus discursos, lágrimas que, para mi alivio, fluían generosamente y ahogando mi voz me impedían hablar, cosa muy afortunada, porque no hubiera sabido qué decir.

Ése espectáculo lo conmovió, según me dijo después, de forma irresistible y tratando de darme alguna razón para estar menos afligida, sacó su bolsa y pidiendo papel y pluma, que la señora Jones ya tenía preparados, le pagó hasta el último cuarto de penique de mi deuda, además de una generosa gratificación que le entregaría sin que yo lo supiera; tomando el recibo me forzó muy tiernamente a tomarlo y luego guiando mi mano, donde lo había puesto, me hizo guardarlo en el bolsillo.

Yo seguía en un estado de estupidez o melancólica desesperación, ya que mi ánimo no lograba recobrarse de los violentos golpes que había recibido; la complaciente dueña de casa se había marchado de la habitación antes de que me diera cuenta, dejándome sola con el caballero desconocido. Cuando lo advertí, observé la situación sin alarma porque estaba exánime e indiferente ante todo.

Pero el caballero, que no era un novicio en este tipo de transacciones, se acercó a mí y fingiendo consolarme, secó mis lágrimas con su pañuelo; luego se aventuró a besarme; por mi parte no hubo resistencia ni acatamiento. Estaba inmóvil y me consideraba comprada por el pago que se había realizado en mi presencia; no me importaba lo que pudiese sucederle a mi desdichado cuerpo y, careciendo de vitalidad, ánimo o valor para oponer la menor resistencia, ni siquiera a causa de la modestia de mi sexo, soporté mansamente lo que el caballero deseaba. Este, pasando insensiblemente de una a otra libertad, insinuó su mano entre mi pañoleta y mi pecho, que palpó a discreción. Al no encontrar resistencia y descubrir que todo favorecía, más allá de sus esperanzas, la consumación de sus deseos, me tomó en sus brazos y me llevó sin que hiciera un movimiento, hasta la cama donde me apoyó suavemente y teniéndome a su entera disposición, no supe lo que estaba haciendo hasta que, recuperándome de un trance de insensibilidad inanimada, lo hallé clavado en mí, mientras yo yacía pasiva e inocente de la menor sensación de placer; un cadáver difícilmente podría haber tenido menos vida que yo.

En cuanto hubo pacificado así una pasión que poco había respetado la condición en que me encontraba, salió y después de arreglar el desorden de mis ropas se esforzó, con la mayor de las ternuras, por calmar los transportes de remordimiento y furia que se apoderaron de mí (demasiado tarde, lo confieso) al comprender que había soportado, en aquella cama, los abrazos de un desconocido. Me arranqué los cabellos, me retorcí las manos, y me golpeé el pecho como una loca. Pero cuando mi nuevo amo —porque así lo consideraba— se esforzó por tranquilizarme, como toda mi furia estaba dirigida contra mí, ya que no me sentía autorizada a dirigirla contra él, le rogué con más sumisión que enojo que me dejara sola, para que pudiera disfrutar mi aflicción en silencio. A esto se negó, por miedo, según dijo, a que me hiciera daño a mí misma.

Las pasiones violentas raramente duran mucho y las de las mujeres, menos todavía. Una calma chicha siguió a la tempestad que terminó en una profusa lluvia de lágrimas.

Si unos instantes antes alguien me hubiera dicho que iba a conocer a un hombre que no fuera Charles, le hubiese escupido en la cara; y si me hubiesen ofrecido una suma infinitamente superior de la que se había pagado por mí, hubiese despreciado la proposición. Pero nuestras virtudes y nuestros vicios dependen demasiado de nuestras circunstancias; inesperadamente acosada, traicionada por mi mente, debilitada por una grave enfermedad y atontada por el miedo a la cárcel, mi derrota aparece más disculpable ya que, ciertamente, yo no estaba presente ni participé, en ningún sentido, en ella. Pero como el primer usufructo es decisivo y él ya había atravesado la barrera, pensé que ya no tenía derecho a rehusar las caricias de alguien que estaba en posición tan ventajosa, sin considerar cómo la había obtenido. Considerándome de acuerdo a este criterio, juzgué que estaba enteramente en su poder y soporté sus besos y sus abrazos sin luchas ni enfado; no porque me causaran placer o prevalecieran sobre la aversión de mi alma; lo que soporté fue a causa de una especie de gratitud y como algo natural, después de lo que había pasado.

Con todo, él tuvo la precaución de no intentar repetir los extremos que me habían arrojado a una agitación tan violenta; ahora, seguro de la posesión, se contentó con calmarme gradualmente y aguardar, de la mano del tiempo, los frutos de la generosidad y el galanteo que se reprochaba haber cosechado todavía verdes cuando, cediendo a la invitación de mi imposibilidad de resistir e impulsado por sus deseos, había descargado su pasión en un cuerpo inanimado, muerto para el placer, ya que como no lo tomaba había que suponerlo incapaz de darlo. Lo que sin duda es cierto es que mi corazón nunca le perdonó enteramente la forma en que me había tomado, aunque desde un punto de vista interesado, tenía razones para estar complacida de que hubiese hallado en mi persona algo que le impidiese abandonarme con la misma facilidad que me había tomado.

Mientras tanto, había llegado la noche y la doncella vino a poner la mesa para la cena; comprendí con alegría que mi dueña de casa, cuya visión era veneno para mí, no comería con nosotros.

Finalmente una simple y elegante cena fue servida y en la mesilla, junto con los demás accesorios, fue depositada una botella de Borgoña.

Cuando la doncella abandonó la habitación, el caballero insistió cariñosamente en que me sentara en la butaca que estaba junto al fuego y le mirara comer, ya que yo no estaba dispuesta a hacerlo. Obedecí, con el corazón lleno de tristeza, por la comparación de los deliciosos tête-à-tête con mi adorado joven y esta situación forzada, esta nueva escena incómoda que me era impuesta por la cruel necesidad.

Durante la cena, y después de muchos argumentos para tranquilizarme y reconciliarme con mi destino me dijo que su nombre era H..., que era hermano del conde de L... y que habiéndome visto, por sugerencia de mi dueña de casa, me había encontrado de su gusto y le había encargado que me procurase a cualquier precio; y que habiendo tenido éxito deseaba que mi satisfacción fuese tan grande como la suya. Agregó finalmente unas halagadoras seguridades de que no tendría razones para arrepentirme de haberle conocido.

Yo había tomado por lo menos media perdiz y tres o cuatro vasos de vino, que me obligó a beber para restaurar la naturaleza; y eso porque había algo extraordinario en el vino o porque no hacía falta más para revivir el ardor natural de mi constitución y volver a encender la vieja hoguera, comencé a considerar al señor H... menos coactivamente y con menos disgusto que hasta ese momento; de todos modos, no había ni una pizca de amor mezclada con esa dulcificación de mis sentimientos; cualquier otro hombre hubiese sido lo mismo que el señor H... si hubiese estado en las mismas circunstancias y hubiese hecho conmigo y para mí lo que él había hecho.

En la tierra no hay dolores eternos; los míos, si no habían llegado a su fin, estaban, por lo menos, en suspenso; mi corazón, que había estado tanto tiempo sobrecargado de angustia y disgusto, comenzó a dilatarse y a abrirse ante el menor atisbo de diversión y entretenimiento. Lloré un poquitín y mis lágrimas me aliviaron; suspiré y mis suspiros parecieron aligerarme de una carga que me oprimía; mi rostro se volvió si no alegre, por lo menos más compuesto y libre.

El señor H..., que vigilaba y quizás había provocado ese cambio, era demasiado inteligente para no aprovecharlo; imperceptiblemente corrió la mesa que nos separaba, y colocando su silla delante de la mía pronto comenzó, después de prepararme con todas las seguridades y protestas de cariño, a coger mis manos, a besarme y a tomarse libertades con mi pecho que, estando plenamente libre y apenas cubierto por una floja bata, ahora palpitaba y latía, no tanto por la indignación sino por el miedo y la vergüenza, al ser usado con tanta familiaridad por un desconocido. Pero pronto me dio más ocasión para las exclamaciones, agachándose y deslizando una mano sobre mis ligas; luego se esforzó por recuperar el paso que antes había encontrado tan abierto y poco protegido, pero ahora no pudo abrir mis muslos cruzados. Yo me quejé dulcemente y le rogué que me dejara sola, diciéndole que no me encontraba bien, pero viendo que mi resistencia era más formal que seria, puso sus condiciones para desistir de sus intenciones: yo debía acostarme inmediatamente mientras él daba algunas instrucciones a la dueña de casa y él volvería dentro de una hora, momento en que esperaba hallarme más reconciliada con su pasión de lo que estaba ahora. Yo no afirmé ni negué, pero mi aspecto y la forma en que recibí su proposición le demostró que yo no me sentía capaz de negarme.

Así se marchó, y uno o dos minutos después, antes de que pudiese recuperar mi compostura para pensar, entró la doncella con el ponche de bodas de su ama, diciéndome que lo tomara antes de acostarme, cosa que hice, sintiendo inmediatamente un calor, un fuego que recorría todo mi cuerpo; ardía, me agitaba y poco me faltaba para desear la presencia de un hombre cualquiera.

En cuanto estuve en la cama, la doncella cogió la vela y deseándome las buenas noches salió de la habitación, cerrando la puerta detrás suyo.

