–¡Esta espera me resulta insoportable! Llevadme inmediatamente a Egipto.
–Tengo orden de garantizar vuestra seguridad; mientras dure esta sequía anormal, sería imprudente ponerse en camino.
–¿Por qué no interviene el faraón?
Una gota cayó en el hombro izquierdo de la princesa, la segunda se aplastó en su mano diestra. Merenptah y ella levantaron al mismo tiempo los ojos al cielo, cubierto de pronto de negras nubes. Zigzagueó un relámpago, seguido del estruendo de un trueno, y se inició una abundante lluvia. En pocos minutos descendió la temperatura.
El invierno, frío y lluvioso, de acuerdo con la ley de las estaciones, terminó con el estío y la sequía.
–He aquí la respuesta de Ramsés -dijo Merenptah.
La princesa hitita echó la cabeza atrás, abrió la boca y bebió glotonamente el agua del cielo.
–¡Partamos, partamos pronto!
Ameni iba y venía ante la puerta de la alcoba del rey. Sentado, con los brazos cruzados, huraño, Setaú miraba fijamente al frente. Kha leía un papiro mágico cuyas fórmulas salmodiaba interiormente. Por décima vez, por lo menos, Serramanna limpiaba su corta espada con un trapo empapado en aceite de linaza.
–¿A qué hora ha salido el faraón del templo de Set? – preguntó el sardo.
–Al amanecer -respondió Ameni.
–¿Ha hablado con alguien?
–No, no ha dicho una sola palabra -declaró Kha-. Se ha encerrado en su habitación, he llamado a la médico en jefe del reino y ha aceptado recibirla.
–¡Hace más de una hora que está examinándole! – protestó Setaú.
–Visibles o no, las quemaduras de Set son temibles -advirtió el sumo sacerdote-. Confiemos en la ciencia de Neferet.
–Le he proporcionado varios remedios para la salud del corazón -recordó Setaú.
Por fin se abrió la puerta.
Los cuatro hombres rodearon a Neferet.
–Ramsés está fuera de peligro -afirmó la médico en jefe del reino-; una jornada de reposo y el rey reanudará el curso normal de sus actividades. Abrigaos: el tiempo será fresco y húmedo.
La lluvia comenzaba a caer sobre Pi-Ramsés.
Unidos como hermanos bajo el mando de Merenptah, egipcios e hititas cruzaron Canaán, tomaron la ruta costera presidida por el Sinaí y entraron en el Delta. A cada alto se iniciaba la fiesta en los fortines; durante el viaje, varios soldados cambiaron sus armas por trompetas, flautas y tamboriles.
La princesa hitita devoró con la mirada los verdeantes paisajes, se admiró ante las palmeras, los fértiles campos, los canales de irrigación, los bosques de papiro. El mundo que iba descubriendo en nada se parecía a la ruda meseta anatolia de su juventud.
Cuando el cortejo llegó a la vista de Pi-Ramsés, las calles estaban llenas de gente; nadie podía decir como había corrido la noticia, pero todos sabían que la hija del emperador del Hatti iba a entrar muy pronto en la capital de Ramsés el Grande. Los ricos se mezclaban con los pobres, los notables se codeaban con los peones, la alegría ensanchaba los corazones.
–Es extraordinario -comentó Uri-Techup, situado en primera fila entre los espectadores-. Este faraón ha conseguido lo imposible.
–Ha dominado al dios Set y nos ha devuelto la lluvia -comentó la dama Tanit, deslumbrada también-. Sus poderes son infinitos.
–Ramsés es el agua y el aire para su pueblo -añadió un tallador de piedra-; su amor es parecido al pan que comemos y a las telas que nos visten. Es el padre y la madre de todo el país.
–Su mirada sondea los espíritus y hurga en las almas -añadió una sacerdotisa de la diosa Hator.
Uri-Techup estaba vencido. ¿Como luchar contra un faraón poseído por un poder sobrenatural? Ramsés dominaba los elementos, modificaba el tiempo en la propia Asia, reinaba sobre una cohorte de genios capaces de vencer a cualquier ejército. Y, como el hitita presentía, nada había podido oponerse al buen desarrollo del viaje de la hija del emperador. Cualquier ataque contra el convoy habría sido condenado al fracaso.
El antiguo general en jefe de los guerreros de Anatolia se sobrepuso. No iba a sucumbir, también él, a la magia de Ramsés. Su único objetivo era terminar con aquel hombre que había arruinado su carrera y reducido el orgulloso Hatti al estado de vasallo. Fueran cuales fuesen sus poderes, aquel faraón no dejaba de ser un humano, con sus debilidades y sus insuficiencias. Embriagado por sus victorias y su popularidad, Ramsés acabaría perdiendo la lucidez; el tiempo corría en su contra.
¡E iba a desposarse con una princesa hitita! Por sus venas corría la sangre de una nación indomable y ávida de revancha. Creyendo sellar la paz con esta unión, Ramsés cometía tal vez una grave equivocación.
–¡Aquí está! – gritó la dama Tanit, y su aclamación fue repetida por miles de entusiasmados pechos.
La princesa acababa de maquillarse en el interior de su carro. Se pintó los párpados con pigmento verde a base de silicato de cobre hidratado y trazó un óvalo negro alrededor de sus ojos, aplicando con un bastoncillo un maquillaje compuesto por sulfuro de plomo, plata y carbón vegetal. Contempló su obra en un espejo y quedó satisfecha. Su mano no había temblado.
Ayudada por Merenptah, la joven hitita bajó del carro.
Su belleza dejó pasmada a la muchedumbre. Vestida con una larga túnica verde que ponía de relieve su tez de nácar, la princesa tenía el porte de una reina.
De pronto, todas las cabezas se volvieron hacia la avenida principal de la ciudad, por donde ascendía el característico ruido formado por el galope de los caballos y el chirrido de las ruedas de un carro.
Ramsés el Grande salía al encuentro de su futura esposa.
Los dos caballos, jóvenes y fogosos, eran descendientes de la pareja que, junto con el león Matador, habían sido los únicos aliados del faraón en Kadesh, cuando sus soldados le habían abandonado frente a la marea hitita. Los dos soberbios corceles iban engalanados con un penacho de plumas rojas con el extremo azul; en el lomo, una manta de algodón, rojo, azul y verde. Las riendas estaban atadas a la cintura del monarca, que llevaba en la mano diestra el cetro de iluminación.
Chapado de oro, el carro avanzaba rápidamente, sin sobresaltos. Ramsés dirigía los caballos con la voz, sin que le fuera necesario alzar el tono. Tocado con la corona azul, que recordaba el origen celestial de la monarquía faraónica, el soberano parecía ir vestido de oro de la cabeza a los pies. Sí, el sol seguía su curso iluminando con sus rayos a sus súbditos. Cuando el carro se detuvo, a pocos metros de la princesa hitita, las nubes grises se desgarraron y el sol reinó como dueño absoluto de un cielo de nuevo azul. ¿No era Ramsés, el Hijo de la Luz, autor de ese nuevo milagro?
La muchacha mantuvo los ojos bajos. El rey advirtió que había optado por la sencillez. Un discreto collar de plata, pequeños brazaletes del mismo metal, un simple vestido… La ausencia de artificios ponía de manifiesto su soberbio cuerpo.
Kha se aproximó a Ramsés y le entregó un jarro de loza azul.
Ramsés ungió la frente de la princesa con óleo fino.
Ramsés tendió los brazos hacia la joven que, muy lentamente, puso sus manos en las del faraón. Ella, que nunca había conocido el miedo, estaba aterrorizada. Tras haber esperado tanto ese momento, en el que iba a desplegar todos sus encantos para seducirle, ahora temía desvanecerse como una niñita asustada. Se desprendía de Ramsés tal magnetismo que tuvo la impresión de tocar la carne de un dios y zambullirse en otro mundo, en el que no tenía punto de orientación alguno. Seducirle… La muchacha mesuraba ahora la vanidad de sus designios, pero era demasiado tarde para retroceder, aunque hubiese deseado huir y regresar al Hatti, lejos, muy lejos de Ramsés.
Con las manos prisioneras de las del rey, se atrevió a levantar los ojos y a mirarle.
A los cincuenta y seis años, Ramsés era un hombre magnífico de inigualable prestancia. Con la frente amplia, despejada, las arcadas superciliares sobresalientes, abundantes cejas, penetrantes los ojos, pómulos prominentes, la nariz larga, delgada y aguileña, las orejas redondas y finamente dibujadas, ancho el busto, era la unión soñada de la fuerza y el refinamiento.
Mat-Hor, la hitita convertida en egipcia, se enamoró de él inmediatamente con la violencia de las mujeres de su sangre.
Ramsés la invitó a subir a su carro.
–En el trigésimo cuarto año de mi reinado, la paz con el Hatti queda firmada para siempre -declaró el faraón con una voz sonora que llegó hasta el cielo-. Se depositarán estelas consagradas a este matrimonio en Karnak, Pi-Ramsés, Elefantina, Abu Simbel y en todos los santuarios de Nubia. Se celebrarán festejos en todas las ciudades y todas las aldeas, y se beberá el vino ofrecido por palacio. A partir de hoy, las fronteras entre Egipto y el Hatti quedan abiertas; que circulen libremente las personas y los bienes por el interior de un vasto espacio del que estarán ausentes la guerra y el odio.
Un formidable clamor acogió las palabras de Ramsés.
Presa, a su pesar, de la emoción, Uri-Techup unió su voz al regocijo.
La tripulación había bebido, deleitándose, un caldo excepcional del gran viñedo de Pi-Ramsés, que databa del año 22 del reinado, año memorable durante el que se había firmado el tratado de paz con el Hatti. De incomparable calidad, el vino había sido conservado en jarras de terracota rosada, de forma cónica y gollete recto cerrado por un tapón de arcilla y paja. En los flancos, flores de loto y una representación de Bes, el señor de la iniciación a los grandes misterios, personaje achaparrado de gran torso y piernas cortas, que sacaba la lengua roja para expresar la omnipotencia del Verbo.
Tras haber saboreado el aire vivificador que corría por el río, Ramsés entró en la cabina principal, Mat-Hor ya estaba despierta. Perfumada con jazmín, con los pechos desnudos y vestida tan solo con una falda muy corta, era la seducción en persona.
–El faraón es el señor del fulgor -dijo con voz suave-, la estrella fugaz seguida por surcos de fuego, el toro indomable de acerados cuernos, el cocodrilo en las aguas al que nadie puede acercarse, el alcohol que se apodera de su presa, el divino grifo al que nadie puede vencer, la tempestad que estalla, la llama que atraviesa las espesas tinieblas.
–Conoces bien nuestros textos tradicionales, Mat-Hor.
–La literatura egipcia es una de las disciplinas que he estudiado. Todo lo que se ha escrito sobre el faraón me apasiona, ¿no es acaso el hombre más poderoso del mundo?
–Entonces también debes saber que el faraón detesta el halago.
–Soy sincera; este es el instante más feliz de mi vida. He soñado con vos, Ramsés, mientras mi padre os combatía. Estaba convencida de que sólo el sol de Egipto me haría tan dichosa. Hoy sé que tenía razón.
La muchacha se acurrucó contra la pierna derecha de Ramsés y la abrazó con ternura.
–¿Se me prohíbe amar al señor de las Dos Tierras?
El amor de una mujer… Hacía mucho tiempo que Ramsés ni siquiera pensaba en ello. Nefertari había sido el amor; Iset la bella la pasión, y aquellas dos felicidades pertenecían ya al pasado. La joven hitita despertaba en él el deseo que creía extinguido. Sabiamente perfumada, ofrecida sin mostrarse lánguida, sabía hacerse atractiva sin perder su nobleza; a Ramsés le conmovió su salvaje belleza y el encanto de sus almendrados ojos negros.
–Eres muy joven, Mat-Hor.
–Soy una mujer, majestad, y también vuestra esposa; ¿no tengo el deber de conquistaros?
–Ven a proa y descubre la tierra de Egipto; ella es mi esposa.
El rey cubrió con un manto blanco los hombros de Mat-Hor y la llevó a la proa del barco. Le indicó el nombre de las provincias, las ciudades y las aldeas, describió sus riquezas, detalló el sistema de irrigación, evocó las costumbres y las fiestas.
Y llegaron a Tebas.
En la orilla de Oriente, los ojos maravillados de Mat-Hor contemplaron el inmenso templo de Karnak y el santuario del ka de los dioses, el luminoso Luxor. En la orilla de Occidente, dominada por la Cima donde residía la diosa del silencio, la hitita enmudeció de admiración ante el Ramesseum, el templo de millones de años de Ramsés, y el gigantesco coloso que encarnaba en la piedra el ka del rey, asimilado a una potencia divina.
Mat-Hor comprobó que uno de los nombres del faraón, «el que se parece a la abeja», estaba plenamente justificado, pues Egipto era una colmena donde la ociosidad estaba de más. Todos tenían una función que cumplir, respetando una jerarquía de deberes. En el propio templo, la actividad era incesante: cerca del santuario se atareaban los cuerpos de oficios, mientras que, en el interior, los iniciados celebraban los ritos. Durante la noche, los observadores del cielo hacían sus cálculos astronómicos.
Ramsés no concedió tiempo alguno de adaptación a la nueva gran esposa real. Alojada en el palacio del Ramesseum, tuvo que someterse a las exigencias de su cargo y aprender su oficio de reina. Enseguida comprendió que obedecer era indispensable para conquistar a Ramsés.
El carro real se detuvo ante la entrada de la aldea de Deir-el-Medineh, custodiada por la policía y el ejército. Le seguía un convoy que aportaba a los artesanos, encargados de excavar y decorar las tumbas de los Valles de los Reyes y las Reinas, los alimentos habituales: hogazas de pan, sacos de habichuelas, verduras frescas, pescado de primera calidad, bloques de carne seca y adobada. La Administración proporcionaba también sandalias, tejidos y ungüentos.
Mat-Hor se apoyó en el brazo de Ramsés para bajar del carro.
–¿Qué venimos a hacer aquí?
–Algo esencial para ti.
Bajo las aclamaciones de los artesanos y sus familias, la pareja real se dirigió hacia la casa blanca de dos pisos del jefe de la comunidad, un cincuentón cuyo genio de escultor despertaba la admiración de todo el mundo.
–¿Cómo agradecer a vuestra majestad su generosidad? – preguntó inclinándose.
–Conozco el valor de tu mano, sé que tú y tus hermanos ignoráis la fatiga. Soy vuestro protector y enriqueceré a vuestra comunidad para que sus obras sean inmortales.
–Ordenad, majestad, y actuaremos.
–Ven conmigo, te mostraré el emplazamiento de las dos obras que deben iniciarse inmediatamente.
Cuando el carro real tomó la ruta que llevaba al Valle de los Reyes, Mat-Hor fue presa de la angustia. La visión de los acantilados abrumados por el sol, de los que toda vida parecía ausente, le puso el corazón en un puño. Arrancada del lujo y las comodidades de palacio, sufría el choque de la piedra y el desierto.
En el umbral del Valle de los Reyes, custodiado día y noche, unos sesenta dignatarios, de diversas edades, aguardaban a Ramsés. Con la cabeza afeitada, el pecho cubierto por un ancho collar, vestidos con un paño lago y plisado, sujetaban un báculo cuyo mango de sicomoro era coronado por una pluma de avestruz.
–Son mis «hijos reales» -explicó Ramsés.
Los dignatarios levantaron sus báculos, formaron un arco de honor y, luego, siguieron en procesión al monarca.
Ramsés se inmovilizó cerca de la entrada de su propia tumba.
Ramsés entregó al maestro de obras el plano que él mismo había trazado sobre papiro.
–He aquí la morada de eternidad de la gran esposa real Mat-Hor; excavarás la tumba en el Valle de las Reinas, a cierta distancia de la de Iset la bella y lejos de la de Nefertari.
La joven hitita palideció.
