CAPÍTULO 10
BAJO LA MURALLA DE ORO

Me quedé un momento junto al estanque tratando de pensar qué podía hacer. Estaba aturdido por el golpe y también por mi acción. Con un golpe prácticamente idéntico al que acabó con mi rival en los Juegos había dejado fuera de combate a un Amo. Ya estaba hecho y me parecía increíble. Me quedé mirando la enorme figura caída con sentimientos confusamente encontrados. El asombro y el orgullo se entremezclaban con el temor; aun no teniendo Placa resultaba imposible no sentir temor ante el poder de estas criaturas, ante su tamaño y fortaleza. ¿Cómo me había atrevido yo, un simple humano, a golpear a una de ellas, aunque fuera en defensa propia?

Sin embargo, estos sentimientos se esfumaron, dando paso a un temor más concreto y práctico. Había obrado impulsivamente, forzado por la difícil situación en que me encontraba. Ahora mi situación era casi igual de apremiante. Al atacar a un Amo me había descubierto sin remedio. Tenía que decidir qué hacer a continuación, y tenía que decidirlo rápidamente. Estaba inconsciente, pero… ¿durante cuánto tiempo? Y cuando se recuperara…

Mi instinto me decía que huyera, que me fuera lo más lejos posible de aquel lugar, lo más rápidamente posible. Pero me daba cuenta de que actuar así no era más que sustituir una pequeña trampa por otra mayor. Estaba en un lugar donde no podía sobrevivir mucho tiempo sin entrar en un refugio o en una comunal (donde los demás esclavos, una vez alertados, estarían al acecho del malvado que había osado alzar su mano contra los semidioses).

Recorrí la habitación con la mirada. No se movía nada, exceptuando las chispas que se elevaban una a una en la pequeña pirámide transparente que empleaban los Amos para medir el tiempo. No se había movido. Volví a recordar lo que me había dicho: los Amos podían quedar malheridos si se les golpeaba en aquel punto. Podían incluso morir. ¿Sería posible? Seguro que no. Pero no se había movido; sus tentáculos yacían inertes en el suelo.

Tenía que averiguar la verdad, lo cual implicaba examinarle. Al igual que ocurre con los hombres, en determinados lugares había venas superficiales y, pese a la dureza abrasiva de la piel, se podía percibir el pulso lento y pesado de la sangre. Tenía que comprobarlo. Pero, ante la idea de acercarme a él, el miedo se volvió a adueñar de mí, redoblado. Una vez más quise salir corriendo, huir de la pirámide mientras la salida siguiera estando franca. Me temblaban las piernas. Durante un momento me resultó imposible moverme. Después me obligué a avanzar, de mala gana, hasta donde se encontraba mi Amo.

Lo que tenía más cerca era la punta de un tentáculo. Me agaché, atemorizado; lo toqué, me estremecí y retrocedí; entonces, haciendo un gran esfuerzo, lo levanté. Estaba inerte y cayó fláccidamente cuando lo solté de nuevo. Me acerqué más, me arrodillé junto al cuerpo y tanteé en busca de la vena que tienen junto a la base del tentáculo, entre éste y el ojo central. Nada; hice presión una y otra vez, venciendo el asco. No había pulso ninguno.

Me levanté y me alejé de él. Lo increíble era más increíble aún. Había matado a un Amo.

Fritz dijo:

—¿Estás completamente seguro?

Hice un gesto afirmativo con la cabeza.

—Totalmente.

—Cuando duermen parece que están muertos.

—Pero les sigue latiendo el pulso. Me fijé una vez que se quedó dormido en el jardín de agua. Está muerto, seguro.

Nos encontrábamos en la zona comunal de su pirámide. Me había metido a hurtadillas en la casa de su Amo, después traje su atención sin que éste me viera y le susurré que teníamos que hablar urgentemente. Bajó un noveno más tarde. Supuso que habría ocurrido algo importante porque ninguno de los dos habíamos intentado nunca establecer contacto de ese modo. Pero la verdad lo dejó desconcertado, como antes me dejara desconcertado a mí. Después de que le asegurara que el Amo estaba efectivamente muerto, se quedó callado.