Apenas habría tenido tiempo de llegar abajo cuando el señor H... abrió suavemente mi puerta y entró, ya desvestido, con su camisa de dormir y su gorro y dos velas encendidas; cerró la puerta con llave, cosa que me causó alguna alarma. Se acercó de puntillas a la cama y dijo en un suave murmullo:

—Por favor, querida, no te alarmes... seré muy tierno y bondadoso contigo.

Luego se quitó apresuradamente las ropas y se metió en la cama, habiéndome proporcionado suficientes oportunidades, mientras se desvestía, para observar su musculosa estructura, sus fuertes miembros y su pecho áspero y velludo.

La cama se sacudió al recibir ese nuevo peso. El quedó del lado de fuera, donde mantenía las velas encendidas, sin duda para poder satisfacer todos sus sentidos, porque en cuanto me hubo besado, levantó las ropas de cama y pareció transportado por la visión completa de mi persona, que cubrió con profusión de besos, sin perdonar ninguna de mis partes. Entonces, arrodillado entre mis piernas, levantó su camisa y dejó a la vista sus muslos velludos y su rígida y vigilante cachiporra, con su cima roja, enraizada en un matorral de rizos que cubrían su vientre hasta el ombligo, dándole el aspecto de un cepillo humano; pronto lo sentí pegado a mí cuando impulsó el clavo hasta la cabeza, sin dejar más separación que los vellos de ambas partes.

Ahora lo tenía, lo sentía, y cuando comenzó a moverse, convocó con tanta fuerza a la naturaleza en su morada favorita que no pudo rehusarse a resarcirle; todos mis instintos animales corrieron tan mecánicamente hacia ese centro de atracción que, finalmente, caliente por dentro y agitada como estaba, perdí toda inhibición; cediendo a la fuerza de las emociones, entregué, como simple mujer, esas efusiones de placer que de acuerdo a las exigencias de un amor fiel podría haber deseado contener.

Pero ¡oh! qué diferencia inmensa sentí entre esta impresión de un placer meramente animal y encendido por la colisión de los sexos, por un efecto físico pasivo, y la dulce furia, esa rabia de activo deleite que corona los gozos de una pasión amorosa mutua en la que dos corazones, tierna y sinceramente unidos se juntan para exaltar su júbilo y comunicarle un espíritu y un alma que desafía a esa culminación en que desaparecen los deseos meramente momentáneos, ¡que mueren de un exceso de satisfacción!

El señor H... a quien las distinciones de este tipo no parecían preocupar, apenas me dio o se tomó tiempo para respirar después del último encuentro sino que, como si se hubiese propuesto probar que su aspecto vigoroso no era una vana señal, estaba en condiciones de reanudar las actividades pocos minutos después; entonces, y con un preludio de abundantes besos siguió el mismo camino que antes, con no disminuido fervor y así, en repetidas acciones me mantuvo en constante ejercicio hasta el amanecer. Durante todo ese tiempo me volví muy sensible a las virtudes de la firme textura de sus miembros, sus anchos hombros, su generoso pecho, sus músculos duros y compactos; en una palabra una virilidad que podría haber sido un buen retrato de nuestros antiguos y rudos barones, cuando blandían el hacha de guerra; raza que ahora se ha refinado y malgastado en las figuras más delicadas y modernas de nuestros nerviosos alfeñiques que son tan pálidos, tan bonitos y casi tan masculinos como sus hermanas.

Finalmente, el señor H..., satisfecho al ver que amanecía sobre sus triunfos, me abandonó a los placeres de un reposo que ambos necesitábamos; pronto caímos en un profundo sueño.

Aunque él despertó algún tiempo antes que yo, no trató de interrumpir un descanso tan bien ganado, pero en cuanto me moví, cosa que sucedió después de las diez, tuve que soportar otra prueba de su virilidad.

A eso de las once, entró la señora Jones, con dos tazones de una riquísima sopa; su experiencia en estos menesteres la había movido a prepararla. Pasaré por alto los cumplimientos de mal gusto, la hipocresía de alcahueta decente con que nos saludó; pero aunque me hervía la sangre al verla, suprimí mis emociones y me ocupé en reflexionar acerca de las consecuencias del nuevo compromiso que había asumido.

Pero el señor H... que comprendió mi inquietud, no me dejó languidecer mucho tiempo en garras de mi preocupación. Me comunicó que, habiendo concebido un sólido y sincero afecto por mí, me daría una importante prueba de ello sacándome de una casa que, por muchas razones, debía resultarme fastidiosa y desagradable, llevándome a un alojamiento adecuado, donde cuidaría de mí de la mejor forma imaginable; y deseando que yo no tuviese que dar explicaciones a la dueña de casa ni sintiera impaciencia por su retorno, se vistió y salió, dejándome una bolsa con veintidós guineas en su interior, era todo lo que llevaba consigo, según dijo, para que mis bolsillos no quedaran vacíos hasta que llegaran más suministros.

En cuanto se hubo ido, sentí las consecuencias habituales de la primera zambullida en el vicio (ya que mi relación amorosa con Charles nunca se me había aparecido bajo esa luz). Instantáneamente fui arrastrada por la corriente, sin poder volver a la costa. Mis terribles necesidades, mi gratitud y, para decir la verdad, la disipación y la diversión que comenzaba a encontrar en este conocimiento, me alejaban de los pensamientos negros y destructores que se habían apoderado de mi corazón desde que la ausencia de mi querido Charles me había abrumado. Ahora, si pensaba en mi primer y único seductor, era con la ternura y la pena del más grande amor, envenenado por la conciencia de que ya no era digna de él. Hubiese mendigado a su lado por todo el mundo pero, ¡desgraciada de mí!, no tenía la virtud ni el valor necesarios para sobrevivir a nuestra separación.

Sin embargo, si mi corazón no hubiese estado comprometido, el señor H... hubiese sido, probablemente, su único dueño; pero el sitio estaba ocupado y sólo por la fuerza de las circunstancias se había adueñado de mi persona, cuyos encantos habían sido, por cierto, su único objeto y pasión y no constituían sin duda, una base para un amor muy delicado o muy duradero.

No volvió hasta las seis de la tarde, para llevarme a mi nuevo alojamiento; como mis posesiones fueron prontamente embaladas y entregadas a un coche de alquiler, me costó poco esfuerzo despedirme de una dueña de casa con la que no tenía muchas razones para estar complacida. Por su parte, a ella no le interesaba si yo me quedaba o me iba más que por la ganancia resultante.

Pronto llegamos a la casa elegida para mí que era la de un simple tendero que, por razones de intereses, estaba enteramente a la merced del señor H... y que le arrendó el primer piso, muy gentilmente amueblado por dos guineas semanales; allí quedé instalada, con una doncella para servirme.

Se quedó conmigo esa noche y nos trajeron la cena de una taberna vecina; después de eso y un par de alegres vasos, la doncella me acostó. El señor H... me siguió con prontitud y pese a las fatigas de la noche anterior no me dio cuartel ni remisión; se jactaba, como me dijo, de hacerme los honores de mi nuevo apartamento.

Desayunamos cuando la mañana estaba bastante avanzada y ahora que se había roto el hielo, mi corazón, que ya no estaba absorto por el amor, comenzó a aliviarse y complacerse con las bagatelas que usaba el señor H... para hacer su generosa corte a la vanidad de nuestro sexo. Sedas, encajes, pendientes, collares de perlas, reloj de oro, o sea, todos los artículos y chucherías fueron amontonados frente a mí con liberalidad. Esto, aunque no creó una respuesta amorosa, forzó una especie de cariño agradecido, algo parecido al amor; distinción que estropearía el placer de nueve décimas partes de los hombres que mantienen una querida, si la hicieran; y supongo que ésa es la razón por la que tan pocos de ellos la hacen alguna vez.

Ahora yo era una mantenida formal, bien alojada, con una renta suficiente e iluminada por todo el resplandor de mis ropas.

El señor H... continuaba siendo tierno y bondadoso conmigo pero, pese a eso, yo estaba lejos de ser feliz, porque, además de echar de menos a mi adorado joven (cosa que, aunque con frecuencia olvidaba, volvía a mí con renovada violencia en algunos momentos de melancolía), anhelaba más compañía, más diversiones.

El señor H..., que tanta experiencia y conocimiento tenía de las costumbres femeninas, sin duda por haber conocido gran número de mujeres, pronto percibió mi inquietud y sin aprobarme ni gustar más de mí por ello, tuvo la complacencia de acceder a mi capricho.

Organizó cenas en mi alojamiento a los que invitó a varios compañeros de parrandas y a sus amantes; de este, modo, logré tener un círculo de relaciones que pronto me arrebató los restos de vergüenza y modestia que restaban de mi educación campesina y que eran quizás, para un gusto fino, el mayor de mis encantos.

Nos visitábamos formalmente las unas a las otras e imitábamos tan bien como nos era posible las desgracias, las locuras y las impertinencias de las mujeres de calidad, que sirven a éstas para perder su tiempo sin que entre nunca en sus cabecitas la idea de que en la tierra no puede subsistir nada más tonto, más chato, más insípido y desprovisto de valor de lo que es, en general, su sistema de vida; por cierto que, si los hombres las condenaran a él, los considerarían tiranos.

