Hasta aquí, los hechos consignados en el sumario. Ya digo que empecé a leerlos temblando, acostado junto a mi mujer en nuestro dormitorio del Parador; luego, todavía con el corazón en la boca, me levanté y seguí leyéndolos de pie; al final terminé de leerlos sentado a la mesa de la habitación, con una extraña mezcla de horror y de alivio. «Para que veas que todo es todavía más complicado de lo que crees», me había dicho Manolo Amarilla al entregarme la copia del sumario. Al principio, cuando reconocí el nombre de mi abuelo Paco en el oficio inicial, pensé que Manolo se refería a él, y me acordé de un artículo que yo había escrito años atrás, después de enterarme de que durante la guerra mi abuelo había salvado de morir a un alcalde socialista de Ibahernando, y me dije con angustia que iba a descubrir que en una guerra un mismo hombre es capaz de lo mejor y de lo peor; cuando terminé de leer el sumario comprendí que, por fortuna, al menos en este caso estaba equivocado. Mi abuelo no había denunciado un delito político, sino un delito común: el asesinato de un hombre, o más bien el presunto asesinato de un hombre. De hecho, ni siquiera había denunciado un delito; había denunciado una denuncia, la de Agustín R. G., había solicitado por escrito que se investigase, cosa a la que estaba obligado desde cualquier punto de vista, empezando por el ético y terminando por el penal (no estaba obligado, en cambio, a consignar en el oficio su opinión sobre Higinio A. V., aunque fuera justa o aunque él la considerara justa: no estaba obligado a decir de Higinio A. V. que era un «elemento muy revolucionario, pendenciero y siempre insultando a las personas de orden»): lo que había hecho mi abuelo era un imperativo del código penal, tanto el de los vencedores como el de los vencidos, tanto el del franquismo como el de la República o el de cualquier democracia. O, dicho de otro modo, es posible que mi abuelo hubiese dudado si dar curso o no a la denuncia contra Higinio A. V., por temor a las consecuencias que su acto podía ocasionarle a éste; pero lo cierto es que estaba obligado a hacerlo y que, si no lo hubiera hecho, hubiera cometido él mismo un delito: se hubiera convertido en encubridor de un asesinato.

Ahora bien, me pregunté llegado a este punto, ¿y Agustín R. G.? ¿Por qué había denunciado Agustín R. G. a Higinio A. V.? Yo no sabía nada de Higinio A. V., ni siquiera había oído mencionar su nombre, pero sí había leído el nombre de Agustín R. G. en multitud de documentos conservados en el archivo del pueblo y había oído hablar muchas veces de él, un hombre que según el sumario contaba por entonces treinta y seis años (Higinio A. V. contaba veintisiete) y de quien sabía que durante la República había sido un importante dirigente socialista del pueblo y había desempeñado cargos de relieve en el Ayuntamiento y había adquirido un prestigio unánime de político justo, honesto, valeroso, eficaz, razonable y conciliador. No cabía duda de que este hombre conocía a mi abuelo Paco, ni de que cuando le presentó su denuncia sabía que era el jefe local de Falange, tampoco de que, quizá por medio de su familia, había conseguido que mi abuelo fuera a verle a Trujillo para denunciar lo que sabía y que mi abuelo tramitase la denuncia; pero ¿por qué había hecho eso? Por supuesto, Agustín R. G. estaba tan obligado como mi abuelo a denunciar el asesinato o el presunto asesinato, pero ¿por qué no se lo había denunciado a las autoridades republicanas en su momento, cuando supo de él por el propio Higinio A. V.? ¿Por qué había tardado más de dos años en denunciarlo? ¿Había sido por miedo a denunciar una práctica muy frecuente al principio de la guerra en la retaguardia republicana —aunque menos que en la franquista—, la práctica del paseo, del asesinato incontrolado? ¿O lo había hecho para no perjudicar a un compañero de armas? Pero, en este caso, ¿por qué lo denunciaba ahora, cuando era mucho más comprometido hacerlo para el denunciado? ¿Lo hizo