Yo dije:

—Tendré que buscar una forma de salir. Se me ocurrió intentarlo por la Sala de los Trípodes, aunque es muy difícil. Pero pensé que era mejor decírtelo antes.

—Sí —se cruzó de brazos—. Por la Sala de los Trípodes no se puede. Por donde hay más posibilidades es por el río.

—Pero no sabemos por dónde sale.

—Podemos buscarlo. Aunque nos hará falta tiempo. ¿Cuándo le echarán de menos?

—Cuando tenga que volver a su puesto.

—¿Eso cuándo es?

—Mañana, en el segundo período.

Estábamos a media tarde. Fritz dijo:

—Disponemos de la noche. En todo caso, es el mejor momento para indagar en una zona donde no debería haber esclavos. Pero primero tenemos que hacer otra cosa.

—¿De qué se trata?

—No deben descubrir que alguien que lleva Placa es capaz de desafiar a los Amos, de golpear y matar a uno.

—Ahora que ya lo he hecho es un poco tarde. No sé cómo íbamos a deshacernos del cuerpo, y aunque lo hiciéramos, lo echarían de menos.

—Podríamos hacer que pareciera un accidente.

—¿Tú crees?

—Tenemos que intentarlo. Él te dijo que un golpe ahí podía ser mortal, de modo que seguramente ha sucedido antes, aunque no como consecuencia de una agresión. Creo que deberíamos ir allí enseguida y ver qué podemos hacer. He dejado pendiente un recado que me servirá de excusa. Pero es mejor que no vayamos juntos. Ve tú primero y yo iré dentro de unos minutos.

Asentí:

—Vale.

De vuelta, crucé la Ciudad apresuradamente, pero cuando llegué a mi pirámide vi que mi paso era vacilante y me quedé unos segundos parado en el pasillo exterior, tratando de darme ánimos para apretar el botón que abría la puerta. Tal vez me hubiera equivocado. Tal vez su pulso fuera muy débil, yo no lo hubiera detectado y a estas alturas ya se hubiera recobrado. O tal vez lo hubiera encontrado otro Amo. Era cierto que llevaba una vida solitaria, pero algunas veces se visitaban. Pudiera haber ocurrido así, por mala suerte. Sentí fuertes impulsos de salir corriendo. Creo que fue el saber que Fritz vendría después lo que me dio fuerzas para entrar.

Y no había cambiado nada. Allí yacía, inmóvil, en silencio, muerto. Lo miré fijamente, nuevamente perplejo de ver lo que había sucedido. Aún seguía mirándole cuando oí los pasos de Fritz, que venía.

Él también sintió temor al verlo, pero se recobró enseguida. Dijo:

—Creo que tengo un plan. ¿No me dijiste que utilizaba burbujas de gas?

—Sí.

—Me he fijado en que mi Amo se muestra confuso cuando toma muchas, tanto en sus movimientos como mentalmente. Una vez resbaló y cayó en el jardín de agua. Si pudiera parecer que eso es lo que le pasó al tuyo…

Dije yo:

—Está muy lejos de la piscina.

—Tenemos que arrastrarlo hasta allí.

Dije, dubitativo:

—¿Podremos? Debe de pesar muchísimo.

—Podemos intentarlo.

Lo arrastramos tirando de los tentáculos. El tacto era repugnante, pero se me olvidó con el esfuerzo de intentar moverlo. Al principio parecía que estaba pegado al suelo y pensé que deberíamos abandonar la idea. Pero Fritz, que en aquella época estaba mucho más débil que yo, luchaba contra aquel peso con su cuerpo enflaquecido, lo cual me hizo sentirme avergonzado y tirar con más fuerza. Se movió un poco, y luego más. Lentamente, jadeando y sudando aún más que de costumbre, parándonos muchas veces, lo arrastramos por la habitación hasta el estanque.