–Mi tumba, pero…
–Esa es nuestra tradición -precisó Ramsés-. En cuanto un ser recibe la carga de pesadas obligaciones, debe pensar en el más allá. La muerte es nuestra mejor consejera, pues sitúa nuestras acciones en su justo lugar y permite distinguir lo esencial de lo secundario.
–¡Pero yo no quiero sumirme en tristes pensamientos!
–Ya no eres una mujer como las demás, Mat-Hor, no eres ya una princesa hitita a la que sólo preocupa su placer, eres la reina de Egipto. Por lo tanto, sólo cuenta tu deber; para comprenderlo, debes encontrarte con tu propia muerte.
–¡Me niego!
La mirada de Ramsés hizo que Mat-Hor lamentara, de inmediato, haber pronunciado estas palabras. La hitita cayó de rodillas.
–Perdonadme, majestad.
–Levántate, Mat-Hor; no eres mi sierva sino la de Maat, la Regla del universo que creó Egipto y le sobrevivirá. Ahora, vayamos hacia tu destino.
Orgullosa a pesar de su miedo, consiguiendo dominar su angustia, la joven hitita descubrió el Valle de las Reinas que, a pesar de su carácter desértico, le pareció menos austero que el de los Reyes. Como el paraje no estaba rodeado por altos acantilados, sino abierto al mundo de los vivos, al que sentía cercano, Mat-Hor se concentró en la pureza del cielo y recordó la belleza de los paisajes del verdadero valle, el del Nilo, donde pensaba vivir innumerables horas de alegría y de placer.
Ramsés pensaba en Nefertari, que descansaba allí, en la sala de oro de una magnífica morada de eternidad donde resucitaba a cada instante en forma de fénix, de rayo de luz o de soplo de viento, elevándose hasta las extremidades del mundo. Nefertari, que bogaba en una barca, por el fluido celestial, en el corazón de la luz.
Mat-Hor permaneció silenciosa, sin atreverse a interrumpir la meditación del rey. Pese a la gravedad del lugar y del momento, se sintió profundamente turbada por su prestancia y su poder. Fueran cuales fuesen las pruebas que debiera superar, la hitita lograría su objetivo: seducir a Ramsés.
Esta vez, el libio diría todo lo que supiera y, especialmente, el nombre del asesino de Acha.
Cuando descabalgó, a Serramanna le sorprendieron los grupos que se habían formado ante el taller del curtidor. Mujeres, niños, ancianos y obreros charlaban por los codos.
–Apartaos y dejadme pasar -ordenó el sardo.
El gigante no tuvo que repetir sus órdenes; se hizo el silencio.
En el interior del local el olor seguía siendo espantoso; Serramanna, que se había acostumbrado a perfumarse a la egipcia, vaciló antes de entrar. Pero la visión del equipo de curtidores, reunidos junto a las pieles de antílope saladas, le incitó a aventurarse por aquel lugar nauseabundo. Apartó las ristras de vainas de acacia, ricas en ácido tánico, rodeó una cubeta de tierra ocre y posó sus enormes manos en los hombros de dos aprendices.
–¿Qué ocurre?
Los aprendices se apartaron. Serramanna descubrió el cadáver de Techonq, con la cabeza hundida en un estanque lleno de orina y excrementos.
–Un accidente, un terrible accidente -explicó el jefe del taller, un robusto libio.
–¿Cómo ha ocurrido?
–Nadie sabe nada… El patrón tenía que venir a trabajar muy pronto y, cuando hemos llegado, lo hemos encontrado así.
–¿Ningún testigo?
–Ninguno.
–Me sorprende… Techonq era un técnico demasiado experimentado como para morir de una manera tan tonta. No, esto es un crimen y uno de vosotros sabe algo.
–Os equivocáis -protestó con cautela el jefe de taller.
–Lo comprobaré yo mismo -prometió Serramanna-; os espera un largo interrogatorio.
El más joven de los aprendices se escurrió como una anguila y salió del taller poniendo pies en polvorosa. La buena vida no había embotado los reflejos del sardo, que se lanzó tras él inmediatamente.
Las callejas del barrio obrero no tenían secretos para el joven, pero la potencia física del jefe de la guardia personal de Ramsés le permitía no perder el contacto. Cuando el aprendiz intentaba escalar un muro, el pesado puño de Serramanna se cerró sobre su taparrabos.
Lanzado por los aires, el fugitivo aulló y cayó pesadamente al suelo.
–Mis riñones… ¡Tengo rotos los riñones!
–Ya los cuidarás cuando me hayas dicho la verdad. Y no tardes, granuja; de lo contrario te romperé también las muñecas.
Aterrorizado, el aprendiz habló entrecortadamente.
–El que ha matado al patrón ha sido un libio… Un hombre de ojos negros, rostro cuadrado y cabellos ondulados… Ha tratado a Techonq de traidor… El patrón ha protestado, ha jurado que no os había dicho nada… pero el otro no le ha creído… Le ha estrangulado y le ha metido la cabeza en el estanque de estiércol… Luego, se ha vuelto hacia nosotros y nos ha amenazado: «Tan cierto como que me llamo Malfi y soy el señor de Libia, os mataré si habláis con la policía…». Y ahora que os lo he dicho todo, ¡soy hombre muerto!
–No hables por hablar, muchacho; no volverás a poner los pies en tu taller y trabajarás en los dominios del intendente de palacio.
–¿No… no me enviaréis a presidio?
–Me gustan los muchachos valerosos. ¡Vamos, en pie!
Cojeando como pudo, el aprendiz consiguió seguir al gigante, que parecía muy enojado. Al revés de lo que había esperado, no había sido Uri-Techup el que había suprimido a Techonq.
Uri-Techup, el hitita felón socio de Malfi, un libio asesino, enemigo hereditario de Egipto… Sí, eso estaba tramándose en las sombras. Sería preciso convencer a Ramsés.
Setaú lavaba los boles de cobre, las calabazas y los filtros de distintos tamaños mientras Loto limpiaba los anaqueles del laboratorio. Luego, el especialista en venenos de serpiente se quitó la piel de antílope, la zambulló en el agua y la retorció para extraer la soluciones medicinales de las que estaba saturada. Le correspondía a Loto transformar de nuevo la túnica en una verdadera farmacia ambulante gracias a los tesoros que ofrecían la cobra negra, la víbora sopladora, la víbora cornuda y sus semejantes. La hermosa nubia se inclinó sobre el líquido pardo y viscoso; diluido, sería un remedio eficaz para los trastornos de la circulación sanguínea y las debilidades del corazón.
Cuando Ramsés entró en el laboratorio, Loto se inclinó pero Setaú siguió con su tarea.
–Estás de mal humor -advirtió el rey.
–Exacto.
–Desapruebas mi boda con esa princesa hitita.
–Exacto otra vez.
–¿Por qué razón?
–Te traerá la desgracia.
–¿No exageras, Setaú?
–Loto y yo conocemos muy bien las serpientes; para descubrir la vida en el corazón de su veneno es preciso ser un especialista. Y esta víbora hitita es capaz de atacar de un modo que ni siquiera el mejor especialista sabría prever.
–¿No estoy, gracias a ti, inmunizado contra los reptiles?
Setaú refunfuñó. De hecho, desde su adolescencia y durante numerosos años, había hecho absorber a Ramsés una poción que contenía ínfimas dosis de veneno para permitirle sobrevivir a cualquier tipo de mordedura.
–Confías demasiado en tu poder, majestad… Loto cree que eres casi inmortal, pero yo estoy convencido de que esta hitita intentará perjudicarte.
–Se murmura que está muy enamorada -susurró la nubia.
–¡Y qué! – exclamó el encantador de serpientes-; cuando el amor se transforma en odio, es un arma terrorífica. Es evidente que esta mujer intentará vengar a los suyos. ¿No dispone, acaso, de un inesperado campo de batalla, el palacio real? Naturalmente, Ramsés no va a escucharme.
El faraón se volvió hacia Loto.
–¿Qué opináis?
–Mat-Hor es bella, inteligente, astuta y ambiciosa… pero es hitita.
–No lo olvidaré -prometió Ramsés.
El rey leyó con atención el informe que le había entregado Ameni. Con la tez pálida y los cabellos cada vez más escasos, el secretario particular del monarca había anotado con precisión las inflamadas declaraciones de Serramanna.
–Uri-Techup, el asesino de Acha, y Malfi, el libio, su cómplice… Pero no tenemos prueba alguna.
–Ningún tribunal les condenaría -reconoció Ameni.
–¿Has oído tú hablar de ese tal Malfi?
–He consultado los archivos del Ministerio de Asuntos Exteriores, las notas de Acha, y he interrogado a los especialistas en Libia. Malfi es el jefe de una tribu guerrera, particularmente vindicativa para con nosotros.
–¿Simple pandilla de locos o peligro real?
Ameni se tomó un tiempo de reflexión.
–Me gustaría darte una respuesta tranquilizadora, pero el rumor afirma que Malfi ha conseguido federar varios clanes que, hasta hoy, se desgarraban mutuamente.
–¿Rumor o certeza?
–La policía del desierto no ha conseguido descubrir el emplazamiento de su campamento.
–Y, sin embargo, Malfi ha entrado en Egipto, ha asesinado a uno de sus compatriotas en su propio taller y ha vuelto a salir impunemente.
Ameni temía sufrir la violenta, aunque rara, cólera de Ramsés.
–Ignorábamos su capacidad para hacer daño -precisó el escriba.
–Si ya no sabemos descubrir el mal ¿cómo gobernaremos el país?
Ramsés se levantó y caminó hacia la gran ventana de su despacho, desde la que contemplaba el sol de frente sin abrasarse los ojos. El sol, su astro protector, le proporcionaba cada día energías para asumir su tarea, fueran cuales fuesen sus dificultades.
–No hay que desdeñar a Malfi -declaró el rey.
–¡Los libios son incapaces de atacarnos!
–Un puñado de demonios puede sembrar la desgracia, Ameni; este libio vive en el desierto, capta allí las fuerzas destructoras y sueña con utilizarlas contra nosotros. No se tratará de una guerra como la que libramos contra los hititas, sino de otra clase de enfrentamiento, más solapado pero no menos violento. Siento el odio de Malfi. Aumenta, se acerca.
Antaño era Nefertari quien ejercía sus dones de vidente para orientar la acción del rey; desde que ella brillaba en el cielo, entre las estrellas, Ramsés tenía la sensación de que su espíritu vivía en él y seguía guiándole.
–Serramanna llevará a cabo una minuciosa investigación -indicó Ameni.
–¿Tienes otras preocupaciones, amigo mío?
–Apenas un centenar de problemas, como cada día, y todos urgentes.
–Supongo que sería inútil pedirte que reposaras un poco.
–El día que no haya ningún problema que resolver, descansaré.
Mat-Hor estaba en el paraíso. En la corte de su padre, el emperador del Hatti, nunca se habían ocupado de ella con tanto cuidado y destreza. Maquilladoras, manicuras y pedicuras practicaban su arte a la perfección, y la nueva reina de Egipto se sentía más hermosa día tras día. ¿No era esa una condición indispensable para conquistar el corazón de Ramsés? Resplandeciente juventud y felicidad, Mat-Hor se considerable irresistible.
–Ahora la pomada antiarrugas -decidió la masajista.
La hitita se rebeló.
–¿A mi edad? ¡Estás loca!
–A vuestra edad hay que empezar a luchar contra el envejecimiento, y no cuando ya es demasiado tarde.
–Pero…
–Confiad en mí, majestad; para mí, la belleza de una reina de Egipto es un asunto de Estado.
Vencida, Mat-Hor abandonó su rostro en manos de la masajista, que le aplicó una costosa pomada compuesta por miel, natrón rojo, polvo de alabastro, semillas de fenugreco y leche de burra.
A la primera sensación de frescor le sucedió un suave calor, que alejaba la fealdad y la vejez.
Mat-Hor iba de banquete en recepción, era recibida en casa de los nobles y los ricos, visitaba los harenes donde enseñaban a tejer y donde también se aprendía música y poesía, y se iniciaba día tras día, voluptuosamente, en el arte de vivir a la egipcia.
¡Todo era más hermoso aun que en sus sueños! Ya no pensaba en Hattusa, la gris y triste capital de su infancia, consagrada a la afirmación del poderío militar. Aquí, en Pi-Ramsés, no había altas murallas, sino jardines, estanques y moradas adornadas con tejas barnizadas que convertían la capital de Ramsés en la ciudad de turquesa, donde la alegría de vivir se mezclaba con el canto de los pájaros.
La princesa hitita había soñado con Egipto, ¡y Egipto le pertenecía! Era la reina respetada por todos.
¿Pero reinaba realmente? Sabía que Nefertari había actuado cotidianamente junto a Ramsés, tomado realmente parte en la dirección de los asuntos del Estado y había sido, incluso, la principal artífice del tratado de paz firmado con los hititas.
Ella, Mat-Hor, se aturdía con el lujo y los placeres, ¡pero veía tan poco a Ramsés! Ciertamente, él le hacía el amor con deseo y ternura, pero permanecía alejado y ella no ejercía sobre el rey poder alguno ni se enteraba del menor secreto del gobierno.
Aquel fracaso era sólo provisional. Mat-Hor seduciría a Ramsés, le dominaría. La inteligencia, la belleza y la astucia serían sus tres armas. La batalla sería larga y difícil, pues el adversario era de peso; sin embargo, la joven hitita no dudaba de su éxito. Siempre había obtenido lo que deseaba con ardor. Y hoy quería convertirse en una reina tan prestigiosa que borrara hasta el menor recuerdo de Nefertari.
–Majestad -murmuró la camarera-, creo… creo que el faraón se halla en el jardín.
–Ve a ver y, si es él, vuelve inmediatamente.
¿Por qué no le había avisado Ramsés de su presencia? A aquellas horas, al finalizar la mañana, el monarca no solía concederse un descanso. ¿Qué insólito acontecimiento justificaba esa actitud? La camarera regresó asustada.
–Es el faraón, majestad.
–¿Y… está solo?
–Sí, solo.
–Dame mi túnica más sencilla y ligera.
–¿No queréis la de lino fino, con bordados rojos y…?
–Apresúrate.
–¿Qué joyas deseáis?
–Nada de joyas.
–¿Y… la peluca?
–Sin peluca. ¿Pero vas a apresurarte?
Ramsés estaba sentado con las piernas cruzadas al pie de un sicomoro de amplia copa y brillantes frondas, cargado de frutos verdes y rojos. El rey vestía el paño tradicional que llevaban los faraones del Imperio Antiguo, en la época en que se construyeron las pirámides. En sus muñecas lucía dos brazaletes de oro.
La hitita le observó.
Sin duda alguna, hablaba con alguien.
Descalza, se aproximó sin hacer el menor ruido. Una ligera brisa hacía susurrar las hojas del sicomoro, cuyo canto tenía la untuosidad de la miel. Estupefacta, la joven descubrió al interlocutor del monarca: su perro, Vigilante, tendido de espaldas.
–Majestad…
–Ven, Mat-Hor.
–¿Sabíais que estaba aquí?
–Tu perfume te traiciona.
Se sentó junto a Ramsés. Vigilante se dio la vuelta y tomó la postura de la esfinge.
–¿Hablabais… hablabais con este animal?
–Todos los animales hablan. Cuando nos son próximos, como lo eran mi león y lo es este perro, heredero de una dinastía de Vigilantes, pueden decirnos muchas cosas si sabemos escucharles.
–Pero… ¿qué os cuenta?
–Me transmite la fidelidad, la confianza y la rectitud, y me describe los hermosos caminos del más allá por los que va a guiarme.
Mat-Hor hizo una mueca.
–La muerte… ¿por qué hablar de ese horror?
–Sólo los humanos cometen horrores; la muerte es una simple ley física, y el más allá de la muerte puede convertirse en plenitud si nuestra existencia ha sido justa y conforme a la regla de Maat.
Mat-Hor se aproximó a Ramsés y le contempló con sus soberbios ojos negros almendrados.
–¿No temes ensuciarte el vestido?
–Todavía no me he vestido, majestad.