Pero aunque entre las mantenidas conocí muy pocas (y ahora mantenía relaciones con muchas, además de unas útiles matronas que vivían por medio de su vinculación con ellas) que no detestaran por completo a sus amantes y, por supuesto, tenían muy pocos escrúpulos para traicionarlos, no se me había ocurrido la idea de agraviar al mío; además de que ningún signo de celos me sugirió la idea ni provocó el deseo de jugarle una mala pasada, su constante generosidad, su cortesía y su tiernas atenciones forzaban una consideración que, aunque no afectara a mi corazón, le aseguraba mi fidelidad. Además, aún no se había presentado un objeto que superase el gusto habitual que sentía por él y estaba en vísperas de obtener, por un movimiento de su espontánea generosidad, una modesta renta vitalicia, cuando sucedió un accidente que revocó todas las medidas que había resuelto tomar en mi favor.

Ya había vivido siete meses con el señor H... cuando un día, volviendo a casa después de hacer una visita en la que solía demorarme más tiempo, encontré abierta la puerta de calle y a la doncella de la casa hablando allí con otra persona, de modo que entré sin golpear; cuando pasé me dijo que el señor H... estaba arriba. Subí y entré en mi habitación, sin más idea que quitarme el sombrero, etc., y luego ir a recibirlo al comedor, comunicado con mi alcoba por una puerta, como es habitual. Mientras desataba las cintas de mi sombrero me pareció oír la voz de Hannah, mi doncella, y una especie de forcejeo que despertó mi curiosidad. Fui silenciosamente hacia la puerta, donde se había caído un nudo de la madera, proporcionando una excelente mirilla para contemplar la agitada escena en que estaban enzarzados los actores; tanto que no me habían oído abrir la puerta cuando pasé del descansillo de la escalera a mi dormitorio.

La primera visión que apareció fue la del señor H... tirando de esa vulgar rústica hacia un diván que estaba en un rincón del comedor, a lo que la chica sólo oponía una especie de torpe e indecorosa resistencia, gritando con tanta fuerza que yo, situada junto a la puerta, apenas la oía.

—Por favor, señor, no... suélteme... yo no soy para usted... Seguramente usted no querrá rebajarse con una pobre chica como yo... ¡Dios! Señor, mi ama puede volver... Yo no debo... Voy a gritar...

Todo ello no fue obstáculo para que permitiera que, insensiblemente, él la llevara hasta el extremo del diván, lugar donde un ligero empellón sirvió para que cayera sin dificultades; y como mi caballero había alcanzado con sus manos la fortaleza de su virtud, ella pensó, sin duda, que era hora de abandonar la discusión y que todo intento de defensa sería vano. El, arrojándole las enaguas sobre la cara, que ahora estaba rojo escarlata, descubrió un par de muslos gruesos y fuertes y tolerablemente blancos; los apoyó en sus caderas y sacando su arma desenvainada la metió en el lugar hendido, donde pareció encontrar menos dificultades para entrar de las que sin duda se había prometido (por cierto esta desgraciada había dejado su colocación en el campo a causa de un bastardo), ya que todos sus movimientos demostraban que estaba alojado muy a sus anchas. Después que terminó, su pichoncita se levantó, dejó caer sus enaguas y alisó su delantal y su pañoleta. El señor H... parecía un poco tonto y sacando algo de dinero se lo entregó, con un aire diferente, exhortándola a ser buena chica y no decir nada.

Si yo hubiese amado a ese hombre, mi naturaleza no me hubiese permitido contemplar la escena pacientemente; me hubiese precipitado y hubiese representado el papel de la princesa celosa con gran violencia. Pero ése no era el caso: sólo mi orgullo estaba herido, no mi corazón, y pude controlarme fácilmente hasta ver cuan lejos era capaz de ir, para que mi conciencia tuviera una certeza completa.

Cuando el menos delicado de los «asuntos» de esta clase hubo terminado, me retiré silenciosamente a mi alcoba, donde empecé a considerar qué debía hacer. Mi primer proyecto fue, naturalmente, entrar corriendo y reprocharles su conducta; eso, por cierto hubiese satisfecho mis emociones y enojos del momento, porque me hubiese permitido ventilarlos; aunque, pensándolo mejor y no estando segura de las consecuencias que podrían derivarse de ese paso, empecé a dudar; quizás sería mejor disimular mi descubrimiento hasta una ocasión más adecuada, cuando el señor H... hubiese concluido el arreglo de que me había hablado ya que, por cierto, no me sentía capaz de controlar una explicación tan violenta y quizás podría destruir sus proyectos. Por otro lado, la provocación parecía demasiado basta, demasiado flagrante para no dar nacimiento a ideas de venganza; la sola aparición de esa idea me devolvió una perfecta compostura y deleitada como me hallaba con el confuso plan que había en mi cabeza, me fue fácil controlarme como para desempeñar el papel de ignorante que me había impuesto. Cuando terminé con estas reflexiones fui en puntillas hasta la puerta del descansillo y abriéndola con ruido fingí haber llegado a casa en ese momento; después de una breve pausa, como para quitarme el sombrero abrí la puerta del comedor, donde encontré a la maritornes soplando el fuego y a mi fiel pastor andando por la habitación y silbando, tan fresco y despreocupado como si nada hubiese sucedido; creo, sin embargo, que no hubiese podido jactarse de superarme en el disimulo ya que yo mantuve noblemente en alto la facilidad para el fingimiento de nuestro sexo y me acerqué a él con el mismo aire de franqueza con que le había recibido siempre. Sólo se quedó un rato, se excusó por no poder pasar la velada conmigo y se marchó.

En cuanto a la criada, había quedado inutilizada, al menos para ser mi sirvienta; apenas pasaron cuarenta y ocho horas antes de que su insolencia, basada en lo que había pasado entre el señor H... y ella, me diera una ocasión tan buena para echarla sin aviso previo, pues el no haberlo hecho hubiese sido asombroso; él no pudo desaprobarlo ni encontrar la menor razón para sospechar de mis motivos. No sé qué fue de ella después, pero el señor H..., generoso como era, sin duda la resarció, aunque me atrevería a afirmar que no mantuvo más comercio carnal con ella; tal vez el hecho de que se inclinara ante un bocado tan ordinario fuera el fruto de un impulso lascivo surgido ante la vista de una frescachona moza campesina; hecho que no debe resultar más extraño que cuando un apetito juguetón, o el hambre, eligen lanzarse sobre un cogote, por cambiar de dieta.

Si no hubiese dado más importancia que ésa a la escapada del señor H... y me hubiese contentado con despedir a la moza, hubiese pensado y actuado correctamente; pero exaltada como estaba por imaginarios agravios, me hubiese parecido que el señor H... escapaba con demasiada facilidad si yo no me aplicaba en mi venganza y le pagaba, tan exactamente como fuera posible, con la misma moneda.

Tampoco demoré mucho en ejecutar este acto de estricta justicia que tan profundamente me preocupaba. Unas semanas antes, el señor H... había tomado a su servicio al hijo de un arrendatario recién llegado del campo, un joven de muy buen ver, de apenas diecinueve años, fresco como una rosa, bien formado y de miembros ágiles; en una palabra, una muy buena excusa para provocar el capricho de cualquier mujer, aunque no hubiese habido una venganza de por medio; quiero decir cualquier mujer sin prejuicios, y con ingenio y espíritu suficientes como para preferir el placer al orgullo.

El señor H... lo había enfundado en una librea y su principal empleo fue, después de conocer la situación de mi casa, traer y llevar cartas o mensajes entre su amo y yo; como la situación de las mantenidas no es de las más adecuadas para inspirar respeto, ni aun en las personas más inferiores y menos aún en las más ignorantes, no pude evitar la observación de que este muchacho, a quien suponía al tanto de mi relación con su amo por los otros sirvientes, me miraba de esa forma vergonzosa y llena de confusión, más expresiva, más conmovedora y más fácilmente notada por nuestro sexo que cualquier otra declaración. Aparentemente, mi figura lo había impresionado y, modesto e inocente como era, no sabía si el placer que sentía al mirarme era amor o deseo, pero sus ojos, naturalmente traviesos, y ahora inflamados de pasión, hablaban mucho más de lo que él debía suponer. Hasta ahora, entonces, sólo había notado el donaire del joven, pero sin el menor designio; mi sola vanidad hubiese sido suficiente para preservarme de cualquier idea en ese sentido si la condescendencia del señor H... con mi criada —que como tentación no equivalía ni a la mitad— no me hubiese mostrado un peligroso ejemplo. Pero ahora comencé a mirar a este mozalbete como a un delicioso instrumento para mi plan de venganza, cuando hubiese debido preferir llegar a la muerte siendo su deudora.

Para allanar el camino necesario para el cumplimiento de mi plan, en dos o tres oportunidades en que este joven me trajo mensajes, me las arreglé para que entrara, naturalmente, en mi alcoba o me los alcanzase en el tocador, donde estaba vistiéndome; allí le mostraba descuidadamente o le dejaba ver, como sin querer, a veces mi escote, más desnudo de lo que debía estar, a veces mis cabellos, muy abundantes, sueltos mientras los peinaba, a veces una bonita pierna de la que desafortunadamente había resbalado la liga que volvía a atar en su presencia sin el menor escrúpulo, comunicándole las impresiones más favorables a mis propósitos, cosa que percibía por el brillo de sus ojos y el color de sus mejillas. Después, algunas presiones de la mano cuando tomaba las cartas que me traía, terminaron de poner todo a punto.