Para completar nuestra labor tuvimos que meternos nosotros también en el estanque. El agua estaba muy caliente, casi no se podía soportar, y en el fondo nuestros pies tocaban un cieno repugnante. El agua nos llegaba por el cinturón que ajustaba las mascarillas. Nos abrimos paso apartando unas plantas que parecían de goma; algunas se nos quedaban enredadas. Después tuvimos que tirar con fuerza de los tentáculos, sincronizando los tirones, arrastrando el cuerpo de costado, dando bruscas sacudidas. Hasta que alcanzamos el punto de equilibrio y medio se derrumbó, medio se deslizó hacia nosotros, rodando hasta el agua como si fuera un pesado tronco.

Salimos y nos quedamos mirándole. El Amo flotaba sobre el agua humeante, tres cuartas partes sumergido, con un ojo apuntando, ciego, hacia arriba. Casi ocupaba toda la anchura del estanque.

Estaba demasiado agotado para pensar. Hubiera podido dejarme caer al suelo y quedarme allí. Pero Fritz dijo:

—Las burbujas de gas.

Abrimos media docena, las apretamos para liberar la neblina parda y las esparcimos en torno al borde del estanque, como habría hecho el Amo después de usarlas. Fritz pensó incluso en volver a meterse en el estanque y dejarle una burbuja adherida. Después fuimos juntos al refugio, nos quitamos las mascarillas, nos lavamos y nos secamos. Necesitaba descansar e insté a Fritz para que hiciera lo mismo, pero dijo que él tenía que volver. Era más importante que nunca no correr riesgos innecesarios. Se nos echaba la noche encima; afuera estarían encendiendo los faroles de luz verde. Regresaría ahora. Cuando yo estuviera preparado debía seguirle y aguardarle en la zona comunal de su pirámide. Él bajaría cuando se acostara su Amo y juntos iríamos a buscar el río.

Cuando se fue, me tumbé un rato, pero me daba miedo quedarme dormido (y quizá encontrarme al despertar con que había otro Amo y con que se había descubierto la muerte). De modo que me levanté e hice los preparativos. Arranqué las páginas del libro donde había tomado mis notas, las guardé en un recipiente vacío y me deshice del resto del libro introduciéndolo en el compartimiento donde se destruían los desperdicios. Cerré el envase y lo metí en la mascarilla antes de ponérmela.

Entonces me asaltó una idea, cogí otros dos envases pequeños y salí del refugio. Uno lo llené con agua del estanque y dejé que el otro se llenara con el aire de los Amos, cerrando los dos. Después volví al refugio y los introduje también en la mascarilla, donde quedaron descansando sobre mi clavícula. Tal vez fueran de utilidad para Julius y los demás.

Todo ello, por supuesto, en el caso de que saliéramos de la Ciudad. Procuré no pensar en las escasas posibilidades que teníamos.

Tuve que esperar a Fritz mucho tiempo, y cuando llegó vi que tenía señales recientes en la espalda y en los brazos. Dijo que sí, que le habían pegado por llegar tarde del recado. Parecía cansado y enfermo. Sugerí que se quedara a descansar mientras yo me iba solo a localizar el río, pero no quiso ni oír hablar de aquello. Yo me orientaba muy mal dentro de la Ciudad y lo único que iba a hacer era dar vueltas en círculo. Esto era completamente cierto: había tardado mucho en aprender a moverme por aquel laberinto, y sólo para ir a ciertos lugares que me eran familiares.

Dijo él:

—¿Has comido últimamente, Will?

Negué con la cabeza:

—No tenía hambre.

—Pero tienes que comer de todos modos. He bajado comida. Además, bebe todo lo que puedas y tómate una barra de sal. Cámbiate las esponjas de la mascarilla antes de que salgamos. No sabemos cuánto tiempo pasará antes de que podamos volver a respirar un aire en condiciones.