–Una austera túnica, sin joyas ni peluca… ¿Por qué tanta sencillez?
–¿Me lo reprocha vuestra majestad?
–Tienes que mantener tu rango, Mat-Hor, y no puedes comportarte como una mujer cualquiera.
La hitita se rebeló.
–¿Lo he hecho alguna vez? Soy la hija de un emperador y, ahora, la esposa del faraón de Egipto. Mi existencia ha estado siempre sometida a las exigencias de la etiqueta y el poder.
–La etiqueta, es cierto; pero ¿por qué hablar del poder? No ejercías responsabilidad alguna en la corte de tu padre.
Mat-Hor sintió que había caído en la trampa.
–Era demasiado joven… Y el Hatti es un Estado militar donde las mujeres son consideradas seres inferiores. ¡Aquí todo es distinto! ¿No tiene la reina de Egipto el deber de servir a su país?
La joven desplegó sus cabellos en las rodillas de Ramsés.
–¿Realmente te sientes egipcia, Mat-Hor?
–¡No quiero oír hablar del Hatti!
–¿Reniegas de tu padre y de tu madre?
–No, claro que no… ¡Pero están tan lejos!
–Vives una difícil prueba.
–¿Una prueba? De ningún modo, es lo que siempre he deseado. No quiero hablar más del pasado.
–¿Cómo preparar el mañana si no se han descubierto los secretos del ayer? Eres joven, Mat-Hor y te agitas buscando tu equilibrio. No será fácil de descubrir.
–Mi porvenir está trazado: ¡soy la reina de Egipto!
–Reinar es una función que se edifica día tras día y nunca se domina.
La hitita se sintió despechada.
–No… no comprendo.
–Eres el emblema vivo de la paz entre el Hatti y Egipto -declaró Ramsés-; muchos muertos han jalonado la ruta que llevaba al final de un largo conflicto. Gracias a ti, Mat-Hor, la alegría ha reemplazado el sufrimiento.
–¿Sólo soy… un símbolo?
–Necesitarás muchos años para penetrar en los secretos de Egipto; aprende a servir a Maat, la diosa de la Verdad y de la Justicia, y tu existencia será luminosa.
La hitita se levantó e hizo frente al señor de las Dos Tierras.
–Deseo reinar a vuestro lado, Ramsés.
–No eres más que una niña, Mat-Hor; renuncia primero a tus caprichos, mantén tu rango y deja que el tiempo realice su obra. Ahora, déjame solo; Vigilante tiene que hacerme muchas confidencias.
Vejada, la hitita volvió corriendo a sus aposentos; Ramsés no la vería llorar de rabia.
Mat-Hor no se enfrentó a hostilidad alguna, pero no consiguió ganarse las simpatías de Ameni, de quien todos decían que era el más íntimo amigo del monarca; en cuanto a Setaú, otro de los confidentes de Ramsés, se había marchado de nuevo a Nubia en compañía de Loto, para cosechar el veneno de sus queridos reptiles y poner en práctica sus ideas referentes al desarrollo de la región.
La joven hitita lo tenía todo y no poseía nada. El poder se le escapaba de las manos, y la amargura comenzaba a invadir su corazón. Buscaba en vano un medio para conquistar a Ramsés y, por primera vez, dudaba de sí misma. Pero no le daría al rey la posibilidad de descubrirle; así pues, se aturdía con fiestas y regocijos de los que era la reina indiscutible.
Aquel anochecer de otoño, Mat-Hor se sintió cansada; despidió a sus siervas y se tendió en la cama, con los ojos abiertos, para soñar con Ramsés, aquel hombre omnipotente e inaprensible.
Una ráfaga de viento levantó el velo de lino colocado ante la ventana. Al menos eso fue lo que creyó la hitita por unos instantes, hasta que apareció un hombre de largos cabellos y torso imponente.
Mat-Hor se incorporó y cruzó los brazos sobre su pecho.
–¿Quién sois?
–Un compatriota.
La luz de la luna permitió a la reina discernir mejor los rasgos del inesperado visitante.
–¡Uri-Techup!
–¿Te acuerdas de mí, muchacha?
–¡Has osado penetrar en mi habitación!
–No ha sido fácil, y hace horas que estoy acechándote. Puesto que ese demonio de Serramanna no deja de hacer que me vigilen, he esperado mucho antes de acercarme a ti.
–Uri-Techup… ¡Mataste al emperador Muwattali e intentaste suprimir a mi padre y a mi madre!
–Todo eso queda muy lejos… Hoy somos dos hititas exiliados en Egipto.
–¿Olvidas quién soy?
–Una mujer hermosa condenada a embriagarse en un mundo artificial.
–¡Soy la esposa de Ramsés y la reina de este país!
Uri-Techup se sentó al pie de la cama.
–Abandona tu sueño, niña.
–¡Llamaré a la guardia!
–Muy bien, llámala.
Uri-Techup y Mat-Hor se desafiaron con la mirada. La muchacha se levantó y se sirvió una copa de agua fresca.
–¡No eres más que un monstruo y un animal! ¿Por qué voy a escuchar al general felón?
–Porque pertenecemos al mismo pueblo, que será siempre enemigo del maldito Egipto.
–Deja ya de divagar: se ha firmado el tratado de paz.
–Deja tú de hacerte ilusiones, Mat-Hor; para Ramsés, sólo eres una extranjera que pronto será encerrada en un harén.
–¡Te equivocas!
–¿Te ha concedido la menor parcela de poder?
La muchacha permaneció muda.
–Para Ramsés, tú no existes. No eres más que una hitita y el rehén de una paz que el faraón acabará rompiendo para aplastar a un enemigo desprevenido. Ramsés es artero y cruel, le ha tendido una sutil trampa a Hattusil y él ha caído en ella a la primera. ¡Y tú fuiste sacrificada por tu propio padre! Apresúrate, Mat-Hor, vive los buenos tiempos pues la juventud pasa deprisa, mucho más deprisa de lo que imaginas.
La reina volvió la espalda a Uri-Techup.
–¿Has terminado?
–Piensa en lo que acabo de decirte y advertirás la veracidad de mis palabras; si deseas volver a verme, arréglatelas para hacérmelo saber sin alertar a Serramanna.
–¿Qué razón puedo tener para querer volver a verte?
–Amas a tu país tanto como yo. Y no aceptas la derrota ni la humillación.
Mat-Hor vaciló largo tiempo antes de volverse.
Una ligera brisa levantaba la cortina de lino, Uri-Techup había desaparecido. ¿Era sólo un demonio nocturno o acababa de recordarle la realidad?
Los seis hombres cantaban a pleno pulmón, agitando acompasadamente sus pies metidos en una amplia tina llena de uva. Entre todos pisoteaban con ardor los racimos maduros, que darían un excelente vino. Medio ebrios por los vapores que se exhalaban de la cuba, se sujetaban con manos más o menos vacilantes a las ramas de la parra. El más entusiasta era Serramanna, que imponía el ritmo a sus compañeros.
–Alguien pregunta por vos -dijo un vinatero.
–Seguid -ordenó Serramanna a sus hombres-, y no aflojéis.
El hombre era un guardia que pertenecía a la policía del desierto. Con el rostro cuadrado, de marcados rasgos, nunca se separaba de su arco, sus flechas y su corta espada.
–Vengo a informaros -le dijo a Serramanna-; nuestras patrullas recorren el desierto de Libia desde hace meses, buscando a Malfi y a sus sediciosos.
–¿Los habéis localizado por fin?
–Desgraciadamente no. El desierto es inmenso, sólo controlamos la zona próxima a Egipto. Aventurarse más lejos sería arriesgado. Los beduinos nos espían y avisan a Malfi cuando nos acercamos. Para nosotros se ha convertido en una sombra inaprensible.
Serramanna se sintió decepcionado y contrariado. La competencia de los policías del desierto era indiscutible; su fracaso demostraba hasta que punto era Malfi un adversario temible.
–¿Es cierto que Malfi ha federado varias tribus?
–No estoy seguro de ello -respondió el oficial-. Tal vez se trate sólo de un rumor como tantos otros.
–¿Ha alardeado Malfi de poseer una daga de hierro?
–No he oído nada así.
–No bajes la guardia; al menor incidente, avisa a palacio.
–Como queráis… ¿Pero qué podemos temer de los libios?
–Estamos seguros de que Malfi intentará perjudicarnos de un modo u otro. Es sospechoso de asesinato.
Ameni no tiraba documento alguno. Con el transcurso de los años, su despacho de Pi-Ramsés se había llenado de archivos, en forma de papiro y tablillas de madera. Tres habitaciones contiguas albergaban los antiguos expedientes. Sus subordinados le habían recomendado varias veces que se librara de los textos sin importancia, pero Ameni quería tener a mano el máximo de informaciones, sin verse obligado a recurrir a las distintas administraciones, cuya lentitud le exasperaba.
El escriba trabajaba deprisa; a su modo de ver, cualquier problema cuya solución se demorase tendía a envenenarse. Y en la mayoría de las ocasiones era mejor contar sólo con uno mismo, sin pensar en las innumerables relaciones dispuestas a esfumarse en cuanto la dificultad parecía insuperable.
Saciado por un enorme plato de carne hervida, que no le engordaría más que las otras comidas, Ameni trabajaba a la luz de los candiles de aceite cuando Serramanna entró en su despacho.
–Leyendo todavía…
–Alguien tiene que ocuparse de los detalles en este país.
–Acabarás con tu salud, Ameni.
–Zozobró hace ya tiempo.
–¿Puedo sentarme?
–Siempre que no toques nada.
El gigante sardo permaneció de pie.
–Nada nuevo sobre Malfi -deploró-; se esconde en el desierto de Libia.
–¿Y Uri-Techup?
–Se da la gran vida con su rica fenicia. Si no le conociera como un cazador conoce su presa, juraría que se ha convertido en un respetable rico sin más ambiciones que la felicidad conyugal y la buena carne. ¿Por qué no, a fin de cuentas? Otros extranjeros fueron seducidos por una existencia tranquila.
El tono del sardo intrigó a Ameni.
–¿Qué quieres decir?
–Eres un excelente escriba, pero el tiempo pasa y ya no eres un joven.
Ameni dejó su pincel y se cruzó de brazos.
–He conocido a una mujer encantadora y muy tímida -confesó el sardo-; es evidente que no me conviene. En cambio, tú sabrías apreciarla…
–¿Quieres… casarme?
–Yo necesito cambiar a menudo… Pero tú le serías fiel a una buena esposa.
Ameni montó en cólera.
–Mi existencia es este despacho y la gestión de los asuntos públicos. ¿Imaginas a una mujer aquí? Pondría orden a su modo y todo sería jaleo y caos.
–Pensé que…
–No pienses más y procura, más bien, identificar al asesino de Acha.
El señor de las Dos Tierras acudía frecuentemente a aquel dominio mágico que pertenecía a las divinidades. Allí veneraba la memoria de sus seres más queridos, presentes para siempre en él; pero aquel viaje tenía un carácter excepcional.
Meritamón, la hija de Ramsés y de Nefertari, debía llevar a cabo un rito que inmortalizaría al faraón reinante.
Cuando la vio, a Ramsés le impresionó de nuevo el parecido con su madre. Con su vestido ceñido, adornado con dos rosetas a la altura del pecho, Meritamón encarnaba a Sechat, la diosa de la Escritura. Su fino rostro, enmarcado por dos pendientes en forma de disco, era frágil y luminoso.
El rey la tomó en sus brazos.
–¿Cómo estás, querida hija?
–Gracias a ti puedo meditar en este templo y toco música para los dioses. Siento a cada instante la presencia de mi madre.
–Me has pedido que viniera desde Tebas. ¿Qué misterio deseas desvelarme, tú, la única reina de Egipto reconocida por los templos?
Meritamón se inclinó ante el soberano.
–Que su majestad me siga.
La diosa a la que encarnaba Meritamón condujo a Ramsés hasta una capilla donde le aguardaba un sacerdote con la máscara de ibis del dios Thot. Ante los ojos de Ramsés, Thot y Sechat inscribieron los cinco nombres del rey en las hojas de un gran árbol grabado, en relieve, en la piedra.
–De ese modo -dijo Meritamón-, tus anales quedan establecidos millones de veces, así durarán para siempre.
Ramsés sintió una extraña emoción. Era sólo un hombre a quien el destino había confiado una pesada carga, pero la pareja divina evocaba otra realidad, la del faraón, cuya alma pasaba de rey en rey, desde el origen de las dinastías.
Ambos celebrantes se retiraron, permitiendo que Ramsés contemplara el árbol de millones de años en el que acababa de inscribirse su eternidad.
Cuando Meritamón regresaba al dominio de las intérpretes de música del templo, una muchacha rubia, suntuosamente vestida, le cerró el paso.
–Soy Mat-Hor -declaró agresiva-; no nos conocemos, pero tengo que hablaros.
–Sois la esposa oficial de mi padre, no tenemos nada que decirnos.
–¡Vos sois la verdadera reina de Egipto!
–Mi papel es estrictamente teológico.
–Es decir, esencial.
–Interpretar los hechos como os plazca, Mat-Hor; para mí, nunca habrá mas esposa real que Nefertari.
–Ella ha muerto y yo estoy viva. Y puesto que os negáis a reinar, ¿por qué impedís que lo haga yo?
Meritamón sonrió.
–Vuestra imaginación es en exceso fértil. Vivo recluida aquí y no me interesan los asuntos del mundo.
–Pero asistís a los ritos de Estado, ¡como reina de Egipto!
–Esa es la voluntad del faraón. ¿La discutís acaso?
–Habladle, convencedle de que me dé el lugar que me corresponde; vuestra influencia será decisiva.
–¿Qué deseáis en realidad, Mat-Hor?
–Tengo derecho a reinar, mi boda me autoriza a hacerlo.
–Egipto no se conquista por la fuerza, sino por el amor. En esta tierra, si desdeñáis la regla de Maat, sufriréis penosas desilusiones.
–Vuestros discursos no me interesan, Meritamón; exijo vuestra ayuda. Yo no renuncio al mundo.
–Tenéis más valor que yo; buena suerte, Mat-Hor.
Ramsés meditó largo rato en la inmensa sala hipóstila del templo de Karnak que su padre, Seti, había iniciado y que él, en calidad de hijo y sucesor, había concluido. Filtrada por las ventanas con simétricas y pétreas celosías, la luz iluminaba sucesivamente las escenas esculpidas y pintadas en las que se veía al faraón haciendo ofrendas a las divinidades para que aceptaran residir en la tierra.
Amón, la gran alma de Egipto que daba el aliento a todos los seres vivos, permanecía misterioso, pero actuaba en todas partes; «viene en el viento -afirmaba un himno-, pero no se le ve. La noche se llena con su presencia. Todo lo que sucede arriba y abajo, él lo lleva a cabo». Intentar conocer a Amón, sabiendo que escaparía siempre a la inteligencia humana, era, como afirmaba el Libro de salir a la luz, apartar el mal y las tinieblas, penetrar en el porvenir y organizar el país para que fuera a imagen del cielo.
El hombre que avanzaba hacia Ramsés tenía el rostro cuadrado y desagradable, que la edad no había dulcificado. Antiguo supervisor de los establos del reino, había entrado al servicio de Amón de Karnak y había ascendido por los peldaños de la jerarquía hasta convertirse en el segundo profeta del dios. Con el cráneo afeitado, vestido con una túnica de lino inmaculado, Bakhen se detuvo a pocos pasos del monarca.
–Cuánto me alegra volver a veros, majestad.
–Gracias a ti, Karnak y Luxor son dignos de las divinidades que los habitan. ¿Cómo está Nebú?
–El sumo sacerdote no sale ya de su casita, junto al lago sagrado; pero a pesar de su avanzada edad, sigue dando órdenes.
Ramsés apreciaba la fidelidad de Bakhen; era uno de esos seres excepcionales, desprovistos de ambición y cuya principal preocupación era actuar con rectitud. La administración del mayor dominio sagrado de Egipto estaba en buenas manos.