Cuando lo vi conmovido e inflamado para mis propósitos lo inflamé aún más haciéndole algunas preguntas como: «¿Tenía una amante...? ¿Era más bonita que yo...? ¿Podría amar a alguien como yo...? y otras cosas del mismo estilo, a todo lo cual el bobalicón, sonrojándose, respondía, según mis deseos, con perfecta naturalidad y perfecta inocencia, pero con toda la torpeza y la simplicidad del campesino.

Cuando pensé que ya estaba maduro para mis laudables propósitos, un día que lo esperaba a una hora convenida me cuidé de que la costa estuviera libre para la recepción que le preparaba y, cuando hube aprontado todo, golpeó en la puerta del comedor. Cuando le ordené que entrara, lo hizo y cerró la puerta tras de sí. Entonces le dije que deseaba que pusiera el cerrojo ya que, de otro modo, no se mantenía cerrada.

Yo yacía a todo lo largo del mismo diván que era escenario de los refinados placeres del señor H... en un deshabillé muy suelto y negligente y tentadoramente desordenado; no llevaba corsé ni tontillo, ni nada que pudiese molestar. El estaba de pie a poca distancia, permitiéndome admirar a un guapo muchacho campesino, bien formado y saludable, que respiraba las gracias de la juventud en flor; sus cabellos, que eran negros y brillantes, realzaban su cara con rizos naturales y estaban recogidos en un elegante nudo; calzones de ante nuevos y ajustados mostraban las formas de unos muslos gruesos y bien formados; medias blancas, librea con ataderas y charreteras componían un conjunto en el que las bellezas físicas no sufrían por la humildad del atuendo que parece sentar muy bien a una cierta clase de garbo.

Le hice señas de que se acercara a mí y me diera la carta, arrojando descuidadamente, al mismo tiempo, un libro que tenía en la mano. El se sonrojó y acercándose para entregarme la carta que me tendió torpemente, fijó su mirada en mi pecho que estaba, gracias al cuidado desorden de mi pañoleta, suficientemente desnudo y más velado que oculto.

Yo, sonriéndole, tomé la carta e inmediatamente cogí la manga de su camisa y lo acerqué a mí, sonrojado y casi tembloroso ya que, seguramente, su extremada timidez y su total inexperiencia hacían necesarios todos estos avances para darle ánimos. Ahora su cuerpo estaba convenientemente inclinado hacia mí y dándole un suave golpe en la barbilla suave y lampiña le pregunté si sentía temor de una dama, con lo que, cogiendo sus manos, las puse sobre mis pechos, apretándolas tiernamente sobre ellos. Ahora estaban muy bien dotados y rellenos, de modo que estremecidos por el deseo se alzaban y bajaban en rápidas palpitaciones bajo sus manos. Ante esto, los ojos del muchacho comenzaron a encenderse con todos los fuegos de la naturaleza en celo y sus mejillas se volvieron escarlata; tartamudeando a causa de la alegría, el éxtasis y la timidez, no podía hablar, pero su aspecto y su emoción me convencieron de que mi preparación había surtido efecto y que no debía temer una desilusión.

Mis labios, que coloqué en su camino de modo que no pudiese evitar besarlos, lo fijaron, lo enardecieron y lo volvieron audaz y ahora, dirigiendo mis ojos hacia la parte de sus vestidos que cubría el objeto esencial para el goce, aprecié claramente la hinchazón y la conmoción que reinaban allí; y como estaba ahora demasiado adelantada para detenerme en tan agradable camino, y no era capaz, por cierto, de contenerme ni de aguardar los lentos avances de su timidez virginal (porque eso parecía y era, en realidad) deslicé mi mano sobre sus muslos, en uno de los cuales podía ver y palpar un cuerpo duro y rígido, confinado por sus calzones, cuyo extremo mis dedos no lograban encontrar. Entonces, sintiendo curiosidad y ansiosa por desvelar un misterio tan alarmante, jugueteando con sus botones que estaban a punto de saltar a causa de la activa fuerza interior, abrí sin esfuerzo la pretina y el pontón delantero del calzón. Entonces, eso comenzó a salir y ahora, desembarazado de la camisa, vi con maravillada sorpresa, no el juguete de un muchacho, no el arma de un hombre, sino un poste de un tamaño tan enorme que, si sus proporciones hubiesen sido guardadas, debía haber pertenecido a un joven gigante. Su prodigioso tamaño me hizo dudar, pero no podía contemplar o tocar sin placer semejante longitud, semejante espesor de marfil viviente, perfectamente formado. Su orgullosa erección distendía su piel, cuyo suave pulimento y aterciopelada suavidad podía rivalizar con la más delicada de nuestro sexo y cuya exquisita blancura destacaba no poco sobre el matorral de pelos negros rizados que había alrededor de su raíz. A través del follaje, la piel blanquísima brillaba tal como habréis visto la luz etérea a través de las ramas de los árboles distantes que coronan una colina en un hermoso atardecer; luego, la cima roja y azulada de la cabeza y las serpentinas azules de las venas, componían el más asombroso conjunto de figura y color de la naturaleza. En una palabra: era un objeto que causaba deleité y terror.

Pero lo que me pareció más sorprendente, fue que el propietario de esa curiosidad natural, por la falta de ocasiones, derivada de lo estricto de su crianza y porque su estancia en la ciudad todavía no le había proporcionado ninguna, era aún totalmente ignorante, en la práctica por lo menos, acerca del uso de esa masculinidad de que estaba tan generosamente dotado y ahora me tocaba a mí someterme a la primera prueba de ella, si lograba resolverme a correr los riesgos de su desproporción con esa tierna parte mía que semejante máquina bien podía reducir a ruinas.

Pero ya era demasiado tarde para deliberar porque para entonces el muchacho, recalentado con los objetos presentes y demasiado excitado para contenerse mucho más tiempo gracias a la modestia y el asombro que lo habían constreñido hasta ese momento, se aventuró bajo el fuerte impulso y la instructiva sugestión de la sola naturaleza a deslizar sus manos temblorosas a causa de sus impetuosos deseos, bajo mis enaguas; y no viendo, supongo, ninguna severidad en mi rostro que pudiera detenerle o alejarle, palpó y cogió con suavidad el punto central de sus ardores. ¡Oh! Entonces el vehemente roce de sus dedos me decidió, y mientras mis temores se disolvían ante el intolerable y resplandeciente ardor, mis muslos se abrieron, permitiendo una total libertad de su mano; entonces un movimiento casual levantó mis enaguas y la avenida quedó demasiado visible, demasiado abierta para no acertar con ella. Se puso encima mío; yo me había colocado velozmente debajo en la forma más conveniente y abierta a sus intentos, que resultaban bastante desfavorables, ya que su garrote no encontraba la entrada y golpeaba rígidamente contra mí con azarosos impulsos, arriba, abajo o al lado del centro; hasta que, ardiendo de impaciencia a causa de sus irritantes roces, guié suavemente con la mano el irritado puntero hacia el sitio donde mi joven novicio no necesitaría que le enseñaran su primera lección de placer. Así fue localizada, finalmente, la tibia e insuficiente abertura, y aunque para él ninguna hendedura podía ser impracticable, la mía, bastante utilizada, estaba lejos de ser lo suficientemente amplia como para permitirle entrar con facilidad.

Gracias a mi colaboración, sin embargo, la cabeza de esa ponderosa máquina estaba tan bien apuntada que sintiendo su parte delantera contra el tierno orificio, un movimiento mío hizo frente a su oportuno impulso, y los labios extremadamente dilatados cedieron ante su impetuosidad, de modo que ambos pudimos sentir que había logrado asomarse a la entrada. Continuando con sus esfuerzos, pronto logró introducirse tanto como para estar tolerablemente seguro de su situación, mediante violentos y para mí dolorosos impulsos; allí quedó atascado y yo sentí una mezcla de placer y dolor imposibles de definir.

Temía tanto que siguiera resquebrajándome como que se retirara; no podía soportar conservarlo ni separarme de él. Pero la prevaleciente sensación de dolor a causa de su tamaño y su dureza, actuando sobre mí, por medio de rápidos y continuos empujones, con los que persistía en intentar la penetración, me hicieron gritar dulcemente:

—¡Oh, querido, me haces daño!

Eso fue suficiente para que ese tierno y delicado muchacho se detuviera y retirara inmediatamente la dulce causa de mis quejas mientras sus ojos expresaban con elocuencia su pena por haberme lastimado y su resistencia a abandonar una morada cuya calidez y firmeza le habían proporcionado una bocanada del placer que ahora deseaba locamente satisfacer; pero era demasiado novicio para no temer que lo privara de su alivio a causa del sufrimiento que me había causado.

Sin embargo, yo misma estaba lejos de sentirme satisfecha por la importancia que había dado a mis dulces quejas; más y más inflamadas por el objeto que había delante mío, siempre en plena erección, descubierto y exhibiendo su cabeza color grana, di primero un beso al joven para devolverle el valor, beso que me devolvió con un fervor que parecía agradecerme y sobornar mi complacencia; al mismo tiempo, volvió a colocarme en una postura adecuada para recibir, pese a los riesgos, el nuevo ataque, que no demoró ni un instante, ya que volviendo a montarme, sentí nuevamente el suave y duro cartílago forzando la entrada, cosa que logró con más facilidad que la vez anterior. Pese al dolor que me causaban sus esfuerzos por lograr un acceso completo, que se cuidó de hacer muy gradualmente, me abstuve de quejarme. Mientras tanto, el suave pasaje se aflojó gradualmente; cedió y, estirado al máximo por la máquina rígida, gruesa y potente, que me hacía acceder al maravilloso placer de sentir y al dolor de la distensión, le permitió llegar hasta la mitad del camino. Pero toda su nerviosa actividad para aumentar la penetración no le permitió ganar ni una pulgada, ya que mientras vacilaba allí, la crisis del placer se posesionó de él y él abrazo de esa cálida envoltura provocó la efusión del éxtasis antes de que yo estuviera pronta a acompañarle, demorada por el dolor que había sentido durante el encuentro con el insufrible tamaño de su arma, que sólo había entrado hasta la mitad.