porque ya no podía cargar por más tiempo en su conciencia con aquel secreto de sangre? ¿Lo habría hecho para congraciarse con las autoridades franquistas? Yo sabía que Agustín R. G. había regresado sano y salvo a Ibahernando hacia 1946, al cabo de años de trabajos forzados, y que había muerto de viejo allí: ¿había salvado la vida gracias a su denuncia? ¿Había buscado al menos con ella algún tipo de beneficio penitenciario o procesal en aquel momento en que su destino, como el de tantos otros combatientes republicanos convertidos en prisioneros de guerra, dependía de la arbitrariedad y la sevicia de los vencedores? ¿Acaso buscaba vengarse de Higinio A. V. por diferencias personales o políticas (en principio Agustín R. G. e Higinio A. V., que en el sumario declaraba haber pertenecido al sindicato socialista, compartían militancia política, pero era verosímil que Higinio A. V., nueve años más joven que Agustín R. G., perteneciera a los jóvenes socialistas radicalizados que desde antes de la guerra se unieron a los comunistas: eso explicaría que, en el sumario, varias personas le adscribieran a las juventudes comunistas)? ¿O lo que perseguía Agustín R. G. eran todas esas cosas a la vez, o varias de ellas? Me pareció imposible que Agustín R. G. se hubiese inventado la historia de Higinio A. V., que se hubiese reafirmado en ella en dos ocasiones y que otros dos prisioneros republicanos hubiesen confirmado su veracidad, así que di por hecho que Higinio A. V. les había contado que había cometido el crimen; pero ¿lo había cometido o sólo había alardeado temerariamente de haberlo cometido? El tribunal de rebeldes franquistas contra la legalidad republicana que había juzgado a Higinio A. V. lo había condenado a muerte, con la doblez criminal con que en aquella época se condenó a tantos republicanos, por un delito de «adhesión a la rebelión» y, aunque había reforzado las razones de la condena con los agravantes de «peligrosidad social y trascendencia de los hechos», lo cierto es que nadie se había tomado la molestia de investigar si en efecto Higinio A. V. había cometido el crimen del que se le acusaba. ¿Lo había cometido de verdad?

Durante horas di vueltas a esas preguntas en mi dormitorio del Parador. De vez en cuando salía al balcón a respirar el aire nocturno de Trujillo o escrutaba por la ventana su noche punteada de luces o miraba a mi mujer dormida en la cama. De vez en cuando recordaba lo que me había dicho Manolo Amarilla sobre la complejidad de las cosas y lo que me había dicho Alejandro sobre las situaciones imposibles a las que los responsables del país habían conducido ochenta años atrás a su gente. Hasta que en determinado momento comprendí que nunca podría responder a aquellas preguntas, que seguramente era imposible responderlas, y que, por lo menos a aquellas alturas de la historia, casi ochenta años después de lo ocurrido, las preguntas eran más elocuentes que las respuestas. Fue entonces cuando recordé la foto de Sara. La saqué de la carpeta de cartulina con los colores de la bandera republicana que me había entregado Manolo y la miré. En realidad, era una foto de tres mujeres, como me había anunciado Manolo, una foto de estudio; dos de las mujeres estaban de pie y una sentada; me fijé en la de la derecha. La observé con atención meticulosa, casi con encarnizamiento, de arriba abajo: miré su pelo peinado como el de una niña, su carita ovalada de niña, sus redondeadas facciones de niña, sus ojos y su nariz y su boca, todos de niña, sus pendientes y su collar de niña, su inconfundible vestido de niña —largo y plisado y con botones y cinturón de niña—, su abanico de mujer sostenido por su mano izquierda de niña, sus calcetines blancos y largos de niña, sus zapatitos de niña. La imaginé muerta de un tiro en un terraplén. Tuve ganas de llorar, pero pensé en mi madre y en El Pelaor, que ya no podían llorar, y pensé que yo no tenía ningún derecho a llorar, y me contuve. O lo intenté. Miré por la ventana. Amanecía.