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29

La luna llena del equinoccio de primavera había abierto, como cada año. las fiestas de la Pascua. Más de cien mil hombres procedentes de las provincias habían abandonado ciudades y pueblos para dirigirse a Jerusalén y ver la obra del famoso maestre Hiram. Invadiendo calles y callejas, los peregrinos lanzaban una distraída mirada hacia las gruesas murallas y el viejo palacio de David. La roca, la nueva vía de acceso, el campamento de tiendas y la empalizada que aislaba a los calificados artesanos del mundo exterior excitaban su curiosidad.


Circulaban mil y un rumores. Cada uno de ellos sabía más que su vecino, conocía parte del plan secreto del arquitecto, describía el futuro edificio y los misteriosos ritos que se practicaban en el interior del recinto. No había un solo curioso que no conociera los designios de Salomón, ni un solo paseante que no fuera amigo de un discípulo de maestre Hiram que le había revelado las claves de numerosos enigmas. Olvidaban que la Pascua celebraba la hazaña de Moisés al arrancar su pueblo de la persecución y sacarlo de Egipto. Ya no pensaban en la presencia del Ángel exterminador que amenazaba a los impíos. ¿Acaso el país entero no se identificaba con un templo invisible todavía, el más bello y grandioso que un rey había concebido nunca?

Las plegarias ascendieron a Yahvé. Los corderos fueron degollados, su sangre salpicó las puertas de las casas, hedores de carne quemada llenaron la capital. «Bendito sea, por su bondad, el nombre del Señor», cantaron los creyentes durante el banquete, «que la gloria sea Suya y no nuestra».

La reina Nagsara, débil todavía, sólo asistió al inicio de las ceremonias. Cuanto más avanzaban, menos alegría reinaba.

Una horrible noticia había corrido con la rapidez del lebrel de Egipto: maestre Hiram renunciaba a construir el templo de Dios. De hecho, Salomón presidía solo la fiesta cuando todos esperaban ver a su lado al arquitecto. Se buscaba a Hiram por todas partes. Nadie le había visto, cuando, durante la Pascua, la obra estaba cerrada. Los obreros confirmaron que no se ocultaba en el taller del Trazo.

La radiante cara del sumo sacerdote, a quien el rey honró de acuerdo con la costumbre, confirmó los peores temores. Pueblo bajo y nobles conocían el odio que Sadoq sentía contra maestre Hiram. Sin duda había conseguido que se fuera. Sin querer reconocer su derrota, Salomón la disimulaba con el silencio. Los empleados en el trabajo forzoso serían despedidos uno tras otro, los artesanos regresarían a sus provincias, dentro de unos meses desmontarían la empalizada o dejarían que se pudriera sin tocarla. La roca, en su desnudez, seguiría burlándose de Jerusalén.

Cuando las copas de libación circularon, pasando de mano en mano, no cabía ya duda: maestre Hiram había abandonado la obra, cediendo ante las amenazas de los sacerdotes. Sin duda había regresado a Tiro.

Los profetas, al predecir que ningún monarca modificaría la ciudad de David, habían acertado.

El antiguo triunfaba.

Hiram, avanzando por un campo blanqueado por la cosecha, probó una espiga de cebada ya madura. Cerca de allí, los campesinos manejaban sus hoces cuyas dentadas hojas segaban los altos tallos. Los agavilladores ataban los haces, abandonando aquellos que iban a recoger los pobres cuyo dominio se limitaba a los sembrados.

Anup trotaba ante Hiram, venteando el luminoso aire de la primavera. Al extremo del campo, una era pacientemente apisonada por los bueyes recibía las primeras espigas. Dispuesta sobre un promontorio expuesto a los vientos, era visible desde lejos. Algunos campesinos preparaban el trillo provisto de puntas que les serviría para desgranar, dejando tras su paso una dorada masa de granos, pacas y paja. Los aventadores aguzaban las puntas de sus horquillas antes de lanzar la mezcla al aire, confiando a la brisa la tarea de selección. La paja volaría a lo lejos, en la era se amontonaría el grano purificado por el espíritu del viento. Los granjeros lo almacenarían bajo sus techos, al abrigo de lluvias y ladrones, de bestias o merodeadores.

Precedido por su perro, el maestro de obras dejó atrás la era donde los días eran siempre iguales. Cruzó el jardín, lleno de flores silvestres, ante el umbral de la casita donde vivía desde hacía varios días. En el sótano excavado junto a la vivienda, tomó un odre de agua fresca y vino. Luego, en un horno al aire libre, asó unos granos de trigo, preparó pasteles de flor de harina perfumados con comino y buñuelos de miel. Anup bebió y comió vorazmente. Hiram se sentó bajo la higuera para saborear su condumio.


En Jerusalén se le hacían las peores acusaciones. ¿No era un cobarde y un fugitivo? ¿Acaso no había traicionado a Salomón? No aguantaba el desprecio de los abandonados obreros, cruelmente decepcionados por aquel a quien habían considerado un padre? La veneración que habían sentido por el maestro de obras se transformaba en asco. Su fama se apagaba para siempre.

Anup ladró, avisando a Hiram de la llegada de un chamarilero que tiraba de un asno cargado de alfombras, túnicas y vajillas. Casi calvo, con los miembros muy delgados y el habla ronca, el vendedor ambulante iba de aldea en aldea.

–¿Qué os hace falta, señor?

–Sigue tu camino -dijo Hiram.

El chamarilero tenía buen ojo. Si aquel hombre no era un cliente, necesitaba al menos sus habilidades.

–¡Soy también barbero, el mejor de Israel! Corto los cabellos, los perfumo y recorto la barba. Por lo que a vos respecta, señor, he llegado a tiempo. Mañana no pareceríais ya un ser humano.

Hiram sonrió y se puso en manos del barbero.

–¿Vivís solo aquí?

–El silencio es mi único amigo -repuso Hiram.

El barbero, para quien la conversación era, sin embargo, la golosina preferida, contuvo su lengua. Advirtió en aquel hombre tranquilo una fuerza peligrosa que mejor era no despertar. Se concentró, pues, en su trabajo.

–Hace mucho tiempo que no voy a Jerusalén -dijo Hiram-. ¿Qué ocurre en la capital?

–¡Un terrible escándalo! El arquitecto del templo ha abandonado la obra. Ha regresado a Tiro, su patria de origen, pues es incapaz de trazar unos planos que se adecuen a los deseos de Salomón. El rey ha renunciado a sus proyectos. Los sacerdotes están contentos y son más poderosos que ayer. Salomón es sólo un prisionero entre sus manos.

–¿Qué piensas tú de Hiram?

–Es un extranjero: el destino de Israel no le importa. Y además, ¿de qué serviría un nuevo templo?

Cuando el sol se estaba poniendo y un nuevo día nacía con la aparición de las estrellas, Hiram dirigió una plegaria de Egipto a la luz que nimbaba la santidad de la noche. Encendió una lámpara de aceite cuyo fulgor anaranjado respondió a otras claridades, que nacían de casa en casa y formaban una inmensa cadena, vencedora de las tinieblas. Sentado en la terraza de su provisional vivienda, el arquitecto contempló la Polar por la que pasaba el eje del mundo, a cuyo alrededor giraban los infatigables planetas. De la tierra caliente ascendía un aroma a tomillo y flores silvestres, poblando la paz que se vestía con el lapislázuli de un cielo inmenso. ¡Qué amargura debía de sentir Jerusalén, creyéndose engañada por un maestro de obras infiel!


Hiram degustaba la sublime quietud de un crepúsculo al que, sin embargo, faltaba el brillo de las aguas del Nilo, la majestad de los templos erigidos por los antepasados, el misterio del desierto donde nacían las purificadas líneas de los futuros monumentos. La tentación de una verdadera fuga oprimió el alma de Hiram. Era la serena riqueza de aquellos monumentos lo que deseaba, y no la encarnizada lucha que se había iniciado en la ciudad de Salomón. Dejar sus útiles, olvidar el plan de la obra, emprender el camino que conducía a Egipto, la tierra amada por los dioses…

Hiram cruzó un brazo de agua en el que se había construido una pequeña presa. Inspirándose en los métodos inventados por los faraones, los campesinos hebreos habían implantado una red de canales de riego eficaces contra la sequía. Allí, en la frontera de Samaría, al norte de Jerusalén, en la confluencia del Yabboq y el Jordán, el arquitecto había hallado lo que había venido a buscar. La misión confiada por Salomón debía realizarse en el más absoluto secreto. Por lo tanto, el maestro de obras, saliendo a pie durante la noche, sólo se había llevado su perro.

Los sacerdotes celebraban la huida de Hiram. Aquella ilusoria victoria calmaba su rabia y debilitaba su vigilancia. Salomón prefería no chocar frontalmente con Sadoq. El plan de obra de Hiram había llegado a uno de sus más delicados puntos y el rey le había pedido que actuara con la mayor discreción para que ningún manejo de la casta eclesiástica pudiera impedir su acción.

El caótico terreno que Hiram examinaba ocultaba una mina de cobre mencionada por viejos textos que habían escrito los geógrafos. Ofrecía, sobre todo, un lugar perfecto para fundir el bronce. La arcilla proporcionaría excelentes moldes. Los obreros dispondrían de toda el agua que quisieran. El viento bastaría para el tiro de sus pequeños hornos, cuyo uso estaría reservado a artesanos especializados. El bronce correría por canales de arena, bajo los cadenciosas golpes de los martillos. ¿Quién sino Hathor, dama de la turquesa, enseñaba el arte de los fundidores?

Pero el maestro de obras se enfrentaba a una dificultad: el terreno pertenecía a un campesino cuya esposa era hija de un sacerdote de la tribu de Sadoq. Una intervención autoritaria por parte del rey hubiera producido la ira del gran sacerdote y su recurso al tribunal, lo que habría retrasado la buena marcha de los trabajos. Hiram se había comprometido, pues, a concluir el asunto por medio de una compra con todos los requisitos.

El campesino estaba labrando un pedazo de tierra. El olor de los terrones, de pesado y tranquilizador perfume, encantaba su nariz. Cuando vio a Hiram, dejó de trabajar.

El maestro de obras depositó en una piedra plana una bolsa con varios siclos de plata y un contrato. La suma era muy superior al valor del terreno.

El campesino, sin precipitarse, se dirigió a su granja y regresó con una balanza de fiel y unas pesas de basalto. Un objeto precioso que le permitía efectuar con toda seguridad las transacciones más arduas. Leyó el contrato, redactado en sencillos términos, y pesó las monedas de plata, verificando su validez. Satisfecho, se quitó las sandalias y las tendió al comprador. En adelante, no seguiría hollando como propietario la tierra que le ofrecía una inesperada riqueza.

El campesino desapareció. No se había pronunciado ni una sola palabra. Hiram acababa de adquirir el lugar donde se instalarían las fundiciones del templo.


30


En el lugar donde Jacob había luchado con el Ángel, centenares de trabajadores manejaban moldes para metales y hacían funcionar enormes fuelles que atizaban el fuego de los hornos. Cada semana se entregaban enormes cantidades de leña. Las primeras coladas de bronce, puestas en manos de los escultores conducidos por Hiram, se convirtieron en una pareja de leones. Hiram asistió a todas las etapas de la creación de aquellos animales que adornarían los alrededores del templo, como velaban por las calzadas que ascendían del valle del Nilo a los santuarios secretos.


El maestro de obras realizaba numerosas idas y venidas entre las fundiciones a orillas del Jordán y las canteras próximas a Jerusalén. Los bloques que debían desprenderse eran señalados con un signo de cantero egipcio, cercano a la cruz ansada. Hiram había enseñado a los aprendices cómo extraer bloques excavando a su alrededor dos surcos lo bastante amplios y profundos para hundir en ellos cuñas de madera dispuestas a intervalos regulares. Lo esencial era elegir la capa de la que dependería la solidez de la construcción. Canteros y talladores de piedra, tras haber maltratado el oficio y estropeado algunos útiles, trabajaban con mano cada vez más segura. Extraían las piedras capa a capa, tallando los bloques sin provocar fragmentaciones.

Cuando se irguieron las primeras columnas de cobre y calcáreo, Hiram supo que sus aprendices habían asimilado los preceptos elementales del arte de construir. Convocó, pues, a los mejores en el taller del Trazo, donde les inició en la ciencia de los compañeros que les permitiría levantar muros y repartir en ellos, con armonía, los bloques correctamente tallados. Vistiendo un delantal de cuero blanco, cuidadosamente limpiado al final de cada jornada de trabajo, los adeptos juraron no revelar nada a los aprendices ni a los profanos. Convirtiéndose en depositarios de una antigua sabiduría, la de transformar los planos en volúmenes, comenzaban a reinar sobre la materia en cuyo corazón se ocultaba el espíritu. En la sala de las pruebas, siempre sumida en la penumbra, Hiram trazó un doble cuadrado. Unió dos de sus ángulos por medio de una diagonal. Así manifestaba el espacio donde se inscribía la proporción divina, aquel Número surgido del oro que los arquitectos egipcios consideraban el más inmenso de los tesoros. Ante los maravillados ojos de los nuevos compañeros, Hiram desplegó los mundos del cubo, de los poliedros, de la espiral, de la estrella de los sabios cuyas puntas llameaban y que indicaba el camino al viajero perdido en las tinieblas. Les enseñó cómo resolver la cuadratura del círculo, percibir la ley de las proporciones sin cálculo, manejar el tendel de trece nudos, dándole a veces la forma de una escuadra y otras la de un compás. Les transmitió el conocimiento de las eternas formas de la vida, inscritas en el universo y que ellos integrarían en el cuerpo del templo para asegurarle un armonioso crecimiento.

Al cabo de cinco días y cinco noches de enseñanza, los compañeros estaban llenos de un saber que superaba su entendimiento, pero sentían hacia maestre Hiram un agradecimiento que no podía expresarse con palabra alguna. La fraternidad que les unía a él tenía el fulgor de un sol de estío.

El arquitecto avanzaba paso a paso por el camino. Desarrollar las obras, construir los hombres, preparar el nacimiento del edificio eran etapas del plan de obra cuyo dominio debía mantener en cualquier circunstancia. Deseaba no haberse equivocado otorgando su confianza a los compañeros. Pero ¿quién podía presumir de conocer el corazón de los hombres tan profundamente como el de las piedras?

Los jornaleros alistados en el trabajo forzoso recibían su paga al final de cada semana de trabajo. No sucedía lo mismo con los compañeros y los aprendices, gratificados con un salario en la fiesta de la nueva luna, en el interior del recinto, ante la cerrada puerta del taller del Trazo. Los aprendices formaban una primera columna silenciosa, los compañeros la segunda. Uno a uno, se presentaban ante Hiram y murmuraban a su oído la contraseña correspondiente a su grado. El maestro de obras la cambiaba varias veces al mes, desalentando así cualquier tentativa de fraude. Los pagaba con monedas de oro y de plata sacadas de los cofres que la guardia personal de Salomón depositaba en la obra.

Hiram quería realizar personalmente esta tarea, para que no se cometieran injusticias ni exacciones. En efecto, cada miembro de la cofradía recibía una suma distinta, correspondiente a la calidad y a la intensidad del trabajo realizado durante una luna. Quien se sintiera perjudicado tenía derecho a protestar ante el arquitecto.

Cuando esa ceremonia terminaba, Hiram, con una antorcha en la mano, descendía hasta lo más oscuro de la cantera. Allí estaba tallando, personalmente, una sala subterránea en el interior de la roca. Trabajando hasta el agotamiento, no permitía a nadie entrar en aquel lugar secreto cuyo destino sólo él conocía.

¿Cuándo podría utilizarla?


Nagsara se puso un vestido de un amarillo pálido, adamado con un cinturón dorado que ponía de relieve la finura de su talle. Se había pintado de un suave naranja las uñas de las manos. Calzaba sandalias de cuero blanco, de elegantes tiras, y con la suela de corteza de palmera. Del vestido pendían cintas de seda. La soberana llevaba en las muñecas brazaletes de oro y en los dedos anillos de plata maciza.

Así ataviada, la reina de Israel salió de palacio a mediodía. Los servidores se acercaron corriendo ofreciéndole una silla de manos que Nagsara rechazó. Apartó a los guardias responsables de su seguridad, exigiendo permanecer sola.

El sol la deslumbró. Avanzaba sin prisas por el pendiente camino que llegaba a la barrera que impedía el acceso a la amplia vía que llevaba a la roca, reservada para el transporte de materiales. En aquel día de sabbat, nadie trabajaba. Un aprendiz de escultor y un soldado designado por Banaias, sentados junto a un bloque de calcáreo, impedían que nadie pasara.

–Apartaos -ordenó Nagsara.

El soldado y el obrero se levantaron. El primero había reconocido a la reina.

–Perdónenos Vuestra Majestad… Es imposible.

–¿Deseáis morir por haber injuriado a vuestra soberana?

El aprendiz se marchó corriendo. El militar cedió ante la decisión de Nagsara. ¿Cómo las consignas dadas por Salomón podían aplicarse a su esposa? Nagsara descubrió la vasta plataforma enrasada. La roca había aceptado aquella primera domesticación. Pero no había rastros de cimiento. Sólo la piedra desnuda, aplastada por la luz. ¿El arquitecto tenía realmente la intención de construir un templo? ¿No estaría engañando a Salomón, anunciándole maravillas que era incapaz de realizar? Había colmado el barranco, ciertamente, pero aquello estaba al alcance de un hábil capataz. La duda heló el corazón de la joven. ¿No estaría su marido metiéndose en un callejón sin salida, cegado por una vanidad a la que creía voluntad divina? No importaba, Salomón actuaría según sus deseos. Los de Nagsara no se orientaban al santuario de Yahvé Sólo deseaba la felicidad del rey, que su radiante rostro iluminara el tranquilo curso de los años que ella pasaría a su lado

Una mujer de Egipto, instruida por los magos, no permanecía pasiva ante un destino que la contrariaba Cambiaría su naturaleza Aceptar la fatalidad hubiera sido estúpido y cobarde Nagsara debía asfixiar aquel templo antes de que naciera, apartar a Salomón de aquella obsesión y recuperarlo para si Con el juego de su cuerpo y el fervor de sus pasiones, sabría retenerle

Avanzando hasta el extremo de la roca, del lado opuesto a la ciudad de David, Nagsara contempló, a su derecha, el valle del Cedrón y, en lontananza, las llanuras de Samaría La belleza de la primavera de Israel le hizo añorar la de Egipto En aquella época, la joven princesa solía pasear en barca por los canales de Tanis, flanqueados de tamariscos Ella misma manejaba el remo y se divertía persiguiendo las familias de patos Por la noche, en los pabellones erigidos en los islotes, escuchaba los conciertos de flauta y arpa que daban los músicos de la corte.

Aquí, en esta silvestre soledad, la música de la naturaleza sonaba con rudeza Israel era un país demasiado joven, carecía de aquella madurez que confería una sabiduría arrugada por los siglos Los hebreos poseían el ardor de un pueblo inexperto, ignorando todavía la serena actitud de los viejos escribas de redondeado vientre, que desplegaban sobre sus rodillas los papiros donde vivían inmortales palabras El fracaso de la obra de Hiram le enseñaría humildad

Un bloque que sobresalía claramente por encima del vacío, llamó la atención de la reina Llevaba una marca de cantero parecida al signo de la cruz ansada Un obrero que había estado en Egipto, sin duda En aquel lugar habría podido esperarse, más bien, el signo de Salomón, los dos triángulos entrecruzados que aseguraban la perennidad de una obra Solo las cofradías conocían su propio lenguaje Pero carecería de fuerza si se oponía a los hechizos de una reina

Nagsara se quitó brazaletes y anillos Los depositó en circulo, ante ella Luego desató sus sandalias y se desciñó el cinturón, formando una segunda circunferencia que englobaba la primera Arrodillándose, abrió sus brazos y dirigió una invocación a los vientos de los cuatro puntos del espacio, para que desintegraran la roca y la condenaran a permanecer estéril Como ofrenda, lanzó las joyas al vacío Para sellar el hechizo pronunciado, anudó lazos y cinturones, creando una cuerda que unía su pensamiento a la diosa Sekhmet

Vana hazaña si Salomón permanecía lejos de ella Nagsara conocía el precio de su acto Entregaba varios años de existencia a la terrorífica leona, a Sekhmet, ávida de sangre Pero ¿podía una anciana atraer el amor de Salomón? ¿No era mejor una vida breve y ardiente, consumida por el fuego de un amor enloquecido?

Nagsara se quitó su vestido amarillo. Lo tendió sobre la cuerda de los sortilegios. Desnuda, abandonada al sol, sólo debía ya derramar su sangre

Sus dedos acariciaron el puñal con empuñadura de plata proveniente del tesoro de Tanis Había pensado utilizarlo para defenderse de los asaltos de un rey horrible al que habría detestado Y ahora se convertía en instrumento de amor, en trazo de luz ensangrentada

Nagsara no soportaba ya llevar escrito en sus carnes el nombre de Hiram Atravesándolo con una hoja, transformando las letras en lagrimas rojas, se liberaria del maleficio que impedía a Salomón amarla

Golpeo

El puñal pareció negarse La hoja resbalo sobre la piel, trazando un ardiente surco Una niebla ocre turbo la visión de la reina

Escucho su nombre Alguien, al otro extremo de la roca, estaba llamándola Alguien suplicaba que no se matara

Tenia tiempo todavía de ser la víctima a la que Salomón amaría tiernamente, pero temblaba La niebla se hacía mas densa Una mano tomo su muñeca y la forzó a soltar el arma

Hiram recogió el vestido amarillo y cubrió a Nagsara Con el pie, lanzó la cuerda al abismo

–No -protestó débilmente la reina- No tenéis derecho

–Nadie impedirá el nacimiento del templo Sólo la voluntad celeste podría ser mas fuerte que la mía Destruiré los maleficios

La reina inclino hacia atrás su cuello, absorbiendo de nuevo una vida que, antaño, huía de ella

–¿Quién sois, maestre Hiram? ¿Por que grabáis un signo egipcio en las piedras que cimentaran el templo?