Esperé entonces, aunque sin desearlo, que se retiraría, pero fui agradablemente desilusionada, porque no pensaba salir tan fácilmente. El vigoroso joven, brioso e inundado de jugos nupciales, estaba decidido a demostrarme quién era el amo. Por lo que, luego de una breve pausa, suficiente para despertar del trance del placer (en el que todos sus sentidos parecieron perderse durante un momento mientras con los ojos cerrados y jadeante entregaba el tributo de su virginidad), se mantuvo en su puesto, aún no saciado, solazándose en esos nuevos placeres, hasta que su erección, que apenas había disminuido, se hubo recuperado por entero; y como no había desenvainado, procedió nuevamente a abrirse paso y tratar de penetrarme enteramente, cosa que fue facilitada por la aromática inyección con la que había humedecido generosamente todo el interior del pasaje. Redoblando, entonces, la energía de sus impulsos, favorecidos por la fervorosa apetencia de mis emociones, la aceitada residencia no pudo detener a un garfio tan eficaz sino que cedió, dándole entrada. Y ahora con la colaboración de la naturaleza y de mi laboriosidad, dedicada a ayudarle atravesó, penetró y finalmente, adelantando pulgada a pulgada consiguió estar totalmente dentro, finalmente en casa, envainado hasta la empuñadura; informados de esto por la total proximidad de nuestros cuerpos (tanto que los pelos de ambas partes estaban completamente entretejidos), los ojos del transportado joven chispearon con gozoso ardor y todo su aspecto y sus movimientos demostraron un exceso de placer que, ahora, yo empecé a compartir, ya que lo sentía en mis partes más vitales. Me sentía enferma de placer, más conmovida de lo que podía soportar por sus furiosas agitaciones dentro de mí, ahogada y repleta al máximo. Así yací, jadeando y sin respiración debajo suyo, hasta que su respiración entrecortada, su acento vacilante, sus ojos llenos de fuego húmedo, sus furiosos enviones y una marcada rigidez, me hicieron saludar la proximidad del segundo período: llegó... y el dulce joven, sobrepasado por el éxtasis, quedó como muerto entre mis brazos, disolviéndose en un torrente que se difundió tibiamente por los más ocultos pliegues de mi cuerpo, cada uno de cuyos conductos dedicados a ese placer fluía para mezclarse con él. Así continuamos durante algunos instantes, perdidos, sin aliento, insensibles a todo y a todas las partes, excepto las favoritas de la naturaleza en las que se concentraba todo nuestro goce de la vida y las sensaciones.

Cuando el mutuo trance hubo pasado, el joven retiró la deliciosa viga con la que había ahogado todas mis ideas de venganza en un mar de placer y el herido y ensanchado pasaje dejó salir una corriente de líquidos nacarados que corrieron por mis muslos mezclados con vetas de sangre, señal de los estragos de esa monstruosa máquina, que había triunfado sobre una especie de segunda virginidad. Deslicé mi pañuelo hacia esas partes y las sequé lo mejor posible mientras él ajustaba sus ropas y se abotonaba.

Hice que se sentara a mi lado y como había reunido valor a partir de nuestra extremada intimidad me dio un nuevo placer con su espontáneo estallido de tierna gratitud y alegría por los nuevos panoramas de placer que había abierto para él; panoramas positivamente nuevos ya que nunca había tenido el menor conocimiento de esa misteriosa marca, el hendido sello de la femineidad que nadie mejor que él estaba cualificado para penetrar en sus más profundos pliegues y hacerle la más noble justicia. Pero cuando por ciertos movimientos, cierta inquietud de sus manos, que vagabundeaban no sin un designio, descubrí que languidecía por satisfacer una curiosidad muy natural, mirando y tocando esas partes que atraen y concentran las ardientes fuerzas de la imaginación, encantada como me sentía por tener la ocasión de dar gusto a sus deseos juveniles, le permití proceder según su gusto, sin controlar ni refrenar su satisfacción.

Con tranquilidad, pues, al haber leído en mis ojos la plena autorización de sus deseos, no creo que su complacencia fuera mayor que la mía cuando insinuando sus manos debajo de mis enaguas y mi camisa retiró esos impedimentos de la vista, levantándolos de forma taimada, mientras me daba mil besos que quizás creyó necesarios para distraer mi atención de sus manejos. Como todas mis ropas estaban enrolladas en mi cintura me coloqué en una postura tal que dejó al alcance de su vista toda la región del placer y su lujurioso paisaje. El transportado joven devoraba todo con los ojos y trató, con los dedos, de abrir a su mirada los secretos de esas oscuras y deliciosas profundidades; abrió los labios plegados, cuya suavidad, al permitir la entrada de cualquier cuerpo rígido hace que se cierren en torno a él, estorbando la visión; yendo más allá, se encontró con él y se maravilló ante una suave excrecencia carnosa que, blanda y floja después del último goce, creció, gracias al roce y el examen de sus vehementes dedos, volviéndose rígida y cada vez más considerable hasta que el titilante ardor de esa sensible parte me hizo suspirar como si me hubiese lastimado; ante eso retiró sus curiosos dedos, pidiéndome perdón, por así decirlo, con un beso que más bien aumentó el incendio allí.

La novedad siempre causa las más fuertes impresiones, y más aún en los placeres; no fue asombroso, entonces, que lo devorara la admiración ante cosas de naturaleza tan interesante, que ahora veía y palpaba por primera vez. Por mi parte, fui generosamente retribuida por el placer que le di, al examinar esos objetos abandonados a él, desnudos y libres ante los deseos del espontáneo y natural mozalbete: sus ojos despedían fuego, sus mejillas resplandecían con un florido rojo y suspiraba con frecuencia y fervor mientras sus manos, convulsivamente, oprimían, abrían y volvían a cerrar los labios y los lados de esa gran herida de carne o tiraban suavemente del espeso musgo; todo proclamaba el exceso, el desorden del gozo, al ver que su picardía era tolerada. Pero no abusó mucho tiempo de mi paciencia porque los objetos que tenía delante le hicieron pensar en los suyos propios; sacando su formidable herramienta, la dejó en libertad, y dirigiéndola directamente hacia la boca de labios inflamados que lo desafiaba muda y dulcemente, introdujo trabajosamente la cabeza y luego, esforzándose con ímpetu creciente, forzó la entrada y rellenó toda la longitud del suave túnel del placer que volvió a temblar nuevamente, poniéndome una vez más en una conmoción tal que nada hubiese podido calmarla sino una nueva inundación del mismo instrumento que provocaba esas llamas y de todos los manantiales con que la naturaleza inunda ese receptáculo del gozo cuando rebasa su nivel y desborda.

Estaba ahora tan magullada, apaleada, agotada por este desigual encuentro, que apenas podía moverme o incorporarme; yací palpitante, mientras el fermento de mis sensaciones se aquietaba gradualmente; entonces sonó la hora en que me vi obligada a despedir a mi muchacho. Le avisé tiernamente que era necesario que se marchara, cosa ante la que yo sentía tanto disgusto como él, que parecía muy dispuesto a mantenerse en el campo de batalla e iniciar un nuevo ataque. Pero el peligro era demasiado grande y después de unos efusivos besos de despedida y recomendaciones de secreto y discreción, me obligué a despedirlo, no sin antes poner una guinea en sus manos y asegurarle que volvería a verle con los mismos fines en cuanto fuera posible. No fui más generosa para que un exceso de dinero en su poder no despertara sospechas, ya que tenía mucho que temer de la peligrosa indiscreción de esa edad en que los mozos, aunque irresistibles y encantadores, poseen ese terrible defecto del que debemos cuidarnos.

Mareada e intoxicada como estaba por la saciedad del placer, me quedé acostada en el diván, estirada boca abajo sintiendo una deliciosa languidez en todos mis miembros, felicitándome por haberme vengado de forma tan satisfactoria, tan similar y en el mismo sitio donde había recibido la supuesta injuria. Ni una vez reflexioné acerca de las consecuencias, ni me hice un solo reproche por haber entrado, con ese paso, en una profesión más desacreditada que infrecuente. Me hubiese parecido una ingratitud con él placer que había recibido arrepentirme de él, y como ya había saltado la valla, pensé que al zambullirme plenamente en el torrente que me arrastraba, ahogaría toda idea de vergüenza o reflexión.

