Ramsés estaba solo, esperaba una señal del invisible.


Solo ante el desierto, ante la inmensidad de un paisaje quemado y árido, solo ante un destino cuya clave aún no comprendía.

A sus veintitrés años, el príncipe Ramsés era un atleta de un metro ochenta, con una magnífica cabellera rubia, el rostro anguloso y la musculatura fina y poderosa. La frente amplia y despejada, los arcos ciliares prominentes, las cejas pobladas, los ojos pequeños y vivos, la nariz larga y algo curva, las orejas redondas y delicadamente repulgadas, los labios gruesos y la mandíbula firme componían un rostro autoritario y seductor.

Tan joven ¡y cuánto camino había recorrido ya! Escriba real, iniciado en los misterios de Abydos y regente del reino de Egipto, Seti lo había asociado al trono, designando así a su hijo menor como su sucesor.

Pero Seti, ese inmenso faraón, ese soberano irreemplazable que había mantenido a su país en la dicha, la prosperidad y la paz, había muerto después de quince años de reinado excepcional, quince años demasiado breves que habían huido como un ibis en el crepúsculo de un día de verano.

Sin que su hijo lo advirtiera, Seti, padre lejano, temible y exigente, lo había formado poco a poco en la práctica del poder imponiéndole múltiples pruebas, la primera de las cuales había sido el encuentro con un toro salvaje, el dueño de la autoridad. El adolescente había tenido el valor de enfrentarse a él pero no había sido capaz de vencerlo. Sin la intervención de Seti, el monstruo habría destrozado a Ramsés con sus cuernos. Allí se había grabado en su corazón el primer deber del faraón: proteger al débil del fuerte.

El secreto del verdadero poder era el rey y sólo el rey lo poseía. Mediante la magia de la experiencia, se lo comunicó a Ramsés, etapa tras etapa, sin desvelarle nada de su plan. A lo largo de los años, el hijo se había acercado al padre, sus espíritus habían comulgado en la misma fe, en la misma fuerza. Severo, reservado, Seti le había hablado muy poco, pero le había otorgado a Ramsés el privilegio único de unas conversaciones durante las cuales se esforzó en transmitirle los rudimentos del oficio de rey del Alto y del Bajo Egipto.

Horas luminosas, momentos de gracia ahora desvanecidos en el silencio de la muerte.

El corazón de Ramsés se abrió como un cáliz para recoger las palabras del faraón, para conservarlas como el más preciado tesoro y hacerlas vivir en su pensamiento y en sus actos. Pero Seti se había reunido con sus hermanos los dioses y Ramsés estaba solo, privado de su presencia, de «la presencia».

Se sentía despojado, incapaz de soportar la pesada carga que descansaba sobre sus hombros. Gobernar Egipto… A los trece años había soñado con ello como si se tratara de un deseo inalcanzable. Luego había renunciado a esa loca idea, convencido de que el trono había sido prometido a Chenar, su hermano mayor.

Pero el faraón Seti y la gran esposa real Tuya decidieron otra cosa. Tras haber observado el comportamiento de sus dos hijos, designaron a Ramsés para que ocupara la función suprema. ¡Por qué no habían elegido a un ser más fuerte y más hábil, un ser con la talla de Seti! Ramsés se sentía dispuesto a enfrentarse a cualquier enemigo en combate singular, pero no creía que estuviese preparado para manejar el timón de la nave del Estado por las aguas inciertas del futuro. En el combate, en Nubia, había probado su valor. Su energía inagotable lo llevaría, si era necesario, por los caminos de la guerra para defender a su país, pero ¿cómo dirigir un ejército de funcionarios, de signatarios y de sacerdotes cuyas astucias no comprendía?

El fundador de la dinastía, el primer Ramsés, era un visir de edad al que los sabios le confiaron un poder que no quería. Durante la coronación, su sucesor, Seti, ya era un hombre maduro y experimentado. Ramsés sólo tenía veintitrés años y se había contentado con vivir a la sombra protectora de su padre, siguiendo sus directrices y respondiendo a la menor de sus llamadas. ¡Qué maravilloso era confiar en un guía que trazaba el camino! Actuar bajo las órdenes de Seti, servir a Egipto obedeciendo al faraón, encontrar siempre en él respuestas a sus preguntas… Ese paraíso se había vuelto inaccesible.

Y el destino se atrevía a exigirle a él, a Ramsés, un joven fogoso y ardiente, que sustituyera a Seti.

¿No era mejor estallar en carcajadas y huir al desierto, tan lejos que nadie lo encontrara?

Por supuesto, podía contar con sus aliados: su madre, Tuya, cómplice exigente y fiel; su esposa, Nefertari, tan hermosa y tan tranquila; y sus amigos de infancia, Moisés, el hebreo, convertido en constructor en las grandes obras reales; Acha, el diplomático, Setaú, el encantador de serpientes; su secretario particular, Ameni, cuya suerte estaba unida a la de Ramsés.

¿Acaso el clan de los enemigos era más poderoso? Chenar no renunciaría a apoderarse del trono. ¿Qué oscuras alianzas había urdido para impedir que reinara su hermano? Si, en ese instante, Chenar se hubiera presentado ante él, Ramsés no se habría resistido. Puesto que deseaba tanto la doble corona, ¡que se quedara con ella!

¿Pero tenía derecho a traicionar a su padre renunciando a la carga que le había confiado? Habría sido tan sencillo pensar que Seti se había equivocado o que hubiera podido cambiar de opinión… Ramsés no se mentiría a sí mismo. El destino dependía de la respuesta del invisible.

Era allí, en el desierto, en el corazón de aquella tierra roja, dueña de una energía peligrosa, donde la obtendría.

Sentado a la manera de los escribas, con la mirada perdida en el cielo, Ramsés esperaba. Un faraón sólo podía ser un hombre del desierto, enamorado de la soledad y de la inmensidad. 0 el fuego oculto en las piedras y en la arena alimentaba su alma o la destruía. Al fuego le tocaba hacer su juicio.

El sol se acercó a su cenit, el viento amainó. Una gacela saltó de duna en duna. Un peligro acechaba.

De pronto, éste surgió de la nada.

Era un enorme león de al menos cuatro metros de largo y más de trescientos kilos de peso. Su melena flamígera, de color claro, le daba el aspecto de un guerrero triunfante cuyo cuerpo musculoso, marrón oscuro, se movía con agilidad.

Cuando divisó a Ramsés lanzó un formidable rugido que se oyó en quince kilómetros a la redonda. Dotado de una mandíbula de temibles colmillos y garras aceradas, la fiera miró a su presa.

El hijo de Seti no tenía ninguna posibilidad de escapar.

El león se acercó y se inmovilizó a unos metros del hombre, que distinguió sus ojos de oro. Durante largo rato, se desafiaron.

El animal ahuyentó una mosca con la cola. Nervioso de repente, avanzó de nuevo.

Ramsés se levantó, con la mirada clavada en la del león.

–¡Eres tú, Matador, de verdad eres tú al que salvé de una muerte segura! ¿Qué suerte me reservas?

Olvidando el peligro, Ramsés se acordó del leoncillo agonizante que halló en un bosquecillo de la sabana de Nubia. Mordido por una serpiente, había mostrado una increíble resistencia antes de ser curado por los remedios de Setaú y de convertirse en una fiera colosal.

Por primera vez, Matador se había escapado del recinto en el que lo encerraban en ausencia de Ramsés. ¿La naturaleza del felino habría recuperado su dominio hasta el punto de volverlo feroz y despiadado hacia aquel al que sin embargo había considerado como su amo?

–Decídete, Matador. 0 te conviertes en mi aliado de por vida o acabas conmigo ahora.

El león se levantó sobre sus patas traseras y colocó las delanteras en los hombros de Ramsés. El golpe fue brutal, pero el príncipe aguantó. Las garras no habían asomado y el morro de la fiera olfateó la nariz de Ramsés.

Entre ellos sólo había amistad, confianza y respeto.

–Has trazado mi destino.

En adelante, aquel al que Seti había llamado «hijo de la luz» no tendría elección.

Lucharía como un león.


2


El palacio real de Menfis estaba de gran luto. Los hombres no se afeitaban y las mujeres se dejaban los cabellos sueltos. Durante los setenta días que iba a durar la momificación de Seti, Egipto subsistiría a medias, en una especie de vacío. El rey había muerto, y su trono permanecería vacante hasta la proclamación oficial de su sucesor, cosa que sólo ocurriría después de colocarlo en el sepulcro y de producirse la unión de la momia de Seti con la luz celeste.


Los puestos fronterizos estaban en estado de alerta y las tropas dispuestas a contrarrestar toda tentativa de invasión por orden del regente Ramsés y de la gran esposa real Tuya. Aunque el principal peligro, el que representaban los hititas[1], no parecía amenazar por el momento, no había que descartar alguna incursión. Desde hacía siglos, las ricas provincias agrícolas del Delta eran una presa tentadora para «los merodeadores de las arenas», los beduinos errantes del Sinaí, y para los príncipes de Asia, capaces a veces de aliarse para atacar el noroeste de Egipto.


La partida de Seti hacia el más allá había causado miedo. Cuando un faraón desaparecía, las fuerzas del caos amenazaban con caer sobre Egipto y destruir una civilización construida dinastía tras dinastía. ¿Sería capaz el joven Ramsés de preservar las Dos Tierras[2] de la desdicha? Algunos, entre los notables, no confiaban en él y deseaban verle esfumarse ante su hermano Chenar, más hábil y menos fogoso.


La gran esposa real, Tuya, no modificó sus costumbres después de la muerte de su marido. Con cuarenta y dos años de edad, de apariencia altiva, con la nariz fina y recta, grandes ojos almendrados severos y penetrantes, el mentón casi cuadrado, muy delgada, gozaba de una autoridad moral sin discusión. Nunca dejó de secundar a Seti y durante las estancias del faraón en el extranjero, era ella quien gobernaba el país con mano de hierro.

Apenas despuntaba el alba, a Tuya le gustaba pasear por su jardín plantado de tamarindos y sicomoros. Caminando organizaba su jornada de trabajo, alternancia de reuniones profanas y rituales para la gloria del poder divino.

Una vez desaparecido Seti, el menor gesto le parecía desprovisto de sentido. Tuya sólo deseaba reunirse lo antes posible con su marido en un universo sin conflictos, lejos del mundo de los hombres, aunque aceptaría el peso de los años que el destino le infligiría. La dicha que le había sido otorgada, debía devolverla a su país sirviéndolo hasta su último aliento.

La elegante silueta de Nefertari salió de la bruma matinal. «La más bella entre las bellas del palacio», según la expresión que el pueblo empleaba para referirse a ella, la esposa de Ramsés tenía unos cabellos de un negro brillante y unos ojos verdiazules de sublime dulzura. Música del templo de la diosa Hator en Menfis, tejedora notable, educada en el culto a los viejos autores como el sabio Ptah-hotep, Nefertari no procedía de una familia noble. Pero Ramsés se había enamorado locamente de ella, de su belleza, de su inteligencia y de su madurez, sorprendente en una mujer tan joven. Nefertari no buscaba agradar, aunque era la seducción misma. Tuya la había elegido como gobernanta de su casa, puesto que continuaba ocupando pese a haberse convertido en esposa del regente. Entre la reina de Egipto y Nefertari había nacido una verdadera complicidad, una y otra se entendían con medias palabras.

–Qué abundante es el rocío esta mañana, majestad; ¿quién sabrá cantar la generosidad de nuestra tierra?

–¿Por qué te has levantado tan temprano, Nefertari?

–Sois vos quien debería descansar, ¿no creéis?

–No consigo dormir más.

–¿Cómo aliviar vuestra pena, majestad?

Una triste sonrisa flotó en los labios de Tuya.

–Seti es irreemplazable; el resto de mis días no será más que un largo sufrimiento que sólo atenuará el feliz reinado de Ramsés. En adelante es mi única razón de vivir.

–Estoy inquieta, majestad.

–¿Qué temes?

–Que la voluntad de Seti no sea respetada.

–¿Quién osaría alzarse contra ella?

Nefertari permaneció en silencio.

–Piensas en mi hijo mayor, Chenar, ¿verdad? Conozco su vanidad y su ambición, pero no creo que esté tan loco como para desobedecer a su padre.

Los rayos dorados de la luz naciente iluminaban el jardín de la reina.

–¿Me crees ingenua, Nefertari? Parece que no compartes mi opinión.

–Majestad…

–¿Tienes información precisa?

–No, sólo un vago presentimiento.

–Tu espíritu es intuitivo y vivo como el rayo, y la calumnia te es ajena, pero ¿existe otro medio, aparte de suprimir a Ramsés, para impedir que reine?

–Tal es mi temor, majestad.

Tuya acarició con la mano una rama de tamarindo.

–¿Chenar fundaría su reino en el crimen?

–Semejante pensamiento me horroriza, como a vos, pero no logro apartarlo de mi mente. Juzgadme severamente, si lo estimáis inverosímil, pero no podía callarme.

–¿Quién cuida de la seguridad de Ramsés?

–Su león y su perro velan por él, igual que Serramanna, el jefe de su guardia personal. En cuanto regresó de dar un paseo solitario por el desierto, logré convencerlo de que no permaneciera sin protección.

–El luto nacional dura desde hace diez días -recordó la gran esposa real-. Dentro de dos meses, el cuerpo imperecedero de Seti será colocado en su morada eterna. Entonces, Ramsés será coronado, y tú te convertirás en reina de Egipto.

Ramsés se inclinó ante su madre, luego la estrechó tiernamente contra él. Ella, que parecía tan frágil, le daba una lección de dignidad y de nobleza.

–¿Por qué Dios nos impone una prueba tan cruel?

–El espíritu de Seti vive en ti, hijo mío; su tiempo se ha acabado, el tuyo comienza ahora. Él vencerá la muerte si tú continúas su obra,

–Su sombra es inmensa.

–¿No eres el hijo de la luz, Ramsés? Disipa las tinieblas que nos rodean, rechaza el caos que nos asalta.

El joven se apartó de la reina.

–Mi león y yo hemos fraternizado en el desierto.

–Era la señal que esperabas, ¿verdad?

–Así es, ¿pero permitirás que te pida un favor?

–Te escucho.

–Cuando mi padre salía de Egipto para manifestar su poder en el extranjero, eras tú quien gobernaba.

–Así lo quiere nuestra tradición.

–Tú posees la experiencia del poder y todos te veneran, ¿por qué no subes al trono?

–Porque no fue ésa la voluntad de Seti. Él encarnaba la ley que amamos y respetamos. Es a ti a quien eligió, eres tú quien debe reinar. Te ayudaré con todas mis fuerzas y te aconsejaré si lo deseas.

Ramsés no insistió.

Su madre era el único ser que podría haber desviado el curso del destino y librarle de la carga. Pero Tuya permanecería fiel al rey difunto y no modificaría su postura. Cualesquiera que fueran sus dudas y sus angustias, Ramsés debería trazar su propio camino.

Serramanna, el jefe de la guardia personal de Ramsés, ya no abandonaba el ala del palacio en el que trabajaba el futuro rey de Egipto. El nombramiento del sardo, antiguo pirata, en ese puesto de confianza había dado que hablar; algunos estaban persuadidos de que, tarde o temprano, el gigante de bigotes rizados traicionaría al hijo de Seti.

Por el momento, nadie entraba en el palacio sin su autorización. La gran esposa real le había recomendado expulsar a los intrusos y no vacilar en usar su espada en caso de peligro.

Cuando los ecos de una disputa llegaron a sus oídos, Serramanna se precipitó en el vestíbulo destinado a los visitantes.

–¿Qué sucede aquí?

–Este hombre quiere forzar el paso -respondió un guardia señalando a un coloso barbudo de cabellera abundante y anchos hombros.

–¿Quién eres? – preguntó Serramanna.

–Moisés, el hebreo, amigo de infancia de Ramsés y constructor al servicio del faraón.

–¿Qué quieres?

–¡Ramsés no me cierra su puerta normalmente!

–Ahora soy yo quien decide.

–¿El regente está secuestrado?

–La seguridad obliga… ¿Cuál es el motivo de tu visita?

–No te concierne.

–En ese caso, regresa a tu casa y no te acerques más a este palacio porque, de lo contrario, te haré encarcelar.

Se necesitaron no menos de cuatro guardias para inmovilizar a Moisés.

–Advierte a Ramsés de mi presencia o te arrepentirás.

–Tus amenazas me son indiferentes.

–¡Mi amigo me espera! ¿Puedes comprenderlo?

Los largos años de piratería y los feroces combates habían desarrollado en Serramanna un agudo sentido del peligro. A pesar de su fuerza física y de su voz tonante, Moisés le pareció sincero.

Ramsés y Moisés se abrazaron.

–Esto ya no es un palacio sino una fortaleza -exclamó el hebreo.

–Mi madre, mi esposa, mi secretario particular, Serramanna y algunos otros temen lo peor.

–Lo peor… ¿Qué significa eso?

–Un atentado.

En el umbral de la sala de audiencias del regente, que daba sobre un jardín, dormitaba el colosal león de Ramsés; y entre sus patas delanteras estaba Vigilante, el perro amarillo oro.

–Con esos dos, ¿qué puedes temer?

–Nefertari está convencida de que Chenar no ha renunciado a reinar.

–Un golpe de fuerza antes de sepultar a Seti… Eso no es propio de él. Prefiere actuar en la sombra y apostar al tiempo.

–Pero es que ahora no tiene tiempo.

–De acuerdo… Pero no se atreverá a enfrentarse a ti.

–Que los dioses te oigan. Egipto no ganaría nada con ello. ¿Qué dicen en Karnak?

–Se murmura mucho contra ti.

Bajo la dirección de un maestro de obras, Moisés realizaba las funciones de aparejador en el inmenso edificio de Karnak, donde Seti había empezado a construir una gigantesca sala de columnas, interrumpida por la muerte del faraón.