–No hubierais tenido que ver esta marca, Majestad

–¿No debe un arquitecto afrontar la realidad? Y si fuerais un traidor, si en ganarais a Salomón

–Venid, Majestad, estas pruebas os han agotado

–¿Os negáis a contestar?

–No me importa lo que piensen de mí


La sangre empapaba la fina tela amarilla La niebla que oscurecía la vista de la joven se hacía más densa Ya no veía a Hiram El abismo estaba tan próximo, era tan atractivo Recurriendo a las ultimas fuerzas de su cuerpo, Nagsara sólo debía dar unos pasos para olvidar cualquier angustia

–Sois egipcia -recordó el maestro de obras- Os está prohibido daros muerte Actuando así, destruiríais vuestra alma y perderíais para siempre el amor de Salomón

–¿Cómo, cómo os atrevéis?

Hiram sostuvo a la reina, ayudándole a caminar

–Debemos curar vuestra herida, Majestad.

El contacto con aquel hombre de majestuosa fuerza la turbó Su malestar desapareció El sol volvía a lucir

–Quiero saber, maestro de obras, quiero saber por qué

–Somos juguetes de lo invisible. Lo demás es sólo silencio.

Hiram acompañó a Nagsara a palacio. Una extraña paz la había invadido. El ardor de la herida había cesado. Pero el misterio permanecía, insoportable. El arquitecto le pareció próximo y lejano a la vez, tierno e insensible. ¿De qué magia era hijo?


31


Descontento, Salomón se había visto obligado a ceder a la petición del sumo sacerdote que solicitaba la convocatoria del consejo de la Corona formado por el propio Sadoq, el general Banaias y el secretario del rey, Elihap. El soberano de Israel sintió que su irritación aumentaba al escuchar las palabras del religioso.


–Os lo repito, Majestad -insistía Sadoq-. Maestre Hiram se está convirtiendo en un personaje peligroso. Sin que lo supierais, se atribuyó el control militar de los obreros.

–¿Los trabajos forzosos no son responsabilidad de Jeroboam?

El sumo sacerdote se hizo mordaz.

–¡Una ilusión más! Incluso entre los jornaleros, el prestigio de vuestro arquitecto es inmenso. Obedecen a Jeroboam pero admiran a Hiram. ¿Ignoráis acaso que ha creado su propia comunidad, compuesta por aprendices y compañeros que le son tan sumisos como esclavos? Vos mismo, Majestad, aceptasteis que la obra del templo estuviera sometida a su propia ley.

–¿Es un reproche, Sadoq?

Elihap dejó de tomar notas de la entrevista. Aprobaba las advertencias de Sadoq pero temía que sus palabras hubieran sido demasiado prematuras.

El sumo sacerdote bajó el tono.

–Maestre Hiram extiende su poder día tras día. Mañana gobernará un ejército más numeroso que el de Banaias.

El general inclinó la cabeza. Su aspecto desabrido revelaba su mal humor.

–Un ejercito pacífico -precisó Salomón

–Podemos dudarlo, Majestad Están armados con instrumentos que, muchos de ellos, han aprendido a manejar con destreza Si su dueño decidiera fomentar una rebelión Hemos evaluado mal la influencia del tal Hiram ¿No será hoy el hombre mas poderoso de Israel7

–¡Injurias al rey, sumo sacerdote!

Sadoq planto cara

–¿Por que no vigilasteis mejor a ese arquitecto extranjero? ¿Por qué le concedisteis tantos privilegios? Hablo por el bien de Israel y de su soberano ¿No es el prestigio de Hiram una auténtica injuria9

–El sumo sacerdote tiene razón -mascullo Banaias- Ese tirio no me gusta

Elihap seguía callando Pero Salomón le conocía bastante como para saber que su silencio se añadía a las reticencias de los otros dos miembros del consejo

–Tenéis que actuar -insistió Sadoq- Jeroboam seria un excelente arquitecto

–Sólo ha construido establos y fortificaciones

–Es un servidor fiel cuyo nombramiento seria aprobado por el consejo


Una oscura pasión abrasaba a Sadoq Pero sus argumentos no carecían de valor Salomón admitía que su entusiasmo le había ocultado ciertos peligros Tal vez había evaluado mal la ambición de maestre Hiram, su deseo de sujetar, por su mera función, las riendas de la economía israelita Tal vez había albergado en su seno un dragón que se disponía a devorarle

Viendo que el rey reflexionaba, Sadoq sintió una profunda satisfacción Había llevado a cabo un juego peligroso, pero esperaba una solución satisfactoria Puesto que seguía influyendo en Salomón, ¿no podría impedir la edificación del templo9

–El consejo de la Corona no gobierna Israel -dijo por fin Salomón- Su papel es formular propuestas Al rey le toca aceptarlas o rechazarlas Por lo que se refiere a maestre Hiram, seguirá siendo arquitecto del templo, y sólo depende de mí

Salomón pasó la noche pensando y sin visitar a Nagsara La reina, recuperada de su herida, sentía una languidez que sólo podía curar la presencia del rey Sensible a su frágil belleza, éste aceptaba el tibio abrigo de sus brazos y el ardor de sus besos Tras la tormentosa reunión en la que había desautorizado a sus consejeros, los placeres del amor le parecían insípidos y vanos Se había retirado, pues, a la alcoba mortuoria de David, donde nadie había entrado desde su desaparición

Salomón había olvidado el modesto lecho, los toscos muros, el perfume de la desesperación Los propios rasgos de su padre desaparecían en la espesa sombra de la muerte Pero ¿no era aquél el lugar donde se encontraba con el alma del monarca a quien Dios había impedido llevar a cabo la Obra? ¿No debía pedirle ayuda en el más allá?

Maestre Hiram no era un hermano ni un amigo No se comportaba tampoco como un servidor, sino como el organizador de una cofradía que absorbía las fuerzas vivas de Israel y amenazaba con utilizarlas en beneficio propio ¿Quien, sino un reyezuelo, habría aceptado que su trono se agrietara de ese modo9 Sadoq, pese a su odio, razonaba bien ¿No habría renunciado David a construir el templo previendo una inevitable toma del poder por una horda de obreros que, conducidos por hábiles cabecillas, tomarían conciencia de su poder9 El nacimiento del edificio estaba, sin embargo, vinculado, a un cambio en Israel, a la existencia de una inmensa obraren la que cada hebreo se implicara

¿El camino elegido por David no era el de la prudencia? ¿No debía Salomón limitarse a reinar sobre el presente, desdeñando el porvenir, preservar la tradición en vez de trastornar lo ya adquirido? Qué preciosa le hubiera sido la presencia de un padre y de un consejero Sólo quedaba ya la muerta sombra de una habitación muda, que albergaba los rastros de la agonía

Salomón se puso en manos de Dios Rogó con la inquietud de un hijo extraviado en busca de su morada, con la desesperación de un mendigo ante el que se cierran todas las puertas

Poco antes del alba, cuando las colinas se teñían de naranja y violeta, Dios hablo a Salomón

Le prometió una señal decisiva El primer ser con el que se encontrara le daría la esperada respuesta Entonces sabría si debía o no abandonar la edificación del templo

El rey de Israel salió de la alcoba fúnebre y recorrió los pasillos desiertos y fríos del antiguo palacio Impaciente por conocer el mensaje del señor de las nubes, no sufría por la falta de sol ¿Sería hombre, animal, lluvia o viento, aquel primer ser9 ¿Tendría que interrogar una piedra o el polvo del camino, que dirigirse a un mudo o a un pájaro9 Un irresistible impulso obligó a Salomón a abandonar aquellos lugares Pasando entre los dos guardias apostados a uno y otro lado de la escalera que llevaba al atrio, descubrió una silueta que abandonaba las últimas tinieblas y caminaba hacia la mansión real

Con los brazos extendidos ante él, el caminante llevaba un cofre que ocultaba su rostro

Él era el enviado de Yahvé

Salomón corrió a su encuentro

El hombre se detuvo en medio del atrio y dejó el cofre. Salomón le reconoció, pese a la penumbra que ocultaba sus rasgos

–Maestre Hiram.

–Solicito audiencia, Majestad.

–¿A estas horas?

–Acabo de terminar el plano de los edificios que cubrirán la roca. Mostrároslo no admite dilación. El arquitecto abrió el cofre y sacó un papiro de unos cincuenta metros de largo, desenrollándolo en el atrio, Actuaba con precaución para que las hojas cosidas unas a otras se extendieran sin hacer dobleces.

La luz del amanecer crecía con los gestos del maestro de obras. Iluminó un detallado plano. En el interior de un vasto recinto rectangular, cuyos largos costados no eran paralelos, se habían previsto los emplazamientos de un palacio, una sala del trono, una sala de columnas, un tesoro y un gran templo. Cada línea tenía cotas que indicaban una proporción. Cada parte del plano estaba unida a los demás dispositivos arquitectónicos con trazos que formaban una gigantesca estrella.

Salomón sintió una armonía clara y estable a la vez, la de un ser humano cuya alma hubiera contemplado antes de que tomara la forma de un cuerpo. El dibujo no podía compararse a un simple diseño. Latía en él un corazón geométrico, indiferente a las vicisitudes humanas.

Dios le había contestado.


Durante más de una hora, hasta que el primer sol dispensó generosamente sus rayos, Salomón contempló el plano de la obra. Lo leyó con los ojos de un monarca, convirtió los trazos en piedra, imaginó el volumen. ¿En verdad la mano que había creado aquel esplendor era sólo la de un hombre? ¿Maestre Hiram no habría sido inspirado por el Único, aunque no creyera en Él?

El arquitecto no dio explicación alguna. Salomón no se rebajó a pedírsela. Le convocó en palacio a comienzos de la primera vela.

Hiram llegó con retraso. La limpieza de los útiles y la inspección de la obra habían exigido su presencia. Salomón no tuvo en cuenta la afrenta. Su huésped rechazó alimento y bebida.

–Vuestro plan me satisface. Llevadlo adelante. ¿Dónde pensáis conservar el precioso documento?

–En el taller del Trazo.

–Esa choza no conviene ya a vuestra dignidad. En adelante, os alojaréis en una de las alas del palacio. El plano de la obra estará seguro en el tesoro real.

–Me niego.

–¿Por qué?

–Lo que se refiere a la obra debe permanecer en la obra. Las comodidades de que dispongo me bastan.

Salomón se veía desafiado en su propia morada. El plano de la obra era prodigioso, pero su autor adquiría una magnitud que no se adecuaba a su primera función. La actitud de maestre Hiram corroboraba las suposiciones del sumo sacerdote.

–Como queráis -cedió Salomón.


En una aldea perdida en las montañas de Efraím, los jefes de las tribus de Manases y Efraím, varios religiosos tradicionalistas amigos del sumo sacerdote depuesto, Abiatar, y algunos jefes de milicias campesinas escuchaban el discurso de Jeroboam.

El gigante pelirrojo a quien Salomón había confiado el cuidado de organizar los trabajos forzosos, hablaba con pasión a una concurrencia atenta, oculta en la cima de una colina rocosa custodiada por vigías. El regalo de Jeroboam había impresionado a sus huéspedes: dos becerros de oro que recordaban las famosas fiestas durante las cuales los hebreos, lejos de Yahvé, se habían entregado a placeres prohibidos.

–¿Deseas abandonar el culto del dios único? – preguntó un sacerdote.

–Puesto que esa injusta potencia favorece los designios de un rey loco, ¿por qué seguir adorándola? – repuso Jeroboam-. Yahvé, antaño, nos guiaba a la guerra. Hoy, nuestro pueblo es cobarde y débil. El verdadero Yahvé no necesita un templo suntuoso. Le basta el Arca de la alianza. Es nómada, como vosotros y yo, ¡y está ávido de victorias! Salomón quiere obtener la unidad religiosa del reino para convertirse en sacerdote de un dios pacífico del que será el único confidente. Salomón es un faraón, no un rey de Israel. Arrebatará el poder a los jefes de las tribus, Eliminará a Sadoq como expulsó a Abiatar. Aumentará los impuestos, arruinará el país para alimentar ese maldito templo. No tenemos derecho a dejarle por más tiempo con las manos libres.

Las palabras de Jeroboam sembraron la turbación en las conciencias. El jefe de los trabajos forzosos, a quien Salomón había negado el título de maestro de obras, se tomaba la revancha.

Un servidor sacó de un tonel una mezcla de jugo de higos y de algarrobas, vertiéndolo en las copas ofrecidas a los miembros de la conspiración.

–¿Deseas ocupar el trono de Salomón? – preguntó el jefe de la tribu de Efraím.

La angulosa barbilla de Jeroboam se levantó. Por fin se abordaba el verdadero objeto de aquella reunión secreta.

Israel necesita un monarca fuerte y valeroso, no un poeta y un cobarde. La paz de Salomón conduce nuestro país a la ruina. Egipto nos invadirá a la primera ocasión. Conmigo, los soldados recuperarán la confianza y atacarán el imperio del mal.

Cuando se inició el debate, Jeroboam estaba seguro de haber ganado la partida. Quién podía no ver en él a un guerrero capaz de galvanizar las tropas ávidas de combate. El gigante pelirrojo respiró a pleno pulmón el aire de las montañas. Aquella provincia, como todas las demás, sería suya. Poseería esa tierra, le devolvería el orgullo de su proverbial valor.

Las deliberaciones fueron breves.


El jefe de la tribu de Efraím se dirigió a Jeroboam.

–Permaneceremos fieles a Salomón -anunció-. Olvidaremos tu discurso.

Los conspiradores bajaron por los senderos que llevaban a la llanura. Jeroboam aulló su furor. Derribó el tonel de un puntapié. Al verter el zumo que enrojeció el suelo, el gigante pelirrojo lanzó su maldición sobre los cobardes que le habían traicionado.


32


Anup ladraba. Caleb reunía a gran número de aprendices y compañeros. Todos estaban consternados por el horrible descubrimiento. El barrendero les había avisado. En la víspera del sabbat había subido al tejado del taller del Trazo, hecho de cañas y tierra batida. Alguien lo había agujereado, introduciéndose en el edificio cuya puerta, cerrada con llave, daba cierta ilusión de seguridad.


Hiram, que estaba desde hacía dos días en Eziongeber, donde inspeccionaba los altos hornos, fue llamado a Jerusalén. Nadie se atrevía a comprobar, antes que él, la magnitud de la catástrofe.

El maestro de obras hizo girar la llave en la cerradura y entró en los dominios que creía protegidos. Los útiles, los papiros y los cálamos habían desaparecido. Lívido, Hiram levantó la tapa del cofre donde estaba el plano de obra. Éste no había sido robado

Extraño latrocinio, en verdad. ¿Por qué habían respetado lo esencial? El arquitecto desenrolló el precioso papiro, temiendo que hubiera sido dañado. Vano temor. Pidió a los compañeros que construyeran un nuevo techo con una terraza de ladrillos donde se apostaría un centinela.

Anup, lleno de alegría al ver de nuevo a su dueño, intentó llevarlo a dar un paseo. Pero Caleb se interpuso y solicitó una inmediata entrevista, lejos de la obra. Pese a su cojera, caminaba deprisa, como si le persiguieran los demonios. Al perro le gustaba aquel ritmo y se hundía en los matorrales, surgía otra vez de la espesura, presentía el camino que iban a seguir. Ambos hombres anduvieron largo rato por la campiña, hasta una estrecha garganta sembrada de pequeñas grutas donde se refugiaban los rebaños durante las fuertes lluvias. Caleb, agotado, se sentó bajo una higuera silvestre llena de enormes frutos.

–Soy demasiado viejo para tales caminatas

–Te había encargado que vigilaras la obra -recordó Hiram- Se ha cometido un robo ¿Qué sabes de eso?

–Lamentablemente, nada La fechoría ha sido perpetrada durante la noche Dormía Y vuestro perro también, Pero he sido vuestros ojos y vuestros oídos! ¿Debo contar, realmente, lo que he visto y oído?


Un pesado calor llenaba la rocosa hondonada Faltaba aire El cojo no pudo contener sus confidencias

–El rey David se ocultó aquí durante una revolución de palacio Haríais bien imitándole y olvidando el templo de Salomón Mirad que hermosos higos Hay muchos por los alrededores Si me comprarais una granja, los recogería, los secaría al sol y los vendería en los mercados Nos dividiríamos los beneficios y llevaríamos una tranquila existencia

El silencio de Hiram convenció a Caleb de que no debía proseguir en el mismo tono

–Os obstinaréis en construir el templo, claro ¡ Mejor será que sepáis la verdad! Entre vuestros obreros hay muchos bribones, perezosos o mentirosos Temo incluso que algunos aprendices se hayan unido a esa pandilla Los edificios avanzan muy lentamente Nadie ve el final de la obra Se están cansando Murmuran que estáis estancado, que vuestros proyectos son demasiado ambiciosos Soportan mal el trabajo Algunos compañeros creen, incluso, que están mal pagados y que no reconocéis sus méritos Mañana vais a convertiros en el chivo expiatorio Sed lúcido Os calumnian y os traicionan Sois cada vez menos popular La tormenta quebrará el sueño de Salomón. Y entonces será demasiado tarde para huir El país se sumirá de nuevo en la guerra de las tribus Nadie podrá evitar el desastre Habrá muertos, muchos muertos Marchaos, maestre Hiram Marchaos enseguida

Al caer la noche, Hiram comprobó una a una las tablas de la empalizada Examinó el terreno que rodeaba el recinto, buscando las huellas del túnel que los ladrones podían haber excavado para introducirse en la obra Pensó en la utilización de escalas de cuerda

No había traza alguna, indicio alguno

–Los hombres, maestre Hiram -murmuró una voz a su espalda- La solución son los hombres.

El arquitecto se dio la vuelta para enfrentarse con el rey Salomón Espesas nubes cubrían la luna nueva. La oscuridad de la noche ocultaba al soberano y el maestro de obras

–Habéis olvidado que yo reino en este país, maestre Hiram. Me ha bastado con sobornar al guardián del umbral, a algunos vigilantes y pagar a un muchacho delgado. No le costó perforar el techo de vuestro taller. ¿Cómo probaros, si no, que el plano de la obra sólo estará seguro bajo mi protección, en

mi palacio? ¿ Aceptaréis por fin venir a vivir conmigo? «Ha llegado el momento», pensó Hiram Era el propio Salomón quien le obligaba a franquear esa nueva etapa que tanto temía El taller del Trazo estaría abierto a los compañeros, que guardarían allí útiles y delantales asegurando su custodia noche y día

–No, Majestad En adelante, viviré en la cantera, en contacto directo con la piedra Ella es la solución Es menos mentirosa que los hombres. No engaña a quien la respeta

Salomón no intentó retener a Hiram Se había equivocado intentando quebrar su resistencia con aquella demostración de fuerza Por un lado, se sentía pesaroso al advertir el fracaso de su artimaña Por el otro, le tranquilizaba haber dado al templo un maestro de obras de aquel temple Desconfió, sin embargo, de aquella admiración que le debilitaba Sólo él gobernaba, sólo él debía gobernar Éste era el precio de la felicidad de Israel

El arquitecto trabajó durante varias noches para concluir la sala subterránea a la que llevaba un estrecho pasillo en descenso, cuyo acceso estaba prohibido a Caleb y Anup Le había dado las proporciones de un cubo Al fondo, una hornacina que reproducía la de la cámara media de la Gran Pirámide, una especie de escalera hacia el cielo por la que ascendía el adepto, partiendo del corazón de la tierra y del centro de piedra, pasando por un infinito número de puertas visibles e invisibles que le acercaban a la luz y a los orígenes.

Durante la ceremonia del pago, Hiram eligió a nueve compañeros a los que no les dio salario, pidiéndoles que le esperaran Tan insólito proceder suscitó temores y envidias entre sus cofrades ¿Qué ocurría? ¿Aquellos hombres iban a ser ascendidos o castigados? ¿Por qué aquellos y no otros7

El arquitecto se vio obligado a imponer silencio

Luego, llevó a los nueve compañeros hasta la gruta, mientras el perro y el cojo, a retaguardia, comprobaban que nadie les siguiera.

Tras los pasos de Hiram, cada uno de los elegidos inclinó la cabeza y descendió, encogido, por el intestino de piedra que llevaba al santuario secreto, iluminado por una sola antorcha Se pusieron en círculo alrededor del maestro de obras que, quitando una piedra corrediza que se había encargado de ajustar perfectamente, hizo aparecer el codo y el bastón de siete palmas

–He aquí los instrumentos de los maestros -reveló-. Con ellos calcularéis las proporciones del templo. Os enseñaré los Números que crean, en todo instante, la naturaleza y cuyo secreto nos transmiten las piedras calladas. Pero, antes, tendréis que morir para este mundo

Algunos refunfuñaron Todos eran jóvenes que no tenían el menor deseo de desaparecer

–¿Alguno tiene miedo7

Todos se interrogaron. El temor atenazaba los vientres, pero el deseo de acceder a nuevos misterios prevaleció.