Mientras yo tomaba esas laudables disposiciones y me susurraba a mí misma una especie de tácito voto de incontinencia, entró el señor H... La conciencia de lo que había estado haciendo aumentó el sonrojo de mis mejillas, inundadas por el calor de mis recientes acciones, cosa que unida al aire picante de mi deshabillé provocó un cumplido acerca de mi aspecto, cuya sinceridad comenzó a respaldar con pruebas tan prontas y eficaces que me hizo temblar por miedo a que descubriera las condiciones en que habían quedado esas partes después de las severas manipulaciones a que habían sido sometidas; el orificio dilatado e inflamado, los labios hinchados por la infrecuente distensión, Ios rizos aplastados y lacios a causa de la humedad que lo había empapado todo; en una palabra, el diferente estado y apariencia de las cosas, difícilmente hubiese pasado inadvertido para alguien de la experiencia y refinamiento del señor H... que le hubiera atribuido sus verdaderas causas. Pero aquí me salvó ser mujer: pretexté un violento desorden de mi cabeza y un calor afiebrado que me había indispuesto demasiado para recibir sus abrazos. Se rindió ante esto y desistió de buen grado.

Poco después, la llegada de una anciana dama terció muy a propos en la confusión en que me hallaba y el señor H..., después de recomendarme que me cuidara y reposara, me dejó muy cómoda y aliviada por su ausencia.

Al final de la velada, me cuidé de que me aprontaran un baño tibio dé hierbas dulces y aromáticas. Habiéndome lavado y solazado, salí de él voluptuosamente fresca de cuerpo y alma.

A la mañana siguiente, despertando temprano después de una noche de perfecto reposo y compostura pensé, no sin miedo e inquietud, en las innovaciones que podía haber sufrido mi tierno y suave sistema a causa del choque con una máquina tan apropiada para su destrucción.

Herida por esta aprensión, apenas me atrevía a llevar mi mano hasta allí, para informarme del estado y la postura de las cosas.

Pero pronto fui agradablemente curada de mis temores.

Los sedosos pelos que cubrían las fronteras, suaves y mullidos, habían recuperado su rizado natural y su orden; los labios carnosos y sobresalientes que habían soportado los embates de la batalla, ya no estaban hinchados y empapados de humedad; y ni ellos ni el pasaje que precedían que había sufrido una tan grande dilatación, traicionaban la menor alteración, ni por fuera, ni por dentro, ni a la observación más minuciosa, pese al relajamiento que es consecuencia natural de un baño tibio.

Que perdurara la agradable estrechez femenina, que es para los hombres la fuente del placer, la debía, aparentemente, a una feliz contextura del cuerpo, jugoso, relleno y provisto, en esas partes, de una abundancia de carne suave y elástica que cediendo lo suficiente, como lo hacía, a casi cualquier distensión, se recuperaba pronto, volviendo a tensar la estricta presión de sus manteletes y pliegues, razón por la que abraza tiernamente y sujeta cualquier cuerpo extraño que se introduce allí, tal como lo hacía en ese momento con mi dedo explorador.

Al descubrir que todo estaba entonado y en orden, sólo recordé mis temores para burlarme de ellos. Y ahora, palpablemente conocedora de cualquier tamaño masculino y triunfante en mi doble victoria de placer y venganza, me abandoné enteramente al recuerdo de todos los placeres en que me había empapado. Yacía extendida, respirando vida por todos los poros y agitándome con ardiente impaciencia por la renovación de los gozos que sólo habían pecado por exceso. Mis deseos no se malograron porque a eso de las diez de la mañana, de acuerdo a lo previsto, Will, mi nuevo y humilde enamorado, llegó con un mensaje de su amo, el señor H..., para saber cómo me encontraba. Yo me había cuidado de enviar a mi doncella a un recado en la ciudad que, seguramente, le tomaría mucho tiempo; no tenía nada que temer de la gente de la casa, que eran personas buenas y sencillas, suficientemente sabias como para no preocuparse más de lo indispensable de los asuntos de los demás.

Habiendo tomado todas las disposiciones, sin olvidar la de recibirme en la cama, y una vez hubo entrado en mi alcoba, accioné un cerrojo que gobernaba el cerrojo de la puerta con un alambre que descendió, cerrándola.

No pude menos que observar que mi joven favorito se había vestido con tanto esmero como podía esperarse en alguien de su condición; ese deseo de gustar no podía resultarme indiferente, ya que probaba que yo le gustaba, cosa que, os aseguro, era un detalle interesante.

Sus bien peinados cabellos, su camisa limpia y, por encima de todo, su aspecto tosco, fuerte y sano de campesino, lo convertían en un bocado tan bello como podáis imaginar y sólo una persona de mal gusto podría haber despreciado hacer una comida con un plato tan apetitoso, plato que la naturaleza parecía haber destinado para la mejor dieta de placer.

Y ¿por qué iba a suprimir aquí el placer que me causaba esta amable criatura al observar cada mirada ingenua, cada impulso espontáneo de la naturaleza traicionado por sus ojos traviesos, o la transparente exhibición de sus sonrojos a través de su piel fresca y clara? ¿Acaso sus urgencias sólidas y rústicas no tenían también un encanto peculiar? Oh —diréis—, este muchacho era de un rango demasiado inferior para merecer tanta exhibición. Quizás. Pero ¿acaso mi condición estrictamente considerada, era un ápice superior a la suya? ¿Estaba yo tan por encima de él o acaso su capacidad de proporcionarme un placer tan exquisito no lo alzaba y ennoblecía, ante mis ojos por lo menos? Que quienes lo deseen que aprecien, respeten y recompensen las artes de la pintura, la estatuaria y la música en proporción al deleite que les transmiten, pero a mi edad y con mi gusto por el placer, un gusto fuertemente enraizado en mí, el talento de gustar con el que la naturaleza dota a una persona hermosa formaba el mayor de los méritos, comparados con el cual, los prejuicios vulgares en favor de títulos, dignidades y honores tenían por cierto, un rango muy inferior. Y quizás las bellezas corporales que tan poco importantes se consideran, se mirarían de otro modo si pudiesen ser compradas y entregadas. Pero para mí, cuya filosofía natural residía en el centro favorito de los sentidos y que era gobernada por un poderoso instinto de tomar los placeres donde los hallaba, hubiese sido difícil hacer una elección más adecuada a mis propósitos.

Las altas cualificaciones del señor H... en cuanto a nacimiento, fortuna e inteligencia me situaban en una especie de sometimiento y restricción que estaba lejos de fomentar la armonía en el concierto del amor; él, quizás, no había pensado que fuese deseable suavizar esta superioridad, por lo que, con este muchacho, estaba más en el nivel en que el amor se deleita.

Podemos decir lo que queramos, pero aquellos con quienes logramos ser más libres y naturales son siempre los que más nos gustan, por no decir los que amamos más.

Con este mozalbete, cuyo único arte amoroso era la acción del amor, podía dar rienda suelta a mi alegría sin límite ni temor; y poner en práctica cada coqueteo que inventaba mi cálida imaginación, ya que era, en todos los sentidos, un compañero exquisito. Y ahora mi mayor placer residía en tolerar todas las petulancias, todas las desenfrenadas travesuras de un novicio recién iniciado y deseoso de captar el intenso olor de la presa. Aunque poco experimentado en el deporte y, para seguir con la metáfora, ¿quién podía deslizarse por el bosque mejor que él o hacer mejor figura clavando su flecha?

Entonces se acercó a mi cama y mientras tartamudeaba su mensaje pude observar cómo se le subían los colores y se le iluminaban los ojos de alegría al encontrarme en una situación tan favorable a sus exaltados deseos, como si él mismo hubiese encargado la escena con antelación.

Yo sonreí y le tendí la mano; él se arrodilló (una cortesía que le había enseñado el amor, ese gran maestro) y la besó ávidamente. Después de intercambiar unas confusas preguntas y respuestas le pregunté si quería acostarse en la cama conmigo durante el breve tiempo que osaría retenerlo. Esto fue como preguntar a una persona muerta de hambre si quería deleitarse con el plato preferido de su paladar. Por lo tanto, y sin más discusión, se quitó las ropas en un instante y sonrojándose aún más a causa de esta nueva libertad, se metió bajo las mantas que previamente había levantado para recibirle, yaciendo en una cama con una mujer por primera vez en su vida.

Allí empezaron los tiernos preliminares, tan deliciosos, quizás, como la coronación del acto del amor que, con frecuencia, crean una impaciencia que hace que el placer se destruya a sí mismo, apresurando el período final y cerrando esa escena de arrobamiento en la que los actores suelen estar tan complacidos con sus papeles como para desear que dure eternamente.

Cuando hubimos graduado lo suficiente nuestros avances hacia el punto principal, jugando, besando, pellizcando, acariciando mis pechos ahora gordos y redondos, palpando esa parte mía que podría llamar la puerta del horno a causa del calor prodigiosamente intenso que sus ardientes manos habían encendido, mi joven deportista, sintiéndose audaz a causa de todas las libertades que se había tomado, cogió mi mano con ánimo travieso y la llevó hasta su enorme máquina que lucía ¡una dureza!, ¡una rigidez!, ¡una erección ascendente!, y que junto con sus dependencias inferiores, esa inestimable bolsa de joyas, formaba un espectáculo de indiscutible calidad. Luego, sus dimensiones, que se burlaban de mi asimiento y del tamaño de mi mano, casi renovaron mis temores.

No podía imaginar por qué medios lograría yo tomar o colocar semejante bulto fuera de la vista. Lo acaricié suavemente, ante lo cual el turbulento bribón pareció hincharse y lograr un nuevo grado de ferocidad e insolencia, de modo que descubriendo que no podría entretenerlo mucho más con trivialidades, me preparé para ser traspasada nuevamente.