Todo esto era cierto y yo no había caído en ello. Estábamos solos en la zona comunal. Engullí la comida que me dio, deshice una barra de sal y me la comí. Bebí agua hasta que me pareció que iba a reventar. Después cambié las esponjas de la mascarilla y me la puse. Dije:

—Supongo que no podemos desperdiciar tiempo.

—No, —su voz me llegaba amortiguada a través de la máscara—. Es mejor que nos vayamos inmediatamente.

Fuera estaba oscuro, exceptuando los lugares donde los faroles formaban pequeños círculos de luminiscencia verde; pensé que parecían luciérnagas gigantescas. El calor no había disminuido, por supuesto. Jamás disminuía. Casi inmediatamente empezó a acumularse sudor en el interior de mi mascarilla. Seguimos avanzando, con aquel paso bamboleante que empleaban los esclavos como mejor manera de contrarrestar la gravedad que soportaban sus miembros. El sector por el que Fritz pensaba que tal vez saliera el río quedaba lejos. En vehículo habríamos llegado rápidamente, pero era inconcebible que unos esclavos viajaran en vehículo a menos que les acompañara un Amo. Teníamos que ir caminando penosamente.

Había pocos Amos y no vimos a ningún esclavo. Fritz sugirió que nos separásemos; él iba delante de mí, justamente en el límite que alcanzaba mi vista. Era posible justificar que un esclavo saliera de noche, pues podía estar haciendo algún recado para un Amo que aún tuviera algo que hacer; dos juntos resultaría raro. Me hice cargo de ello, aunque no me hacía gracia el aislamiento y me costaba no perderle al tiempo que mantenía la distancia. Íbamos de una zona iluminada a otra y había un tramo intermedio en el que se avanzaba por entre una oscuridad casi total, pues del siguiente farol no se veía más que un tenue resplandor verde a lo lejos. Suponía un esfuerzo para los ojos y para la mente al mismo tiempo, sobre todo en el papel de retaguardia que me había tocado.

La presencia de un Amo se detectaba con cierta antelación. Con los tres pies simétricamente desplegados producían un ruido característico, seco y monótono, sobre el suelo liso y duro. Al pasar bajo un farol lo oí detrás de mí. Y cada vez más fuerte, pues se movía con más rapidez que nosotros. Pensé que podría llegar a mi altura en el tramo oscuro y quise escabullirme. Pero no había ninguna bocacalle por allí y podía levantar sospechas. Y además podía perder el contacto con Fritz. Seguí adelante y me vinieron a la memoria unos versos que encontré en un libro viejo, en casa:

Como al que por un sendero desolado

De su mano el miedo lleva.

Una sola vez se ha vuelto, una ha mirado, Ya no vuelve la cabeza:

Ahora sabe que un terrorífico demonio

Va siguiéndole de cerca.

Yo no me volví, pero tampoco era necesario, pues sabía muy bien qué tenía detrás. Nos encontrábamos en una parte de la ciudad que me era enteramente desconocida y súbitamente caí en la cuenta de que si me preguntaban no sabría qué responder. Traté de pensar una respuesta, pero tenía la mente en blanco.

Llegué al tramo oscuro; detrás de mí seguía aquel ruido. Pensé que ya debiera haberme dado alcance y llegué al terrible convencimiento de que había aminorado el paso deliberadamente, de que estaba examinándome y se disponía a abordarme. Seguí, esperando que en cualquier momento resonara por detrás la voz del Amo; tal vez me asiera con un tentáculo y me levantara en vilo. Apenas veía la figura de Fritz, que ya se perdía en la oscuridad, después de haber rebasado la siguiente luz. Luz que yo tenía cada vez más cerca. Quise forzar los músculos para iniciar una lenta carrera; sin embargo, no sé cómo, me mantuve fiel a mi resolución inicial. Ya tenía encima aquellas pisadas huecas; me parecía que se oían con más fuerza que nunca. Me rebasaron y sentí que me desplomaba, abandonándome a la debilidad del alivio.