Hiram ofreció a cada compañero una copa de vino.

–Si sois digno del magisterio, este brebaje os dará fuerzas para superar las pruebas. Pero si habéis mentido, si habéis traicionado, si vuestra palabra no era pura, pereceréis inmediatamente.

Al recibir la copa, las manos temblaron, pero ninguna la rechazó.

–Bebed, ordeno Hiram.

Los compañeros obedecieron con un nudo en la garganta. Uno de ellos sintió en el pecho una atroz quemadura. Creyó que la horrenda muerte se apoderaba de él. Pero el malestar se disipó. Sus colegas habían permanecido de pie. Se contemplaron unos a otros, satisfechos de haber superado el obstáculo.

–Tendeos en el suelo, con los ojos hacia la bóveda de piedra.

Hiram quitó el delantal a los compañeros y cubrió con él sus rostros.

–No pertenecéis ya al universo de los hombres comunes. En vosotros se enfrentan la vida y la muerte, para que la muerte muera y la vida viva. Vuestro pasado no existe ya. Pertenecéis al templo futuro. Sois los servidores de la obra. Ningún otro maestro podrá imponeros su ley. Por la regla de la cofradía de la que soy depositario, os hago nacer al magisterio.

Hiram depositó el bastón sobre el cuerpo de los yacentes. De la cabeza a los pies, se convertía en su eje a cuyo alrededor, en adelante, se construiría su existencia. El arquitecto transmitía la iniciación que había recibido. Él mismo había experimentado el poder de aquella regla del maestro de obras en la que estaban inscritas las proporciones que crearían el templo como si fuera un ser vivo.

Un agradable sopor se apoderó de los compañeros. No era sueño, sino un sereno éxtasis, iluminado por un sol anaranjado que brillaba mucho más allá del techo de la gruta. Ésta no era ya una barrera de piedra, sino un cielo estrellado donde la luz del día brillaba en plena noche. Los adeptos gozaron de un profundo bienestar. Tenían la impresión de moverse fuera de ellos mismos, como liberados del peso de sus cuerpos. Y escuchaban la voz de Hiram que les desvelaba los secretos y los deberes de los maestros.

Cuando abandonaron aquellas travesías de espacios coloreados, los compañeros poseían la vejez de la tradición geométrica de los antiguos constructores y la juventud de los conquistadores.

Hiram les levantó, uno tras otro.

–La norma del templo de Salomón será la medida que va de mi codo a la punta del mayor -indicó-. Obtendréis las proporciones a partir de ella.

Hiram entregó a los nuevos maestros una caña de medida, de cincuenta y dos centímetros, que sería la clave para la construcción del edificio.

–¿Hemos atravesado la muerte? – preguntó uno de los adeptos.

–La ambición personal se ha apagado en vosotros -dijo el maestro de obras-. A mi lado y a mis órdenes actuaréis, en adelante, para transformar la materia en piedra de luz. En vosotros ha muerto vuestro aspecto perecedero, vuestro egoísmo, vuestra pequeñez. En adelante cumpliréis la función de capataces y enseñaréis a los compañeros y los aprendices. Vigilaréis la obra y reclamaréis el trabajo de los jornaleros forzosos, si su ayuda se hace necesaria. Yo pasaré aquí la mayor parte del tiempo, para preparar la mutación del plano en volumen. Vosotros os reuniréis conmigo en la primera vela, y juntos estudiaremos el desarrollo del edificio.

Los maestros se comprometieron, por su vida, a guardar el secreto que compartían.

El corazón de Hiram se llenó de júbilo. Con aquellos seres, animados por otra visión, podría, pese a su escasez e inexperiencia, dirigir con eficacia centenares de obreros. Salomón se había lanzado a la más loca aventura. No había advertido sus reales dificultades. Sin duda, sólo creía a medias en su sueño. Sin embargo, Hiram y su cofradía lo harían realidad.


33


La campesina empujaba el mango para que la muela de arriba girara sobre la de abajo. Durante horas y horas, repetiría el mismo gesto para moler el grano. Al frotar una con otra, las piezas lanzaban un plañidero lamento. Sufrían, como la mujer, para alimentar decenas de vientres. Si el rumor de las muelas se detenía, afirmaban los sabios, sería el fin del mundo. Fatigada, la campesina cedió el lugar a una muchacha y entró en su casa donde, manejando la rueca y el huso, tejería túnicas. Una décima parte de esa producción sería entregada, de acuerdo con la ley dictada por el rey, a los recaudadores de Salomón. Pesada, pero indispensable, medida para la gente del pueblo. ¿Entregar para construir el templo no era, acaso, asegurarse una resurrección entre los justos?


Un ruido la inquietó. Un roce metálico mil veces repetido.

Enloquecida, abandonó su obra y salió. Un velo cubría el sol de aquella tarde. Un velo cuya terrorífica naturaleza identificó la campesina. Lanzó un grito de espanto seguido, muy pronto, por un concierto de lamentaciones. El trabajo cesaba en todas partes. En todas partes habían reconocido la plaga que caía sobre Israel.

Millones de langostas peregrinas oscurecían el astro del día. Volando en compactos enjambres, formaban un cielo gris, una inmóvil bóveda de varias toneladas nacida de la suma de insectos que pesaban unos pocos gramos. Aquellos monstruos de antenas perpetuamente agitadas se lanzaron sobre los cultivos. Una langosta comía, cada día, su peso en alimento. Sus enjambres atacaban incluso los corderos, cuya lana devoraban.

Nada podía escapar. Guiadas por un infalible instinto, descubrían campos y pastos sin olvidar una sola espiga o una brizna de hierba. En el primer asalto, un viejo labrador blandió su horquilla y mató algunas decenas. Pero sus acólitos le mordieron hasta hacerle sangre, encarnizándose mientras huía. Durante el reinado de David, dos niños de pecho habían sido devorados por las langostas.

Hiram, que examinaba las bases de las columnas que estaban puliendo los compañeros, advirtió el peligro. Los años en que la diosa leona no había sido correctamente conjurada, nubes de langostas amenazaban con sumir Egipto en la hambruna. Sólo la magia de un faraón podía rechazar la invasión. ¿Durante cuántas semanas sería Israel víctima de aquellos implacables agresores? ¿Durante cuánto tiempo se interrumpiría la obra, se desorganizarían los trabajos? Los hombres no habían conseguido poner trabas a la acción del maestro de obras. Los insectos amenazaban con lograrlo.

La reina Nagsara, que descansaba en su jardín, se refugió en sus aposentos. Durante los banquetes celebrados en el palacio de Tanis, los narradores habían evocado el año de las langostas. No había más escapatoria que refugiarse en las casas y obstruir herméticamente las aberturas.

Salomón, desde lo alto del palacio de David dominado por la roca, enrolló el papiro en el que estaba escribiendo un himno a la sabiduría. ¿Era la horrible nube de insectos un castigo enviado por Dios o una maldición del diablo? ¿Condenaba Yahvé el deseo del rey? ¿El poder de las tinieblas intentaba aniquilarle? Salomón disponía de un medio para saberlo: interrogar a Nagsara.

No le quedaba tiempo. Todo el pueblo comenzaba a enloquecer de terror. Haría a Salomón responsable del cataclismo. El rey tendría que responder ante Dios y ante sus súbditos. El sumo sacerdote le acusaría de haber provocado la cólera de lo alto mancillando con un edificio impío la eminencia que los precedentes soberanos habían respetado.

Nagsara se inclinó ante su señor. Con sólo verle se sentía inmensamente feliz. Los negros ojos de la egipcia brillaron con su ardiente juventud. Salomón se mostró tierno, pero no ocultó que necesitaba los talentos de la hechicera.

Nagsara no se negó. Consultó la llama una vez más, entregándole algunos meses de su existencia. Pero nada era tan maravilloso como satisfacer a Salomón.

La respuesta de lo invisible fue clara. Salomón estrechó largo rato a Nagsara entre sus brazos. Con su calidez, devolvió la energía al agotado cuerpo de su esposa. Cuando concilio el sueño, el rey utilizó su rubí. La piedra mágica le permitía escuchar la voz de los elementos. Uno de ellos era, pues, lo bastante poderoso como para luchar contra los insectos.

Las campiñas de Judea y de Samaria habían sido abandonadas. En las plazas de las aldeas no había alma viviente. La propia Jerusalén estaba invadida por racimos de langostas que roían los escasos jardines. Salomón oraba desde la víspera. ¿Podría su plegaria llegar al cielo, atravesaría el escudo de insectos que ocultaba el sol?

Cuando el viento nació, levantando nubes de polvo en la obra, Hiram esperó y se angustió al mismo tiempo. ¿El remedio del rey de Israel no sería peor que la enfermedad? Aquel soplo violento, ardiente, era el temible khamsin.*

La temperatura se hizo pronto insoportable. Pero el khamsin expulsó hacia el norte las nubes de langostas. La noche siguiente a su partida fue glacial. Muchos obreros cayeron enfermos. El agotamiento abrumó a quienes no sufrían de anginas o pleuresía. Hiram les hizo tomar miel y distribuyó mantas. Al alba regresó la canícula, sometiendo a los organismos a una dura prueba. Un aprendiz, cuyo pecho era desgarrado por los accesos de tos, parecía incluso a las puertas de la muerte. El maestro de obras, pese a su robusta constitución, comenzaba también a sentir los primeros asaltos del cansancio. Se obligaba a caminar de tienda en tienda, a alentar a los obreros. El temor aparecía en sus pensamientos. ¿No surgía, de aquel tormento, el espectro de una epidemia?

Mientras Hiram hablaba con un capataz, intentando aligerar el programa de trabajo para las próximas semanas, unos gritos de alegría llegaron a sus oídos. ¿Qué incongruente acontecimiento, en tan tristes momentos, las provocaban? Hiram se dirigió a la entrada del campamento. Inválidos o sanos, los obreros y jornaleros aclamaban a Salomón. Con su larga túnica púrpura de flecos dorados, el soberano imponía respeto.

El maestro de obras apartó a los celadores del rey para ponerse frente a él.

–El viento nos ha traído la enfermedad, Majestad. Es imprudente entrar en la obra.

–El khamsin alejó a las langostas. Los campos se han salvado. Habrá alimento para todos.

–¿Quién tendrá todavía fuerzas para trabajar? ¿El que ha hecho soplar ese viento destructor es consciente de las consecuencias de su acto?

–Sólo Dios domina los elementos -recordó Salomón-. ¿Lo dudáis acaso?

Hiram no respondió a la ironía de Salomón, aunque estuviera convencido de la intervención mágica del soberano.

–No os expongáis más -recomendó el arquitecto.

–He venido a curar. ¿Quién conoce, mejor que yo, los demonios que corroen las sienes, desgarran los cráneos, inflaman los ojos, torturan los oídos, roen las entrañas, apagan los corazones, destrozan los riñones o rompen las piernas? Los reyes aprenden a luchar contra los calambres, los abscesos, los dolores, las fiebres y las lepras. Que me traigan a los que sufren.

No aguardaron la autorización del maestro de obras para obedecer las órdenes de Salomón. Pronto se organizó una hilera de pacientes. Los que peor se encontraban eran llevados en brazos por sus camaradas. Salomón impuso su sello en la nuca de cada uno de ellos.

Mientras curaba, de la tierra brotaban gemidos y lamentos, los demonios expulsados por el rey parecían desaparecer en las profundidades, abrumados por los sufrimientos que habían provocado. Salomón trabajó hasta que aparecieron las estrellas.

Un sueño apaciguador reinaba en las tiendas.

El soberano de Israel y el arquitecto permanecían frente a frente. Como el faraón de Egipto, Salomón se había mostrado capaz de aliviar los males y practicar el arte del taumaturgo.

–Hermosa victoria, Majestad, pero peligrosa empresa.

–En absoluto, maestre Hiram. ¿Por qué no utilizar lo que recibí de mis padres? Los que se han beneficiado de la imposición de mi sello no conocerán el sufrimiento ni la muerte mientras dure la construcción del santuario de Yahvé. Los peligros han sido conjurados. Trabajad en paz.

–Habéis disminuido mi autoridad. Yo debía ocuparme de esos hombres.


* Viento del desierto que, en los peores períodos, produce tempestades de arena.

–Vos sois constructor, no sanador. Sería vanidad creer que podéis llevar a cabo, solo, la obra. Vuestro dominio de las técnicas y el arte del Trazo, es total. Una vez más, olvidáis a los hombres. No todos son capaces de igualaros, ni siquiera de secundaros. Vuestro ardor es excesivo. Os odian tanto como os admiran. Éste es vuestro destino, y no intentáis modificarlo.

–Sólo los reyes gozan de ese poder.

–Es cierto -reconoció Salomón-. ¿No os he probado ya que contabais con mi ayuda? Será más eficaz todavía, si lo deseáis.

Sólo deseaba un rápido regreso a Egipto, a la tierra de sus antepasados. Si había un ser incapaz de ayudarle, ése era Salomón.

–Sólo os pido, Majestad, el gobierno de la obra de la que soy responsable. Lo demás no me concierne.

–No sois un dios. Os acechan la enfermedad y el sufrimiento. Si os debilitáis, el templo corre peligro. ¿Por qué no aceptáis la imposición de mi sello y os protegéis así del asalto de las fuerzas del mal?

Las estrellas brillaban. Cuando los insectos habían partido, para sembrar a lo lejos la desolación, el cielo había recuperado su pureza y su anchura. En el silencio de la noche cantaba una tibia brisa.

–Seguid vuestro camino, Majestad; yo seguiré el mío.

–¿Y no se reúnen?

–Se cruzan durante los años en que esta obra permanezca. Luego, se separarán.

–En Egipto, el faraón otorga a sus íntimos la vida, la salud y la fuerza. Lo mismo ocurre conmigo. ¿Por qué rechazáis esos dones?

–No soy uno de vuestros súbditos, sino un nómada que cumplirá su palabra. En cuanto el edificio esté concluido, se habrá cumplido y partiré. No quiero deberos nada. Gobernad vuestro país. Yo reino en mi obra.

Salomón no insistió. Había debilitado al arquitecto sin conseguir someterlo.

–No olvidéis que vuestra obra forma parte de mi reino.

–No olvidéis a los hombres, Majestad. Aprendices, compañeros y maestros dependen de una sola autoridad: la mía. Sin esta jerarquía, el templo no verá la luz.


34


Para facilitar el paso de carretas y narrias cargadas de piedras talladas, Hiram había hecho destruir unas vetustas casas, ampliar calles demasiado estrechas. Rompiendo el dédalo de la ciudad alta, había creado una vasta perspectiva que daba al palacio de Salomón, dominando la antigua ciudad de David.


Cuando los trabajos estuvieron lo bastante adelantados, el maestro de obras condujo al rey y la reina de Israel al paraje. La austera roca había cambiado mucho. Un tramo de peldaño conducía a una explanada. En el ángulo norte se erguían los muros del futuro tesoro, en el ángulo oriental los de las salas del trono y del juicio. Era preciso flanquear los muros de esta última para descubrir el palacio, cuyas numerosas estancias se levantaban en torno a un patio interior al aire libre. Los soberanos contemplaron los enormes cimientos y los bloques de cinco metros de altura, pulidos como mármol. Nagsara pasó la mano por las piedras, las consideró tan perfectas como el granito trabajado por los escultores egipcios. Hiram y sus artesanos habían realizado un auténtico prodigio, uniendo solidez y finura. Los apartamentos del monarca y de su esposa, casi terminados, estaban ya adornados con madera. Las vigas de cedro de los techos se elevaban a más de seis metros, dando una impresión de grandeza. Según la tradición, Hiram había separado la alcoba del rey de la de la reina, así como sus anexos, cuartos de baño, retretes, despachos, recibidores, vestíbulos. La pared norte del palacio le pareció a Salomón mucho más gruesa que las demás. El maestro de obras le explicó que sería medianera con el templo. En el centro abriría una puerta que comunicaría la casa del rey y la de Dios.

Salomón permaneció frío y reservado. No quería manifestar el inmenso orgullo que le dominaba Jamás un rey de Israel había vivido en palacio mas espléndido, al que se añadirían salas para banquetes y conciertos, los aposentos de las concubinas, funcionarios, servidores y guardias Hiram había concebido un dispositivo tan armonioso como confortable

–Viviremos aquí a partir del mes que viene -decidió Salomón

–Los ruidos de las obras -objeto Nagsara

–Serán agradables a nuestros oídos No habrá ya otra morada para el rey de Israel Que el maestro de obras apresure la conclusión de las estancias principales

Hiram, sonriente, se inclinó

Los deseos de Salomón se vieron satisfechos Los compañeros trabajaron sin descanso en el interior del palacio, bajo la atenta vigilancia de Hiram Los maestros encuadraban a los aprendices, compañeros y jornaleros, tanto en Eziongeber como en Jerusalén, tanto en las forjas como en las canteras, para que prosiguiera la producción de útiles, especialmente cinceles de cobre que se gastaban muy deprisa y piedras talladas de acuerdo con las instrucciones del maestro de obras, antes de ser numeradas y colocadas en los almacenes Jeroboam organizaba el trabajo forzoso sin rezongar Aunque sus relaciones con los maestros fueran distantes, atendía sus peticiones

Los carpinteros de Hiram habían fabricado un admirable mobiliario para la pareja real Lechos, tronos, sillas, mesas, cofres de cedro, olivo o acacia, la mayoría recubiertos de láminas de oro Pedestales de bronce aguantaban antorchas de distinto tamaño, destinadas a dar una luz más o menos intensa según el lugar que iluminaban La circulación de aire se lograba gracias a una ingeniosa distribución de las ventanas, fáciles de ocultar durante los períodos fríos

Pese a la insistencia del mayordomo de palacio, encargado del protocolo, Salomón no aceptó inauguración oficial alguna antes de la consagración del templo En tres años, maestre Hiram había conseguido lo más fácil edificar la residencia real Una etapa brillante, ciertamente, aunque muy alejada de la meta

Cuándo la reina ocupó por primera vez el ala que le habían reservado, el rey aceptó su invitación a cenar La joven, que entraba en su vigésimo año, se había vestido a la egipcia túnica de lino transparente con tirantes, que dejaba los pechos al descubierto, pectoral de oro, cornalina y lapislázuli, brazaletes de oro en muñecas y tobillos Los cabellos habían sido trenzados y perfumados, le habían enrojecido los labios y ennegrecido las cejas ¡Qué seductora era aquella extranjera cuya pasión se revelaba en cada mirada! ¡Cómo se ofrecía en cada uno de sus graciosos gestos, en su febril aliento!

Salomón desdeñó la cena La desnudó con lentitud y le hizo el amor con tanto fervor y ternura que la joven vibró con todo su ser, como una lira bajo los dedos de un músico inspirado

Cuando Nagsara se durmió, ahíta de goce, Salomón la contempló. Desnuda, abandonada, era pura armonía pese a la extraña marca que adornaba su pecho, aquellas letras del más alla que formaban el nombre de Hiram


Salomón sintió en la boca un gusto a cenizas

No podía mentirse a sí mismo

Ya no amaba a Nagsara

Hiram respondió con reticencia al mensaje de la reina rogándole que fuera a examinar su sala de recepción Enfrentándose con dificultades de transporte de los materiales provenientes de las canteras, al arquitecto no le interesaba escuchar los caprichos de una soberana En cuanto el arquitecto llegó, ésta se quejó de la mala calidad de algunas maderas y de una silla de tijera mal terminada Enojado, Hiram realizó sin embargo un atento examen

–¿Os estáis burlando de mí, Majestad9 No veo defecto alguno

–¿Y vos, maestre Hiram, por qué mentís9

Un helado furor encendió la mirada del acusado

–No permitiré que nadie me injurie de este modo Vuestro rango no os autoriza a ser injusta

–Si sois tan inocente como pretendéis, explicadme por qué el plano de este palacio se parece tanto al de Tanis, por qué las técnicas empleadas son tan parecidas a las de los arquitectos egipcios, por qué, en estos muros, me siento de regreso a mi país

Hiram aguantó la mirada de Nagsara, pero permaneció mudo

–Me habéis salvado dos veces la vida e ignoro quién sois Afirmáis que nacisteis en Tiro Lo dudo Habéis vivido en Egipto En vos, todo me recuerda el comportamiento de los arquitectos de mi padre, aquellos hombres de alta frente, severo aspecto que, a veces, parecen estar tan lejos de este mundo Confesad, os lo ordeno

Hiram se cruzó de brazos

–Por fin comprendo por qué vuestro nombre esta grabado en mi carne Pertenecemos a la misma raza, nacimos en la misma tierra Sois un exiliado, como yo. Los dioses me ordenan que me acerque a vos, como si fuerais la clave de mi felicidad Pero amo a Salomón Sólo él es mi vida Quiero destruir esta inscripción que une nuestros destinos, maestre Hiram La odio y os detesto Sólo queda una solución para borrar el maleficio que impide a Salomón sentir por mí una creciente pasión vuestra marcha Salid de Israel El palacio está terminado Habéis cumplido vuestro contrato En cuanto estéis lejos de aquí, vuestro nombre desaparecerá de mi pecho Mi piel se verá purificada Sois el genio maligno que destruye mi alegría Marchaos, os lo suplico Marchaos y callaré lo que he descubierto

–No temo nada de lo que podáis divulgar -declaró el arquitecto-. Vuestra imaginación está enferma Juré construir un templo y cumpliré mi palabra Luego, me marcharé


–¿Cuánto tiempo falta todavía.?