–¿Quién murmura?

–Los sacerdotes de Amón, algunos nobles, el visir del sur… Tu hermana, Dolente, y su marido, Sary, los alientan. No han soportado el exilio que les has infligido, tan lejos de Menfis.

–Ese despreciable Sary, ¿acaso no intentó deshacerse de mí y de Ameni mi secretario particular y nuestro amigo de infancia? Haberlos forzado, a él y a mi hermana, a instalarse en Tebas es un castigo muy suave.

–Esas flores venenosas sólo crecen en el norte; en el sur, en Tebas, se marchitan. Deberías haberlos castigado más y condenarlos a un verdadero exilio.

–Dolente es mi hermana, Sary fue mi ayo y mi preceptor.

–¿Debe un rey mostrarse tan débil con sus allegados?

Ramsés se ofendió en lo más vivo.

–¡Aún no lo soy, Moisés!

–De todos modos deberías haberlos denunciado y dejar que la justicia siguiera su curso.

–Si mi hermana y su marido salen de su confinamiento, los castigaré.

–Me gustaría creerte. No eres muy consciente de la animosidad de tus enemigos.

–Lloro a mi padre, Moisés.

–¡Y olvidas a tu pueblo y a tu país! ¿Crees que Seti, desde el cielo, aprecia tu flaqueza?

Si Moisés no hubiera sido su amigo, Ramsés lo habría golpeado.

–¿Un monarca no puede tener corazón?

–¿Crees que un hombre encerrado en su dolor, por legítimo que sea, podría gobernar? Chenar ha intentado corromperme y ponerme contra ti. ¿Aprecias mejor el peligro?

La revelación sorprendió a Ramsés.

–Te enfrentas a un gran adversario -continuó Moisés-; ¿saldrás por fin de tu sopor?


3


Menfis, la capital económica del país, situada en la unión entre el Delta y el valle del Nilo, vivía en letargo. En el puerto de Buen Viaje, la mayoría de los barcos mercantes permanecían en el muelle; durante los setenta días de luto, las transacciones comerciales permanecerían en calma, y no se celebraría ningún banquete en las amplias villas de los nobles.


La muerte de Seti había dejado a la gran ciudad conmocionada. Bajo su reinado, la prosperidad se había afirmado; pero parecía frágil a los ojos de los principales negociantes, en la medida en que un faraón débil volvería a Egipto vulnerable y titubeante. ¿Y quién podría igualar a Seti? Chenar, su hijo primogénito, hubiera sido un buen gestor; pero el soberano, enfermo, había preferido al joven y fogoso Ramsés, cuya prestancia convenía más a un seductor que a un jefe de Estado. Los más clarividentes a veces cometían errores; y se murmuraba, como en Tebas, que Seti quizá se había equivocado designando a su hijo menor como sucesor.

Chenar, impaciente, se paseaba por el gran salón de la mansión de Meba, el ministro de Asuntos Exteriores, un sexagenario discreto, de buen porte y con el rostro amplio y tranquilizador. Enemigo de Ramsés, apoyaba a Chenar, cuyas posturas políticas y económicas le parecían excelentes. Abrir un gran mercado mediterráneo y asiático urdiendo un máximo de alianzas comerciales, incluso al precio de olvidar algunos valores anticuados, ¿no era eso el futuro? Más valía vender armas que tener que utilizarlas.

–¿Vendrá? – preguntó Chenar.

–Está de nuestra parte, tranquilizaos.

–No me gustan los brutos como él; cambian de opinión a merced del viento.

El hijo mayor de Seti era un hombre pequeño y rechoncho, con el rostro redondo y las mejillas abultadas. Sus labios gruesos y golosos traducían su gusto por la buena mesa, sus pequeños ojos marrones, una perpetua agitación. Pesado, macizo, detestaba el sol y el ejercicio físico. Su voz untuosa y flotante quería manifestar una distinción y una calma de la que a menudo carecía.

Chenar era pacifista por interés. Defender su país aislándolo de las corrientes de negocios le parecía un absurdo. El término «traición» sólo era utilizado por moralistas incapaces de hacer fortuna. Ramsés, educado a la antigua, no merecía reinar y sería incapaz de hacerlo. Chenar tampoco experimentaba ningún remordimiento al fomentar la conspiración que le ofrecería el poder: Egipto se lo agradecerla.

Aún era necesario que su principal aliado no hubiera renunciado a su proyecto común.

–Dame de beber -exigió Chenar.

Meba sirvió a su ilustre invitado una copa de cerveza fresca.

–No deberíamos haber confiado en él.

–Vendrá, estoy convencido de ello; no olvidéis que desea regresar a su país lo antes posible.

Por fin, el guardia de la mansión del ministro de Asuntos Exteriores anunció la llegada del visitante tan esperado.

Menelao, rubio y de ojos penetrantes, hijo de Atreo, amado por el dios de la Guerra y rey de Lacedemonia, gran verdugo de los troyanos, llevaba una doble coraza y un ancho cinturón cerrado por broches de oro. Egipto le había concedido hospitalidad mientras reparaban sus naves, pero su esposa, Helena, ya no quería abandonar la tierra de los faraones, temiendo sufrir malos tratos y ser reducida a la esclavitud en la corte de su marido.

Como Helena se beneficiaba del apoyo y la protección de la reina Tuya, Menelao tenía las manos atadas. Por suerte, Chenar había acudido en su ayuda predicando paciencia con el fin de desarrollar una estrategia victoriosa.

En cuanto Chenar fuese faraón, Menelao partiría hacia Grecia con Helena.

Desde hacía varios meses, los soldados griegos se habían integrado en la población. Unos habían sido colocados bajo mando egipcio, otros habían abierto tiendas y todos parecían satisfechos de su buena fortuna. En realidad, sólo esperaban una orden de su jefe para pasar a la acción y renovar, a mayor escala, el episodio del caballo de Troya.

El griego examinó a Meba con desconfianza.

–Haced salir a este hombre -le pidió a Chenar-. Sólo quiero entrevistarme con vos.

–El ministro de Asuntos Exteriores es nuestro aliado.

–No volveré a repetirlo.

Con un gesto, Chenar ordenó salir a su compatriota.

–¿Cómo están las cosas? – preguntó Menelao.

–Ha llegado la hora de intervenir.

–¿Estáis seguro? Con vuestras extrañas costumbres y esa interminable momificación, uno termina por volverse loco.

–Debemos actuar antes de la inhumación de la momia de mi padre.

–Mis hombres están dispuestos.

–No soy partidario de una violencia inútil y…

–¡Demasiadas dilaciones, Chenar! Los egipcios tenéis miedo a combatir; sin embargo, los griegos hemos pasado años luchando contra los troyanos, a los que finalmente hemos destrozado. ¡Si deseáis la muerte de ese Ramsés, decidlo de una vez y confiad en mi espada!

–Ramsés es mi hermano y la astucia es a veces más eficaz que la fuerza bruta.

–Sólo la alianza de ambas da la victoria; ¿pretendéis enseñarme estrategia a mí, un héroe de la guerra de Troya?

–Necesitáis reconquistar a Helena.

–¡Helena, Helena, siempre ella! Esa mujer está maldita, pero no puedo regresar sin ella a Lacedemonia.

–Entonces, aplicaremos mi plan.

–¿Cuál es?

Chenar sonrió. Esta vez, la suerte estaba de su parte. Con la colaboración del griego, lograrla sus fines.

–Sólo existen dos grandes obstáculos: el león y Serramanna. Envenenaremos al primero y suprimiremos al segundo. Luego raptaremos a Ramsés y vos lo llevaréis a Grecia.

–¿Por qué no matarlo?

–Porque mi reinado no se iniciará con sangre. Oficialmente, Ramsés habrá decidido renunciar al trono y hacer un largo viaje, durante el cual será víctima de un desgraciado accidente.

–¿Y Helena?

–En cuanto yo sea coronado, mi madre deberá obedecerme y dejará de protegerla. Si Tuya no se muestra razonable, haré que la encierren en un templo.

Menelao reflexionó.

–Para haberlo planeado un egipcio, no está mal concebido… ¿Poseéis el veneno necesario?

–Por supuesto.

–El oficial griego que hemos logrado introducir en la guardia personal de vuestro hermano es un soldado experimentado; esperará a que Serramanna esté dormido para cortarle el cuello. ¿Cuándo actuaremos?

–Un poco de paciencia, debo ir a Tebas. A mi regreso, procederemos.

Helena disfrutaba cada segundo de una dicha que había creído perdida para siempre. Vestida con una túnica perfumada de néctar, con la cabeza cubierta por un velo que la protegía del sol, vivía un sueño maravilloso en la corte de Egipto. Ella, a la que los griegos trataban de «perra perversa», había logrado escapar de Menelao, ese tirano vicioso y cobarde cuyo mayor placer consistía en humillarla.

Tuya, la gran esposa real, y Nefertari, la mujer de Ramsés, le habían ofrecido su amistad y le habían dado permiso para vivir libre, en un país en el que la mujer no estaba encerrada en el fondo de una mansión, aunque fuera principesco.

¿En verdad era Helena responsable de millares de muertos griegos y troyanos? Ella no había deseado esa locura asesina que, durante tantos años, había empujado a los jóvenes a matarse entre sí. Pero el rumor continuaba acusándola y condenándola sin dejarle la posibilidad de defenderse. Aquí, en Menfis, no se le reprochaba nada. Tejía, escuchaba e interpretaba música, se bañaba en los estanques de recreo y disfrutaba de los encantos inagotables de los jardines del palacio. El ruido de las armas se había esfumado y había dado paso al canto de los pájaros.

Varias veces al día, Helena, la de los brazos blancos, rogaba a los dioses para que el sueño no se rompiera: sólo deseaba olvidar el pasado, a Grecia y a Menelao.

Mientras caminaba por una avenida de arena, entre hileras de perseas, divisó el cadáver de una grulla cenicienta. Al acercarse comprobó que el vientre del hermoso pájaro había sido desgarrado. Helena se arrodilló y examinó las vísceras. Entre los griegos, como entre los troyanos, todos conocían su talento de adivinadora.

La esposa de Menelao permaneció agachada durante largo rato.

Lo que había leído en las entrañas de la desdichada grulla la asustaba.


4


Tebas, la gran ciudad del sur de Egipto, era el feudo de Amón, el dios que había armado el brazo de los libertadores cuando habían expulsado, muchos siglos antes, a los ocupantes hicsos, unos asiáticos crueles y bárbaros. Generación tras generación, desde que el país recuperó su independencia, los faraones rendían homenaje a Amón y embellecían su templo. También Karnak, inmensa obra jamás interrumpida, se había convertido en el más amplio y más rico de los santuarios egipcios, una especie de Estado dentro del Estado, cuyo gran sacerdote aparecía más como un gestor de los poderes terrenales que como un hombre religioso.


En cuanto llegó a Tebas, Chenar solicitó una audiencia. Los dos hombres conversaron bajo una glorieta de madera, sobre la cual se derramaban las glicinas y la madreselva, no lejos del lago sagrado, cuya presencia procuraba un poco de frescura.

–¿Habéis venido sin escolta? – se sorprendió el gran sacerdote.

–Muy pocas personas están al corriente de mi presencia aquí.

–Ah… así pues deseáis discreción.

–¿Vuestra oposición a Ramsés sigue siendo firme?

–Más que nunca. Es joven, fogoso y arrebatado; su reinado será desastroso. Seti cometió un error al designarlo su sucesor.

–¿Me concedéis vuestra confianza?

–¿Qué lugar reserváis al templo de Amón si subís al trono?

–El primero, por supuesto.

–Seti favoreció a otros cleros, como el de Heliópolis y el de Menfis. Mi única ambición consiste en que Karnak no quede relegado a un segundo plano.

–Tal es la intención de Ramsés, no la mía.

–¿Qué sugerís, Chenar?

–Actuar de prisa.

–Dicho de otra manera, antes de la inhumación de la momia de Seti.

–En efecto, es nuestra última oportunidad.

Chenar ignoraba que el gran sacerdote de Amón estaba gravemente enfermo; sólo le quedaban semanas de vida. Así pues una solución rápida le pareció al dignatario como una expresión de la benevolencia de los dioses. Antes de morir tendría la posibilidad de ver a Ramsés apartado del poder supremo y de asegurar la posición privilegiada de Karnak.

–No toleraré que haya violencia -declaró el gran sacerdote-. Amón nos dio la paz, nadie debe romperla.

–Estad tranquilo. Incluso si es incapaz de reinar, Ramsés es mi hermano y siento mucho afecto por él. No tengo la intención de hacerle el menor daño.

–¿Qué suerte le reserváis?

–Es un joven enérgico, enamorado de la aventura y de los grandes espacios. Cuando se vea liberado de esa carga tan pesada para él, emprenderá un largo viaje y visitará varios países extranjeros. Cuando regrese, su experiencia nos será preciosa.

–Insisto igualmente en que la reina Tuya siga siendo vuestra primera consejera.

–No os quepa la menor duda.

–Sed fiel a Amón, Chenar, y el destino os sonreirá.

El hijo mayor de Seti se inclinó con deferencia. La credulidad de aquel viejo sacerdote era una oportunidad excepcional.

Dolente, la hermana mayor de Ramsés, aplicaba ungüentos en su piel grasa. Ni hermosa ni fea, demasiado alta, perpetuamente cansada, detestaba Tebas y el sur. Una mujer de su clase sólo podía vivir en Menfis, donde pasaba su tiempo ocupándose de los mil y un dramas domésticos que animaban la existencia dorada de las familias nobles.

En Tebas se aburría. Era cierto que la mejor sociedad la había acogido e iba de un banquete a otro, gozando de su posición como hija del gran Seti, pero la moda estaba atrasada en relación a la de Menfis y su marido, el barrigón y jovial Sary, antiguo preceptor de Ramsés, se hundía poco a poco en la neurastenia. Él, ex superior del Kap, la universidad encargada de formar a los futuros responsables del reino, estaba reducido al ocio por culpa de Ramsés.

Sí, Sary había sido el alma de una mediocre conspiración que pretendía eliminar a Ramsés. Sí, su esposa Dolente había tomado el partido de Chenar contra su hermano. Sí, se habían equivocado de camino, ¿pero Ramsés no debía concederles el perdón, debido a la muerte de Seti?

Sólo la venganza podía responder a su crueldad. La suerte de Ramsés terminaría por cambiar y, ese día, Dolente y Sary aprovecharían la ocasión. Mientras tanto, Dolente cuidaba su piel y Sary leía o dormía.

La llegada de Chenar los arrancó del embotamiento.

–¡Mi querido hermano! – exclamó Dolente abrazándolo-. ¿Traes buenas noticias?

–Es posible.

–¡No nos tengas en ascuas! – exigió Sary.

–Voy a ser rey.

–¿Está próxima la hora de nuestra venganza?

–Regresad conmigo a Menfis. Os ocultaré hasta que Ramsés haya desaparecido.

Dolente palideció.

–No te inquietes, hermanita, Ramsés se irá al extranjero.

–¿Me darás un puesto importante en la corte? – preguntó Sary.

–Has sido torpe -respondió Chenar-, pero tus cualidades me serán preciosas. Sigue siéndome fiel y tu carrera será brillante.

–Tienes mi palabra, Chenar.

Iset la Bella se consumía en el suntuoso palacio de Tebas, donde criaba con amor a Kha, el hijo que le había dado Ramsés. Tenía los ojos verdes, la nariz pequeña y recta, los labios finos, y era graciosa, vivaracha y jovial. Era una mujer muy hermosa y se había convertido en la segunda esposa del regente.

«Segunda esposa»… ¡Qué difícil era aceptar ese título y soportar la condición que implicaba! No obstante, Iset no lograba estar celosa de Nefertari, tan bella, tan dulce y tan profunda. Tenía la prestancia de una futura reina, aunque no exhibía ninguna ambición.

Iset había deseado que el odio inflamara su corazón y que le procurara una razón para luchar con ferocidad contra Ramsés y Nefertari; pero continuaba amando a aquel que le había ofrecido tanta dicha y placer, el hombre al que ella le había dado un hijo.

Iset la Bella se burlaba del poder y de los honores; amaba a Ramsés por sí mismo, por su poder y su resplandor. Vivir lejos de él era una prueba a veces insoportable; ¿por qué él no se hacía cargo de su angustia?

Pronto Ramsés seria rey y ya sólo le haría, de vez en cuando, breves visitas durante las cuales ella zozobraría, incapaz de resistir. Si al menos hubiera podido enamorarse de otro hombre… Pero los pretendientes, discretos o insistentes, eran insípidos y sin personalidad.

Cuando su mayordomo le anunció la visita de Chenar, Iset la Bella se sorprendió. ¿Qué venía a hacer el hijo mayor de Seti a Tebas antes de los funerales?

Lo recibió en una sala bien ventilada, gracias a tres estrechas ventanas abiertas en lo alto de los muros, que sólo dispensaban un filete de luz.

–Estáis magnífica, Iset.

–¿Qué queréis?

–Sé que no me amáis, pero también sé que sois inteligente y capaz de apreciar una situación velando por vuestros intereses. Para mí, vos tenéis las dotes de una gran esposa real.

–Ramsés decidió otra cosa.

–¿Y si no hubiera ninguna decisión que tomar?

–¿Qué queréis decir?

–Mi hermano no está desprovisto de buen sentido; ha comprendido que gobernar Egipto está fuera de su alcance.

–Lo que significa…

–Lo que significa que yo asumiré esa difícil tarea por el bien de nuestro país y que vos seréis la reina de las Dos Tierras.

–Ramsés no ha renunciado, ¡mentís!

–Claro que no, mi querida y bella amiga. Él se prepara para partir hacia un largo viaje, en compañía de Menelao, y me ha pedido que suceda a Seti, por respeto a la memoria de nuestro padre. A su regreso, mi hermano se beneficiará de todos los privilegios de su rango, estad segura de ello.