Pero la cosa no quedaba ahí. Fritz ya se había desvanecido en el siguiente tramo oscuro, y a continuación lo hizo el Amo. Yo fui en pos de ellos. La luz se disipó, quedando solamente un fulgor lejano. Después se hizo más nítida. Veía el globo luminoso, suspendido de un largo brazo curvo. E inmediatamente después del mismo…

El Amo estaba allí, y Fritz también. Estaban parados; la alta silueta del Amo se inclinaba sobre Fritz. Oí el lejano sonido de una conversación.

Quise pararme, volver a perderme en las sombras, pero así podía llamar su atención. Tenía que seguir adelante, pasara lo que pasara. Y retirarme significaría abandonar a Fritz. Seguí. Si él se encontraba en un apuro… No iba a presentárseme la oportunidad de engañarle y darle otro puñetazo como el que acabó con la vida de mi Amo. Me vi temblando, al mismo tiempo temeroso y decidido. Después tuve una segunda sensación de alivio: vi que el Amo seguía su camino y a continuación, más lentamente, Fritz.

Me aguardó oculto entre las sombras. Yo dije:

—¿Qué ha pasado? ¿Qué quería saber?

Fritz hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Nada. Me tomó por el esclavo de un conocido suyo. Creo que tenía que decirle algo. Pero como yo no era el que buscaba, siguió adelante.

Respiré hondo el aire de la mascarilla.

—Creí que todo había terminado.

—Y yo también.

En medio de la oscuridad no me era posible verle, pero advertí que le temblaba la voz. Dije:

—¿Quieres descansar?

—No. Seguiremos adelante.

Una hora más tarde descansamos. En un espacio abierto encontramos un jardín triangular de grandes dimensiones; en uno de los lados había una especie de sauces llorones, sólo que a gran escala, cuyas ramas caían hasta el suelo junto al estanque. Ocultos tras ellas no podía vernos nadie que pasara por allí. Aunque en realidad ya hacía algún tiempo que no veíamos a nadie por las calles y rampas, y tampoco había rastro de ningún Amo ni dentro del estanque ni en los alrededores. Nos tumbamos bajo las frondas viscosas, que, pese a que en la Ciudad no existían los vientos ni las brisas, de vez en cuando nos rozaban levemente. El suelo seguía tirando de nosotros, pero era una delicia no tener que esforzarnos para contrarrestarlo, quedarnos allí, echados, sin movernos. Me hubiera gustado retirar el sudor acumulado en la máscara, pero incluso aquella incomodidad no era más que una molestia menor.

Dije:

—¿Has estado antes en esta parte de la Ciudad, Fritz?

—Sólo una vez. No estamos lejos de los límites.

—¿Frente a la entrada del río?

—Más o menos frente a ella.

—Entonces cuando encontremos la Muralla podremos empezar a buscar el desagüe.

—Sí. Desde luego, en adelante tendremos que andarnos con más cuidado. No es hora de estar haciendo recados, y estamos llegando a la zona donde viven los Amos que no tienen esclavos. Hemos de ser más precavidos.

—Tampoco parece que ellos salgan de noche.

—No. Es una suerte. Pero no podemos estar completamente seguros. ¿Tienes sed?

—Un poco. No mucha.

—Yo sí. Aunque de nada sirve pensarlo. Puesto que no hay esclavos en esta parte de la Ciudad, no habrá zonas comunales, —se puso lentamente en pie—. Creo que es mejor que sigamos.