–Varios años

–¡Es imposible! ¡E1 maleficio habrá matado el amor de Salomón!

Nagsara se arrojó a los pies de Hiram

–Os lo suplico, no me hagáis sufrir más Regresad a vuestro país

Hiram levantó a la reina

–La palabra dada se cumple, Majestad

–No me comprendéis Esta marca, vuestro nombre ¡No puedo soportarlo ya!

El arquitecto volvió la espalda a Nagsara No la vio enarbolar un puñal y lanzarse sobre él, pero advirtió el peligro como una bestia salvaje

Con el antebrazo, detuvo el ataque y desvió la trayectoria del arma Nagsara soltó el puñal y retrocedió vanos pasos

–Salid de Jerusalén u os mataré -prometió

Un viento invernal barría la roca desde hacía vanos días y varias noches Sin embargo, la pareja real permaneció en su nuevo palacio, decorado ahora con azulejos. Los braseros proporcionaban una suave calidez

Violentas lluvias sucedieron al viento Provocaron corrimientos de tierra que sorprendieron a los ganaderos, acostumbrados a permitir que sus rebaños pacieran en la cima de las colinas Torrentes y uadis se llenaron de furiosas aguas que corrían por las pendientes

Una crecida anegó el campamento de tiendas de los obreros que residían en Jerusalén, otra las fundiciones junto al Jordán Algunos hombres se ahogaron. Entre los empleados en el trabajo forzoso, se contó un centenar de víctimas. Jeroboam se declaró incapaz de luchar contra la catástrofe Hizo a Hiram responsable de ella El maestro de obras no lo eludió. Organizó los socorros ayudado por Salomón

Útiles y piedras talladas habían sufrido daños La principal cantera, inundada, sería inutilizable durante vanas semanas Los caminos de tierra, inundados por las aguas, impedían circular a los vehículos Algunas regiones se hacían inaccesibles

Sadoq y los sacerdotes profetizaban el fin de los trabajos El pueblo comenzaba a murmurar contra maestre Hiram El entusiasmo de los primeros años se debilitaba El templo se convertía en un objetivo utópico. La roca era ahora ocupada por el palacio real. Salomón había afirmado su prestigio ¿Qué más querían?

Ayudado por los maestros, Hiram encendió unos fuegos de campamento a cuyo alrededor se reunieron los obreros La administración real procuró que no les faltara alimento ni ropa El rey y el maestro de obras unieron sus esfuerzos.

El verbo de Hiram fue un arma eficaz, con su ardor y su fuerza de convicción, persuadió a su cofradía de que la cantera no sería abandonada y de que el plan de obra se cumpliría hasta el final

Salomón hizo las mismas declaraciones ante el consejo de la Corona El pueblo supo que la voluntad del rey era inflexible

Cuando reapareció el sol, las aguas retrocedieron Prosiguió el trabajo Ninguno de los hebreos curados por la imposición del sello de Salomón había perecido La vuelta del buen tiempo se atribuyó a Salomón, cuya sabiduría había sido reconocida por Dios


35


El carácter de Hiram iba ensombreciéndose. No le importaba que la belleza del palacio sirviera a la gloria de Salomón y no a la suya. Pero la edificación del templo se hacía cada vez más difícil, prolongando por lo tanto la duración del exilio. Los hombres del trabajo forzoso se quejaban. Jeroboam se expresaba en su nombre: deploraba las míseras condiciones de existencia cuyo único responsable era Hiram. Para calmar la naciente cólera, Salomón se había visto obligado a aumentar la paga, vaciando su tesoro con más rapidez de la esperada. Algunos aprendices habían accedido al grado de compañero. Pero ningún compañero había llegado a maestro. Los nueve elegidos de Hiram formaban el núcleo de la cofradía y permanecían mudos sobre los secretos que detentaban. Respondían al unísono, a los compañeros que solicitaban un ascenso y mejor salario, que no tenían poder de decisión. Sólo Hiram, si lo consideraba oportuno, podía elevar un compañero al magisterio. Un aprendiz impaciente, que se había permitido insultar al maestro de obras, fue devuelto a su aldea. La sanción se consideró severa, pero nadie la discutió.


Hiram se permitía sólo un placer: largos paseos por la campiña con su perro, algunas horas por semana. Olvidaba las preocupaciones cotidianas, soñaba en una libertad perdida, pensaba en los paisajes de Egipto. Comulgaba con el sol y el aire, creía aislarse de aquella labor en la que se escapaba su vida. Se permitía la ilusión de ser un viajero que partía hacia su tierra natal.

Aquella vez, al paseo le faltaba sabor, parecía una comida sin sal. La ejecución del plan de obra no satisfacía las exigencias del arquitecto. Los tiempos de descanso eran demasiado prolongados. Los obreros se relajaban. Pese a los alegres saltos de su perro y al esplendor de una naturaleza que despertaba a la primavera, Hiram no dejó de pensar en una nueva organización del trabajo. Mañana doblaría los equipos utilizando los efectivos del trabajo forzoso.

Caleb, como cada víspera de sabbat, limpió la sala subterránea donde se había instalado maestre Hiram. Había llenado de aceite las lámparas y depositado en una piedra un plato de habas, galletas e higos. La tradición obligaba, el día del reposo sagrado, a no cocinar y comer frío.

–¿Otra vez sabbat? – protestó Hiram, que acababa de tomar un baño.

Al día siguiente, estaría prohibido lavarse.

–Es nuestra tradición más sagrada -indicó el cojo-. La hemos observado de generación en generación. ¿Acaso el propio Dios no descansó el séptimo día, tras haber terminado la creación?

–Yo no he terminado la mía. Estos días perdidos afectan mi plan de trabajo.

Caleb consideró inadmisible la actitud del maestro de obras.

–¡Tenemos que recuperar el aliento! ¿Olvidáis que el primer hombre nació a comienzos del primer sabbat, ignoráis que nuestro pueblo consiguió salir de Egipto el día del sabbat? No respetarlo sería una falta muy grave. Príncipe, no estaréis pensando en…

–Barre, Caleb.


Unos carpinteros, ayudados por algunos jornaleros, depositaron en tierra un gigantesco tronco de árbol. Comenzó enseguida el desramado. Hiram dio órdenes secas e imprecisas. Sólo quedaba algo más de una hora antes de que comenzara el sabbat. Hiram observaba el cielo. Aguardaba con impaciencia el momento en que los hombres quedarían liberados del trabajo. Cuando las tres primeras estrellas aparecieron en el crepúsculo, el sabbat comenzó a brillar. Sonó por primera vez la trompeta, indicando a los trabajadores que dejaran su actividad. Los jornaleros se plegaron enseguida a la costumbre. Cuando resonó el segundo toque, los comerciantes cerraron sus tiendas. Al tercero, se encendió una lámpara ante cada morada, símbolo de la presencia divina que se manifestaba en el reposo de las almas. Cenarían dentro de poco. En el menú figuraban vino y sustancias aromáticas, todo ello tres veces bendecido.

Uno de los compañeros carpinteros, de acuerdo con la regla promulgada con maestre Hiram, recogió las ramas cortadas. Al finalizar el trabajo, la obra debía estar limpia.

Furioso, Jeroboam tomó una piedra y la arrojó a la cabeza del compañero. Éste se derrumbó. Su sangre enrojeció la tierra.

–¡Ha violado el sabbat! – aulló el gigante pelirrojo-. ¡Merecía la muerte!

Los obreros se interpusieron entre su jefe e Hiram.

En las familias se levantaban las plegarias de paz.


Salomón, pese a la insistencia de Hiram, no había aceptado reunir su tribunal. De acuerdo con numerosos testigos, la infeliz víctima había cometido un pecado tan grave que la cólera divina había caído enseguida sobre ella. Jeroboam sólo había sido el brazo de Yahvé. ¿Quién podía atreverse a castigarlo?

Frente al rey, el arquitecto no ocultó su cólera.

–Fiestas religiosas, descansos sagrados, ritos inflexibles… ¿Justifican para vos el asesinato de un inocente?

–Era culpable -repuso Salomón-. El sabbat es el momento sagrado en el que Dios prepara, con el reposo, una nueva creación del mundo. Es anterior a la ley de Israel y la justifica. Quien no la respeta, sabe a lo que se expone.

–Ese compañero obedecía la regla de la obra.

–No puede ser contraria a la de Israel. Vos sois el responsable de esta tragedia, Hiram.

El arquitecto caminaba por las avenidas desiertas a orillas del Jordán. Los ojos estaban fríos, apagados desde hacía una semana. El trabajo forzoso había sido suspendido. Los obreros, refugiados en las tiendas, jugaban a los dados. En la roca de Jerusalén había cesado la actividad de los constructores. El palacio real presidía, soberbio y huraño.

La acusación hecha por Jeroboam había sido anotada por el secretario Elihap y desembocaría en un proceso. ¿No había maestre Hiram, según los fieles creyentes, despreciado el sabbat, pisoteado los galones más altos de Israel? ¿No era más culpable que el compañero lapidado?

El sumo sacerdote había apoyado la queja de Jeroboam, de modo que Salomón se vio obligado a presidir un tribunal de justicia. ¿Cómo dudar del resultado? Hiram había cerrado las obras. Había anunciado a los maestros que su empresa iba directa al fracaso. Si el maestro de obras era condenado, ni aprendiz ni compañero alguno aceptaría otra autoridad. Pero el arquitecto exigía que ninguna revuelta turbara el orden impuesto por Salomón.

Con la entrada de la alcoba subterránea custodiada por Caleb y Anup, y la del taller del Trazo por los maestros, Hiram se había retirado a la soledad de aquellos lugares que había aprendido a amar, aquellos lugares animados antaño por gritos, cantos y palabras de aliento. El vacío le sentaba mal.

Sólo la voz de los instrumentos los hacía hermosos. Sin ella, sólo quedaban las huellas del sufrimiento de los hombres, de sus esfuerzos hacia la perfección.

Hiram no aceptaba que la suerte le contrariara. Un maestro salido de la Casa de la Vida se hacía indigno de su cargo si renunciaba a la Obra. Fueran cuales fuesen las circunstancias y los obstáculos, sólo se culpaba a sí mismo.

Había sido estúpido, incapaz de desmontar las artimañas de Salomón que, una vez concluido el palacio, había encontrado el medio de desembarazarse de un arquitecto molesto.

Cambiar su destino… Sí, un adepto egipcio, iniciado en los misterios, podía hacerlo. Utilizaba aquella forma inmortal del espíritu sobre la que ningún acontecimiento tenía poder. Orientaría de otro modo el espejo de su ser y los rayos del sol lo golpearían desde otro ángulo. Así se modificaba el curso de una existencia. Pero Hiram no abandonaría el camino que se había trazado ante él y a su pesar. Más allá de la orden del faraón y de la voluntad de Salomón, estaba el desafío que el propio Hiram se había lanzado. Le habría gustado ver nacer aquel templo para encarnar en él la sabiduría que le había sido transmitida y dar pruebas de su arte en el corazón de la enfermedad.

Y ahora el rito del sabbat y la intervención de rencorosos personajes le reducía a la impotencia, al silencio definitivo incluso. Al menos, no tendrían la satisfacción de verle huir.

Hiram se preparaba para comparecer ante el tribunal de Salomón cuando Caleb, alegre, le entregó un cordero.

–¡Mirad, príncipe!, todavía está caliente… Acaba de morir. Dios nos lo ofrece. Tendríamos que marcarlo con tinta roja, en un lugar poco visible.

–Pero ¿por qué?

–¡Os digo que es un don del cielo! Mareadlo, yo me encargaré del resto. Limitaos a seguir vivo.

Caleb se negó a explicarse. Cumplido su deseo, corrió hacia un destino que sólo él conocía, estrechando en sus brazos el despojo como si se tratara de un inestimable tesoro.

Salomón celebraba audiencia en el antiguo palacio de David. Recibir a Hiram en el nuevo pórtico del juicio era imposible. En realidad, el lugar sólo existiría tras la inauguración del templo.

El templo… ¿Quién lo construiría tras la condena del arquitecto? ¿Cómo se comportaría la cofradía que le había dado su confianza? Pero Hiram había transgredido la ley. Salomón no podía absolverle sin renegar del orden sagrado que daba vida a Israel. ¿No ocurría lo mismo en el país de la sabiduría, en aquel Egipto donde la ley divina, Maat, era la base intangible de la civilización?

El rey estaba obligado a juzgar y castigar a un maestro de obras excepcional sin el que el santuario de Yahvé nunca pasaría de ser un proyecto. La regla de vida que debía preservar le obligaba a destruir la obra que daba sentido a su reinado. Prisionero de su propio trono, implacable adversario de quien debiera ser su amigo, Salomón se sentía abandonado por la sabiduría. ¿En qué desierto, en qué inaccesible barranco se había refugiado? ¿Por qué huía de él? ¿No estaría alejándose, segundo a segundo, de Jerusalén para ir a la tierra de los faraones?

El sumo sacerdote estaba a punto de vencer al rey. Eliminado Hiram, Salomón se refugiaría en su palacio de la roca, creyendo dominar a un pueblo del que se separaría cada vez más.

Junto al trono, Sadoq. Vestido ritualmente, el sumo sacerdote mostraba ostensiblemente el rollo de la ley. Recordaba la importancia del sabbat. En nombre del respeto a la religión, exigiría la lapidación de Hiram, culpable de sacrilegio y de subversión. Salomón no podría mostrar clemencia alguna. El arquitecto pagaría con su vida la muerte de un compañero que había cometido el error de obedecer sus órdenes.

Sadoq había convocado a los dignatarios civiles y religiosos que componían una numerosa concurrencia, animado por el deseo de venganza contra un maestro de obras extranjero que no había cesado de desdeñarle. Ninguna sabiduría ayudaría a su real protector.

Hiram se dirigió a la sala del juicio. No pensaba en un resultado que conocía de antemano, sino en el compañero ejecutado ante sus ojos.

El maestro de obras llevaba un vestido blanco. En el pecho, un pectoral de oro. En su mano derecha, el bastón que simbolizaba su autoridad en la cofradía.

El mayordomo de palacio, con la llave al hombro, introdujo al acusado en el tribunal.

En cuanto apareció Hiram, unos suspiros de asombro brotaron de todos los pechos. Sadoq cambió de rostro. Pálido, con los labios prietos, comprendió que el arquitecto gozaba de una gracia sobrenatural. Como él, todos los presentes veían materializarse en la persona de Hiram al constructor de los orígenes anunciado por la Tradición.*

* Figura mítica conocida en toda la tradición del Próximo Oriente. De origen egipcio, fue evocada por el profeta Ezequiel.

Salomón, radiante, supo que la sabiduría no le había abandonado.

–Mirad bien a ese arquitecto -ordenó-. Nadie puede juzgarle. Él lleva el bastón con el que el constructor llegado del cielo midió el futuro templo. Maestre Hiram ejecuta la palabra de Yahvé. Detenta el instrumento de su creación.

Llenando el umbral con su presencia, el arquitecto blandió el bastón profético. Todos se inclinaron, salvo Salomón.


36


Salomón volvió a leer los informes de Elihap, llenos de columnas de cifras. Las sumas no mentían. Los cofres se vaciaban con mayor rapidez de la prevista. En menos de un año, el tesoro real se habría agotado y el templo estaría muy lejos de haberse terminado. ¿No se rebelaría el pueblo, si lo supiera? Era preciso yugular a quien no dejaría de dividir al país y revitalizaría las antiguas facciones. La ocasión que se le ofrecía era un regalo de Dios. De ese modo, Salomón se dirigió a la capilla donde el sumo sacerdote acababa de celebrar el oficio matinal. Sadoq se sorprendió. Nunca el rey le había hecho semejante visita. ¿Comprendía por fin que la soberanía no podía ejercerse sin compartirla y que debía prestar acatamiento al clero?


El monarca se sentó en un banco de piedra. Sadoq se sentó a su derecha.

–¿Conoces los deberes de un sumo sacerdote, Sadoq?

–Naturalmente, Majestad.

–Por lo tanto, no te has casado con una viuda.

–¡Claro que no!

–¿Ni con una divorciada?

–Majestad…

–¿Ni con una antigua prostituta?

–Majestad, bien sabéis que soy viudo y que no he vuelto a tomar mujer.

–Muy bien, Sadoq. Tampoco has recortado las puntas de tu barba.

–¡Dios me libre! Sería una falta imperdonable.

–Igual que beber vino antes de los oficios.

Sadoq se sintió inquieto.


–¿Habéis venido a hablarme de las prescripciones rituales concernientes a mi función?

–De una de ellas en especial. ¿Ignoras que te está prohibido comer una bestia muerta que no haya sido abatida por el cuchillo del sacrificador?

–Ésa sería una culpable ignorancia.

–Ayer consumiste un cordero impuro.

–¡Es imposible, Majestad!

–Tengo una prueba y un testigo -afirmó Salomón-. Has sido imprudente.

El rey no citó a Caleb el cojo, que había tendido una trampa al sumo sacerdote tras haber informado a Salomón.

Sadoq inclinó la cabeza. El monarca no acusaba a la ligera. El sumo sacerdote podía ser destituido del modo más infamante. La reputación de su linaje quedaría mancillada para siempre.

–Pero acepto ser indulgente -dijo Salomón-. Siempre que te encierres en esta capilla y no pronuncies ya ni una sola palabra contra maestre Hiram. Deja de oponerte a la construcción del templo.

En la roca, maestros y compañeros habían vuelto al trabajo, guiados por el plano de la obra desenrollado en el suelo de un nuevo taller construido para albergarlo. Los maestros descifraban las cotas inscritas por maestre Hiram que, cada mañana, revelaba las proporciones que permitían pasar del plano al volumen, de la abstracción a la realidad.

Cuando el arquitecto abandonó definitivamente la sala subterránea para instalarse en la obra y dormir junto al plano, Salomón lo convocó a palacio.

Jóvenes sirvientas de esbelto cuerpo ofrecieron copas de vino fresco y deliciosos dátiles.

El arquitecto se negó a sentarse.

–No es momento para recepciones, Majestad. Voy muy retrasado.

–Y podéis retrasaros más si os negáis a escucharme.

–¿Nuevos obstáculos?

–El templo es una obra inmensa. La economía de Israel está a su servicio. El esfuerzo que el pueblo ha aceptado se adecua a la empresa y a su esperanza. Sin embargo…

–Sin embargo, los meses pasan deprisa y el tesoro real está agotándose -dijo Hiram.

Salomón había contado con la perspicacia del arquitecto. De su decisión dependería el porvenir del santuario.

–Un rey no puede rebajarse a pedir ayuda a un servidor -prosiguió el maestre-. Sobre todo un rey con reputación de ser un sabio. Apuntasteis muy alto, Majestad. Israel no era lo bastante rico como para transformar esa roca en morada de Dios.

Salomón sintió deseos de matar a Hiram, de acallar su orgullo y su arrogancia. El soberano no iría más lejos por el camino de la humillación.

–Sólo me gusta la grandeza -confió Hiram-. Vuestra aventura se ha hecho mía. Recurriré una vez más al Primer Ministro de la reina de Saba. Que los campos de Israel produzcan mucho trigo y, de nuevo, obtendréis oro.

Cuando el oro de Saba llegó al puerto de Eziongeber, marinos, soldados y descargadores corearon el nombre de Salomón.

¿Acaso no había obtenido los favores de la reina de inagotables tesoros? ¿No la había convencido de que tratara a Israel como un aliado privilegiado? Muchos soberanos habían fracasado. El éxito de Salomón se debía a la sabiduría, siempre presente a su lado. ¿No inspiraba su pensamiento, no le dictaba su conducta?

Maestre Hiram silenciaba su intervención, dejando la gloria a Salomón.

La nueva deuda contraída por el rey de Israel le ponía de mal humor. El maestro de obras no cedía ni una pulgada de terreno. Sin embargo, habría podido obtener más evidente ventaja del prestigio que se le reconocía. Los sacerdotes habían abandonado sus ataques. El pueblo le temía. Algunos altos funcionarios deseaban que se le atribuyera el título de intendente general. Pero Hiram no aparecía en palacio. Permanecía encerrado en las obras del templo.

Aquella actitud intrigaba a Salomón. No creía que al arquitecto le fueran indiferentes los asuntos humanos. A la cabeza de una severa jerarquía, rodeado de un gobierno de maestros que proclamaban su absoluta fidelidad, Hiram tenía un lugar cada vez más relevante en el corazón del Estado hebreo.

¿No sería por voluntad del maestro de obras que la construcción del templo fuera tan lenta y los trabajos sufrieran las trabas del retraso? ¿No habría Hiram elegido convertir su saber de constructor en un creciente poder que pronto le haría aparecer como el indispensable consejero de Salomón?

La llegada de Nagsara no tranquilizó al rey. Desde hacía más de un mes no había hablado con ella. Obtenía con sus concubinas, dóciles y silenciosas, el placer que necesitaba.

La joven reina, de temperamento celoso y exclusivo, no toleraría más aquella situación. Escuchar sus recriminaciones le parecería a Salomón inaguantable. ¿Le obligaría a repudiarla? Nagsara sonreía, floreciente. Se acurrucó a los pies del rey, abrazando tiernamente sus piernas.

–Mi amor es inmenso como el mar, mi deseo de haceros feliz inagotable como las olas -afirmó-. Estoy en condiciones de daros la felicidad que esperáis de mí.

–Queréis decir que…

–¡Mi vientre lleva un hijo vuestro, oh amado mío!