Pero Bakhen parecía menos sereno que de costumbre.
–¿Te inquieta algún asunto grave? – preguntó Ramsés.
–Acabo de recibir quejas procedentes de los pequeños santuarios de la región tebana. Pronto carecerán de olíbano, incienso y mirra, indispensables para la práctica cotidiana de los ritos. De momento, las reservas de Karnak bastarán para ayudarles, pero mis propias existencias se agotarán en dos o tres meses.
–¿No deben recibir los templos provisiones antes de que comience el invierno?
–Ciertamente, majestad, ¿pero qué cantidad nos suministrarán? Las últimas cosechas han sido tan escasas que corremos el riesgo de carecer de tan esenciales sustancias. Si el ritual no se celebra de modo satisfactorio, ¿qué sucederá con la armonía del país?
En cuanto Ramsés regresó a la capital, Ameni se presentó en su despacho, con los brazos cargados de papiros administrativos. Debido a su frágil apariencia, todos se preguntaban de dónde sacaba el escriba la energía necesaria para llevar tan pesadas cargas.
–¡Majestad, hay que intervenir enseguida! La tasa sobre los barcos mercantes es excesiva y…
Ameni se calló. La gravedad del rostro de Ramsés le disuadió de importunarle con pequeños detalles.
–¿Cuál es el estado de nuestras reservas de olíbano, incienso y mirra?
–No puedo contestarle de momento, debo comprobarlo… Pero no es alarmante.
–¿Cómo puedes estar tan seguro?
–Porque organicé un sistema de control. Si las existencias hubieran disminuido de modo significativo, lo sabría.
–En la región tebana pronto reinará la escasez.
–Utilicemos las reservas de los almacenes de Pi-Ramsés y deseemos que las próximas cosechas sean abundantes.
–Delega las tareas secundarias y encárgate inmediatamente de este problema.
Ameni convocó en su despacho al director de las reservas de la Doble Casa blanca, al jefe del Tesoro y al superior de la Casa del Pino, encargado de comprobar las entregas de mercancías procedentes del extranjero. Los tres notables habían llegado a una floreciente cincuentena.
–Me he visto obligado a abandonar una reunión importante -se quejó el jefe del Tesoro-, y espero que no nos molestéis por una tontería.
–Los tres sois responsables de nuestras reservas de olíbano, incienso y mirra -recordó Ameni-. Puesto que nadie me ha avisado, supongo que la situación no es preocupante.
–Casi no me queda olíbano -reconoció el director de las reservas de la Doble Casa blanca-; pero ciertamente no les ocurre eso a mis dos colegas.
–Yo tengo pequeñas existencias -precisó el jefe del Tesoro-, pero como el nivel de alerta no se había alcanzado por completo, no consideré oportuno enviar un informe a mis colegas.
–Mi declaración es idéntica -dijo el director de la Casa del Pino-. Si mis existencias hubieran seguido bajando durante los próximos meses, sin duda se habrían terminado.
Ameni estaba aterrorizado.
Los tres altos funcionarios habían sacrificado el espíritu a la letra y, como sucedía a menudo, sin comunicarse entre sí.
–Dadme el estado exacto de vuestras reservas.
Los cálculos de Ameni fueron rápidos: antes de la próxima primavera no quedaría ni un grano de incienso en Egipto, la mirra y el olíbano habrían desaparecido de los laboratorios y de los templos.
Y en todo el país nacería e iría creciendo un sentimiento de revuelta contra la imprevisión de Ramsés.
–Ningún absceso -explicó a Ramsés-, pero las encías son frágiles y hay una tendencia cada vez más acusada a la artritis, vuestra majestad no debe olvidar los enjuagues bucales y las decocciones de corteza de sauce.
–He hecho plantar miles de sauces a lo largo del río y alrededor de los estanques; pronto dispondréis de gran cantidad de productos antiinflamatorios.
–Gracias, majestad; os prescribo también una pasta para masticar, a base de brionia, enebro, frutos del sicomoro e incienso. Y hablando del incienso y la mirra, cuya acción sobre el dolor es notable, deseo informaros de que estos productos pronto van a escasear.
–Lo sé, Neferet, lo sé…
–¿Cuándo serán aprovisionados los médicos y los cirujanos?
–Tan pronto como sea posible.
Percibiendo la turbación del monarca, Neferet no hizo las preguntas que le quemaban los labios. El problema debía de ser grave, pero confiaba en que Ramsés sacaría el país de aquel mal paso.
Ramsés había meditado mucho tiempo ante la estatua de su padre, cuyo rostro de piedra estaba animado por una vida intensa, gracias a la maestría del escultor. En el austero despacho de blancas paredes, la presencia de Seti unía el pensamiento del faraón reinante con el de su predecesor; cuando era preciso tomar decisiones que comprometían el porvenir del reino, Ramsés nunca dejaba de consultar el alma del monarca que le había iniciado en su función, a costa de una educación rigurosa que pocos seres habrían tolerado.
Seti había tenido razón. Si Ramsés soportaba el peso de un largo reinado, se lo debía a aquella exigente formación. Con la madurez, el ardor que le animaba no había perdido intensidad, pero la pasión de la juventud se había metamorfoseado en un ardiente deseo de edificar su país y a su pueblo como habían hecho sus antepasados.
Cuando los ojos de Ramsés se posaron en el gran mapa del Próximo Oriente que consultaba a menudo, el faraón pensó en Moisés, su amigo de infancia. También en él ardía un fuego abrasador, su verdadero guía en el desierto, en busca de la Tierra Prometida.
Varias veces, a pesar de la opinión de sus consejeros militares, el faraón se había negado a actuar contra Moisés y los hebreos; ¿acaso no debían llevar a cabo su destino?
Ramsés hizo entrar a Ameni y Serramanna.
–He tomado varias decisiones. Una de ellas debería satisfacerte, Serramanna.
Escuchando al rey, el gigante sardo sintió una intensa alegría.
Tanit, la ardiente fenicia, no se cansaba del cuerpo de Uri-Techup. Aunque el hitita la trataba con brutalidad, ella se doblegaba a todas sus exigencias; gracias a él, descubría día tras día los placeres de la unión carnal y vivía una nueva juventud. Uri-Techup se había convertido en su dios. El hitita la besó salvajemente, se levantó y se desperezó como una fiera, en el esplendor de su desnudez.
–¡Eres una yegua soberbia, Tanit! A veces casi me harías olvidar mi país.
Tanit abandonó a su vez el lecho y, agachada, besó las pantorrillas de su amante.
–¡Somos felices, tan felices! Pensemos sólo en nosotros y en nuestro placer…
–Mañana salimos hacia tu mansión del Fayyum.
–No me gusta, querido; prefiero Pi-Ramsés.
–En cuanto hayamos llegado, volveré a marcharme; sin embargo, tú harás saber que estamos juntos en aquel nido de amor.
Tanit se incorporó y pegó sus pesados pechos al torso de Uri-Techup, abrazándolo con ardor.
–¿Adónde vas y cuánto tiempo estarás ausente?
–No necesitas saberlo. A mi regreso, si Serramanna te interroga, sólo tendrás que decir unas palabras: no nos hemos separado ni un solo segundo.
–Confía en mí, querido, yo…
El hitita abofeteó a la fenicia, que lanzó un grito de dolor.
–Tú no eres más que una hembra, y como tal no debes meterte en los asuntos de los hombres. Obedece y todo irá bien.
Uri-Techup tenía pensado partir a reunirse con Malfi para interceptar el convoy de olíbano, mirra e incienso, y destruir los preciosos productos. Tras aquel desastre, la popularidad de Ramsés se vería muy afectada y la turbación se apoderaría del país, creando las condiciones propicias para un ataque sorpresa de los libios. En el Hatti, el partido hostil a la paz con Egipto expulsaría a Hattusil de su trono y llamaría a Uri-Techup, el único jefe guerrero capaz de vencer al ejército del faraón.
Una sierva aterrorizada apareció en el umbral de la alcoba.
–¡Señora, es la policía! Un gigante armado, con casco…
–Despídelo -ordenó Tanit.
–No -intervino Uri-Techup-; veamos qué quiere nuestro amigo Serramanna. Que espere, ya vamos.
–¡Me niego a hablar con ese patán!
–¡Ni lo sueñes, hermosa! ¿Olvidas que somos la pareja más enamorada del país? Ponte un vestido que deje los pechos desnudos y rocíate de perfume.
–¿Un poco de vino, Serramanna? – preguntó Uri-Techup estrechando en sus brazos a una lánguida Tanit.
–Estoy en misión oficial.
–¿Y en qué nos concierne? – quiso saber la fenicia.
–Ramsés dio derecho de asilo a Uri-Techup en tiempos difíciles, y hoy se felicita de su integración en la sociedad egipcia. Por eso el rey os concede un privilegio del que podéis sentiros orgullosos.
Tanit se extrañó.
–¿De qué se trata?
–La reina inicia una visita a todos los harenes de Egipto donde, en su honor, se organizarán numerosos festejos. Tengo el placer de anunciaros que estáis entre los invitados y que la acompañaréis durante todo su viaje.
–¡Es… maravilloso! – exclamó la fenicia.
–No pareces satisfecho, Uri-Techup -observó el sardo.
–Claro que sí… Yo, un hitita…
–¿Acaso la reina Mat-Hor no es de origen hitita? Y estás casado con una fenicia. Egipto es muy acogedor cuando se respetan sus leyes. Y puesto que en tu caso es así, estás considerado como un auténtico súbdito del faraón.
–¿Por qué te han encargado que nos comuniques la noticia?
–Porque soy responsable de la seguridad de nuestros huéspedes distinguidos -respondió el sardo con una gran sonrisa-. Y no te perderé de vista ni un solo instante.
Eran sólo un centenar, pero muy bien armados y perfectamente entrenados. Malfi había formado un comando en el que sólo figuraban sus mejores hombres, mezcla de guerreros experimentados y jóvenes combatientes de inagotable energía.
Tras una última sesión de entrenamiento, que había provocado la muerte de una decena de incapaces, el comando había abandonado el campamento secreto, en pleno desierto de Libia, para ponerse en camino hacia el Norte, en dirección a la franja occidental del delta de Egipto. Unas veces en barca, otras por lodosos caminos, los libios cruzaron el delta de oeste a este, luego bifurcaron hacia la península arábiga para atacar el convoy de sustancias preciosas. Uri-Techup y sus partidarios se reunirían con ellos antes de llegar a la frontera y les darían informaciones precisas que les permitirían evitar las patrullas egipcias y escapar a la vigilancia de los vigías.
La primera etapa de la conquista sería un triunfo. Los libios oprimidos recuperarían la esperanza y Malfi se convertiría en el héroe de un pueblo vengador, ávido de revancha. Gracias a él, el Nilo se transformaría en un río de sangre. Pero primero era preciso golpear a Egipto en sus valores esenciales: la celebración de los ritos y el culto que se rendía a las divinidades, expresiones de la regla de Maat. Sin olíbano, mirra e incienso, los sacerdotes se sentirían abandonados y acusarían a Ramsés de haber roto el pacto con el cielo.
El explorador volvió sobre sus pasos.
–No podemos seguir adelante -le dijo a Malfi.
–¿Has perdido el valor?
–Venid a ver vos mismo, señor.
Boca abajo sobre un cerro de blanda tierra, oculto por los espinos, Malfi no creía lo que estaba viendo.
El ejército egipcio se había desplegado en una amplia franja de tierra, entre el mar y las marismas surcadas por pequeñas barcas ocupadas por arqueros. Torres de madera permitían a los vigías observar un vasto horizonte. Había, varios miles de hombres, al mando de Merenptah, hijo menor de Ramsés.
–Es imposible pasar -opinó el explorador-; seríamos descubiertos y aniquilados.
Malfi no podía arrastrar a la muerte a sus mejores hombres, la futura punta de lanza del ejército libio. Destruir una caravana era fácil, pero enfrentarse con tan gran número de soldados egipcios sería suicida.
Rabioso, el libio empuñó una mata de espinos y la destrozó con sus manos.
Había afirmado a sus cómplices, el libio Malfi y el hitita Uri-Techup, con toda convicción, que las reservas de productos preciosos, muy escasos por otra parte dadas las pobres cosechas, habían sido destruidas. Malfi y Uri-Techup eran guerreros, no comerciantes; ignoraban que un buen negociante nunca sacrifica una mercancía.
De cabellos negros y pegajosos puestos sobre un cráneo redondo, de rostro lunar, con un amplio busto plantado sobre cortas piernas, el sirio mentía y robaba desde su adolescencia, sin olvidar comprar el silencio de quienes podrían haberle denunciado a las autoridades.
Amigo de otro sirio, Raia, espía a sueldo de los hititas, que había sufrido una muerte brutal, el patrón de las caravanas había reunido, con el transcurso de los años, una hermosa fortuna oculta. ¿Pero no era ridícula comparada con el cuerno de la abundancia que acababan de depositar en su almacén? De tres metros de altura, por término medio, los árboles de incienso de Arabia habían producido tres cosechas tan abundantes que había sido necesario contratar el doble de trabajadores temporales que de ordinario; las hojas verde oscuro y las flores doradas de corazón púrpura eran sólo un ornamento junto a la soberbia corteza parda. Rascándola se lograba que brotaran gotitas de resina que, aglutinadas en duras bolitas por los especialistas, exhalarían al arder un maravilloso perfume.
¡Y qué decir de la increíble cantidad de olíbano! Su resina blancuzca, lechosa y perfumada había brotado con una generosidad digna de la edad de oro; pequeñas lágrimas en forma de pera, blancas, grises o amarillas, habían hecho llorar de gozo al patrón de las caravanas. Conocía las numerosas virtudes de aquel producto costoso y buscado. Debido a sus propiedades antisépticas, antiinflamatorias y analgésicas, los médicos egipcios lo utilizaban en unciones, en emplastos, en polvo o, incluso, como bebida, para luchar contra los tumores, las úlceras, los abscesos, la oftalmias y las otitis. El olíbano detenía las hemorragias y aceleraba la cicatrización de las heridas; era incluso un contra-veneno. Neferet, la célebre médico en jefe de las Dos Tierras, pagaría a precio de oro el indispensable olíbano.
Y la gomorresina verde del gálbano, y la resina oscura de ládano, y el aceite espeso y resinoso del bálsamo, y la mirra… El sirio estaba extasiado. ¿Qué comerciante habría creído poseer algún día semejante fortuna?
El sirio no había dejado de disponer un señuelo para sus aliados, y por ello había enviado una caravana a la ruta en la que aguardaban Uri-Techup y Malfi. ¿No habría cometido un error confiándole sólo una modesta carga? Lamentablemente, el rumor ya había comenzado a circular. Se hablaba de una cosecha excepcional y aquel chisme podía llegar demasiado pronto a oídos del hitita y del libio. ¿Cómo ganar tiempo? Dentro de dos días, el sirio recibiría a mercaderes griegos, chipriotas y libaneses, a quienes vendería el contenido de su almacén antes de huir a Creta, donde viviría una feliz jubilación. Dos días interminables, durante los que temía ver aparecer a sus temibles aliados.
–Un hitita desea hablar con vos -le avisó uno de sus servidores.
La boca del sirio se secó y sus ojos ardieron. ¡La catástrofe! Desconfiado, Uri-Techup venía a pedirle explicaciones. Y le obligaría a abrir el almacén… ¿Tenía que emprender la huida o intentar convencer al ex general en jefe del ejército hitita?
Petrificado, el sirio fue incapaz de tomar una decisión.
El hombre que se acercaba a él no era Uri-Techup.
–¿Eres… hitita?
–Lo soy.
–Y amigo de…
–Nada de nombres. Sí, soy un amigo del general, del único hombre capaz de salvar al Hatti del deshonor.
–Bien, bien… ¡Qué los dioses le sean favorables! ¿Cuándo volveré a verle?
–Tendrás que ser paciente.
–¿No le habrá ocurrido nada malo?