Durante la búsqueda vimos cosas raras. Una era un gran hueco, un triángulo de cien yardas de lado, muy profundo; en el fondo brillaba una luz verde sobre un líquido viscoso e hirviente en cuyo seno se formaban lentamente burbujas que estallaban. En otro lugar había una complicada estructura a base de varas metálicas y pasarelas que ascendían, perdiéndose en la oscuridad de la noche, y que al parecer apuntaban hacia unas luces situadas muy por encima de nuestras cabezas. Una vez, al volver una esquina, Fritz, que iba delante de mí, se detuvo, pero me hizo señas para que me acercara. Así lo hice, con sigilo, y juntos contemplamos la escena. Era un pequeño jardín de agua en el que sólo había unas pocas plantas de escasa altura. Dentro había dos Amos; uno era el que habíamos visto venir hacia este sector. Estaban enzarzados en lo que parecía un combate normal, con los tentáculos entrelazados, forcejeando; su lucha y sus movimientos agitaban las aguas. Nos quedamos mirando unos momentos, y después, sin entender nada, nos volvimos en silencio y fuimos por otro camino.

A su debido tiempo llegamos a la Muralla. Bajamos por una rampa situada entre dos pirámides pequeñas y nos encontramos frente a ella. Se extendía a derecha e izquierda, dorada incluso bajo el verde mortecino de los faroles; en la lejanía se perdía su leve curvatura cóncava. Tenía la superficie lisa y dura, sin fisuras; no ofrecía ni un solo punto de apoyo, y hasta donde alcanzaba la vista, tanto por arriba como por los lados, no se apreciaba ninguna modificación. Contemplarla resultaba desalentador.

Dije:

—¿Crees que estamos cerca de donde debiera encontrarse el río?

A la luz del farol vi cómo subían y bajaban las costillas de Fritz. Yo estaba agotado, pero él lo estaba mucho más. Dijo:

—Tendríamos que estarlo. Pero es un río subterráneo.

—¿Habrá algún modo de bajar?

—Esperemos que sí.

Miré aquella pared sin accidentes.

—¿En qué dirección vamos?

—Da igual. Por la izquierda. ¿Tú oyes algo?

—¿Cómo qué?

—Ruido de agua.

Escuché atentamente.

—No.

—Ni yo tampoco, —sacudió la cabeza, como si quisiera despabilarse—. Por la izquierda mismo.

Poco después comenzó a acuciarme la sed. Intenté deshacerme de aquel pensamiento, pero se volvía a adueñar de mí a cada momento. Después de todo, estábamos buscando agua. Me la imaginé: fría, cristalina, como los arroyos que bajaban de las Montañas Blancas. Era una imagen que me atormentaba, pero no me la podía quitar de la cabeza.

Siempre que encontrábamos una rampa descendente investigábamos. Íbamos a parar a misteriosos laberintos; en algunos se amontonaban cajas, bidones, esferas de metal; en otros había máquinas que despedían ruidos, zumbidos y, a veces, chispas. En la mayoría no había nadie, pero en unos pocos lugares se veían dos o tres Amos que manipulaban unos paneles llenos de agujeros y botones. Caminábamos en silencio, cautelosamente, y no nos vieron. En una gran caverna se fabricaban burbujas de humo. Salían de las fauces de una máquina, bajaban por un canal en forma de uve y caían al interior de unas cajas que cuando estaban llenas se cerraban solas y se alejaban automáticamente. En un lugar todavía mayor estaban fabricando comida y reconocí por el color y la forma de las bolsas que era de una clase que a mi Amo le gusta mucho. Le gustaba, me corregí. Aquella idea me hizo sentir un acceso de pánico. ¿Habrían encontrado el cuerpo? ¿Estarían ya buscando el esclavo desaparecido?

Cuando subíamos por una rampa, camino de la superficie, Fritz dijo:

—Creo que hemos debido equivocarnos al escoger la izquierda. Ya hemos andado mucho. Tenemos que volver y probar en la otra dirección.

—Antes un descanso.

Sólo unos minutos, —en su voz había desaliento—. No tenemos mucho tiempo.