Salomón levantó a la reina y la tomó en sus brazos. Los hijos nacidos de las concubinas sólo serían príncipes sin papel dinástico. El hijo de la reina de Israel sería su sucesor legítimo, el hijo concebido por el rey de Israel y una hija del faraón. Gracias a él, la política de paz sería duradera. Salomón transmitiría a aquel niño su experiencia, su visión y su magia. Le enseñaría a reinar, le instalaría en un trono sólido, ilustre y próspero, le trazaría el camino de un imperio luminoso.

Un imperio en el que dos países hermanos. Israel y Egipto, se repartirían el mundo. El templo era necesario, más que nunca. Así, el nombre de Salomón y el de su hijo resplandecerían por los siglos de los siglos.

Hiram trabajaba con los maestros hasta muy tarde. El edificio iba tomando cuerpo en las imaginaciones. Sus proporciones vivían ya en manos de los artesanos. La exaltación dominaba los corazones. El maestro de obras la calmaba. Excluía la precipitación que llevaría a una construcción viciada, exigía lentitud y prudencia. Insistía en el menor detalle, rectificaba proyectos que parecían perfectos.

Cuando los ojos de los agotados maestros se cerraban, les despedía. Mientras Caleb limpiaba el taller, el arquitecto se sentaba en el extremo de la roca. Con el perro acurrucado a su lado, meditaba en el silencio de la noche.

¿Por qué había ayudado a Salomón? Si la financiación del templo se hubiera interrumpido, Hiram habría salido de Israel y regresado a Egipto. Pero se había enamorado de su obra. El santuario no sería de Yahvé, sino suyo propio.

Imprimiría en él la marca y el genio del antiguo Egipto, transcribiría en una forma nueva la eterna sabiduría.

Hiram había caído en sus propias redes. No servía a un hombre ni a un rey, sino a un ser de piedra al que ofrecía su ciencia y su vida.

La cofradía se mostraba obediente y eficaz. Pacientemente constituida a lo largo de los años, habría podido rivalizar con uno de aquellos poderosos cuerpos de Estado que creaba la Casa de la Vida para construir las mansiones de los dioses. Casi sin advertirlo, Hiram se había comportado como un arquitecto de Tanis o de Karnak a quien el faraón hubiera encargado llevar un programa de grandes obras. El faraón… ¿Por qué se le parecía tanto Salomón?


37


La parte norte del barrio bajo de la ciudad vieja era una madriguera de gente de paso, pequeños bandidos y traficantes. Respetando su propia ley, procuraban no violar la de Salomón. De este modo, la policía real evitaba las sórdidas callejas de nauseabundos hedores donde, de madrugada, yacía a veces algún cadáver que un discreto servicio de orden hacía desaparecer enseguida.


Salomón se había negado a demoler aquel mísero enclave. Prefería un absceso de fijación a una difusión de las fuerzas del mal por el conjunto de Jerusalén. Así los controlaba con el mínimo esfuerzo.

Elihap, su secretario, no estaba tan tranquilo. Con la cabeza cubierta por un velo marrón, vistiendo una túnica polvorienta, había conseguido parecerse a los habituales de aquel lugar de mala fama. Gracias a las precisas informaciones que Jeroboam le había dado, encontró fácilmente la casa donde le aguardaba el jefe de los trabajos. Empujó una carcomida puerta y bajó por una escalera de gastados y enmohecidos peldaños. Llegó así a un sótano débilmente iluminado donde le recibió el gigante pelirrojo.

–Bienvenido, Elihap, no te equivocas concediéndome tu confianza.

–¿Por qué me has citado aquí?

–Actúo por orden de quien quiere salvar Israel.

Tomando una antorcha cuya humareda ennegrecía el húmedo techo del subterráneo, Jeroboam iluminó la esquina donde se hallaba un flaco personaje cuya barba no tenía los extremos recortados.

–Sumo sacerdote…, sois vos…

–No eres un amigo, Elihap -dijo Sadoq-. Aunque seas un egipcio, te has convertido en uno de los nuestros. Sé que no apruebas ya las decisiones del rey Salomón. Como nosotros, debes actuar y velar por la felicidad del pueblo que el rey está poniendo en peligro.

Elihap tenía miedo. Se encontraba mezclado, a su pesar, en una conspiración de la que se convertía en miembro forzoso. Jeroboam no le dejaría salir vivo de aquel sótano si se oponía a los designios del sumo sacerdote. El secretario se sentía culpable al traicionar a un rey que le había salvado de la desgracia y, luego, elevado a una envidiable dignidad. Pese al riesgo corrido, habría debido defenderle, demostrar a los facciosos que se equivocaban, convencerles de que permanecieran fieles a Salomón. Pero Elihap no tenía vocación de guerrero. Sólo tenía una vida. Su poderoso protector cedería fatalmente ante la adversidad y la creciente oposición a su política. ¿No debía el secretario preparar el porvenir, su porvenir? ¿No tenía razón Sadoq al intervenir en aquel turbulento período, cuando el monarca veía su poder disminuido por un maestro de obras extranjero? ¿No intentaba Hiram, también él, derribar el trono para imponer el reinado de su cofradía? No oponerse habría sido un acto criminal.

–Os apruebo -declaró Elihap.

El sumo sacerdote abrazó al secretario de Salomón, concediéndole así la más significativa prueba de amistad.

–Eres un hombre valeroso -dijo Salomón-. Contigo reconstruiremos Israel.

–¿Cuál es la propuesta de Banaias?

–El general es un ser simple. Sólo conoce el manejo de la espada. Nuestra acción debe permanecer secreta, nuestro rostro indescifrable. Ponerle demasiado pronto al corriente de nuestros proyectos sería un error. Pero está con nosotros de corazón y nos obedecerá cuando llegue el momento.

Jeroboam exultaba. Ante él se abría un glorioso camino. Mañana, sería rey de Israel y jefe de guerra. El viejo Banaias sería enviado a una residencia de provincia para terminar allí sus días, Sadoq recluido en la antigua capilla de David, Elihap condenado por alta traición y Jeroboam dispondría de un poder absoluto para crear el mayor ejército que Israel hubiera tenido nunca. Se apoderaría de Tiro y de Biblos, luego atacaría las fronteras del Delta egipcio, exterminaría a las tropas del faraón y entraría, victorioso, en la orgullosa ciudad de Tanis.

Gracias a Elihap, conocería el funcionamiento de la administración de Salomón como si él mismo dirigiera el Estado. Espiar al rey en su mismo palacio le impediría que pudieran cogerle desprevenido. Sólo un obstáculo a superar: Hiram y su cofradía.

–¿Cómo pensáis actuar? – preguntó Elihap.

–Nos mantendrás informados de las intenciones de Salomón -repuso Sadoq.

–Vigila sus relaciones con Hiram -añadió Jeroboam-. Queremos quebrar su nefasto entendimiento.

–Su entendimiento… -repitió el secretario, dubitativo-. ¿Es ésta la palabra adecuada? A veces tengo la sensación de que están unidos como hermanos de sangre y que nada romperá su amistad. Sin duda es sólo una ilusión. Salomón detesta a Hiram. Su fama le hace sombra. ¿Cómo se librará de él cuando el templo esté edificado? Pese a los rumores, que él mismo debe originar, todos sabemos que el maestro de obras no abandonará Jerusalén tras haber realizado su obra maestra. Su prestigio será entonces igual, al menos, que el de Salomón y deseará disfrutarlo.

–Por eso impediremos el nacimiento de ese inútil santuario -afirmó Sadoq-. Salomón nos lo agradecerá.

–Y nos odiará por haber arruinado el proyecto que debía coronar su reinado -objetó Elihap.

–El rey es un tirano y un loco -afirmó Jeroboam-. Ya no merece gobernar Israel.

–Impedir la construcción del templo… ¿Quién será capaz de hacerlo?

–Yo -repuso Jeroboam.

Los dos obreros se acercaron, inclinados, a la entrada de la obra. Sólo podían penetrar allí los miembros de la cofradía. Los cimientos del templo estaban terminándose e Hiram no admitía ya a ningún profano. Quienes participarían en la elevación del plano habían prestado juramento de fidelidad al maestro de obras y habían prometido guardar secreto sobre lo que vieran y oyeran. Su iniciación en los misterios del Trazo les permitiría manejar piedras con amor y colocarlas con rectitud en el edificio.

Hiram daba cuentas del regular proceso de la Obra, pero se negaba a revelar las técnicas utilizadas. Cada vez más sombrío, el arquitecto espaciaba sus breves entrevistas con el monarca. El trabajo le retenía permanentemente en la roca donde, tras las altas empalizadas, el santuario iba creciendo.

Los obreros se inmovilizaron. La puerta de la obra estaba vigilada por dos guardianes del umbral, uno en el interior y otro en el exterior. Llegar hasta aquí había sido fácil. Pagados por Jeroboam, los soldados que impedían tomar el camino que llevaba a la roca habían dejado pasar a los mensajeros del jefe del trabajo. El resto de la expedición sería menos fácil. ¿Hacían rondas los artesanos de Hiram? ¿Había centinelas apostados tras los grandes bloques amontonados junto a la entrada?

Observaron en el azul del crepúsculo. El guardián del umbral, sentado con las piernas encogidas y hecho un ovillo, parecía dormir. Sin detectar nada insólito, los enviados de Jeroboam se levantaron. Uno de ellos se dirigió al centinela. El otro, más retrasado, le había entregado una antorcha encendida en las brasas que contenía un recipiente para fuego.

Sorprendido por el fulgor, el guardián del umbral despertó.

–¿Quién eres, amigo?

–Un jornalero que pide ser admitido en la obra del templo.

–Sigue tu camino. Maestre Hiram ya no contrata a nadie.

–Me dijeron lo contrario.

–Te engañaron.

–He aquí una vanidosa cofradía… Quienes detentan secretos son cobardes o conspiradores.

–¡Vete o probarás mi bastón!

–¡Recibe pues tu castigo!

Con el extremo de la antorcha, que manejó como una espada, el jornalero inflamó las ropas del guardián del umbral. Mientras el infeliz pedía socorro y se revolcaba por el suelo aullando de dolor, los dos jornaleros huyeron corriendo.

El atentado había hecho mucho ruido. Con quemaduras graves, el guardián del umbral había sido curado en palacio por el propio Salomón. El magnetismo del rey, algunos bálsamos procedentes de Sais, la ciudad de los médicos egipcios, y unos emplastos de higos le sanaron. Pese a las investigaciones realizadas por el mayordomo de palacio y el secretario, los dos asesinos no habían podido ser hallados.

Hiram se había opuesto firmemente al establecimiento de un cordón de guardias armados alrededor de la obra. Pese a los riesgos que corrían, los miembros de la cofradía siguieron velando por su propia seguridad.

El rey promulgó un decreto anunciando la inmediata lapidación de quien atentara contra un maestro, un compañero o un aprendiz. Nadie podría llegar a la cima de la roca sin un salvoconducto, una tablilla de madera marcada con el sello de Salomón.

El pueblo murmuró. Todos estimaron que la dependencia del monarca con respecto a Hiram aumentaba de un modo inquietante. ¿No cedía el rey ante cualquier exigencia de su maestro de obras? ¿No se estaba convirtiendo en un juguete entre sus manos? De hecho, Salomón seguía recurriendo a su tesoro para financiar unos trabajos cada vez mas costosos. Hiram rechazaba las piedras que tenían algún defecto, por mínimo que fuera, dislocaba las columnas cuyo torneado no respetara las proporciones justas, derribaba los muros que no correspondían a lo que él había exigido.

Ante la desesperación del rey, actuaba como si dispusiera de toda la eternidad.

En una noche sin viento ni nubes, Hiram reunió a toda la cofradía. En silencio, los constructores observaban al maestro de obras. Con la ayuda de una varilla de cedro que tenía en un extremo un punto de mira, apuntó a la Polar. Su tendido brazo se convertía así en el codo de las estrellas. Los cimientos se impregnaban con la inalterable luz del norte. Tomando vida, las piedras no sufrirían los estragos del tiempo.

Aquella noche, el vino corrió a raudales en la obra. Los artesanos intercambiaron sus seguridades y sus esperanzas. Eran conscientes de participar en una grandiosa aventura. Sólo la voz de Hiram, tan cercana por la fraternidad y tan lejana por la ciencia, les daba una inagotable energía. A la mañana siguiente, olvidando jaqueca y sueño, todos siguieron disponiendo los bien regulados bloques de base y utilizando los taladros con broca de sílex para desbastar las piedras.

Los compañeros las alisaron con mazos de dolerita, procediendo al acabado con cinceles de cobre que golpeaban con martillos de madera. Las hojas, que se gastaban muy pronto, eran aguzadas de nuevo y, luego, los útiles eran reemplazados.

Una orden de Hiram interrumpió el canto de los cinceles. Los artesanos se reunieron a su alrededor. El maestro de obras subió a la más alta hilada del templo, que formaba un peldaño en relación con el zócalo. Tenía a sus pies varias vigas. Colocó una vertical y la sujetó con tres jambas de abeto. Luego, levantó una segunda viga y la fijó perpendicularmente a la primera, de modo que pivotara de arriba abajo. Levantó finalmente una tercera viga y la fijó. Anudó unas cuerdas. Dos maestros levantaron un bloque y lo suspendieron al extremo de la viga más cercana al eje. Los otros siete maestros tiraron de las cuerdas, formando un contrapeso que permitió al maestro de obras levantar, sin grandes esfuerzos, el bloque hasta la hilada superior, imaginaria todavía. Bastaría utilizar un madero suplementario, algunas palancas y calces para que las más pesadas piedras se deslizaran con toda seguridad y fueran colocadas en su lugar con gran precisión. Así, ante los admirados ojos de los miembros de su cofradía, Hiram acababa de revelarles una de las técnicas de levantamiento utilizadas por los constructores de las grandes pirámides de Egipto.


38


Hiram enrolló el papiro que contenía el plano del templo. Llevándolo en sus brazos, se dirigió al extremo de la roca, donde se levantaría el Santo de los santos. Luego, pegó fuego a las hojas cosidas unas a otras.


El arquitecto no necesitaba ya plano. Entre las llamas desaparecían las claves de las proporciones y las medidas que sólo subsistirían en su memoria. El edificio se había convertido en carne del maestro de obras, en su sustancia. No cometería error alguno al guiar a los maestros y compañeros en el desarrollo del diseño. En adelante, el templo hablaría a través de él. El deseo de crearlo abrasaba como una pasión insaciable. Para seguir viviendo, Hiram debía construir.

En la luz anaranjada que se levantaba hacia el cielo nocturno, el arquitecto distinguió otras llamas. Alguien, a lo lejos, había encendido otro fuego, insólita respuesta al sacrificio llevado a cabo por el maestro de obras. Hiram, intrigado, salió de la obra y siguió a lo largo del muro de palacio. Dominando la ciudad de David, la fuente de Gihón y el valle del Cedrón, descubrió el lugar de donde surgía una hoguera que desprendía un humo negro y nauseabundo. Cruzando la barrera establecida por los soldados de Salomón, Hiram caminó hasta el lindero de aquel valle profundo y aislado. Allí, agachados, estaban unos mendigos que no parecían incomodados por el hedor a carne quemada.

–No vayáis allí, señor -recomendó uno de ellos-. Es la Gehena, el vertedero de Jerusalén. Ni siquiera los miserables como nosotros se atreven a penetrar ahí.

–Antaño, se mataba a los inocentes para apaciguar la cólera de Moloch -añadió otro-. Hoy, tiran la basura y los cadáveres de animales. Los antiguos demonios siguen merodeando por ahí…

–Por la noche, los espectros devoran a quien se aventura por ese vertedero -precisó un tercero.

Los mendigos no bromeaban. Hiram tomó muy en serio su advertencia. Pero una fuerza irresistible le obligaba a explorar la Gehena. Pese a los lamentos de aquellos desgraciados, siguió avanzando.

Era, efectivamente, el infierno. Inmundos desechos y hedores agredían la vista y el olfato. El arquitecto saltó sobre montones de huesos. El fuego brillaba al fondo de aquel valle de desesperación cuyo horror rechazaba la presencia humana. Sin embargo, al pie de las llamas, con el rostro enrojecido, un hombre harapiento reía con demente carcajada.

–¡Impuro! – gritó al ver a Hiram-. Eres un impuro, sólo yo soy puro.

El loco tenía el rostro y las manos cubiertos de tatuajes que representaban a Moloch y otros demonios de ensangrentadas fauces.

–¡No sigas adelante! ¡No tienes derecho!

Por unos instantes, el fulgor iluminó una maciza forma cubierta de inmundicias. El arquitecto se acercó.

–¡Detente! ¡Sólo un ser puro puede tocar esta piedra!

Perdido en plena Gehena, un enorme bloque de granito rosado yacía en el suelo. Hiram pensó en las enseñanzas de su maestro. ¿No se trataba de la piedra caída del cielo, del tesoro ofrecido a los artesanos por el arquitecto de los hombres para que construyeran en ella el santuario de Dios?

El poseído se levantó. Bruscamente, su delirio se apaciguó.

–¡No toques este bloque, maestro de obras! Ninguna fuerza, ni de lo alto ni de abajo, podrá levantarla.

Hiram no atendió aquella orden. Cuando su mano entró en contacto con el granito perfectamente pulido, supo que aquella obra maestra procedía de Egipto. Sólo un adepto de la Casa de la Vida había podido hacer tan lisa aquella superficie negra y rosada.

–Olvídalo -le exhortó el poseído-. ¡Márchate, aléjate de aquí! ¡De lo contrario, tu obra será destruida!

El loco lanzó un aullido que llegó al cielo. De un salto, se arrojó al fuego. Sus harapos se inflamaron, sus cabellos se transformaron en una antorcha. Murió entre carcajadas.

Aterrado, Hiram sintió sin embargo una viva alegría. Acababa de descubrir la piedra angular del templo.

Después de que un centenar de hombres hubieron trazado un camino en las basuras de la Gehena y hubieran librado el bloque de su ganga de podredumbre, Hiram y los maestros intentaron en vano desplazarlo. Primero sería necesario cavar la tierra a gran profundidad y, luego, construir unos sólidos aparejos.

Salomón, acompañado por el general Banaias y su secretario Elihap, acudió a admirar la maravilla También él la tocó con respeto

–¿Cómo pensáis emplear este bloque?

–Como cimiento del Santo de los santos -repuso Hiram- Siempre que pueda manejarlo

Salomón se volvió hacia occidente, cerró su mano derecha sobre el rubí y levantó la cabeza al cielo

–Dónde los hombres fracasan, los elementos tienen éxito ¿Advertís el poderoso soplo que comienza, maestre Hiram?

Se levantó un violento viento Más rabioso que el khamsin, sacudía los cuerpos hasta hacerlos vacilar

–Conozco el espíritu del viento -prosiguió Salomón- Sé dónde se forma, en la inmensidad del universo, junto a las orillas del mar de las algas Él, por orden del Eterno, abrió las olas del mar Rojo para dejar pasar a mi pueblo Hoy, su fuerza será mayor todavía Levantará la piedra

Desencadenado, el tempestuoso huracán obligó a Elihap y Banaias a protegerse Salomón permanecía de pie, como insensible Su mirada se cruzó con la de Hiram cuando el bloque gimió, como si se arrancara de su base El arquitecto no vaciló Con una señal, ordenó a los maestros que rodearan la piedra con cuerdas Uno de ellos fue a buscar a los compañeros Con la ayuda del viento, procedente de la raíz del cosmos, tras haber derramado leche sobre el camino de sirga, la cofradía hizo deslizarse la piedra angular del templo hacia su destino

Mientras Jerusalén festejaba la reunión de la Hasartha,* en la que el pueblo, consumiendo panes de ofrenda, conmemoraba el don de la ley divina a Moisés, Hiram acababa de erigir los imponentes troncos de ciprés de perfumada madera que cubrirían el suelo del templo Luego, comprobó el perfecto estado de los olivos, elegidos uno a uno en la campiña Estos árboles empapados de sol, de doce metros de altura y cuatrocientos años de edad, al me nos, proporcionarían la materia de las simbólicas esculturas que adornarían el santuario Las piedras talladas en las canteras, puestas sobre zócalos de granito, formaban un imponente cortejo aguardando ser utilizadas en la construcción Se anunciaba la etapa decisiva Durante varios días, nadie había oído el canto de los cinceles, los martillos, los raspadores, los pulidores El hierro no rompió el silencio de la cantera pues maestros y compañeros habían recibido, por boca del maestro de obras, los secretos necesarios para transponer en el espacio el arte del Trazo inscrito en el plano de la obra

Los narradores, ante una apasionada muchedumbre, proponían cien explicaciones, a cuál más magnífica, para justificar esa ausencia de ruidos. Primero, gracias a la intervención de Salomón, los demonios habían dejado de des trozar cada noche el trabajo de los constructores Luego, por orden del rey, se habían castigado participando en la construcción Rindiendo homenaje a la sabiduría de Salomón, aquellas


* Pentecostés 200


fuerzas hostiles habían aceptado ayudar a los artesanos Brotando de la tierra, de las aguas, de los aires, de las llanuras y los barrancos, de los bosques y los desiertos, surgiendo de los metales ocultos en las profundidades, de la savia de los árboles, de los relámpagos de la tempestad, de las olas del mar o del perfume de las flores, los demonios se inclinaron ante Salomón, que los marcó con su sello Así, transportaron bloques y troncos, oro y bronce, arrastrándolos por el suelo Pero el más inspirado de los narradores sabía mas todavía un águila de mar, de alas tan vastas que su cuerpo se extendía del oriente al occidente y del mediodía al septentrión, había traído a Salomón una piedra mágica extraída de la montaña del poniente El rey se la había entregado a Hiram, envolviéndola en una preciosa tela colocada en el interior de una cofre de oro Al maestro de obras le bastaba con trazar una señal en la roca de la cantera y colocar el talismán la piedra se hendía por sí misma Los canteros ya sólo tenían que transportar los bloques hasta la obra Para ajustar las unas a las otras, no necesitaban pulidor gracias al regalo del águila, se ensamblaban con tal exactitud que no era necesaria juntura alguna

–Hemos fracasado -advirtió Sadoq- Salomón e Hiram son más fuertes que nunca


Reunidos en el sótano de la ciudad baja, lejos de oídos curiosos, Ehhap y Jeroboam ponían mala cara Según el informe del secretario, los trabajos del templo, tras cinco años de minuciosa preparación, avanzaban ahora con sorprendente rapidez Concluidos los cimientos, colocadas ya las primeras hiladas de piedras, emplazado el bloque fundacional del Santo de los santos, el santuario crecía a un nuevo ritmo Por lo que al palacio del rey se refería, iba embelleciéndose día tras día La sala de audiencias estaba decorada Mañana se edificaría el Tesoro

El pueblo estaba furioso El esfuerzo pedido por Salomón le parecía ligero Si la sabiduría inspiraba al rey y habitaba en su corazón, ¿por qué no concederle una total confianza9 Cumplía lo que había prometido La orgullosa roca, cuya soberbia había sido domeñada por la cofradía de Hiram, se había convertido en servidora del templo de Dios donde brillaría la luz de la paz

–Esos malditos artesanos no han tenido miedo -se quejó Jeroboam- Sin embargo, el atentado contra el guardián del umbral habría debido provocar una desbandada Si volviéramos a empezar

–Es inútil -objetó Ehhap-. Maestre Hiram les libra de todo temor Están dispuestos a morir por él y no cederán ante ninguna amenaza

Furioso, el gigante pelirrojo golpeó con el puño el húmedo muro

–¡Destruyamos pues al arquitecto!