–No, tranquilízate; pero debe permanecer en Egipto para unas ceremonias oficiales y cuenta contigo para respetar, al pie de la letra, los términos de vuestro contrato.
–¡Que no se preocupe en absoluto! El contrato ha sido ejecutado, todo se ha llevado a cabo como él deseaba.
–¿Puedo pues tranquilizar al general?
–Que lo celebre: ¡sus deseos se han visto cumplidos! En cuanto llegue a Egipto, me pondré en contacto con él.
Inmediatamente después de la marcha del hitita, el patrón de las caravanas se bebió de golpe tres copas de fuerte licor. ¡La suerte le sonreía más allá de lo esperado! Uri-Techup retenido en Egipto… Estaba claro, ¡había un genio bueno para los ladrones!
Quedaba Malfi, un loco peligroso animado, a veces, con fulgores de lucidez. Por lo general, la visión de la sangre bastaba para embriagarle. Asesinando a algunos mercaderes, sin duda se había complacido tanto como con una mujer y habría olvidado examinar de cerca las mercancías. Pero si se había mostrado suspicaz, buscaría al jefe de las caravanas con la rabia de un demente.
El sirio tenía muchas cualidades, pero entre ellas no destacaba el valor físico; enfrentarse con Malfi estaba por encima de sus fuerzas.
A lo lejos distinguió una nube de polvo.
El negociante no esperaba a nadie… Sólo podía tratarse del libio y su comando de asesinos.
Abrumado, el sirio se derrumbó en una estera; la suerte acababa de cambiar. Malfi le degollaría con deleite y su muerte sería lenta.
La nube de polvo se desplazaba poco a poco. ¿Caballos? No, se habrían movido más deprisa. Asnos… Sí, eran asnos. ¡Una caravana, pues! ¿Pero de dónde salía?
Tranquilizado pero intrigado, el mercader se levantó y no perdió ya de vista el cortejo de cuadrúpedos pesadamente cargados, que avanzaban a su ritmo, con un paso muy seguro. Y reconoció a los caravaneros: eran los mismos que él, supuestamente, había enviado a la muerte, por el camino donde Malfi les aguardaba.
¿No sería víctima de un espejismo? No, llegaba también el jefe del convoy, un compatriota de más edad.
–¿Has tenido buen viaje, amigo?
–Ningún problema.
El patrón de las caravanas no disimuló su extrañeza.
–¿Ni el menor incidente?
–Ni el más mínimo. Tenemos ganas de beber, comer, lavarnos y dormir. ¿Te ocupas tú de la carga?
–Claro, claro… Vete a descansar.
La caravana sana y salva, el cargamento intacto… Sólo había una explicación posible: Malfi y sus libios habían sido detenidos. Tal vez aquel loco por la guerra había muerto en manos de la policía del desierto.
La suerte y la fortuna… La existencia colmaba al sirio con todos los dones. ¡Qué bien había hecho corriendo riesgos!
Algo embriagado, corrió hacia el depósito del que sólo él tenía la llave.
El cerrojo de madera estaba roto.
Lívido, el patrón de las caravanas empujó la puerta. Frente a él, ante el amontonamiento de tesoros, había un hombre de cráneo afeitado que vestía una piel de pantera.
–¿Quién… quién sois?
–Kha, sumo sacerdote de Menfis y primogénito de Ramsés. He venido a buscar lo que pertenece a Egipto.
El sirio empuñó su daga.
–Nada de gestos estúpidos… el faraón te observa.
El ladrón se dio la vuelta. De todas partes, tras los montículos de arena, brotaban arqueros egipcios. Y, bajo el sol, Ramsés el Grande, tocado con la corona azul, de pie en su carro.
El patrón de las caravanas cayó de rodillas.
–Perdón… No soy culpable… Me obligaron…
–Serás juzgado -anunció Kha.
La mera idea de comparecer ante un tribunal que pronunciara el castigo supremo enloqueció al sirio. Con la daga levantada, se lanzó contra un arquero que se acercaba a él para ponerle las esposas de madera y le clavó la hoja en el brazo.
Creyendo que su camarada estaba en peligro de muerte, otros tres arqueros no vacilaron en disparar sus saetas; con el cuerpo atravesado por las flechas, el ladrón se derrumbó.
Pese a la opinión contraria de Ameni, Ramsés había querido ponerse personalmente a la cabeza de la expedición. Gracias a las informaciones proporcionadas por la policía del desierto y a la utilización de su varilla de radiestesista, el rey había localizado el punto de llegada, clandestino, de las caravanas desaparecidas. Y había advertido también otra anomalía, cuya realidad quería comprobar.
El carro del faraón corrió por el desierto, seguido por una cohorte de vehículos militares. Los dos caballos de Ramsés eran tan rápidos que distanciaron al resto de la escolta.
Hasta el horizonte sólo se divisaba arena, piedras y montículos.
–¿Por qué se pierde el rey en estas soledades? – preguntó un teniente de carros al arquero que formaba equipo con él.
–Participé en la batalla de Kadesh; Ramsés nunca actúa al azar. Le guía una fuerza divina.
El monarca pasó una duna y se detuvo.
Delante de él, y hasta donde le alcanzaba la vista, magníficos árboles de corteza amarillenta y gris, de madera blanca y suave. Una extraordinaria plantación de olíbanos que ofrecerían a Egipto su preciosa resina durante años y años.
–Excelente noticia -anunció Serramanna-: Ramsés acaba de realizar un nuevo milagro. El faraón ha descubierto una enorme plantación de olíbanos y las caravanas han llegado sanas y salvas a Pi-Ramsés.
El hitita apretó los puños. ¿Por qué no había intervenido Malfi? Si el libio había sido detenido o muerto, Uri-Techup ya no tenía posibilidad alguna de sembrar la discordia en Egipto.
Mientras Tanit discutía con algunas mujeres de negocios, invitadas por la reina al harén de Mer-Ur, el mismo del que Moisés había sido administrador, Uri-Techup se sentó aparte, en un murete de piedra seca, a orillas de un lago de recreo.
–¿En qué piensas, querido compatriota?
El ex general en jefe del ejército hitita levantó los ojos para contemplar a una Mat-Hor en el apogeo de su belleza.
–Estoy triste.
–¿Cuál es la causa de esta pesadumbre?
–Tú, Mat-Hor.
–¿Yo? ¡Pues te equivocas!
–¿Pero no has comprendido todavía la estrategia de Ramsés?
–Revélamela, Uri-Techup.
–Estás viviendo los últimos instantes de tu sueño. Ramsés acaba de realizar una expedición militar para someter más aún a la población de sus colonias; hay que estar ciego para no advertir que está consolidando sus bases de partida para un ataque contra el Hatti. Antes de lanzarse a la ofensiva, se librará de dos molestos personajes: tú y yo. A mí me pondrá en arresto domiciliario, vigilado por la policía, y probablemente seré víctima de un accidente; a ti te encerrará en uno de esos harenes que con tanto placer visitas.
–¡Los harenes no son prisiones!
–Te confiarán una carga honorífica y ficticia, y nunca más verás al rey. Ramsés sólo piensa en la guerra.
–¿Cómo puedes estar tan seguro?
–Tengo una extensa red de amistades que me proporciona verdaderas informaciones, aquellas a las que tú no tienes acceso.
La reina pareció turbada.
–¿Qué propones?
–El rey es un goloso, y le gusta especialmente una receta que él mismo creó, la «delicia de Ramsés», un adobo con ajo dulce, cebolla, vino tinto de los oasis, carne de buey y filetes de perca del Nilo. Es una debilidad que una hitita debería saber explotar.
–¿Te atreves a proponerme que…?
–¡No te hagas la ingenua! En Hattusa aprendiste a manejar el veneno.
–¡Eres un monstruo!
–Si no suprimes a Ramsés, te destruirá.
–No vuelvas a dirigirme la palabra, Uri-Techup.
El hitita apostaba fuerte. Si no había conseguido introducir la duda y la angustia en el espíritu de Mat-Hor, ella le denunciaría a Serramanna. En caso contrario, habría recorrido buena parte del camino.
Kha estaba inquieto.
Sin embargo, el programa de restauración que había emprendido en el paraje de Saqqara se traducía ya en unos notables resultados. La pirámide escalonada de Zoser, la de Unas, en el interior de la cual se habían inscrito los primeros Textos de las Pirámides que revelaban los modos de resurrección del alma real, y los monumentos de Pepi I habían gozado de sus atentos cuidados.
Y el sumo sacerdote de Menfis no se había detenido ahí: también había pedido a sus equipos de maestros de obras y talladores de piedra que vendaran las heridas de las pirámides y los templos de los faraones de la quinta dinastía, en el paraje de Abusir, al norte de Saqqara.
En la propia Menfis, Kha había hecho ampliar el templo de Ptah, que ahora albergaba una capilla en memoria de Seti y sería completado, en un futuro próximo, por un santuario a la gloria de Ramsés.
Cuando la pesada fatiga le vencía, Kha se dirigía al lugar donde habían sido excavadas las tumbas de los reyes de la primera dinastía, junto a la desértica llanura de Saqqara, dominando palmerales y cultivos. La sepultura del rey Djer, señalada por trescientas cabezas de toro de terracota, que sobresalían del contorno provistas de verdaderos cuernos, le transmitían la energía necesaria para consolidar los vínculos del presente con el pasado. Kha no había descubierto todavía el libro de Thot y se resignaba, a veces, al fracaso. ¿No se debería a su falta de atención y a su negligencia para con el culto del toro? El sumo sacerdote se prometía corregir sus errores, pero primero tenía que llevar a cabo su programa de restauración. ¿Lo lograría? Por tercera vez desde que comenzó el año, Kha se hizo llevar en carro hasta la pirámide de Mikerinos donde, una vez concluida la restauración, deseaba grabar una inscripción conmemorativa.
Y por tercera vez la obra estaba vacía, a excepción de un viejo tallador de piedra que comía pan fresco untado con ajo.
–¿Dónde están tus colegas? – preguntó Kha.
–Han vuelto a casa.
–¡De nuevo el fantasma!
–Sí, el fantasma ha reaparecido. Muchos lo han visto; llevaba serpientes en la mano y amenazaba con matar a quien se le acercase. Mientras ese espectro no sea expulsado, nadie aceptará trabajar aquí, ni siquiera a cambio de un gran salario.
Ese era el desastre que Kha temía: verse ante la imposibilidad de poner en condiciones los monumentos de la llanura de Gizeh. Y aquel fantasma hacía caer piedras y provocaba accidentes. Todos sabían que se trataba de un alma atormentada, vuelta a la tierra para sembrar la desgracia entre los vivos. A pesar de toda su ciencia, Kha no había logrado impedir que hiciera daño.
Cuando vio acercarse el carro de Ramsés, al que había pedido ayuda, Kha recuperó la esperanza. Pero si el rey fracasaba, sería necesario declarar zona prohibida parte de la llanura de Gizeh y resignarse a ver como aquellas obras maestras se degradaban.
–La situación empeora, majestad; ya nadie acepta trabajar aquí.
–¿Has pronunciado los conjuros habituales?
–No han hecho efecto.
Ramsés contempló la pirámide de Mikerinos, de poderoso basamento de granito. Cada año, el faraón acudía a Gizeh para obtener la energía de los constructores que habían plasmado en piedra los rayos de luz que unen la tierra y el cielo.
–¿Sabes donde se oculta el fantasma?
–Ningún artesano se ha atrevido a seguirle.
El rey descubrió al viejo tallador de piedra, que seguía comiendo, y se acercó a él. Sorprendido, éste dejó caer su mendrugo de pan y se arrodilló, con las manos hacia delante y la frente en el suelo.
–¿Por qué no has huido con los demás?
–No… No lo sé, majestad.
–Conoces el lugar donde se esconde el fantasma, ¿no es cierto?
Mentir al rey suponía condenarse por toda la eternidad.
–Condúcenos.
Temblando, el anciano guió al rey por las calles de tumbas donde descansaban los fieles servidores de Mikerinos, quienes seguían formando la corte real en el más allá. El atento ojo de Kha advirtió que algunas de ellas, de más de mil años de antigüedad, exigían reparaciones.
El tallador de piedra entró en un pequeño patio al aire libre, cuyo suelo estaba cubierto de restos calcáreos. En una esquina había un montón de pequeños bloques.
–Es aquí, pero no sigáis adelante.
–¿Quién es ese fantasma? – preguntó Kha.
–Un escultor cuya memoria no ha sido honrada y que se venga agrediendo a sus colegas.
Según las inscripciones jeroglíficas, el difunto había dirigido un equipo de constructores en tiempos de Mikerinos.
–Apartemos estos bloques -ordenó Ramsés.
–Majestad…
–Manos a la obra.
Apareció la boca de un pozo rectangular; Kha arrojó un guijarro cuya caída apreció interminable.
–Más de quince metros -concluyó el tallador de piedra al oír el ruido del impacto del proyectil contra el fondo del pozo-. No os aventuréis por esas fauces de infierno, majestad.
Una cuerda con nudos colgaba a lo largo de la pared.
–Pues hay que bajar -estimó Ramsés.
–En ese caso, yo correré el riesgo -decidió el artesano.
–Si te encuentras con el espectro -se opuso Kha-, ¿sabrás pronunciar las fórmulas que le impidan hacer daño?
El anciano agachó la cabeza.
–Como sumo sacerdote de Ptah -dijo el primogénito de Ramsés-, me corresponde efectuar esta tarea. No me lo prohíbas, padre.
Kha inició el lento descenso. El fondo del pozo no estaba a oscuras: de las paredes calcáreas emanaba un extraño fulgor. El sumo sacerdote puso por fin el pie en un suelo desigual y tomó un estrecho corredor que llegaba a una falsa puerta en la que se había representado al difunto, rodeado de columnas de jeroglíficos.
Entonces Kha lo comprendió.
Una larga grieta atravesaba la piedra grabada en toda su longitud y desfiguraba al beneficiario de los textos de resurrección. Al no poder encarnarse ya en una imagen viva, su espíritu se había transformado en un fantasma agresivo que reprochaba a los vivos el desprecio por su memoria.
Cuando Kha volvió a salir del pozo estaba derrengado pero radiante. Cuando la falsa puerta fuera restaurada y el rostro del difunto esculpido de nuevo con amor, el maleficio desaparecería.
Y aparecía de nuevo, medio desnuda, en su nube de perfume…
–¡Querido… los hititas!
–¿De qué estás hablando?
–Centenares… Centenares de hititas han invadido el centro de Pi-Ramsés.
Uri-Techup agarró a la fenicia de los hombros.
–¿Te has vuelto loca?
–¡Me lo han dicho mis siervas!
–Los hititas han atacado, y han golpeado de lleno el corazón del reino de Ramsés… ¡Es fabuloso, Tanit!
Uri-Techup rechazó a su esposa y se puso una corta túnica a rayas negras y rojas. Exaltado como en tiempos de su esplendor, saltó a lomos de un caballo, dispuesto a lanzarse a la batalla.
Hattusil había sido derribado, los partidarios de la guerra a ultranza habían triunfado, las líneas de defensa egipcias habían sido atravesadas con un ataque sorpresa y el destino del Próximo Oriente cambiaba.
En la gran avenida que llevaba al templo del dios Ptah, en el palacio real, una abigarrada muchedumbre se entregaba a la fiesta.
Ni un solo soldado a la vista, ni el menor rastro de combate.
Atónito, Uri-Techup se dirigió a un policía bonachón que participaba en el jolgorio.
–¡Al parecer los hititas han invadido Pi-Ramsés!
–Es verdad.
–¿Pero… dónde están?
–En palacio.
–¿Han matado a Ramsés?
–¿Pero qué estáis diciendo?… Son los primeros hititas que vienen a visitar Egipto, y han traído regalos para nuestro soberano.
Turistas… Atónito, Uri-Techup se abrió paso entre la muchedumbre y se presentó ante la puerta principal de palacio.
–¡Te estábamos esperando! – clamó la voz atronadora de Serramanna-. ¿Quieres asistir a la ceremonia?