Así que regresamos penosamente por donde habíamos venido, deteniéndonos de vez en cuando por si oíamos el ruido de máquinas. Llegamos al punto en que nos habíamos encontrado la Muralla y, trabajosamente, seguimos. Me di cuenta de que algo había cambiado, y al levantar la mirada, vi que a nuestra espalda la oscuridad se teñía tenuemente de verde. La noche finalizaba. Despuntaba la aurora y no estábamos más cerca de encontrar una salida, ni más cerca de aquel río esquivo.

El día aclaraba. La sed era más intensa que el hambre, pero la debilidad física parecía a veces superar a ambas. Apagaron los globos verdes. Vimos de lejos a un Amo por la calle y nos escondimos tras el borde de un jardín de agua hasta que se fue. Un cuarto de hora después tuvimos que eludir a otros dos. Yo dije:

—Dentro de poco las calles estarán atestadas. Tendremos que dejarlo hasta esta noche, Fritz, y regresar a un lugar donde podamos quitarnos las mascarillas, comer y beber.

—Dentro de unas horas le encontrarán.

—Ya lo sé. ¿Pero qué otra cosa podemos hacer?

Hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Yo tengo que descansar.

Se tumbó y yo me agaché dispuesto a echarme a su lado. Estaba mareado por la debilidad, y la sed me desgarraba la garganta como un animal furioso. Fritz parecía encontrarse en peores condiciones incluso. De todos modos, no debíamos quedarnos allí. Le dije que debíamos levantarnos y él no contestó. Me puse de rodillas y le tiré del brazo. Entonces él dijo, con la voz súbitamente encendida por la excitación:

—Creo que… Escucha.

Escuché y no oí nada. Así se lo dije. Él me contestó.

—Túmbate y aplica el oído al suelo. El sonido llega mejor así. ¡Escucha!

Así lo hice, y al cabo de un momento lo oí: un ruido débil y apresurado que podía ser el murmullo lejano de unas aguas tumultuosas. Apreté la oreja contra la superficie de la carretera, haciéndome daño en la cara con la mascarilla. Estaba allí, sin duda, un torrente subterráneo. Aquel ruido era un suplicio que agudizaba aún más la sed, pero sentía que también podía pasar aquello por alto. Por fin habíamos encontrado el río. Es decir, sabíamos aproximadamente dónde estaba. Encontrarlo de hecho podía llevar algo más de tiempo.

Exploramos sistemáticamente todas las rampas descendentes de la zona, comprobando si se oía algo a través del suelo. Unas veces el ruido era más fuerte, otras más débil. Una vez lo perdimos del todo y tuvimos que retroceder para proseguir la búsqueda. Había avenidas engañosas que se mostraban prometedoras, pero que resultaban infructuosas y llevaban a callejones sin salida. Teníamos que esquivar cada vez más Amos, u ocultarnos hasta que hubieran pasado. Una rampa de aspecto prometedor llevaba hasta una sala enorme donde había veinte hombres o más haciendo algo delante de unos bancos: bien pudiera ser que el río se encontrara al fondo, pero no nos atrevimos a cruzar. Y el tiempo pasaba; en la superficie estábamos en pleno día. Entonces, de un modo totalmente inesperado, topamos con él.

Había una rampa muy empinada, por la que fuimos resbalando, corriendo el riesgo de caernos; tras un tramo recto volvía a descender, formando una espiral. Fritz me agarró el brazo y señaló. Más adelante había una caverna de techo puntiagudo en cuyo interior se encontraban montones de cajas que alcanzaban la altura de un hombre. Al fondo, sólo visible a la luz de los globos verdes que colgaban del techo a intervalos regulares, brotaba agua de un enorme agujero, formando un estanque de unos cincuenta pies de anchura.

—¿Lo ves? —preguntó Fritz—. La Muralla.