–¿Habló… de mí?

–Temo que os haya olvidado, igual que a su hijo; sólo vive en él la pasión por alta mar.

–¿Irá Nefertari con él?

–No, tiene ganas de descubrir otras mujeres; ¿acaso no sabéis que en el terreno del placer es insaciable?

Iset la Bella parecía desamparada. Chenar tuvo ganas de cogerle la mano, pero era demasiado pronto; apresurarse lo conduciría al fracaso. Primero necesitaba tranquilizar a la joven, luego conquistarla con dulzura y persuasión.

–El pequeño Kha se beneficiaría de la mejor educación -prometió-, y ya no tendréis de qué preocuparos. Después de la inhumación de Seti, regresaremos juntos a Menfis.

–Ramsés… ¿Ramsés ya se habrá ido?

–Por supuesto.

–¿No asistirá a los funerales?

–Lo deploro, pero así es. Menelao ya no quiere retrasar más su partida. Olvidad a Ramsés, Iset, y preparaos para convertiros en reina.


5


Iset pasó una noche en blanco.


Chenar había mentido. Ramsés jamás abandonarla Egipto para olvidar su dolor con un viaje al extranjero. Si estaba ausente en los funerales de Seti, seria contra su voluntad.

Era cierto que Ramsés se mostraba cruel con ella, pero Iset no lo traicionaría echándose en brazos de Chenar. No tenía ganas de ser reina y detestaba a aquel ambicioso de rostro lunar y palabras untuosas, ¡tan seguro de su victoria!

Su deber estaba trazado: prevenir a Ramsés de la conspiración que se tramaba contra él y de las intenciones que le atribuía su hermano mayor.

Redactó una larga carta sobre papiro en la que relataba con detalle los propósitos de Chenar, y convocó al superior de los mensajeros reales, encargados de transportar el correo a Menfis.

–Este mensaje es importante y urgente.

–Me ocuparé personalmente de él -aseguró el funcionario.

La actividad del puerto fluvial de Tebas se había reducido mucho, como la del de Menfis, durante el período de luto. En el embarcadero reservado a los barcos rápidos que salían hacia el norte, unos soldados dormitaban. El superior de los mensajeros reales llamó a un marinero.

–Leva anclas, nos vamos.

–Imposible.

–¿Por qué razón?

–Requisición del gran sacerdote de Karnak.

–No he sido avisado de ello.

–Acaban de dar la orden.

–De todos modos leva anclas, tengo un mensaje urgente para el palacio real de Menfis.

Un hombre apareció en el puente del barco que deseaba tomar el funcionario.

–Una orden es una orden -declaró-, y vos debéis respetarla.

–¿Quién sois vos para hablarme en ese tono?

–Chenar, el hijo primogénito del faraón.

El superior de los mensajeros reales se inclinó.

–Tened a bien perdonar mi insolencia.

–Consiento en olvidar si me entregáis el mensaje que os ha confiado Iset la Bella.

–Pero…

–¿Está destinado al palacio real de Menfis?

–A vuestro hermano Ramsés, en efecto.

–Parto de inmediato para estar a su lado. ¿Teméis que no sea un mensajero adecuado?

El funcionario entregó la misiva a Chenar.

En cuanto el barco tomó velocidad y se alejó, Chenar rompió la carta de Iset la Bella, cuyos pedazos se dispersaron a merced del viento.

La noche de verano era cálida y perfumada. ¿Cómo creer que Seti había abandonado a su pueblo y que el alma de Egipto lloraba el deceso de un rey digno de los monarcas del Antiguo Imperio? Habitualmente, las veladas eran alegres y animadas. En las plazas de los pueblos, en las callejuelas de las ciudades, se bailaba, se cantaba y se contaban historias, especialmente fábulas en las que los animales tomaban el lugar de los humanos y se comportaban con más sabiduría. Pero, en aquel período de luto y de momificación del cuerpo real, las risas y los juegos habían desaparecido.

Vigilante, el perro amarillo de Ramsés, dormía contra el flanco de Matador, el enorme león encargado de guardar el jardín Privado del regente. El perro y el león se habían instalado sobre la hierba fresca en cuanto los jardineros habían terminado de regar las plantas.

Uno de ellos era un griego, un soldado de Menelao, que se había mezclado con los del equipo. Antes de abandonar el lugar, había dejado en un parterre de lirios unas albóndigas de carne envenenada; los animales no podrían resistirse a ellas. Incluso si la fiera tardaba largas horas en morir, ningún veterinario la salvaría.

Vigilante fue el primero en percibir un olor no habitual.

Bostezó, se estiró, husmeó el aire de la noche y avanzó trotando hacia los lirios. Su olfato lo guió hacia las albóndigas, que olfateó largamente. Luego regresó junto al león. Vigilante no era egoísta; no deseaba aprovechar solo tan estupendo hallazgo.

Los tres soldados encaramados en el muro del jardín vieron con satisfacción cómo salía el león de su modorra y seguía al perro. Un poco más de paciencia y la vía estaría libre. Avanzarían sin estorbos hasta la habitación de Ramsés, lo sorprenderían en el sueño y lo llevarían al barco de Menelao.

Uno al lado del otro, el león y el perro se habían inmovilizado, con la cabeza en el parterre de lirios.

Hartos, se acostaron sobre las flores.

Diez minutos después, uno de los griegos saltó a tierra. Debido a la cantidad y al poder del veneno, la gran fiera ya estaba paralizada.

El explorador hizo una señal a sus compañeros, que se reunieron con él en la avenida que llevaba a la habitación de Ramsés. Se preparaban para entrar en el palacio cuando una especie de rugido los obligó a volverse.

Matador y Vigilante se encontraban detrás de ellos, con la mirada fija. Entre los lirios maltratados vieron las albóndigas de carne intactas que el olfato del perro había abandonado; el león había verificado lo bien fundado de la intuición de su amigo pisoteando el alimento envenenado.

Los tres griegos, armados con un cuchillo, se apretaron unos contra otros.

Con las garras fuera y las fauces abiertas, Matador se echó sobre los intrusos.

El oficial griego que había logrado hacerse enrolar en la guardia privada de Ramsés avanzó lentamente por el palacio adormecido, en dirección a los apartamentos del regente. A él le tocaba inspeccionar los pasillos y señalar toda presencia insólita; así pues los soldados, que lo conocían bien, lo habían dejado pasar con total tranquilidad.

El griego se dirigió hacia el umbral de granito en el que dormía Serramanna. ¿No afirmaba el sardo que, para llegar hasta Ramsés, sería necesario cortarle la garganta? Una vez eliminado, el regente estaría privado de su principal protector, y el conjunto de su guardia se adheriría a Chenar, el nuevo amo de Egipto.

El griego se inmovilizó y escuchó.

No se oía ni el menor ruido, sólo la respiración regular de alguien que dormía.

A pesar de su fuerza física, Serramanna tenía necesidad de unas horas de sueño. Pero quizá se comportaría como un gato y se despertaba al percibir un peligro. El griego debía golpear por sorpresa y no conceder a su víctima ninguna posibilidad de reaccionar.

Prudente, el mercenario siguió escuchando. No había duda: Serramanna estaba a su merced.

El griego sacó el puñal de la funda y contuvo la respiración. Con un impulso furioso, se lanzó sobre el hombre dormido y le golpeó en la garganta.

Una voz grave resonó detrás del agresor.

–Hermosa hazaña para un cobarde.

El griego se volvió.

–Has matado un cuerpo de paja y de trapo -declaró Serramanna-. Como me esperaba un ataque de este tipo, he imitado la respiración de un hombre cuando duerme.

El hombre de Menelao apretó el mango de su puñal.

–Suelta eso.

–A pesar de todo voy a cortarle la garganta.

–Inténtalo.

El sardo superaba al griego en más de tres cabezas.

El puñal golpeó el aire; a pesar de su tamaño y su peso, el sardo se desplazaba con una agilidad sorprendente.

–Ni siquiera sabes luchar -constató Serramanna.

Ultrajado, el soldado griego intentó una finta: un paso hacia el lado, luego una patada hacia adelante, con la hoja apuntando al vientre de su adversario.

El sardo, con el canto de la mano derecha, le rompió la muñeca y, con el puño izquierdo, le hundió la sien. Con la lengua colgando y los ojos vidriosos, el griego se derrumbó, muerto antes de tocar el suelo.

–Un cobarde menos -murmuró Serramanna.

Cuando Ramsés se levantó, comprobó el fracaso de los dos atentados organizados contra él. En el jardín, tres griegos habían sucumbido a las garras del león. En el pasillo, otro griego, miembro de la guardia personal del regente, había pasado a mejor vida.

–Querían eliminaros -afirmó Serramanna.

–¿El hombre ha hablado?

–No hubo tiempo de interrogarlo; no lamentéis a ese mediocre, no tenía ninguna cualidad de guerrero.

–¿Esos griegos no eran amigos de Menelao?

–Detesto a ese tirano. Concededme el derecho a enfrentarme a él en combate singular y lo enviaré al infierno que tanto teme, poblado de fantasmas y de héroes desesperados.

–Por el momento, conténtate con doblar la guardia.

–Defenderse es una mala estrategia, mi príncipe, sólo el ataque lleva a la victoria.

–Aún hay que identificar al enemigo.

–¡Menelao y sus griegos! Son mentirosos y pérfidos. Expulsadlos lo antes posible, si no volverán a hacerlo.

Ramsés posó la mano en el hombro derecho de Serramanna.

–Puesto que tú me eres fiel, ¿qué tengo que temer?

Ramsés pasó el resto de la noche en el jardín, junto al león y al perro. La fiera se había dormido, Vigilante dormitaba. El hijo de Seti había soñado con un mundo pacífico, pero la locura humana ni siquiera respetaba el periodo de momificación del difunto faraón.

Moisés tenía razón: manifestando clemencia con los enemigos no conseguirían poner fin a la violencia. Al contrario, se desarrollaba en ellos la certeza de tener que enfrentarse con un débil, fácil de derribar.

Al alba, Ramsés salió de la noche de su dolor. Puesto que Seti era irreemplazable, él debía ponerse manos a la obra cuanto antes.


6


En el Egipto de Seti, los templos eran responsables de la redistribución de los artículos y productos que les eran confiados. Desde el nacimiento de la civilización faraónica, la Regla de Maat, frágil diosa de la justicia y de la verdad, quería que cada hijo de la tierra bendecida por los dioses no careciera de nada. ¿Cómo celebrar una fiesta si un solo estómago sufría hambre?


En la cima del Estado, el faraón era a la vez el timón que marcaba la buena derrota y el capitán del barco que aseguraba la cohesión de la tripulación. A él le tocaba poner en marcha la indispensable solidaridad sin la cual una sociedad se desgarraría y perecería por sus propios conflictos internos.

Aunque la circulación de los productos dependía, en lo esencial, de un cuerpo de funcionarios cuya competencia era una de las claves de la prosperidad egipcia, algunos mercaderes independientes, que trabajaban de acuerdo con los templos, viajaban por todo el país y comerciaban libremente.

Tal era el caso de Raia, un sirio instalado en Egipto desde hacía unos diez años. Poseedor de un barco de transporte y de un rebaño de asnos, no dejaba de ir y venir, de norte a sur y de sur a norte, para vender vino, conservas de carne y vasijas importadas de Asia. De estatura media, con el mentón adornado con una pequeña barba en punta, vestido con una túnica de franjas de colores vivos, cortés, discreto y honesto, gozaba de la estima de numerosos clientes que apreciaban su exigencia de calidad y sus precios moderados. El sirio estaba tan integrado en su país de adopción que cada año le renovaban su Permiso de trabajo. Como tantos otros extranjeros, se había mezclado con la población y ya no se distinguía de los autóctonos.

Nadie sabía que el mercader Raia era un espía a sueldo de los hititas, quienes le habían encargado recoger el máximo de información y transmitírsela lo más rápidamente posible. Así los guerreros de Anatolia podrían elegir el mejor momento para atacar a los vasallos del faraón y apoderarse de sus tierras antes de invadir Egipto mismo. Como Raia había trabado amistad con militares, aduaneros y policías, se beneficiaba de numerosas confidencias cuyo resumen él hacía llegar a Hattusa, la capital de los hititas, en forma de mensajes cifrados, introducidos en vasijas de alabastro destinadas a los jefes de clan de Siria del Sur, oficialmente aliada de Egipto. En varias ocasiones, la aduana había registrado el cargamento y leído los textos redactados por Raia, inocentes cartas comerciales y facturas por pagar. El importador sirio, que pertenecía a la red del espía, entregaba las vasijas a sus destinatarios y los mensajes a uno de sus colegas de Siria del Norte, bajo protectorado hitita, quien los enviaba a Hattusa.

Así, la mayor potencia militar de Asia Menor, el Imperio hitita, seguía mes a mes la evolución de la política egipcia a partir de informaciones de primera mano.

La muerte de Seti y el período de luto parecían proporcionar una excelente ocasión para atacar Egipto. Pero Raia había insistido mucho para disuadir a los generales hititas de lanzarse a una aventura insensata. Contrariamente a lo que ellos pensaban, el ejército egipcio no estaba desmovilizado, sino que, temiendo una ola de invasión antes de la investidura del nuevo monarca, redoblaba las precauciones en las fronteras.

Además, gracias a las infidencias de Dolente, la hermana de Ramsés, Raia se enteró de que Chenar, el hermano mayor del futuro rey, no aceptaría ser relegado a un segundo plano. Dicho de otra manera, que conspiraba para adueñarse del poder antes de la coronación.

El espía había estudiado largamente el personaje de Chenar: activo, hábil, ambicioso, despiadado cuando su interés personal estaba en juego, astuto, y muy diferente de Seti y de Ramsés. Verlo acceder al trono era una perspectiva más bien agradable, pues parecía caer en la trampa tendida por los hititas, a saber, la voluntad manifiesta de trabar mejores relaciones diplomáticas y comerciales con Egipto, olvidando los antiguos enfrentamientos. ¿No había tenido Seti la debilidad de renunciar a apoderarse de la famosa fortaleza de Kadesh, cerrojo del sistema hitita? El soberano absoluto de los guerreros anatolios le decía a quien quería oír que él abandonaba con gran placer toda intención expansionista, esperando que el futuro faraón creyera en su discurso lenificante y relajara su esfuerzo militar.

Raia no tuvo más problema que identificar a los cómplices de Chenar y descubrir su plan de acción. Con un agudo instinto se había infiltrado en la colonia griega instalada en Menfis. ¿No era Menelao un mercenario cruel cuyos más hermosos recuerdos eran las matanzas perpetradas en el sitio de Troya? Según sus allegados, el soberano griego ya no soportaba permanecer en Egipto. Soñaba con regresar a Lacedemonia, en compañía de Helena, para celebrar allí sus victorias. Chenar debió pagar generosamente a algunos mercenarios griegos para deshacerse de Ramsés y tomar la sucesión de Seti.

Raia estaba seguro de que Ramsés sería un faraón peligroso para los hititas. De carácter belicoso, poseía la misma determinación de su padre y corría el riesgo de dejarse llevar por la fogosidad de su juventud. Más valía favorecer los designios de Chenar, más ponderado y maleable.

Pero las noticias no eran buenas: según un sirviente de palacio, varios mercenarios griegos habían sido eliminados cuando intentaban deshacerse de Ramsés. La conspiración parecía haber fracasado.

Las próximas horas serían adoctrinadoras: o Chenar lograba aclarar su responsabilidad y aparecería como un hombre de futuro, o sería incapaz de ello y merecería ser eliminado.

Menelao pateó el escudo que le había permitido parar tantos golpes en los campos de batalla y rompió una de las lanzas que habían traspasado el pecho de numerosos troyanos. Luego agarró una vasija y la tiró contra la pared de la antesala de su villa.

Tras dominar difícilmente su cólera, se volvió hacia Chenar.

–Un fracaso… ¡Qué queréis decir con un fracaso! ¡Mis hombres no fracasan jamás, sabedlo! ¡Hemos ganado la guerra de Troya y somos vencedores!

–Lamento contradeciros; el león de Ramsés ha matado a tres de vuestros mercenarios, y Serramanna al cuarto.

–¡Han sido traicionados!

–No, simplemente incapaces de realizar la misión que vos les habíais encargado. Ahora Ramsés desconfía de vos; sin duda ordenará vuestra expulsión.

–Y me iré sin Helena…

–Habéis fracasado, Menelao.

–¡Vuestro plan era estúpido!

–No obstante os parecía realista.

–¡Salid de aquí!

–Preparad vuestra partida.

–Yo sé lo que tengo que hacer.

Portasandalias y secretario particular de Ramsés, Ameni era, sobre todo, su amigo de infancia; había jurado fidelidad al regente y había unido su destino al suyo, fuera cual fuera. Pequeño, débil, delgado, con el cabello escaso a pesar de su edad, incapaz de llevar cargas pesadas, era, sin embargo, un trabajador infatigable y un escriba fuera de lo común, inclinado constantemente sobre los documentos administrativos, de los que extraía lo esencial con el fin de permitir a Ramsés estar bien informado. Ameni no tenía ninguna ambición personal, pero no toleraba el menor descuido en el servicio de los veinte funcionarios de élite que dirigía. Rigor y disciplina eran, para él, valores sagrados.

Aunque no apreciaba mucho a un bruto como Serramanna, Ameni reconoció que se había mostrado eficaz protegiendo a Ramsés del agresor griego. La reacción de su amigo le había sorprendido. Muy tranquilo, el futuro faraón le pidió a Ameni que le describiera con todo detalle los grandes cuerpos del Estado, su funcionamiento y las relaciones que existían entre ellos.

Cuando Serramanna previno a Ameni de la presencia de Chenar, el secretario particular del regente se irritó. Aquella visita perturbaba el momento en que estudiaba la reforma de las leyes arcaicas sobre la utilización de los transbordadores colectivos.