Atontado, el hitita se dejó arrastrar por el gigante sardo hasta la sala de audiencias en la que se apretujaban los cortesanos.
En primera fila distinguió a los delegados de los visitantes con los brazos cargados de regalos. Cuando Ramsés apareció, las charlas cesaron. Uno a uno, los hititas presentaron al faraón lapislázuli, turquesas, cobre, hierro, esmeraldas, amatistas, cornalina y jade.
El rey se detuvo ante algunas soberbias turquesas; sólo podían proceder del Sinaí adonde, en su juventud, Ramsés había ido en compañía de Moisés. Resultaba imposible olvidar la montaña roja y amarilla, sus inquietantes rocas y sus secretos barrancos.
–¿Tú, que me traes estas maravillas, has encontrado en tu camino a Moisés y el pueblo hebreo?
–No, majestad.
–¿Has oído hablar de su éxodo?
–Todos los temen, pues de buena gana entablan combate; pero Moisés afirma que llegarán a su país.
De modo que el amigo de infancia de Ramsés seguía persiguiendo su sueño. Pensando en los lejanos años en que sus respectivos destinos se habían edificado, el monarca prestó sólo una distraída atención a aquel cúmulo de presentes.
El jefe de la delegación fue el último en inclinarse ante Ramsés.
–¿Podemos ir y venir libremente por todo Egipto, majestad?
–Esa es la consecuencia de la paz.
–¿Podremos honrar a nuestros dioses en vuestra capital?
–A oriente de la ciudad se levanta el templo de la diosa siria Astarte, compañera del dios Set y protectora de mi carro y mis caballos. A ella le rogué que velara por la seguridad del puerto de Menfis. El dios de la Tormenta y la diosa del Sol, que vosotros veneráis en Hattusa, son también bienvenidos en Pi-Ramsés.
Cuando la delegación hitita hubo abandonado la sala de audiencias, Uri-Techup se dirigió a uno de sus compatriotas.
–¿Me reconoces?
–No.
–Soy Uri-Techup, el hijo del emperador Muwattali.
–Muwattali ha muerto, el que reina es Hattusil.
–¿Esta visita… es una trampa, no es cierto?
–¿Qué estás diciendo? Venimos a visitar Egipto, y muchos otros hititas nos seguirán. La guerra ha terminado de verdad.
Durante largos minutos, Uri-Techup permaneció inmóvil en la gran avenida de Pi-Ramsés.
El director del Tesoro que acompañaba a Ameni se atrevió, finalmente, a presentarse ante Ramsés. Hasta entonces había preferido contener su lengua a la espera de que el escándalo no estallara y prevaleciese la razón. Pero la llegada de los visitantes hititas o, más exactamente, los regalos que aportaban, había provocado tal exceso que el alto funcionario no podía ya callar. Enfrentarse con Ramsés estaba por encima de sus fuerzas y el director del Tesoro se había dirigido a Ameni, que le había escuchado sin decir palabra. Terminadas las explicaciones, el secretario particular del monarca había pedido inmediatamente audiencia, ordenando al dignatario que repitiese sus acusaciones, palabra por palabra, sin omitir el menor detalle.
–¿No tienes nada que añadir, Ameni?
–¿Realmente es necesario, majestad?
–¿Estabas al corriente de todo?
–Mi vigilancia no ha sido suficiente, lo reconozco; pero de todos modos había hecho algunas advertencias.
–Considerad ambos que el problema está resuelto.
Aliviado, el director del Tesoro evitó la severa mirada del rey; afortunadamente, éste no había formulado condena alguna contra él. Por lo que a Ameni se refiere, contaba con Ramsés para restablecer la regla de Maat en el corazón de su propio palacio.
–¡Por fin, majestad! – exclamó Mat-Hor-; ya perdía las esperanzas de veros. ¿Por qué no estaba yo a vuestro lado cuando habéis recibido a mis compatriotas? Les habría encantado admirarme.
Soberbia con su vestido rojo adornado con rosetas de plata, Mat-Hor revoloteó entre una nube de siervas. Como todos los días, buscaban la menor brizna de polvo, aportaban nuevas joyas y suntuosos vestidos, y cambiaban los centenares de flores que perfumaban los aposentos de la reina.
–Despide a tu personal -ordenó Ramsés.
La reina se quedó perpleja.
–Pero… no puedo quejarme de ellos.
Mat-Hor no estaba ante un hombre enamorado, sino ante el faraón de Egipto. Debía de tener aquella mirada cuando contraatacó, en Kadesh, lanzándose solo contra miles de hititas.
–¡Marchaos todas! – gritó la reina.
Poco acostumbradas a ser tratadas de aquel modo, las siervas se retiraron sin apresurarse, dejando en el suelo los objetos que llevaban.
Mat-Hor intentó sonreír.
–¿Qué ocurre, majestad?
–¿Crees que tu comportamiento es propio de una reina de Egipto?
–Estoy en mi lugar, como vos exigisteis.
–Al contrario, Mat-Hor, te comportas como un tirano de inaceptables caprichos.
–¿Qué me reprochas?
–Asaltas al director del Tesoro para obtener de sus reservas las riquezas que pertenecen a los templos y, ayer, te atreviste a dictar un decreto por el que te apoderas de los metales preciosos ofrecidos al Estado por tus compatriotas.
La joven se rebeló.
–¡Soy la reina, todo es mío!
–Te equivocas gravemente. Egipto no está regido por la avidez y el egoísmo, sino por la ley de Maat. Esta tierra es propiedad de los dioses; ellos la transmiten al faraón, cuyo deber es mantenerla en buena salud, próspera y feliz. Debes mostrar, en cualquier circunstancia, tu rectitud. Cuando un jefe deja de ser un modelo, todo el país corre hacia la decadencia y la ruina. Al actuar de ese modo, atentas contra la autoridad del faraón y el bienestar de su pueblo.
Ramsés no había levantado la voz, pero sus palabras eran más cortantes que el filo de una espada.
–Yo… No creía que…
–Una reina de Egipto no debe creer sino actuar. Y actúas mal, Mat-Hor; he anulado tu inicuo decreto y tomado disposiciones para impedirte hacer daño. En adelante residirás en el harén de Mer-Ur y sólo vendrás a la corte si te lo ordeno. No carecerás de nada, pero en adelante se te impedirá cualquier exceso.
–Ramsés… ¡No puedes rechazar mi amor!
–Mi esposa es la tierra de Egipto, Mat-Hor, y tú eres incapaz de comprenderlo.
Además, Setaú era querido por los talladores de piedra, y cubría la región de templos y capillas a la gloria del faraón y de sus dioses protectores. Y el mismo Setaú velaba por la buena organización de los trabajos agrícolas, estableciendo un catastro y encargándose de los impuestos.
El virrey tenía que afrontar la realidad: aquel encantador de serpientes, a quien el alto funcionario había considerado un excéntrico sin porvenir alguno, se imponía como un administrador riguroso. Si Setaú seguía obteniendo tan notables resultados, la posición del virrey se haría muy incómoda; acusado de incapacidad y de pereza, perdería su puesto.
Negociar con Setaú resultaba imposible. Obstinado, rechazando el ocio y negándose a reducir su programa de trabajo, el amigo de infancia de Ramsés evitaba cualquier compromiso. El virrey ni siquiera había intentado corromperle; a pesar de su rango, Setaú y Loto vivían con sencillez, en contacto con los indígenas, y no manifestaban afición alguna por el lujo.
Sólo quedaba una solución: un accidente mortal, cuidadosamente organizado para que nadie pudiera dudar de las causas de la muerte de Setaú. Por ello, el virrey había llamado a Abu Simbel a un mercenario nubio que acababa de salir de la cárcel. El hombre tenía un pasado muy turbio y carecía de cualquier conciencia moral. Una buena retribución le convencería de que actuara sin tardanza.
La noche era oscura. Formando la fachada del gran templo, los cuatro colosos sentados que encarnaban el ka de Ramsés miraban a lo lejos, atravesando tiempos y espacios que los ojos humanos no podían ver.
El nubio, de frente estrecha, pómulos salientes y gruesos labios, aguardaba allí armado con una azagaya.
–Soy el virrey.
–Te conozco. Te vi en la fortaleza donde estaba preso.
–Necesito tus servicios.
–Cazo para mi aldea… Ahora soy un hombre tranquilo.
–Mientes. Te acusan de robo y hay pruebas contra ti.
Rabioso, el nubio clavó su azagaya en el suelo.
–¿Quién me acusa?
–Si no colaboras conmigo, volverás a presidio y no saldrás nunca más de allí; si me obedeces, serás rico.
–¿Qué esperáis de mí?
–Alguien se ha atravesado en mi camino; me librarás de él.
–¿Un nubio?
–No, un egipcio.
–Entonces, va a costar caro.
–No estás en condiciones de negociar -declaró secamente el virrey.
–¿A quién debo suprimir?
–A Setaú.
El nubio recuperó su azagaya y la blandió hacia el cielo.
–¡Eso vale una fortuna!
–Se te pagará generosamente, siempre que la muerte de Setaú parezca un accidente.
–De acuerdo.
Como si estuviera ebrio, el virrey vaciló y cayó sobre sus nalgas; el nubio no tuvo tiempo de soltar la carcajada pues fue víctima de la misma desventura.
Ambos hombres intentaron levantarse, pero perdieron el equilibrio y cayeron de nuevo.
–¡El suelo tiembla -exclamó el nubio-, el dios Tierra se ha encolerizado!
La colina soltó un gruñido, los colosos se movieron. Petrificados, el virrey y su cómplice vieron como se desprendía la gigantesca cabeza de uno de ellos.
El rostro de Ramsés cayó hacia los criminales y los aplastó con su peso.
La dama Tanit estaba desesperada. Hacía una semana que Uri-Techup no le había hecho el amor. Se marchaba por la mañana temprano, galopaba por la campiña durante todo el día, regresaba molido, comía por cuatro y se dormía sin decir palabra.
Tanit se había atrevido a interrogarle sólo una vez, pues la había golpeado con violencia hasta hacerle perder el sentido. La fenicia sólo encontraba consuelo junto a su gato atigrado y ni siquiera tenía ánimos para administrar su patrimonio.
Concluía una nueva jornada, vacía y lánguida. El felino ronroneaba en el regazo de Tanit.
El trote de un caballo… ¡Uri-Techup regresaba! Apareció el hitita, inflamado.
–¡Ven, hermosa!
Tanit se lanzó en brazos de su amante, que le arrancó el vestido y la tumbó sobre unos almohadones.
–¡Querido, al fin te recupero!
El furor de su amante la colmó de satisfacción; Uri-Techup la devoró.
–¿Qué preocupación te corroía?
–Me creía abandonado… ¡Pero Malfi está vivo y sigue federando las tribus libias! Uno de sus emisarios se ha puesto en contacto conmigo. La lucha prosigue, Tanit, y Ramsés no es invulnerable.
–Perdona que te lo repita, querido… Pero ese Malfi me da miedo.
–Los hititas se confinan en su cobardía. Sólo los libios les obligarán a salir de su sopor y Malfi es el hombre adecuado para lograrlo. No tenemos más salida que la violencia y el combate a ultranza… ¡Y cuenta conmigo para vencer!
Tanit dormía, ahíta de placer; sentado en una silla de paja, en el jardín, Uri-Techup, con la cabeza llena de sueños sanguinolentos, contemplaba la luna ascendente y le pedía ayuda.
–Yo sería más eficaz que ese astro -murmuró a sus espaldas una voz femenina.
El hitita se dio la vuelta.
–Tú, Mat-Hor… ¡Corres un gran riesgo!
–La reina todavía puede ir a donde quiere.
–Pareces desengañada… ¿Te ha repudiado Ramsés?
–¡No, claro que no!
–Y entonces, ¿por qué estás aquí con tanto secreto?
La hermosa hitita levantó sus ojos al cielo estrellado.
–Tenías razón, Uri-Techup. Soy una hitita y seguiré siéndolo. Ramsés nunca va a reconocerme como su gran esposa real. Jamás igualaré a Nefertari.
Mat-Hor no pudo contener unos sollozos. Uri-Techup quiso tomarla en sus brazos, pero ella se apartó.
–Soy estúpida… ¿Por qué llorar por un fracaso? ¡Es la actitud de los débiles! Una princesa hitita no tiene derecho a compadecerse por su destino.
–Tú y yo hemos nacido para vencer.
–Ramsés me ha humillado -reconoció Mat-Hor-, ¡me ha tratado como a una sierva! Le quería, estaba dispuesta a convertirme en una gran reina, me doblegué a su voluntad, pero él me ha pisoteado con desdén.
–¿Estás decidida a vengarte?
–No lo sé… Ya no lo sé.
–¡Mantén tu lucidez, Mat-Hor! Aceptar la humillación sin reaccionar sería una cobardía indigna de ti. Y si estás aquí es porque has tomado una decisión.
–¡Cállate, Uri-Techup!
–No, no callaré. El Hatti no está vencido, todavía puede levantar la cabeza. Cuento con poderosos aliados, Mat-Hor, y tenemos un enemigo común: Ramsés.
–Ramsés es mi marido.
–No, es un tirano que te desprecia y que ya ha olvidado tu existencia. Actúa, Mat-Hor, actúa como te he propuesto. El veneno está a tu disposición.
Matar su sueño… ¿Podía Mat-Hor destruir el porvenir que tanto había deseado, poner fin a los días del hombre por el que había sentido una enloquecida pasión, el faraón de Egipto?
–Decídete -ordenó Uri-Techup.
La reina huyó en la noche.
Con la sonrisa en los labios, el guerrero hitita subió a la terraza de la mansión para acercarse a la luna y darle las gracias.
–¿Quién me sigue?
–Soy yo, Tanit.
El hitita agarró a la fenicia por la garganta.
–¿Nos espiabas?
–No, yo…
–¿Lo has oído todo, no es cierto?
–Sí, pero callaré,;te lo juro!
–Claro, querida, no ibas a cometer un error fatal. ¡Mira, hermosa mía, mira!
Uri-Techup sacó de su túnica una daga de hierro y apuntó con ella al astro nocturno.
–Mira bien esta arma. Es la que mató a Acha, el amigo de Ramsés; y matará al faraón y te cortará la garganta si me traicionas.
Afortunadamente para el porvenir de Egipto, no existía disensión alguna entre Kha y Merenptah. El hijo mayor, teólogo y ritualista, proseguía su búsqueda del conocimiento estudiando los viejos textos y los monumentos del pasado; el menor ejercía las funciones de general en jefe y velaba por la seguridad del reino. Ningún otro «hijo real» poseía su madurez, su rigor y su sentido del Estado. Cuando considerara llegado el momento, Ramsés designaría a su sucesor con toda serenidad.
¿Pero quién podía pensar en suceder a Ramsés el Grande, cuyos rutilantes sesenta años atraían las miradas de las hermosas de palacio? Desde hacía mucho tiempo, el prestigio del monarca había superado las fronteras de Egipto, y su leyenda corría en los labios de los narradores, desde el sur de Nubia hasta la isla de Creta. ¿No era acaso el soberano más poderoso del mundo, el Hijo de la Luz, el constructor infatigable? Los dioses jamás habían concedido tantos dones a un ser humano.
–Bebamos a la gloria de Ramsés -propuso Ameni.
–No -objetó el monarca-; celebremos más bien a nuestra madre, la tierra de Egipto, una tierra que es el reflejo del cielo.
Los cuatro hombres brindaron por una civilización y un país que les ofrecía tantas maravillas y a los que consagraban su existencia.
–¿Por qué no nos acompaña Meritamón? – preguntó Kha.
–En estos momentos está tocando música para los dioses; es su voluntad y la respeto.
–No has invitado a Mat-Hor -observó Merenptah.
–Ahora reside en el harén de Mer-Ur.
–Sin embargo -se extrañó Ameni-, la he encontrado en las cocinas.
–Pues ya debería haber abandonado el palacio; mañana mismo, Ameni, procura que mi decisión se haga efectiva. ¿Alguna información sobre Libia, Merenptah?