Entonces, deslizando una almohada debajo mío para facilitar su juego, guié oficiosamente con mi mano ese ariete destructor cuya cabeza color rubí, tan parecida a un corazón, apliqué frente a su blanco que estaba tan elevado como se podía desear, ya que mis caderas se hallaban levantadas y mis muslos separados al máximo; el calor que irradiaba me hizo sentir que estaba en la boca del canal y cuando lo impulsó hacia adelante, los labios poderosamente separados de ese túnel sediento de placer lo recibieron. El dudó un poco y cuando estuvo instalado en el pasaje, se abrió camino por su interior con una difícultad que sólo aumentaba al placer, ensanchándolo en su avance para distender y suavizar cada pliegue; nuestro placer aumentaba deliciosamente a medida que los puntos de roce mutuo crecían en esa parte tan vital en que lo había acogido, ahora totalmente introducido y envainado, y que atestada como estaba, cedía, abriéndose y dándole una ubicación en extremo agradable, una presión deliciosamente estricta, una succión espasmódica y fiera que daban y tomaban un inexpresable placer. Ya habíamos alcanzado la unión más completa; cuando retrocedió para volver a avanzar aun más furiosamente, yo, en el máximo de mi ardor, como si temiera perderlo, retorcí mis piernas alrededor de sus ríñones desnudos, cuya carne, tan firme, tan elástica al tacto, tembló bajo la presión. Ahora lo tenía rodeado y apresado y habiéndolo impulsado dentro de mí lo mantuve allí sujeto, como si por ese punto hubiese querido convertir en uno solo nuestros dos cuerpos. Esto provocó una pausa en la acción, una agradable detención, mientras esa delicada glotona, mi boca inferior, tan llena como era posible, hubiera querido paladear con exquisita fruición el bocado que tan deliciosamente la atoraba. Pero la naturaleza no podía soportar mucho tiempo un placer tan provocador sin satisfacerlo; buscando su querida finalidad, la batería recomenzó con redobladas energías; yo, por mi parte, tampoco estaba inactiva sino que le hacía frente con toda la impetuosidad de movimientos que me era posible. La tela de vellos de nuestros montes enfrentados resultaba ahora verdaderamente útil para suavizar la violencia del torneo y pronto —¡demasiado pronto, por cierto!— las tensas agitaciones, las dulces urgencias de esa fricción rítmica llevaron mi espasmo a su punto más alto, de modo que encontrándome a punto de acabar, y no deseando abandonar detrás de mí al tierno compañero de mis gozos, empleé todos los movimientos y artes que me sugería la experiencia para ayudar a que me hiciera compañía en el final de nuestro viaje. Entonces, no sólo apreté la faja del placer alrededor de mi inquieto inquilino, mediante un secreto resorte de fricción y compresión que obedece a la voluntad en esas partes, sino que deslicé suavemente la mano hacia la bolsa de provisiones de los primores de la naturaleza que está tan agradablemente sujeta al conducto por donde las recibimos; al palpar y apretar muy suavemente esos tiernos depósitos globulares, el toque mágico provocó un efecto instantáneo, apresuró y añadió a los síntomas de esa dulce agonía, el fundente momento de la disolución; aquel cuando el placer muere de placer y su misterioso motor triunfa sobre la titilación que ha provocado en esas partes, inundándolas con un chorro de líquido tibio que es, en sí mismo, la mayor excitación, y que ellas absorben y beben sedientas como las cenizas calientes que, para refrescarse, atraen toda la humedad que haya en su zona de succión. Entonces, acordada conmigo con exquisito consentimiento, mientras yo me disolvía, su inyección balsámica, mezclándose deliciosamente con las acequias que fluían en mí, envolvió y embotó todos los aguijones del placer y nos arrojó en un éxtasis que nos dejó tendidos, semidesmayados, sin aliento, en trance. Así yacimos, mientras una voluptuosa languidez nos poseía y nos mantenía inmóviles y encerrados cada uno en brazos del otro. ¡Ay! ¡Si esos placeres tuvieran una vida más larga! Porque ahora el placer, perdido su filo a causa del goce, nos resignó a los fríos cuidados de la insípida vida. Soltándome de su abrazo le hice comprender las razones que había para que se marchara, ante lo cual y un poco de mala gana, se puso las ropas, con tan poca prontitud como pudo hacerlo, interrumpiéndose traviesamente de vez en cuando, con besos, caricias y abrazos a los que yo no podía rehusarme. Con todo, volvió a casa de su amo antes de que se lo echara de menos; cuando se despedía, le obligué (ya que era suficientemente sensible para rechazarlo) a recibir dinero suficiente como para comprar un reloj de plata, ese gran artículo de adorno subalterno, que aceptó finalmente, como un recuerdo de mi afecto que conservaría cuidadosamente.

Y aquí, señora, quizás debería pediros excusas por los minuciosos detalles de estas cosas que dejaron una marca tan duradera en mi memoria y una impresión tan profunda; pero, además de que esta intriga provocó una gran revolución en mi vida, que la verdad histórica me prohíbe ocultaros, me atrevo a suponer que la exaltación del placer no debería ser ingratamente olvidado o suprimido por mí, ya que lo encontré en un miembro de las clases inferiores, donde, por cierto, se lo halla con frecuencia puro y menos sofisticado que entre los falsos y ridículos refinamientos con que los grandes toleran ser estafados por su orgullo... ¡Los grandes! Existen pocos entre los que ellos llaman vulgares que sean más ignorantes o que cultiven menos el arte de vivir que ellos; ellos, digo que siempre erran, eligiendo las cosas más alejadas de la naturaleza del placer, cuyo objeto favorito y principal es disfrutar de la belleza dondequiera que ese invalorable don se encuentre, sin distinción de linaje o posición.

Igual que el amor, que no había existido, la venganza ya no tenía parte en mi comercio con este guapo joven. Sólo los placeres del goce formaban el eslabón que nos sujetaba; porque aunque la naturaleza había hecho tanto por él en cuanto a sus formas exteriores, en especial por esa soberbia pieza de adorno con que tan liberalmente lo había enriquecido, y aunque eso lo calificara para proporcionar la más rica fiesta a los sentidos, sin embargo, faltaba algo en él para crear y fortalecer en mí la pasión amorosa. Así y todo, Will tenía buenas cualidades: era gentil, afable y, sobre todo, agradecido; discreto y reservado hasta el exceso; hablaba muy poco, pero compensaba su silencio con la acción y, para hacerle justicia, nunca me dio el menor motivo de queja tratando de abusar de las libertades que le concedía ni hablando indiscretamente de ellas. Debe existir una fatalidad para el amor; si no, yo hubiese debido amarle porque era, en verdad, un tesoro, un bocado para la bonne bouché de una duquesa y, para decir la verdad, me agradaba tanto que tenía que hacer una distinción muy sutil para negar que le amaba.

Sin embargo, mi felicidad con él no duró mucho y llegó a su fin por mi imprudente negligencia. Después de haber tomado precauciones superfluas para no ser descubierta, nuestro éxito en sucesivos encuentros me envalentó y omití las más necesarias. Alrededor de un mes después de nuestra primera cópula, una mañana fatal (momento en que el señor H... raramente o nunca me visitaba) me encontraba en el gabinete, donde estaba mi tocador, sin más que mi camisa, una bata y una enagua bajera. Will estaba conmigo y ambos, como siempre, poco dispuestos a perder una buena oportunidad. Por mi parte, un ardiente capricho, una juguetona picardía me había invadido: había desafiado a mi hombre a ponerla en práctica prontamente, cosa que hizo sin vacilar para complacer mi humor. Yo estaba en el sillón con la camisa y la enagua levantadas y los muslos abiertos y montados sobre los brazos del sillón, presentando un blanco perfecto a Will que había sacado su arma y estaba a punto de enterrarla en mí; pero habiendo olvidado asegurar la puerta de la alcoba y estando la del gabinete completamente abierta, el señor H... nos sorprendió antes de que nos apercibiéramos y nos vio exactamente en esas condenables actitudes.

Yo di un fuerte grito y dejé caer mi enagua; el estupefacto muchacho estaba pálido y tembloroso, esperando su sentencia de muerte. El señor H... nos miraba alternativamente con una mezcla de indignación y desprecio y, sin decir una palabra, se dio la vuelta y salió.

A pesar de mi confusión, oí claramente cómo hacía girar la llave y cerraba la puerta de la alcoba, de modo que sólo pudiéramos salir por la puerta del comedor, donde él mismo andaba a zancadas desiguales, pateando con rabia y debatiendo, sin duda, qué haría con nosotros.

Mientras tanto, el pobre William estaba terriblemente atemorizado y aunque hubiese necesitado que me dieran ánimos para sostenerme, me vi obligada a usar los que tenía para sostenerle. La desgracia que había atraído sobre él aumentaba mi cariño y hubiese sufrido con júbilo cualquier castigo que él no debiese compartir. Mojé abundantemente con mis lágrimas la cara del atemorizado joven que estaba sentado, por no tener fuerzas para mantenerse en pie, frío y sin vida como una estatua.

Finalmente, el señor H... volvió a entrar e hizo que nos presentásemos ante él en el comedor, temblando y temerosos del desenlace. El señor H... se sentó en una silla mientras nosotros nos quedamos de pie, como criminales, y comenzando por mí me preguntó en tono firme, ni dulce ni severo pero cruelmente indiferente, qué podía alegar en mi defensa por haber abusado de él de manera tan baja, con su propio sirviente y qué había hecho él para merecer este trato.