–Demasiado peligroso -consideró el sumo sacerdote-. Está protegido por los maestros y los compañeros. Las investigaciones de Salomón pronto llegarían a nosotros. Si atacáramos a maestre Hiram, perderíamos la vida.

–¿Tenemos pues que abandonar la lucha, resignarnos al triunfo de Salomón e Hiram?

–Claro que no, nos queda la astucia. ¿No es verdad, Elihap, que algunos aprendices se quejan de los modestos salarios?

–Es cierto -repuso el secretario-. Desean convertirse en compañeros, pero maestre Hiram no piensa conceder ascensos.

–Sembremos pues el desorden en la cofradía -propuso Sadoq.

–Esos hombres han prestado juramento -recordó Egipto-. No traicionarán a su jefe.

–Todo individuo tiene su precio -dijo Jeroboam-. Dispongámonos a pagarlo.


39


El primer día de la fiesta del esquileo de las ovejas y la consagración de los rebaños, a comienzos de estío, Hiram dio descanso a los artesanos de la cofradía. Participaron en los banquetes organizados por los campesinos, que no obtuvieron respuesta alguna a las múltiples preguntas sobre el estado de los trabajos.


El arquitecto no asistió a ninguna festividad. Paseaba por la campiña, lejos de las aldeas, acompañado por su perro.

Ante la puerta de la obra se hallaba un Caleb furioso por haber sido nombrado guardián del umbral exterior. ¡Qué largas le parecían las horas! ¿Quién se atrevería a pedirle paso cuando más de cien soldados, de acuerdo con maestre Hiram, vigilarían el lugar hasta que regresara la cofradía? Al cojo le horrorizaba la soledad, sobre todo cuando perdía la ocasión de comer hasta hartarse y embriagarse con vino fresco. Nadie se oponía ya a la construcción del templo. Todos esperaban con impaciencia poder contemplar su esplendor. Caleb hubiera sido más útil llenando las copas que vigilando el vacío, sentado a la magra sombra de la puerta de la obra. Cuál no fue su sorpresa, pronto teñida de temor, cuando vio avanzar hacia él a un hombre alto, tocado con una diadema de oro y vestido con una túnica blanca con orla de oro.

Reconociendo al rey Salomón, Caleb tembló.

–¡Nadie…, nadie puede entrar aquí sin saber la contraseña! – declaró con voz insegura.

El soberano sonrió.

–Mi sello me da acceso a todos los mundos. Si te opones a mí, te transformaré en bestia salvaje o en demonio sin cabeza.

Caleb se arrodilló ante Salomón

–¡Señor, he recibido órdenes'

–¿Eres miembro de la cofradía?

–Un poco, sólo un poco ¡Pero no se nada importante!

–En ese caso, olvidarás mi venida Contén tu lengua y apártate de mi camino

¿No pertenecía el templo al rey de Israel? ¿Qué importancia tenía que lo viera antes o después9 Aun cojo, a Caleb le gustaba la forma humana que Dios le había dado Enfrentarse con la magia real hubiera sido una sinrazón Por lo tanto obedeció con diligencia

Cruzado el umbral, Salomón avanzó con paso lento por los dominios de Hiram

Ocultos por la empalizada, los muros del templo habían sido construidos con ladrillos forrados de madera La parte inferior se componía de tres hiladas de piedras talladas, coronadas por filas de maderos de cedro que servían de armadura y aseguraban la cohesión hasta lo más alto Un envigado de madera de cedro sujeto a los muros por cabestrillos formaba un robusto techo que soportaría las terrazas El conjunto daba una impresión de gracia y serenidad El arquitecto había sabido traducir en las líneas del edificio los más secretos pensamientos de Salomón, su ardiente deseo de una paz que quería extender a todo el mundo Tablas y bloques de calcáreos impedían el acceso Frustrado, el rey se introdujo en la parte de la obra donde se guardaban los útiles y se levantaba el taller de Hiram. El silencio del lugar, tan animado por lo común, le colmaba de difusa felicidad Tenía la sensación de colaborar en el trabajo de los escultores, de percibir la belleza de sus gestos, de sentarse a su lado en su reposo nocturno En ausencia de los artesanos, su espíritu seguía transformando la materia, como si la obra continuara por sí sola, más allá de los hombres

El taller del Trazo Esta parte de su remo le estaba prohibida En ese modesto edificio se elaboraba, sin embargo, el santuario de Yahvé Salomón no resistió el deseo de empujar la puerta

Se abrió

En el umbral, una puerta de granito en miniatura En el frontón, una inscripción «Tú que crees ser un sabio, sigue buscando la sabiduría» En el techo, estrellas de cinco brazos alternándose con soles alados En el suelo, un tendel de trece nudos que rodeaba un rectángulo plateado En las esquinas de la estancia, jarras y recipientes que contenían escuadras, codos y papiros cubiertos de signos geométricos En el muro del fondo, una segunda inscripción «No te cargues con bienes de esta tierra; vayas donde vayas, si eres justo, nada te faltará»

Salomón meditó largo rato en el interior del taller Hiram se había burlado de él, pretendiendo darle una lección Al nombrar a Caleb guardián, el maestro de obras sabía que no opondría obstáculo alguno a la curiosidad que, fatalmente, llevaría al rey a la obra desierta Palabras y objetos habían sido dispuestos para el indiscreto visitante

La vanidad de un tirano habría sufrido cruelmente Pero Salomón vivió la prueba con la sensación de pertenecer, en adelante, a una cofradía que, en vez de rebajarle, exaltaba en él el amor a la sabiduría

También a él le habría gustado manejar los útiles, vivir la calidez de una fraternidad, empeñarse en la perfección de un trabajo concluido

Pero era el rey Y nadie sino él mismo podía recorrer el camino que Dios le había trazado

¿No era un hijo la corona de los ancianos, un brote de olivo que debía crecer bajo un cielo luminoso, la flecha en manos de un héroe, la recompensa de un sabio? Sí, un hijo se anunciaba como una bendición

La reina de Israel iba a dar a luz al hijo de Salomón, ayudada por vanas comadronas que la colocaron en la silla de partos El rey imaginaba el delicioso instante en el que tendría en sus brazos aquel cuerpecito que sería bañado, frotado con sal y envuelto en pañales antes de que Salomón lo mostrara a una numerosa concurrencia que lanzaría gritos y aclamaciones El monarca soñaba en la ceremonia de la circuncisión El sacerdote llevaría a cabo con precisión la ablación del prepucio y colocaría en la herida un emplasto de aceite, comino y vino El padre tomaría al hijo en sus rodillas y, calmando el dolor con su magnetismo, le hablaría de su porvenir de heredero de la corona Le enseñaría que olvidar el uso del bastón suponía odiar a su hijo Locura y ruina acechaba a aquel cuyo padre no encaminaba hacia el cielo Los lamentos de Nagsara inquietaron a Salomón La joven sufría por el castigo divino que pesaría sobre el nacimiento de los humanos hasta el final de los siglos

Se produjo el parto Una comadrona presentó al recién nacido a Salomón

El rey lo rechazó

Nagsara no le había dado un hijo sino una hija

La madre, considerada impura, debía permanecer aislada durante veinticuatro días Le estaba prohibido salir de su alcoba

Nagsara no dejaba de llorar ¿Cómo podría hacerse perdonar? Dando un hijo a Salomón, habría recuperado el corazón de su esposo Aquella niña, a la que ni siquiera había querido ver, injuriaba la grandeza del rey de Israel

Cuando Salomón aceptó visitarla, Nagsara imploro su clemencia

–¡Olvidemos esa desgracia, dueño mío! ¡Os juro que concebiré un hijo!

–Tengo otras preocupaciones Descansa, Nagsara. estás agotada

–No Me siento fuerte Deseo levantarme y serviros

–No hagas locuras. Ponte en manos de tus sirvientas.

–Yo necesito las vuestras.

Salomón permanecía distante.

–La administración del país requiere siempre mi presencia.

La joven sintió un nudo en la garganta. Se negaba a creer en la decadencia que la acechaba.

–¿Cuándo volveré a veros?

–Lo ignoro.

–¿Queréis decir que… me repudiáis?

–Eres la hija del faraón y mi esposa. Con tu presencia, Siamon unió el destino de Egipto al de Israel. No romperé esta unión ni la nuestra. Jamás te repudiaré.

La esperanza abrió el ennegrecido cielo. Nagsara se inflamó.

–Entonces, vuestro amor no ha muerto… Permitid que permanezca a vuestra lado. Callaré, seré más impalpable que una sombra, más transparente que un rayo de sol, más suave que la brisa otoñal.

Salomón tendió las manos a Nagsara, que las besó con fervor.

–No tengo derecho a mentirte, Nagsara. Te he amado, pero la llama se extinguió. La pasión huyó como un caballo embriagado por los grandes espacios. Como el de mi padre, mi deseo salta de valle en colina, de promontorio en montaña. Ninguna mujer me aprisionará.

–¡Venceré a mis rivales! Las desgarraré con las uñas, las arrojaré a la podredumbre de la Gehena.

–Apacigua esta fiebre, esposa mía. El odio no puede alimentar el amor.

–Sólo vuestro afecto me importa. Todas mis fuerzas se consagrarán a conquistarlo.

–Ya tienes mi respeto.

–No me basta y nunca me bastará.

Salomón se apartó. ¡Cómo le hubiera gustado sentir la misma pasión que la joven egipcia! Pero ¿qué ser humano podía rivalizar con el templo? Era lo único que llenaba el corazón del rey. Lo único que, en adelante, tendría su amor. El placer era sólo exaltación pasajera y distracción del cuerpo. El templo absorbía todo el ser del soberano de Israel.

Cuando salió de la alcoba, la reina, pese a su debilidad, decidió consultar la llama. ¿Cuántos años de su existencia le robaría, esta vez, para concederle la verdad? Al final de su videncia, Nagsara se desvaneció. Permaneció varias horas inconsciente.

Cuando despertó, sabía.


En el azul anaranjado de la llama del más allá no había visto el rostro de una rival sino un inmenso monumento, delirantes piedras, que dominaba una ciudad regocijada.

El templo de Jerusalén. El templo de Salomón.

Así, el santuario de Yahvé mataba en Salomón cualquier ternura hacia la mujer que le ofrecía su vida. ¿Cómo combatir un ser de piedra que, día tras día, se hacía más poderoso, sino golpeando a quien lo hacía crecer, el arquitecto Hiram?

Nagsara recurriría a la diosa Sekhmet, la terrorífica, la destructora, la propagadora de enfermedades.

40


–El templo está acabado -declaró Hiram-. Hace más de seis años que mi cofradía inició la Obra. Que hoy os sea confiada, rey de Israel.


Salomón se levantó, bajó los peldaños del estrado donde estaba sentado en el trono y se puso frente al arquitecto.

–Que Dios proteja a sus servidores. Condúceme hacia Su morada, maestre Hiram.

Uno junto a otro, ambos hombres salieron del palacio, pasaron por el gran patio inundado de ardiente sol y penetraron en el área sagrada por el pasaje que unía la mansión del rey a la de Yahvé.

Se detuvieron ante dos columnas de bronce, de diez metros de altura, que soportaban unos capiteles también de bronce adornados con granadas.

–Estas columnas están vacías y sólo sostienen los frutos que contienen las mil y una riquezas de la creación -indicó Hiram.

El maestro de obras pensaba en el árbol que había albergado el cadáver de Osiris. En el ser del dios, la resurrección había vencido la muerte. Las dos columnas, análogas a los obeliscos que precedían el pilón* de acceso, anunciarían a quien se dirigiera al santuario la necesidad de morir al mundo de las apariencias, el paso a través del fuste vertical para renacer en forma de granada y, luego, estallar como un fruto maduro en el deslumbramiento de lo sagrado.

Salomón se aproximó a la columna de la derecha y le impuso su sello.

–Dios establecerá aquí su trono para siempre -afirmó-. Por ello te llamo Jakin*

Luego hizo lo mismo con la columna de la izquierda.

–¡Que Dios se regocije en la fuerza de Dios! Por ello te llamo Booz**

Para el monarca, las dos columnas se levantaban como árboles de vida cuya irradiación se abría al universo en el que había soñado y que veían materializarse ahora. Con su genio, Hiram hacía posible el regreso al paraíso, al bendito lugar previo a la caída y al pecado.

Más allá de aquella frontera, una estancia de diez metros de ancho y cinco metros de largo, vestíbulo vacío de cualquier objeto, con las paredes decoradas con flores esculpidas, palmas y leones alados cubiertos de oro fino, brillando la viva luz. Hiram había traspuesto así la sala del templo egipcio que precedía al santuario secreto.


* El pilón, símbolo de la región de la luz donde resucita cotidianamente el sol, es un macizo monumental que señala la entrada del templo egipcio.

* Juego de palabras ritual con el término «establecer, erigir». ** Juego de palabras ritual con el término «fuerza».

*** Durante el saqueo de Jerusalén, los legionarios del emperador romano Tito consideraron ese candelabro como la pieza más preciosa del botín. Simbolizaba el misterio del universo y el conocimiento de sus leyes.


–Este lugar se llamará ulam, «el que está delante» -decidió Salomón-. Aquí se purificarán los sacerdotes.

Un tabique de madera cerraba aquel nártex. En el centro, una puerta cuyas pesadas hojas de madera de ciprés abrió el rey.

Se acostumbró. Vio en las paredes, cubiertas Descubrió una gran sala de veinte metros de largo, diez de ancho y quince de alto. Ventanas con barrotes de piedra dispensaban una débil claridad. Salomón

De madera de cedro, guirnaldas de flores y palmas de oro. En el dintel, un triángulo. En el suelo, un entablado de ciprés.

Hiram había colocado cinco candelabros de oro a la izquierda de la entrada y cinco a la derecha. A uno y otro lado del centro, un altar de oro y una mesa de bronce. Así había traducido la cámara del centro y la sala de las ofrendas donde oficiaba el faraón de Egipto.

Salomón se descalzó.

–Quien penetre en este lugar, el hékal, andará con los pies desnudos. En el altar se depositarán incienso y perfumes, para que Dios se alimente cada día con la sutil esencia de las cosas. En la mesa, los doce panes de la ofrenda. En el corazón del Santo, un candelabro de siete brazos*** cuya luz simbolizará el misterio de la vida en espíritu.

Salomón iba de sorpresa en sorpresa. Hiram no sólo había manifestado el templo perfecto sino que, además, un espíritu hablaba a través del rey, dictándole las palabras que daban nombre a las partes del edificio.

Se detuvo cerca de la cortina que separaba el hékal de la última estancia del templo.

–¿Está sumida en las tinieblas?

–No entra luz alguna -respondió Hiram, que sé había inspirado en el naos, lugar secreto donde el faraón comulgaba con la divinidad.

¿No revelaban las Escrituras que Yahvé exigía vivir en la oscuridad?

Salomón levantó el velo. Hiram impidió que volviera a caer; el monarca pudo así contemplar el interior de aquella enorme piedra cúbica de diez metros de arista, desprovista de ventanas.

–Éste es el debir, la cámara oculta -murmuró.

Los muros del Santo de los santos estaban cubiertos con el oro de Saba, siempre invisible para el profano. Aquí sólo entraría el rey y su delegado, el sumo sacerdote.

El suelo se levantaba por encima del de las demás estancias, de acuerdo con el simbolismo egipcio que hacía unirse en el infinito la bóveda celeste, que iba descendiendo poco a poco, y el enlosado terrestre que se levantaba hacia ella.

Debajo, el gigantesco bloque de granito caído del cielo.

–Aquí se conservará el Arca de la alianza, el relicario que mantiene entre su pueblo la presencia de Dios -decidió Salomón.

El rey se volvió hacia Hiram.

–Dejadme solo.

La cortina cayó.

Sumido en las tinieblas del Santo de los santos, Salomón saboreó la paz del Señor. En aquel instante de plenitud, en el seno del aislamiento que exigía la invisible luz de Dios, el monarca llegó al apogeo de su reinado. Lo que había esperado, no para sí mismo sino para gloria del Único, se había convertido en realidad. Al final del camino, había aquel vacío implacable y sereno.

Aquí, en adelante, Salomón vendría a implorar la sabiduría.

Cuando salió del templo, el rey se sintió deslumbrado por el sol. Lo que vio, le asombró hasta el punto de creer en una alucinación.

En el atrio, no enlosado todavía, se levantaban dos personajes alados de cabeza humana, de cinco metros de altura. Hechos con madera de olivo cubierta de oro, se parecían a las esfinges que custodiaban las avenidas que conducían a los templos de Egipto. Maestre Hiram les había dado el rostro de Salomón.

–He aquí la gran obra de los maestros -dijo Hiram.

Salomón contempló las pasmosas esculturas. Ni un solo defecto mancillaba su magnificencia. ¿Quién sino el rey de los cielos podía contemplar aquellos ángeles a quienes las Escrituras llamaban Querubines?

–Que sean colocados en el Santo de los santos y que desaparezcan de la vista de los hombres -decidió Salomón-. Sus alas protegerán el Arca de la alianza. Encarnarán el aliento de Dios. Se llevarán, en su vuelo, las almas de los justos.

El rey admiró de nuevo las dos columnas, recorriendo con su espíritu el eje del templo.

–¿Podemos proceder a la inauguración, maestre Hiram?

–El atrio y los edificios anexos no están terminados.

–¿Son necesarios?

–¿No los consideráis indispensables? Sin ellos, el templo no estaría completo.

Salomón calmó su impaciencia. Maestre Hiram tenía razón.

–Además, quiero dar nacimiento a una obra -añadió el arquitecto-. Toda la cofradía trabajará, ayudada por los fundidores.

–¿Durante cuánto tiempo?

–Algunos meses, si me concedéis un total apoyo.

–¿Cómo podría ser de otro modo, maestre Hiram? Si las palabras pudieran decir…

El rey se interrumpió. Dar las gracias al arquitecto por haber cumplido su contrato, sería rebajarse. Un monarca no tenía derecho a expresar sentimientos de agradecimiento a su servidor, aunque fuera maestro de obras. A Salomón le habría gustado testimoniar su amistad a aquel huraño arquitecto, compartir con él sus inquietudes y sus esperanzas. Pero su función se lo impedía.

Sentado entre las columnas, Hiram asistía a la puesta de sol. Agotados, los miembros de la cofradía descansaban antes de reemprender los trabajos. Serían muy peligrosos. El arquitecto tomaría todas las precauciones posibles para evitar poner en peligro la existencia de sus artesanos. Pagaría con su propia persona, pero necesitaría ayuda. La muerte de uno de sus compañeros de obra le sería insoportable. Sin embargo, era imposible abandonar la idea que había germinado en su espíritu. Para coronar el templo y purificarse del sobrehumano esfuerzo realizado durante aquellos largos años de exilio, su visión debía tomar forma.

Hiram lamentaba que su entrevista con Salomón, en el inconcluso atrio, hubiera sido tan corta. Habría deseado gritarle la admiración que sentía por un rey embriagado de sacralidad, decirle la amistad nacida a través de las pruebas. Pero Salomón reinaba sobre Israel y él sobre su cofradía. El monarca no había manejado los útiles, derramado sudor, no se había despellejado las manos. Nunca sería aquel hermano en las penas y en las alegrías. Lo que el rey y él habían llevado a cabo los superaba sin unirles.

Con los últimos rayos del ocaso, Hiram vagabundeó por la obra. Dentro de unos días desmontaría el taller del Trazo. El trabajo y los sufrimientos de los constructores desaparecerían de la Historia. El edificio que habían creado se les escapaba para siempre.