–Nada nuevo, majestad; al parecer Malfi es un loco y su sueño de conquista se limita a su cerebro enfermo.
–El fantasma de Gizeh ha desaparecido -reveló Kha-; los talladores de piedra trabajan en paz.
El intendente de palacio entregó una misiva al rey. El monarca distinguió el sello de Setaú y la indicación de «urgente».
Ramsés rompió el sello, desenrolló el papiro, leyó el breve mensaje de su amigo e, inmediatamente, se levantó.
–Salgo de inmediato a Abu Simbel; terminad la comida sin mí.
Ni Kha ni Merenptah ni Ameni tuvieron ganas de saborear el adobo. Por unos instantes, el cocinero sintió la tentación de probarlo con sus ayudantes; pero se trataba de la comida real. Tocarla hubiera sido, a la vez, un insulto y una rapiña. Desolado, el cocinero tiró el plato de fiesta en el que Mat-Hor había vertido el veneno que Uri-Techup le había entregado.
Una vez más, Nubia hechizó a Ramsés. La pureza del aire, el azul absoluto del cielo, el verde encantador de las palmeras y la franja cultivada que se alimentaba del Nilo para luchar contra el desierto, las bandadas de pelícanos, de grullas reales, de flamencos rosas y de ibis, el aroma de las mimosas y la magia ocre de las colinas permitían al alma comunicarse con las fuerzas ocultas de la naturaleza.
Ramsés no abandonaba la proa de la rápida embarcación que le llevaba a Abu Simbel. Había reducido al máximo su escolta y elegido personalmente una tripulación infatigable, formada por marineros de élite, acostumbrados a los riesgos de la navegación por el Nilo.
No lejos de su meta, cuando el monarca descansaba en su cabina, sentado en una silla plegable cuyos pies tenían formas de cabezas de pato con incrustaciones de marfil, la embarcación redujo su velocidad.
Ramsés interrogó al capitán.
–¿Qué ocurre?
–En la ribera hay un ejército de cocodrilos de siete metros de largo, por lo menos. E hipopótamos en el agua. De momento, no podemos proseguir. Aconsejo incluso a vuestra majestad que desembarque. Los animales parecen nerviosos, podrían tomarla con nosotros.
–Avanza sin temor; capitán…
–Majestad, os aseguro que…
–Nubia es tierra de milagros.
Con un nudo en la garganta, los marineros prosiguieron la maniobra.
Los hipopótamos se agitaron. En la ribera, un enorme cocodrilo sacudió la cola, avanzó algunos metros como un rayo, se detuvo de nuevo.
Ramsés había advertido la presencia de su aliado antes de verlo incluso. Apartando con la trompa las ramas bajas de una acacia, un gran elefante macho lanzó un bramido que hizo emprender el vuelo a centenares de pájaros y dejó petrificados a los marineros.
Algunos cocodrilos se refugiaron en una zona herbosa, medio sumergida; otros se arrojaron contra los hipopótamos, que se defendieron con vigor. El combate fue breve y violento, luego el Nilo recuperó su quietud.
El elefante lanzó un segundo bramido dirigido a Ramsés, quien le saludó con la mano. Hacía ya muchos años, el hijo de Seti había salvado a un elefante herido; adulto ya, el animal de grandes orejas y pesados colmillos se manifestaba en favor del rey cada vez que éste lo necesitaba.
–¿No deberíamos capturar a ese monstruo y llevarlo a Egipto? – sugirió el capitán.
–Venera la libertad y guárdate mucho de ponerle trabas.
Dos altozanos que sobresalían mucho, una cala de arena dorada, un valle separando las dos prominencias de la montaña, acacias cuyo perfume embalsamaba el aire ligero, la hechizadora belleza del gres nubio… La visión del paraje de Abu Simbel hizo que Ramsés sintiera su corazón en un puño. Allí había creado dos templos que encarnaban la unión de la pareja real, formada para siempre con Nefertari.
Como el rey temía, la carta de Setaú no exageraba en absoluto: el paraje había sido víctima de un temblor de tierra. El rostro y el torso de uno de los cuatro colosos sentados se habían derrumbado.
Setaú y Loto recibieron al monarca.
–¿Heridos? – preguntó Ramsés.
–Dos muertos: el virrey de Nubia y un antiguo presidiario.
–¿Qué hacían juntos?
–Lo ignoro.
–¿Daños en el interior de los templos?
–Compruébalo tú mismo.
Ramsés entró en el santuario. Los talladores de piedra estaban trabajando ya; habían apuntalado los pilares dañados de la gran sala y enderezado los que amenazaban con derrumbarse.
–¿Ha sufrido algún desperfecto el edificio dedicado a Nefertari?
–No, majestad.
–Demos gracias a los dioses, Setaú.
–Los trabajos se realizarán rápidamente y desaparecerá todo rastro del desastre. Lo del coloso será más difícil. Tengo varios proyectos que consultarte.
–No intentes repararlo.
–¿No… no dejarás así la fachada?
–Ese terremoto ha sido un mensaje del dios de la Tierra; puesto que él ha creado la fachada, no contrariemos su voluntad.
La decisión del faraón había sorprendido a Setaú, pero Ramsés se había mostrado inflexible. Sólo tres colosos perpetuarían la presencia del ka real; mutilado, el cuarto sería testimonio del envejecimiento y la imperfección inherentes a cualquier obra humana. La fractura del gigante de piedra, en vez de perjudicar la majestad del conjunto, ponía de relieve el poderío de sus tres compañeros.
–Has aumentado la cantidad de ofrendas divinas -dijo Ramsés a Setaú-, acumulado el producto de las cosechas en graneros reales, establecido la paz en esta provincia turbulenta, construido santuarios en todo Nubia y preferido, siempre, la verdad a la mentira; ¿qué te parecería convertirte, aquí, en representante de la justicia de Maat?
–Pero… ¡eso es prerrogativa del virrey!
–No lo he olvidado, amigo mío, ¿no eres acaso el nuevo virrey de Nubia, nombrado por un decreto fechado el año treinta y ocho de mi reinado?
Setaú buscó palabras para protestar, pero Ramsés no le dio tiempo.
–No puedes negarte; el temblor de tierra también ha sido una señal para ti. Tu existencia toma hoy otra dimensión. Sabes cómo amo esa región; cuídala mucho, Setaú.
El encantador de serpientes se alejó por la noche perfumada; necesitaba estar solo para asimilar la decisión que le convertía en uno de los primeros personajes del Estado.
–¿Me autorizáis a haceros una pregunta insolente? – preguntó Loto.
–¿No es ésta una velada excepcional?
–¿Por qué habéis aguardado tanto tiempo antes de nombrar a Setaú virrey de Nubia?
–Tenía que aprender a administrar Nubia sin pensar en ello; hoy vive su vocación y responde a una llamada que le invadió poco a poco. Nadie ha conseguido corromperlo ni envilecerle, porque la voluntad de servir esta provincia anima cada uno de sus actos. Y necesitaba tiempo para ser consciente de ello.
La cuarta estatua, la del dios Ptah, seguía en la penumbra. Como hijo de Ptah, Ramsés era el constructor de su reino y de su pueblo, y también el que transmitía el Verbo gracias al cual todas las cosas se hacían reales. El rey pensó en su hijo Kha, sumo sacerdote de Ptah, que había elegido la vía de ese misterio.
Cuando el monarca salió del gran templo, una dulce claridad bañaba la explanada arbolada y comenzaba a hacer cantar el cálido color del gres nubio, cuyo oro mineral evocaba la carne de los dioses. Ramsés se dirigió hacia el templo dedicado a Nefertari, aquella por la que el sol se levantaba.
Y aquel sol, padre nutricio de Egipto, se levantaría hasta el final de los tiempos para la gran esposa real que había iluminado las Dos Tierras con su belleza y su sabiduría.
La reina, inmortalizada por los escultores y los pintores, despertó en Ramsés el deseo de pasar al más allá y reunirse con ella por fin; él le imploró que le tomara de la mano, que brotara de aquellos muros donde vivía, eternamente joven y bella, en compañía de sus hermanos los dioses y de sus hermanas las diosas, ella, que hacía reverdecer el mundo y fulgurar el Nilo. Pero Nefertari, navegando en la barca del sol, se limitó a sonreír a Ramsés. La tarea del rey no había concluido; un faraón, fueran cuales fuesen sus sufrimientos de hombre, se debía a las potencias celestiales y a su pueblo. Estrella imperecedera, Nefertari, la de dulce rostro y palabra justa, seguiría guiando los pasos de Ramsés para que el país permaneciera en el camino de Maat, hasta que ésta le concediera el descanso.
La jornada concluía cuando la magia de Nefertari incitó al rey a regresar al mundo exterior, a ese mundo en el que no tenía derecho a flaquear.
En la explanada había centenares de nubios vestidos de gala. Ataviados con pelucas teñidas de rojo, pendientes de oro, una túnica blanca hasta los tobillos y taparrabos adornados con motivos florales, los jefes de tribu y sus dignatarios tenían los brazos llenos de regalos: pieles de pantera, anillos de oro, marfil, ébano, plumas y huevos de avestruz, sacos llenos de piedras preciosas, abanicos.
Acompañado por Setaú, el decano de la asamblea avanzó hacia Ramsés.
–Que se rinda homenaje al Hijo de la Luz.
–Que se rinda homenaje a los hijos de Nubia que han elegido la paz -dijo Ramsés-; que estos dos templos de Abu Simbel, tan caros a mi corazón, sean símbolo de su unión con Egipto.
–Majestad, toda Nubia sabe ya que habéis nombrado virrey a Setaú.
Un denso silencio reinó en la concurrencia. Si los jefes de tribu desaprobaban la decisión, renacería el desorden. Pero Ramsés no destituiría a Setaú; sabía que su amigo había nacido para administrar aquella región y que la haría feliz.
El decano se volvió hacia Setaú, que vestía su túnica de piel de antílope.
–Agradecemos a Ramsés el Grande que haya elegido al hombre que sabe salvar vidas, habla con su corazón y conquista el nuestro.
Conmovido hasta las lágrimas, Setaú se inclinó ante Ramsés.
Y lo que vio le dejó aterrado: una víbora cornuda se aproximaba al pie del rey, serpenteando por la arena.
Setaú quiso gritar y avisar al monarca, pero sus advertencias se ahogaron en el concierto de aclamaciones con que lo recibieron los nubios.
Cuando la víbora se irguió para golpear, un ibis blanco bajó del azur y clavó su pico en la cabeza del reptil, emprendiendo de nuevo el vuelo con su presa.
Quienes habían visto la escena no lo dudaron; era el dios Thot en forma de ibis quien había salvado la vida del monarca. Y puesto que Thot se había manifestado así, el modo de gobernar del virrey Setaú sería justo y sabio.
Abandonando la muchedumbre de sus partidarios, éste pudo por fin aproximarse al rey.
–Y pensar que esa víbora…
–¿Pero qué temías, Setaú, si ya me has inmunizado? Debes confiar en ti, amigo mío.
¡Dos veces peor, si no tres, si no diez! Sí, era peor de lo que Setaú había imaginado. Desde su nombramiento, el trabajo le abrumaba y debía conceder audiencia a mil y un solicitantes, cuyas demandas eran igual de urgentes. En pocos días comprobó que los humanos no tenían pudor alguno cuando se trataba de defender sus propios intereses, aun en detrimento de los de otro.
A pesar de su deseo de obedecer al rey y cumplir la misión que le había confiado, Setaú sintió la tentación de renunciar. Capturar peligrosos reptiles era más fácil que resolver conflictos entre facciones rivales.
Pero el nuevo virrey de Nubia contó con la ayuda de dos colaboradores que no esperaba. En primer lugar, Loto, cuya metamorfosis le sorprendió; ella, la enamorada de deliciosas iniciativas, la liana nubia que sabía extraer del cuerpo de su amante un placer encantador, la hechicera capaz de hablar el lenguaje de las serpientes, le ayudaba con la frialdad de una mujer de poder. Su belleza, intacta a pesar de los años, fue una preciosa ventaja en las discusiones de los dignatarios de las tribus que, olvidando sus querellas y algunas de sus exigencias, contemplaban las encantadoras formas de la esposa del virrey. En resumen, encantaba otros reptiles.
El segundo aliado, más sorprendente todavía, fue el propio Ramsés. La presencia del monarca, durante las primeras discusiones de Setaú con los oficiales superiores de las fortalezas egipcias, resultó decisiva, y los oficiales comprendieron enseguida que Setaú no era un fantoche y que tenía el apoyo del rey. Ramsés no dijo una sola palabra, permitiendo a su amigo expresarse y demostrar su valor.
Al finalizar la ceremonia de instalación del virrey en la fortaleza de Buhen, Setaú y Ramsés pasearon por las murallas.
–Nunca he sabido dar las gracias -confesó Setaú-, pero…
–Nadie podría haber impedido que te impusieras; te he hecho ganar algo de tiempo, eso es todo.
–Me has dado tu magia, Ramsés, y esa fuerza es irreemplazable.
–Es el amor a este país que ha captado tu existencia, y has aceptado la realidad porque eres un auténtico guerrero, ardiente y sincero como esta tierra.
–¡Un guerrero al que pides que consolide la paz!
–¿No es acaso el más suave de los alimentos?
–Pronto vas a marcharte, ¿no es cierto?
–Eres virrey, tu esposa es notable; vuestro deber consiste en dar prosperidad a Nubia.
–¿Volverás, majestad?
–Lo ignoro.
–Y sin embargo, tú también amas este país.
–Si viviera aquí, me sentaría bajo una palmera, a orillas del Nilo, frente al desierto, y contemplaría el curso del sol pensando en Nefertari, sin preocuparme por los asuntos del Estado.
–Hoy, sólo hoy, comienzo a sentir algo del peso que gravita sobre tus hombros.
–Porque ya no te perteneces, Setaú.
–Carezco de tu poderío, majestad; ¿no será el fardo demasiado pesado para mí?
–Gracias a las serpientes, has vencido el miedo; gracias a Nubia, vivirás la práctica del poder sin convertirte en su esclavo.
Serramanna practicaba el boxeo con un maniquí de trapo, tiraba al arco, corría y nadaba; sin embargo, aquella orgía de ejercicio físico no agotaba su exceso de rabia contra Uri-Techup. A pesar de lo que había esperado, el hitita no perdía su sangre fría ni cometía la falta que hubiera permitido al sardo detenerle. Y su grotesca unión con Tanit acababa pareciendo un matrimonio respetable al que se acostumbraban las grandes familias de Pi-Ramsés.
Cuando el jefe de la guardia personal de Ramsés estaba despidiendo a una soberbia danzarina nubia, cuya alegre sensualidad le había calmado un poco, uno de sus subordinados cruzó la puerta.
–¿Has almorzado ya, muchacho?
–Bueno…
–Perca del Nilo, riñones en salsa, pichón relleno, legumbres frescas… ¿Te apetece?
–Claro, jefe.
–Cuando tengo hambre, mis orejas están tapadas; comamos y ya hablarás luego.
Concluida la comida, Serramanna se tendió en unos almohadones.
–¿Qué te trae aquí, muchacho?
–Como me pedisteis, jefe, monté discretamente guardia ante la mansión de la dama Tanit durante su ausencia. Un hombre de cabellos rizados y túnica multicolor se ha presentado tres veces al portero.
–¿Le has seguido?
–No eran esas vuestras instrucciones, jefe.
–Así pues, no puedo reprocharte nada.
–Pero… pero la tercera vez le seguí, y me preguntaba si no habría metido la pata.
Serramanna se levantó y su enorme mano cayó sobre el hombro del mercenario.
–¡Bravo, pequeño! A veces es preciso saber desobedecer. Dime que has averiguado.
–Sé donde vive.
Antaño, no habría dudado; pero el antiguo pirata se había convertido en un egipcio, y el respeto por la justicia le parecía ahora un valor que permitía a los humanos cohabitar sin excesivos choques y sin insultar a los dioses. Así pues, el jefe de la guardia personal de Ramsés penetró en el despacho de Ameni, cuando el secretario particular y portasandalias del monarca trabajaba solo, a la luz de los candiles de aceite.