Era cierto. Al fondo de la caverna, al otro lado del estanque, se distinguía un destello oro mate; no había error posible, era la superficie interior de la barrera que rodeaba la Ciudad, sobre la cual descansaba la cúpula. Contra ella se estrellaba la espuma que se formaba en el estanque. El agua que brotaba era la que ya había circulado por la Ciudad, el desagüe de centenares de jardines de agua. Despedía vapor. Formaba la charca y después… tenía que salir por debajo de la Muralla: no cabía otra explicación.

Avanzamos por la caverna cautelosamente, entre montones de cajas, hasta que llegamos al borde de la charca. Vimos que en el agua había cosas que parecían redes verticales, y también vimos que el agua sólo despedía vapor por el lugar de entrada. Fritz bajó, acercándose más a la Muralla, y metió una mano.

—Aquí está bastante fresca. Las redes deben de retener el calor para que no lo pierda la Ciudad, —se quedó mirando las profundidades agitadas, verdosas como consecuencia de las luces que colgaban sobre ellas—. Will, deja que te lleve la corriente. Antes de que te vayas pondré cierre a los respiraderos de tu mascarilla. La mascarilla tiene aire suficiente para que respires durante cinco minutos: ya lo he comprobado.

Él llamaba «cierre» a una sustancia que los Amos utilizaban para taponar recipientes que se hubieran abierto. Era un líquido que se guardaba en un tubo pero se secaba y endurecía nada más salir.

Yo dije:

—Primero te lo pondré yo a ti.

—Pero si yo no voy.

Me quedé mirándole fijamente.

—No seas tonto. Tienes que venir.

—No. No deben sospechar nada.

—Pero sospecharán cuando descubran que me he ido.

—No lo creo. Tu Amo murió como consecuencia de una caída, un accidente. ¿Qué haría un esclavo ante una cosa así? Creo que muy probablemente iría al Lugar de la Liberación Feliz, porque para él ya no tendría sentido seguir viviendo.

Vi que era un argumento poderoso, pero dije, dubitativo:

—Podrían pensar eso, pero no podemos estar seguros.

—Podemos ayudarles a que lo piensen. Conozco a algunos esclavos de tu pirámide. Si le digo a alguno que te he visto y que me dijiste dónde pensabas ir…

También me hacía cargo de aquello. Fritz había calculado las cosas muy bien. Dije:

—Si te escaparas tú y yo regresara…

Dijo con paciencia:

—Sabes que no resultaría. Es tu Amo el que está muerto, no el mío…, eres tú el que debería ir al Lugar de la Liberación Feliz. Si vuelves, te interrogarán. Sería fatal.

—No me gusta, —dije.

—No importa lo que te guste, ni lo que me guste a mí. Uno de los dos tiene que irse, volver para contar a Julius y a los otros lo que hemos averiguado. Es más seguro que seas tú —me dio un apretón en el brazo—. Yo ya saldré. Ahora que ya sé dónde está el río, es fácil. Dentro de tres días, diré a los demás esclavos de mi pirámide que me encuentro demasiado enfermo para trabajar y que, por tanto, he optado por el Lugar de la Liberación Feliz. Me quitaré de en medio y por la noche vendré aquí.

Yo dije:

—Te esperaré fuera.

—Espera tres días, más no. Debes volver a las Montañas Blancas antes de que llegue el invierno. Y ahora tienes que darte prisa, —sonrió forzadamente—. Cuanto antes te sumerjas, antes podré volver y beber agua.

Extendió el cierre sobre los respiraderos de mi mascarilla, después de haberme indicado que respirara hondo. Al cabo de unos segundos hizo un gesto afirmativo con la cabeza, indicando que ya se había endurecido el cierre. Volvió a darme un apretón en el brazo y dijo: «Buena suerte». Se le oía más lejos, más amortiguado que de costumbre.

No me atreví a demorarme más. El nivel del agua estaba unos seis pies por debajo del muro de contención. Trepé a él y me sumergí, muy hondo, en las aguas turbulentas.