–No lo recibas -recomendó Ameni a Ramsés.

–Chenar es mi hermano.

–Es un intrigante que no busca más que su provecho personal.

–Escucharlo me parece indispensable.

Ramsés recibió a su hermano en el jardín en el que el león parecía dormir a la sombra de un sicomoro, mientras el perro amarillo mordisqueaba un hueso.

–¡Estás mejor custodiado de lo que estaba Seti! – se sorprendió Chenar-. Es casi imposible acercarse a ti.

–¿Ignoras que unos griegos han intentado introducirse en el palacio con intenciones hostiles?

–No lo ignoro, pero vengo a revelarte el nombre del autor de la conspiración.

–¿Cómo te has enterado, querido hermano?

–Menelao ha intentado corromperme.

–¿Qué te ha propuesto?

–Apoderarme del trono.

–Y tú te has negado…

–Me gusta el poder, Ramsés, pero conozco mis límites y no tengo intención de sobrepasarlos. Tú eres el futuro faraón; la voluntad de nuestro padre debe ser respetada.

–¿Por qué ha tomado Menelao semejante riesgo?

–Para él, Egipto es una prisión. Su deseo de regresar a Lacedemonia en compañía de Helena le hace perder la razón. Está persuadido de que eres tú quien secuestras a su esposa. Mi papel habría consistido en exiliarte en los oasis, liberarla y darle la autorización de partir.

–Helena actúa con toda libertad.

–A los ojos de un griego, eso es inconcebible; ella está forzosamente bajo la influencia de un hombre.

–¿Es obtuso hasta ese punto?

–Menelao es testarudo y peligroso. Actúa como un héroe griego.

–¿Qué me aconsejas?

–Debido a la falta imperdonable que ha cometido, expúlsalo sin dilación.


7


El poeta Homero vivía en una mansión muy amplia situada cerca del palacio del regente. Disponía de los servicios de un cocinero, de una doncella y de un jardinero. Tenía una bodega llena de jarras de vino del Delta al que añadía anís y coriandro, y no salía mucho de su jardín, en el que el árbol más preciado era un limonero, indispensable para su inspiración.


Con el cuerpo untado de aceite de oliva, Homero fumaba muy a gusto hojas de salvia en una pipa cuya cazoleta era un gran caparazón de caracol. Con un gato negro y blanco en las rodillas, que había bautizado con el nombre de Héctor, dictaba los versos de su Ilíada bien a Ameni, bien a un escriba que el secretario particular de Ramsés le proporcionaba.

La visita del regente alegró al poeta; su cocinero trajo una vasija cretense de gollete muy estrecho, que sólo dejaba pasar un delgado hilo de vino fresco y aromatizado. Bajo el quiosco de cuatro columnitas de acacia cubierto por un techo de palma, el calor era soportable.

–Este admirable verano cura mis dolores -indicó Homero, cuyo rostro curtido y arrugado se adornaba con una larga barba blanca-. ¿Sufrís tormentas, como en Grecia?

–El dios Set a veces desencadena algunas terribles -respondió Ramsés-. El cielo se cubre de nubes oscuras, los relámpagos las atraviesan, cae el rayo, el trueno retumba, un diluvio llena los uadis secos y los torrentes bajan arrastrando cantidad de cascajos. El miedo llena los corazones, algunos creen en la destrucción del país.

–¿No llevaba Seti el nombre de Set?

–Para mí, ése fue durante mucho tiempo un gran misterio. ¿Cómo era posible que un faraón se atreviera a elegir como dios protector al asesino de Osiris? Comprendí que había dominado la fuerza de Set, el poder inconmensurable del cielo, y que la usaba para alimentar la armonía y no el desorden.

–¡Qué extraño país es este Egipto! ¿No acabáis de arrostrar una especie de tormenta?

–¿Los rumores de los dramas llegan hasta este jardín?

–Mi vista está muy débil, ¡pero mi oído es excelente!

–Así pues, sabéis que vuestros compatriotas han intentado suprimirme.

–Anteayer escribí estos versos: «Mucho me temo que estéis presos en las mallas de una red que no deja escapar nada, y que todos os convirtáis en la presa y el botín de los guerreros enemigos. Saquearán vuestras ciudades. Pensad en eso día y noche, luchad sin tregua, si queréis escapar a los reproches.»

–¿Sois adivino?

–No dudo de vuestra cortesía, pero el futuro faraón viene sin duda en busca de alguna opinión de un viejo griego inofensivo.

Ramsés sonrió. Homero era más bien áspero y directo, pero esta actitud le gustaba.

–Según vos, ¿los agresores han actuado por cuenta propia o a las órdenes de Menelao?

–¡No conocéis bien a los griegos! Fomentar conspiraciones es su juego favorito. Menelao quiere a Helena, sois vos quien la escondéis. Por lo tanto sólo hay una solución: la violencia.

–Ésta ha fracasado.

–Menelao es débil y limitado; no renunciará y os desencadenará la guerra en el interior mismo de vuestro país, sin pensar en las consecuencias.

–¿Qué me recomendáis?

–Enviadlo a Grecia con Helena.

–¡Pero ella se niega!

–Aunque ella no lo haya deseado, esa mujer sólo engendra la desdicha y la muerte. Querer cambiar el curso de su destino es utópico.

–Ella es libre de elegir el país donde desea residir.

–Yo os he prevenido. ¡Ah!, no olvidéis hacedme llegar papiros nuevos y aceite de oliva de primera calidad.

Algunos habrían juzgado poco caballeroso el comportamiento del poeta de barba blanca. A Ramsés le gustaba su franqueza en el hablar, muchísimo más útil que las palabras blandas de los cortesanos.

En cuanto Ramsés franqueó el portal del ala del palacio que le estaba destinada, Ameni se precipitó hacia él. Esta agitación no era muy propia de él.

–¿Qué sucede?

–Menelao… ¡Es Menelao!

–¿Qué ha hecho?

–Ha tomado como rehenes a unos empleados del puerto, mujeres y niños, y amenaza con ejecutarlos si no le entregas a Helena hoy.

–¿Dónde se encuentra?

–En su barco, con los rehenes. Todos los barcos de su flota están dispuestos para levar anclas. Ya no queda ni uno solo de sus mercenarios en la ciudad.

–¿Existe un responsable de la seguridad del puerto?

–No seas demasiado severo… Menelao y sus hombres han tomado por sorpresa a nuestros soldados encargados de la vigilancia de los muelles.

–¿Mi madre ha sido avisada?

–Te espera, en compañía de Nefertari y de Helena.

La viuda de Seti, la esposa de Ramsés y la de Menelao mostraban rostros inquietos. Tuya estaba sentada en un sillón bajo de madera dorada, Nefertari en una silla de tijera, Helena permanecía de pie, apoyada en una columna verde claro, en forma de loto.

La sala de audiencias de la gran esposa real era fresca y tranquila; sutiles perfumes encantaban el olfato. En el trono del faraón, un ramillete de flores mostraba la ausencia momentánea de un monarca.

Ramsés se inclinó ante su madre, abrazó tiernamente a su esposa, y saludó a Helena.

–¿Estás informado? – preguntó Tuya.

–Ameni no me ha ocultado la gravedad de la situación. ¿Cuántos rehenes?

–Unos cincuenta.

–Aunque fuera uno solo, su existencia debería ser preservada.

Ramsés se dirigió a Helena.

–¿Si lanzamos un asalto, Menelao ejecutará a los rehenes?

–Los degollará con su propia mano.

–¿Se atreverá a cometer un crimen tan bárbaro?

–Es a a quien quiere. Si fracasa, los asesinará antes de que lo maten a él.

–Exterminar así a unos inocentes…

–Menelao es un guerrero; a sus ojos, sólo existen aliados y adversarios.

–Y sus propios hombres… ¿es consciente de que ninguno sobrevivirá si los rehenes son ejecutados?

–Morirán como héroes, su honor estará a salvo.

–¿Héroes, unos asesinos de personas indefensas?

–Vencer o morir, Menelao no conoce otra ley.

–¿Acaso el infierno de los héroes griegos es un abismo oscuro y desesperado?

–Nuestra muerte es tenebrosa, es verdad, pero el gusto por el combate es más intenso que el simple deseo de sobrevivir.

Nefertari se acercó a Ramsés.

–¿Qué piensas hacer?

–Iré solo y sin armas al barco de Menelao, e intentaré hacerle razonar.

–Es utópico -estimó Helena.

–De todos modos debo intentarlo.

–¡Te tomará también a ti como rehén! – intervino Nefertari.

–No tienes derecho a exponerte -juzgó Tuya-. ¿No querrás caer en la trampa que te ha tendido tu adversario?

–Te llevará a Grecia -profetizó Nefertari-, y otro reinará en Egipto. Otro que establecerá un entendimiento con Menelao y le devolverá a Helena a cambio de un acuerdo comercial.

Ramsés interrogó a su madre con la mirada; ella no desmintió las palabras de Nefertari.

–Si es imposible negociar con Menelao, será necesario reducirlo a la fuerza.

Helena se adelantó hacia el regente.

–No -dijo él-; rechazamos vuestro sacrificio. Proteger a un huésped es un deber sagrado.

–Ramsés tiene razón -confirmó la gran esposa real-; cediendo al chantaje de Menelao, Egipto se hundiría en la cobardía y sería privado de la presencia de Maat.

–Soy responsable de esta situación y yo…

–No insistáis, Helena; ya que vos habéis elegido vivir aquí, nosotros somos garantes de vuestra libertad.

–A mí me toca preparar una estrategia -estimó el hijo de Seti.

Temblando y bañado en sudor, Meba, el ministro de Asuntos Exteriores, dialogó con Menelao desde el muelle del puerto de Menfis. A cada instante temía ser traspasado por la flecha de un arquero griego. No obstante logró hacer admitir al rey de Lacedemonia la posición de Ramsés, que deseaba ofrecer un gran banquete en honor de Helena antes de que abandonara Egipto para siempre.

Al término de rudas negociaciones, el soberano griego aceptó, pero precisó que los rehenes no recibirían ningún alimento hasta que Helena estuviera a bordo. Los soltaría cuando sus barcos, que no serían seguidos por ningún navío de guerra egipcio, estuvieran en alta mar.

Sano y salvo, Meba se alejó del muelle a paso apresurado, bajo las puyas de los soldados griegos. Por lo menos tuvo el consuelo de recibir las felicitaciones de Ramsés.

En el lapso de una noche, el regente debía encontrar el medio de liberar a los rehenes.


8


De estatura media, con una fuerza hercúlea, los cabellos negros, la piel mate, el encantador de serpientes Setaú hacía el amor a su maravillosa esposa nubia, Loto, cuyo cuerpo fino y esbelto era una permanente llamada al placer. La pareja vivía en el límite del desierto, lejos del centro de Menfis, en una gran mansión que le servía de laboratorio. Varias habitaciones estaban llenas de redomas de tamaños diversos y objetos de formas extrañas que permitían tratar el veneno y preparar las diluciones indispensables para los médicos.


La joven nubia era de una docilidad maravillosa y se prestaba a las innumerables fantasías de Setaú, cuya imaginación parecía inagotable. Desde que la había traído a Egipto y se habían casado, no había dejado de sorprenderlo el conocimiento tan profundo y sutil que Loto tenía de los reptiles. Su pasión común les permitía progresar sin cesar y descubrir nuevos remedios cuya elaboración necesitaba largos experimentos.

Cuando Setaú estaba acariciando los senos de Loto como si rozara capullos de flor, la cobra doméstica se irguió en el umbral de la casa.

–Un visitante -constató Setaú.

Loto miró el espléndido reptil. Según la manera como se balanceaba, ella sabía si el que llegaba era amigo o enemigo.

Setaú abandonó la blanda cama y cogió un garrote. Aunque confió en la cobra, cuya calma era más bien tranquilizadora, esa intrusión nocturna no presagiaba nada bueno.

El caballo, lanzado a golpe tendido, se detuvo a unos metros de la casa; el jinete saltó a tierra.

–¡Ramsés! En mi casa, ¿en plena noche?

–¿Por lo menos no te molesto?

–A decir verdad, un poco. Loto y yo…

–Lamento importunaros, pero necesito vuestra ayuda.

Setaú y Ramsés habían estudiado juntos, pero el primero había desdeñado las carreras de la alta administración para consagrarse a los seres que, según él, detentaban el secreto de la vida y de la muerte: las serpientes. Inmunizado contra su veneno, había sometido al joven Ramsés a una dura prueba, haciéndole conocer al amo del desierto, una cobra particularmente peligrosa cuyo mordisco era mortal. Su amistad había sobrevivido a aquel enfrentamiento, y Setaú pertenecía al restringido círculo de fieles a los que el futuro faraón concedía una total confianza.

–¿El reino está en peligro?

–Menelao amenaza con matar a unos rehenes si no le entregamos a Helena.

–¡Qué historia! ¿Por qué no te libras de esa griega que ha causado la destrucción de toda una ciudad?

–Traicionar las leyes de la hospitalidad rebajaría a Egipto al nivel de los bárbaros.

–Deja entonces que los bárbaros se entiendan entre ellos.

–Helena es una reina, ella desea residir entre nosotros; mi deber es salvarla de las garras de Menelao.

–¡Ésas son las palabras de un faraón! Es cierto que el destino te ha conducido hasta esa carga inhumana que sólo codician los locos y los inconscientes.

–Necesito tomar por asalto el barco de Menelao preservando la vida de los rehenes.

–A ti siempre te han gustado las apuestas imposibles.

–Los oficiales superiores de los regimientos estacionados en Menfis no me han aportado ninguna idea digna de atención. Sus proyectos sólo pueden terminar en una matanza.

–¿Estás sorprendido por ello?

–Tú tienes la solución.

–¿Yo, como militar subiendo por asalto a unos barcos griegos?

–Tú no, tus serpientes.

–¿Qué has pensado?

–Antes del alba, unos nadadores se deslizarán sin hacer ruido hasta los barcos, escalarán las paredes cargados con un saco que contendrá reptiles, los cuales se utilizarán para atacar a los griegos encargados de vigilar a los rehenes. Las serpientes morderán a algunos soldados y crearán un efecto de sorpresa que nuestros hombres sabrán explotar.

–Astuto, pero muy arriesgado; ¿crees que las cobras sabrán elegir a sus víctimas?

–Soy consciente del enorme riesgo que vamos a correr.

–¿Nosotros?

–Tú y yo formaremos parte de la expedición, por supuesto.

–¿Quieres que arriesgue mi vida por una griega que jamás he visto?

–Por unos rehenes egipcios.

–¿Qué será de mi mujer y de mis serpientes si muero en esa estúpida aventura?

–Recibirán una pensión de por vida.

–No, es demasiado peligroso… ¿Y cuántos reptiles será necesario sacrificar para atacar a esos malditos griegos?

–Te pagaré tres veces más de lo que valen y, además, transformaré tu laboratorio experimental en centro de investigación.

Setaú miró a Loto, tan atractiva en la noche cálida del verano.

–En vez de charlar deberíamos meter las serpientes en unos sacos.

Menelao paseaba por el puente principal de su barco. Los observadores no habían notado ninguna animación en los muelles. Como el rey de Lacedemonia había previsto, los egipcios, cobardes y llenos de humanismo, no se atreverían a intentar nada. La toma de rehenes no era gloriosa, pero sí eficaz. No había otro medio de arrancar a Helena de sus protectoras, Tuya y Nefertari.

Los rehenes habían dejado de llorar y de gemir. Con las manos atadas a la espalda, postrados, estaban amontonados en popa, bajo la vigilancia de una decena de soldados que eran relevados cada dos horas.

El ayudante de campo de Menelao fue hasta donde él estaba.

–¿Creéis que atacarán?

–Sería inútil y estúpido. Estaríamos obligados a matar a los rehenes.

–En ese caso, ya no disfrutaríamos de ninguna protección.

–Mataríamos a muchos egipcios antes de regresar al mar… Pero no pondrán en peligro la seguridad de sus compatriotas. Recuperaré a Helena al alba y regresaremos a casa.

–Echaré de menos este país.

–¿Estás perdiendo la cabeza?

–¿Acaso no hemos vivido felices y en paz en Menfis?

–Hemos nacido para luchar, no para holgazanear.

–¿Y si os asesinaran a su vez? En vuestra ausencia, las ambiciones han debido multiplicarse.

–Mi espada aún es sólida; cuando vean a Helena sumisa, comprenderán que mi poder sigue intacto.

Ramsés seleccionó treinta soldados de élite, todos excelentes nadadores. Setaú les había mostrado cómo convenía entreabrir el saco para dejar paso a las serpientes sin ser mordido. El rostro de los voluntarios estaba tenso; el regente les dirigió un discurso lleno de entereza y fogosidad a fin de alimentar su ardor en el combate. Su convicción, añadida a la fuerza apacible de Setaú, persuadió al comando de su capacidad de éxito.

Ramsés lamentaba haberse visto obligado a ocultar su presencia en la acción a su madre y a su esposa; pero ni una ni otra habrían aceptado dejarle participar en semejante locura. Sólo él debía cargar con la responsabilidad de aquel asalto. Si el destino debía llevar al hijo menor de Seti al poder supremo, también le permitiría superar aquella prueba con éxito.

Setaú hablaba a los reptiles encerrados en los sacos y pronunciaba unos encantamientos destinados a calmarlos. Había aprendido de Loto una serie de sonidos sin significado para los oídos humanos, pero convincentes para el oído misterioso de las serpientes.

Cuando Setaú estimó que los extraños aliados del comando estaban preparados, la pequeña tropa hizo un movimiento hacia el Nilo. Los soldados entraron en el agua en el extremo del muelle principal, fuera de la vista de los observadores griegos.

Setaú tocó la muñeca de Ramsés.