Sin dejar de leer tablillas de madera, Ameni devoraba un puré de habas, pan fresco y pastelillos de miel. Y el milagro proseguía: ningún alimento le hacía engordar.
–Cuando me visitas tan tarde, no es buena señal -dijo a Serramanna.
–Te equivocas. Tal vez tenga una pista interesante, pero no he hecho nada todavía.
Ameni se sorprendió.
–¿Acaso el dios Thot te ha tomado bajo la protección de su ala de ibis para insuflarte cierta prudencia? Has obrado bien, Serramanna. El visir no bromea con el respeto a los demás.
–Se trata de un rico fenicio, Narish, que vive en una gran mansión. Ha acudido varias veces a la casa de la dama Tanit.
–Visita de cortesía entre compatriotas.
–Narish ignoraba que Tanit y Uri-Techup estuvieran en viaje oficial acompañando a la reina. Desde que han regresado, sólo ha ido una vez, y en plena noche.
–¿Acaso estás vigilando la mansión de Tanit sin autorización?
–En absoluto, Ameni; la información me la ha confiado el vigilante que se encarga de la seguridad del barrio.
–No sólo me tomas por imbécil sino que, además, juegas al diplomático. Ha nacido un nuevo Serramanna… -El escriba dejó de comer-. Me quitas el apetito.
–¿He cometido algún error grave? – se preocupó el sardo.
–No, tu presentación de los hechos es astuta y adecuada… lo que me inquieta es el nombre de Narish.
–Es un hombre acomodado y, sin duda, influyente; ¿pero por qué va a escapar de la justicia?
–Es más influyente de lo que crees. Narish es un comerciante de la ciudad de Tiro que se encarga de preparar, junto con nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores, la visita del rey a Fenicia.
El sardo se enfureció.
–¡Es una trampa! Narish está en contacto con Uri-Techup.
–Hace negocios con su compatriota, la dama Tanit, rica comerciante también; nada prueba que conspire con el hitita.
–No seamos ciegos, Ameni.
–Estoy en una situación difícil. Tras varios meses pasados en Nubia para asentar la autoridad de Setaú, Ramsés ha tomado de nuevo el expediente de nuestros protectorados del Norte y nuestras relaciones comerciales. Los vínculos con Fenicia se han relajado un poco y ha decidido hacerlos más estrechos con un viaje oficial. Ya conoces al rey, el riesgo de un atentado no le hará retroceder.
–Es preciso proseguir la investigación y demostrar que el tal Narish es un cómplice de Uri-Techup.
–¿No creerás que vamos a permanecer con los brazos cruzados?
Las aguas del Nilo reflejaban el oro del sol poniente; se preparaba la comida en casa de los ricos y en la de los humildes. Las almas de los muertos, tras haber navegado en compañía del astro del día y haberse alimentado con su energía, regresaban a sus moradas de eternidad para regenerarse con otra forma de energía, el silencio.
Sin embargo, aquella noche, los perros encargados de custodiar la inmensa necrópolis de Saqqara permanecían ojo avizor, pues el paraje recibía a dos distinguidos visitantes, Ramsés el Grande y su hijo Kha, presa de insólita exaltación.
–¡Qué feliz me siento recibiéndote en Saqqara, majestad!
–¿Has descubierto por fin el libro de Thot?
–La mayoría de los antiguos monumentos se han restaurado ya, estamos en los acabados; por lo que al libro de Thot se refiere, tal vez esté reconstruyéndolo página a página, y, precisamente, me gustaría mostrarte una de ellas. Durante tu larga estancia en Nubia, maestros de obra y artesanos del dios Ptah han trabajado sin descanso.
La alegría de su hijo colmaba a Ramsés de felicidad. Pocas veces le había visto tan feliz.
En el vasto dominio de Saqqara reinaba la pirámide madre de Zoser y de Imhotep, la primera construcción de piedras talladas cuyos peldaños formaban una escalera hacia el cielo; pero Kha no llevó a su padre hacia el extraordinario monumento, sino que siguió un camino desconocido que serpenteaba hacia el noroeste de la pirámide.
Una capilla de columnas sobrealzadas, cuya base estaba adornada con estelas dedicadas a las divinidades por grandes personajes del Estado, señalaba la entrada de un subterráneo custodiada por sacerdotes provistos de antorchas.
–El paño de ceremonia del faraón incluye una cola de toro, pues es el poderío por excelencia -recordó Kha-. Y este poderío es el del toro Apis, que permite al señor de las Dos Tierras franquear todos los obstáculos. Apis lleva en sus lomos la momia de Osiris, para resucitarle en su carrera celestial. Hice el juramento de construir para los toros Apis un santuario adecuado a la grandeza de su dinastía; la obra ya está terminada.
Precedidos por los portadores de antorchas, el monarca y su primogénito penetraron en el templo subterráneo de los toros Apis. Durante generaciones, el alma del dios había pasado de animal en animal, sin que la transmisión de su fuerza sobrenatural se interrumpiese. Cada uno de ellos descansaba en un enorme sarcófago depositado en una capilla; momificados como humanos, los toros Apis eran inhumados con los tesoros de su reinado, joyas, preciosas jarras e, incluso, pequeñas figuritas con cabeza de toro que se animarían mágicamente en el más allá para evitarles cualquier fatiga. Los constructores habían excavado y practicado impresionantes galerías que unían entre sí las capillas donde los toros momificados dormían su apacible sueño.
–Todos los días -precisó Kha-, unos sacerdotes especializados presentarán ofrendas en cada una de las capillas, para que la gran alma de Apis conceda al faraón la fuerza que necesita. He hecho construir también un sanatorio donde los enfermos se alojarán en habitaciones con los muros cubiertos de yeso blanco; allí harán curas de sueño. ¿No se sentirá encantada Neferet, la médico en jefe?
–Apis acude a ti, majestad.
Saliendo de las tinieblas, un colosal toro negro avanzó lentamente hacia el faraón. El Apis reinante tenía aspecto de monarca pacífico. Ramsés recordó el terrorífico momento cuando, en Abydos, su padre, Seti, le había enfrentado a un toro salvaje. Habían transcurrido muchos años desde aquel episodio que había decidido el destino del Hijo de la Luz.
El toro se aproximó, Ramsés permaneció inmóvil.
–Acércate en paz a mí, hermano mío.
Ramsés tocó el cuerno del toro, que lamió la mano del monarca con su rasposa lengua.
Los altos funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores habían aprobado con muchas alabanzas el proyecto de Ramsés, felicitando al faraón por su notable iniciativa, apreciada por todos los principados colocados bajo la protección de Egipto y el Hatti. Nadie había emitido ni la sombra de una crítica, ni tampoco una sugerencia; ¿no era divino el pensamiento de Ramsés el Grande?
Cuando Ameni entró en el despacho del monarca, percibió enseguida su contrariedad.
–¿Debo llamar a la médico en jefe, majestad?
–Sufro de un mal que ella no podrá curar.
–Déjame adivinarlo: no soportas el halago.
–Hace casi treinta y nueve años que reino, treinta y nueve años de cortesanos volubles e hipócritas, de notables que me echan incienso en vez de reflexionar por sí mismos, de supuestos responsables que sólo existen por mis decisiones… ¿Puedo alegrarme de eso?
–¿Y has necesitado superar los sesenta para descubrir la verdadera naturaleza de los cortesanos? Este momento de debilidad no es digno de ti, majestad. ¿Por quién me tomas? Los dioses no me concedieron tu altura ni tu gran visión, pero de todos modos expreso mi opinión.
Ramsés sonrió.
–Y desapruebas mi viaje oficial a Fenicia.
–Según Serramanna, podrías ser víctima de un atentado.
–Es el riesgo inherente a todo desplazamiento por la región; si mi magia es eficaz, ¿qué puedo temer?
–Como sin duda tu majestad no va a renunciar a su proyecto, reforzaré el dispositivo de seguridad tanto como sea posible. ¿Pero realmente es indispensable ir a Tiro? Nuestros agentes comerciales son capaces de resolver muy bien los problemas.
–¿Vas a subestimar la importancia de mi intervención?
–Así pues, tienes una intención oculta.
–La inteligencia es una virtud consoladora, Ameni.
–¿Dónde está mi mujer? – preguntó al intendente.
–La dama Tanit tenía asuntos que resolver en la ciudad.
Al hitita no le gustó. ¿Por qué no le había hablado la fenicia de ellos?
–¿De dónde vienes? – le preguntó en cuanto estuvo de regreso.
–Alguna vez tengo que ocuparme de mis bienes.
–¿A quién has visto?
–A un rico compatriota.
–¿Su nombre?
–¿Estás celoso, querido?
Uri-Techup abofeteó a Tanit.
–No quieras desafiarme y responde cuando te pregunto.
–¡Me… me has hecho daño!
–¡Su nombre!
–Narish. Desea desarrollar el volumen de intercambio con Egipto y se sirve incluso de intermediario en el próximo viaje de Ramsés a Fenicia.
Uri-Techup besó a la fenicia en los labios.
–Apasionante, mi pequeña codorniz… Podrías habérmelo dicho enseguida, sin provocarme estúpidamente. ¿Cuándo debes ver de nuevo al tal Narish?
–Hemos firmado un contrato y…
–Encuentra otra idea para trabajar con él y sácale el máximo de información sobre ese viaje. Gracias a tu poder de seducción, te será fácil.
Tanit intentó protestar, pero Uri-Techup se tendió sobre ella. Hechizada, la hermosa fenicia se abandonó; le era imposible luchar contra el deseo de su amante.
–Han sido anulados todos los banquetes -le anunció Tanit a Uri-Techup, que había confiado sus manos a los cuidados de una manicura.
–¿Por qué razón?
–El toro Apis acaba de morir. Durante el período de luto no se autoriza festividad alguna.
–¡Ridícula costumbre!
–No para los egipcios.
Tanit despidió a la manicura.
–La propia fuerza del faraón está en juego -precisó la fenicia-; debe descubrir un toro en cuyo cuerpo se encarne Apis. De lo contrario, su prestigio declinará.
–Ramsés no tendrá dificultad alguna.
–La tarea no es tan sencilla, pues el animal debe tener unas características concretas.
–¿Cuáles?
–Es preciso consultar con un sacerdote especializado en el culto de Apis.
–Haz que nos inviten a los funerales.
Los despojos del viejo toro Apis, muerto en su recinto del templo de Menfis, habían sido depositados en un lecho funerario en «la sala pura», donde, como un Osiris, había recibido los honores de una velada fúnebre a la que asistían Ramsés y Kha. Se habían recitado las fórmulas de resurrección por el difunto; Apis, la potencia mágica de Ptah, el dios de los constructores, había sido tratado con todas las consideraciones que merecía.
Terminada la momificación, Apis había sido depositado en una sólida narria de madera y transportado hasta la embarcación real, en la que había atravesado el Nilo. Luego se había organizado una procesión hacia la necrópolis de Saqqara y la sepultura subterránea de los toros.
Ramsés había abierto la boca, los ojos y los oídos del toro resucitado en «la morada del oro». Ni a Uri-Techup ni a Tanit se les había permitido contemplar los misteriosos ritos, pero consiguieron hacer hablar a un sacerdote charlatán, satisfecho de demostrar su ciencia.
–Para convertirse en un Apis, el toro debe tener el pelaje negro sembrado de marcas blancas, un triángulo blanco en la frente, un creciente lunar en el pecho y otro en el flanco, y los pelos de la cola alternativamente negros y blancos.
–¿Hay muchos animales que cumplan estos requisitos? – preguntó el hitita.
–No, sólo existe un toro así creado por los dioses.
–¿Y si el faraón no lo encontrase?
–Perdería todo el vigor y numerosas desgracias caerían sobre el país; pero Ramsés no fallará en su tarea.
–Todos estamos convencidos de ello.
Uri-Techup y Tanit se alejaron.
–Si el animal existe -dijo el hitita-, debemos encontrarlo antes que Ramsés y matarlo.
El rostro de Ameni parecía inquieto y fatigado. ¿Cómo no estar fatigado? Ni siquiera el propio Ramsés había conseguido nunca que su amigo, a pesar de sus múltiples dolores, aceptara reducir su ritmo de trabajo.
–¡Numerosas y buenas noticias, majestad! Por ejemplo…
–Comienza por las malas, Ameni.
–¿Quién te ha informado?
–Nunca has sabido disimular tus sentimientos.
–Como quieras… El emperador Hattusil te ha escrito.
–Nuestros diplomáticos se escriben con regularidad; ¿qué hay de anormal en ello?
–Se dirige a ti, su hermano, porque Mat-Hor se ha quejado del destino que le has reservado. Hattusil se sorprende y exige explicaciones.
La mirada de Ramsés fulguró.
–Sin duda esa mujer te ha calumniado para provocar el furor de su padre y encender de nuevo la discordia entre nuestros dos pueblos.
–Respondamos adecuadamente a mi hermano Hattusil.
–Me he inspirado en textos redactados por Acha y te propongo una misiva que debería apaciguar al emperador del Hatti.
Ameni mostró al rey un borrador, una tablilla de madera muy gastada a fuerza de haber sido borrada y rascada numerosas veces.
–Hermoso estilo diplomático -juzgó Ramsés-; nunca dejas de progresar.
–¿Puedo confiar la redacción definitiva a un escriba de perfecta caligrafía?
–No, Ameni.
–¿Pero… por qué?
–Porque yo mismo redactaré la respuesta.
–Perdonadme, majestad; pero temo que…
–¿Temes acaso la verdad? Me limitaré a explicar a Hattusil que su hija es incapaz de asumir las funciones de gran esposa real y que, en adelante, vivirá apacibles días en un dorado retiro, mientras Meritamón estará a mi lado en las ceremonias oficiales.
Ameni estaba pálido.
–Tal vez Hattusil sea tu hermano, pero es un monarca muy susceptible… Esa respuesta puede provocar una reacción realmente brutal.
–La verdad no debe ofuscar a nadie.
–Majestad…
–Regresa a tus ocupaciones, Ameni; mi carta saldrá hacia el Hatti mañana mismo.
Uri-Techup había elegido bien a su esposa. Hermosa, sensual, enamorada, admitida en la alta sociedad y rica, muy rica. Gracias a la fortuna de la dama Tanit, el hitita había podido contratar un considerable número de indicadores encargados de informarles de las localidades donde vivían toros machos, adultos, de pelaje negro sembrado de manchas blancas. Como Ramsés aún no había iniciado la búsqueda, Uri-Techup esperaba beneficiarse de su ventaja.
Oficialmente, la fenicia deseaba comprar rebaños y pensaba adquirir potentes reproductores antes de lanzarse a la cría. La búsqueda se había iniciado en los alrededores de Pi-Ramsés y, luego, se había extendido a las provincias entre la capital y Menfis.
–¿Qué hace Ramsés? – preguntó Uri-Techup a Tanit cuando ésta regresaba de palacio, donde había hablado con algunos funcionarios de la Doble Casa blanca, encargados de aplicar la política económica del soberano.
–Pasa la mayoría de su tiempo en compañía de Kha; padre e hijo reformulan el antiquísimo ritual de entronización del nuevo Apis.
–¿Ha sido descubierto el maldito toro?
–Sólo el faraón puede identificarlo.
–¿Por qué permanece inactivo pues?
–El período de luto no ha terminado.
–Si pudiéramos depositar ante la entrada del templo subterráneo el cadáver del nuevo Apis… ¡La fama de Ramsés quedaría destruida!
–Mi intendente tiene un mensaje para ti.
–¡Muéstramelo, pronto!
Uri-Techup arrancó un pedazo de calcáreo de las manos de Tanit. Según uno de los buscadores, un toro que cumplía las condiciones exigidas había sido descubierto en una pequeña aldea al norte de Menfis. Su propietario exigía por él un precio exorbitante.
–Parto inmediatamente -anunció Uri-Techup.