El pie del maestro de obras golpeó un fragmento de calcáreo que cubría un agujero. Saliendo de su escondrijo, un escorpión negro huyó en busca de otro refugio.

El escorpión de la diosa Serket. La que oprimía las gargantas, impedía que el aire pasara y preparaba la llegada de la muerte… ¿El asesino de oscuro caparazón era portador de algún presagio?

¿De qué muerte se hacía mensajero?


41


–Exijo la muerte -dijo Sadoq.


–¿Por qué tanta severidad? – se asombró Salomón.

–Porque vuestra esposa es culpable de magia negra. Varios sacerdotes la han visto rendir homenaje a falsas divinidades, hacer brillar una lámpara en pleno día y pronunciar hechizos antes de caer en un éxtasis impío. En nombre de Yahvé y de la ley de Israel, exijo un proceso ejemplar. Nadie está por encima de la justicia.

La cólera de Sadoq no era fingida. Además del odio que sentía por la egipcia estaba su exigente fe de sumo sacerdote.

–¿Tus testigos están dispuestos a comparecer ante mí?

–Lo están, Majestad.

–Así pues, la acusación será formulada.

Salomón sabía que el pueblo murmuraba. En las puertas de la capital, donde se celebraban los mercados y se contrataba a los jornaleros, los creyentes, escandalizados por el comportamiento de la reina, reclamaban un castigo. Las conversaciones eran frecuentes. ¿Cuando Yahvé iba a gozar del más hermoso templo jamás construido, cómo admitir que una extranjera le desafiara con ritos paganos?

Si la sabiduría ayudaba a Salomón en sus empresas, ¿no sufría con la presencia de una diablesa? ¿No era Nagsara responsable de los males que afligían a los ancianos, de la prematura muerte de los recién nacidos, del agostador khamsin, de las escasas cosechas, de los inviernos demasiado duros? ¿No estaba de acuerdo con los demonios de la noche y las nubes de insectos? La sentencia del pueblo había sido pronunciada: Nagsara, la egipcia, debía desaparecer.


Desmontado el taller del Trazo, ocupado el atrio por quienes colocaban el pavimento, maestre Hiram vivía de nuevo en la sala subterránea, acompañado por su perro y por Caleb. El cojo, a quien no le gustaba la atmósfera de la obra, consagrada exclusivamente al trabajo, tenía de nuevo ocasión para brillar preparando excelentes platos que el arquitecto apreciaba, casi tanto como Anup.

Utilizando fragmentos de calcáreo que, luego, rompía con los dedos, suprimiendo así cualquier huella de su trabajo, dibujaba plano tras plano, mejorando sin cesar el diseño de la obra que debía erigirse en el área sagrada y hacer ilustre, por los siglos de los siglos, el templo de Salomón.

Caleb sirvió a Hiram un cordero asado con romero. Pese a la desaprobación del cocinero, el perro recibió un buen pedazo.

–¿Puede ser condenada la reina?

–Salomón no tiene elección -repuso Caleb-. Hay numerosos testigos. Las lenguas se han soltado. Hace mucho tiempo que la egipcia practica la magia negra.

–¿Y a qué pena pueden condenarla?

–A la lapidación.

–¿Cómo puede defenderse?

Caleb reflexionó mientras bebía una copa de vino.

–Habría un modo… Un ritual muy antiguo…

–¿Cuál?

–La prueba del agua amarga. La acusada bebe un horrible brebaje en el que se han mezclado polvo, excrementos de animales y desechos de plantas. Si vomita, su culpabilidad queda probada. El castigo se aplica en el acto. De lo contrario, se la reconoce inocente.

–Perfecto -dijo Hiram.

El cojo frunció el entrecejo.

–¿Perfecto? ¿Qué significa eso? ¿Os alegráis acaso de la ejecución de una mujer? Nunca lo habría creído.

El arquitecto permaneció silencioso.

La reina de Israel, informada por el secretario de Salomón de que debería comparecer ante el tribunal real acusada de magia negra, permanecía encerrada en sus aposentos del nuevo palacio. No había conseguido reconquistar a su marido. La diosa Sekhmet no había tenido tiempo de acudir en su ayuda. Aunque se hubiera agotado consultando la llama, Nagsara no había obtenido el medio de quebrar a Hiram y precipitarlo al reino de las tinieblas. Aquel reino en donde, por sentencia del hombre al que amaba, pronto iba a penetrar.

Nagsara no quería morir. Tenía suficientes fuerzas para proseguir la lucha, suficiente poder mágico para vencer todo Israel. Su imprudencia arruinaba legítimas esperanzas. La humillación de recibir al que detestaba, al arquitecto del templo, se añadía a aquel desastre Por medio de Caleb, le había solicitado audiencia Decidida a negarse primero, luego había reflexionado ¿No era aquella una ocasión de extirpar el mal desde la raíz? Cuando maestre Hiram entro, Nagsara estrecho la empuñadura del puñal que había ocultado en un pliegue de sus vestiduras

–¿Queréis perseguirme mas aun?

–Ayudaros, Majestad Conozco el triste destino que os acecha En cuanto la acusación sea formulada, exigid la prueba del agua amarga

Hiram se la describió detalladamente a la reina

–¿Por que debo obedeceros9

–Para salvar vuestra vida

–Extraña solicitud

–La injusticia me parece insoportable Solo os acusan por vuestro origen egipcio

–¿Que sabéis vos? – Se acerco al maestro de obras- He practicado la magia y seguiré practicándola Quiero que Salomón me ame Si mi conducta os escandaliza, condenadme también

Blandir el arma, herir, herir de nuevo Unos gestos sencillos, vivaces, precisos y Nagsara se vería liberada del demonio que le impedía ser feliz

–Os lo repito, Majestad he venido a ayudaros, no a juzgaros

–No lo comprendo

–Verted en la copa de amargura esa redoma de aloe púrpura que os entrego Esa mixtura os impedirá vomitar

Desorientada, Nagsara arrojo el puñal al suelo Hiram no dirigió una sola mirada al arma que debía matarle

–Que los dioses os protejan Majestad

La reina escuchó sin protestar las acusaciones que Sadoq formulaba Busco en vano una sonrisa en el rostro de Salomón, un aliento en su mirada Permanecía frío, lejano, limitándose a presidir el tribunal de Yahvé

Sadoq llamó a los testigos de cargo La reina no los contradijo Al terminar su declaración, exigió la prueba del agua amarga El sumo sacerdote, seguro del resultado, no se opuso Antes de beber, dando la espalda al tribunal, Nagsara vertió el antídoto El miedo se apoderó de ella ¿No le habría dado Hiram un veneno que apresurara su fin y le evitara la lapidación9 ¿No habría representado una abominable comedia?

Bebió de un trago

Un atroz sabor invadió su boca El fuego abrasó sus entrañas

Pero no vomito Tras haber saludado a Salomón, pasó ante Sadoq con la cabeza erguida


Mientras el pueblo aclamaba a Nagsara, absuelta por el juicio de Dios el sumo sacerdote reunió a sus aliados, Ehhap y Jeroboam Tras aquel nuevo fracaso, Sadoq sentía deseos de renunciar La lucha era demasiado desigual También él creía ahora que la sabiduría inspiraba el pensamiento y los actos de Salomón Quien se levantaba contra él, sufría una derrota ¿No prescribía la razón que el sumo sacerdote se limitara a cumplir sus funciones y servir fielmente a su rey?

–Tengo excelentes noticias -dijo Jeroboam, exaltado- Varios aprendices están muy descontentos con su suerte Maestre Hiram les trata como esclavos Impone cada vez mayor trabajo y se niega a aumentar la paga Su alojamiento es insalubre

–¿No sois responsable de ello? – se extrañó Ehhap

–Sí -admitió Jeroboam alegre- Pero he convencido a un grupo de descontentos de que cumplía órdenes de maestre Hiram, que despreciaba a los aprendices Por la cofradía circula un rumor Al parecer, el arquitecto tiene la intención de crear una obra inaudita para coronar el templo Para lograrlo, necesitará la ayuda de todos, incluso la de los fundidores de Eziongeber Si fomentamos una revuelta de los aprendices, le llevaremos al fracaso Su caída producirá la de Salomón

Sadoq pareció trastornado El odio que Jeroboam sentía por el rey le arrastraba a sacar conclusiones apresuradas Pero debilitar la cofradía y a maestre Hiram sería, en efecto, un apreciable resultado

–¿Has pagado a esos hombres?

–Algunos aprendices lo han rechazado, otros lo han aceptado Con el tiempo, los compraré a todos Maestre Hiram creerá reinar sobre una cofradía que nos pertenecerá

Sadoq seguía siendo escéptico Compañeros y maestros sabrían explicar que algunos mediocres no afectan la coherencia del grupo El prestigio de maestre Hiram era demasiado sólido para que lo afectaran las picaduras de algunos insectos malignos

–¿Puedes hacerte con parte del tesoro de Salomón? – preguntó Jeroboam a Ehhap- Cuanto más generosamente paguemos, más partidarios tendremos

–Tal vez no sea necesario

El gigante pelirrojo se sulfuró

–¿Te opones a mi plan?

–El destino lo completará encerrando a maestre Hiram en las redes de una maldición Tengo otra buena noticia en la ciudad baja acaba de morir un obrero, de disentería


42


El estío desecaba las gargantas. Los fuertes calores agotaban los organismos más robustos. Cinco obreros habían muerto de disentería. Más de un centenar sufrían la enfermedad. Nubes de mosquitos procedentes de las marismas cercanas al Jordán habían invadido Jerusalén. El polvo, atorbellinándose con los abrasadores vientos, penetraba en los ojos y provocaba numerosas oftalmías.


Los médicos no conseguían fabricar bastante cantidad de colirio a base de antimonio. Aquellos cuyas entrañas eran torturadas por los demonios, debían beber tisanas de romero, ruda y jugo extraído de la raíz de las palmeras.

Una veintena de aprendices solicitó ver a maestre Hiram. Anup gruñó. Caleb repuso que el arquitecto trabajaba en los planos de su obra maestra y que los llamaría dentro de poco. Ante la insistencia del cabecilla, Caleb aceptó importunar a Hiram.

Éste abandonó su trabajo y salió al encuentro de sus aprendices. Su hosco rostro impuso silencio en sus filas.

–¿Qué significa eso? ¿Habéis olvidado nuestra jerarquía? ¿Ignoráis que debéis dirigir las peticiones al maestro encargado de vuestra instrucción?

El cabecilla, un joven de unos veinte años y frágiles hombros, se arrodilló ante el maestro de obras y arrojó al suelo varias monedas de plata. Sólo vos podéis intervenir. Algunos hombres del trabajo forzoso intentan sobornarnos, resistiremos. Pero ¿por qué debemos vivir en tan sórdidas viviendas? ¿Somos acaso bestias enfermas?

–¿No es Jeroboam quien se ocupa de alojaros?

–Afirma obedecer vuestras órdenes. Preferíamos las tiendas. Nos ha obligado a cambiar recurriendo a vuestra autoridad.

–De modo que, en el propio interior de la cofradía, el nombre de Hiram podía ser utilizado con malos fines. La fraternidad que había tejido resultaba muy frágil.

–Llevadme a vuestras viviendas. Quiero verlas.

Hiram se vio dolorosamente sorprendido. Los aprendices habían sido amontonados en casas bajas, sin aire y sin luz, de leprosas paredes llenas de rojizas cavidades donde hormigueaban las cucarachas. Los enfermos yacían en infectas esteras.

–Salid inmediatamente de estos cuchitriles y regresad a las tiendas -ordenó Hiram.

Cuando el maestro de obras quiso salir de la capital por la puerta principal para dirigirse sin tardanza al templo de Jerusalén, topó con una vociferante muchedumbre compuesta por hombres destinados al trabajo forzoso. Varios obreros, desenfrenados, proclamaban la huelga. Se quejaban de insuficiente salario, de que la paga se retrasaba, de que la comida era malsana.

Hiram hendió sus hileras y se colocó entre ellos. Les dejó aullar durante largos minutos. Nadie le puso la mano encima. La revuelta se apaciguó. Cuando los clamores se acallaron, el arquitecto tomó la palabra.

–Vuestras reivindicaciones son justas -reconoció-. ¿Dónde está vuestro jefe?

–Jeroboam viaja por las provincias -respondió un anciano-. ¡Vos sois nuestro jefe! ¡Sois el responsable de nuestras desgracias!

La tensión subió de nuevo. Brotaron algunas injurias.

–Quienes calumnian a su jefe se hacen indignos del trabajo que se les confía -dijo Hiram-. No pertenecéis a mi cofradía sino al trabajo que Jeroboam debe organizar. No me dirigiré a vosotros, sino al rey. Como maestro de obras, obtendré lo que debe seros concedido. Si uno solo de vosotros duda de mi promesa, que me arroje una piedra al rostro.

El círculo de obreros se abrió. Brotó un grito: «¡Gloria a maestre Hiram!», seguido de muchos otros.

–He reunido el consejo de la Corona para examinar un importante documento que acabo de recibir -explicó Salomón.

Jerusalén sólo hablaba de la destitución de Jeroboam, exigida y obtenida por maestre Hiram, nombrado ahora jefe del trabajo forzoso. El poder del arquitecto seguía aumentando. Su popularidad, tras haber sido satisfechas las exigencias de los obreros, amenazaba con igualar la de Salomón. Los miembros del consejo estaban convencidos de que el rey les convocaba para estudiar tan peligrosa situación.

–Pero no le preocupaba. He aquí la carta que he recibido -prosiguió el monarca-: «A mi hermano Salomón, poderoso rey de Israel, de su hermana, la reina de Saba. Los árboles que crecen en mi país fueron plantados el tercer día, en la pureza de la creación, antes del nacimiento de la humanidad; los ríos que riegan mis tierras tienen sus fuentes en el paraíso; la gente de Saba ignora la guerra y el manejo de la espada. Escribo como mensajera de paz. Te envié mi oro pues deseabas construir un templo. Hoy, desearía contemplarlo, saber para qué han servido las riquezas de Saba. ¿Me invitará mi hermano a su corte?».

Sadoq, Elihap y Banaias quedaron pasmados. Evidentemente, Salomón gozaba de todas las felicidades. La reina de Saba nunca había salido de su país. ¡ Y ahora se proponía iluminar con su presencia la Jerusalén del hijo de David!

–Que esa mujer se prosterne primero ante ti -exigió el general Banaias, desconfiado-. Olvida que todos los soberanos de la tierra deben rendir homenaje a tu sabiduría. Si se niega, mi ejército se lanzará contra ella. Salomón apaciguó al guerrero.

–Recibamos la paz que nos propone -dijo el rey-. Su viaje será un homenaje a Yahvé.

–Desconfiad de esa mujer -recomendó Sadoq-. Si esa reina se purifica en los ríos del paraíso, si se alimenta con los frutos de los árboles nacidos antes de la caída y el pecado, si su riqueza es la más abundante, ¿no será su sabiduría mayor que la vuestra?

–Acepto el riesgo -indicó Salomón-. ¿Tenéis otras objeciones a la venida de la reina de Saba?

Los tres miembros del consejo callaron.

–Sólo debo consultar ya a una persona. Elihap, mantente listo para escribir mi respuesta.

Salomón habló con maestre Hiram justo antes de su partida hacia Eziongeber. Ambos hombres caminaron, uno junto a otro, por la gran carretera pavimentada que une Jerusalén y Samaría.

–Yahvé nos gratifica con un milagro: la próxima visita de la reina de Saba. El consejo de la Corona ha dado su aprobación. ¿Qué opináis vos, maestre Hiram?

–Sois vos quien gobierna Israel, Majestad.

–¿Deseáis que esté presente la reina en la inauguración del templo?

–A mi entender, sería un error. Ese momento está reservado al diálogo entre el rey y su dios. Ningún monarca extranjero debe turbarlo.

–Sabia precaución -reconoció Salomón-. ¿Cuándo fijaríais vos la llegada de la reina?

–Cuando el templo haya sido inaugurado, cuando el palacio y los edificios anexos estén terminados. El rey de Israel hará admirar una obra concluida.

–¿Cuánto tiempo, maestre Hiram?

–Un año, Majestad.

Jeroboam dejó estallar su cólera. Perdido su puesto de jefe del trabajo forzoso, era un simple intendente de los establos de Jerusalén. Los aprendices habían simulado una traición para avisar a Hiram de lo que se tramaba contra él. La tentativa de revuelta de los obreros forzosos había fracasado. Hiram había utilizado en su provecho el acontecimiento.

El arquitecto parecía tan intocable como el rey. La protección divina se extendía sobre ambos hombres.

–Satisfaceos con vuestra suerte -dijo Elihap-. El propio Hiram defendió vuestra causa ante Salomón. Aun exigiendo vuestro despido por incompetencia, imploró clemencia.

–¡He sido ridiculizado ante un rebaño de corderos a los que ayer mismo mandaba! – rugió el gigante pelirrojo-. Yo, el futuro rey de este país, me veo reducido a la condición de un criado del que se burlan.

–Renunciemos a la conspiración -propuso el secretario de Salomón-. La suerte nos es contraria.

–Nos queda una última oportunidad -estimó Sadoq-. La idea de Jeroboam era excelente, pero la hemos aplicado mal. Los aprendices son demasiado fieles a Hiram.

–¿Pretendéis corromper a los maestros? – ironizó el antiguo jefe de los trabajos-. ¡Se dejarían matar por Hiram!

–Pienso en los compañeros. Dejemos la corrupción y pensemos en la ambición. Algunos desean, ardientemente, convertirse en maestros y descubrir la contraseña que les abra las puertas de los grandes misterios. Debilitemos, primero, el prestigio de Hiram. Hagamos fracasar su obra. Luego, convenzamos a dos o tres compañeros para que obliguen a ese mal arquitecto a revelarles los secretos del magisterio. Así destruiremos el corazón de la cofradía. Finalmente, probemos que Salomón es un rey indeciso, que compromete la seguridad de Israel y traiciona las intenciones de Yahvé.

Elihap, pese al temor que dificultaba su respiración, no se atrevió a protestar. Jeroboam, lleno de esperanzas de nuevo, se pasó la mano por los cabellos. El sumo sacerdote era un espíritu notable pero peligroso. Cuando Salomón fuera depuesto, sería indispensable eliminar a Sadoq.

El país de Saba vivía en paz y felicidad. Vastos bosques por los que saltaban los monos adornaban las cimas de colinas recorridas por ríos flanqueados de jazmines. Las llanuras se adornaban con gardenias gigantes donde anidaban centenares de pájaros, de plumaje rojo, verde y amarillo.

Cuando salió el sol, Balkis, la reina de Saba, apareció en la terraza superior de su templo, adornada con esfinges y estelas dedicadas a la diosa egipcia Hathor. Admiró los jardines colgantes donde se erguían olivos centenarios que, según la leyenda, habían sido plantados por el propio dios Thot, durante uno de sus viajes a Saba.

La reina tendió los brazos hacia el sol naciente, dirigiéndole una larga plegaria en homenaje a los beneficios que dispensaba a su país y a su pueblo. Hoy como ayer, las montañas ofrecerían su oro, algunos especialistas cosecharían el incienso, la canela y el cinamomo; los pescadores amontonarían perlas. Aquellos esplendores serían llevados a palacio donde la reina reclamaría para ellos la bendición del sol y de la luna.

Una plateada moñuda se posó en el pétreo borde de la terraza. ¿No anunciaba la inminente llegada de un mensajero procedente de Israel? De hecho, el Primer Ministro no tardó en entregar a Balkis una misiva.

La leyó con alegría.

–Iré -murmuró-. Dentro de un año, Salomón, iré a Jerusalén.


43


Inspirándose en los estanques de purificación del atrio de los templos egipcios, Hiram concibió el proyecto de una monumental alberca de bronce y se disponía a crearla a orillas del Jordán. Los maestros, al ver los planos, habían denominado «mar de bronce» la obra maestra del arquitecto, temiendo las casi insuperables dificultades técnicas que los fundidores deberían afrontar.


Se habían levantado muros de ladrillos alrededor de un gigantesco molde excavado en la arena. Allí se vertería la colada de bronce procedente de las abiertas fauces de varios altos hornos.

Hiram se sentía inquieto. La empresa se anunciaba peligrosa. Múltiples desagües permitirían desviar el río de fuego si algún incidente se producía. Pero las precauciones tomadas no tranquilizaban al maestro de obras. Pidió a todos los que trabajarían en la obra que interrumpieran su trabajo a la primera señal de peligro. Sintió incluso la tentación de dejar su proyecto en estado de sueño, pero el entusiasmo de los maestros era tal que consintió en seguir adelante.

Hiram verificó uno a uno los andamios que se colocaron alrededor del futuro mar de bronce, examinó profundamente el horno colocado debajo e hizo que los obreros repitieran diez veces sus gestos. La exaltación de las grandes horas animaba todos los corazones.

De acuerdo con la tradición de los fundidores el trabajo se inició cuando fueron visibles las estrellas. Por la noche, la menor anomalía sería advertida inmediatamente. La mirada podría seguir los meandros del río de fuego.

Aquel fue el momento elegido por Jeroboam y dos trabajadores forzados para actuar. La vigilancia de la obra se había relajado y la oscuridad favorecía sus designios. Rajaron el molde principal por varios lugares.