–¡Un momento!… Mira, juraría que el barco de Menelao suelta amarras.

Setaú no se equivocaba.

–Quedaos aquí.

Ramsés dejó el saco que contenía una víbora de las arenas y corrió en dirección al barco griego. La luz plateada de la luna iluminó la proa, donde se encontraban Menelao y Helena, a quien el rey de Lacedemonia mantenía apretada contra él.

–¡Menelao! – aulló Ramsés.

El interpelado, equipado con una doble coraza y un cinturón cerrado con corchetes de oro, reconoció de inmediato al regente.

–¡Ramsés! Has venido a desearme buen viaje… Compruébalo: Helena ama a su marido y le será fiel en lo sucesivo. ¡Qué sabia ha sido al venir a reunirse conmigo! Será la mujer más feliz de Lacedemonia.

Menelao estalló en carcajadas.

–¡Libera a los rehenes!

–No temáis, te los devolveré vivos.

Ramsés siguió a la flota griega en un pequeño barco de dos velas que se mantuvo a una distancia considerable. Cuando amaneció, los soldados de Menelao desencadenaron un alboroto golpeando sus escudos con lanzas y espadas.

Obedeciendo las órdenes del regente y de la gran esposa real, la marina de guerra egipcia no intervino, dejando libre acceso al Mediterráneo. Menelao era libre de dirigirse hacia el norte.

Por un instante, Ramsés creyó que había sido burlado y que el rey de Lacedemonia iba a degollar a los rehenes; pero pusieron una barca en el mar y los prisioneros descendieron a ella utilizando una escalera de cuerdas. Los hombres válidos empujaron los remos y se alejaron tan de prisa como fue posible de la prisión flotante.

Desde la popa del buque de su marido, Helena, la de los brazos blancos, vestida con un manto púrpura, con la cabeza cubierta con un velo blanco y el cuello adornado con un collar de oro, contemplaba la costa de Egipto, ese país en el que había conocido unos meses de dicha y en el que había mantenido la esperanza de escapar al destino que le imponía Menelao.

Cuando los rehenes estuvieron fuera del alcance de las flechas griegas, Helena hizo girar la parte superior de un anillo de amatista que llevaba en la mano derecha y bebió el líquido que contenía la minúscula redoma de veneno, robado en un laboratorio de Menfis. Se había jurado no convertirse en esclava y no terminar sus días, vencida y humillada, en el gineceo de Menelao. Menelao, el pérfido, triste vencedor de la guerra de Troya, sólo llevaría un cadáver a Lacedemonia, y seria ridiculizado y despreciado para siempre.

¡Qué hermoso era el sol del verano egipcio! ¡Cómo le hubiera gustado a Helena perder la blancura de su piel y adquirir el tono cobrizo de las hermosas egipcias!, libres de amar, disponibles en cuerpo y alma.

Helena se desplomó suavemente, con la cabeza inclinada sobre su hombro, con los ojos abiertos de par en par, contemplando el cielo azul.


9


Cuando el joven diplomático Acha regresó a Menfis, después de una breve misión de información en Siria del Sur que había realizado por orden del ministro de Asuntos Exteriores, el período de luto duraba desde hacía cuarenta días. Al día siguiente, Tuya, Ramsés, Nefertari y las principales personalidades del Estado partirían hacia Tebas, donde tendría lugar la inhumación de la momia de Seti y la coronación de la nueva pareja real.


Hijo único de una familia rica, distinguido, elegante, con el rostro alargado y fino, y un pequeño bigote muy cuidado, los ojos brillantes de inteligencia, la voz envolvente, a veces desdeñosa, Acha había sido condiscípulo de Ramsés y un amigo un poco lejano, no desprovisto de sentido crítico. Hablaba varias lenguas extranjeras, y desde muy joven se apasionó por los viajes, por el estudio de los otros pueblos y por la cartera diplomática. Gracias a notables éxitos que habían sorprendido a los funcionarios experimentados, la ascensión de Acha se mostró fulgurante. A sus veintitrés años ya era considerado como uno de los mejores especialistas de Asia. A un tiempo hombre de despacho y de acción, cualidades que rara vez coincidían, daba pruebas de tal perspicacia en el análisis de los hechos que algunos lo consideraban como un visionario. Ahora bien, la seguridad de Egipto dependía de una justa apreciación de las intenciones del enemigo principal, el Imperio hitita.

Acha fue a dar cuentas a Meba y se encontró con un ministro a la defensiva, que se contentó con algunas fórmulas huecas y le aconsejó que pidiera sin tardanza audiencia a Ramsés, quien exigía encontrarse con los altos funcionarios, uno tras otro.

Así pues, Acha fue recibido por Ameni, el secretario particular del regente. Los dos hombres se felicitaron.

–No has engordado ni un gramo -constató Acha.

–Y tú sigues llevando una túnica lujosa y ¡a la última moda!

–¡Uno de mis innumerables vicios! El tiempo de nuestros estudios comunes ya está lejos… Pero me alegro de verte en este puesto.

–He jurado ser fiel a Ramsés y respeto mi promesa.

–Has elegido bien, Ameni; si los dioses lo quieren, Ramsés pronto será coronado.

–Los dioses lo quieren. ¿Sabes que ha escapado a un atentado perpetrado por los esbirros del rey griego Menelao?

–Un reyezuelo pérfido y sin futuro.

–¡Es cierto, es un pérfido! Tomó rehenes y amenazó con matarlos si Ramsés no le entregaba a Helena.

–¿Cómo actuó Ramsés?

–Se negó a violar las leyes de la hospitalidad y preparó un asalto contra los griegos.

–Arriesgado.

–¿Qué otra cosa habrías propuesto?

–Negociar y negociar siempre… Pero con un bruto como Menelao admito que la tarea es casi sobrehumana. ¿Consiguió Ramsés su objetivo?

–Helena abandonó el palacio para regresar al lado de su marido y salvar numerosas vidas. En el momento en que el barco de Menelao se dirigía a alta mar, ella se suicidó.

–Gesto sublime, pero definitivo.

–¿Siempre eres tan irónico?

–Burlarse de los demás como de sí mismo, ¿acaso no es eso pureza de espíritu?

–Se diría que la muerte de Helena no te emociona.

–Haberse librado de Menelao y de su pandilla es una dicha para Egipto. Si miramos por el lado de los griegos, necesitaríamos mejores aliados.

–Homero se ha quedado.

–Ese encantador viejo poeta… ¿Escribe sus recuerdos de la guerra de Troya?

–A veces tengo el honor de servirle de escriba; sus versos a menudo trágicos pero no carecen de nobleza.

–¡El amor por la escritura y los escritores te perderá, Ameni! ¿Qué puesto te ha reservado Ramsés en su futuro gobierno?

–Lo ignoro… El que ocupo me convendría de maravilla.

–Mereces más.

–Y tú, ¿qué esperas?

–En un primer momento, ver a Ramsés lo antes posible.

–¿Malas noticias?

–¿Me permites reservarlas para el regente?

Ameni enrojeció.

–Perdóname; lo encontrarás en las cuadras. A ti te recibirá.

La transformación de Ramsés sorprendió a Acha. El futuro rey de Egipto, altivo y seguro de sí mismo, conducía su carro con una maestría excepcional, manejando los caballos en unas maniobras de una increíble dificultad que los viejos caballerizos contemplaban boquiabiertos.

El adolescente de impresionante estatura se había convertido en un atleta de musculatura flexible y poderosa que tenía el porte de un monarca cuya autoridad nadie cuestionaba. Acha advirtió sin embargo una excesiva fogosidad y una exaltación en el esfuerzo que podrían acarrear errores de juicio. Aunque ¿de qué serviría poner en guardia a un ser cuya energía parecía inagotable?

En cuanto divisó a su amigo, Ramsés lanzó el carro en su dirección y ordenó a los caballos que se detuvieran, a menos de dos metros del joven diplomático, cuya túnica nueva fue salpicada de polvo.

–¡Lo lamento, Acha! Son jóvenes corceles algo indisciplinados.

Ramsés saltó a tierra, llamó a dos palafreneros para que se ocuparan de los caballos y tomó a Acha por los hombros.

–¿Esa maldita Asia aún existe?

–Me temo que sí, majestad.

–¿Majestad? ¡Aún no soy faraón!

–Un buen diplomático debe ser previsor. En este caso, el futuro es más bien fácil de suponer.

–Eres el único que se expresa de este modo.

–¿Es un reproche?

–Háblame de Asia, Acha.

–En apariencia, todo está en calma. Nuestros principados esperan tu coronación, los hititas no salen de sus territorios y de sus zonas de influencia.

–¿Has dicho «en apariencia»?

–Es lo que leerás en todos los informes oficiales.

–Pero tu opinión difiere…

–La calma precede siempre a la tormenta, ¿pero por cuanto tiempo?

–Ven, vamos a beber algo.

Ramsés se aseguró de que sus caballos eran tratados con cuidado. Luego se sentó con Acha a la sombra de un techo en declive, frente al desierto. Un sirviente les trajo de inmediato cerveza fresca y paños perfumados.

–¿Crees en la voluntad de paz de los hititas?

Acha reflexionó mientras bebía el delicioso brebaje.

–Los hititas son conquistadores y guerreros; en su vocabulario palabra «paz» es una especie de imagen poética sin consistencia real.

–Así pues, mienten.

–Esperan que un joven soberano, con ideales pacifistas, haga menos hincapié en la defensa del país y lo debilite, mes tras mes.

–Como Akenatón.

–Es un buen ejemplo.

–¿Fabrican muchas armas?

–La producción se acelera, en efecto.

–¿Crees que la guerra es inevitable?

–El papel de los diplomáticos consiste en rechazar esta eventualidad.

–¿Cómo intervendrías?

–Soy incapaz de responder a esta pregunta; mis competencias no me permiten tener una visión de conjunto y proponer remedios satisfactorios a la situación actual.

–¿Te gustaría realizar otras funciones?

–No me toca a mí decidirlo.

Ramsés miró el desierto.

–Cuando era niño, Acha, soñaba con convertirme en faraón, como mi padre, porque creía que el poder era el más maravilloso de los juegos. Seti me abrió los ojos al imponerme la prueba del toro salvaje, y me refugié en otro sueño: permanecer para siempre junto a él, bajo su brazo protector. Pero llegó la muerte y con ella el fin de mis sueños. He rogado al invisible que alejara de mí este cetro que ya no quería, y comprendí que sólo me respondía bajo la forma de un acto. Menelao intentó suprimirme; mi león, mi perro y el jefe de mi guardia personal me salvaron mientras comulgaba con el alma de mi padre. Desde ese instante, decidí no rechazar mi destino. Lo que Seti decidió se cumplirá.

–¿Te acuerdas de cuando hablábamos del verdadero poder con Setaú, Moisés y Ameni?

–Ameni lo encontró sirviendo a su país, Moisés en el arte de construir, Setaú en el conocimiento de las serpientes y tú en la diplomacia.

–El verdadero poder… Eres tú quien lo detentarás.

–No, Acha, pasará a través de mí, se encarnará en mi corazón, en mi brazo, y me abandonará si soy incapaz de cobijarlo.

–Ofrecer tu vida a la realeza… ¿No es pagar un precio demasiado alto?

–Ya no soy libre de actuar a mi gusto.

–Tus palabras son casi espantosas, Ramsés.

–¿Crees que ignoro el miedo? Sean cuales sean los obstáculos, gobernaré y continuaré la obra de mi padre para legar a mi sucesor un Egipto sabio, fuerte y hermoso. ¿Aceptas ayudarme?

–Sí, majestad.


10


Chenar se consumía de impaciencia.


Los griegos habían fracasado de manera lamentable. Menelao, obsesionado por su deseo de poseer a Helena como una presa, había perdido de vista lo esencial, la eliminación de Ramsés. Tenía un único consuelo, no desprovisto de importancia: Chenar había logrado persuadir a su hermano de su inocencia. Ahora que Menelao y sus soldados se habían ido, nadie acusaría a Chenar de haber sido el alma de la conspiración. Pero Ramsés subiría al trono de Egipto y reinaría en solitario… y él, Chenar, el hijo mayor de Seti, ¡estaría obligado a obedecerle y a comportarse como un simple servidor! No, no aceptaría esa humillación.

Por ello había fijado una cita con su último aliado, un allegado a Ramsés, hombre fuera de toda sospecha que quizá le ayudaría a luchar desde el interior contra su hermano y a minar su trono.

Al caer la noche, el barrio de los alfareros se animaba. Mirones y clientes circulaban entre las tienduchas, dando un vistazo a las vasijas de tamaños y precios variados que vendían los artesanos. En el ángulo de una callejuela, un aguador ofrecía su líquido fresco y deleitoso.

Era allí donde Acha, vestido con taparrabo ordinario y tocado con una peluca trivial que lo hacía irreconocible, esperaba a Chenar, que también había tomado la precaución de modificar Su apariencia. Los dos hombres compraron un odre de agua a de racimos de uva, como simples campesinos, y se sentaron uno al lado del otro contra un muro.

–¿Habéis vuelto a ver a Ramsés?

–Ya no dependo del ministro de Asuntos Exteriores sino directamente del futuro faraón.

–¿Qué significa eso?

–Una promoción.

–¿Cuál?

–Todavía no lo sé. Ramsés piensa formar su próximo gobierno; como es fiel a la amistad, Moisés, Ameni y yo deberíamos obtener puestos de primera importancia.

–¿Quién más?

–En el círculo de sus íntimos, sólo veo a Setaú, pero está tan apegado al estudio de sus queridas serpientes que rehúsa toda responsabilidad.

–¿Os pareció Ramsés decidido a reinar?

–Aunque es consciente de lo pesado de la carga y de su falta de experiencia, no retrocederá. No esperéis ya ninguna evasión.

–¿Os ha hablado del gran sacerdote de Amón?

–No.

–Perfecto. Subestima su influencia y su capacidad de dañar.

–¿No es un personaje timorato, que teme la autoridad real?

–Temía a Seti… Pero Ramsés es sólo un joven muy poco avezado en las luchas de influencias. Por el lado de Ameni no hay que esperar nada: ese maldito pequeño escriba está unido a Ramsés como un perro a su amo. En cambio, no desespero en atraer a Moisés a mis redes.

–¿Lo habéis intentado?

–Sufrí un fracaso, pero sólo era un primer intento. Ese hebreo es un hombre atormentado en busca de su verdad, que no es forzosamente la de Ramsés. Si logramos ofrecerle lo que desea, cambiará de bando.

–No os equivocáis.

–¿Tenéis alguna influencia sobre Moisés?

–No lo creo, pero el futuro quizá me dará medios de presión.

–¿Y sobre Ameni?

–Parece incorruptible -estimó Acha-, ¿pero quién sabe? Con el tiempo se volverá esclavo de necesidades inesperadas, y podremos explotar sus debilidades.

–No tengo intención de esperar a que Ramsés haya tejido una tela indestructible.

–Yo tampoco, Chenar, pero de todos modos habréis de tener un poco de paciencia. El fracaso de Menelao y de sus hombres debería demostrarnos que una buena estrategia excluye toda indecisión.

–¿Cuánto tiempo?

–Dejemos que Ramsés se instale en la embriaguez del poder. El fuego que lo anima se alimentará con los fastos de la corte y le hará perder el sentido de la realidad. Además, yo seré uno de los que le informarán sobre la evolución de la situación en Asia, y será más bien a mí a quien escuchará.

–¿Cuál es vuestro plan, Acha?

–Deseáis reinar, ¿verdad?

–Soy digno y capaz de ser faraón.

–Así pues conviene derrocar o eliminar a Ramsés.

–La necesidad hace la ley.

–Dos vías se abren ante nosotros: la conspiración interior o la agresión exterior. En lo que se refiere a la primera, debemos aseguramos complicidades entre las personalidades influyentes del país; en este terreno, vuestro papel será preponderante. En cuanto a la segunda, descansa en las verdaderas intenciones de los hititas y en la preparación de un conflicto que causará la derrota de Ramsés pero no la ruina de Egipto. Si el país fuera devastado, sería un hitita quien se apoderarla de las Dos Tierras.

Chenar no ocultó su contrariedad.

–¿No es demasiado arriesgado?

–Ramsés es un adversario de talla. No tomaréis fácilmente el poder.

–Si los hititas resultan vencedores, invadirán Egipto.

–No tiene por qué ser necesariamente así.

–¿Qué milagro proponéis?

–No se trata de un milagro, sino de una trampa a la que atraeremos a Ramsés, sin que nuestro país esté directamente implicado. O perecerá, o lo harán responsable de la derrota. En ambos casos no podrá continuar reinando. Entonces, vos apareceréis como un salvador.

–¿No es un sueño?

–No tengo reputación de alimentarme de ilusiones. Cuando conozca el puesto exacto que Ramsés me reserva, empezaré a actuar. A menos que vos deseéis renunciar.

–¡Jamás! Muerto o vivo, Ramsés deberá desaparecer ante mí.

–Si triunfamos, espero que no seáis ingrato.

–Sobre este punto, estad tranquilo; habréis merecido cien veces ser mi brazo derecho.

–Permitidme dudar de ello.

Chenar se sobresaltó.

–¿No confiáis en mí?

–En absoluto.

–Pero entonces…

–No finjáis sorpresa. Si fuera un ingenuo, me habríais eliminado hace tiempo. ¿Cómo creer en las promesas de un hombre de poder? Su comportamiento sólo le es dictado por su interés personal y nada más.

–¿Estáis desengañado, Acha?

–Soy realista. Cuando seáis faraón, elegiréis a vuestros ministros sólo en función de vuestros criterios del momento y quizá apartéis a aquellos que, como yo, os habrán permitido acceder al trono.

Chenar sonrió.

–Vuestra inteligencia es excepcional, Acha.

–Viajar me ha permitido observar unas sociedades y unos hombres muy diferentes, pero todos sometidos a la ley del más fuerte.