Sin añadir a mi infidelidad la culpa de intentar defenderla, en el estilo habitual de la mantenida, mi respuesta fue modesta, e interrumpida frecuentemente por mis sollozos. En sustancia, dije lo que sigue: que nunca había pensado en engañarle (lo que era cierto) hasta que lo había visto tomarse las últimas libertades con la ramera de mi doncella (aquí se sonrojó prodigiosamente); y que mi resentimiento ante esto, sumado a que no me había atrevido a vocear mis quejas o pedirle explicaciones, me había llevado por un camino que no pretendía justificar; que el joven no tenía ninguna culpa, porque con la intención de hacer de él un instrumento de mi venganza, lo había seducido para que hiciera lo que había hecho y por tanto, esperaba que, decidiera lo que decidiera sobre mí, supiera distinguir entre el culpable y el inocente, y que, por otra parte, estaba enteramente a su merced.

Al oír mis palabras, el señor H... bajó un poco la cabeza, pero recuperándose instantáneamente me dijo, según recuerdo, el siguiente discurso:

—Señora, me avergüenzo de mí mismo y debo confesar que habéis dado un nuevo giro a la situación. No discutiré las enormes diferencias de las provocaciones con una persona de vuestro origen y sentimientos; alcanzará con que os conceda tanta razón como para modificar mis resoluciones, en consideración a lo que me reprocháis; reconozco también que al disculpar a este truhán os mostráis justa y honesta. No puedo renovar mi relación con vos; la afrenta es demasiado indecorosa. Os daré una semana para abandonar esta casa; lo que os he dado podéis quedároslo y como no pienso volver a veros nunca más, el dueño de casa os pagará cincuenta monedas por cuenta mía; con eso y todas vuestras deudas saldadas, espero que convendréis que no os dejo en peores condiciones de las que estabais cuando os encontré o de las que merecéis. Si no son mejores, la culpa es sólo vuestra.

Luego, sin darme tiempo a replicar, se dirigió al muchacho:

—En cuanto a ti, galán, por consideración a tu padre, me cuidaré de ti; la ciudad no es lugar para un tonto tan grande como eres y mañana te marcharás, acompañado por uno de mis hombres que recomendará a tu padre de parte mía que no te deje volver para terminar de estropearte.

Con estas palabras se retiró después de que yo intentara en vano detenerle, arrojándome a sus pies. Me obligó a soltarlo, aunque parecía muy conmovido y se llevó a Will, quien, me atrevería a jurarlo, pensaba que había tenido mucha suerte.

Nuevamente yo iba a la deriva y había sido abandonada por un caballero al que ciertamente no había merecido. Y todas las cartas, las artes, los amigos y las súplicas que utilicé durante la semana de gracia, no lograron siquiera que volviera a verme. Había firmado una sentencia irrevocable y yo sólo podía someterme a ella. Poco después desposó a una dama de alcurnia y fortuna; y he oído que es un marido irreprochable.

En cuanto al pobre Will, fue enviado inmediatamente al campo con su padre, que era un granjero acomodado; no pasaron más de cuatro meses antes de que la rolliza viuda de un posadero, muy bien dotada en dinero y comercio, seducida y quizás con conocimiento previo de sus excelencias secretas, se casara con él. Estoy segura de que tenían por lo menos una buena razón para ser felices juntos.

Aunque me hubiera encantado verle antes de que se marchara, las disposiciones que se tomaron por orden del señor H... lo hicieron imposible; de otro modo, seguramente me hubiese esforzado por retenerle en la ciudad y no hubiese ahorrado esfuerzos ni gastos para procurarme la satisfacción de conservarle a mi lado. Tenía un dominio tal sobre mis inclinaciones que no era fácil olvidarle o reemplazarle, aunque mi corazón estaba fuera de la cuestión; de todos modos me alegré con toda mi alma de que nada peor y, tal como sucedieron las cosas, nada mejor, le hubiese sucedido.

En cuanto al señor H..., aunque mis conveniencias hicieron, al principio, que me esforzara por volver a ganar su afecto, yo era tan atolondrada e imprevisora como para reconciliarme con mi fracaso más fácilmente de lo debido; como nunca lo había amado y su partida me proporcionó una libertad que había deseado con mucha frecuencia, pronto me consolé y haciéndome la ilusión de que las posesiones en materia de juventud y belleza que iba a ofrecer en el mercado difícilmente dejarían de procurarme una renta, contemplé mi necesidad de probar fortuna con ellas más con placer y alegría que con abatimiento.

Mientras tanto, algunas de mis relaciones dentro de la hermandad, que pronto se habían enterado de mi desgracia, acudieron en tropel a insultarme con sus maliciosos consuelos. La mayoría de ellas había envidiado durante mucho tiempo la riqueza y el esplendor con que yo era mantenida y aunque escasamente alguna de ellas no hubiese merecido estar en mi caso y probablemente, antes o después, se encontraría en él, igualmente era fácil descubrir en su afectada piedad el secreto placer al verme en desgracia y abandonada y la secreta pena de que las cosas no hubiesen sido aún peores. Inexplicable malignidad del corazón humano que, por cierto, no está limitada a quienes llevan esta clase de vida.

Como se acercaba el momento de tomar alguna resolución acerca de mi futuro y yo estaba deliberando sobre un nuevo sitio donde establecer mi cuartel general, la señora Cole, una mujer de edad madura y muy discreta que me había sido presentada por una de las señoritas que me visitaban, al saber de mi situación, vino a ofrecerme sus cordiales consejos y sus servicios; como siempre me había parecido más simpática que cualquiera de mis relaciones femeninas, escuché más fácilmente sus proposiciones. Y, según sucedió todo, no podía haberme puesto en peores, o en mejores, manos en todo Londres: en peores porque manteniendo una casa de conveniencia no habría extremos de lascivia que no me aconsejara, para satisfacer a sus clientes, ni programas de placer o hasta de libertinaje desenfrenado que no se complaciera en promover; mejores, porque nadie tenía más experiencia de la zona malvada de la ciudad, ni estaba mejor dotada para advertir o preservar a una chica contra los peores peligros de nuestra profesión. Además, y eso era raro en las de su clase, se contentaba con unas ganancias moderadas, nacidas de su industria y sus buenos oficios y no tenía nada de avarienta. En realidad era una dama por nacimiento y educación, que merced a una serie de accidentes se había visto reducida a este rumbo que seguía en parte por necesidad y en parte por afición; nunca una mujer se había deleitado más en fomentar el comercio por el comercio mismo, ni había entendido mejor todos sus misterios y refinamientos; de modo que se situaba en el más alto rango de su profesión y trataba sólo con clientes de calidad, para contentar cuyas demandas mantenía a un buen número de sus «hijas» en constante servicio. Ese era el nombre que daba a aquellas cuya juventud y encantos recomendaba la adopción, varias de las cuales, gracias a su ayuda y a sus cuidados e instrucciones, tuvieron mucho éxito en el mundo.

Esta útil dama, en cuya protección me había refugiado, tenía sus razones de Estado y, respetando al señor H..., no quiso aparecer en la transacción; envió a una amiga suya en el día fijado para mi mudanza para que me condujera a mi nuevo alojamiento, en casa de un fabricante de cepillos en la calle R... de Covent Garden, situada al lado de su casa, donde no tenía lugar para alojarme; alojamiento que por haber sido utilizado sucesivamente por damas de placer, habían familiarizado al dueño con sus costumbres; siempre que se pagara puntualmente el alquiler, todo lo demás era tan fácil y cómodo como una pudiera desear.

Llevando las cincuenta guineas que me había prometido el señor H... al despedirse de mí y con todos mis vestidos y muebles embalados, que valían por lo menos doscientas libras, los entregué a un cochero al que pronto seguí, después de despedirme correctamente del dueño de la casa y su familia, con quienes nunca había vivido en un grado de familiaridad que me hiciera lamentar la mudanza; pero el mero hecho de que fuera una mudanza me arrancó algunas lágrimas. También dejé una carta de agradecimiento para el señor H... de quien concluí que estaba, por cierto, definitivamente separada.

A mi doncella la había despedido el día anterior, no sólo porque me la había proporcionado el señor H... sino porque sospechaba que, de algún modo, ella había sido la causa de que yo fuera descubierta, quizás como venganza porque yo no le había confiado mi secreto.

Pronto llegamos a mi nuevo alojamiento, que si bien no estaba tan bien amueblado ni era tan esplendoroso como el que había dejado, era igualmente cómodo y a la mitad de precio, aunque en el primer piso. Mis baúles fueron subidos e instalados en mi apartamento, donde mi vecina y nueva gobernanta, la señora Cole, estaba lista para recibirme en compañía de mi casero, ante quien se cuidó de pintarme con los colores más favorables; o sea, como a una persona de quien se podía esperar que pagara el alquiler con regularidad; todas las virtudes cardinales atribuidas a mí no hubiesen tenido ni la mitad del peso de esa recomendación.

Ahora estaba instalada en un alojamiento propio, abandonada a mi propia conducta y libre en la ciudad para hundirme o nadar, según pudiera, en la corriente; las consecuencias, junto con el número de aventuras que me acaecieron en el ejercicio de mi nueva profesión, serán la materia de otra carta, porque, seguramente, ya es hora de poner punto final a ésta.

Quedo de vos, humilde servidora, etc., etc., etc.

FIN DE LA PRIMERA CARTA