Hiram levantó la mano derecha. De lo alto de las torres de ladrillo, el metal fluyó por los canales que lo llevarían hacia el horno. La rojiza colada quebró las tinieblas, iluminando las aguas del río y la campiña vecina. Los artesanos, estupefactos, tuvieron la impresión de que un sol reventado brotaba de las profundidades de la tierra, luz de ultratumba alimentada con las llamas del infierno. El río incandescente parecía brotar de un mundo prohibido, regido por leyes desconocidas.

El chorro ígneo fue hinchándose, amenazando con desbordarse. Pero los fundidores consiguieron regularlo para que permaneciera en los canales. Hiram y los maestros rompieron personalmente los tapones de terracota que obturaban los distintos pasos hacia el horno.

Cuando el conjunto de arroyos estuvo lleno de aquella lava metálica, su red formó un paisaje de fuego irrigado por cien ríos que convergían hacia un foco central de insaciable apetito. Fascinados, los artesanos contemplaron la colada que iba llenando, lenta y solemne, las cavidades del mar de bronce. Unas sonrisas se dibujaron en los rostros enrojecidos por el calor. La obra maestra tomaba forma.

De pronto, el líquido ardiente desbordó uno de los canales, amenazando con incendiar uno de los andamios de madera.

–¡Los botes para el fuego! – aulló el maestro de obras.

Desde lo alto de las torres, varios fundidores utilizaron grandes varas a cuyo extremo había unos botes que zambulleron en el torrente de metal reduciendo así su masa y su flujo. La operación se llevó a cabo rápidamente y la gigantesca alberca no sufrió daño alguno.

El bronce sobrante se derramó por tierra y murió entre chisporroteos.

Hiram se aseguró que ningún obrero hubiera resultado herido. Respiró mejor. La colada iba ocupando el lugar que le estaba destinado, comenzando a trazar el inmenso círculo del mar de bronce y dando nacimiento al macizo cuerpo de los doce toros que lo soportaban.

Un grito de terror le atravesó el corazón.

–¡El molde! ¡El molde está estallando!

El fundidor que acababa de observar la grieta fue rociado por una furiosa lava que comenzaba a escaparse. Con el rostro y el pecho calcinados, murió inmediatamente.

En todo su curso, el río de fuego intentó abandonar su lecho. Unos minutos más, y el mar de bronce habría nacido.

Un compañero se precipitó hacia Hiram.

–Maestro, debemos detener la colada. Si se desborda, todo quedará destruido y habrá decenas de muertos.

–Si intervenimos demasiado pronto, será peor aún.

El molde se agrietó más aún. Pero el bronce se solidificaba. El compañero, creyendo que el maestro de obras había perdido su espíritu y que sólo se preocupaba de su obra maestra, olvidando a los hermanos, subió a lo alto de una de las torres de troncos que contenían miles de litros de agua. Aterrorizado, liberó el diluvio.

Mientras la colada seguía haciendo gemir el molde, la ardiente superficie, en contacto con el agua, se transformó en géiseres. Una lluvia de fuego cayó sobre los obreros, que huyeron aullando. Los andamios, contra los que se precipitaron muchos de ellos, no tardaron en inflamarse.

Salomón admiró la creación de maestre Hiram. El mar de bronce, humeante todavía, brotaba de la noche de sufrimiento y de desgracia durante la que había sido engendrado. En cuanto se anunció la catástrofe, el rey había salido de Jerusalén para dirigirse a las fundiciones a orillas del Jordán.

Más de cincuenta obreros muertos, un centenar atrozmente abrasado. Pero el mar de bronce había soportado, victorioso, la prueba.

Nacida en el espíritu de un genio, la alberca purificadora de los doce toros formaba parte, ya, de las mayores maravillas realizadas por mano humana.

La belleza en el seno de la devastación.

–¿Dónde está maestre Hiram? – preguntó el rey al vigilante de las funciones.

–Nadie lo sabe. Ha organizado los socorros y, luego, ha desaparecido.

–Que transporten la obra hasta el atrio del templo. Que no le ocurra nada malo.

Salomón ordenó que una escuadra de soldados pertenecientes a su guardia personal permaneciera en la obra. Ningún soldado fue autorizado a acompañarle, él, sólo él debía encontrar al arquitecto.

Caminó a lo largo del río, llegó a un cañaveral. Estaba convencido de que maestre Hiram, cruelmente herido por la muerte de aquellos a quienes gobernaba, había buscado refugio en la más lejana soledad. Apartando la cortina vegetal, Salomón se introdujo en un universo hostil donde pequeños carniceros atacaban los nidos de los pájaros. Algunos tallos rotos probaron al monarca que el maestro de obras había seguido aquel camino. En su adolescencia, el rey había cazado en aquellos apartados lugares, donde le gustaba soñar en la sabiduría.

Cuando llegó a la cima del promontorio de tierra rojiza que dominaba el lago de los hibiscos, un minúsculo estanque rodeado de plantas olorosas, Salomón vio a Hiram. Desnudo, se lavaba frotándose la piel con natrón. El rey hizo crujir unas ramitas. Hiram levantó la cabeza, divisó al intruso pero no modificó el ritmo de sus gestos. Concluidas sus abluciones, vistió la túnica blanca y roja y, luego, se sentó a orillas del lago. Salomón se le reunió, sentándose a su lado.

–Es una inmensa victoria, maestre Hiram. El mar de bronce es un prodigio.

–La más horrible de mis derrotas Por mi culpa han muerto hombres

–Os equivocáis Estoy convencido de que ha habido un sabotaje Obtendremos la prueba y castigaremos a los culpables

–Mi obligación era preverlo e impedirlo

–Sólo sois un hombre ¿Por qué cargar sobre vuestros hombros todas las desgracias?

–Era mi obra El desastre me incumbe

–Sois demasiado vanidoso ¿No se ha hecho realidad vuestra obra maestra7

–Su precio es excesivo Ninguna creación justifica la pérdida de vidas humanas Amaba a esos hombres Eran mis hermanos A mi modo de ver, soy indigno para siempre El mar de bronce me hace impuro Nada borrará esa mancha

–Para mí, habéis alcanzado el objetivo que os habíais fijado No tenéis nada que reprocharos, pero no hubierais debido mentirme

El arquitecto volvió la cabeza unos instantes

–Estáis circuncidado -prosiguió Salomón- Si fuerais hebreo, eso sería la marca visible, en vuestra propia carne, de la alianza con Dios Los tirios no están circuncidados Y vos no sois hebreo, ni Tirio Salvo la gente de mi pueblo, sólo los egipcios de alto linaje practican ese rito sagrado Me ocultasteis vuestros orígenes ¿Como poder admitir que un egipcio ha construido el templo de Yahvé7 Debería mataros con mis propias manos ¿No habréis colocado en los muros del santuario algún secreto pagano que lo desnaturalice9

–¿No buscáis la sabiduría, Majestad? ¿Ignoráis cual es la luz oculta en el corazón de los templos de Egipto? Fui educado, allí, por los hijos de los constructores de pirámides Ellos formaron mi espíritu Amón o Yahvé Sólo varían los nombres del principio, Él permanece La sabiduría es radiación, no doctrina Nada la oscurece Quien la venera desde la aurora tal vez la encuentre, por la noche, sentada a su puerta Quiera Dios haberme permitido permanecer fiel a las enseñanzas de los antiguos y no haberos traicionado

–Prefiero la sabiduría al cetro y el trono -dijo Salomón- La prefiero a la riqueza Ningún tesoro puede comparársele Ante ella, todo el oro de Saba es sólo un grano de arena La prefiero a la belleza y la salud Ella me dio la ciencia del gobierno, ella me hizo conocer las leyes de este mundo, la sellada naturaleza de los elementos, el lenguaje de los astros, los poderes de los espíritus, las virtudes de las plantas Pero escapa, huye a lo lejos ¿La habéis encerrado en las piedras del templo, maestre Hiram7 ¿Cómo he podido permitir que un egipcio dirigiera los obreros de mi reino?

–¿No he demostrado ser un mal rey7

–No conocía vuestro pueblo ni vuestra tierra He aprendido a amarlos

–Pero seguís siendo egipcio

–¿Qué nos separa, Majestad7

–El acontecimiento que se celebrará cuando se inaugure el templo la salida de los hebreos de Egipto, la liberación de mi pueblo oprimido por el vuestro

–Sabéis tan bien como yo que no se produjo como estáis diciendo Los hebreos fabricaban ladrillos en Egipto Recibían un salario por su trabajo Nadie les había reducido a una condición miserable La esclavitud nunca ha existido en Egipto Es contraria a las leyes del cosmos, del que el faraón es hijo y garante ante sus súbditos Moisés ocupaba un alto cargo en su corte Salió de Egipto para fundar Israel con el acuerdo del faraón a quien servia

–Maestre Hiram, ni vos ni yo debemos divulgar este secreto Nadie esta preparado todavía para escucharlo La memoria de mi pueblo se ha nutrido con el relato contenido en nuestro libro sagrado Es el fundamento de nuestra historia y es demasiado tarde para modificarla

–No os creo, Majestad Con el templo erigido en la roca de Jerusalén, habéis decidido establecer un nuevo pacto entre Dios e Israel, que será una nueva alianza entre Egipto e Israel Desunidos, ni el uno ni el otro conocerán la paz

Hiram leía en el alma de Salomón, Salomón en el alma de Hiram No se lo confesaron, temiendo romper el mágico vinculo que les unía

Salomón sabia que el maestro de obras no iba a perdonarse nunca la muerte de sus obreros, y, por su parte, Hiram sabia que el rey le reprocharía haber ocultado su origen egipcio Pero el secreto que compartían les hacía hermanos en espíritu

–El templo es la carne de Dios -prosiguió Hiram- El rey lo hace vivo Vos sois el único mediador entre vuestro pueblo y Yahve El único, Majestad


44


Tras la partida de Salomón, Hiram regresó a la obra Había prometido al rey no abandonar el templo, velar por la instalación del mar de bronce y terminar el atrio Pero también había exigido permanecer solo, en el desierto durante tres días y tres noches Sentía la necesidad de alejarse de cualquier presencia humana y buscar en su interior una nueva claridad


El maestro de obras se cruzó con bandadas de damanes, especie de marmotas que huían al menor peligro Escuchó la risa de las hienas y el lamento de los chacales. Vio zorros y jabalíes, se impregnó de un sol ardiente, caminó por la arena ocre, durmió al abrigo de las rocas olvidadas por la mano de quien moldeó el desierto ¿Cuál era aquella presencia que ascendía de la inmensidad como una columna de incienso, si no la del Creador9

A Hiram le gustaban las palabras minerales, la ausencia abrumada por el color, la abnegación de una tierra que había renunciado a la fertilidad para acoger mejor la invisible percepción del Ser

Nada escapaba al desierto El maestro de obras le ofreció la muerte de sus compañeros de trabajo Enterró su recuerdo en la santidad del rojizo ocaso, confió sus almas al espíritu del viento que se las llevaría a los confines del universo, junto a la fuente donde no habían nacido todavía las tinieblas

Cuando tomaba de nuevo la pista que llevaba al Jordán, Hiram vio una tienda roja y blanca erigida en un pedregoso montículo

Lo comprendió entonces Había llegado la hora La alegría que hubiera debido sentir, le laceró

Hiram penetró en la tienda Un nómada vestido como un beduino estaba sentado allí en la postura del escriba. Su corta barba puntiaguda lo identificaba como un semita De unos cincuenta años, con los ojos penetrantes, ofreció al recién llegado una copa llena de agua fresca con un poco de vinagre

–Bienvenido huésped Séame permitido darle asilo hasta que la sal que coma haya abandonado su vientre

Hiram aceptó la sal de la tierra, ofrecida en un plato de alabastro

–¿Cómo me habéis encontrado en este desierto?

Recorro la región desde hace más de un mes Anunciaron vuestra llegada a las fundiciones Desde las colinas asistí al nacimiento de vuestra obra maestra y no le quité la vista de encima A lo lejos, vi que Salomón se os acercaba. Luego, os seguí respetando vuestro aislamiento Tengo que hablaros antes de que volváis al mundo.

–Hace más de siete años que salí de Egipto. ¿Os envía el faraón?

–Naturalmente, maestro Horemheb. Él y yo somos los únicos que conocemos esta misión ¿No aguardabais una señal del rey de Egipto cuando vuestra tarea estuviera terminada?

Hiram tomó su cabeza entre las manos, como un viajero agotado al término de un largo periplo Había soñado durante siete largos años en aquel momento Lo había imaginado como una liberación, una felicidad con sabor a miel, un sol de rayos bienhechores. Pero se había producido el drama del mar de bronce y la entrevista con Salomón, junto al lago perdido entre altas hierbas El arquitecto deseaba regresar a Egipto pero no tenía ya derecho a abandonar Israel Colaborar con Salomón, ayudarle a consolidar su trono y la paz, terminar el templo que sacralizaría su pueblo eran deberes a los que no se sustraería

–¿Estáis satisfecho de vuestra obra, maestre Horemheb9

–¿Qué arquitecto lo sería si no colocara en su jardín el seco árbol de la vanidad9 El templo hubiera podido ser más vasto y noble Pero sólo disponía de la superficie de la roca.

–¿Habéis conseguido inscribir en sus muros la sabiduría de nuestros antepasados9

–Egipto está en el corazón del santuario de Salomón Quien sepa leer Karnak descifrará Jerusalén Quien lea el templo de Yahvé conocerá los misterios y la ciencia de la Casa de la Vida

–Fuisteis el fiel servidor del faraón Por eso merecéis honores y dignidades Pero la felicidad de Egipto parece exigir otra cosa

–¿Qué queréis decir9

–El faraón esperaba veros regresar a su lado. Os habría nombrado jefe de todos los trabajos del rey Lamentablemente, las ambiciones de Libia han despertado de nuevo Siamon teme una tentativa de invasión ¿Cómo actuará Israel9 ¿Será Salomón un aliado9 Sólo vos, por vuestro conocimiento de este país y su monarca, podríais avisarnos de una eventual traición Por ello el faraón os pide que prolonguéis vuestro sacrificio

Hiram bebió el agua avinagrada ¿Quién podía discutir una orden del faraón? Siamon no le dejaba elección posible ¿Cuándo regresaría a Egipto? ¿Debería sufrir siete años más de exilio7

Sólo el viento del desierto conocía la respuesta


La jornada no tendría igual en la historia de los hombres Para la fiesta de la inauguración del templo, las calles de Jerusalén se habían llenado de una exuberante muchedumbre Las aldeas parecían abandonadas Ningún hebreo quería perderse el más excepcional de los acontecimientos Cuando Salomón anunciara el nacimiento del santuario de Yahvé, Israel habría sido creado por segunda vez, accediendo al rango de Estado poderoso, capaz de clamar hasta los cielos su fe y su esperanza

Circular por las callejas era casi imposible, pues las masas de curiosos se hacían cada vez más compactas Por todas parte se veían sacerdotes vestidos con túnicas blancas Los jefes de las tribus de Israel, precedidos de una cohorte de servidores, se hallaban al pie de la roca Ni una sola pulgada de la pendiente que salía de la ciudad de David y se dirigía al templo de Salomón estaba libre de ocupantes Todos admiraban el muro y las tres hileras de piedras de talla ¿Cuándo se abrirían las puertas, custodiadas por los soldados de Salomón, dando libre acceso a la explanada, objetivo de la peregrinación de miles de creyentes?

Aquel día se conmemoraría como el más glorioso de la aventura de Israel, aquel en el que un dios nómada había encontrado por fin su morada de paz Su santuario sería el lugar de sacrificio que unía la tierra y el cielo Las demás divinidades y los demás cultos quedarían suprimidos, aniquilados por el formidable poder del Único

Salomón revistió a Hiram con un manto de púrpura

–He aquí la insignia de dignidad que deberéis lucir el día en que vuestra obra esté terminada

–¿Lo estará alguna vez, Majestad7

–El tiempo se ha detenido en el umbral del templo, maestre Hiram Supera a su creador

Ambos hombres estaban solos en el atrio A oriente se erguía un sublime pórtico, con su triple alineamiento de más de doscientas columnas A través de ellas se dibujaban las formas del valle del Cedrón y las verdeantes colinas, transidas de sol

–Quiero olvidar todo el pasado -declaró Salomón- Una hora pasada en este lugar vale por mil días de paraíso

Con el corazón en un puño, el arquitecto contemplaba el paraje que, pronto, ya no le pertenecería El majestuoso atrio tenía en el centro un altar, a la izquierda del cual se erguía el mar de bronce, sostenido por doce toros metálicos, tres en cada punto cardinal La enorme alberca recordaba el lago sagrado de Tanis donde, al alba, los sacerdotes se purificaban antes de tomar un poco de agua que sen iría para sacralizar los alimentos ofrecidos a los dioses El mar de bronce tenia un borde esculpido en forma de pétalos Simbolizaba el loto naciente de las aguas primordiales, sobre el que se había levantado el sol de la primera mañana A su alrededor, diez piletas de mil litros cada una, instaladas sobre carros que los sacerdotes desplazarían según los imperativos rituales Ellas proporcionarían el líquido indispensable para limpiar los animales del sacrificio

El propio Salomón abrió las puertas del recinto Sadoq y vanos sacerdotes, portando el Arca de la alianza, las cruzaron lentamente Las Tablas de la Ley abandonaban para siempre la antigua ciudad de David En adelante residirían en el Santo de los santos del templo de Salomón

El sumo sacerdote se inclino ante el rey, quien se acercó al Arca y la tocó con veneración Recordó aquel bendito día cuando, pensando en una paz imposible, había realizado el mismo gesto La ley divina había satisfecho su más ardiente deseo Cerró los ojos, soñando en un mundo donde los hombres hubieran matado la guerra y el odio, donde sus miradas se dirigieran sin cesar hacia el templo, en busca de la sabiduría

–Ayudadme, maestre Hiram

El arquitecto levantó los soportes posteriores del Arca, el rey los anteriores El peso, que era considerable, les pareció ligero Pasaron juntos entre las dos columnas, atravesaron el vestíbulo, luego el hekál donde se hallaban el altar de los perfumes, la mesa de los panes de ofrenda y los diez candelabros de oro, y penetraron por fin en el debir donde velaban los Querubines, uno junto a otro

Éstos llegaban a media altura del Santo de los santos, sus alas exteriores tocaban los muros laterales, las extremidades de las alas interiores se tocaban, formando una bóveda bajo la que fue depositada el Arca de la alianza

El maestro de obras se retiró

Salomón presentó al Arca la primera ofrenda de incienso En la olorosa nube se reveló la presencia divina El rey se sintió revestido de cálida luz Los ojos de oro de los Querubines brillaban

Salomón se mostró a su pueblo Levantando las manos, con las palmas vueltas al cielo, entregó el templo a Yahvé Miles de fieles se arrodillaron con los ojos llenos de lágrimas

–¡ Que Dios bendiga Su santuario y a los creyentes! Así renovarán su alianza con Él Así será misericordioso y nos concederá Su ayuda contra los poderes de las tinieblas Que el Señor esté con nosotros como estuvo junto a nuestros antepasados, que no nos abandone, que incline a Él nuestros corazones para que avancemos por Su camino Yahvé, dios de Israel, no hay ningún dios parecido a ti, arriba en los cielos, aquí en la tierra, eres fiel a Tu pacto. Que Tus ojos se abran día y noche a este templo, a este lugar donde vive Tu nombre.

Mientras las aclamaciones subían hacia el rey, la angustia le dominó. ¿Viviría realmente Dios en la tierra con los hombres? Si los cielos de los cielos resultaban demasiado pequeños para contenerle, ¿qué decir del templo de Jerusalén?

Dos sonrisas apaciguaron a Salomón. Primero, la de Hiram, soberbio con su manto de púrpura ante el mar de bronce.

Luego, la de la reina Nagsara, vestida de gala a la izquierda del sumo sacerdote y algo más atrás.

Una y otra expresaban alegría y orgullo. Tranquilizado, Salomón subió los peldaños del gran altar de diez metros de altura colocado a un extremo del atrio.

El maestro de obras, el sumo sacerdote y la reina compusieron un triángulo cuyo centro era el rey de Israel. A su alrededor, los sacerdotes. Los guardias abrieron de par en par la puerta del recinto, dando libre paso a los peregrinos que invadieron la explanada.

Se hizo un profundo silencio. Con los ojos clavados en Salomón que encendían el fuego del holocausto, los espectadores de aquel rito de «la primera vez», contuvieron su aliento. La llama, que ya no se extinguiría, pareció llegar al cielo. Con una oveja en los brazos, un sacerdote llegó junto al rey. Degolló al animal cuya sangre corrió por los canalillos que llegaban a los cuatro ángulos del altar. Las cenizas caerían a través de una reja horizontal.

Tras un signo de Salomón, sonaron las trompetas, entregando el altar a una multitud de celebrantes que sacrificaban los animales que serían consumidos en el gigantesco banquete. Más de veinte mil bueyes y cien mil ovejas serían inmolados a la gloria de Dios.

Salomón lo había conseguido. El templo había nacido. Un maestro de obras genial, Hiram, había dado cuerpo al insensato proyecto de un monarca ebrio de absoluto.

Salomón lloraba de alegría, inmóvil y solitario, en el Santo de los santos.

Hiram, abrumado por el peso del exilio y la muerte de sus hermanos, se ocultaba en la caverna en compañía de su perro.

La reina Nagsara, sola en su magnífica alcoba de palacio, lloraba por su amor perdido.

Caleb el cojo, borracho de alegría y vino, festejaba en la mesa de los ricos que cantaban la fama de Salomón el sabio y de Hiram el maestro de obras.