–No era el caso en el Egipto de Seti.

–Seti ha muerto. Ramsés es un guerrero cuya violencia aún no ha tenido la posibilidad de expresarse. Tal es nuestra suerte.

–A cambio de vuestra colaboración, deseáis pues beneficios inmediatos.

–Veo que me habéis comprendido, Chenar.

–Me gustarían precisiones.

–Mi familia es pudiente, es cierto, pero ¿se es alguna vez lo bastante rico? Para un gran viajero como yo poseer numerosas villas es un placer apreciable. A merced de mi fantasía, me gustaría descansar ya sea en el norte, ya sea en el sur. Tres mansiones en el Delta, dos en Menfis, dos en el Medio Egipto, dos en la región tebaica y una en Asuán me parecen indispensables para gozar de la existencia cuando permanezca en Egipto.

–Me pedís una pequeña fortuna.

–Una bagatela, Chenar, una simple bagatela a cambio del servicio que voy a haceros.

–Deseáis también minerales y piedras preciosas.

–Evidentemente.

–No os creía tan venal, Acha.

–Me gusta el lujo; ¿un aficionado a las vasijas raras, como vos, no puede comprender esta inclinación?

–Sí, pero tantas casas…

–¡Casas ricamente decoradas y que sirvan de marco para muebles magníficos! Serán mi paraíso en la tierra, lugares de goce de los que seré el único amo y donde seré respetado mientras vos ascendéis uno a uno los escalones del estrado que conduce al trono de Egipto.

–¿Cuándo debería empezar a entregar estos bienes?

–Inmediatamente.

–Aún no habéis sido nombrado.

–Suceda lo que suceda, mi puesto no será desdeñable. Alentadme a serviros bien.

–¿Por dónde empezamos?

–Por una villa en el noreste del Delta, cerca de la frontera. Preved una amplia mansión, con un estanque para bañarse, una viña y servidores celosos. Incluso si sólo vivo en ella unos días al año, deseo ser tratado como un príncipe.

–¿Es ésa vuestra única ambición?

–He olvidado las mujeres. Cuando debo partir para cumplir una misión, la ración es bastante pobre; en mi casa, las deseo numerosas, bellas y poco ariscas. Su origen me importa poco.

–Acepto vuestras exigencias.

–No os decepcionaré, Chenar. Sin embargo hay una condición esencial: que nuestros encuentros permanezcan rigurosamente secretos y que no habléis de ellos a nadie. Si Ramsés fuera informado de nuestros contactos, mi carrera habría terminado.

–Vuestro interés coincide con el mío.

–No existe mejor garantía de amistad. Hasta pronto, Chenar.

Mirando cómo se alejaba el joven diplomático, el hermano mayor de Ramsés pensó que la suerte no lo había abandonado. Este Acha era un personaje de envergadura; cuando se viera forzado a deshacerse de él, lo lamentaría.


11


El barco de Tuya, la gran esposa real, tomó la cabeza de la flotilla que salió de Menfis en dirección a Tebas y al Valle de los Reyes, donde reposaba la momia de Seti. Nefertari casi no abandonaba a Tuya, cuyo sufrimiento contenido percibía con una admirable serenidad. Con el simple contacto de la viuda del gran rey, Nefertari aprendió lo que debía ser el comportamiento de una reina durante una prueba cruel. La discreta presencia de la joven fue para Tuya un inestimable consuelo; ni una ni otra experimentaban la necesidad de extenderse en confidencias, pero su comunión afectuosa fue intensa y profunda.


Ramsés trabajó durante todo el viaje.

Ameni, aunque sufría el fuerte calor del verano, había preparado una masa impresionante de informes relativos a la política exterior, a la seguridad del territorio, a la salud pública, a los grandes trabajos, a la gestión de los alimentos, al mantenimiento de los diques y de los canales, y a muchos otros temas más o menos complejos.

Ramsés tomó así conciencia de la enormidad de su tarea. Cierto que numerosos funcionarios la compartían con él, pero debía conocer la jerarquía administrativa en sus menores detalles y no perder el control de la misma, so pena de ver a Egipto cabecear y zozobrar como un barco sin timón. El tiempo jugaba contra el futuro rey; en cuanto fuera coronado, se le pediría que tomara decisiones y que se comportara como el amo de las Dos Tierras. Si cometía grandes errores, ¿cuáles serían las consecuencias?

Su angustia se disipó cuando pensó en su madre, preciosa aliada que le evitaría pasos en falso y lo instruiría sobre las astucias que utilizaban los notables para preservar sus privilegios. ¿Cuántos lo habían requerido ya con la esperanza de que no modificaría ninguna situación establecida?

Tras largas horas de tarea en compañía de Ameni, cuya precisión y rigor eran irreemplazables, a Ramsés le gustaba permanecer en la proa del barco, contemplar el Nilo, que llevaba la prosperidad en su corriente, y gozar del viento vivificante que ocultaba el aliento de Dios. En esos instantes privilegiados, Ramsés tenía la sensación de que todo Egipto, desde la punta del Delta a las soledades de Nubia, le pertenecía. ¿Sabría amarlo como él deseaba?

Ramsés había invitado a su mesa a Moisés, a Setaú, a Acha y a Ameni, huéspedes de honor del barco del regente. Así se había reconstituido la cofradía que había pasado varios años de estudios en el interior del Kap, la escuela superior de Menfis, buscando el conocimiento y el verdadero poder. La dicha de volverse a encontrar y de compartir una comida no disipaba la pena: cada uno sentía que la desaparición de Seti era un cataclismo del que Egipto no saldría indemne.

–Esta vez -dijo Moisés a Ramsés-, tu sueño va a realizarse.

–Ya no es un sueño, sino un enorme peso que temo.

–Tú ignoras el miedo -objetó Acha.

–En tu lugar -murmuró Setaú-, renunciaría, la existencia de un faraón no tiene nada de envidiable.

–He dudado mucho, ¿pero qué pensarías de un hijo que traiciona a su padre?

–Que la razón ha triunfado sobre la locura; Tebas puede ser a la vez tu tumba y la de tu padre.

–¿Has tenido noticias de una nueva conspiración? – se inquietó Ameni.

–Una conspiración… ¡Habrá diez, veinte o cien! Por ello estoy aquí con unos magníficos aliados.

–Setaú guardaespaldas -ironizó Acha-; ¿quién lo habría creído?

–Yo actúo en vez de lanzarme a hermosos discursos.

–¿Criticas la diplomacia?

–Lo complica todo cuando en realidad la vida es muy sencilla: por un lado, el bien; por el otro, el mal. Entre los dos no hay relación posible.

–Es tu visión la que es simplista -arguyó Acha.

–Me conviene -intervino Ameni-; por un lado, los partidarios de Ramsés, por el otro, sus adversarios.

–¿Y si estos últimos fueran cada vez más numerosos? – preguntó Moisés.

–Mi posición no variará.

–Pronto Ramsés ya no será nuestro amigo, sino el faraón de Egipto. Entonces no nos mirará con los mismos ojos.

Las palabras de Moisés sembraron una gran turbación. Todos esperaron la respuesta de Ramsés.

–Moisés tiene razón. Ya que el destino me ha elegido, no huiré; ya que sois mis amigos, me serviré de vosotros.

–¿Qué suerte nos reservas? – preguntó el hebreo.

–Ya os habéis trazado un camino. Espero que nuestras sendas se encuentren y que viajemos juntos para mayor dicha de Egipto.

–Ya conoces mi postura -declaró Setaú-. En cuanto seas coronado, regresaré al lado de mis reptiles.

–De todos modos intentaré convencerte para que estés más cerca de mí.

–Perderás el tiempo. En cuanto termine mi misión de guardaespaldas me planto ahí. Moisés será maestro de obras, Ameni ministro y Acha jefe de la diplomacia, ¡que aproveche!

–¿Estás formando mi gobierno? – se sorprendió Ramsés.

Setaú se encogió de hombros.

–¿Y si degustamos el rarísimo vino que nos ofrece el regente? – propuso Acha.

–Que los dioses protejan a Ramsés y le den vida, solaz y salud -declaró Ameni.

Chenar no se encontraba en el barco del regente. Disponía, sin embargo, de un soberbio navío a bordo del cual servían cuarenta marineros. Como jefe de protocolo, había invitado a varios notables, la mayoría de los cuales no eran muy favorables a Ramsés. El hijo mayor de Seti se cuidaba mucho de añadirse a sus críticas y se contentaba con identificar a sus futuros aliados. La juventud e inexperiencia de Ramsés les parecían inconvenientes insuperables.

Con verdadera satisfacción, Chenar comprobó que su excelente reputación permanecía intacta y que su hermano seria comparado durante mucho tiempo con Seti. La brecha estaba abierta, habría que ensancharla y utilizar la menor ocasión para debilitar al joven faraón.

Chenar ofrecía a sus invitados frutos de azufaifo y cerveza fresca. Su amabilidad y su discurso moderado gustaban a numerosos cortesanos, encantados de intercambiar frases educadas con un gran personaje al que su hermano se vería obligado a concederle un papel preponderante.

Desde hacía más de una hora, un hombre de estatura media, de mentón adornado con una pequeña barba en punta, vestido con una túnica de franjas de colores vivos, esperaba ser recibido. De apariencia humilde, casi sumisa, no manifestaba ninguna señal de nerviosismo.

Cuando tuvo un momento de descanso, Chenar le indicó que se acercara.

El hombre se inclinó con deferencia.

–¿Quién eres?

–Mi nombre es Raia; soy sirio de origen, pero trabajo en Egipto como mercader independiente desde hace muchos años.

–¿Qué vendes?

–Conservas de carne de gran calidad y hermosos jarrones importados de Asia.

Chenar frunció el entrecejo.

–¿Jarrones?

–Sí, príncipe; tengo en exclusiva la venta de soberbias piezas.

–¿Sabes que soy coleccionista de jarrones raros?

–Me he enterado recientemente; por ello insistí en mostrároslos, con la esperanza de que os gustaran.

–¿Son elevados tus precios?

–Eso depende.

Chenar se sintió intrigado.

–¿Cuáles son tus condiciones?

Raia abrió un saco de tela gruesa y extrajo un pequeño jarrón de cuello fino de plata maciza, decorado con palmas.

–¿Qué opináis de esto, príncipe?

Chenar quedó fascinado; unas gotas de sudor perlaron sus sienes y sus manos se volvieron madorosas.

–Una obra maestra… Una increíble obra maestra… ¿Cuánto?

–¿No es conveniente ofrecer un regalo al futuro rey de Egipto?

El hijo mayor de Seti creyó haber oído mal.

–Yo no soy el futuro faraón, ése es mi hermano Ramsés… Te has equivocado, mercader. Entonces, ¿el precio?

–No me equivoco nunca, príncipe. En mi oficio, un fallo es imperdonable.

Chenar apartó su mirada del admirable jarrón.

–¿Qué intentas decirme?

–Que mucha gente no desea el reinado de Ramsés.

–En unos días será coronado.

–Quizá, pero ¿acaso se desvanecerán por ello las dificultades?

–Raia, ¿quién eres de verdad?

–Un hombre que cree en vuestro futuro y desea veros en el trono de Egipto.

–¿Qué sabes tú de mis intenciones?

–¿No habéis manifestado el deseo de comerciar más con el extranjero, de disminuir la arrogancia de Egipto y de trabar mejores relaciones económicas con el pueblo más poderoso de Asia?

–¿Quieres decir… los hititas?

–Empezamos a entendernos.

–Así pues, eres un espía a sueldo de los hititas. ¿Ellos me serían favorables?

Raia asintió con un movimiento de cabeza.

–¿Qué me propones? – preguntó Chenar, tan emocionado como si estuviera mirando un jarrón excepcional.

–Ramsés es fogoso y belicoso. Como su padre, quiere afirmar la grandeza y la superioridad de Egipto. Vos sois un hombre ponderado, con el que es posible cerrar acuerdos.

–Raia, si traiciono a Egipto, arriesgo mi vida.

Chenar se acordó de la famosa condena a muerte de la esposa de Tutankamón, acusada de entendimiento con el enemigo, aunque despertara la conciencia del país[3].


–Cuando se desea la función suprema, ¿no es inevitable correr algunos riesgos?

Chenar cerró los ojos.

Los hititas… Sí, a menudo había pensado en utilizarlos contra Ramsés, pero era una simple idea, una visión de la mente desprovista de realidad. Y de pronto se materializaba, bajo la forma de aquel mercader anodino, de apariencia inofensiva.

–Amo mi país…

–¿Quién lo duda, príncipe? Pero vos preferís el poder. Sólo una alianza con los hititas os lo garantizará.

–Necesito reflexionar.

–Es un lujo que no puedo ofreceros.

–¿Quieres una respuesta inmediata?

–Mi seguridad lo exige. Descubriéndome he confiado en vos.

–¿Y si me niego?

Raia no respondió, pero su mirada se hizo fija e indescifrable.

La lucha interior de Chenar fue de corta duración. ¿No le ofrecía el destino un aliado de peso? A él le tocaba dominar la situación, evaluar bien el peligro y saber sacar provecho de esta estrategia sin poner Egipto en peligro. Por supuesto, continuaría manipulando a Acha sin informarle de sus contactos con el mayor enemigo de las Dos Tierras.

–Acepto, Raia.

El mercader esbozó una sonrisa.

–Vuestra reputación no es alabada en exceso, príncipe. Nos volveremos a ver dentro de algún tiempo. Ya que me convierto en uno de vuestros proveedores de preciosos jarrones, nadie se sorprenderá de mis visitas. Guardad éste, os lo ruego, con él sellaremos nuestro pacto.

Chenar palpó el magnífico objeto. El porvenir se despejaba.


12


Ramsés recordaba cada pedazo de roca del Valle de los Reyes, de esta «gran pradera» de absoluta aridez que su padre le había hecho descubrir, llevándolo al interior de la tumba del primer Ramsés, el fundador de la dinastía, un viejo visir llamado por un consejo de sabios para dar impulso a una nueva estirpe de soberanos. Sólo había reinado dos años, confiando a Seti el cuidado de hacer brillar un poder que, hoy, era otorgado a Ramsés II.


Con el corazón oprimido, indiferente al insoportable calor del verano que hacía desfallecer a algunos de los portadores del mobiliario funerario, el hijo menor de Seti caminaba a la cabeza del cortejo y conducía la momia del rey difunto a su última morada.

En un instante, Ramsés empezó a odiar aquel valle maldito que le quitaba a su padre y lo condenaba a la soledad. Pero la magia del lugar se apoderó una vez más de su alma, una magia que transmitía la vida y no la muerte.

En ese silencio mineral hablaba la voz de los antepasados; hablaba de luz, de transfiguración y de resurrección, imponía la veneración y el respeto del mundo celeste en el que nacían todas las formas de vida.

Ramsés fue el primero en penetrar en la inmensa tumba de Seti, la más larga y la más profunda del valle. Por decreto, el futuro faraón exigiría que, en adelante, ninguna otra pudiera superarla. A los ojos de la posteridad, Seti permanecería sin igual.

Doce sacerdotes llevaron la momia. Ramsés, en calidad de ritualista y sucesor encargado de pronunciar las fórmulas de paso al más allá y de renacimiento en el mundo de los dioses, estaba vestido con una piel de pantera. En las paredes de la morada eterna, los textos rituales, viviendo por sí mismos, continuaban siendo eficaces más allá del tiempo.

Los momificadores habían trabajado a la perfección. El rostro de Seti era el de un ser realizado, de una total serenidad. Se habría jurado que sus ojos iban a abrirse, que su boca iba a hablar… Los sacerdotes colocaron la tapa del sarcófago, instalado en el centro de la «morada de oro», en la que Isis realizaría su obra de alquimista para transformar lo mortal en inmortal.

–Seti fue un rey justo -murmuró Ramsés-, cumplió con la Regla, fue amado por la luz, y entra vivo en Occidente.

En todo Egipto, los barberos trabajaban sin descanso para afeitar a los hombres y hacer desaparecer las barbas, ya que el periodo de luto había terminado. Las mujeres ataron de nuevo sus cabellos, las elegantes los confiaron a las peluqueras, autorizadas a realizar su oficio.

La víspera de la coronación, Ramsés y Nefertari se recogieron en el templo de Gurnah, donde cada día se llevaría a cabo un culto al ka de Seti, para mantener la presencia del faraón transfigurado entre los vivos. Luego la pareja se dirigió al templo de Karnak, en el que fue acogida por el gran sacerdote, de manera muy protocolaria y sin ninguna señal de entusiasmo. Después de una comida frugal, el regente y su esposa se retiraron al palacio acondicionado en el interior de la residencia terrestre del dios Amón. Por separado, ambos meditaron ante el zócalo de un trono, símbolo de la meta primordial surgida del océano del cosmos en el origen de los tiempos y jeroglífico que servía para escribir el nombre de la diosa Maat, la Regla intemporal, «aquella que es recta y dicta la buena dirección», esa Regla con la que la pareja real se alimentaría para alimentar a su vez a la comunidad egipcia.

A Ramsés le pareció que el espíritu de su padre estaba junto a él y que lo secundaría, en esas horas angustiosas previas al instante en el que su existencia sería trastornada de manera definitiva. El nuevo rey ya no se pertenecería, ya no tendría otra preocupación más que el bienestar de su pueblo y la prosperidad de su país.

De nuevo, la tarea le espantó.

Tuvo ganas de salir de ese palacio y correr hacia su juventud desaparecida, hacia Iset la Bella, hacia el placer y la despreocupación. Pero era el sucesor designado por Seti, y el esposo de Nefertari. Tuvo que pisotear el miedo a reinar y cruzar la última noche antes de su coronación.

Las tinieblas se desgarraron y nació el alba, anunciando la resurrección del sol, vencedor del monstruo de las profundidades. Dos sacerdotes, uno que llevaba una máscara de halcón y el otro una de ibis, se colocaron a cada lado de Ramsés. Simbolizaban a los dioses Horus, protector de la realeza, y Thot, maestro de los jeroglíficos y de la ciencia sagrada. Vertieron sobre el cuerpo desnudo del regente el contenido de dos grandes jarrones para purificar su condición humana. Luego lo modelaron a la imagen de los dioses aplicándole los nueve ungüentos, desde la cabeza hasta la punta de los pies, que abrirían los centros de energía y le darían una percepción de la realidad diferente de la de los demás hombres.

La indumentaria correspondía también a la apariencia de un ser distinto de cualquier otro. Los dos sacerdotes vistieron a Ramsés con un taparrabo blanco y oro, cuya forma no había variado desde los orígenes, y le amarraron a la cintura una cola de toro, evocación del poder real. El joven recordó el terrorífico encuentro con el toro salvaje que le había impuesto su padre a fin de probar su valor; hoy era él quien encarnaba esa fuerza que debía ejercer con conocimiento.

Luego los ritualistas adornaron el cuello de Ramsés con un ancho collar de siete hileras de perlas coloreadas, los bíceps y las muñecas con brazaletes de cobre, y le calzaron sandalias blancas. En seguida le presentaron la cachiporra blanca con la que derribaría a sus enemigos e iluminaría las tinieblas, y ciñeron a su frente una cinta dorada cuyo nombre, sia, significaba «visión intuitiva».

–¿Aceptas la prueba del poder? – preguntó Horus.

–La acepto.

Horus y Thot tomaron a Ramsés de la mano y lo condujeron a otra habitación. En un trono estaban las dos coronas, que eran protegidas por un sacerdote que llevaba la máscara del dios Set.

Thot se apartó, Horus y Set se dieron el abrazo fraterno. A pesar de su eterna rivalidad, tenían el deber de reunirse en un mismo ser, el del faraón.

Horus levantó la corona roja del Bajo Egipto, una especie de birrete coronado por una espiral, y la colocó sobre la cabeza de Ramsés. Luego Set encajó la corona blanca del Alto Egipto, cuya forma oval terminaba en un bulbo.

–«Los dos poderes» están unidos en ti -declaró Thot-, tú gobiernas y unes la tierra negra y la tierra roja, tú eres el del junco del sur y el de la abeja del norte, tú haces verdecer los dos países.

–Sólo tú podrás acercarte a las dos coronas -reveló Set-; el rayo que contienen aniquilaría al usurpador.

Horus dio al faraón dos cetros. El primero tenía el nombre de «amo del poder», que le serviría para consagrar las ofrendas, y el segundo, «magia», un báculo de pastor que mantendría a su pueblo en la unidad.

–Ha llegado la hora de aparecer glorificado -decretó Thot.

Precedido por las tres divinidades, el faraón salió de las salas secretas, en dirección al gran patio a cielo abierto en el que se habían reunido los notables admitidos en el recinto de Karnak.

En un estrado y bajo palio había un trono de madera dorada, más bien modesto, de líneas sobrias.

El trono de Seti durante las ceremonias oficiales.

Advirtiendo la vacilación de su hijo, Tuya dio tres pasos hacia él y se inclinó.

–Que vuestra majestad se alce como un nuevo sol y que tome asiento en el trono de los vivos.

Ramsés quedó trastornado por el homenaje que le rendía la viuda del faraón difunto, su madre, a la que él veneraría hasta su último aliento.

–He aquí el testamento de los dioses que te lega Seti -proclamó ella-. El testamento legitima tu reinado como legitimó el suyo, y de la misma manera legitimará el de tu sucesor.

Tuya entregó a Ramsés un estuche de cuero que encerraba un papiro escrito por la mano de Thot, en el alba de la civilización, y que hacía del faraón el heredero de Egipto.

–He aquí tus cinco nombres -declaró la reina madre con una voz clara y reposada-: toro poderoso amado por la Regla; protector de Egipto, que controla los países extranjeros; rico en ejércitos, con victorias grandiosas; aquel que ha sido elegido por la luz, pues poderosa es la Regla; hijo de la luz, Ramsés.

Un silencio total había acogido estas palabras. Incluso Chenar, olvidando su ambición y su rencor, había sucumbido a la magia de esos instantes.

–Es una pareja real la que gobierna las Dos Tierras -continuó Tuya-. Adelántate, Nefertari, ven al lado del rey, tú que te conviertes en su gran esposa y en la reina de Egipto.

A pesar de la solemnidad del rito, Ramsés se sintió tan emocionado por la belleza de la joven que tuvo ganas de tomarla en sus brazos. Vestida con una larga túnica de lino, adornada con un collar de oro, pendientes de amatista y brazaletes de jaspe, contempló al rey y pronunció la fórmula ancestral.

–Reconozco a Horus y a Set unidos en el mismo ser. Canto tu nombre, faraón, tú eres el ayer, el hoy y el mañana. Tu palabra me hace vivir, apartaré de ti el mal y el peligro.

–Te reconozco como soberana del Doble País y de todas las tierras, tú, cuya dulzura es inmensa y satisfaces a los dioses, tú, que eres la madre y la esposa del dios, tú, a quien amo.

Ramsés colocó en la cabeza de Nefertari la corona provista de dos altas plumas que hacía de ella la gran esposa real, asociada al poder del faraón.

Un halcón de anchas alas, que parecía surgir del sol, revoloteó por encima de la pareja real, como si localizara una presa. De pronto se precipitó hacia ella a tal velocidad que ningún arquero tuvo tiempo de actuar.

Un grito de asombro y de temor ascendió de los asistentes cuando la rapaz se posó en la nuca de Ramsés, plantando sus garras en los hombros del rey.

El hijo de Seti no se había movido; Nefertari seguía mirándolo.

Durante largos segundos, los cortesanos, deslumbrados, asistieron al milagro, a la comunión del halcón Horus, protector de la monarquía, y del hombre que él había elegido para gobernar Egipto.

Luego el pájaro partió de nuevo hacia el sol, con un vuelo poderoso y sereno.

De los pechos surgió la aclamación que saludaba, el vigésimo séptimo día del tercer mes del verano, la ascensión al trono de Ramsés.[4]



13


Tras el fin de las festividades, una vorágine arrastró a Ramsés.


El gran intendente de la Casa del faraón le hizo visitar su palacio de Tebas, formado por una parte pública y por apartamentos privados. Fue como jefe de Estado como Ramsés descubrió la sala de recepción de columnas cuyo suelo y paredes estaban adornados con representaciones de lotos, de cañas, de papiros, de peces y pájaros; los despachos en los que trabajaban los escribas; las pequeñas salas reservadas a las audiencias privadas; el balcón de apariciones, cuya ventana estaba coronada por un disco solar alado; el comedor, cuyo centro estaba ocupado por una mesa siempre adornada con cestos de frutas y ramilletes de flores; el dormitorio, provisto de una cama cubierta de cojines de vivos colores; el baño enlosado.

Apenas instalado el joven faraón en el trono de las Dos Tierras, el gran intendente le presentó a los miembros de su Casa, a los jefes de los rituales secretos, a los escribas de la Casa de Vida, a los médicos, al chambelán responsable de los apartamentos privados, al director del despacho de comunicaciones, encargado de la correspondencia real, al director del Tesoro, al del granero, al del ganado, y a tantos otros, solícitos en saludar al nuevo faraón y asegurarle su indefectible abnegación.

–Ahora, he aquí…

Ramsés se levantó.

–Interrumpo el desfile.

El intendente se sublevó.

–Majestad, ¡eso es imposible! Hay tanta gente importante…

–¿Más importantes que yo?

–Perdonadme, no quería…

–Llevadme a las cocinas.

–¡No es vuestro lugar!

–¿Sabes tú, mejor que yo, dónde debo estar?

–Disculpadme, yo…

–¿Pasarás tu tiempo buscando excusas? Dime más bien por qué el visir y el gran sacerdote de Amón no han venido a rendirme homenaje.

–Lo ignoro, majestad; ¿cómo podrían ser tales asuntos de mi incumbencia?

–Vamos a las cocinas.

Carniceros, fabricantes de conservas, limpiadores de legumbres, panaderos, pasteleros, cerveceros… Romé reinaba sobre una brigada de especialistas celosos de sus prerrogativas y puntillosos, tanto respecto de sus horarios de trabajo como de sus días de vacaciones. Barrigón, jovial, con las mejillas abultadas, lento para desplazarse, Romé no se preocupaba ni de su triple papada ni de su peso algo excesivo que combatiría cuando se jubilara. Por ahora estaba de acuerdo en dirigir este ejército con mano dura, en preparar unos manjares deliciosos e irreprochables, y en hacer callar las inevitables disputas entre especialistas. Obsesionado por la higiene de los locales y la frescura de los productos, Romé probaba personalmente los platos. El cocinero jefe exigía que todo fuera perfecto estuvieran o no presentes en Tebas el faraón y los miembros de la corte.

Cuando apareció el intendente de palacio, acompañado por un hombre joven de impresionante musculatura, vestido con un simple taparrabo de una blancura luminosa, Romé se preparó a soportar una retahíla de molestias. Ese maldito funcionario, imbuido de sus privilegios, iba a intentar una vez más imponerle un ayudante inepto a cambio de la gratificación que le daría la familia del muchacho.

–¡Hola, Romé! Te traigo…

–Sé a quién me traes.

–En ese caso, inclínate como corresponde.

Con las manos en las caderas, el cocinero jefe estalló en carcajadas.

–¿Yo, inclinarme ante este mocetón? ¡Veamos primero si sabe fregar platos!

Rojo de confusión, el intendente se volvió hacia el rey.

–Perdonadme, él…

–Sé hacerlo -declaró Ramsés-. Y tú, ¿sabes cocinar?

–¿Quién eres tú para poner en duda mis capacidades?

–Ramsés, faraón de Egipto.

Petrificado, Romé comprendió que su carrera había terminado.

Con un gesto seco, se quitó el delantal de cuero, lo dobló y lo colocó en una mesa baja. Una ofensa al rey, reconocida como tal por el tribunal del visir, se podía traducir en una gran condena.

–¿Qué has preparado para el almuerzo? – preguntó Ramsés.

–Unas… unas codornices asadas, una perca del Nilo a las finas hierbas, puré de higos y un pastel a la miel.

–Apetitoso, ¿pero estará la realidad a la altura de la promesa?

Romé se encolerizó.

–¿Dudáis de ello, majestad? Mi reputación…

–Me río de las reputaciones. Sírveme tus platos.

–Haré que preparen el comedor de palacio -anunció el intendente, untuoso.

–Es inútil, almorzaré aquí.

El rey comió con placer bajo la mirada inquieta del intendente.

–Excelente -concluyó-; ¿cómo te llamas, cocinero?

–Romé, majestad.

–Romé, «el hombre»… Lo mereces. Te nombro intendente de palacio, copero y jefe de todas las cocinas del reino. Sígueme, tengo preguntas que hacerte.

El ex intendente balbuceó.

–¿Y… y yo, majestad?

–No perdono la ineficacia y la avaricia. Siempre hacen falta friega platos. Tú servirás.

El rey y Romé caminaron con paso lento al abrigo de un pórtico cubierto.

–Servirás bajo las órdenes de mi secretario particular, Ameni; es de apariencia enclenque y no aprecia la buena carne, pero es un trabajador infatigable. Sobre todo, me honra con su amistad.

–Ésas son muchas responsabilidades para un simple cocinero -se sorprendió Romé.

–Mi padre me enseñó a juzgar a los hombres según el instinto; si me equivoco, tanto peor para mí. Para gobernar necesito algunos servidores fieles. ¿Conoces muchos en la corte?

–A decir verdad…

–Di la verdad, Romé, no andes con rodeos.

–La corte de vuestra majestad es el mayor hato de hipócritas y ambiciosos del reino. Se podría decir que se han dado cita en terreno conquistado. Mientras vivía vuestro padre, cuyos arrebatos temían, se escondían bajo tierra. Desde su fallecimiento, han salido de sus madrigueras como las flores del desierto después de un aguacero.

–Me detestan, ¿verdad?

–Eso es decir poco.

–¿Qué esperan?

–Que no tardéis en probar vuestra ineptitud.

–Si estás conmigo, exijo una total sinceridad.

–¿Me creéis capaz de ello?

–Un buen cocinero no es delgado. Cuando tiene talento, todos tratan de robar sus recetas. Su cocina susurra con mil rumores que su mente debe saber elegir, como cuando selecciona sus productos. ¿Cuáles son los principales clanes que se alzan contra mí?

–Casi toda la corte os es hostil, majestad. Considera que suceder a un faraón de la envergadura de Seti es una apuesta imposible. Vuestro reinado no será pues más que una transición, hasta que un pretendiente serio se manifieste.

–¿De todos modos corres el riesgo de abandonar tu cocina tebaica para ocuparte de todo el palacio?

Romé lanzó una sonrisa.

–La seguridad tiene sus buenos y sus malos aspectos… Si puedo continuar preparando algunos platos, intentaré la aventura. Pero queda una duda…

–Habla.

–Con todo el respeto, majestad, no tenéis ninguna posibilidad de éxito.

–¿Por qué ese pesimismo?

–Porque vuestra majestad es joven, inexperto, y no tiene intención de jugar un papel secundario bajo la dirección del gran sacerdote de Amón y una decena de ministros experimentados en las sutilezas del gobierno. La relación de fuerzas es demasiado desigual.

–¿No es ésa una pobre idea del poder del faraón?

–Precisamente, no. De ahí que el enfrentamiento resulte inevitable. ¿Y cuáles son las posibilidades de un hombre solo contra un ejército?

–¿No dispone el faraón del poder del toro?

–Ni el toro salvaje logra desplazar las montañas.

–Si no me equivoco, ¿tú me aconsejas que renuncie a reinar cuando acabo de ser coronado?

–Si abandonáis el poder a la gente ya situada, ¿quién se dará cuenta de ello y quién os lo reprochará?

–¿Tú, quizá?

–Sólo soy el mejor cocinero del reino, y mi opinión no cuenta mucho.

–¿Acaso no eres ahora el intendente de palacio?

–¿Me escucharíais, majestad, si os diera un consejo?

–Todo depende del consejo.

–No aceptéis jamás una cerveza de mala calidad o una carne mediocre. Eso sería el inicio de la decadencia. ¿Puedo dedicarme a mis ocupaciones y empezar a reformar la administración de vuestra casa, que deja mucho que desear?

Ramsés no se había equivocado. Romé era el hombre que necesitaba.

Tranquilizado, se dirigió hacia el jardín de palacio.


14


Nefertari contuvo las lágrimas con gran dificultad.


Lo que temía había sucedido. Ella, que soñaba con la meditación y el recogimiento, se sentía arrastrada por una ola monstruosa. Inmediatamente después de la coronación, tuvo que separarse de Ramsés para hacer frente a sus responsabilidades de gran esposa real y visitar los templos, las escuelas y los talleres de tejido que dependían de ella.

Tuya presentó a Nefertari a los gestores de las tierras de la reina, a los superiores de los harenes encargados de la educación de las muchachas, a los escribas destinados a la administración de sus bienes, a los recaudadores de impuestos, a los sacerdotes y a las sacerdotisas que realizaban en su nombre los ritos de la «esposa del Dios», destinados a preservar la energía creadora sobre la tierra.

Durante varios días, Nefertari fue llevada de un lugar a otro sin tener la posibilidad de recuperar el aliento. Tuvo que reunirse con centenares de personas, encontrar una palabra justa para cada una, no separarse de su sonrisa y no manifestar la menor señal de fatiga.

Cada mañana, peluquera, maquilladora, manicura y pedicura se apoderaban de la reina y la volvían más bella que la víspera. De su encanto, tanto como del poder de Ramsés, dependía la dicha de Egipto. Con su elegante vestido de lino, ajustado a la cintura por un cinturón rojo, ¿no era la más seductora de las reinas?

Agotada, la joven se tendió en una cama baja. No tenía el coraje de asistir a una nueva cena de gala durante la cual le ofrecerían vasijas de ungüentos perfumados.

La frágil silueta de Tuya avanzó en la penumbra que había invadido la habitación.

–¿Estás enferma, Nefertari?

–Ya no tengo fuerzas.

La viuda de Seti se sentó en el borde de la cama y tomó la mano derecha de la joven entre sus manos.

–He pasado esta prueba, como tú. Dos remedios te curarán: una poción revigorizante y el magnetismo que Ramsés ha heredado de su padre.

–No estoy hecha para ser reina.

–¿Amas a Ramsés?

–Más que a mí misma.

–En ese caso, no lo traicionarás. Es con una reina con quien se ha casado, y es una reina quien luchará a su lado.

–¿Y si se ha equivocado?

–No se ha equivocado. ¿Crees que yo no he conocido los mismos momentos de desfallecimiento y de desaliento? Lo que se pide a una gran esposa real va más allá de las fuerzas de una mujer. Desde la creación de Egipto ha sido así. Y no debe ser de otra manera.

–¿No tuvisteis ganas de renunciar?

–Diez veces, cien veces por día, al principio. Le supliqué a Seti que buscara a otra mujer y me conservara junto a él como segunda esposa. Su respuesta siempre fue idéntica: me tomaba en sus brazos y me reconfortaba, sin aliviar de ninguna manera mi carga de trabajo.

–¿No soy indigna de la confianza de Ramsés?

–Está bien que hagas esta pregunta, pero es a mí a quien le toca responderla.

La inquietud apareció en la mirada de Nefertari. La de Tuya no vaciló.

–Estás condenada a reinar, Nefertari. No luches contra tu destino, déjate deslizar en él como el pez en el agua.

En menos de tres días, Ameni y Romé habían iniciado una profunda reforma de la administración tebaica siguiendo las instrucciones de Ramsés, que se había entrevistado con todos los funcionarios, desde el alcalde de Tebas hasta el encargado del transbordador. Debido a lo lejos que se hallaba Menfis y a la presencia casi permanente de Seti en el norte, la gran ciudad del sur llevaba una existencia cada vez más autónoma, y el gran sacerdote de Amón, respaldado por las inmensas riquezas de su templo, empezaba a considerarse como una especie de monarca cuyos decretos revestían más importancia que los del rey. Escuchando a unos y a otros, Ramsés había tomado conciencia de los peligros que implicaba una situación semejante. Si permanecía indiferente, el Alto y el Bajo Egipto se convertirían en dos países diferentes, incluso enfrentados, y la división conduciría al desastre.

Ameni, el delgado, y Romé, el barrigón, no tuvieron ninguna dificultad en colaborar; diferentes y complementarios, sordos a las solicitudes de los cortesanos, subyugados por la personalidad de Ramsés y persuadidos de que avanzaban por el buen camino, trastrocaron una jerarquía soñolienta y procedieron a muchos nombramientos inesperados, aprobados por el rey.

Quince días después de la coronación, Tebas estaba en ebullición. Unos habían anunciado la llegada al poder de un incapaz, otros de un adolescente aficionado a la caza y a las hazañas físicas. Ahora bien, Ramsés no había salido de su palacio, multiplicando consultas y decisiones, y manifestando su autoridad con un vigor digno de Seti.

Ramsés esperó las reacciones, pero éstas no se produjeron. Tebas permaneció amorfa, golpeada por el estupor. Convocado por el rey, el visir se comportó como un primer ministro dócil y se contentó con tomar nota de las directrices de su majestad con el fin de ejecutarlas sin demora.

Ramsés no compartió ni la exaltación juvenil de Ameni ni la satisfacción divertida de Romé. Sorprendidos por la rapidez de su acción, sus enemigos no estaban ni exterminados ni mucho menos vencidos, sino buscando una segunda oportunidad que la adversidad les ayudaría a encontrar. El rey habría preferido una franca batalla a las sordas alianzas que se tramaban en la sombra. Pero eso sólo era un deseo infantil.

Cada tarde, poco antes de la puesta del sol, recorría las avenidas del jardín del palacio, en el que trabajaban unos veinte jardineros que regaban los parterres de flores y los árboles una vez caída la noche. A su izquierda, Vigilante, el perro amarillo, llevaba un collar de acianos; a su derecha, el colosal león se desplazaba con agilidad. Y, a la entrada del jardín, el sardo Serramanna, jefe de los guardaespaldas de su majestad, sentado bajo un emparrado y dispuesto a intervenir a la menor señal de peligro.

Ramsés sentía un intenso amor por los sicomoros, los granados, las higueras, las perseas y otros árboles que hacían de un jardín un paraíso en el que el alma descansaba. ¿No debía Egipto parecerse a ese refugio de paz donde las diversas esencias vivían en armonía?

Aquella noche, Ramsés plantó un minúsculo sicomoro, lo rodeó con un montículo de tierra y lo regó con precaución.

–Vuestra majestad debe esperar un cuarto de hora y rociar el contenido de otro cántaro, casi gota a gota.

El hombre que acababa de expresarse era un jardinero sin edad. En la nuca tenía la huella de un gran absceso, secuela del peso de las pértigas que llevaban en cada extremo un pesado recipiente de tierra cocida.

–Consejo juicioso -reconoció Ramsés-. ¿Cómo te llamas?

–Nedjem.

–«El dulce»… ¿Estás casado?

–Me he unido a este jardín, a estos árboles, a estas plantas y a estas flores. Son mi familia, mis antepasados y mis descendientes. El sicomoro que habéis plantado os sobrevivirá, incluso si permanecéis ciento diez años sobre la tierra, como los sabios.

–¿Dudas de ello? – preguntó Ramsés con una sonrisa.

–No debe ser fácil ser rey y seguir siendo sabio. Los hombres son perversos y astutos.

–Pero tú perteneces a esa raza que no amas. ¿Estás exento de esos defectos?

–No me atrevo a afirmarlo, majestad.

–¿Has formado discípulos?

–Ése no es mi papel, sino el del superior de los jardineros.

–¿Es más competente que tú?

–¿Cómo podría saberlo? Jamás viene por aquí.

–¿Crees que los árboles son suficientemente numerosos en Egipto?

–Es la única población que jamás será suficiente.

–Comparto tu opinión.

–El árbol es un don total -afirmó el jardinero-. Vivo, ofrece sombra, flores y frutos. Muerto nos da su madera. Gracias a él, comemos, construimos y disfrutamos de momentos de dicha cuando el suave viento del norte nos envuelve, sentados al abrigo de un follaje. Sueño con un país de árboles en el que los únicos habitantes fueran los pájaros y los resucitados.

–Tengo la intención de hacer plantar muchos árboles en todas las provincias -reveló Ramsés-. Ninguna plaza de pueblo debe estar desprovista de sombra. Los viejos y los jóvenes se encontrarán allí, los segundos escucharán la palabra de los primeros.

–Que los dioses os sean favorables, majestad. No podría existir mejor programa de gobierno.

–¿Me ayudarás a realizarlo?

–Yo, pero…

–Los despachos del Ministerio de Agricultura están llenos de escribas trabajadores y competentes, pero necesito un hombre que ame la naturaleza y perciba sus secretos para darles buenas directrices.

–Sólo soy un jardinero, majestad, un…

–Tienes las dotes de un excelente ministro de Agricultura. Preséntate mañana por la mañana en palacio y pide ver a Ameni. Estará avisado y te ayudará a debutar en tus nuevas funciones.

Ramsés se alejó, abandonando a un Nedjem estupefacto e incapaz de reaccionar. En el fondo del amplio jardín, entre dos higueras, el rey había creído divisar una silueta fina y blanca. ¿Acababa de aparecer una diosa en ese lugar mágico?

Con paso apresurado, se acercó.

La silueta no se había movido.

En los suaves fulgores del ocaso brillaban los cabellos negros y el largo vestido blanco. ¿Cómo podía ser tan bella una mujer, a la vez que inaccesible y atractiva?

–Nefertari…

Ella se lanzó hacia él y se acurrucó en sus brazos.

–He logrado escaparme -confesó ella-. Tu madre ha aceptado representarme en el concierto de laúdes de esta noche. ¿Me habías olvidado?

–Tu boca es un capullo de loto y tus labios pronuncian hechizos, pero tengo unas ganas locas de besarte.

Su beso fue una fuente de juventud; abrazados hasta formar un solo ser, se regeneraron ofreciéndose uno a otro.

–Soy un pájaro salvaje que se deja atrapar en la trampa de tu cabellera -dijo Ramsés-. Me haces descubrir un jardín con mil flores cuyos perfumes me embriagan.

Nefertari soltó sus cabellos, Ramsés hizo deslizar los tirantes del vestido de lino por los hombros de Nefertari. En la calidez de una noche de verano, embalsamada y apacible, se unieron.


15


El primer rayo de luz despertó a Ramsés. Acarició la sublime espalda de Nefertari, aún amodorrada, y la besó en el cuello. Sin abrir los ojos, ella lo abrazó, rodeando su cuerpo poderoso.


–Soy feliz.

–Tú eres la dicha, Nefertari.

–No nos separemos durante tanto tiempo.

–Ni tú ni yo podemos elegir.

–¿Las exigencias del poder dirigirán nuestras vidas?

Ramsés la estrechó muy fuerte contra él.

–No respondes…

–Porque conoces la respuesta, Nefertari. Tú eres la gran esposa real, yo soy el faraón: no escaparemos a esta realidad, ni siquiera en nuestros sueños más secretos.

Ramsés se levantó y caminó hacia la ventana desde donde contempló el campo tebaico, verdeando bajo el sol de verano.

–Te amo, Nefertari, pero también soy el esposo de Egipto. Debo fecundar esta tierra y hacerla próspera. Cuando su voz me llama, no tengo derecho a permanecer indiferente.

–¿Tanto queda por hacer?

–Creía que tendría que reinar en un país tranquilo, olvidando que estaba habitado por hombres. Unas semanas les bastan para traicionar la ley de Maat y destruir la obra de mi padre y de sus antepasados; la armonía es el más frágil de los tesoros. Si mi vigilancia se relaja, el mal y las tinieblas se apoderarán del país.

Nefertari se levantó a su vez; desnuda, se acurrucó contra Ramsés. Al simple contacto de su cuerpo perfumado, él supo que su comunión era total.

Unos golpes nerviosos llamaron a la puerta de la habitación; ésta se abrió bruscamente, dando paso a un Ameni desgreñado que se volvió en cuanto divisó a la reina.

–¡Es grave, Ramsés, muy grave!

–¿Hasta el punto de importunarme tan temprano?

–Ven, no perdamos un instante.

–¿No me darás tiempo para lavarme y desayunar?

–Esta mañana no.

Ramsés no descuidaba las advertencias de Ameni, sobre todo cuando el joven escriba, de ordinario dueño de sí, perdía su sangre fría.

El rey conducía un carro tirado por dos caballos, seguido por otro carro que ocupaban Serramanna y un arquero. Aunque la velocidad lo mareaba, Ameni se alegró por la prisa que se daba Ramsés. Se detuvieron ante una de las puertas del recinto de Karnak. Echaron pie a tierra y leyeron la estela cubierta de jeroglíficos que todos los transeúntes capaces de leer podían descifrar.

–¡Mira la tercera línea! – exigió Ameni.

El signo formado por tres pieles de animal, que servía para escribir la idea de «nacimiento» y para designar a Ramsés como el «hijo de la luz», había sido mal grabado. Este defecto le hacía perder su magia protectora y lesionaba el ser secreto del faraón.

–Lo he comprobado -declaró Ameni postrado-. El mismo error se repite en los zócalos de las estatuas y de las estelas visibles por todos. ¡Es una malevolencia, Ramsés!

–¿Quién será el autor?

–El gran sacerdote de Amón y sus escultores. ¡Son ellos los que tenían la misión de grabar estos mensajes que proclaman tu coronación! Si no lo hubieras comprobado por ti mismo, no me habrías creído.

Aunque el sentido general de la proclamación no estuviera alterado, el asunto era serio.

–Convoca a los escultores -ordenó Ramsés-, y haz rectificar el grabado.

–¿No enviarás a los culpables ante un tribunal?

–No han hecho más que obedecer órdenes.

–El gran sacerdote de Amón está enfermo; es la razón por la cual no ha podido rendirte homenaje.

–¿Tienes pruebas contra esa importante personalidad?

–¡Su culpabilidad es evidente!

–Desconfía de las evidencias, Ameni.

–¿Quedará impune? Por muy rico que sea, es tu servidor.

–Establece una relación detallada de sus bienes.

Romé no podía quejarse de sus nuevas funciones. Tras haber nombrado hombres concienzudos y estrictos en el capítulo de la higiene, para mantener la limpieza de palacio, se había ocupado del zoológico real, en el que cohabitaban tres gatos, dos gacelas, una hiena y dos grullas cenicientas.

Un único individuo escapaba a su control: Vigilante, el perro amarillo oro del faraón, que había adquirido la enojosa costumbre de atrapar cada día un pez en el estanque real; como la escena se desarrollaba bajo la mirada protectora del león de Ramsés, ninguna intervención era posible.

A primera hora de la mañana, Romé había ayudado a Ameni a llevar una pesada caja de papiros. ¿De dónde sacaba tanta energía este pequeño escriba enclenque que comía poco y sólo dormía tres o cuatro horas por noche? Infatigable, pasaba la mayor parte de su tiempo en un despacho atestado de documentos sin ceder jamás a algún amago de lasitud.

Ameni se encerró con Ramsés, mientras Romé hacía su inspección cotidiana de las cocinas. La salud del faraón, por lo tanto de todo el país, ¿no dependía de la calidad de sus comidas?

Ameni desenrolló varios papiros en unas mesas bajas.

–He aquí el resultado de mis investigaciones -declaró con orgullo.

–¿Fueron difíciles?

–Sí y no. Los administradores del templo de Karnak no han apreciado mucho mi visita y mis preguntas, pero no se han atrevido a impedirme verificar sus declaraciones.

–¿Karnak es riquísimo?

–Lo es: ochenta mil empleados, cuarenta y seis obras en actividad en provincias que dependen del templo, cuatrocientos cincuenta jardines, vergeles y viñas, cuatrocientas veinte mil cabezas de ganado, noventa barcos y sesenta y cinco aldeas de diverso tamaño que trabajan directamente para el mayor santuario de Egipto. Su gran sacerdote reina sobre un verdadero ejército de escribas y campesinos. A este atestado hay que añadir otro; si se hace el recuento de la totalidad de los bienes del dios Amón, por lo tanto, de su clero, obtenemos seis millones de bovinos, seis millones de cabras, doce millones de asnos, ocho millones de mulas y varios millones de aves.

–Amón es el dios de las victorias y el protector del imperio.

–Nadie lo cuestiona, pero sus sacerdotes sólo son hombres. Cuando uno es llamado a gestionar semejante fortuna, ¿no se convierte en presa de tentaciones inconfesables? No he tenido tiempo de llevar más lejos mi investigación, pero estoy inquieto.

–¿Una razón precisa?

–En Tebas, los dignatarios esperan con impaciencia la partida de la pareja real hacia el norte. Dicho de otra manera, tu majestad trastorna su quietud y perturba el juego habitual. Se te pide enriquecer Karnak y dejarlo crecer como un Estado dentro del Estado, hasta el día en el que el gran sacerdote de Amón se proclame rey del sur y haga secesión.

–Eso sería la muerte de Egipto, Ameni.

–Y la miseria para el pueblo.

–Necesitaría pruebas tangibles, la traza de una malversación. Si intervengo contra el gran sacerdote de Amón, no tengo derecho a equivocarme.

–Yo me ocupo de ello.

Serramanna no tenía el espíritu tranquilo. Después de la tentativa de atentado de los griegos de Menelao, en Menfis, sabía que la existencia de Ramsés estaba amenazada. Y aunque los bárbaros ya habían abandonado Egipto, no por eso había desaparecido el peligro.

Así pues inspeccionaba sin parar lo que consideraba como los puntos sensibles del palacio tebaico, el cuartel general del ejército, el de la policía y el regimiento de las tropas de élite. Si se producía una revuelta, era allí donde nacería. El sardo, antiguo pirata, sólo se fiaba de su instinto, y ponía en duda las intenciones de un oficial superior o de un simple soldado. En numerosos casos, sólo había debido su supervivencia al hecho de haber golpeado primero, cuando su adversario se presentaba como un amigo.

A pesar de su estatura de coloso, Serramanna se desplazaba como un gato; le gustaba observar sin ser visto y sorprender las conversaciones. Por mucho calor que hiciera, el sardo llevaba una coraza metálica, y en la cintura un puñal y una espada corta de extremo muy puntiagudo. Las patillas y el bigote rizados daban a su rostro macizo un aspecto más bien espantoso con el que sabía jugar.

Los oficiales del ejército profesional, la mayoría procedentes de familias afortunadas, lo detestaban v se preguntaban por qué Ramsés había confiado el mando de su guardia personal a semejante patán. Serramanna no se preocupaba por ello. Ser amado no servía para nada y no formaba a un buen guerrero, capaz de servir a un buen jefe.

Y Ramsés era un buen jefe, capitán de un inmenso barco cuya navegación amenazaba ser peligrosa y animada.

En resumen, tenía todo lo que deseaba un pirata sardo, promovido a una dignidad inesperada y muy decidido a conservarla. Su suntuosa villa, las deliciosas egipcias de senos redondos como manzanas de amor y la buena comida no le bastaban. Nada sustituía un enfrentamiento sangriento durante el cual un hombre probaba su valor.

La guardia de palacio era renovada tres veces al mes, los días uno, once y veintiuno. Los soldados recibían vino, carne, pasteles y un salario en cereales. En cada relevo, Serramanna observaba a sus hombres hasta el fondo de los ojos, y les atribuía un puesto. Toda falta de disciplina, toda relajación se traducía en una paliza y un despido inmediato.

El sardo pasó lentamente ante los soldados, colocados en una sola fila. Se detuvo delante de un joven rubito, que parecía nervioso.

–¿De dónde vienes?

–De un pueblo del Delta, comandante.

–¿Cuál es tu arma preferida?

–La espada.

–Bebe esto, necesitas saciar la sed.

Serramanna le presentó al rubito una redoma que contenía vino anisado. Bebió dos sorbos.

–Tú vigilarás la entrada del pasillo que lleva al despacho real e impedirás el acceso durante las tres últimas horas de la noche.

–A sus órdenes, comandante.

Serramanna comprobó el filo de las armas blancas, rectificó posturas, reajustó uniformes e intercambio unas palabras con otros soldados.

Luego cada uno se dirigió a su puesto…

El arquitecto de palacio había dispuesto las ventanas altas de manera que se estableciera una circulación de aire que refrescara los pasillos durante las cálidas noches de verano.

Reinaba el silencio y en el exterior sólo se oía el canto de los sapos enamorados.

Serramanna avanzó sin hacer ruido por el enlosado, en dirección al pasillo que llevaba al despacho de Ramsés. Como suponía, el rubito no estaba en su puesto.

En vez de efectuar la vigilancia, intentaba hacer saltar el cerrojo que impedía el acceso al despacho. El sardo, con su ancha mano, lo agarró por el cuello y lo levantó.

–Un griego, ¡eh! Sólo un griego puede beber vino anisado sin chistar. ¿A qué facción perteneces, amiguito? ¿A un remanente de Menelao o a una nueva conspiración? ¡Responde!

El rubito se agitó unos instantes, pero no emitió ningún sonido.

Como lo sentía desmadejarse, Serramanna lo dejó en el suelo, donde se tendió como una muñeca de trapo. El sardo, sin quererlo, le había roto las vértebras cervicales.


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